Puños Ensangrentados [Privado]
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Puños Ensangrentados [Privado]
Dylan avanzaba por el puerto de Vulwulfar. Se dirigía hacia “El Campeón Cerúleo”, la taberna dónde se celebraban los combates de lucha más conocidos de la ciudad.
El licántropo había participado en ellos ya en algunas ocasiones y cuándo le pidieron que acudiera aquella noche a combatir en un nuevo espectáculo, no pudo negarse.
La economía en Lodazal no era muy buena y difícilmente encontraba una forma de conseguir Aeros de forma regular, por lo que Dylan terminaba participando en eventos como éste con la intención de ganar algún combate y llevar algo más de dinero a casa.
Al llegar hasta la taberna, saludó a Reuben, el encargado de los combates, que le dijo los números disponibles. Escogió el número 5 y fue a la parte de atrás, a la sala dónde los luchadores y combatientes esperaban su turno.
La luz azulada del local le relajaba y a pesar del tumulto que había en una noche de lucha cómo aquella, al licántropo le parecía relajante. A medida que pasaba el rato, el lugar se iba llenando de clientes y curiosos, pues el público de Vulwulfar y los visitantes de la ciudad amaban las noches como aquella.
Las reglas eran sencillas y todos la conocían. Varios árbitros estaban presentes para asegurarse de que se cumplían. Si respetaba las normas y conseguía vencer al rival, una bolsa de Aeros estaría en sus bolsillos al final de la noche.
Contempló al resto de sus oponentes. Varios hombres, un par de mujeres. Allí no importaba la edad, ni el sexo, ni la raza ni la altura o corpulencia. El sorteo de la lucha era al azar. Cualquiera de ellos podría ser su rival. Y con el tiempo, el licántropo había aprendido que no había de menospreciar a ninguno de ellos.
Aunque conocía a algunos de ellos, al otro lado de la sala, distinguió a un hombre fuerte al que nunca había visto por allí. Si era un luchador habitual, no habían coincidido hasta entonces. Esperaba que sus caminos no se cruzasen aquella noche, pues parecía alguien aguerrido, fuerte, algo intimidante.
“Vamos… lo más seguro es que no tengas que luchar contra él”
Aquella noche habría cinco combates, por lo que había 10 oponentes. El primero enfrentó a un hombre y a una mujer. Ella terminó ganándole rápidamente. Fue bastante divertido verla luchar. El segundo enfrentó a un hombre mono y a una elfa, ganando el bestial finalmente.
Al llegar el tercer combate, Dylan permaneció atento. En el escenario, Reuben sacó una pequeña bola de una bolsa.
―Número 5… Dylan.
El rubio sonrió, subiendo al escenario cuadrado del centro de la taberna ante la atenta mirada de los allí congregados. Se quitó la camiseta, dejando a la vista su torso repleto de finos cabellos dorados. Ladeó la cabeza un par de veces hasta que su cuello terminó crujiendo y entonces, dijeron el número de su rival…
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El licántropo había participado en ellos ya en algunas ocasiones y cuándo le pidieron que acudiera aquella noche a combatir en un nuevo espectáculo, no pudo negarse.
La economía en Lodazal no era muy buena y difícilmente encontraba una forma de conseguir Aeros de forma regular, por lo que Dylan terminaba participando en eventos como éste con la intención de ganar algún combate y llevar algo más de dinero a casa.
Al llegar hasta la taberna, saludó a Reuben, el encargado de los combates, que le dijo los números disponibles. Escogió el número 5 y fue a la parte de atrás, a la sala dónde los luchadores y combatientes esperaban su turno.
La luz azulada del local le relajaba y a pesar del tumulto que había en una noche de lucha cómo aquella, al licántropo le parecía relajante. A medida que pasaba el rato, el lugar se iba llenando de clientes y curiosos, pues el público de Vulwulfar y los visitantes de la ciudad amaban las noches como aquella.
Las reglas eran sencillas y todos la conocían. Varios árbitros estaban presentes para asegurarse de que se cumplían. Si respetaba las normas y conseguía vencer al rival, una bolsa de Aeros estaría en sus bolsillos al final de la noche.
Contempló al resto de sus oponentes. Varios hombres, un par de mujeres. Allí no importaba la edad, ni el sexo, ni la raza ni la altura o corpulencia. El sorteo de la lucha era al azar. Cualquiera de ellos podría ser su rival. Y con el tiempo, el licántropo había aprendido que no había de menospreciar a ninguno de ellos.
Aunque conocía a algunos de ellos, al otro lado de la sala, distinguió a un hombre fuerte al que nunca había visto por allí. Si era un luchador habitual, no habían coincidido hasta entonces. Esperaba que sus caminos no se cruzasen aquella noche, pues parecía alguien aguerrido, fuerte, algo intimidante.
“Vamos… lo más seguro es que no tengas que luchar contra él”
Aquella noche habría cinco combates, por lo que había 10 oponentes. El primero enfrentó a un hombre y a una mujer. Ella terminó ganándole rápidamente. Fue bastante divertido verla luchar. El segundo enfrentó a un hombre mono y a una elfa, ganando el bestial finalmente.
Al llegar el tercer combate, Dylan permaneció atento. En el escenario, Reuben sacó una pequeña bola de una bolsa.
―Número 5… Dylan.
El rubio sonrió, subiendo al escenario cuadrado del centro de la taberna ante la atenta mirada de los allí congregados. Se quitó la camiseta, dejando a la vista su torso repleto de finos cabellos dorados. Ladeó la cabeza un par de veces hasta que su cuello terminó crujiendo y entonces, dijeron el número de su rival…
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
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«…Haz que se levante…»De la oscuridad le llegó el eco de una voz lejana, metálica, dura y afilada; una de esas voces que sabe dar órdenes, aunque, como la mayoría de ellas, más por costumbre que por habilidad. Era una voz ronca de hombre maduro, desfigurada por la rabia, pero aún afilada, como los barrotes oxidados de un calobozo, hundidos en la piedra, que se te clavan en la carne cuando los intentas franquear y no terminan de soltarte. Luego, raparó en el crujir de la madera y el quejido del metal, más y más cercanos: eran pasos desde el olvido, incapaces de dejarlo en paz en su sueño.
—¡Despierta, cabo! —Esto lo dijo una segunda voz, delante de él; o mejor dicho, lo obligó a despertarse de una patada que le propinó en el tendón de aquiles, no muy fuerte, pero, por la intensidad del dolor, en absoluto la primera; repetirlo una y otra vez, después de decenas de golpes, y aunque estos fueran leves, convertían el dolor en insportable y le obligaban a incorporarse, quisiera o no; además, implicaba que su situación no era muy halagüeña: era un procedimiento de tortura.
El soldado abrió por fin los ojos en el suelo; lo hizo de repente, con un feroz espasmo y con menos dificultad de la esperada, pero aún con demasiado desconcierto, soltando una maldición balbuceada sin mucho tino de la que apenas se podía descifrar nada. Se respigó a causa de la humedad que le empapaba el cuerpo; estaba rídigo, y cada movimiento implicaba el dolor de todos y cada uno de sus músculos, como si le hubieran incrustado en cada fibra mil alfileres al rojo vivo sin mucho miramiento. Se pasó la mano por la cara en un acto reflejo; descubrió un brazalete de plomo apresándole la muñeca y que, a su vez, estaba unido a una cadena que se perdía en la oscuridad; no vio el final porque sus ojos aún seguían reajustándose a causa del efecto del mareo y todo eran manchas borrosas sin contorno en tonalidades oscuras y luciérnagas de colores.
—No soy cabo—, dijo el soldado en un suspiro, aún sin recuperarse y conteniendo a duras penas la ira; y arrepintiéndose inmediatamente por haber abierto la boca más de lo debido. Lo sabía de sobra: en un procedimiento de tortura, cuanto menos enfades a los técnicos, mejor sería para ti; de hacerlo, tienes poco que ganar y demasiado que perder.
Un soldado únicamente está autorizado (si acaso esa es la palabra) a revelar cuatro datos: nombre, rango, División y fecha de nacimiento. Con todos esos datos se dice todo y nada; el técnico encargado de la tortura tiene, en esencia, lo más importante: tu nombre, porque a alguien se tiene que dirigir, y cuando el dolor aumenta, las conductas erráticas podrían delatarte en un impás que te deje en mal lugar; tu rango, que viene a especificar la importancia que tienes para sus enemigos y cuánto cuidado deben tener contigo; División, para ver cuál es tu especialidad, y; fecha de nacimiento, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo…
Pero no parecieron haberle escuchado, ya que no hubo ningún tipo de represalia que le enseñase al reo quién manda.
A la par que fue recobrando la vista, fue recuperando el oído; pudo discernir que, además de apenas tener voz—tenía la garganta más seca que el culo de un gusano de arena—, no le habrían podido oir por todo el jaleo que venía de cubierta: voces, gritos de desesperación de hombres de mar, crujidos de madera vieja restallando, lonas maltratadas por el viento, metal de batalla entrechocando… todo indicaba que había una disputa, sino una contienda, arriba (y abajo, por los envites del oleaje, de los que ahora era consciente); todo ello pareció revitalizarlo por completo, aunque no le quitó ni un ápice de dolor ni malestar; pero, como si existiese un resorte en su memoria que se hubiera activado repentinamente, indicándole ponte en pie, soldado, mueve el culo, que ahora tienes una ocasión de escapar, pareció percatarse de dónde estaba (el golpe en la cabeza debió ser fuerte) y qué dos le estaban mortificando, porque eran dos: Sábalo y Besitos; un pez de agua dulce y un hombre cariñoso. Anda que no tienen humor estos piratas cabrones. Suele ser este un trabajo en pareja, en el que uno se dedica a las preguntas, que son las mismas hora tras hora, sin perder detalle de las reacciones del pobre desdichado; y el otro golpea y obliga al reo a incorporarse, o bien, por el contrario, si ya no puede más, le deja caer la cabeza inflada a base de hostias y privada de sueño.
Seguramente eso fue lo que le pasó a él.
Al final se hizo la luz, una en un farol de interior, una lámpara de aceite quizá, porque era suave y su reflejo en las paredes daba una sensación cálida; pero era lo bastante fuerte para irritarle los ojos enrojecidos y lagrimeantes por la falta de sueño, y bajo los párpados había atravesados granos de arena incandescente. Aún así, pudo ver que esos dos estaban buscando algo y no tenían mucho cuidado con los trastos que había en la bodega. Oía su respiración: supercial, rápida, entrecortada, acompañada de un jadeo y temblores corporales que transmitían a sus voces vacilamientos que la convertían sonidos trémulos por nervios y alguna que otra lágrima. En seguida reparó en que se trataba de una maniobra de retirada a la desesperada: tenían miedo y estaban desbandándose. Sintió la necesidad de llamarlos al orden y a formar, como había hecho tiempo atrás, pero ellos no sabrían qué coño significaba eso, y de haberlo sabido, sería una mala imitación que necesitaría meses o años para pulirse: eran piratas; pero como los piratas son piratas, una cosa que sabían hacer era nadar y flotar como nadie, incluso con un saco de algún que otro metal precioso pegado al culo, lo mejor era huir para piratear otro día. No es mala idea, en el fondo, porque eso de morir tampoco le gustaba al soldado.
—Besitos—apresuró el otro—, el cabo está despierto. ¡Date prisa! —Si el soldado hubiera tenido al alcance de la mano la garganta del segundo pirata, el delgaducho estirado, le habría arrancado la nuez y se la habría dado de comer después de arrancarle los dientes para que dejase de impregnar ese tono que le daba al rango cuando se dirigía a él. Era insoportable. Por eso era bastante bueno en lo que hacía.
—¡A mí no me metas prisa, Sábalo, hijo de remil putas!—No debía estar de humor, jeje— Hola, soldadito de plomo. —Al volverse al soldado, Besitos (era el mote que le daban sus compañeros, obviamente, en un gesto irónico para resaltar sus habilidades) mudó su tono a uno más meloso, cercano y aterciopelado. Sin embargo, aún se le filtraba algo del malestar nervioso por lo que estaba sucediendo en la cubierta.
—Hola, Torturador en Jefe—, respondió el soldado, manteniendo la compostura lo mejor posible para evitar que se le quebrara la voz, porque estaba arrecostado en el suelo, codo hincado en la dura madera astillada, y con la cara oculta tras la mano aún.
—Oooh, siempre tan educado. Me gustas: me gustas mucho. Es una pena que las cosas tengan que acabar más ràpido de lo esperado. El jefe, arriba, tiene un problemilla con las autoridades y, vamos a decir entre tú y yo: ya no necesitará de nuestros servicios—, terminó de decir entre risas cómplices.
—Bueno, todo lo bueno acaba—contestó despreocupadamente el soldado sentándose, casi de cuclillas en un cubo que llego hasta él en uno de los envites del oleaje—. Pero ¿no sería mejor que me soltases el perno—comenzó a preguntar el soldado, moviendo con dificultad y muy pesadamente el grillete que tenía enganchado a su muñeca izquierda—y cada uno por su lado?
—¿Te irías por tu lado?—preguntó el torturador.
—Probablemente—probablemente no—si me devuelves lo que me quitasteis.
Besitos apretó los dientes; el soldado lo pudo apreciar a través de la limitada carne que tenía en la mándíbula. Lo malo de ser torturador es que eso no te libra de que el torturado también descubra cosas sobre ti, lo que te frustra y lo que no, lo que te gusta conseguir y cómo te gusta conseguirlo. Pero, Besitos, sabiéndose en posición de superioridad, pese a todo, se contuvo. De poco le servía al soldado haber llegado a un punto de control tan alto de su torturador cuando tenía una muñeca atada a una cadena y el cuerpo como una ficha de dominó.
—Va a ser que no, urvión. Esa mercancía ya la deben estar preparando para vender en Vulwulfar. Créeme, créeme, que lo siento mucho—Tarareó esas palabras mientras se llevó lentamente la mano a la parte trasera del pantalón para sacar un cuchillo con el que poner fin a su vida, resignado y con desgana.
Se acabó… a Besitos le gustaba que le adularan y que le dieran coba bajo sus propias reglas, cosa que no conseguía del soldado, muy poco dado a halagar a hijos de puta—y menos viniendo de un origen tribal urvión—, así que para mantenerlo cabalmente a raya tuvo que ideárselas de otra manera, y tras muchos más golpes de los que quisiera, descubrió una faceta muy interesante del infame torturador: le gustaba aprender, descubrir mejores maneras, más innovadoras—daba igual si recatadas también—de torturar a la gente. Así que el soldado había conseguido cierta rutina para controlarlo: contarle cómo se solía hacer en el ejército. Los piratas, por muy buenos que sean en este cometido, no se pueden comparar con el entrenamiento y el método del torturador profesional del ejército: un método estudiado, frío, clínico, académico, sin implicaciones personales; todo lo contrario a la naturaleza de Besitos. Hacer justicia lo llaman los civilizados. Un torturador del ejército no siente ningún tipo de placer cuando realiza su trabajo, porque a él le es indiferente y, en realidad, le da igual lo que la persona hubiera hecho: va donde le mandan. Todo lo contrario que Besitos, completamente alejado de esa naturaleza: Besitos siente placer torturando, siente una profunda satisfacción física, una liberación emocional que casi puede sustituirle el delirio sexual.
El soldado empezó a percibir cierta contención en él después de un tiempo y varias sesiones; un tipo de contención desmesurado y desproporcionado, ya que no deja de ser tortura, pero que le hacía entrever algo: que a Besitos le gustaba que el soldado le diera información, como un libro prohibido que disfrutar viendo sin que los demás lo sepan; y también que tenía miedo—muy esquivo y leve, pero miedo al fin y al cabo—de matarlo antes de tiempo, ante la testarudez que mostraba cuando lo rajaban o golpeaban. No dejó de ser embarazoso llegar a entender que su torturador pretendía hacerle sufrir (y obtener disfrute sexual) con tácticas que él conocía de su etapa de servicio, como si fuera posible algo así; pero la gente que no domina las letras tiene una veneración cuasi divina a la palabra escrita y cuando les hablas de cierto manual de Adiestramiento militar de martirio programado, se les hace la boca agua, en parte por pensarse descubriendo secretos de tortura de la sociedad civilizada reservados para los altos cargos del Reino que dominan el mundo—como si eso supusiera un gesto de complicidad de mindundis con los grandes del reino— y, en parte, porque está escrita y eso tiene algo mágico. El resto, como todos los inventos, dependen de tu imaginación, tu labia y tu suerte.
Y la suerte también se acaba, por desgracia. Así que, cuando Besitos dejó ver que se preparaba para el final—muy a su pesar, tenía que sacrificar la soldado, lleno de secretos, antes de lo que hubiera deseado—el soldado no se olvidó de prepararle una sorpresa a los compañeros de cháchara: la postura que había adoptado, paso a paso, como el que nada más quiere ponerse cómodo para soportar un dolor rutinario (por un trabajo, supuestamente, bien hecho), con una postura servil y sumisa, le permitió doblar las piernas sin ningún estorbo. Y ahora, al comprender que Besitos tenía intención de terminar el juego, se lanzó hacia adelante como un resorte, a su cuello
***
Cuando Sábalo volvió a aparecer desde la oscuridad, interrumpió sus murmullos continuos de lamento y maldición—al parecer, no había más espacio en su saco para el resto de cosas valiosas y temía no poder mantenerse a flote si caían al agua. Qué dura es la vida de pirata—, porque vio que Besitos estaba tirado boca abajo en el suelo, con la cabeza desencajada en una postura estúpida, como tratando de mirar algo que le incordiaba en la espalda, al lado de un cubo que oscilaba de un lado a otro, al compás del lento vaivén del barco, subrayando lo ridículo de todo ello. Desde su perspectiva, en la boca del cubo se dibujaba una sonrisa burlona de luz y sombra que parecía estar haciendo una caricatura del oficio de Besitos; sin duda, el soldado se había echado encima de su compañero, que estaba con una rodilla en tierra, y le había retorcido el cuello sin más arma que sus manos. Al menos, esa fue la conclusión a la que llegó Sábalo; asomaba, en a través de su repentino latigazo de frío, que le recorrió la espina dorsal, una sombra de incomprensión al parecerle raro, después de todo, que el soldado hubiera matado a Besitos, ¡si parecía que se tenían cierto aprecio! ¡No, si al final, los torturados es que se lo merecen!
Otra cosa importante que vio, después de tomarse sus buenos cuarenta segundos tras quedarse mirando lo que quedaba de su compañero—y el cubo—, vio algo que era bastante más importante; o mejor, dicho, no vio algo que debería estar ahí: la cadena del grillete, con su relucir mate, como una laticuda más larga de lo normal, enroscada sobre sí misma, no tenía a nadie en el extremo en el que debería haber estado otro hombre. Aunque era grande y fuerte, se podría haber dicho de Sábalo que no era la espada más afilada de la armería, pero uno no tiene más remedio que jugar con las cartas que le tocan. La suya no era, ni mucho menos, la peor, ni tampoco la mejor: una mano agarró a Sábalo por el hombro izquierdo, sobre el que tenía el saco, desde atrás, y lo hizo dar media vuelta sobre sí mismo, ayudado por la inercia creada por la carga adicional que llevaba encima; otra mano, que no vio, estampó su puño derecho (golpe certero y bien ejecutado, con los nudillos del índice y el corazón, la muñeca ligeramente arqueada hacia adentro, el codo en un ángulo de 90º, imprimiendo fuerza con la cadera desde el mismo pie trasero). Un golpe explosivo. La cabeza del segundo torturador se sacudió violentamente: sus pies cedieron y el cuerpo cayó en vertical al suelo. Toda la presión (unos 12 kilos de fuerza por metro cuadrado) recayó sobre el cuello del desgraciado. No sintió nada.
Entre todo el alboroto y bullicio que llegaba del exterior a través de la madera, se hizo el silencio en la sala. El soldado contempló la escena y sacó el puñal que le había arrebatado al cuerpo sin vida de Besitos y lo utilizó para cortarle el pescuezo a Sábalo, de oreja a oreja. «Esto por no aprenderte mi rango». Luego, se acercó a Besitos, se arrodilló e hizo lo mismo. «Por si acaso». La sangre manó del cuello y empapó todo el suelo; no salía a chorros, tan solo goteaba, porque el corazón había dejado de latir y, por lo tanto, ya no bombeaba: presión cero. Limpió la hoja en la camisa de Besitos y se dio cuenta de que estaba desnudo, por completo.
Uno juega las cartas que tiene. Eso también servía para la ropa.
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Cuando el soldado subía por las escaleras de la bodega, estaba empezando a sentir los efectos negativos de la adrenalina en su cuerpo, que ya había alcanzado su pico de actividad minutos atrás, cuando mató al primer torturador y se dislocó el dedo pulgar para soltarse del grillete sin necesidad de quitar el perno (no tenía ni llaves ni martillo a mano, y con los dientes, pues no), pero ahora los latigazos de dolor le recorrían los músculos de las piernas con cada zancada; el dedo pulgar también se empezaba a resentir: separar los huesos de su posición correcta en una articulación tan sensible activa las terminaciones nerviosas de la mano y daña el tejido blando, tendones y ligamentos. Rezaba para que no fuera permanente, pero no salió de él perdirlo por favor. En fin, un problema a la vez. El ron ayudó a sobrellevarlo: estaba en la bodega, al fin y al cabo, y entre el ron y el agua dulce, quedaba claro, ¿no? El que servía de narcótico le animó un poco; no dejaba de ser reconfortante, aun así, después de toda la inactividad, celebrar con una copa (o dos o tres) el volver a poner en movimiento su cuerpo fatigado y haber ayudado a los torturadores a dar un paso más en su carrera, especialmente a dos tan reticentes a ponerle fin a la diversión.
Tras reconocerse, fue un poco más optimista en cuanto a su estado. Estaba curtido, se dijo, y seguía teniendo vigor. Si logró aguantar hasta entonces, pues podía esperar tranquilamente sobrevivir a esto. Me jodieron más otras veces. Después, buscó yodo, alcohol y trapos limpios para hacer vendas, porque los jirones de ropa de los muertos no iban a ser suficiente. Bueno, todo tumefacto, pero no hay nada roto, todo se puede curar con cama y tiempo, y lo de la cabeza también. Al observarse en un espejo, mientras subía a cubierta, se vió con una venda en la cabeza (era un trapo de algún color indefinido), un ojo amoratado, la pernera del pantalón rajado a la altura del muslo, heridas en la cara (el labio partido), una oreja, el hombro, las dos manos, el pecho… todo él era una herida; o mejor dicho, una entera que se componía de muchas pequeñas, fraccionadas, despedazadas, partidas en muchas interconectadas entre sí por los morados de la carne hinchada, la sangre seca coagulada y sudor y saliva. Me caigo a pedazos. En un gesto semiinconsciente, se tocó la entrepierna para hacer un segundo control de daños más en profundidad. Oyó una carcajada pastosa, extraña, medio pastosa y gutural, que le costó descubrir que era suya. Mientras la espada no esté mellada, me la suda. Seguía teniendo humor y parecía un pirata: buena señal. Los dientes estaban bien, no había perdido ninguno, quizá estuvieran algo ensangrentados (¿se movía alguno?); corroboró con la lengua que las heridas del interior de las mejillas que anegaban su boca con un gusto metálico y sus encías inflamadas por los golpes no eran nada permanente. Tampoco había nada malo en tener que comer sopa un par de semanas.
El soldado escrutó a través de la lumbrera el exterior mientras el crepitar del fuego le iluminaba un resquicio de la cara. Lo vio. No hizo el menor gesto, no despegó los labios, solo miraba, apoyado contra el marco del tragaluz, con los brazos cruzados; una mano, la del pulgar dislocado, protegido bajo la axila, y la otra, en la que sostenía el puñal, sobre el bíceps. Sus ojos, serenos y quietos como los de una estatua no perdían detalle para hacerse una idea de lo que podría encontrar; porque era la mirada de un soldado, en la que cabe un mundo entero, de amor y de odio, de dolor, rencor, firmeza, debilidad y violencia; de exasperación, enojo y pesimismo; de convicción, certidumbre y fe.
