Oso y niña resuelven un extraño homicidio. [Trabajo, Naharu]
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Oso y niña resuelven un extraño homicidio. [Trabajo, Naharu]
El sol empezaba a caer, y en el cielo despejado después de una tarde lluviosa, se veían los colores de la tarde esparcidos. Pinceladas de rosado, anaranjado y lila se extendían entre las nubes, creando así un maravilloso espectáculo. Los colores vivos hacían un interesante contraste con el verde de los árboles que la rodeaban, y en su perfecta sintonía dejaban paso a la -todavía no muy presente- tenue oscuridad.
Aquel día, se aventuraba en las afueras de la ciudad que la había acogido por tanto tiempo. No estaba acostumbrada a hacerlo, pero no era la primera vez que se lanzaba a lo desconocido. Se dejaba encaminar por los senderos -empapados, cubiertos de tierra mojada por la lluvia que había caído unas horas atrás- sin rumbo alguno. Sentía la tierra acumularse entre los dedos de los pies, y así se entretenía. Había decidido explorar para darse un descanso de las, siempre ruidosas y atareadas, calles de Lunargenta.
Aunque, culpa de su despiste y credulidad, la tarde se avanzaba sobre sus últimas horas de poder, y la noche le roía los tobillos. El miedo empezó a brotar de su pecho, pensaba que la oscuridad adoptaría forma de serpiente y acabaría con ella -gratas imaginaciones infantiles-. Por lo que, algo angustiada, llevó su mano izquierda al arco que estaba cruzado sobre su pecho sintiendo la cuerda, en busca de seguridad. Suspiró, siguiendo el camino, sin mirar atrás. Aunque su ansiedad se lo pidiese a gritos, cuestión de asegurarse que el monstruo imaginario no estuviese atrás.
Aunque la luz todavía se viese bien presente, el bosque era algo intimidante, y el espesor de los árboles lejos del sendero producía ese efecto de creciente oscuridad. Pronto, se dio cuenta de que involuntariamente había acelerado mucho el ritmo de la caminata. Lo que era una vez brincos, cargados de inocencia y juego infantil, se volvían ahora pasos rápidos y ansiosos.
No tardó mucho en encontrar una posada para viajeros, era una choza de tamaño decente. La planta baja parecía ser animada por una taberna, y la segunda acogía a los viajeros en pequeñas alcobas con lechos de paja. El nombre lo indicaba claramente, ‘Posada: El saltamontes’. Un nombre de pacotilla. Aunque a la pequeña le agradaba -no tenía muy buen gusto, pero, ¿quién le reprocha eso a un niño?-. Se paró frente a la puerta de madera y alzó la mirada. ¿Y si entraba?
Su estómago rugió, creando en ella una pequeña mueca de disgusto. No tenía dinero, no podría comprarse nada. Y muy probablemente la echarían del local. Y aun así, empujó la gruesa puerta de madera de pino, con esfuerzo. Entró con discreción, llenando levemente la entrada con el barro que cargaban sus magullados pies.
Al entrar, un agradable ambiente se presentó frente a ella. La posada no estaba muy llena, lograba contar a los clientes con los dedos de una sola mano. Y a diferencia de las grandes tabernas y posadas de Lunargenta, esta tenía un aire sobre acogedor y hogareño -y no intimidante-. Los cimientos de la choza estaban pintados con grandes y pequeñas flores de diversos colores. No mucho tiempo pasó antes de que su presencia fuese notada.
-¿Qué se le ofrece? -La voz, algo ronca y grave de un anciano interrumpió el agradable silencio que desprendía la taberna.
La niña no se atrevió a decir nada, tan solo colocó los brazos alrededor del vientre, intentando atenuar su hambre. Bajó la mirada, mirándose los sucios pies. No había hecho un desastre, no hasta ese punto. Pero era cierto que se notaba que había pasado por ahí.
-Si va a entrar, hágalo ya. -Insistió la voz del anciano, algo gruñón. -Y cierre la puerta.
Parecía que el anciano no había vuelto la vista para verla, estaba ocupado en un juego de cartas con otros dos viejos. Un dependiente en la gran capital -definitivamente más joven- ya la habría echado a patadas, ¡y escupido después! ¿Tal vez el anciano podría darle algo de comer?...