A su lado se abrió de súbito la puerta que conectaba el pasillo de la bodega que conducía al descansillo entre la sala de oficiales y la sala del almirante—había ido hacia el castillo de popa— y entró uno de los piratas con, lo que el soldado entendió, la actitud predominante del resto de la tripulación; ante la incapacidad de poder, de ningún modo, devolver los iguales destrozos al otro bando, se sentían derrotados, agonizando con los últimos estertores de coraje, retemblando agonizantes como el mismo armazón por las embestidas del mascarón de proa del enemigo en el costado de estribor.
—¿Cómo va la cosa?—le preguntó el soldado, sin inmutarse, al pirata, que entró trestabillando, atrancando la puerta con una pequeña traviesa y cayendo de culo entre gemidos.
El soldado ni siquiera lo miró, porque la respuesta solo le interesaba en la medida que se correspondiera con lo que él barruntaba que pasaba, únicamente necesitaba corroborar sus impresiones. Sentía el estremecimiento de la lucha: el chascar de las cuadernas era más audible, los baos cediendo, el retorcerse de dolor de los puntales; la cubierta vibraba palpitante y ruidosa; toda su irritación y desconsuelo lo transmitía a los cuerpos de la tripulación en tanto el agua penetraba por las grietas del casco moribundo. Seguramente se esté empezando a inundar la bodega.
El pirata era joven y delgado y hablaba atropelladamente. Si reconoció o no al soldado como pirata no estaba claro, porque no hizo además de atacar ni de protegerse. Le dijo, más o menos, entre sollozos y sobresaltos, que el otro barco llevaba una vela negra, que apareció de noche, de repente, y los que allí iban sabían perfectamente lo que querían. Vestían de negro y no llevaban distintivos, lo cual, en cualquier conflicto, recibiría su debida sanción disciplinaria.
Acababa, de repente, de hacer un cambio de planes en su táctica de huída, cosa que era bastante esperanzadora a decir verdad: tirarse a las aguas heladas de la costa de Vulwulfar en pleno invierno, con su capacidades físicas mermadas, estando a, como máximo, veinte kilómetros de tierra, siendo de noche, no era un panorama ilusionante.
—¿Qué hacemos?
—Tú, nada.
El soldado por fin se movió: guardó el puñal en el cinto para tener la mano buena libre, levantó del del suelo al joven pirata, lo agarró por el cuello y estrelló su cabeza contra la pared. Una vez. Luego, otra. Le rompió el cráneo.
Se sentó en una silla, absorto en sus pensamientos, esperando a que la batalla se terminase y vinieran a buscarle.
Sí, este operativo es por mí.
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Regla 1: Cuando te detengan, no digas una palabra: si estás bien callado, nadie puede entenderte mal. Ten paciencia.
Se llevaron al soldado a su barco cuando los ánimos agitados de cubierta, enfriándose ya de la violencia de la carnicería, clara en toda su crudeza, dejaron paso a la misericordia: un cuchillo de filo alargado cuya función era dar el golpe de gracia a la víctima ya malherida, lo suficientemente fino para penetrar entre las junturas de las armaduras; su lámina era lo bastante estrecha para caber en la rendija entre el peto y la hombrera de una armadura y alcanzar, a través de la axila, el corazón; o por la holgura del alpartaz de malla o la bufa, la carótida. Rápido, elegante, indoloro.
Hasta ese momento, un bando se había concentrado en atacar y otro en intentar defenderse, pero ahora que la resistencia pirata había quedado reducia a cenizas, apreciándose mucho mejor el destrozo del casco, con la bandera arriada, la tarea principal era otra: como el agua entraba por el casco por sus decenas de averías y amenazaba con hundirlos a todos, los piratas vencidos y los hombres de negro blandían las bombas de sentina con el mismo ardor guerrero, si cabe, para evacuar una mayor cantidad de agua que la que entraba, que era bastante y más constante. Un barco es un barco, y vale más a flote que hundido.
El soldado recién liberado se encontraba en la cámara, más tranquilo ahora, tras haber pasado de un barco a otro. Los oficiales del navío de vela negra reconocían allí a los heridos, con cortesía variable dependiendo de si se trataba de piratas, esclavos o prisioneros. A él lo llevaron a un cuarto aparte. Uno de los hombres se acercó al soldado para interesarse por su estado, como queriendo reconocerle. Supuso que se trataba de un oficial, por su manera de moverse, nervuda figura, aplomo y manera de ordenar al resto; algunos comandos le acompañaban de un lado a otro—contó dos a su espalda y otros dos a distancia—de los que algunos llevaban el acero desnudo en mano. Este hombre era capitán, a juzgar por su edad. Lo dejó en una sala solo. Entró el otro con los dos operativos que le seguían siempre más de cerca, bien ceñido el cinto de armas, y cerraron la puerta sin mirar atrás, conservando el gorro de malla negra puesto y la espada colgando de la correa. El soldado esperaba en el centro de la habitación, de pie, ajustándose el ceñidor del pantalón, que no era sino un gesto reflejo para buscar el puñal, ahora requisado, al verse entre hombres armados. De todas maneras, entendía la situación.
El que parecía ser capitán le dedicó el saludo militar, en posición de firmes; seguramente entendía a qué se referían los tatuajes del brazo, que no eran númberos al azar, sino que se mostraban su división en el ejército (7ª Compañía de la 13ª División Auxiliar) y pensaba que merecían el debido respeto (o quería empezar con buen pie, el adulador). No obstante, alguien que entiende el peso de los galones aprende a verlos, sea en los tatuajes o en las cicatrices, porque, a veces, daban más información de uno mismo que las insignias. Se mostraba tranquilo al sentarse frente a él en una mesa iluminada por una lámpara de aceite. Guardó silencio.
—Muy bien, soldado. Creo que tenemos que hablar, espero que conmigo lo haga y no termine frustrado como el resto de mi tripulación. Por cierto, buen trabajo con los tres piratas, espero que no le haya costado un disgusto.
No contestó. El soldado exploraba la oscuridad el cuarto con la vista, preguntándose a sí mismo si sería posible escapar de allí tras despachar a tres hombres armados enfundados en corazas de cuero. Supuso que no; al menos, no sin recibir una o dos cuchilladas en seis o siete partes del cuerpo, con suerte. Necesitaba repensar su situación y hacerse una nueva composición de lugar y circunstancias.
—Bueno… como no parece usted nativo de aquí, intentaré escoger las palabras adecuadas para que no haya problemas de comunicación. Soy el capitán Gorthos. Estoy al mando de esta nave.
En efecto, no era de aquí, y no es que hablemos de ser de mar, sino de un lugar varias semanas al oriente, en tierra, al pie de la montaña. Aunque, si hubiera tenido ganas de charlar, podría haberse explayado en qué significaba ser de un sitio y estar en un sitio, ya que aun habiendo nacido al norte de Baslodia, en Atri, se marchó muy joven y había viajado con el ejército por medio mundo más tiempo del que había pasado en su hogar: Quizá sentirse de un lugar sería más preciso que decirse (ser) de un lugar. Pero bueno, esa es otra historia, y en ese momento, a soldado veterano le interesaba lo que el capitán tuviera que decirle, participara o no en la conversación.
—¿Entiende usted lo que digo, soldado? —El acento de este reflejaba muy bien la sonoridad de su dialecto, le gustaba esa cadencia, en especial en las mujeres que había conocido de ese lugar, pero un hombre no habla de esos asuntos. Pudo sacar, entre recuerdo y recuerdo de alguna de ellas, mientras le escuchaba, varias cosas en claro del hombre: un nativo de Vulwulfar: su tono era áspero y sincopado (estaba plagado de consonantes continuantes sordas, lo que daba a su forma de hablar una sensación fragmentada, aunque con un contorno extrañamente melódico y cantarín por su inflexión tonal. Le parecía bastante fácil diferenciar los enunciados interrogativos, siempre acabados en poco menos que un falsete). Hubiera dicho también que venía de la zona interior por la articulación de la consonante fricativa velar y la palatal líquida aproximante, exageradamente fuerte en su lengua, por mucho que intentase disimularla para hablar al noble modo del dialecto de la corte. Él mismo conocía la sensación de adaptar su forma de hablar para encubrir sus rasgos nativos e igualarse a los hombres de pro y a los civilizados de camastro; en cierta manera, veía resquicios familiares de su propia manera de hablar. Diferentes pero iguales. Eso le hizo querer respetarle; un hombre similar a él, montés, civilizado tardío, que aunque no fuera un urvión, no era tan distinto. En fin: un tipo duro que tuvo que labrarse su puesto a base de sangre, sudor y lágrimas, con el estigma de ser un bárbaro. Quiso atribuirle rasgos de Vulwulf bajo la negra armadura de cuero blando y el gorro de orejeras que llevaba, como la piel rosácea en extremo, los ojos de un tono intermedio entre azul y gris, pelo rubio casi albino. Estaba tranquilo; era la paz de un hombre que acaba de sortear con éxito el peligro.
Se miraron.
—Soy el jefe de este equipo especial que le acaba de rescatar del barco pirata. Por lo que sé, como soldado del Su Majestad—indicó los tatuajes del brazo del veterano con un leve gesto de su índice acompañado de una mueca de resignación que venía a decir “¿en serio vamos a seguir así todo el día?”—, debería hablar mi lengua y como es un rehén liberado, no creo que le hayan informado de sus derechos; no es necesario, no es un prisionero—carraspeó—. Sin embargo, se le acusa, en nombre de Su Majestad el Rey Sigfried I de Verisar, del asesinato del barón Vanárigorn, así que me gustaría resolver ese pequeño inconveniente del idioma.
—Entiendo. —Mi respuesta le provocó un inapreciable consuelo.
Se inclinó en la mesa uniendo la punta de los dedos con las palmas abiertas.
—¿Necesita un abogado, soldado, para defenderle ante un tribunal civil?
Nada.
—Bueno, soldado: se le acusa de asesinato con alevosía y ensañamiento. Y, por lo que he oído, entienda mi insistencia… me gustaría que lo pensara, porque creo que lo necesita. Pocas veces se ve a un barón crucificado haciendo el pino con los cojones en la boca... En fin, un condenado a muerte no disfruta mucho de su última etapa de vida. ¿Cómo se llama, señor?
Retornó el silencio. L capitán era un hombre de implacable obstinación, se notaba: siendo un salvaje de una aldea a kilómetros de la capital, no termina con esos galones y al mando de un equipo al servicio de los Vulwulf por ser subnormal, eso no funciona así. No merecía la pena jugar al gato y al ratón con él.
—Mánasvin, hijo de Tondaro. —Nombre: el primero de los cuatro grandes. También le regaló el segundo: rango—. Comandante. Veterano de Baslodia.
Lo anotó en su cabeza. No era mucho, pero aguardó un rato, sin prisa pero sin pausa, como registrando detalladamente su cara para unirla a esos sonidos y tomarle la medida por medio de sus cicatrices (las que sangraban y las que ya estaban cerradas). En efecto, tenía poco de estúpido el capitán; nadie querría ninguna sorpresa al juzgar de manera errada a una potencial amenaza que fuera, además, veterano de guerra y al que habían encontrado sentado tranquilamente en un barco pirata con tres cadáveres a sus pies. Se adivinaba a través de sus ojos de hielo gris, cómo reconstruía mentalmente la escena de la huida: descifraba cómo se colocó en posición antes de abalanzarse sobre aquel desdichado Besitos, sopesando y valorando las alternativas a fracturarse la mano para soltarse del grillete (y la determinación para hacerlo), asesinar a tres hombres en edad viril y sentarse a esperar. Vio fruncirse y relajarse los labios, degustando las palabras que decir.
—Comandante Mánasvin—dijo al final, reconociendo tácitamente lo legítimo de su rango a ojos del capitán, con un breve asentimiento de cabeza.
Alzó la mano derecha e indicó a uno de los dos soldados que estaba tras él que trajera a alguien. En sí, esto era un proceder irregular, porque, en ese momento, a juzgar por todo lo que había visto, el capitán debía ser el oficial de más alto rango en la nave, al menos en activo; era lo único que tendría sentido, porque ¿qué pretendían teniendo a un oficial de rango superior que no hacía acto de presencia con un supuesto tripulante díscolo? Acto seguido, esos dos se fueron y el capitán se levantó de la silla para cedérsela a un hombre vestido de negro en su totalidad; como todos ellos, pero con ropas de civil, sin armadura ni armas, y con antifaz. Con todo, ninguna capa pudo disfrazar el aroma empalagoso a aristócrata que emanaba de cada uno de sus poros; caminaba como si su sola presencia bastase para inspirar a su público de la mansedumbre prudencial y servil que más le convenía. Los que habían nacido con un blasón cosido al pecho destacaban en estos ambientes como una medusa en una armería. El capitán Gorthos confirmó su sospecha al quedarse de pie al lado del recién llegado, medio oculto en la oscuridad pero sin desaparecer del todo. Dejaba notar su mano bajo la capa descansar sobre el mango de la espada, a modo de advertencia sutil de que estaba ahí, pendiente de Mánasvin, por si se le pasaba por la cabeza hacer cualquier estupidez como, por ejemplo, romperle el cuello.
Se dirigiría a él por su títulu o, en caso de no tenerlo, por su rango, que funcionaba de la misma manera y, por alguna razón que no fuera el protocolo, los volvía locos.
—Saludos, comandante.
Hay cosas que no se pueden evitar.
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Me soltaron en las calles de Vulwulfar día y medio después.
—¿Qué me pide vuesa merced?—le pregunté al hombre del antifaz.
—Una puerta grande y pesada, comandante; de doble hoja, de color azul celeste avejentado pero intenso con un picarporte en cada una. Muy pocos le sabrían a usted decir qué son, porque ya no tienen facciones, desgastadas y laceradas por la intemperie, tal y como sucede con la forma que la preside desde el dintel inserto el jambaje y la mocheta de la piedra gris del edificio, con dos alas laterales.
Vulwulfar era la villa principal de la región a la que ponía nombre la familia Vulwulf, en la rasa de la ribera noroccidental de Verisar. Es un asentamiento localizado en un golfo estrecho y profundo que descansa rodeado de abruptas laderas de numerosos cerros y montañas, lo que la hacía bastante fácil de defender y dolorosamente difícil de conquistar si no dominabas los alrededores; el terreno, de desconocerlo, era engañosamente traicionero por su cantidad de ríos, que además eran bastante caudalosos; aunque, de todos ellos, solo un par se acercan lo bastante a la ciudad como para decir que la atraviesan. En esta época del año estaban quietos, pero menudo espectáculo debía ser verlos en la estación del deshielo, allá por la primavera. Pensé en sus nombres pero no los recordé. Pero bueno, aquí, incluso el aire se puede considerar un río, porque en el mismo momento en el que salí del barco me encontré con una mañana deprimente de intensa lluvia y viento, y las nubes, negras y tormentosas, parecían hacerse jirones en minutos.
Había llovido mucho durante la noche anterior, la calzada estaba empantanada, y los regueros a lo largo de los bordillos ya se podían llamar arroyos. En el cielo, por encima de los tejados, reflejándose en los faldones y las limatesas, y queriendo darlel el tinte rubio de la gente de esta tierra, vislumbraba la luz trémula del día que comenzaba, pero en nada aliviaba la sensación de pesadumbre de los días tormentosos; es más, acentuaba con mucho la tristeza del panorama al empalidecer el resplandor de las farolas, anulando cualquier matiz de tibieza sobre el reflejo de la pizarra húmeda de los techos. Los postigos estaban echados, tan cerrados como las casas: no parecía haber nadie levantado a estas horas.
Recorrí las calles durantes varias horas, solo y en silencio, moviéndome por un sinfín de pasajes tortuosos, angostos y angustiosos, hasta que fui capaz de orientarme en aquel laberinto de inmundos callejones. Lo cierto es que todas las calles de Vulwulfar eran—o al menos a mí me lo parecían—similares cuando se salían de la vía principal, que, a grandes rasgos, era la única en la que se podían cruzar quizá tres caros sin crear mucho trastorno.
Poco después, pude caminar con algo más de tranquilidad, cuando empecé a notar algo de movimiento al enfilar por la calle del Pescado, guiado por mi nariz, a la lonja. El peligro de encontrarme con los corchetes de las rondas nocturnas había desaparecido en buena parte, y menos mal: no era de mi gusto volver a tener otro interrogatorio, y mucho menos que me recetase una pecunaria ningún alguacil orondo al que le diera por pensar que tenía la intención de infringir alguna normatiza local. Aunque hubiera estado en lo correcto.
*
—Le conocemos, comandante, y sabemos de su historial en el Ejército de Baslodia por la Gracia de Su Majestad el Rey. Hay que ver. Fue una suerte que le encontráramos en Vulwulfar, ¿no cree usted? Y más a sabiendas de que tras licenciarse, se le perdió la pista. ¿Cómo es que un hombre como vuesa merced, licenciado con honores, no decidió seguir? La mayoría lo hace por más aeros. O, si no, se instala en alguna parte del reino en la que se le concedan tierras; pero lo que no suele hacer mucho la gente es desaparecer del mapa.
Mánasvin no contestó.
—Lo cierto es que, no sé, me parece cuanto menos extraño que alguien con honores, con habilidad en el camo de batalla, decida volverse un vagabundo. ¿qué gracia hay en vivir sin techo, a la intemperie, como una bestia más?
Esperó, recostándose en la silla, pero no recibió respuesta.
—¿Por qué no me habla de su carrera militar?—le preguntó.
—Lo más importante es que se terminó. No hay más que contar.
—¿Cómo llegó a comandante?
—Después de dejar de ser capitán.
—¿La 7ª de la 13ª auxiliar de Baslodia?
—La misma.
—Oí hablar de ella—dijo el hombre del antifaz, dando un matiz al verbo que le daba, probablemente, otro cariz; quizá oir sonaba más a ver o sufrir, pero era lo bastante inteligente como para salvaguardar su anonimato. Desvió la mirada y se quedó inmóvil un buen rato. Al poco, volvió a mirar a Mánasvin como si hubiera tomado una decisión—. Comandante, tiene usted que darme su palabra.
—¿Qué?
—No deberá hablarle de esto a ninguna autoridad sea civil o de alcurnia, aunque ea bajo tortura. Apuesto a que ese iba a ser su primera recomendanción, que acudiese a alguien que me pudiera brindar su apoyo de manera oficial. Prométamelo.
—Muy bien.
—Repítalo otra vez.
—Lo prometo.
—Si traiciona mi palabra, le arrancaré la lengua, los dientes de la boca y los cojones, y no necesariamente por ese orden.
Mánasvin dejó escapar un bufido de risa.
—Vaya manera de hacer amigos tiene vuesa merced.
—Quiero que lo comprenda.
—Lo comprendo.
—Estoy buscando a mi hijo.
En realidad, era su hijastro: un hijo bastardo que había engendrado en un día de pasión producida por la mezcla de cerveza, ron, vino y alguna que otra planta mágica, con cierta señorita de corte menor cuyo niño, con los años, tuvo el capricho de parecerse a sus progenitores.
—Mis espías de confianza, que lo llevaban siguiendo desde niño, me dicen que lo han secuestrado, o eso me quieren hacer creer ciertos chantajistas de turno a los que aún no logrado echar el guante. Como comprenderá, no quiero que esto se sepa: la familia de la madre y la mía misma hemos llegado a un acuerdo que… bueno, digamos que la información no sale del círculo del que no debe salir.
—Entiendo.
—Y sé que el jóven, frecuenta estos lugares y quiero saber si está bien o si alguien me está intentando engañar… si hiciese acto de presencia alguien relacionado con mi familia, imagínese lo que podría ocurrir: nada bueno. Por eso necesido de vuesa merced. Y, claro, usted necesida de mí para cierto asunto de asesinato… pero no se preocupe, nosotros no le acusamos de nada. Además, sé que quiere recuperar cierto objeto importante para usted, ¿no es así?
*
Ya en ese momento habían empezado a abrir un tanto las tiendas, y me crucé con alguna que otra carreta del puerto que avanzaba trabajosamente por el empedrado cubierto de lodo, llevando pescado en hielo de las embarcaciones a los establecimientos y las tabernas. Al poco, el tráfico se había convertido en un caos enmarañado, porque al incorporarse el tránsito de diligencias, a cada cual más embarrada, uno no sabía qué lado de la carretera ocupar. No era raro ver altercados entre cocheros entre cruces, látigo en mano y lengua desatada, por atravesarse en la ruta del sentido contrario.
Decidí meterme en una taberna en la que ya ardían las luces de gas. De tiempo en tiempo, entraban por la puerta grupos de pescaderos y obreros—unos venían del trabajo y otros iban hacia él—, y yo podría mezclarme tanto con unos como otros para comer algo y beber un poco, que bien lo necesitaba. Con la salida del sol, por llamar así a un haz de luz tras las densas nubes, también salieron los hombres y las mujeres cargando cestos de pescado en la cabeza para ganarse el jornal, y el aparente chirrido de carretas y diligencia se entremezclaba con el sonido de los asnos que tiraban con ritmo monótono de los carros de verdura, o carne; me llegó el olor y, de no haber sido porque necesitaba reponer las fuerzas que no tenía, me hubiera llevado como fuera parte de una de las reses que se apilaban, abiertas en canal, en uno de ellos. A medida que te acercabas a la gran plaza de la villa, la enorme algarabía confluía, desde el resto de vías, en ella. Era continuo el reguero de gente moviéndose con una generosa cantidad de víveres desde el puerto y el campo, un maremágnum de hombres con cajas y con cántaros de leche las mujeres.
Las dentelladas del aire en el pellejo anunciaban un día húmedo y ventoso, mientras la llovizna perezosa, que parecía no querer irse de la ciudad ni a palos, daba una tregua al fango espeso que se imponía al desgastado empedrado del suelo, envuelta por una niebla anacarada que se cernía sobre las calles desde las inmediaciones del puerto. Como el que no quiere la cosa, había amanecido lo máximo que habría sido posible en una tierra así, y la vida de todo Vulwulfar. Esa mañana desayuné pan con huevos y cerveza; la cerveza era negra y aparentaba densa en un principio, pero me la sirvieron con demasiada espuma y menos cuerpo del que prometía. Me dio igual porque entró sola y con gracia por el gaznate, acostumbrado estos días a agua salada a palo seco. Al acabar, pagué unos aeros a la moza y me puse en movimiento otra vez. Tenía que vigilar la puerta azul; lo haría durante el día presente y el siguiente, porque no era tan gilipollas como para entrar en un sitio al que nunca había ido, del que no sabía como era, ni qué tipo de gentuza lo frecuentaba y ponerme a tratar con simpáticos amiguitos que me podían romper la crisma. Nadie quiere ser el último en llegar a la fiesta. Como era esa una mañana de mercado, no llamaría la atención en absoluto en mis rondas.
No había mucha pompa en el lugar. Estaba en una callejuela llena de mierda, cosa literal, porque el suelo estaba lleno de moñicas y, seguramente, cagadas de personas, que, gracias a los dioses de arriba y de abajo, estaban congeladas y el olor no se esparcía. Eso sí, el barro llegaba a los tobillos y el aire, aunque había dejado de llover, seguía calando hasta los huesos; se mezclaba con el vapor que se desprendía de los cuerpos y ascendía se perdía en la niebla que se paseaba por las cornisas de las casas, desdibujando los conductos de las chimeneas, de las que no se veía apenas el sombrerete.
Aquello, por dentro, era una inmensa taberna que era mitad bodega, y en la que se juntaba gente de los más variopintos orígenes: pude ver lo que interpreté, por las ropas y la corpulencia, como campesinos y labradores; a los vaqueros transhumantes que habían bajado de las brañas de invierno los identifiqué por los silbidos; los muchachillos correteando de un lado a otro entre las piernas de los presentes eran ladroncetes, con los que no estaría de más tener el ojo vivo, igual que con los mirones y los vagabundos—estos sí lo eran—, de manos rápidas para las monedas y las mujeres; todos unidos por jarradas de alcohol, que corría como si no hubiera un mañana. Me pregunté si sería el día de alguna fiesta previa a la época de guardar invernal, pero tampoco estaba muy versado en las tradiciones de la gente del occidente.
En una de las alas de la enorme estancia, vi la corrada de la riña de gallos. Era un ruedo circular en el que metían a dos gallos con espuelas de acero en las patas. Los chillidos y los juramentos iban y venían cada vez que uno de los animales parecía imponerse al otro. En el ala contraria, habia otro ruedo similar, pero de perros; los ladridos se confundían con las voces de los animadores, los gritos y las riñas que se generaban entre empujones y exclamaciones, y los mugidos de las vacas y los bueyes, que igualaban el hedor de los cuerpos sin lavar, sin afeitar, mugrientos y desaliñados, que iban de un rincón a otro. Todo era desconcertante.
Más adentro, tras subir unas escaleras de madera llenas de paja, vi enfrentarse a dos hombres en una jaula. Uno de ellos era grande, de unos treinta y tantos, peludo y sólido, de bigote prominente, aspecto fiero y larga melena; el otro, era un hombre de unos trece años, cabeza rapada, con la cara dibujada en rabia y jadeando de agotamiento. A medida que avanzaba el combate, en el hombre joven veía más presente el dolor, sobretodo en sus ojos, afilando sus facciones, cubiertas por completo de goterones de sudor. Casi acabada la pelea, y al verse sin vigor, puso todo su empeño en huir del hombre más grande, entre los silbidos, las risas y los abucheos del público. ¿Habrían apostado por él? Cuando le dio caza, medio desfallecidos los dos, el gentío comenzó a desgañitarse y vociferar pleno de gozo. «¡Dale, dale!».
No dejan de parecerme extrañas y salvajes las costumbres del hombre civilizado… ¡pero qué sabre yo, que soy un bárbaro!
Sacaron al muchacho de trece años cubierto de barro, paja y sangre, con la nariz rota y sin algún que otro diente, en brazos. Miraba enloquecido, lleno de terror, al montón de caras que le decían cosas, sin saber qué hacer ni cómo moverse. No sabía dónde estaba. Tenía una conmoción y, a simple vista, no descartaría el daño cerebral. El otro hombre celebraba la victoria en el centro de un corro de gente y con el morro de una botella en la boca, que debió vaciar de un solo trago.
¿Será aquí?
Chocó conmigo, por detrás, un hombre que caminaba con torpeza.
—¡Mira por dónde vas, amigo!—dijo ese hombre, que parecía borracho—. A ver si las vamos a tener, garrulo. Sí, ¿qué miras, hijo de mil madres? ¿Quieres algo de mí? ¿Mi polla? ¿Quieres chupar?
Los hombres civilizados son lo más desconcertante del mundo. En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, ese espécimen habría perdido todos los dientes de la boca, si no la vida (una detrás de otra o a la vez), por hablarle a otro de ese modo; pero en la sociedad educada se saben protegidos por las leyes de paz, de las que abusan. Con un salvaje esto sería imposible.
—Fantoche de mierda, mangurrián. Agárramela con la mano, que sé que a tu madre le gustó bastante.
El primer error que cometió este hombre fue el de chocar conmigo, pero peor fue intentar sacarme de quicio; y no por haber sido soldado y haber aguantado a oficiales e instructores con peor humor y ganas de tocarte los cojones que este cagalindes: le delató la insistencia y la dicción demasiado perfecta para un borracho que camina dando tumbos. Detrás de mí, en ese mismísimo momento, me estaban quitando la bolsa de aeros que llevaba al cinto; lo hacía con extraordinaria rapidez su compinche.
Se movían como pez en el agua. Pero los peces, cuando los pescas, te los comes.
Me eché para atrás, solo un paso, para chocar con él y ubicarlo espacialmente: su pecho quedaba un poco por debajo de mis omóplatos. Estampé un codo en el pómulo izquierdo de su cara, generando la fuerza con la cadera, bien afincados los pies del suelo. El otro codo, con el doble de recorrido generaría más fuerza: la descargué en su pómulo derecho. Sendos golpes cumplieron su función. Repetí la acción con el primer codo, pero con tres golpes. Al final, el tipo cayó redondo al suelo. Su compañero, el que me había insultado, se cagó en los pantalones. Un golpe con la mano izquierda—un leve empellón—para adecuar la distancia que yo quería lo colocó y lo desequilibro y, por puro instinto, abrió los brazos, dejándome todo un patio de recreo que empezó con un golpe directo con la derecha a su pecho, al plexo solar, seguido de un uppercut de izquierdas a la barbilla.
La seguridad del local, que había, hizo acto de presencia. Querían echarme porque, como ellos dicen, solo se pelea dentro de las jaulas. Pensé en el muchacho de trece años.
—No tengo tiempo que perder, señores—les dije a los corchetes, que intentaban recomponerse ante la situación, queriendo parecer hábiles representantes de la ley y no desertores de ella, porque estos sí estaban borrachos.
Pelo rubio, ojos claros, piel blanca, alto, vigoroso… si no era él, lo parecía. Lo había visto en la zona de luchadores al entrar; de hecho, entré después de él, al poco. Me hubiera gustado abordarlo tranquilamente mientras se paseaba hablando con algunos de los presentes, saludándoles como si fuera su casa. Era un habitual. Estaba en la zona de luchadores. Tenía que acercarme a él antes de que se subiera al ring.
En ese momento, tuve un mal presentimiento. Pensé en una mandíbula rota, astillada y dislocada, y en años de recuperación para poder volver a hablar bien. Alguien me dijo una vez que, cuando luches, si quieres ganar, tienes que aceptar el peor escenario posible y estar bien con ello.
—Soy luchador. —Al decir eso, los corchetes se echaron para atrás, como si fuese aceptable la situación tras noquear a dos hombres frente a ellos. Eso me dio cierta esperanza en esta gente, porque parecían tener por locos de verdad a los luchadores, cosa con lo que estoy de acuerdo.
Pensé en cómo sería la mejor manera de abordarlo sin levantar sospechas. Siendo luchador estaría justificado y sería fácil mantener una conversación con él. Me levanté con intención de dirigirme a él cuando terminó uno de los combates: una mujer tenía el pelo bermejo, pringoso alrededor de una cara falta de sangre, tal aspecto en la piel que parecía arrancada a pedazos y retorcida alrededor de la boca. Le estaban vendando la cabeza con tela de hilo y los ojos resaltaban llorosos bajo la terrible luz… y lo sentí.
«¡El 5!»
El hombre al que buscaba se levantó para ir a la jaula de pelea. Sonreía como un muchacho que disfruta de la atención del público. No era la primera vez que luchaba. No era la primera vez que lo disfrutaba. Y yo tuve un mal presentimiento. Ni siquiera escuché la cifra que dijeron, pero con el impás, como ya estaba de pie, seguí mi camino hacia él, esperando que la persona que debería haber subido no supiese interpretar su número.
Si quieres ganar, tienes que aceptar el peor escenario posible. Una mandíbula rota, astillada, incapaz de articular una palabra durante años, y estar bien con ello.
Estoy bien con ello.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
La verdad era que el hombre que subió a la plataforma de lucha junto a él parecía una puta bestia. Su cuerpo estaba tremendamente musculoso y la idea de que se había metido en problemas cruzó la mente del licántropo.
Aunque él tenía cierta ventaja en la altura, pues le sobresalía en aproximadamente unos diez centímetros, se notaba que la fuerza, al menos en apariencia, estaba totalmente descompensada. Por lo que Dylan se dio cuenta de que debía usar parte de su ingenio si quería ganar a su oponente.
―La regla es clara: gana quién consiga tumbar al otro y que no consiga ponerse de pie. Dejarlo inconsciente sería una buena manera de terminar el combate, aunque hacedlo con tranquilidad: lo último que queremos es un puto muerto que esconder en algún sitio.
Dylan había escuchado rumores de que había ocurrido en alguna que otra ocasión, pero sin duda, ellos sabían cómo deshacerse del muerto.
Miró al oponente a los ojos y contempló que le miraba de forma extraña, cómo si analizara su rostro.
¿Acaso es esta una nueva técnica de intimidación?
―El combate empezará en cuánto toque la campana. Estad preparados.
Dylan estiró sus brazos y movió su cabeza hacia un lado y otro del cuello, antes de tomar una posición defensiva.
Cuándo la campana sonó, se acercó al hombre musculoso por la derecha de su cuerpo, para pasar ligeramente al lado izquierdo y dar un golpe en el costado con toda su fuerza, mientras se agachaba para desviar un golpe de su oponente.
Si el golpe en el costado había sido lo suficientemente fuerte, puede que lograse mermarlo de alguna forma, debilitarle en el combate, pero su intuición le decía que la experiencia de aquel hombre en la lucha era amplia y que aquello no sería suficiente.
Aún así, se mostró optimista, aunque tenía claro que ganara o perdiera, se llevaría un par de malos golpes.
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Puntos del Combate:
Dylan: 2 (por talento en nivel avanzado de combate físico) + 3 (tirada de rol) = 5/30
Manasvin: 0
Aunque él tenía cierta ventaja en la altura, pues le sobresalía en aproximadamente unos diez centímetros, se notaba que la fuerza, al menos en apariencia, estaba totalmente descompensada. Por lo que Dylan se dio cuenta de que debía usar parte de su ingenio si quería ganar a su oponente.
―La regla es clara: gana quién consiga tumbar al otro y que no consiga ponerse de pie. Dejarlo inconsciente sería una buena manera de terminar el combate, aunque hacedlo con tranquilidad: lo último que queremos es un puto muerto que esconder en algún sitio.
Dylan había escuchado rumores de que había ocurrido en alguna que otra ocasión, pero sin duda, ellos sabían cómo deshacerse del muerto.
Miró al oponente a los ojos y contempló que le miraba de forma extraña, cómo si analizara su rostro.
¿Acaso es esta una nueva técnica de intimidación?
―El combate empezará en cuánto toque la campana. Estad preparados.
Dylan estiró sus brazos y movió su cabeza hacia un lado y otro del cuello, antes de tomar una posición defensiva.
Cuándo la campana sonó, se acercó al hombre musculoso por la derecha de su cuerpo, para pasar ligeramente al lado izquierdo y dar un golpe en el costado con toda su fuerza, mientras se agachaba para desviar un golpe de su oponente.
Si el golpe en el costado había sido lo suficientemente fuerte, puede que lograse mermarlo de alguna forma, debilitarle en el combate, pero su intuición le decía que la experiencia de aquel hombre en la lucha era amplia y que aquello no sería suficiente.
Aún así, se mostró optimista, aunque tenía claro que ganara o perdiera, se llevaría un par de malos golpes.
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Última edición por Dylan Bears el Miér Mayo 08 2024, 10:38, editado 1 vez
Dylan Bears
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El miembro 'Dylan Bears' ha efectuado la acción siguiente: La voluntad de los dioses
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El lugar estaba lleno, rebosante de gente de la peor calaña posible.
Y yo caminaba hacia la jaula sin perder de vista el camino a la plataforma, sin levantar los ojos del serrín del suelo pero siendo consciente de lo que sucedía a uno y otro lado de lo que me rodeaba, según pasaba. Jamás había visto un lugar tan lleno de mierda y más miserable que este; podría mencionar, sin embargo, un par de excepciones o tres, pero estas siempre incluían la cercanía de una batalla, anterior o posterior, eso daba igual, con hombres que afrontaban como podían el haber superado la muerte o que intentaban entender la voluntad de sus sombríos dioses. Aquí no había nada de eso. El ambiente era diferente, impregnado de olores nauseabundos que se me pegaban a la lengua con cada bocanada: el olor a vómito se mezclaba con el del sudor, el alcohol y la comida rancia, con el olor del sexo y opio, atrapado bajo aquellas ruinosas galerías de madera común, con remiendos visibles en las crucetas de las vigas embadurnadas de porquería que sostenían por el techo. Olía los alientos de los borrachos que reñían en grupitos con todas sus fuerzas, distinguía el gusto a cobre de la sangre de otros, más grandes y malencarados que salían de habitaciones en las que no estaban haciendo nada bueno ni inofensivo.
Subo el primer peldaño a la plataforma.
Todo ese caos de barbudos húmedos y mujeres vestidas de las maneras más provocativas—escotadas hasta la cintura, arremangadas hasta los sobacos, pintarrajeadas de un rosado bermellón y manchadas de lunares falsos por la cara—va ensordeciéndose. Al estar un paso más cerca de la zona de combate, mi confianza va aumentando: la confianza lo es todo, pero para ello debes ponerla a prueba y correr riesgos, insistiendo en la visualización mental que te llevará por el camino que debes recorrer. Y yo no perdía de vista mi objetivo.
—Es un muchacho desobediente, indisciplinado, revoltoso… ya lo era de pequeño (según me dijeron) y lo sigue siendo ahora; pero claro, es sangre de mi sangre y solo yo puedo hablar de él de esta manera, si otra persona lo hiciera…
Mánasvin se mantuvo callado.
—En conclusión, necesito que lo encontreis y que descubrais si hay alguien tras él; en caso de que lo haya, me gustaría que hicierais unas cuantas averiguaciones… ya sabeis, comandante. Con estas, esa falsa acusación que circula por ahí, y que hasta ahora se mantiene en círculos reducidos donde no se le da demasiado pábulo, desaparecerá.
—Por lo que dice vuesa merced, es un tipo peligroso que suele combatir con gente. ¿Qué pasaría si, por un motivo o por otro, tuviera que golpear a vuestro bastardo para que entrara en razón?
El señorito pareció sonreir bajo el antifaz, aunque tal vez estuviera masticando las palabras, después de escuchar tal para su hijo.
—En ese caso, como el chico está curtido, veré sus golpes, comandante, como una extensión de los míos; vedlo como una institutriz que debe disciplinar a un niño que no obedece a su señor progenitor.
—¿Me contratará como su institutriz de él?
—¿Le queda otra, comandante?
—Dígamelo usted.
El señorito iba a responder, pero Mánasvin se levantó, tal y como consideró aquel, antes de darle tiempo para ello. El teniente del comando, Gorthos, su hombre de confianza, arqueó las cejas y mostró intención de dirigirse hacia el veterano, quizá con intención de volver a sentarlo, pero el señorito, con un gesto casi imperceptible de la mano, lo detuvo en el acto.
—Bien. Lléveme a Vulwulfar—dijo Mánasvin desperezándose. Aún le dolía el cuerpo.
El señorito respiró hondo, como si le resultara nuevo que le diesen una orden directa.
—Le asignaré a dos hombres de la escolta con los que…
—No.
Era la segunda orden que le daba el soldado al señorito en menos de un minuto. Lo miró con los ojos encendidos tras el antifaz.
—Querrá que me acompañen los dos hombres que van detrás de su teniente a todas partes: lo suficientemente cercanos a usted como para que no se vayan de la lengua, pero lo suficientemente lejanos para que nadie los reconozca a la primera, pero se va a equivocar; parecerán dos hombres mal vestidos a los que les queda mejor el traje de corchetes de la guardia dando vueltas por las callejuelas de la villa; e irán en pareja, como si estuvieran enamorados, y será como encender en un barco fantasma un faro en cada vela. Les falta camino. Si quiere que las cosas salgan bien deberé ir yo solo: soy un extranjero que se parece a lo que la gente de aquí debe pensar que es un peleador. Ellos parecen policías.
El señorito parecía muy poco convencido.
—¿Usted no lo parece? Ambos son soldados, como lo fue usted.
—¿Cuántas veces ve uno un soldado? ¿Cuántas veces piensa alguien en qué galones del escalafón tiene la persona con quien habla? La gente ve lo que quiere ver. Yo soy algo extraño para ellos, un extranjero en una tierra ajena, de origen urvión, de las montañas del norte, mediocivilizado, lleno de heridas y con pinta de saber pelear. Usted tiene comandos especiales Reið, marinos de Lögr y Cweorð, y serán los mejores de la Península, no tengo duda.
—Lo son.
—Estos tipos podrían luchar una guerra contra los responsables de amenazar la vida de su hijo, qué duda cabe. Quemarían medio Verisar sin despeinarse.
—Téngalo usted por seguro. —Dijo el señorito, intentando ver dónde llegaría el veterano.
—Pero primero tienen que encontrarlos. Por eso están ustedes aquí. Por eso usted sabe mi rango.
El señorito dudó. No supo qué responder. Tras un breve silencio, dijo:
—¿Espere que le suelte solo y sin vigilancia? ¿Cómo sé que no se irá a la primera de cambio? ¿Acaso le importa algo la vida del muchacho?
—Puede decir vuesa merced que lo hago por hábito, por costumbre, casi por reflejo e interés profesional. Si quiere ver a su bastardo y saber que está bien, en qué situación y quién se la está jugando, no le queda otra. Además, quiero recuperar cierto elemento muy preciado que había en mi bolsa de viaje y que, si realmente está en vuestro poder, habrá visto.
El señorito sonrió.
Subí el segundo peldaño y noté el miedo en mis venas.
El miedo es el principal obstáculo en el proceso de aprendizaje, es el principal rival a batir en cualquier circunstancia. Por ello, tu mayor aliado para todo. Cierto instructor—siendo yo aún muy joven, recién alistado en el ejército—nos habló de ello, de que la diferencia entre el valiente y el cobarde no era la ausencia de miedo en el primero, sino la presencia controlada del mismo; porque tener miedo es inevitable, todo el mundo lo tiene, incluso la persona que dice no temer nada—a no ser, claro, que sea inocente de mente—. Aquel instructor nos puso el ejemplo del fuego: cuando el hombre aprendió a usarlo, alejó a las bestias de la oscuridad, cocinó su comida, iluminó su noche, calentó el invierno; pero el hombre que no aprende a controlar su miedo, pierde el control de su cuerpo y muere abrasado. Cuando tu mecanismo de supervivencia se activa, hace que las glándulas suprarrenales inyecten en tu torrente sanguíneo adrenalina, y tu cuerpo se vuelve más agil y más fuerte. Más de lo normal. Todo por un peligro inminente. Bajo la influencia del miedo controlado la gente puede llevar a cabo acciones extraordinarias.
Recuerdo los estudios que me enseñó, hace años, un doctorando de la facultad de Fisiología de Baslodia, publicado en uno de los volúmenes de Historia de la Ciencia Médica de la Biblioteca General, donde se registraba con toda meticulosidad cómo los seres vivos reaccionan a todo tipo de situaciones de estrés intenso; en ellas se podía leer el funcionamientos de las fibras nerviosas y las estructuras retroperitoneales y cómo sus acciones afectan al cuerpo: piensa en un ciervo que, cuando su instinto se nota en peligro, sea por la presencia acechante de un león entre la maleza o un cocodrilo bajo el agua turbia, hace que, cuando normalmente puede saltar cinco metros, salte quince.
Si algo te da miedo, vete directo contra ello. El miedo es irracional: tu mente te considera escoria, un inútil que morirá a la primera complicación, y tienes que luchar contra ella para ponerla en su sitio, para que vea quién manda. Todo se trata de dominar tus emociones.
En el tercer peldaño, veo al chico y mis sentidos ya están afilados.
—¿Por qué, de tener esta o estas personas bajo su poder al muchacho, le dejarían ir a la tasca?—preguntó Mánasvin.
El señorito del antifaz se llevó la mano a la boca con gesto pensativo.
—Es su fuente de ingresos: el chico sabe pelear muy bien, tiene la sangre de la casa.
—No lo veo claro. Vas a un sitio peligroso, donde hay más gente que sabe pelear, que en mitad del jaleo puede ponerte las cosas difíciles, con mucho que ganar y poco que perder en cualquier caso. No es un plan simple ni fácil de elaborar, tiene muchas variables si la cosa se sale de lo normal. Si a ello le sumamos el alcohol y las rencillas que provoca, es aún peor. Y el chico, ¿es manejable? ¿Cómo de ágil es de mente?
—¿Me pregunta si es subnormal?
—¿Lo es?
—Tiene todas las capacidades mentales intactas, incluso si le hubiesen golpeado la cabeza durante un mes y un día con su noche, seguiría siendo más listo que toda la gente con la que se relaciona.
—¿Podría tener algún interés que no fuera el de la familia? —La pregunta de Mánasvin pareció inquietar al señorito y al teniente.
—¿Con esa gente? Por favor: su sangre, pese a todo, es noble.
—¿Cuánto dinero le pidieron a cambio de él?
—A decir verdad, no demasiado. Lo que me hace pensar que no son hombres de altas miras, o quizá sean ladrones honestos, después de todo—dijo el señorito, no falto de humor.
—Hábleme del día en el que recibió el aviso.
Toda guerra es psicológica en su mayor parte, y los momentos inmediatamente anteriores son los peores. La sensación de querer abandonar es abrumadora, de las que te quita el sueño, pero no eres el único: tu enemigo está igual que tú; si tú no puedes dormir, él tampoco, y aunque parezca fresco y tranquilo frente a ti, frío como el hielo, por dentro el miedo está haciendo estragos. Es tu mente, tu imaginación jugando contigo.
El movimiento alivia la tensión porque genera una serie de elementos químicos—en los archivos de la Universidad de Medicina de la Biblioteca General de Baslodia estaban recogidos como endorfinas—que te producen una sensación de bienestar y euforia. Tu imaginación convertirá a tu oponente en una especie de hijo menor de dios, otorgándole habilidades que, en realidad, no tiene. Por eso, cuando suena la campana y el muchacho se acerca a mi amagando un puñetazo antes de fintar y descargarlo en mi costado, el golpe me parece corriente. Es ahí cuando entiendes cómo te la juega tu imaginación, cuando ves lo que hay al otro lado en el momento en que se disipa. Actúa de forma intuitiva, impersonal, calmada, sin que ninguna emoción ni ningún sentimiento anulara lo que tu instinto sabía. Tienes que verte fuera de tu cuerpo; más que sentir los golpes, debes ser consciente de ellos.
El muchacho es rápido como una bestia y sabe dónde golpear.
El árbitro había estipulado que la única norma era que, prácticamente, no había, y el objetivo era noquear al otro sin matarlo. Pensé en aquella mujer con la cara desfigurada que había luchado el combate anterior, con la cara falta de dientes e hinchada. Por norma general, en los combates que se organizaban en el ejército, tenías una serie de parámetros a seguir, destinados a evitar bajas durante las competiciones deportivas—la inversión en el entrenamiento de un soldado es costosa, larga y lenta hasta que da sus frutos—como evitar atacar los ojos de cualquier forma, morder o escupir, golpear la nuca, manipulación de las articulaciones sensibles, como dedos de manos y pies, entre unas cuántas más, pero la mecánica era la misma. Otra norma no escrita es dar espectáculo a los que pagan por él.
Desde la plataforma de combate se aprecia todo el lugar desde una posición elevada. Yo me muevo por la arena de combate con desplazamientos cortos y precisos, y me coloco en linea con el muchacho; veo tras él, y un poco por encima de él veo, allá en los muros de la habitación, negros de tan viejos y sucios, las tribunas; sobresalía una de ellas, iluminada por la lumbre de una mesa de pino que tenía en el centro una vela encajada en una botella de vidrio blanco—vodka o ginebra—y alguna que otra jarra de peltre rodeada de vasos, pan y platos. Solo veo sombras que no tienen cara: y ojos viejos e inteligentes. Algo me dice que debo tener cuidado. A ellos estamos entreteniendo.
El muchacho vuelve a la carga con la agilidad de una víbora. Veo el movimiento medio segundo antes de que comience, cuando sus músculos se tensan bajo la piel. No lo miro a los ojos, no; su cara no puede hacerme ningún daño; lo miro al pecho, donde tengo una mayor visión periférica de sus extremidades, y me centro en cualquier movimiento muscular, cualquier indicio de tensión para evitar que me arranque la cabeza o desplace noventa grados mi mandíbula.