La ingenuidad pareció engullirse su timidez, ya que se fue acercando hasta la barra, en dónde jugaban los tres ancianos tan tranquilamente. De puntillas, se apoyó contra la mesa. Sobresalía la parte superior de su cabeza. Observaba el juego de los ancianos. Cómo estos iban poniendo cartas, respetando sus turnos. Lo que más le agradaba, eran las diferentes formas que vestían las cartas, los diferentes números y símbolos la atraían cuál polilla a la luz de una fogata o candela. Hasta que, poco tiempo después, el grupo se percató de su presencia.
Miradas despectivas por parte de los dos ancianos cayeron sobre ella como un balde de agua fría. Volvió a ser consciente de su entorno. El tercero, el que estaba detrás de la mesa -quién parecía atender el lugar- alzo una ceja, inclinándose para verla mejor.
-Si busca sobras, aquí no le damos de comer a pordioseros. -Las palabras del anciano cortaban sin piedad.
Algo resentida, bajó la cabeza. No había ni tenido tiempo de abrir la boca… El enojo infantil la cegó, sin dejarla ver su error. En efecto, había usurpado la propiedad privada del anciano -sabiendo y teniendo en cuenta su condición cómo huérfana mendiga-. Dio media vuelta, más que enojo, sentía un nudo en la garganta. La furia pueril se disipó, dejando pasar otra mezcla de sentimientos. Se sentía ahora apenada por la situación, avergonzada.
A su favor, el anciano no había mencionado nada sobre irse y abandonar el lugar. Podría quedarse a observar a las personas durante la tarde, y con suerte dormirse en un rincón. Con las esperanzas regeneradas, y la ingenuidad volviendo a tomar las riendas, fue haciéndose paso entre las mesas. La mentalidad de un niño es tan cambiante… Es impresionante cómo el estado de ánimo de un renacuajo puede cambiar de un extremo al otro, cualidades envidiables para algunos, detestables para otros.
Aquel día, se aventuraba en las afueras de la ciudad que la había acogido por tanto tiempo. No estaba acostumbrada a hacerlo, pero no era la primera vez que se lanzaba a lo desconocido. Se dejaba encaminar por los senderos -empapados, cubiertos de tierra mojada por la lluvia que había caído unas horas atrás- sin rumbo alguno. Sentía la tierra acumularse entre los dedos de los pies, y así se entretenía. Había decidido explorar para darse un descanso de las, siempre ruidosas y atareadas, calles de Lunargenta.
Aunque, culpa de su despiste y credulidad, la tarde se avanzaba sobre sus últimas horas de poder, y la noche le roía los tobillos. El miedo empezó a brotar de su pecho, pensaba que la oscuridad adoptaría forma de serpiente y acabaría con ella -gratas imaginaciones infantiles-. Por lo que, algo angustiada, llevó su mano izquierda al arco que estaba cruzado sobre su pecho sintiendo la cuerda, en busca de seguridad. Suspiró, siguiendo el camino, sin mirar atrás. Aunque su ansiedad se lo pidiese a gritos, cuestión de asegurarse que el monstruo imaginario no estuviese atrás.
Aunque la luz todavía se viese bien presente, el bosque era algo intimidante, y el espesor de los árboles lejos del sendero producía ese efecto de creciente oscuridad. Pronto, se dio cuenta de que involuntariamente había acelerado mucho el ritmo de la caminata. Lo que era una vez brincos, cargados de inocencia y juego infantil, se volvían ahora pasos rápidos y ansiosos.
No tardó mucho en encontrar una posada para viajeros, era una choza de tamaño decente. La planta baja parecía ser animada por una taberna, y la segunda acogía a los viajeros en pequeñas alcobas con lechos de paja. El nombre lo indicaba claramente, ‘Posada: El saltamontes’. Un nombre de pacotilla. Aunque a la pequeña le agradaba -no tenía muy buen gusto, pero, ¿quién le reprocha eso a un niño?-. Se paró frente a la puerta de madera y alzó la mirada. ¿Y si entraba?