Necesito crear contacto y hacerme a la distancia de combate. Suelto algunos golpes directos para comprobar la rapidez de su reacción. Es más alto, sus hombros son anchos y sus pectorales duros, tienen la fuerza que prometen, y sus brazos son más largos, por lo que tiene más alcance que yo y sus movimientos precisan menos fuerza al golpear ligeramente hacia abajo; pero tiene que mover más masa con menos musculatura, y es menos robusto, menos resistente, con un centro de gravedad más alto, así que es más fácil llevarlo al suelo. Los oponentes grandes suelen ser dianas en las que es difícil errar.
Se mueve, brazos en alto.
Aquí hay algo mal. Por alguna razón, no dejo de pensar que se me está escapando algo muy importante que aún no sé qué es. Es rubio, de ojos claros, alto, atlético, joven… sí, es todo lo que el señorito del antifaz me dijo que sería, pero hay una pieza que no encaja. No puedo centrarme en ella porque se me echa encima y debo reaccionar; me gustan los comienzos lentos, porque los combates suelen ser largos y uno no puede quedarse sin aire a las primeras de cambio, pero debo contraatacar para establecer un equilibrio en el combate.
Mientras se avalanza contra mí, saco un golpe directo con el puño izquierdo a su cara; la intención es que lo bloquee frontalmente cerrando su guardia mientras yo, en la misma acción, me desplazo en perpendicular a mi derecha; adelantando en esa dirección el pie derecho (mi pie trasero) y recuperando la posición ya a su izquierda, suelto un cruzado derecho al flanco de su cara que queda descubierto al haberse protegido frontalmente de mi primer jab. Todo viene de la cintura. Aprovecho, entonces, la inercia que se produce al recoger el cruzado al volver a la guardia para lanzarle, desde abajo, un uppercut a la barbilla.
Vuelvo a salir de distancia. No quiero estar donde piensa que estaré cuando recupere la guardia.
Aquí hay algo mal y no aún no sé lo que es.
Y yo caminaba hacia la jaula sin perder de vista el camino a la plataforma, sin levantar los ojos del serrín del suelo pero siendo consciente de lo que sucedía a uno y otro lado de lo que me rodeaba, según pasaba. Jamás había visto un lugar tan lleno de mierda y más miserable que este; podría mencionar, sin embargo, un par de excepciones o tres, pero estas siempre incluían la cercanía de una batalla, anterior o posterior, eso daba igual, con hombres que afrontaban como podían el haber superado la muerte o que intentaban entender la voluntad de sus sombríos dioses. Aquí no había nada de eso. El ambiente era diferente, impregnado de olores nauseabundos que se me pegaban a la lengua con cada bocanada: el olor a vómito se mezclaba con el del sudor, el alcohol y la comida rancia, con el olor del sexo y opio, atrapado bajo aquellas ruinosas galerías de madera común, con remiendos visibles en las crucetas de las vigas embadurnadas de porquería que sostenían por el techo. Olía los alientos de los borrachos que reñían en grupitos con todas sus fuerzas, distinguía el gusto a cobre de la sangre de otros, más grandes y malencarados que salían de habitaciones en las que no estaban haciendo nada bueno ni inofensivo.
Subo el primer peldaño a la plataforma.
Todo ese caos de barbudos húmedos y mujeres vestidas de las maneras más provocativas—escotadas hasta la cintura, arremangadas hasta los sobacos, pintarrajeadas de un rosado bermellón y manchadas de lunares falsos por la cara—va ensordeciéndose. Al estar un paso más cerca de la zona de combate, mi confianza va aumentando: la confianza lo es todo, pero para ello debes ponerla a prueba y correr riesgos, insistiendo en la visualización mental que te llevará por el camino que debes recorrer. Y yo no perdía de vista mi objetivo.
*
—Es un muchacho desobediente, indisciplinado, revoltoso… ya lo era de pequeño (según me dijeron) y lo sigue siendo ahora; pero claro, es sangre de mi sangre y solo yo puedo hablar de él de esta manera, si otra persona lo hiciera…
Mánasvin se mantuvo callado.
—En conclusión, necesito que lo encontreis y que descubrais si hay alguien tras él; en caso de que lo haya, me gustaría que hicierais unas cuantas averiguaciones… ya sabeis, comandante. Con estas, esa falsa acusación que circula por ahí, y que hasta ahora se mantiene en círculos reducidos donde no se le da demasiado pábulo, desaparecerá.
—Por lo que dice vuesa merced, es un tipo peligroso que suele combatir con gente. ¿Qué pasaría si, por un motivo o por otro, tuviera que golpear a vuestro bastardo para que entrara en razón?
El señorito pareció sonreir bajo el antifaz, aunque tal vez estuviera masticando las palabras, después de escuchar tal para su hijo.
—En ese caso, como el chico está curtido, veré sus golpes, comandante, como una extensión de los míos; vedlo como una institutriz que debe disciplinar a un niño que no obedece a su señor progenitor.
—¿Me contratará como su institutriz de él?
—¿Le queda otra, comandante?
—Dígamelo usted.
El señorito iba a responder, pero Mánasvin se levantó, tal y como consideró aquel, antes de darle tiempo para ello. El teniente del comando, Gorthos, su hombre de confianza, arqueó las cejas y mostró intención de dirigirse hacia el veterano, quizá con intención de volver a sentarlo, pero el señorito, con un gesto casi imperceptible de la mano, lo detuvo en el acto.
—Bien. Lléveme a Vulwulfar—dijo Mánasvin desperezándose. Aún le dolía el cuerpo.
El señorito respiró hondo, como si le resultara nuevo que le diesen una orden directa.
—Le asignaré a dos hombres de la escolta con los que…
—No.
Era la segunda orden que le daba el soldado al señorito en menos de un minuto. Lo miró con los ojos encendidos tras el antifaz.
—Querrá que me acompañen los dos hombres que van detrás de su teniente a todas partes: lo suficientemente cercanos a usted como para que no se vayan de la lengua, pero lo suficientemente lejanos para que nadie los reconozca a la primera, pero se va a equivocar; parecerán dos hombres mal vestidos a los que les queda mejor el traje de corchetes de la guardia dando vueltas por las callejuelas de la villa; e irán en pareja, como si estuvieran enamorados, y será como encender en un barco fantasma un faro en cada vela. Les falta camino. Si quiere que las cosas salgan bien deberé ir yo solo: soy un extranjero que se parece a lo que la gente de aquí debe pensar que es un peleador. Ellos parecen policías.
El señorito parecía muy poco convencido.
—¿Usted no lo parece? Ambos son soldados, como lo fue usted.
—¿Cuántas veces ve uno un soldado? ¿Cuántas veces piensa alguien en qué galones del escalafón tiene la persona con quien habla? La gente ve lo que quiere ver. Yo soy algo extraño para ellos, un extranjero en una tierra ajena, de origen urvión, de las montañas del norte, mediocivilizado, lleno de heridas y con pinta de saber pelear. Usted tiene comandos especiales Reið, marinos de Lögr y Cweorð, y serán los mejores de la Península, no tengo duda.
—Lo son.
—Estos tipos podrían luchar una guerra contra los responsables de amenazar la vida de su hijo, qué duda cabe. Quemarían medio Verisar sin despeinarse.
—Téngalo usted por seguro. —Dijo el señorito, intentando ver dónde llegaría el veterano.
—Pero primero tienen que encontrarlos. Por eso están ustedes aquí. Por eso usted sabe mi rango.
El señorito dudó. No supo qué responder. Tras un breve silencio, dijo:
—¿Espere que le suelte solo y sin vigilancia? ¿Cómo sé que no se irá a la primera de cambio? ¿Acaso le importa algo la vida del muchacho?
—Puede decir vuesa merced que lo hago por hábito, por costumbre, casi por reflejo e interés profesional. Si quiere ver a su bastardo y saber que está bien, en qué situación y quién se la está jugando, no le queda otra. Además, quiero recuperar cierto elemento muy preciado que había en mi bolsa de viaje y que, si realmente está en vuestro poder, habrá visto.
El señorito sonrió.
*
Subí el segundo peldaño y noté el miedo en mis venas.
El miedo es el principal obstáculo en el proceso de aprendizaje, es el principal rival a batir en cualquier circunstancia. Por ello, tu mayor aliado para todo. Cierto instructor—siendo yo aún muy joven, recién alistado en el ejército—nos habló de ello, de que la diferencia entre el valiente y el cobarde no era la ausencia de miedo en el primero, sino la presencia controlada del mismo; porque tener miedo es inevitable, todo el mundo lo tiene, incluso la persona que dice no temer nada—a no ser, claro, que sea inocente de mente—. Aquel instructor nos puso el ejemplo del fuego: cuando el hombre aprendió a usarlo, alejó a las bestias de la oscuridad, cocinó su comida, iluminó su noche, calentó el invierno; pero el hombre que no aprende a controlar su miedo, pierde el control de su cuerpo y muere abrasado. Cuando tu mecanismo de supervivencia se activa, hace que las glándulas suprarrenales inyecten en tu torrente sanguíneo adrenalina, y tu cuerpo se vuelve más agil y más fuerte. Más de lo normal. Todo por un peligro inminente. Bajo la influencia del miedo controlado la gente puede llevar a cabo acciones extraordinarias.
Recuerdo los estudios que me enseñó, hace años, un doctorando de la facultad de Fisiología de Baslodia, publicado en uno de los volúmenes de Historia de la Ciencia Médica de la Biblioteca General, donde se registraba con toda meticulosidad cómo los seres vivos reaccionan a todo tipo de situaciones de estrés intenso; en ellas se podía leer el funcionamientos de las fibras nerviosas y las estructuras retroperitoneales y cómo sus acciones afectan al cuerpo: piensa en un ciervo que, cuando su instinto se nota en peligro, sea por la presencia acechante de un león entre la maleza o un cocodrilo bajo el agua turbia, hace que, cuando normalmente puede saltar cinco metros, salte quince.
Si algo te da miedo, vete directo contra ello. El miedo es irracional: tu mente te considera escoria, un inútil que morirá a la primera complicación, y tienes que luchar contra ella para ponerla en su sitio, para que vea quién manda. Todo se trata de dominar tus emociones.
En el tercer peldaño, veo al chico y mis sentidos ya están afilados.
*
—¿Por qué, de tener esta o estas personas bajo su poder al muchacho, le dejarían ir a la tasca?—preguntó Mánasvin.
El señorito del antifaz se llevó la mano a la boca con gesto pensativo.
—Es su fuente de ingresos: el chico sabe pelear muy bien, tiene la sangre de la casa.
—No lo veo claro. Vas a un sitio peligroso, donde hay más gente que sabe pelear, que en mitad del jaleo puede ponerte las cosas difíciles, con mucho que ganar y poco que perder en cualquier caso. No es un plan simple ni fácil de elaborar, tiene muchas variables si la cosa se sale de lo normal. Si a ello le sumamos el alcohol y las rencillas que provoca, es aún peor. Y el chico, ¿es manejable? ¿Cómo de ágil es de mente?
—¿Me pregunta si es subnormal?
—¿Lo es?
—Tiene todas las capacidades mentales intactas, incluso si le hubiesen golpeado la cabeza durante un mes y un día con su noche, seguiría siendo más listo que toda la gente con la que se relaciona.
—¿Podría tener algún interés que no fuera el de la familia? —La pregunta de Mánasvin pareció inquietar al señorito y al teniente.
—¿Con esa gente? Por favor: su sangre, pese a todo, es noble.
—¿Cuánto dinero le pidieron a cambio de él?
—A decir verdad, no demasiado. Lo que me hace pensar que no son hombres de altas miras, o quizá sean ladrones honestos, después de todo—dijo el señorito, no falto de humor.
—Hábleme del día en el que recibió el aviso.
*
Toda guerra es psicológica en su mayor parte, y los momentos inmediatamente anteriores son los peores. La sensación de querer abandonar es abrumadora, de las que te quita el sueño, pero no eres el único: tu enemigo está igual que tú; si tú no puedes dormir, él tampoco, y aunque parezca fresco y tranquilo frente a ti, frío como el hielo, por dentro el miedo está haciendo estragos. Es tu mente, tu imaginación jugando contigo.
El movimiento alivia la tensión porque genera una serie de elementos químicos—en los archivos de la Universidad de Medicina de la Biblioteca General de Baslodia estaban recogidos como endorfinas—que te producen una sensación de bienestar y euforia. Tu imaginación convertirá a tu oponente en una especie de hijo menor de dios, otorgándole habilidades que, en realidad, no tiene. Por eso, cuando suena la campana y el muchacho se acerca a mi amagando un puñetazo antes de fintar y descargarlo en mi costado, el golpe me parece corriente. Es ahí cuando entiendes cómo te la juega tu imaginación, cuando ves lo que hay al otro lado en el momento en que se disipa. Actúa de forma intuitiva, impersonal, calmada, sin que ninguna emoción ni ningún sentimiento anulara lo que tu instinto sabía. Tienes que verte fuera de tu cuerpo; más que sentir los golpes, debes ser consciente de ellos.
El muchacho es rápido como una bestia y sabe dónde golpear.
El árbitro había estipulado que la única norma era que, prácticamente, no había, y el objetivo era noquear al otro sin matarlo. Pensé en aquella mujer con la cara desfigurada que había luchado el combate anterior, con la cara falta de dientes e hinchada. Por norma general, en los combates que se organizaban en el ejército, tenías una serie de parámetros a seguir, destinados a evitar bajas durante las competiciones deportivas—la inversión en el entrenamiento de un soldado es costosa, larga y lenta hasta que da sus frutos—como evitar atacar los ojos de cualquier forma, morder o escupir, golpear la nuca, manipulación de las articulaciones sensibles, como dedos de manos y pies, entre unas cuántas más, pero la mecánica era la misma. Otra norma no escrita es dar espectáculo a los que pagan por él.
Desde la plataforma de combate se aprecia todo el lugar desde una posición elevada. Yo me muevo por la arena de combate con desplazamientos cortos y precisos, y me coloco en linea con el muchacho; veo tras él, y un poco por encima de él veo, allá en los muros de la habitación, negros de tan viejos y sucios, las tribunas; sobresalía una de ellas, iluminada por la lumbre de una mesa de pino que tenía en el centro una vela encajada en una botella de vidrio blanco—vodka o ginebra—y alguna que otra jarra de peltre rodeada de vasos, pan y platos. Solo veo sombras que no tienen cara: y ojos viejos e inteligentes. Algo me dice que debo tener cuidado. A ellos estamos entreteniendo.
El muchacho vuelve a la carga con la agilidad de una víbora. Veo el movimiento medio segundo antes de que comience, cuando sus músculos se tensan bajo la piel. No lo miro a los ojos, no; su cara no puede hacerme ningún daño; lo miro al pecho, donde tengo una mayor visión periférica de sus extremidades, y me centro en cualquier movimiento muscular, cualquier indicio de tensión para evitar que me arranque la cabeza o desplace noventa grados mi mandíbula.
Necesito crear contacto y hacerme a la distancia de combate. Suelto algunos golpes directos para comprobar la rapidez de su reacción. Es más alto, sus hombros son anchos y sus pectorales duros, tienen la fuerza que prometen, y sus brazos son más largos, por lo que tiene más alcance que yo y sus movimientos precisan menos fuerza al golpear ligeramente hacia abajo; pero tiene que mover más masa con menos musculatura, y es menos robusto, menos resistente, con un centro de gravedad más alto, así que es más fácil llevarlo al suelo. Los oponentes grandes suelen ser dianas en las que es difícil errar.
Se mueve, brazos en alto.
Aquí hay algo mal. Por alguna razón, no dejo de pensar que se me está escapando algo muy importante que aún no sé qué es. Es rubio, de ojos claros, alto, atlético, joven… sí, es todo lo que el señorito del antifaz me dijo que sería, pero hay una pieza que no encaja. No puedo centrarme en ella porque se me echa encima y debo reaccionar; me gustan los comienzos lentos, porque los combates suelen ser largos y uno no puede quedarse sin aire a las primeras de cambio, pero debo contraatacar para establecer un equilibrio en el combate.
Mientras se avalanza contra mí, saco un golpe directo con el puño izquierdo a su cara; la intención es que lo bloquee frontalmente cerrando su guardia mientras yo, en la misma acción, me desplazo en perpendicular a mi derecha; adelantando en esa dirección el pie derecho (mi pie trasero) y recuperando la posición ya a su izquierda, suelto un cruzado derecho al flanco de su cara que queda descubierto al haberse protegido frontalmente de mi primer jab. Todo viene de la cintura. Aprovecho, entonces, la inercia que se produce al recoger el cruzado al volver a la guardia para lanzarle, desde abajo, un uppercut a la barbilla.
Vuelvo a salir de distancia. No quiero estar donde piensa que estaré cuando recupere la guardia.
Aquí hay algo mal y no aún no sé lo que es.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El miembro 'Mánasvin' ha efectuado la acción siguiente: La voluntad de los dioses
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
La verdad era que sus primeros golpes apenas parecían impresionar a su adversario. A medida que los segundos transcurrían, el licántropo entendía que su oponente no era un simple hombre común.
Militar. Sin duda.
Lo que más le sorprendía al licántropo era comprobar que el hombre parecía mantener la mente fría, incluso se había parado a analizarle durante unos segundos, cómo si el hilo de sus pensamientos estuviera mucho más lejos que allí.
Entonces, Dylan intentó aprovechar su falta de concentración y se apresuró a un nuevo ataque. Con temeridad, fue a dar un golpe, aunque encontró una firme resistencia, recibiendo el primer golpe en el lado derecho de su cara. Tras un rápido movimiento realizando un giro, es golpeado por un nuevo golpe, algo que lo deja desconcentrado a su merced durante unos segundos.
Dando un paso atrás, buscando recomponerse, aceptó que su rival sería duro de vencer y que quizás, se iría algo magullado de allí. Tras escupir un poco de sangre, procedente de su dolorida encía, notó cómo su ira se concentraba en su interior y sin verse a sí mismo, fue consciente de que sus ojos se habían tornado amarillos.
Controlando su forma licántropa en su interior, pues estaba prohibido en aquella lucha cualquier transformación, Dylan respiró hondo para mantener a la bestia en su interior, intentando que sus manos no se volvieran garras.
Recuperándose de los golpes, inició un nuevo ataque dirigiéndose a su oponente, con la intención de dar la cara, aunque era consciente de su clara desventaja con alguien con la experiencia de aquel tipo.
Clavó su mirada dorada en él y desviándose de un nuevo de sus ataques, golpeó con todas sus fuerzas en mitad del torso del hombre, dónde se encontraba la boca del estómago, con la intención de causarle el máximo dolor posible.
Con combatientes como aquel, no había otra forma de plantarles cara. Era golpear en los puntos más dolorosos o dejarse golpear. Cuando estuvo desprevenido, dirigió su puño derecho hacia su rostro con la firme intención de plantar un nuevo golpe en él.
Mientras seguía sintiendo el sabor de la sangre en la boca, se preguntó hasta que punto podría soportar su contraataque.
Puntos del Combate:
Dylan: 2 (por talento en nivel avanzado de combate físico) + 3 (1ª tirada de rol) + 9 (2ª tirada de rol) = 14/30
Manasvin: 2 (por talento en nivel avanzado de Atleta) + 12 =14/30
Militar. Sin duda.
Lo que más le sorprendía al licántropo era comprobar que el hombre parecía mantener la mente fría, incluso se había parado a analizarle durante unos segundos, cómo si el hilo de sus pensamientos estuviera mucho más lejos que allí.
Entonces, Dylan intentó aprovechar su falta de concentración y se apresuró a un nuevo ataque. Con temeridad, fue a dar un golpe, aunque encontró una firme resistencia, recibiendo el primer golpe en el lado derecho de su cara. Tras un rápido movimiento realizando un giro, es golpeado por un nuevo golpe, algo que lo deja desconcentrado a su merced durante unos segundos.
Dando un paso atrás, buscando recomponerse, aceptó que su rival sería duro de vencer y que quizás, se iría algo magullado de allí. Tras escupir un poco de sangre, procedente de su dolorida encía, notó cómo su ira se concentraba en su interior y sin verse a sí mismo, fue consciente de que sus ojos se habían tornado amarillos.
Controlando su forma licántropa en su interior, pues estaba prohibido en aquella lucha cualquier transformación, Dylan respiró hondo para mantener a la bestia en su interior, intentando que sus manos no se volvieran garras.
Recuperándose de los golpes, inició un nuevo ataque dirigiéndose a su oponente, con la intención de dar la cara, aunque era consciente de su clara desventaja con alguien con la experiencia de aquel tipo.
Clavó su mirada dorada en él y desviándose de un nuevo de sus ataques, golpeó con todas sus fuerzas en mitad del torso del hombre, dónde se encontraba la boca del estómago, con la intención de causarle el máximo dolor posible.
Con combatientes como aquel, no había otra forma de plantarles cara. Era golpear en los puntos más dolorosos o dejarse golpear. Cuando estuvo desprevenido, dirigió su puño derecho hacia su rostro con la firme intención de plantar un nuevo golpe en él.
Mientras seguía sintiendo el sabor de la sangre en la boca, se preguntó hasta que punto podría soportar su contraataque.
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Puntos del Combate:
Dylan: 2 (por talento en nivel avanzado de combate físico) + 3 (1ª tirada de rol) + 9 (2ª tirada de rol) = 14/30
Manasvin: 2 (por talento en nivel avanzado de Atleta) + 12 =14/30
Última edición por Dylan Bears el Mar Mayo 14 2024, 09:19, editado 1 vez
Dylan Bears
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El miembro 'Dylan Bears' ha efectuado la acción siguiente: La voluntad de los dioses
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El interior de la tribuna se oscureció un poco más cuando la llama de la vela de la mesa se extinguió entre los dedos de una de las sombras del grupo que se conjuraba allí para ver el espectáculo. De entre los dedos escapó un jirón de nube blanco que ascendía por el aire enroscándose sobre sí mismo hasta confundirse con el humarascal del tabaco y los vapores de licor que cargaban toda la estancia. Sin la luz, paredes y techo parecían estar pintados de negro, como si así lograsen impedir que el color se estropease por el ambiente y el llamear de las lámparas de gas.
Unos ojos vivos y opacos, de un negro líquido, estudiaban a los luchadores con fijeza. El muchacho rubio se movía como un animal enjaulado dejándose llevar por su primordial instinto de supervivencia, saltando de un lugar a otro presa de la violencia de su furia, mordiendo el aire con cada golpe. Sus músculos, encendidos en sangre bajo su piel, se tensaban y contraían como las cuerdas en la polea de un barco con toda la fuerza que eran capaces de generar para liberarla violentamente en el otro. Era una fuerza de la naturaleza, imparable, irresistible, grave, desbordante, rabiosa y colosal. Tenía bien merecida su reputación de bestia inhumana. Eso se notaba en los números: era el favorito desde hacía semanas en las apuestas; rara vez se modificaban, y la mayoría de las que se realizaban durante el combate nunca variaban; e incluso teniendo en contra las combinadas y las de handicap—que se hacían pensando en otorgarle cierta ventaja al aspirante para que, de esta manera, se igualase con el favorito, vaciando de importancia que uno ganase o perdiese y priorizando el cómo—seguía siendo la opción triunfal; en las apuestas de las redes clandestinas, realizadas aparte de la organización propia de El Campeón y donde uno podía realmente hacer mucho dinero si sabía jugar sus cartas—y confiaba más en la fortuna y la influencia que en el juego limpio y la honradez—, lograba hipotecar las vidas de aquellos que se atrevían a apostar en contra.
Esto no es lo que se supone que debía pasar, se dijo la figura sombría desde la tribuna. Porque el oponente que Bears tenía en frente no era el que debería ser. A través de la oscuridad, sin voltearse, percibió las miradas de los suyos clavadas en la nuca, en forma de repentino sudor frío. La cadencia de las respiraciones del cuarto se aceleró. Contuvo el impulso de revolverse en el asiento y centró su atención en la pelea. Inmóvil. Repasó mentalmente la información que percibía para reajustar la situación: aquel hombre que subió al ring era de la talla de Bears, quizá un poco más bajo, pero más ancho de hombros, de apariencia sólida y con el torso marcado por antiguas heridas; la mayoría de los hombres te contaba su historia con los grabados de sus tatuajes en la piel, este lo hacía con las cicatrices; eran brillantes y resplandecientes bajo el sudor y la luz azulada del lugar. Le fascinaba lo que veía, pero no le gustó la historia que implicaba: heridas mortales en puntos vitales del cuerpo… y, sin embargo, no estaba mirando un cadáver.
«Alguien nos ha traicionado», escuchó decir a su espalda, a medio camino entre el susurro y el quejido, acompañado de nombres que no eran más que suposiciones, y que le rogaban una respuesta. La sombra que miraba el combate se acomodó en la butaca de cuero para meditar la situación con mucho cuidado. ¿Cómo era posible que un plan tan estudiado, con todos y cada uno de los detalles ya arreglados, y tan bien ejecutado durante meses, hubiera fallado en el motivo principal, que no era otro que el puto combate? Reevaluó la situación; los posibles responsables y las caras de cada implicado relampaguearon en su mente durante una fracción de segundo, pero, ni así pudo dilucidar qué eslabón de la cadena se había roto.
—Silencio. —Se llevó el dedo índice a la boca en un acto reflejo que había desarrollado con los años, como si el cuerpo le exigiera paciencia mientras la cabeza pensaba en otro plan, y el resto de los presentes esperó. A estas alturas no podía anular el combate, porque ¿qué sentido tenía? Así que debía pensar en otro sobre la marcha, cosa que no era extraña, porque los planes exigen un nivel muy alto de maduración, sí, pero también de desenvoltura sobre la marcha. ¿Cómo podía aprovechar la irrupción del moreno? Desde aquella distancia vio—o, mejor dicho, adivinó—el tatuaje de este, que parecía ser el típico que los soldados se hacían. Un soldado. Un matón. Un mercenario. Con él podría funcionar, aunque salga mal parado igualmente.
El soldado era igual que Bears, pero diferente: la rabia desbocada de este contrastaba con la calma tensa de aquel, que incluso parecía ajeno al combate. Se movía con una gracia calculada que dejaba entrever una técnica precisa y envenenada, como una serpiente que muerde—que sabía dónde—y que vuelve inmediatamente a su sitio. Usaba su brazo adelantado, el izquierdo, para comprobar la distancia y en ángulo, sacándolo de ataque, rápidamente, para tantearlo, paciente. Cuando veía un hueco, atacaba: su pie adelantado estaba en línea con la guardia ortodoxa de Bears, amagando en seco sus ataques, que esta vez comenzaron con un directo de izquierda y un cruzado de derecha a la cabeza con desplazamiento lateral al lado opuesto para, de seguido, cambiar el juego de altura y descargar un gancho de izquierda al cuerpo, en el costado derecho; esa era una zona peligrosa, porque ahí estaba uno de los órganos más grandes del cuerpo humano, el hígado, y esa era una zona vulnerable en extremo, lo había visto en cientos de luchadores. Daba igual que fueran grandes, pequeños, fuertes, en forma, con abdomen definido o no; un puñetazo en esa zona obligaba al cuerpo a caer al suelo, daba igual cuánta fuerza física o de voluntad tuviera uno; incluso un golpe relativamente suave hacía efecto.
Al principio, cuando presenció a un combatiente recibir un golpe (que a él le había parecido una caricia) en el hígado, fue como si él mismo decidiera rendirse. Su impulso natural fue protestar y reclamar el dinero de la apuesta, alegando que el luchador se había dejado vencer. Pero con el tiempo, y varias explicaciones de los propios luchadores, descubrió que no era así. Era diferente de los golpes en la cabeza, que, en el fondo, son más gentiles, porque, al nublar la mente, eliminan el factor del dolor cuando tu cuerpo se apaga y no eres consciente de lo que sucede en los instantes posteriores al golpe. En los del hígado, tu mente sigue lúcida.
Y otra vez: golpe directo de izquierda, cruzado derecho y gancho al cuerpo, pero en esta ocasión, el gancho al cuerpo fue más rápido y a la cabeza, y menos intenso, porque el golpe final fue una potente patada circular con la pierna trasera en el muslo de Bears, aprovechando la inercia del impulso con la cadera. El soldado volvió a la guardia con una finta hacia atrás.
Sí, nos puede servir. Pero tiene que caer en el segundo asalto.
La sombra de la tribuna se inclinó ligeramente hacia una de las otras que esperaban junto a él, y dijo:
—Esto no altera demasiado nuestros planes, pero sí que tenemos que adaptarlos. —Del interior de sus ropas sacó lo que parecía ser un frasco minúsculo con un líquido en su interior y, sin perder de vista el corral más que un segundo, se lo entregó—. Haz que entre en contacto con el rubio, aunque sea un breve instante como hemos acordado por si fallaba el plan A. Si no cae en el próximo asalto…
No quiso seguir hablando, porque la situación ya era lo bastante tensa de por sí, incluso con todos los números a su favor. No obstante, estaba acostumbrado al control oblícuo de la situación. Miró al moreno y eso le reconfortó un poco: este logró tomar por debajo de la cintura a Bears con las dos manos, atrapando sus muslos usando la fuerza del hombro derecho. Hecho esto, impulsó su cuerpo hacia adelante e hizo a aquel caer de espaldas con un golpe seco y las manos abiertas para absorver el impacto. Ambos luchadores quedaron uno encima del otro, abrazados con todas sus fuerzas para, con la cercanía, anular cualquier movimiento en el suelo. A nadie le extrañaría que esa bestia ganara el combate contra el favorito. Y tenía que asegurarse. La posibilidad de comenzar una vida nueva con la única persona que amaba era demasiado grande para ignorarla; y también había un motivador importante: no poder volver atrás. Era excepcionalmente consciente de que, incluso las personas que ahora mismo, en la tribuna, le rodeaban, lo asesinarían de tener el más mínimo indicio de traición por su parte, que era parte del plan, pero a su debido momento. Así que tenía que ser más rápido, claro, pero tamién oportuno y actuar de manera sincronizada con lo que sucedía. Pero, bien visto, como ya tenían intención de huir de Vulwulfar y no volver a pisarlo, no era algo que le remordiera la conciencia.
Me preocuparé de cada cosa cuando se convierta en un problema.
Por el momento tenía dos: el primero de ellos, ya estaba ejecutándose, y el segundo… ¿dónde estaba el luchador que debía haberse enfrentado a Bears en lugar de ese bárbaro? Había que ocuparse de él, porque si se le ocurría abrir la boca… Se giró para asegurarse de que alguien estaba buscándolo, pero una mano lo tranquilizó, y otra voz dijo, anticipándose a sus intenciones:
—Ya estamos buscándolo, no te preocupes. Tampoco podrá ir muy lejos. De nosotros no hay quien pueda escapar en Vulwulfar. ¿Te imaginas lo loco que hay que estar para jugárnosla? —La mano que surgió de la oscuridad apretó su hombro y una gota de sudor frío recorrió su espina dorsal.
Aún no es el momento. No pueden saberlo. Todavía no.
Volvió a aternder al corral de la pelea y cruzó su mirada con el luchador moreno; tan solo se trató de una milésima de segundo, imperceptible tanto en tiempo como en intneciones, pero que, no obstante, había sucedido. Nadie más lo notó. Salvo él.
Me ha visto.
Unos ojos vivos y opacos, de un negro líquido, estudiaban a los luchadores con fijeza. El muchacho rubio se movía como un animal enjaulado dejándose llevar por su primordial instinto de supervivencia, saltando de un lugar a otro presa de la violencia de su furia, mordiendo el aire con cada golpe. Sus músculos, encendidos en sangre bajo su piel, se tensaban y contraían como las cuerdas en la polea de un barco con toda la fuerza que eran capaces de generar para liberarla violentamente en el otro. Era una fuerza de la naturaleza, imparable, irresistible, grave, desbordante, rabiosa y colosal. Tenía bien merecida su reputación de bestia inhumana. Eso se notaba en los números: era el favorito desde hacía semanas en las apuestas; rara vez se modificaban, y la mayoría de las que se realizaban durante el combate nunca variaban; e incluso teniendo en contra las combinadas y las de handicap—que se hacían pensando en otorgarle cierta ventaja al aspirante para que, de esta manera, se igualase con el favorito, vaciando de importancia que uno ganase o perdiese y priorizando el cómo—seguía siendo la opción triunfal; en las apuestas de las redes clandestinas, realizadas aparte de la organización propia de El Campeón y donde uno podía realmente hacer mucho dinero si sabía jugar sus cartas—y confiaba más en la fortuna y la influencia que en el juego limpio y la honradez—, lograba hipotecar las vidas de aquellos que se atrevían a apostar en contra.
Esto no es lo que se supone que debía pasar, se dijo la figura sombría desde la tribuna. Porque el oponente que Bears tenía en frente no era el que debería ser. A través de la oscuridad, sin voltearse, percibió las miradas de los suyos clavadas en la nuca, en forma de repentino sudor frío. La cadencia de las respiraciones del cuarto se aceleró. Contuvo el impulso de revolverse en el asiento y centró su atención en la pelea. Inmóvil. Repasó mentalmente la información que percibía para reajustar la situación: aquel hombre que subió al ring era de la talla de Bears, quizá un poco más bajo, pero más ancho de hombros, de apariencia sólida y con el torso marcado por antiguas heridas; la mayoría de los hombres te contaba su historia con los grabados de sus tatuajes en la piel, este lo hacía con las cicatrices; eran brillantes y resplandecientes bajo el sudor y la luz azulada del lugar. Le fascinaba lo que veía, pero no le gustó la historia que implicaba: heridas mortales en puntos vitales del cuerpo… y, sin embargo, no estaba mirando un cadáver.
«Alguien nos ha traicionado», escuchó decir a su espalda, a medio camino entre el susurro y el quejido, acompañado de nombres que no eran más que suposiciones, y que le rogaban una respuesta. La sombra que miraba el combate se acomodó en la butaca de cuero para meditar la situación con mucho cuidado. ¿Cómo era posible que un plan tan estudiado, con todos y cada uno de los detalles ya arreglados, y tan bien ejecutado durante meses, hubiera fallado en el motivo principal, que no era otro que el puto combate? Reevaluó la situación; los posibles responsables y las caras de cada implicado relampaguearon en su mente durante una fracción de segundo, pero, ni así pudo dilucidar qué eslabón de la cadena se había roto.
—Silencio. —Se llevó el dedo índice a la boca en un acto reflejo que había desarrollado con los años, como si el cuerpo le exigiera paciencia mientras la cabeza pensaba en otro plan, y el resto de los presentes esperó. A estas alturas no podía anular el combate, porque ¿qué sentido tenía? Así que debía pensar en otro sobre la marcha, cosa que no era extraña, porque los planes exigen un nivel muy alto de maduración, sí, pero también de desenvoltura sobre la marcha. ¿Cómo podía aprovechar la irrupción del moreno? Desde aquella distancia vio—o, mejor dicho, adivinó—el tatuaje de este, que parecía ser el típico que los soldados se hacían. Un soldado. Un matón. Un mercenario. Con él podría funcionar, aunque salga mal parado igualmente.
El soldado era igual que Bears, pero diferente: la rabia desbocada de este contrastaba con la calma tensa de aquel, que incluso parecía ajeno al combate. Se movía con una gracia calculada que dejaba entrever una técnica precisa y envenenada, como una serpiente que muerde—que sabía dónde—y que vuelve inmediatamente a su sitio. Usaba su brazo adelantado, el izquierdo, para comprobar la distancia y en ángulo, sacándolo de ataque, rápidamente, para tantearlo, paciente. Cuando veía un hueco, atacaba: su pie adelantado estaba en línea con la guardia ortodoxa de Bears, amagando en seco sus ataques, que esta vez comenzaron con un directo de izquierda y un cruzado de derecha a la cabeza con desplazamiento lateral al lado opuesto para, de seguido, cambiar el juego de altura y descargar un gancho de izquierda al cuerpo, en el costado derecho; esa era una zona peligrosa, porque ahí estaba uno de los órganos más grandes del cuerpo humano, el hígado, y esa era una zona vulnerable en extremo, lo había visto en cientos de luchadores. Daba igual que fueran grandes, pequeños, fuertes, en forma, con abdomen definido o no; un puñetazo en esa zona obligaba al cuerpo a caer al suelo, daba igual cuánta fuerza física o de voluntad tuviera uno; incluso un golpe relativamente suave hacía efecto.
Al principio, cuando presenció a un combatiente recibir un golpe (que a él le había parecido una caricia) en el hígado, fue como si él mismo decidiera rendirse. Su impulso natural fue protestar y reclamar el dinero de la apuesta, alegando que el luchador se había dejado vencer. Pero con el tiempo, y varias explicaciones de los propios luchadores, descubrió que no era así. Era diferente de los golpes en la cabeza, que, en el fondo, son más gentiles, porque, al nublar la mente, eliminan el factor del dolor cuando tu cuerpo se apaga y no eres consciente de lo que sucede en los instantes posteriores al golpe. En los del hígado, tu mente sigue lúcida.
Y otra vez: golpe directo de izquierda, cruzado derecho y gancho al cuerpo, pero en esta ocasión, el gancho al cuerpo fue más rápido y a la cabeza, y menos intenso, porque el golpe final fue una potente patada circular con la pierna trasera en el muslo de Bears, aprovechando la inercia del impulso con la cadera. El soldado volvió a la guardia con una finta hacia atrás.
Sí, nos puede servir. Pero tiene que caer en el segundo asalto.
La sombra de la tribuna se inclinó ligeramente hacia una de las otras que esperaban junto a él, y dijo:
—Esto no altera demasiado nuestros planes, pero sí que tenemos que adaptarlos. —Del interior de sus ropas sacó lo que parecía ser un frasco minúsculo con un líquido en su interior y, sin perder de vista el corral más que un segundo, se lo entregó—. Haz que entre en contacto con el rubio, aunque sea un breve instante como hemos acordado por si fallaba el plan A. Si no cae en el próximo asalto…
No quiso seguir hablando, porque la situación ya era lo bastante tensa de por sí, incluso con todos los números a su favor. No obstante, estaba acostumbrado al control oblícuo de la situación. Miró al moreno y eso le reconfortó un poco: este logró tomar por debajo de la cintura a Bears con las dos manos, atrapando sus muslos usando la fuerza del hombro derecho. Hecho esto, impulsó su cuerpo hacia adelante e hizo a aquel caer de espaldas con un golpe seco y las manos abiertas para absorver el impacto. Ambos luchadores quedaron uno encima del otro, abrazados con todas sus fuerzas para, con la cercanía, anular cualquier movimiento en el suelo. A nadie le extrañaría que esa bestia ganara el combate contra el favorito. Y tenía que asegurarse. La posibilidad de comenzar una vida nueva con la única persona que amaba era demasiado grande para ignorarla; y también había un motivador importante: no poder volver atrás. Era excepcionalmente consciente de que, incluso las personas que ahora mismo, en la tribuna, le rodeaban, lo asesinarían de tener el más mínimo indicio de traición por su parte, que era parte del plan, pero a su debido momento. Así que tenía que ser más rápido, claro, pero tamién oportuno y actuar de manera sincronizada con lo que sucedía. Pero, bien visto, como ya tenían intención de huir de Vulwulfar y no volver a pisarlo, no era algo que le remordiera la conciencia.
Me preocuparé de cada cosa cuando se convierta en un problema.
Por el momento tenía dos: el primero de ellos, ya estaba ejecutándose, y el segundo… ¿dónde estaba el luchador que debía haberse enfrentado a Bears en lugar de ese bárbaro? Había que ocuparse de él, porque si se le ocurría abrir la boca… Se giró para asegurarse de que alguien estaba buscándolo, pero una mano lo tranquilizó, y otra voz dijo, anticipándose a sus intenciones:
—Ya estamos buscándolo, no te preocupes. Tampoco podrá ir muy lejos. De nosotros no hay quien pueda escapar en Vulwulfar. ¿Te imaginas lo loco que hay que estar para jugárnosla? —La mano que surgió de la oscuridad apretó su hombro y una gota de sudor frío recorrió su espina dorsal.
Aún no es el momento. No pueden saberlo. Todavía no.
Volvió a aternder al corral de la pelea y cruzó su mirada con el luchador moreno; tan solo se trató de una milésima de segundo, imperceptible tanto en tiempo como en intneciones, pero que, no obstante, había sucedido. Nadie más lo notó. Salvo él.
Me ha visto.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
El miembro 'Mánasvin' ha efectuado la acción siguiente: La voluntad de los dioses
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Los dos luchadores seguían tomándose la medida con advertencias en forma de golpes. El soldado lanzó una patada circular a la cabeza con la pierna izquierda, pero el salvaje la agarró y le contestó con un barrido a la que tenía de apoyo. El soldado dio un salto, giró sobre sí mismo en el aire y lanzó un golpe descendente con el talón, dirigido a la cara de su adversario. Recibió el golpe en la guardia del brazo y tomó distancia.
Ragnar abrió la puerta para salir de la tribuna sin demorarse un instante. No dijo nada al franquear el umbral. Nadie solía añadir más: una vez se daba la orden, él se sumía en la oscuridad. No dejaba de ser, salvando las diferencias, un chico de los recados al que su jefe mandaba ir de un sitio a otro, como ahora; pero a él, sin embargo, le gusta considerarse un artesano, pese a que su trabajo sea, en buena medida, penoso. Todo trabajo es penoso, al fin y al cabo.
Dejó escapar por lo bajo una imprecación, que fue más un rugido resignado que otra cosa: era básicamente protocolario, para dar por comenzada su labor mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra de los pasillos del servicio del Campeón Cerúleo. Poco se distinguía a esas horas de la noche en ellos, salvo las vibraciones en el aire por el griterío de la morralla que se concentraba entre vicios en la corrada. Por todas partes resonaban los gemidos, aullidos y ladridos que llegaban en oleadas de intensidad cambiante: a veces eran de los perros y los gallos, pero otras, era mejor meterse cada uno en sus asuntos.
La gente estaba disfrutando de lo lindo el combate entre el salvaje y el soldado. Al pasar por una pequeña ventana de interior en una pared lateral del pasillo, que daba a la corrada, echó una ojeada y vio como los luchadores mantenían un forcejeo con toda su fuerza. Pensó para sí mismo que había que ser un tipo de persona muy jodida de la puta cabeza para decidir subir a pegarse por dinero y arriesgarse, noche tras noche, a que quedar inútil de por vida. Un puñetazo en la cabeza te podría dejar medio tonto para siempre. En el caso de los perros, los gallos o los hombres bestia, es normal que se utilicen para peleas, porque son animales, pero si se trata de personas, no lo comprendía. En el caso de los humanos que son medio animal, como les cuesta razonar como a alguien de inteligencia baja—un humano medio subnormal, para los bestiálidos sería casi un sabio—, sí se puede entender: estos seres bestializados viven en los bosques, se aparean con sus cabras y sus manos siempre están roñosas. ¿Qué van a hacer si no es luchar? Es como hacerlo con un perro: es probable que te muerda y te desgarre la carne, porque no es una persona. Pero el otro tipo, el moreno, ¿por qué luchaba contra él? Tal vez por dinero, como todo el mundo: como luchador se puede ganar mucho y vivir bien un tiempo, pero la carrera de un peleador no es muy larga, y las lesiones, los dolores, el paso de los años no perdona. Además, nadie gana todos los combates. Los dientes no vuelven a salir, y el pan se pone duro en seguida. Con las apuestas de sus jefes, conseguirías tanto dinero como para tener a tu servicio a un mayordomo de los Vulwulf, y sin duda, hacer que seis o siete de las putas que suelen frecuentar los señores se piensen si ir con ellos o contigo. Lo que sí que entendía era que estuviesen nerviosos por la intromisión que le habían encargado subsanar, porque el plan era fácil de entender: el salvaje tenía que caer en el segundo asalto como fuera (se habían encargado de que las apuestas estuvieran bien a su favor durante semanas).
Había visto amaños cientos de veces en El Campeón Cerúleo. Lo más normal era hablar con el equipo de un luchador y convencerle para que se dejara ganar, con la promesa de que, en el futuro, se le brindarían ocasiones donde pudiera demostrar lo que vale, lo que era suficiente la mayoría de las veces; en esta no había consenso, según parece. Se imaginó a algún enviado de sus jefes hablando con el salvaje y proponiéndole un acuerdo mutuamente favorable. Pero, siendo el salvaje como es, no se habría enterado de nada. Razona tú con un perro. Sabía lo que él mismo haría si le ofreciesen una cantidad lo bastante tentadora como para dejarse ganar, aunque no era el caso.
El soldado ocupaba el centro mientras el salvaje se movía a su alrededor sin descanso y lanzaba una combinación de directo de izquierda y cruzado de derecha hacia adelante, obligando al otro a retroceder. Los golpes tanteaban las guardias de ambos. Como contraataque, al avanzar el salvaje, el soldado soltó una patada frontal con la izquierda para detenerlo, que aprovechó para medir la distancia y forzar al salvaje a salir por la derecha de su guardia, y lo golpeó con una patada circular en giro con la izquierda. El golpe iba dirigido al hígado, pero el salvaje lo contuvo en la guardia con un sonido húmedo, carnal.
Fjórir había aceptado enfrentarse al rubio para noquearlo, y sin duda era la persona encargada: era un bastión andante, una torre humana de granito, alto, grande, duro, fuerte, de cara redonda y colorada, de expresión muerta cuya sola presencia inquieta hasta al más avezado. Era uno de los más temidos de los bajos fondos de Vulwulfar, si no el que más. Un ejército de un solo hombre, lo habían llamado alguna vez sus jefes. Y siempre trabajaba solo. En cierta ocasión, en un asunto de tráfico de opio en el puerto, cuando un par de facciones entró en guerra con la de su jefe, quisieron asesinarlo, pero Fjórir se encargó de todos y cada uno de los matones. De acuerdo a las habladurías, mató a nueve sicarios en tres días, terminando con la trifulca de los traficantes y haciendo que los negocios volviesen a la normalidad. Un hombre que mete miedo a los dioses de arriba y de abajo. Pero viéndolo con la perspectiva de ahora, entendía perfectamente que hubiera desaparecido, incluso arriesgándose a que el hampa de las peleas de Vulwulfar se le echara encima y le cortara los cojones. Aunque no imaginaba a un hombre así huyendo.
El salvaje combinó un gancho a la cabeza seguida de una patada circular al mismo lugar, que el soldado defendió sin apenas moverse, pero absorvió el impacto por completo. Pareció haber perdido ligeramente el equilibrio. Bears se abalanzó contra él con un puñetazo directo a la cabeza con la mano fuerte, aprovechando el impás; pero el soldado reaccionó abalanzándose también contra el salvaje, rodeando con sus brazos los muslos de este, que se negó a caer. Ambos se implicaron en una repentina danza que se alargó más de diez segundos para ver quién tiraba al suelo a quién. A partir de ahí, volvieron a bregar tirados en suelo; sin embargo, ninguno se impuso al otro y se pusieron en pie rápidamente.
—Ragnar, vieron Fjórir en los vestuarios. —Era Thórkell, que apareció por el pasillo ya preparado, como si estuviera aguardando el regreso de Ragnar.
—Bien. —Se volvió hacia él, asintió y le entregó el frasco de veneno.
El otro hombre lo aceptó y lo guardó bajo su túnica.
—Me encargaré de él igual que de los anteriores.
—Hazlo mejor. Diles a tus hombres que se lo echen en la bebida, o en la ropa… decídelo tú, pero debe entrar en contacto con él. Sé discreto. Sin Fjórir puede resultar más evidente de lo normal.
—Soy una sombra.
—Eh—lo agarró por el brazo—. Sé discreto. Yo me encargaré de Fjórir. ¿Están preparados los demás?
—Llevan esperándote quince minutos en la bodega.
Ragnar recibió el mensaje de su hombre con un asentimiento de cabeza mientras se ajustaba la coraza de cuero hervido sobre el jubón. Alzó los ojos un instante y, con un ademán, indicó la puerta a Thórkell, que entendió al momento y se puso manos a la obra. Salió en completo silencio del pasillo.