Su estómago rugió, creando en ella una pequeña mueca de disgusto. No tenía dinero, no podría comprarse nada. Y muy probablemente la echarían del local. Y aun así, empujó la gruesa puerta de madera de pino, con esfuerzo. Entró con discreción, llenando levemente la entrada con el barro que cargaban sus magullados pies.
Al entrar, un agradable ambiente se presentó frente a ella. La posada no estaba muy llena, lograba contar a los clientes con los dedos de una sola mano. Y a diferencia de las grandes tabernas y posadas de Lunargenta, esta tenía un aire sobre acogedor y hogareño -y no intimidante-. Los cimientos de la choza estaban pintados con grandes y pequeñas flores de diversos colores. No mucho tiempo pasó antes de que su presencia fuese notada.
-¿Qué se le ofrece? -La voz, algo ronca y grave de un anciano interrumpió el agradable silencio que desprendía la taberna.
La niña no se atrevió a decir nada, tan solo colocó los brazos alrededor del vientre, intentando atenuar su hambre. Bajó la mirada, mirándose los sucios pies. No había hecho un desastre, no hasta ese punto. Pero era cierto que se notaba que había pasado por ahí.
-Si va a entrar, hágalo ya. -Insistió la voz del anciano, algo gruñón. -Y cierre la puerta.
Parecía que el anciano no había vuelto la vista para verla, estaba ocupado en un juego de cartas con otros dos viejos. Un dependiente en la gran capital -definitivamente más joven- ya la habría echado a patadas, ¡y escupido después! ¿Tal vez el anciano podría darle algo de comer?...
La ingenuidad pareció engullirse su timidez, ya que se fue acercando hasta la barra, en dónde jugaban los tres ancianos tan tranquilamente. De puntillas, se apoyó contra la mesa. Sobresalía la parte superior de su cabeza. Observaba el juego de los ancianos. Cómo estos iban poniendo cartas, respetando sus turnos. Lo que más le agradaba, eran las diferentes formas que vestían las cartas, los diferentes números y símbolos la atraían cuál polilla a la luz de una fogata o candela. Hasta que, poco tiempo después, el grupo se percató de su presencia.
Miradas despectivas por parte de los dos ancianos cayeron sobre ella como un balde de agua fría. Volvió a ser consciente de su entorno. El tercero, el que estaba detrás de la mesa -quién parecía atender el lugar- alzo una ceja, inclinándose para verla mejor.
-Si busca sobras, aquí no le damos de comer a pordioseros. -Las palabras del anciano cortaban sin piedad.
Algo resentida, bajó la cabeza. No había ni tenido tiempo de abrir la boca… El enojo infantil la cegó, sin dejarla ver su error. En efecto, había usurpado la propiedad privada del anciano -sabiendo y teniendo en cuenta su condición cómo huérfana mendiga-. Dio media vuelta, más que enojo, sentía un nudo en la garganta. La furia pueril se disipó, dejando pasar otra mezcla de sentimientos. Se sentía ahora apenada por la situación, avergonzada.
A su favor, el anciano no había mencionado nada sobre irse y abandonar el lugar. Podría quedarse a observar a las personas durante la tarde, y con suerte dormirse en un rincón. Con las esperanzas regeneradas, y la ingenuidad volviendo a tomar las riendas, fue haciéndose paso entre las mesas. La mentalidad de un niño es tan cambiante… Es impresionante cómo el estado de ánimo de un renacuajo puede cambiar de un extremo al otro, cualidades envidiables para algunos, detestables para otros.
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Re: Oso y niña resuelven un extraño homicidio. [Trabajo, Naharu]
Naharu estaba agotado.
El oso caminaba por la lluvia a paso sereno y corazón aciago. Si en sus ojos había brillo, era aquél del ascua mortecina.
Había pasado ya un tiempo desde que partió de su hogar, y ya había recorrido largos caminos en todas las direcciones. Había conocido gente, visto muchas sonrisas, mucha juerga. Mucha muerte, y mucho caos. Pero su empresa demandaba fuertes voluntades, y tales experiencias no habían apagado su determinación, así como la lluvia no alteró su andar.
Naharu suspiró.