Los pasillos del primer piso de la taberna, donde se encuentran los dormitorios de hospedaje, tienen unas luces mágicas similares a las de las salas comunes, pero más cálidas: son luces anaranjadas. Estas luces provocan en la gente cierta relajación, casi somnolencia, pero también desinhibición y alegría. Las quieren para lo que las quieren. A medida que las sombras del pasillo se hacen más densas, Ragnar comienza a cruzarse con cierto tipo de gente: unos son siervos de otros señores, jóvenes en busca de alcohol y emociones a buen precio; otros, más peligrosos, son chulos, camellos, prostitutas y adictos. Depredadores y presas de la cadena alimenticia de la miseria humana. Había que tener claro con cuál de las dos clases se quería estar, y hacer todo lo posible por no ser una de ellas.
En su camino hacia la bodega, se cruzó con las chicas que durante los descansos de los combates se retorcían en las plataformas altas, iluminadas por las luces azules, que hacían resaltar sus dientes y ropas (las que llevaban) con el sonar de las monedas. A Ragnar siempre le llamó la atención que, a pesar de parecer extraordinariamente vivas durante los espectáculos, en la parte trasera del escenario, tenían miradas fijas y aburridas. Algunos de los hombres se tambaleaban por ahí también, con gambesones abiertos y dobletes desajustados, con alguna jarra de cerveza en la mano, contemplándolas con mirada obscena y ojeras de crápula. Muchas de las mujeres se esforzaban por sonreir si aún no habían conseguido el dinero, dándoselas de elegantes al beber en copas de cristal algún vino de buen gusto, con la esperanza de atraerlos.
Era raro, se decía él, porque aunque se mostraban seductoras, se las veía cansadas. Las que más compasión le inspiraban eran aquellas que estaban o bien al principio o bien al final de la vida útil, de su vida carnal: las que acababan de entrar en la edad o las que salían de ella. Las más jóvenes, que eran muy jóvenes, aún mantenían naturalmente el color de la primera juventud en la cara. Otras abusaban de sustancias mágicas que, en exceso, terminaban consumiéndolas casi por completo, ¿cómo sería el tipo de vida del que escaparon para seguir en esta? Pero había que tener cuidado con ellas, porque, a pesar de ser lo que parecen, que algunas lo serán, pueden ser verdaderamente astutas y fuertes, pero esas duran poco: o las matan de una paliza o escapan de esta vida definitivamente. Alguna de ellas, cuando era más joven, le hizo creer que se dejaría salvar por él, pero, al final, solo quería su bolsa de monedas. Toda, entera, para ella sola. Hay habilidades y gracias que no son vendibles, aunque salen caras.
Al entrar en la bodega, no vio ningún arma colgada en astillero. Sus cuatro hombres las llevaban encima, adarga incluída. Si iban a ajustar cuentas con Fjórir desarmado, mejor ser más y llevar armas.
Ragnar abrió la puerta para salir de la tribuna sin demorarse un instante. No dijo nada al franquear el umbral. Nadie solía añadir más: una vez se daba la orden, él se sumía en la oscuridad. No dejaba de ser, salvando las diferencias, un chico de los recados al que su jefe mandaba ir de un sitio a otro, como ahora; pero a él, sin embargo, le gusta considerarse un artesano, pese a que su trabajo sea, en buena medida, penoso. Todo trabajo es penoso, al fin y al cabo.
Dejó escapar por lo bajo una imprecación, que fue más un rugido resignado que otra cosa: era básicamente protocolario, para dar por comenzada su labor mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra de los pasillos del servicio del Campeón Cerúleo. Poco se distinguía a esas horas de la noche en ellos, salvo las vibraciones en el aire por el griterío de la morralla que se concentraba entre vicios en la corrada. Por todas partes resonaban los gemidos, aullidos y ladridos que llegaban en oleadas de intensidad cambiante: a veces eran de los perros y los gallos, pero otras, era mejor meterse cada uno en sus asuntos.
La gente estaba disfrutando de lo lindo el combate entre el salvaje y el soldado. Al pasar por una pequeña ventana de interior en una pared lateral del pasillo, que daba a la corrada, echó una ojeada y vio como los luchadores mantenían un forcejeo con toda su fuerza. Pensó para sí mismo que había que ser un tipo de persona muy jodida de la puta cabeza para decidir subir a pegarse por dinero y arriesgarse, noche tras noche, a que quedar inútil de por vida. Un puñetazo en la cabeza te podría dejar medio tonto para siempre. En el caso de los perros, los gallos o los hombres bestia, es normal que se utilicen para peleas, porque son animales, pero si se trata de personas, no lo comprendía. En el caso de los humanos que son medio animal, como les cuesta razonar como a alguien de inteligencia baja—un humano medio subnormal, para los bestiálidos sería casi un sabio—, sí se puede entender: estos seres bestializados viven en los bosques, se aparean con sus cabras y sus manos siempre están roñosas. ¿Qué van a hacer si no es luchar? Es como hacerlo con un perro: es probable que te muerda y te desgarre la carne, porque no es una persona. Pero el otro tipo, el moreno, ¿por qué luchaba contra él? Tal vez por dinero, como todo el mundo: como luchador se puede ganar mucho y vivir bien un tiempo, pero la carrera de un peleador no es muy larga, y las lesiones, los dolores, el paso de los años no perdona. Además, nadie gana todos los combates. Los dientes no vuelven a salir, y el pan se pone duro en seguida. Con las apuestas de sus jefes, conseguirías tanto dinero como para tener a tu servicio a un mayordomo de los Vulwulf, y sin duda, hacer que seis o siete de las putas que suelen frecuentar los señores se piensen si ir con ellos o contigo. Lo que sí que entendía era que estuviesen nerviosos por la intromisión que le habían encargado subsanar, porque el plan era fácil de entender: el salvaje tenía que caer en el segundo asalto como fuera (se habían encargado de que las apuestas estuvieran bien a su favor durante semanas).
Había visto amaños cientos de veces en El Campeón Cerúleo. Lo más normal era hablar con el equipo de un luchador y convencerle para que se dejara ganar, con la promesa de que, en el futuro, se le brindarían ocasiones donde pudiera demostrar lo que vale, lo que era suficiente la mayoría de las veces; en esta no había consenso, según parece. Se imaginó a algún enviado de sus jefes hablando con el salvaje y proponiéndole un acuerdo mutuamente favorable. Pero, siendo el salvaje como es, no se habría enterado de nada. Razona tú con un perro. Sabía lo que él mismo haría si le ofreciesen una cantidad lo bastante tentadora como para dejarse ganar, aunque no era el caso.
El soldado ocupaba el centro mientras el salvaje se movía a su alrededor sin descanso y lanzaba una combinación de directo de izquierda y cruzado de derecha hacia adelante, obligando al otro a retroceder. Los golpes tanteaban las guardias de ambos. Como contraataque, al avanzar el salvaje, el soldado soltó una patada frontal con la izquierda para detenerlo, que aprovechó para medir la distancia y forzar al salvaje a salir por la derecha de su guardia, y lo golpeó con una patada circular en giro con la izquierda. El golpe iba dirigido al hígado, pero el salvaje lo contuvo en la guardia con un sonido húmedo, carnal.
Fjórir había aceptado enfrentarse al rubio para noquearlo, y sin duda era la persona encargada: era un bastión andante, una torre humana de granito, alto, grande, duro, fuerte, de cara redonda y colorada, de expresión muerta cuya sola presencia inquieta hasta al más avezado. Era uno de los más temidos de los bajos fondos de Vulwulfar, si no el que más. Un ejército de un solo hombre, lo habían llamado alguna vez sus jefes. Y siempre trabajaba solo. En cierta ocasión, en un asunto de tráfico de opio en el puerto, cuando un par de facciones entró en guerra con la de su jefe, quisieron asesinarlo, pero Fjórir se encargó de todos y cada uno de los matones. De acuerdo a las habladurías, mató a nueve sicarios en tres días, terminando con la trifulca de los traficantes y haciendo que los negocios volviesen a la normalidad. Un hombre que mete miedo a los dioses de arriba y de abajo. Pero viéndolo con la perspectiva de ahora, entendía perfectamente que hubiera desaparecido, incluso arriesgándose a que el hampa de las peleas de Vulwulfar se le echara encima y le cortara los cojones. Aunque no imaginaba a un hombre así huyendo.
El salvaje combinó un gancho a la cabeza seguida de una patada circular al mismo lugar, que el soldado defendió sin apenas moverse, pero absorvió el impacto por completo. Pareció haber perdido ligeramente el equilibrio. Bears se abalanzó contra él con un puñetazo directo a la cabeza con la mano fuerte, aprovechando el impás; pero el soldado reaccionó abalanzándose también contra el salvaje, rodeando con sus brazos los muslos de este, que se negó a caer. Ambos se implicaron en una repentina danza que se alargó más de diez segundos para ver quién tiraba al suelo a quién. A partir de ahí, volvieron a bregar tirados en suelo; sin embargo, ninguno se impuso al otro y se pusieron en pie rápidamente.
—Ragnar, vieron Fjórir en los vestuarios. —Era Thórkell, que apareció por el pasillo ya preparado, como si estuviera aguardando el regreso de Ragnar.
—Bien. —Se volvió hacia él, asintió y le entregó el frasco de veneno.
El otro hombre lo aceptó y lo guardó bajo su túnica.
—Me encargaré de él igual que de los anteriores.
—Hazlo mejor. Diles a tus hombres que se lo echen en la bebida, o en la ropa… decídelo tú, pero debe entrar en contacto con él. Sé discreto. Sin Fjórir puede resultar más evidente de lo normal.
—Soy una sombra.
—Eh—lo agarró por el brazo—. Sé discreto. Yo me encargaré de Fjórir. ¿Están preparados los demás?
—Llevan esperándote quince minutos en la bodega.
Ragnar recibió el mensaje de su hombre con un asentimiento de cabeza mientras se ajustaba la coraza de cuero hervido sobre el jubón. Alzó los ojos un instante y, con un ademán, indicó la puerta a Thórkell, que entendió al momento y se puso manos a la obra. Salió en completo silencio del pasillo.
*
Los pasillos del primer piso de la taberna, donde se encuentran los dormitorios de hospedaje, tienen unas luces mágicas similares a las de las salas comunes, pero más cálidas: son luces anaranjadas. Estas luces provocan en la gente cierta relajación, casi somnolencia, pero también desinhibición y alegría. Las quieren para lo que las quieren. A medida que las sombras del pasillo se hacen más densas, Ragnar comienza a cruzarse con cierto tipo de gente: unos son siervos de otros señores, jóvenes en busca de alcohol y emociones a buen precio; otros, más peligrosos, son chulos, camellos, prostitutas y adictos. Depredadores y presas de la cadena alimenticia de la miseria humana. Había que tener claro con cuál de las dos clases se quería estar, y hacer todo lo posible por no ser una de ellas.
En su camino hacia la bodega, se cruzó con las chicas que durante los descansos de los combates se retorcían en las plataformas altas, iluminadas por las luces azules, que hacían resaltar sus dientes y ropas (las que llevaban) con el sonar de las monedas. A Ragnar siempre le llamó la atención que, a pesar de parecer extraordinariamente vivas durante los espectáculos, en la parte trasera del escenario, tenían miradas fijas y aburridas. Algunos de los hombres se tambaleaban por ahí también, con gambesones abiertos y dobletes desajustados, con alguna jarra de cerveza en la mano, contemplándolas con mirada obscena y ojeras de crápula. Muchas de las mujeres se esforzaban por sonreir si aún no habían conseguido el dinero, dándoselas de elegantes al beber en copas de cristal algún vino de buen gusto, con la esperanza de atraerlos.
Era raro, se decía él, porque aunque se mostraban seductoras, se las veía cansadas. Las que más compasión le inspiraban eran aquellas que estaban o bien al principio o bien al final de la vida útil, de su vida carnal: las que acababan de entrar en la edad o las que salían de ella. Las más jóvenes, que eran muy jóvenes, aún mantenían naturalmente el color de la primera juventud en la cara. Otras abusaban de sustancias mágicas que, en exceso, terminaban consumiéndolas casi por completo, ¿cómo sería el tipo de vida del que escaparon para seguir en esta? Pero había que tener cuidado con ellas, porque, a pesar de ser lo que parecen, que algunas lo serán, pueden ser verdaderamente astutas y fuertes, pero esas duran poco: o las matan de una paliza o escapan de esta vida definitivamente. Alguna de ellas, cuando era más joven, le hizo creer que se dejaría salvar por él, pero, al final, solo quería su bolsa de monedas. Toda, entera, para ella sola. Hay habilidades y gracias que no son vendibles, aunque salen caras.
Al entrar en la bodega, no vio ningún arma colgada en astillero. Sus cuatro hombres las llevaban encima, adarga incluída. Si iban a ajustar cuentas con Fjórir desarmado, mejor ser más y llevar armas.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Los ataques del soldado le hacían retroceder y Dylan comenzaba a plantearse si el combate pudiera terminar bien para él. Aquella mole de carne parecía demasiado acostumbrada a los golpes y parecía gozar de una resistencia casi sobrenatural.
Al menos, el público parecía estar pasándolo en grande. Rara vez había oído a los espectadores de una lucha gritar tanto en el interior de aquella taberna como esa noche.
“Disfrutarán cuándo este cabrón me rompa toda la cara”
Decidió enviar un gancho a su cara, a la vez que realizaba una patada circular para golpear luego su rostro, para luego dirigir un puñetazo a su cara, pero se vio atrapado entre los fuertes brazos del hombre y ambos cayeron al suelo.
Dylan se retorcía en el suelo como un vil gusano del pantano. En uno de los movimientos, intentando liberarse de su enemigo, golpeó firmemente con su codo en el vientre del hombre, buscando liberarse.
Sentía cómo sus ojos se tornaban amarillos brillantes y durante un segundo, sintió cómo sus garras bestiales deseaban salir a la superficie, pero contuvo su naturaleza animal bajo control pues quedaría descalificado ipso facto.
Una vez libre de sus brazos, tras ponerse de pie, deseoso de poner fin al combate, reunió toda las fuerzas que le quedaban, toda la resistencia que en su cuerpo quedaba almacenada y se dirigió hacia su contrincante con el mayor de los aplomos posibles.
Encadenó una serie de golpes furiosos, caóticos y sin ningún tipo de orden lógico, descuidando completamente sus defensas y buscando, desesperado, la caída del rival. Su cuerpo comenzaba a agotarse y su rival aún parecía fresco... Aquello debía acabar ya, aunque fuera con él inconsciente en el suelo...
Puntos del Combate:
Dylan: 2 (por talento en nivel avanzado de combate físico) + 3 (1ª tirada de rol) + 9 (2ª tirada de rol) + 11 (3ª tirada de rol)= 25
Manasvin: 2 (por talento en nivel avanzado de Atleta) + 12 (1ª tirada de rol) + 3 (2ª tirada de rol)= 17
Al menos, el público parecía estar pasándolo en grande. Rara vez había oído a los espectadores de una lucha gritar tanto en el interior de aquella taberna como esa noche.
“Disfrutarán cuándo este cabrón me rompa toda la cara”
Decidió enviar un gancho a su cara, a la vez que realizaba una patada circular para golpear luego su rostro, para luego dirigir un puñetazo a su cara, pero se vio atrapado entre los fuertes brazos del hombre y ambos cayeron al suelo.
Dylan se retorcía en el suelo como un vil gusano del pantano. En uno de los movimientos, intentando liberarse de su enemigo, golpeó firmemente con su codo en el vientre del hombre, buscando liberarse.
Sentía cómo sus ojos se tornaban amarillos brillantes y durante un segundo, sintió cómo sus garras bestiales deseaban salir a la superficie, pero contuvo su naturaleza animal bajo control pues quedaría descalificado ipso facto.
Una vez libre de sus brazos, tras ponerse de pie, deseoso de poner fin al combate, reunió toda las fuerzas que le quedaban, toda la resistencia que en su cuerpo quedaba almacenada y se dirigió hacia su contrincante con el mayor de los aplomos posibles.
Encadenó una serie de golpes furiosos, caóticos y sin ningún tipo de orden lógico, descuidando completamente sus defensas y buscando, desesperado, la caída del rival. Su cuerpo comenzaba a agotarse y su rival aún parecía fresco... Aquello debía acabar ya, aunque fuera con él inconsciente en el suelo...
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Última edición por Dylan Bears el Dom Jun 02 2024, 11:00, editado 1 vez
Dylan Bears
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Volvió a atacar como si su intención real fuese algo más que simplemente dejarme sin sentido, sacudiendo el aire con cada golpe y haciendo temblar el suelo con el imprevisible ademán de un animal hambriento. Quería devorarme vivo. Por la expresión febril y agitada de sus ojos, que parecían brillar por sí solos, iba a llevar el combate hasta sus últimas consecuencias. Yo ya había visto muchas veces esa mirada, con un brillo distinto a la que tenía al principio del combate, que era vívido y cristalino, pero que mostraba la determinación obstinada del guerrero que asume su destino sin protestar; este, sin embargo, se asemejaba más al reflejo de un charco sucio y poco profundo, un destello como el que tanto contempló en los hombres que se volvían locos en el campo de batalla al quedar reducidos a bestias sin razón, cuando se activa su instinto básico de preservación y se anula la parte pensante del cerebro para degradarlo a un ser de impulsos.
Imaginé que se había impacientado por lo que debió entender que era mi prudencia en combate, y es que soy una persona que valora mucho su tiempo porque es lo que uso para aprender algo como, por caso, que me encontraba ante un ser bestial que a primera vista no lo parecía: Un lobo hombre que me podría romper todos los huesos del cuerpo. Y, claro, otra cosa que valoro, especialmente cuando estoy frente a uno de ellos, es tener mis huesos de una pieza; solo tengo estos y quiero que me duren toda la vida. Este muchacho, si era el hijo bastardo de alguien, no lo era del señorito vasallo de los Vulwulf que me había animado a venir aquí, pese a ser idéntico al de la descripción que me habían. De eso ya no me cabía la más mínima duda. En cierto sentido, la nobleza de Verisar era bastante abierta en cuanto a sus placeres carnales, como toda clase ociosa, especialmente cuando no estaban cara a la galería: la clase alta conoce mucho mejor la diversión que la clase trabajadora, por la simple razón de que las consecuencias de sus actos se minimizan en mucha mayor medida que la de un labrego o vaquero.
De todos modos, incluso entre la nobleza de Vulwulfar existe cierta etiqueta, como en todas, a decir verdad, y meterse en la cama con un ser de naturaleza bestial no es que fuera algo que interesase que saliera a la luz. Que yo supiese, follar cabras no era algo para lo que nadie hiciese cole; pero mi conocimiento del mundo llega hasta donde llega. Hasta en la alcoba hay jerarquía.
Por mi mente iban y venían imágenes de la sombra de la tribuna sobresaltándose cuando nos cruzamos la mirada y se mezclaban con los cuerpos ensangrentados de los otros luchadores (el niño inconsciente y la mujer medio desfigurada) y el jaleo del gentío que disfrutaba del combate. Sí, mi razón intentaba decirme algo, quería unir las piezas, pero mi instinto—y mis dientes—me apremiaba a centrarme en el combate para, en fin, no morir o, peor, hacer de metre del estómago del lobo feroz.
A ver, habia que adaptarse.
Primero, repasé mi estado: empezaba a notar demasiado la fatiga muscular en mi cuerpo. Había logrado apaciguarla estos días de descanso, cuando llegué al puerto, pero otra cosa que tiene el tiempo es que no perdona, y me costaba mantener en posición los hombros. El muchacho era más joven, y por lo tanto, físicamente, más cerca del pico de forma óptima que yo, quizás con menos experiencia, por ley de vida; por eso, desde el principio, me vi obligado a marcarle el ritmo y la intensidad del combate. Así no escogería uno que no me gustase, incluso aunque fuese a la contra en los intercambios, y me mantendría fuera de su rango efectivo. Luego, con vistas al ataque, repasé mi plan (sabiendo que todo el mundo debe tener uno… hasta que le dan un puñetazo en las narices) de lucha: si le ganaba la espalda, el muchacho estaría perdido. El problema era que tendría que esquivar una nube de probabilidades en forma de golpes caóticos y furiosos que me llevarían al suelo. En mi estado actual, contra un oponente así, calculé mentalmente, como si se tratase de apuestas, que tendría una probabilidad aproximada del 38,46% de conseguirlo y someterlo, lo que representa más bien un resultado negativo, porque tenía en contra un 61,54%. De entre esas probabilidades, habría un 7,69% de que, en el caso de evitar sus golpes e inmovilizarlo por la espalda, quedásemos bloqueados en posición. Pero, bueno, había que poner fin al juego de una vez.
Apreté los puños. Tensé los músculos.
Era la hora.
Imaginé que se había impacientado por lo que debió entender que era mi prudencia en combate, y es que soy una persona que valora mucho su tiempo porque es lo que uso para aprender algo como, por caso, que me encontraba ante un ser bestial que a primera vista no lo parecía: Un lobo hombre que me podría romper todos los huesos del cuerpo. Y, claro, otra cosa que valoro, especialmente cuando estoy frente a uno de ellos, es tener mis huesos de una pieza; solo tengo estos y quiero que me duren toda la vida. Este muchacho, si era el hijo bastardo de alguien, no lo era del señorito vasallo de los Vulwulf que me había animado a venir aquí, pese a ser idéntico al de la descripción que me habían. De eso ya no me cabía la más mínima duda. En cierto sentido, la nobleza de Verisar era bastante abierta en cuanto a sus placeres carnales, como toda clase ociosa, especialmente cuando no estaban cara a la galería: la clase alta conoce mucho mejor la diversión que la clase trabajadora, por la simple razón de que las consecuencias de sus actos se minimizan en mucha mayor medida que la de un labrego o vaquero.
De todos modos, incluso entre la nobleza de Vulwulfar existe cierta etiqueta, como en todas, a decir verdad, y meterse en la cama con un ser de naturaleza bestial no es que fuera algo que interesase que saliera a la luz. Que yo supiese, follar cabras no era algo para lo que nadie hiciese cole; pero mi conocimiento del mundo llega hasta donde llega. Hasta en la alcoba hay jerarquía.
Por mi mente iban y venían imágenes de la sombra de la tribuna sobresaltándose cuando nos cruzamos la mirada y se mezclaban con los cuerpos ensangrentados de los otros luchadores (el niño inconsciente y la mujer medio desfigurada) y el jaleo del gentío que disfrutaba del combate. Sí, mi razón intentaba decirme algo, quería unir las piezas, pero mi instinto—y mis dientes—me apremiaba a centrarme en el combate para, en fin, no morir o, peor, hacer de metre del estómago del lobo feroz.
A ver, habia que adaptarse.
Primero, repasé mi estado: empezaba a notar demasiado la fatiga muscular en mi cuerpo. Había logrado apaciguarla estos días de descanso, cuando llegué al puerto, pero otra cosa que tiene el tiempo es que no perdona, y me costaba mantener en posición los hombros. El muchacho era más joven, y por lo tanto, físicamente, más cerca del pico de forma óptima que yo, quizás con menos experiencia, por ley de vida; por eso, desde el principio, me vi obligado a marcarle el ritmo y la intensidad del combate. Así no escogería uno que no me gustase, incluso aunque fuese a la contra en los intercambios, y me mantendría fuera de su rango efectivo. Luego, con vistas al ataque, repasé mi plan (sabiendo que todo el mundo debe tener uno… hasta que le dan un puñetazo en las narices) de lucha: si le ganaba la espalda, el muchacho estaría perdido. El problema era que tendría que esquivar una nube de probabilidades en forma de golpes caóticos y furiosos que me llevarían al suelo. En mi estado actual, contra un oponente así, calculé mentalmente, como si se tratase de apuestas, que tendría una probabilidad aproximada del 38,46% de conseguirlo y someterlo, lo que representa más bien un resultado negativo, porque tenía en contra un 61,54%. De entre esas probabilidades, habría un 7,69% de que, en el caso de evitar sus golpes e inmovilizarlo por la espalda, quedásemos bloqueados en posición. Pero, bueno, había que poner fin al juego de una vez.
Apreté los puños. Tensé los músculos.
Era la hora.
Última edición por Mánasvin el Lun Jun 03 2024, 15:29, editado 1 vez
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Fue entonces cuándo Dylan sintió un fino pinchazo a su espalda. Enseguida, comenzó a marearse, su vista se desdibujó y terminó cayendo al suelo. Desde allí abajo, todo le daba vueltas y el murmullo del público igualmente parecía doblarse, llegándole un extraño eco de cada grito e insulto.
Severamente mareado, vio como proclamaban vencedor a su adversario, pues él parecía no estar preparado para seguir en combate, aunque le embargaba la extraña sensación de que aquel pinchazo en su espalda tenía algo que ver.
Pero perdió el conocimiento y cuándo volvió en sí, apenas unos minutos más tarde, la sensación en su espalda había desaparecido y sólo se encontraba mareado y con ganas de vomitar.
Se arrastró cómo pudo hasta un rincón dónde terminó echando su última comida, dejando en su barbilla el amargo sabor de la bilis.
“Necesito una cerveza”
Intentó ponerse en pie, aunque su cuerpo no respondía cómo él quería. Se tambaleaba hacia algún lado y estuvo a punto de caer al suelo, si no fuera porque logró apoyarse en una de las paredes del local.
―¡Joder!
La sensación que tenía era que había sido drogado, pero ¿cuándo? ¿por quién? ¿con qué intención?
Estaba claro que el combate era la causa de ello, pero ¿quién podía estar tras ello? ¿Su oponente? ¿Le había herido en la espalda en algún momento o quizás alguien le había lanzado algo envenenado que se había incrustado en su piel?
Las preguntas eran numerosas, aunque aún no tenía respuesta alguna, por lo que una vez logró calmarse, caminó en dirección a la parte delantera de la taberna para pedir esa cerveza.
En los espejos del local, vio que tenía el rostro ligeramente ensangrentado, algo hinchado y cómo sus ojos se habían tornado amarillos en algún momento y no habían vuelto a su color habitual.
“Otra señal de que mi cuerpo está resistiéndose a algo”
Tras un par de tragos de cerveza negra de Ulmer, Dylan logró entrever a su adversario entre el gentío, que había pasado a observar la siguiente pelea sin ningún tipo de sospechas.
“¿Realmente he sido envenenado o simplemente ha podido conmigo mi rival?”
Caminó en dirección al hombre, jarra de cerveza en mano. Se colocó frente a él, captando su atención y manteniéndole la mirada con un gesto serio y algo furioso en el rostro.
―¿Sabes qué? Tengo sospechas de que he sido envenenado y teniendo en cuenta que no te conozco, nunca te he visto por aquí, me preguntaba si tendrías algo que ver en todo este asunto…
La forma temeraria de afrontar el problema hacía probable que le volviera a partir la cara, pero el licántropo quería ver realmente si su oponente había tenido algo que ver con aquel peliagudo asunto.
―¿Puedes decirme quién eres? También me gustaría saber que ha pasado desde que caí inconsciente hasta que me desperté. ¿Quién me ha llevado hasta la parte de atrás?
Si alguien le había lanzado algún pequeño dardo envenenado, que justificaría la punzada que había sentido en su espalda, en algún momento habría tenido que quitárselo… y su oponente era el primer sospechoso, y por ahora único, de su lista…
Severamente mareado, vio como proclamaban vencedor a su adversario, pues él parecía no estar preparado para seguir en combate, aunque le embargaba la extraña sensación de que aquel pinchazo en su espalda tenía algo que ver.
Pero perdió el conocimiento y cuándo volvió en sí, apenas unos minutos más tarde, la sensación en su espalda había desaparecido y sólo se encontraba mareado y con ganas de vomitar.
Se arrastró cómo pudo hasta un rincón dónde terminó echando su última comida, dejando en su barbilla el amargo sabor de la bilis.
“Necesito una cerveza”
Intentó ponerse en pie, aunque su cuerpo no respondía cómo él quería. Se tambaleaba hacia algún lado y estuvo a punto de caer al suelo, si no fuera porque logró apoyarse en una de las paredes del local.
―¡Joder!
La sensación que tenía era que había sido drogado, pero ¿cuándo? ¿por quién? ¿con qué intención?
Estaba claro que el combate era la causa de ello, pero ¿quién podía estar tras ello? ¿Su oponente? ¿Le había herido en la espalda en algún momento o quizás alguien le había lanzado algo envenenado que se había incrustado en su piel?
Las preguntas eran numerosas, aunque aún no tenía respuesta alguna, por lo que una vez logró calmarse, caminó en dirección a la parte delantera de la taberna para pedir esa cerveza.
En los espejos del local, vio que tenía el rostro ligeramente ensangrentado, algo hinchado y cómo sus ojos se habían tornado amarillos en algún momento y no habían vuelto a su color habitual.
“Otra señal de que mi cuerpo está resistiéndose a algo”
Tras un par de tragos de cerveza negra de Ulmer, Dylan logró entrever a su adversario entre el gentío, que había pasado a observar la siguiente pelea sin ningún tipo de sospechas.
“¿Realmente he sido envenenado o simplemente ha podido conmigo mi rival?”
Caminó en dirección al hombre, jarra de cerveza en mano. Se colocó frente a él, captando su atención y manteniéndole la mirada con un gesto serio y algo furioso en el rostro.
―¿Sabes qué? Tengo sospechas de que he sido envenenado y teniendo en cuenta que no te conozco, nunca te he visto por aquí, me preguntaba si tendrías algo que ver en todo este asunto…
La forma temeraria de afrontar el problema hacía probable que le volviera a partir la cara, pero el licántropo quería ver realmente si su oponente había tenido algo que ver con aquel peliagudo asunto.
―¿Puedes decirme quién eres? También me gustaría saber que ha pasado desde que caí inconsciente hasta que me desperté. ¿Quién me ha llevado hasta la parte de atrás?
Si alguien le había lanzado algún pequeño dardo envenenado, que justificaría la punzada que había sentido en su espalda, en algún momento habría tenido que quitárselo… y su oponente era el primer sospechoso, y por ahora único, de su lista…
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Estaba muy alterado por el exceso de adrenalina que gobernaba mi cuerpo, haciendo que todo él ardiera por dentro, como si el magma mismo de las entrañas de la tierra hirviera en las mías. Nos abalanzamos el uno contra el otro, pero ninguno consiguió lo que pretendía: ni el muchacho me noqueó ni yo le gané la espalda. Chocamos en un golpe que resonó con ese chasquido húmedo y súbito que se produce cuando las fibras musculares se flexionan y torsionan para absorber y dispersar la fuerza de la colisión. Sentí cómo retrocedía mientras ponía todo mi ser en conservar el equilibrio.
Tuve suerte, pese a todo. En el peor de los casos, un hombre de su talla, bien pasado el metro ochenta y dentro de su rango de peso, puede generar una potencia de golpeo brutal. La masa de su puño sería un 1% de lo que pesara (a ojo, estaría entre los 76 y 86 kg, lo que daría 0,76kg más o menos) multiplicada por la aceleración (alrededor de unos 8 metros por segundo). Con una distancia de deceleración de 5 cm (cuya aceleración resultaría en 640m/s2) daría cerca de 486 unidades de fuerza. Suficiente para matar a una persona en condiciones favorables. Que a mí solo me hiciera ver luciérnagas revoloteando entre destellos de colores durante unos instantes, en los que el mundo se redujo a unos pocos ecos al final de un túnel, me hacía un tipo con suerte.
Volví a ser consciente de mi entorno poco a poco. A medida que fijaba mi mirada, entre las luces flotó la visión de una silueta aturdida en la que reconocí al rubio, con sus ojos fijos pero perdidos, desorbitados y, más que con brillo, vidriosos y sin luz alguna. De pronto, el rumor de los ecos lejanos que rondaba por los recovecos de mi cabeza se convirtió en una clamor de alarma y asombro. Si el muchacho se recomponía de su aturdimiento, tendría miles de motivos para cagarme en los dioses de arriba y de abajo de verdad, cosa que también significaba que el golpe no me había dejado tonto del todo. La perspectiva del peligro me hizo recobrar parte de mi fuerza y mi energía, permitiéndome recuperar mi postura ortodoxa. El vapor que manaba de los poros de mi piel se elevaba al aire en espirales imperfectas, a la vez que los gritos crecían al nutrirse el fragor con nuevas voces, y escuché cómo animaban a voz en grito con «¡Mátalo!» —aunque no sé si a él o a mí— entre palpitación y palpitación de la sangre circulando por mi sien. El ruido seguía aumentando mientras miraba. Así que corrí contra él a toda velocidad, sin que mis piernas vacilaran y sin apartar la mirada.
Primer paso.
Nada mostraba que fuera a defenderse del ataque. Ni siquiera estaba en guardia: sus brazos estaban caídos a ambos flancos del cuerpo, flojos y negligentes, soltando golpes que se desdibujaban en el aire.
Segundo paso.
Sus pies se cruzaban mientras daba zancadas erráticas que elevaban su centro de gravedad y lo volvían un objetivo fácil de derribar.
Tercer paso.
Su boca medio abierta pedía un beso de buenas noches con los nudillos del índice y el corazón que harían bailar cualquiera cosa que tuviera dentro de la cabeza. Una situación ideal; y por ello, completamente ilógica.
Cuarto paso.
No tenía sentido ninguno que un luchador de su categoría hubiese claudicado en el último momento, con el combate casi finalizado y su rival en un estado similar de fatiga.
Cuarto paso ½.
Algo va mal. Nada bien. No lo entiendo.
Cuarto paso ¾.
Piensa. Piensa. Piensa. ¿Cuál es el patrón?
Cuarto paso 5/6.
Apuestas [ilegales]. Juego [Clandestino]. Tramposo. Soborno. Blanqueo… No es este el camino. Pienso de otra manera: Juego [sucio]. Tráfico [influencias]. Fraude. Complicidad. Manipulación [resultados]. Crimen [organizado]. Competición [fraude]. Lucha [arreglada]. Violencia. Intimidación. Lesión [agresión]. Sabotaje [acceso]. ¿Cómo?
Último paso.
No lo sé.
No lo sé.
Llego a la altura del muchacho rubio y lo tomo de la cadera, bloqueo sus dos piernas y lo hago caer sin esfuerzo, aunque más preciso sería decir que cae solo y que lo que hago yo es suavizar el golpe contra la lona.
El combate terminó.
Por un breve instante, tumbado sobre él, con mi cara a unos centímetros de la suya, paseé mis ojos por sus párpados cerrados y reparé en que, aunque vibraban con un aura dorada, no verían ni aun abiertos, y sus labios tiritaban en un vano intento de esbozar una mueca desigual, casi mística, sin dolor pero atormentada, envuelta en sudor, subrayada por sus tenues gemidos. No parecía él, ni ese su cuerpo. Era diferente, lejos de la tensión del combate, el vigor se había desgajado de él y cada uno de sus músculos se había relajado por completo, ganado por el desfallecimiento, dando otra impresión completamente diferente a la que me dio al principio, con la cabeza rubia despeinada, el cuello ancho, musculoso, monumental, hombros de gigante y manos de granito; pero ahora no era capaz de reconocerlo en tal desamparo, con los brazos abiertos y las piernas dobladas. Mirarlo en ese estado me producía extrañeza, como si estuviese observando a un animal enjaulado.
Agarré su brazo con las pocas fuerzas que me quedaban, cuando me levantaron del suelo un grupo de personas—el árbitro quizás, tal vez ayudado de sanitarios, jueces u otro tipo del personal—, y vi que se doblaba abatido, la cabeza desmayada, exhausto, como muerto, pero vivo. Me alejan de él, me declaran vencedor de un combate que no me pertenece, pero me da igual: Sé lo que había sucedido.
Me senté al pie del cuadrilátero, en la zona de luchadores, con una toalla por encima para no quedar frío, intentando controlar mi respiración para relajarme y bajar mis pulsaciones en medio del caos. Con los dedos índice y corazón en el cuello, a un lado de la tráquea, busqué la carótida, que es la arteria principal que lleva la sangre a la cabeza; hay dos, ramificadas cada una a un lado y otro del cuello. Inmóvil, me centré en los latidos: conté 37 en 15 segundos, y al multiplicarlos por 4 obtuve 148. Probablemente había llegado a las 180, quizá a las 200 en las partes más duras del intercambio en el combate. Mi frecuencia cardíaca en reposo es de 50 pulsaciones por minuto. Razonar correctamente con la frecuencia cardiaca tan alta era un reto para cualquiera siempre y cuando no fuera gilipollas—para lo que, lamentablemente, no hay cura—, porque el flujo sanguíneo al cerebro se reconduce a los músculos y otras partes del cuerpo (¿nunca escuchaste eso de que tus sentidos se agudizan?). Así, la cantidad de oxígeno y nutrientes que llega a la cabeza se reduce drásticamente, afectando a la capacidad de pensar con claridad. Piénsalo, porque cada vez que corres un poco te vuelves más tonto. Con razòn dicen que todo rumor tiene una pizca de verdad, y en el caso de los deportistas, es cierto. Por eso es importante descansar, para recuperarte de la estupidez; y por eso es importante entrenar, porque el acondicionamiento físico te permite interiorizar de tal manera las reacciones adecuadas en momentos de estrés extremo que no necesitarás meditarlas un segundo para que salgan bien y a su hora. Ahora entenderás mejor por qué se cometen tantas atrocidades en la guerra.
Si quieres relajarte, inhala por la nariz durante cuatro segundos:
1. 2. 3. 4.
Ahora, mantenla siete.
1. 2. 3. 4. 5. 6. Y 7.
Suéltalo por la boca. 8 segundos.
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. Y 8.
Así, muy bien. Repítelo unas cuántas veces, hasta que no tengas que contar para llevar los tiempos.
Mientras tanto, no pierdas el tiempo y fíjate en el personal del cuadrilátero que no debería estar ahí. Es difícil, porque, por norma general, es muy complicado descubrir quién debe y quién no debe estar en un lugar. Un truco que suele funcionar de una manera excepcional es pensar que tienes que estar ahí, que ese es tu lugar en el mundo y no otro; vamos, dicho de otro modo, que hagas como que estás haciendo lo que tienes que hacer, con la debida diligencia e interés profesional, sin pasarte de listo. Salvo que lo hayas perfeccionado mucho, siempre fallará algo, no lo dudes, cualquier cosa, lo más mínimo e insignificante. Por ejemplo, que subas medio cuerpo a la zona de combate para limpiar el suelo de sudor o sangre. Lo hicieron tres personas, y nadie sospechó nada. Nadie vio cómo uno de ellos tres se arrascaba la nariz con la cara baja y la mirada alta, tras haber lanzado una ojeada primero a izquierda y luego a derecha, porque nadie, salvo yo, lo estaba buscando. Empezó a la vez que los otros dos, y terminó mucho primero. Luego, salió de la zona entre el caos para reacondicionar la arena de combate. No miró atrás en ningún momento. No hizo ningún ademán que lo delatase. El único error fue, simple y llanamente, que yo lo estaba mirando, y es que había pasado el tiempo suficiente en el ejército, en especial en mis tiempos como oficial en la Guardia, como para saber quién solía estar haciendo algo que no debía o quién quería darme esquinazo. Es algo que se consigue con los años, sin más, a base de hacerlo una y otra vez, de convertirlo en un instinto. Todo se reduce a entrenar para no ser tonto. Llámalo estudiar si quieres.
Consideré otras opciones, como que uno de los dos hubiese perdido algún diente, pero no era mi caso esta noche, y no estaba seguro de que el muchacho tampoco, así que, aunque podía confundirme, si quería saber algo, era probable que ese hombre me lo dijera. Pero, como todo, no iba a ser tan fácil, y lo perdí de vista justo cuando pasaba al lado de la mujer medio desfigurada que había combatido primero, porque el muchacho rubio, Nº 5, se plantó delante de mí justo al levantarme y pronunció alguna frase con vocales faltas de articulación, de sílabas largas que me llegaban de entre los alaridos que chocaban en las esquinas con los salvajes gruñidos de los animales.
Me miró como si estuviera dispuesto a repetir el combate.
No sé cuántas pulsaciones por minuto tendría él, pero cometió la mayor estupidez de toda su vida.
La atención de todos los ojos que acababan de ver el combate volvía necesariamente a nosotros, y considerando que había otro par de luchadores subiendo al ring, no era decir poco, ni bueno. La posibilidad de una revancha inmediata enloquecía a la gente. Tampoco podía aprovechar la distracción del otro combate—incluso los ojos de los combatientes se posaban en nosotros, algo dolidos quizá, por perder el protagonismo—para deslizarme entre la multitud y desparecer de aquel distinguido publico para hacerle unas preguntas a aquel hombre.
Nº5 se plantó delante de mí y yo sentí un escalofrío en el cogote; eran las miradas de los hombres de la tribuna. Otra vez, tenía que pensar y prever los acontecimientos: el que llevara una jarra entera de cerveza en la mano no quería decir algo necesariamente malo, como sugiere el sentido común y la proximidad de la violencia, porque podía ser que tuviese la necesidad de hidratarse, cosa normal siendo un tipo tan grande y, especialemnte, tras haber sido envenenado, como suponía yo que había sucedido. Miré esta y ví el líquido turbio y espeso, casi como una papilla líquida, agitarse con cada ademán. Impregnaba el aire con un pronunciado olor a grano que le daba el gusto agrio de la fermentación natural.
Me hizo las preguntas correctas; el muchacho estaba a kilómetros de ser tonto, y por ello di las gracias a los dioses de arriba y de abajo, porque bien sabían estos que lo último que necesitaba era enzarzarme en otra disputa, y encima personal, con él. Lo malo era que lo estaba haciendo en el momento equivocado. Si descubrían que alguno de los dos tenía sospechas sobre el amaño del combate, estábamos muertos.
—Soy Mánasvin. —No dejaba de mirarle a los ojos, pero sin perder de vista el brazo con el que sujetaba la jarra; me preocupaba un poco que terminase en mi cabeza. Levanté el puño de la mano derecha para chocarlo con el suyo, esperando que lo reconociese a modo de saludo entre luchadores, al que yo estaba habituado, como señal de camaradería—. Fui soldado en Baslodia, así que si buscas problemas, te los puedo dar—. Quería que entendiera bien el mensaje antes de hacer cualquier tontería, porque yo no estaba dispuesto a aguantarlas—. O te puedo convidar a cerveza y llevarnos bien. Puedes confiar en mí.
En ese momento tenía que arriesgarme y confiar en que nadie reparase en lo que iba a decirle. Lo tomé por el hombro y, rápidamente, lo abracé, queriendo dar a entender que todo el mal sentimiento del combate había quedado atrás. Esperé que nadie hubiera sido testigo de lo que le dije al oído:
—Estamos en peligro. Amañaron el combate. Veneno. Tenemos que ocultarnos sin llamar la atención.
Cuando me separé, alcé mi puño en señal de celebración y me dispuse a levantar el suyo, para ver su decisión de cara a la galería. Supuse que la gente aplaudiría tanto que nos rompiéramos la crisma como que nos llevásemos bien, pero los de la tribuna, no.
Tuve suerte, pese a todo. En el peor de los casos, un hombre de su talla, bien pasado el metro ochenta y dentro de su rango de peso, puede generar una potencia de golpeo brutal. La masa de su puño sería un 1% de lo que pesara (a ojo, estaría entre los 76 y 86 kg, lo que daría 0,76kg más o menos) multiplicada por la aceleración (alrededor de unos 8 metros por segundo). Con una distancia de deceleración de 5 cm (cuya aceleración resultaría en 640m/s2) daría cerca de 486 unidades de fuerza. Suficiente para matar a una persona en condiciones favorables. Que a mí solo me hiciera ver luciérnagas revoloteando entre destellos de colores durante unos instantes, en los que el mundo se redujo a unos pocos ecos al final de un túnel, me hacía un tipo con suerte.
Volví a ser consciente de mi entorno poco a poco. A medida que fijaba mi mirada, entre las luces flotó la visión de una silueta aturdida en la que reconocí al rubio, con sus ojos fijos pero perdidos, desorbitados y, más que con brillo, vidriosos y sin luz alguna. De pronto, el rumor de los ecos lejanos que rondaba por los recovecos de mi cabeza se convirtió en una clamor de alarma y asombro. Si el muchacho se recomponía de su aturdimiento, tendría miles de motivos para cagarme en los dioses de arriba y de abajo de verdad, cosa que también significaba que el golpe no me había dejado tonto del todo. La perspectiva del peligro me hizo recobrar parte de mi fuerza y mi energía, permitiéndome recuperar mi postura ortodoxa. El vapor que manaba de los poros de mi piel se elevaba al aire en espirales imperfectas, a la vez que los gritos crecían al nutrirse el fragor con nuevas voces, y escuché cómo animaban a voz en grito con «¡Mátalo!» —aunque no sé si a él o a mí— entre palpitación y palpitación de la sangre circulando por mi sien. El ruido seguía aumentando mientras miraba. Así que corrí contra él a toda velocidad, sin que mis piernas vacilaran y sin apartar la mirada.
Primer paso.
Nada mostraba que fuera a defenderse del ataque. Ni siquiera estaba en guardia: sus brazos estaban caídos a ambos flancos del cuerpo, flojos y negligentes, soltando golpes que se desdibujaban en el aire.
Segundo paso.
Sus pies se cruzaban mientras daba zancadas erráticas que elevaban su centro de gravedad y lo volvían un objetivo fácil de derribar.
Tercer paso.
Su boca medio abierta pedía un beso de buenas noches con los nudillos del índice y el corazón que harían bailar cualquiera cosa que tuviera dentro de la cabeza. Una situación ideal; y por ello, completamente ilógica.
Cuarto paso.
No tenía sentido ninguno que un luchador de su categoría hubiese claudicado en el último momento, con el combate casi finalizado y su rival en un estado similar de fatiga.
Cuarto paso ½.
Algo va mal. Nada bien. No lo entiendo.
Cuarto paso ¾.
Piensa. Piensa. Piensa. ¿Cuál es el patrón?
Cuarto paso 5/6.
Apuestas [ilegales]. Juego [Clandestino]. Tramposo. Soborno. Blanqueo… No es este el camino. Pienso de otra manera: Juego [sucio]. Tráfico [influencias]. Fraude. Complicidad. Manipulación [resultados]. Crimen [organizado]. Competición [fraude]. Lucha [arreglada]. Violencia. Intimidación. Lesión [agresión]. Sabotaje [acceso]. ¿Cómo?
Último paso.
No lo sé.
No lo sé.
Llego a la altura del muchacho rubio y lo tomo de la cadera, bloqueo sus dos piernas y lo hago caer sin esfuerzo, aunque más preciso sería decir que cae solo y que lo que hago yo es suavizar el golpe contra la lona.
El combate terminó.
Por un breve instante, tumbado sobre él, con mi cara a unos centímetros de la suya, paseé mis ojos por sus párpados cerrados y reparé en que, aunque vibraban con un aura dorada, no verían ni aun abiertos, y sus labios tiritaban en un vano intento de esbozar una mueca desigual, casi mística, sin dolor pero atormentada, envuelta en sudor, subrayada por sus tenues gemidos. No parecía él, ni ese su cuerpo. Era diferente, lejos de la tensión del combate, el vigor se había desgajado de él y cada uno de sus músculos se había relajado por completo, ganado por el desfallecimiento, dando otra impresión completamente diferente a la que me dio al principio, con la cabeza rubia despeinada, el cuello ancho, musculoso, monumental, hombros de gigante y manos de granito; pero ahora no era capaz de reconocerlo en tal desamparo, con los brazos abiertos y las piernas dobladas. Mirarlo en ese estado me producía extrañeza, como si estuviese observando a un animal enjaulado.
Agarré su brazo con las pocas fuerzas que me quedaban, cuando me levantaron del suelo un grupo de personas—el árbitro quizás, tal vez ayudado de sanitarios, jueces u otro tipo del personal—, y vi que se doblaba abatido, la cabeza desmayada, exhausto, como muerto, pero vivo. Me alejan de él, me declaran vencedor de un combate que no me pertenece, pero me da igual: Sé lo que había sucedido.