Había pasado ya un tiempo en esa nueva vida, pero el ajetreo de las calles de Lunargenta seguía agotándolo como pocas cosas lo hacían. Habiendo crecido en donde él lo había hecho, encontraba el bullicio sofocante, y el entorno gris e inmóvil le provocaba claustrofobia. También estaba el hecho de que era testigo de leves, pero constantes actos de caos, a lo que no podía reaccionar como querría. Ya había tenido problemas con la guardia.
Le fastidiaba mojarse, pero no podía evitar encontrar en la lluvia un aquél catártico, como si cada gota se llevara consigo un poco del peso de sus hombros.
Había salido de Lunargenta bastante temprano, encaminado al norte de Aerandir. La lluvia le tomó desprevenido, así que no tuvo otra opción más que seguir caminando por aquél sendero bordeado de árboles, hasta dar con algún refugio. Por suerte no tardó mucho en encontrar uno. Se trataba de una pequeña posada, con un nombre ridículo al que hizo caso omiso. No escuchaba el jaleo que atribuía ya a tales lugares.
Se preparó psicológicamente, y entró al establecimiento, empujando la puerta con una mano.
Todos los ojos se centraron en él, como ya era costumbre. Barrió el lugar con la mirada, evitando hacer contacto visual continuo con las pocas personas que estaban en el interior. Sin duda, el ambiente era muy distinto al de Lunargenta. Agradeció eso internamente.
Dio un par de pasos hacia la barra, donde estaba el que presumía era el encargado, un humano cuya edad había blanqueado los cabellos que aún le quedaban en la cabeza. Aunque aún no parecía una pasa.
Naharu ignoraba la alarma que mostraban los ojos de aquél hombre. Estado comprensible al ver entrar a tu acogedora posada a un oso blanco —que apenas cabía por la puerta—, armado con un hacha más grande que un niño. El oso se acercó más a la barra, y dejó allí una ligera bolsita de aeros.
—Me disculpo por el suelo. —dijo sin mucha emoción en su voz— Supongo que esto será suficiente para un par de noches. —añadió , refiriéndose al monto.
El anciano movió sus ojos a la entrada, ahora levemente encharcada, y de vuelta a Naharu, y a la bolsita de aeros, y de vuelta a Naharu.
—C-Claro, es suficiente. —el anciano recobró la compostura al ver que se trataba de otro cliente— Y no hay problema... De todas formas suele ponerse así cuando llueve. —desvió otra vez la vista a la entrada.
Naharu había decidido, como en una especie de descanso, dar una pausa a su viaje al norte. El ambiente tranquilo de la posada le recordaba a tiempos más simples. Creía que le ayudaría a refrescar la mente, y el cuerpo.
Comió más de lo que solían servirle a una persona, y pasó el resto del día en su alcoba, terminando de secarse. Durmió, si bien no tan cómodamente como lo hacía en su infancia o como lo hizo en el Templo del Todo, mucho mejor de lo que solía hacerlo de acampada, o en las ciudades humanas.
Se tomó la libertad de despertar tarde, y a son de no interactuar mucho con los que estaban ahí, volvió a su alcoba después de almorzar. Se dedicó allí a revisar su equipo y practicar su lectura.
...
Bajó las escaleras a la hora de cenar. Entonces escuchó al encargado, a medio camino.
"¿Se metió un vagabundo?" pensó. Se preparó psicológicamente para la posibilidad de que tuviese que echar a alguien forzosamente.
Dirigió la mirada al nuevo residente temporal, una vez descendió. Bueno, nueva. Una niña, sin zapatos, y cuya apariencia daba sentido al comentario del anciano.
Y se quedó viéndola un momento largo, evocando ella las emociones amargas de las que Naharu había intentado tomar un descanso. El caos se manifestaba otra vez, mostrándole al oso los resultados de la injusticia que plagaba las tierras.
Caminó hacia la barra, pidió dos estofados de carne, y se dirigió hacia la mesa de la esquina, donde solía comer. Dejó uno de los tazones del lado contrario de la mesa, y en la vista de la niña, lo señaló con un gesto de cabeza.
Si ella no tenía hambre, Naharu planeaba comérselo él, de todas formas.
Naharu
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Re: Oso y niña resuelven un extraño homicidio. [Trabajo, Naharu]
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