*
Me senté al pie del cuadrilátero, en la zona de luchadores, con una toalla por encima para no quedar frío, intentando controlar mi respiración para relajarme y bajar mis pulsaciones en medio del caos. Con los dedos índice y corazón en el cuello, a un lado de la tráquea, busqué la carótida, que es la arteria principal que lleva la sangre a la cabeza; hay dos, ramificadas cada una a un lado y otro del cuello. Inmóvil, me centré en los latidos: conté 37 en 15 segundos, y al multiplicarlos por 4 obtuve 148. Probablemente había llegado a las 180, quizá a las 200 en las partes más duras del intercambio en el combate. Mi frecuencia cardíaca en reposo es de 50 pulsaciones por minuto. Razonar correctamente con la frecuencia cardiaca tan alta era un reto para cualquiera siempre y cuando no fuera gilipollas—para lo que, lamentablemente, no hay cura—, porque el flujo sanguíneo al cerebro se reconduce a los músculos y otras partes del cuerpo (¿nunca escuchaste eso de que tus sentidos se agudizan?). Así, la cantidad de oxígeno y nutrientes que llega a la cabeza se reduce drásticamente, afectando a la capacidad de pensar con claridad. Piénsalo, porque cada vez que corres un poco te vuelves más tonto. Con razòn dicen que todo rumor tiene una pizca de verdad, y en el caso de los deportistas, es cierto. Por eso es importante descansar, para recuperarte de la estupidez; y por eso es importante entrenar, porque el acondicionamiento físico te permite interiorizar de tal manera las reacciones adecuadas en momentos de estrés extremo que no necesitarás meditarlas un segundo para que salgan bien y a su hora. Ahora entenderás mejor por qué se cometen tantas atrocidades en la guerra.
Si quieres relajarte, inhala por la nariz durante cuatro segundos:
1. 2. 3. 4.
Ahora, mantenla siete.
1. 2. 3. 4. 5. 6. Y 7.
Suéltalo por la boca. 8 segundos.
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. Y 8.
Así, muy bien. Repítelo unas cuántas veces, hasta que no tengas que contar para llevar los tiempos.
Mientras tanto, no pierdas el tiempo y fíjate en el personal del cuadrilátero que no debería estar ahí. Es difícil, porque, por norma general, es muy complicado descubrir quién debe y quién no debe estar en un lugar. Un truco que suele funcionar de una manera excepcional es pensar que tienes que estar ahí, que ese es tu lugar en el mundo y no otro; vamos, dicho de otro modo, que hagas como que estás haciendo lo que tienes que hacer, con la debida diligencia e interés profesional, sin pasarte de listo. Salvo que lo hayas perfeccionado mucho, siempre fallará algo, no lo dudes, cualquier cosa, lo más mínimo e insignificante. Por ejemplo, que subas medio cuerpo a la zona de combate para limpiar el suelo de sudor o sangre. Lo hicieron tres personas, y nadie sospechó nada. Nadie vio cómo uno de ellos tres se arrascaba la nariz con la cara baja y la mirada alta, tras haber lanzado una ojeada primero a izquierda y luego a derecha, porque nadie, salvo yo, lo estaba buscando. Empezó a la vez que los otros dos, y terminó mucho primero. Luego, salió de la zona entre el caos para reacondicionar la arena de combate. No miró atrás en ningún momento. No hizo ningún ademán que lo delatase. El único error fue, simple y llanamente, que yo lo estaba mirando, y es que había pasado el tiempo suficiente en el ejército, en especial en mis tiempos como oficial en la Guardia, como para saber quién solía estar haciendo algo que no debía o quién quería darme esquinazo. Es algo que se consigue con los años, sin más, a base de hacerlo una y otra vez, de convertirlo en un instinto. Todo se reduce a entrenar para no ser tonto. Llámalo estudiar si quieres.
Consideré otras opciones, como que uno de los dos hubiese perdido algún diente, pero no era mi caso esta noche, y no estaba seguro de que el muchacho tampoco, así que, aunque podía confundirme, si quería saber algo, era probable que ese hombre me lo dijera. Pero, como todo, no iba a ser tan fácil, y lo perdí de vista justo cuando pasaba al lado de la mujer medio desfigurada que había combatido primero, porque el muchacho rubio, Nº 5, se plantó delante de mí justo al levantarme y pronunció alguna frase con vocales faltas de articulación, de sílabas largas que me llegaban de entre los alaridos que chocaban en las esquinas con los salvajes gruñidos de los animales.
Me miró como si estuviera dispuesto a repetir el combate.
No sé cuántas pulsaciones por minuto tendría él, pero cometió la mayor estupidez de toda su vida.
*
La atención de todos los ojos que acababan de ver el combate volvía necesariamente a nosotros, y considerando que había otro par de luchadores subiendo al ring, no era decir poco, ni bueno. La posibilidad de una revancha inmediata enloquecía a la gente. Tampoco podía aprovechar la distracción del otro combate—incluso los ojos de los combatientes se posaban en nosotros, algo dolidos quizá, por perder el protagonismo—para deslizarme entre la multitud y desparecer de aquel distinguido publico para hacerle unas preguntas a aquel hombre.
Nº5 se plantó delante de mí y yo sentí un escalofrío en el cogote; eran las miradas de los hombres de la tribuna. Otra vez, tenía que pensar y prever los acontecimientos: el que llevara una jarra entera de cerveza en la mano no quería decir algo necesariamente malo, como sugiere el sentido común y la proximidad de la violencia, porque podía ser que tuviese la necesidad de hidratarse, cosa normal siendo un tipo tan grande y, especialemnte, tras haber sido envenenado, como suponía yo que había sucedido. Miré esta y ví el líquido turbio y espeso, casi como una papilla líquida, agitarse con cada ademán. Impregnaba el aire con un pronunciado olor a grano que le daba el gusto agrio de la fermentación natural.
Me hizo las preguntas correctas; el muchacho estaba a kilómetros de ser tonto, y por ello di las gracias a los dioses de arriba y de abajo, porque bien sabían estos que lo último que necesitaba era enzarzarme en otra disputa, y encima personal, con él. Lo malo era que lo estaba haciendo en el momento equivocado. Si descubrían que alguno de los dos tenía sospechas sobre el amaño del combate, estábamos muertos.
—Soy Mánasvin. —No dejaba de mirarle a los ojos, pero sin perder de vista el brazo con el que sujetaba la jarra; me preocupaba un poco que terminase en mi cabeza. Levanté el puño de la mano derecha para chocarlo con el suyo, esperando que lo reconociese a modo de saludo entre luchadores, al que yo estaba habituado, como señal de camaradería—. Fui soldado en Baslodia, así que si buscas problemas, te los puedo dar—. Quería que entendiera bien el mensaje antes de hacer cualquier tontería, porque yo no estaba dispuesto a aguantarlas—. O te puedo convidar a cerveza y llevarnos bien. Puedes confiar en mí.
En ese momento tenía que arriesgarme y confiar en que nadie reparase en lo que iba a decirle. Lo tomé por el hombro y, rápidamente, lo abracé, queriendo dar a entender que todo el mal sentimiento del combate había quedado atrás. Esperé que nadie hubiera sido testigo de lo que le dije al oído:
—Estamos en peligro. Amañaron el combate. Veneno. Tenemos que ocultarnos sin llamar la atención.
Cuando me separé, alcé mi puño en señal de celebración y me dispuse a levantar el suyo, para ver su decisión de cara a la galería. Supuse que la gente aplaudiría tanto que nos rompiéramos la crisma como que nos llevásemos bien, pero los de la tribuna, no.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Dylan arqueó una ceja cuándo vi que su oponente quería realizar un saludo chocando los puños entre sí.
“¿Acaso somos críos?”
Tras no devolverle el gesto, se limitó a nombrar su pasado militar, algo que el licántropo había logrado deducir tras ver el aspecto musculoso del hombre.
Sus palabras, amenazantes y amables al mismo nivel, fueron acompañadas por un gesto de camarería que Dylan consideraba excesivo. Pero fue cuando oyó las palabras susurrantes del hombre cuando comprendió por completo la situación.
Su oponente parecía realmente convencido de que su combate había sido amañado con algún tipo de veneno y viendo la sutileza con la que se estaba desenvolviendo, le dio a entender que podían estar siendo vigilados en aquel momento.
Dylan sintió cómo sus ojos azulados volvían a tornarse dorados y se contuvo para que sus manos no se convirtieran en agresivas garras. Simplemente, se dejó llevar por el humano, que parecía tener un mayor control de sí mismo, más que nada, porque en su interior, parecía no habitar bestia alguna.
Al alzar su puño como gesto de amistad al público, éste enloqueció y enseguida les invitaron a una nueva cerveza, cuándo Dylan apenas había dado un trago a su suya.
De cara a la barra de la taberna, dándole la espalda a todos los espectadores de la lucha, el licántropo llevó su mirada hacia su oponente para hablar:
―¿Cómo que lo han…? ―expresó, evitando la última palabra de la pregunta que sabía que su oponente iba a entender― ¿También crees que mi desmayo no fue algo casual?
Dylan sentía que la situación comenzaba a complicarse, por lo que cuando el tabernero le sirvió la segunda de las bebidas, estuvo temeroso incluso de beber de ella.
―¿Qué sabes? Yo he estado inconsciente y no me he percatado de mucho. Sólo sentí un pinchazo en mi espalda y enseguida mi vista comenzó a duplicarse. ¿De quién sospechas? Debes hacerlo de alguien, porque si no… no comprendo tanto secretismo y precaución…
Dio un largo sorbo a la primera cerveza, mientras esperaba respuestas, mientras disimuladamente miró de nuevo hacia el combate y todos aquellos que estaban alrededor. En algún lugar, se encontraba el responsable.
“¿Acaso somos críos?”
Tras no devolverle el gesto, se limitó a nombrar su pasado militar, algo que el licántropo había logrado deducir tras ver el aspecto musculoso del hombre.
Sus palabras, amenazantes y amables al mismo nivel, fueron acompañadas por un gesto de camarería que Dylan consideraba excesivo. Pero fue cuando oyó las palabras susurrantes del hombre cuando comprendió por completo la situación.
Su oponente parecía realmente convencido de que su combate había sido amañado con algún tipo de veneno y viendo la sutileza con la que se estaba desenvolviendo, le dio a entender que podían estar siendo vigilados en aquel momento.
Dylan sintió cómo sus ojos azulados volvían a tornarse dorados y se contuvo para que sus manos no se convirtieran en agresivas garras. Simplemente, se dejó llevar por el humano, que parecía tener un mayor control de sí mismo, más que nada, porque en su interior, parecía no habitar bestia alguna.
Al alzar su puño como gesto de amistad al público, éste enloqueció y enseguida les invitaron a una nueva cerveza, cuándo Dylan apenas había dado un trago a su suya.
De cara a la barra de la taberna, dándole la espalda a todos los espectadores de la lucha, el licántropo llevó su mirada hacia su oponente para hablar:
―¿Cómo que lo han…? ―expresó, evitando la última palabra de la pregunta que sabía que su oponente iba a entender― ¿También crees que mi desmayo no fue algo casual?
Dylan sentía que la situación comenzaba a complicarse, por lo que cuando el tabernero le sirvió la segunda de las bebidas, estuvo temeroso incluso de beber de ella.
―¿Qué sabes? Yo he estado inconsciente y no me he percatado de mucho. Sólo sentí un pinchazo en mi espalda y enseguida mi vista comenzó a duplicarse. ¿De quién sospechas? Debes hacerlo de alguien, porque si no… no comprendo tanto secretismo y precaución…
Dio un largo sorbo a la primera cerveza, mientras esperaba respuestas, mientras disimuladamente miró de nuevo hacia el combate y todos aquellos que estaban alrededor. En algún lugar, se encontraba el responsable.
Dylan Bears
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
—Ven, vamos a la parte de arriba—, le dije, antes de hablar de nada entre tantos oídos indiscretos.
Escogí una mesa cerca de la pared, en el primer piso, la más apartada del gentío que atestaba cada rincón de la planta baja de la taberna y que estaba escondida en la zona menos iluminada del lugar. Llegamos a ella después de dar un rodeo por la balaustrada en forma de L que era la planta superior, tras subir por unas escaleras de madera agrietada cuyo acceso estaba cortado por un cordón sucio y roído. El color original se había perdido hacía muchas edades de hombres. En un principio, uno de los trabajadores de la taberna, un viejo cuya barriga competía con cualquier barril de la bodega, iba a decirnos algo por haber cruzado sin permiso, pero, afortunadamente para él, desistió de su empeño cuando le lancé una mirada de pocos amigos. Hay gente con más instinto de conservación que cualquier luchador. O cualquier soldado.
Este ala del edificio estaba un poco más apartada que las demás—quizá tanto como las tribunas (que no se veían desde aquí) pero tenía peor visión de la nave de la planta baja—, así que nos daría cierta intimidad, únicamente interrumpida por el tránsito inconstante del servicio, que entraba y salía por una puerta auxiliar, cercana al recodo, a unos cinco o seis pasos de la escalera y a tres o cuatro de nosotros. Intuí que podría tratarse de una ampliación temprana de la taberna, hecha sin mucha previsión y que perdió importancia cuando proyectaron las tribunas, con más presupuesto si comparamos las arcadas y la decoración de los triforios. En esta posición, quienquiera que intentase llegar a nosotros quedaría totalmente expuesto y le sería imposible sorprendernos sin perder unos valiosos segundos, los suficientes para reaccionar. Además, la pasarela, ya de por sí estrecha y cuya mitad se la llevaban los bancos y las mesas, anularía el número de cualquier atacante y nos daría ventaja. Incluso a nosotros dos nos resultaría difícil maniobrar estando hombro con hombro.
Quizá el muchacho, al que sentí llamar Dylan Bears, se mostrase molesto por la caminata innecesaria, ya que había unas cuantas mesas vacías más cerca de la escalera, pero sé que lo entendería: caminar era bueno para la salud, en especial, cuando alguien tenía un interés malsano en uno y ya había recurrido como primera medida al envenenamiento en vez de al diálogo. Posó la cerveza y ambos tomamos asiento; él lo hizo frente a mí, con la balaustrada y la escalera a su derecha. A mi derecha había una ventana que presidía el centro de la mesa, un poco más alta que nuestros hombros, de un cristal polvoriento que daba a un oscuro callejón paralelo a la taberna y desde el que se veía el hastial del lateral de la fachada ciega de la casa de al lado, que podía tocar si asomase poco más de la mitad del cuerpo. Ten las salidas cerca y a la vista.
Aproveché que Dylan daba un sorbo a la cerveza para hacer yo lo mismo antes de explicarle algunas cosas. Y de paso, no perdí detalle de la escalera: al tener más cerca la balaustrada que quien estuviera en los escalones, tenía una mejor vista que cualquiera que subiese por ella, que solo vería la hilera de obstáculos verticales de la barandilla. Tocaba esperar.
—¿Qué sabes de apuestas amañadas?—le pregunté sin esperar respuesta, a la vez que posaba la cerveza en la mesa—. Seguía sin ver a nadie interesarse por la escalera—. Porque tú, amigo mío, muy a tu pesar, estas metido en una que no le salió del todo bien a alguien. Y yo también.
Le hablé de cómo funcionaban las apuestas—muy por encima—porque quería que fuera consciente de la mierda en la que se había metido sin quererlo y de la que no podría salir sin más. Y es que, de hecho, no era raro que sucediera esto, sino todo lo contrario, la verdad, ya que se trataba de la historia de siempre: cuando hay dinero de por medio, las cosas salen peor que cuando hay líos de bragas. No fueron pocas las veces en las que tuve que solucionar problemas de ludopatía entre las filas del ejército cuando la LXXXVII de Justicia Militar estaba activa, y la única verdad era que ninguna acababa bien: uno descubría asuntos que derivaban en homicidios, esclavismo, prostitución, trata de personas, perversión de infantes… había de todo y a casi todos los niveles, y eso sin hablar de los problemas de salud, que desahuciaban a las personas en vida y generaban innumerables problemas de orden público, entre ellos el fraude y las conductas adictivas que tanto preocupan en el Consejo de Hacienda. Así que no era de extrañar que la Corona tuviese que aplicar medidas para regular el juego y evitar con ello que una nación se fuera a tomar por el culo.
Por lo general, lugares como El Campeón Cerúleo, en los que se permiten, están regulados por organismos pertenecientes a la Corona, que emiten disposiciones de ley que aseguran que todos estos locales operen bajo licencias otorgadas por el Consejo de Asuntos Comunitarios de la Corona, que establece unos requisitos de transparencia, seguridad y juego sano. Este tipo de apuestas consistía en el concurso de pronósticos sobre resultados de eventos deportivos en programas establecidos por la entidad. Existen tres tipos de apuestas permitidas: la primera se llama apuesta mutua, y es aquella en la que un porcentaje de la suma de las cantidades apostadas se distribuye entre los apostantes que acierten el resultado. La segunda, apuesta de contrapartida, consiste en que uno apuesta contra un operador de juego, siendo el premio a obtener el resultante de multiplicar el importe de los pronósticos ganadores por el coeficiente que el operador validase previamente. La tercera y última se llama apuesta cruzada, y se trata de aquella en la que el operador actúa como intermediario y garante de las cantidades apostadas entre terceros, detrayendo las cantidades o porcentajes que previamente el operador fijase (rifas, concursos…). Todo ello lleva un estricto registro de los participantes y los operadores, que deben pagar los impuestos debidos sobre sus ganancias al Consejo de Hacienda. Si una casa de apuestas no tuviese licencia, toda apuesta que se diese en ese ambito pasaría a ser ilegal y, de acuerdo a la legislación vigente, se estaría cometiendo un delito de estafa, así como otro contra el Consejo de Hacienda, que se castiga con la horca, donde terminan todos los ladrones que no llegan a consejeros del rey.
Las apuestas ilegales suelen seducir a la gente que busca dinero rápido, y al estar libre de impuestos y regulaciones, el costo es menor y los márgenes de ganancias, mayores. No gastan en licencias, no cumplen con la legislación y no protegen a los participantes. Además, al no verificarse la identidad de la persona, no hay garantías de absolutamente nada, por eso son tan susceptibles de ser manipuladas por las mafias locales, como parecía ser el caso de Vulwulfar, donde ejercían una influencia exagerada; su puerto era un hervidero de corrupción en el que algunos se estaban haciendo ricos a base de blanqueo y manipulación de resultados. Muchos soldados a los que perseguimos desde la LXXXVII eran, también, personas vetadas en las casas de apuestas legales por morosos; y su adicción, tan dañiña como la del opio, los llevaba a esta por ser su única salida. Al final, terminaban siendo esclavos de esta gente, a los que tenían que servir de manera forzosa para saldar sus imposibles deudas de juego. Imagina a un soldado, entrenado para matar bajo cualquier circunstancia, convertido en sospechoso y trabajando para el crimen organizado; y que haría todo lo posible para saldar una deuda en la que, previsiblemente, volvería a caer, siempre y cuando fuera posible de pagar (algo bastante raro). Este tipo de perfil era de lo más común entre las listas de perseguidos por la Unidad LXXXVII de Justicia Militar.
—Tu combate tenía un nivel de apuestas similar, y no había mucha diferencia en las cantidades de dinero que se pagarían por tu victoria, la suya o el empate—seguí diciéndole—, porque, a pesar de que tú eras el favorito, estaba amañado para que te enfrentaras a uno de los mejores luchadores de todo Vulwulfar. Cosas del azar, ¿eh? Una persona normal, en un cauce de apuestas legales, pagaría una cantidad determinada por una de las tres opciones.
Humedecí el dedo con las gotas del exterior de la jarra y dibujé en la madera de la mesa un 1, una X y un 2, que representaban su victoria, el empate y su derrota respectivamente.
—Ahora, imagina que tu victoria—señalé con el dedo el 1 de la mesa— se paga a 2,30 Æ; tu derrota, a 2,70 Æ; y vuestro empate, a 3,10 Æ. Una persona normal, en un contexto de apuestas legal, jugaría su cantidad a una de las tres opciones. Imagina que eres un burgués y tienes dinero negro que quieres blanquear: apostarás, vamos a decir 30.000 Æ entre las tres opciones; es decir 10.000 Æ a cada una. Dependiendo del resultado, obtendrías las siguientes cantidades: 23.000 Æ por tu victoria; 27.000 Æ por tu derrota; y 31.000 Æ por el empate. Si les restas a esas sumas la cantidad total, descubrirás que la pérdida no supera el 23%, cuando en el circuito legal, no bajaría del 30% o 40%. Por lo tanto, tienes bastantes ganancias. Al crimen organizado de las apuestas no le gusta lo inesperado, así que, ¿por qué arriesgarse entre tres posibles opciones si puedes tener la certeza de que el resultado será uno de los tres?
»Lo que yo pienso es que alguien apostó esos 30.000 (o lo que fuera) al 2, es decir, a tu derrota. De otra manera, tomarse la molestia de envenenarte a ojos de todo el mundo, hubiera sido una estupidez. No sé si alguien habló contigo o con tu círculo más próximo aquí en Vulwulfar para arreglar el combate —miré para la escalera, y me pareció ver movimiento, pero a nadie en particular— porque no creo que fuese algo casual. Todo fue muy repentino, casi improvisado, como por obra y gracia divina: no sé de que modo te hubiese podido parar si no fuese matándote, dado tu estado. Y, sin embargo, con un simple empellón, quedaste fuera de combate en el último minuto.
»Mi opinión es que usaron hloilalë, que se obtiene de una planta bastante abundante en Sandorái y que afecta a las conexiones neuromusculares… vamos, que produce debilidad y fatiga muscular; pero no tienes que preocuparte, porque no es necesariamente mortal, aunque puede afectar a la capacidad para respirar de uno.
Tomé un trago y no le dije que, si hubiese tenido problemas para respirar, su tiempo en esta vida habría llegado a su fin, porque habiendo transcurrido todo este rato, parecía bastante improbable que le afectase más. La dosis había sido bastante cuidadosa, obra de un profesional, porque los venenos son siempre muy peligrosos debido a su inestabilidad y cada persona es un mundo. De hecho, están prohibidos explícitamente en las Leyes de Usos y Constumbres de Aerandir y el Protocolo Adicional I de la Convención de Lunargenta, igual que en los manuales militares de Baslodia, donde también está tipificado como delito su empleo en dardos y flechas. Las tribus élficas lo utilizan para cazar ciertos animales (al igual que los humanos, son cazadores por persistencia), aunque ninguno confesaría voluntariamente haberlo utilizado en batalla.
Posé la cerveza. Pensé en lo inoportuno que hubiera sido su asesinato en pleno combate, porque alguien perdería bastante dinero si se impugnase la apuesta. La cosa es que esta lucha estuvo llena de irregularidades, empezando por mi aparición y la ausencia del luchador original, porque el número que salió no lo reclamó ninguno de los tipos que estaba a la espera, lo cual era una oportuna casualidad, y se lo dije. Seguramente se haya escondido o esté a kilómetros de aquí. O se han encargado de él y está tirado en cualquier cañavera. De todos modos, lo que pienso es peor. Carraspeé antes de contarle mis sospechas sobre la casa Vulwulf, las apuestas, su relación con el crimen organizado y el blanqueamiento de aeros.
—No es algo que se diga abiertamente, por motivos obvios, pero escuché, de mano de una fuente bastante fiable—me refería al señorito del antifaz con el que tuve aquella interesante conversación en el barco de velas negras—diferentes informaciones que dicen que los Vulwulf son asiduos a este local y sacan tajada de todo cuanto se cuece por aquí. Cuando uno une los puntos, entiende bastante bien que incluso sus casas vasallas con competencias en el puerto sean algo miopes a la hora de combatir el crimen organizado. Al menos, mientras no haya mucho revuelo, todo se mantenga bajo la alfombra y entre los jugadores, sin implicar a civiles directamente. Ya sabes, un mal menor del que se sacan ingresos extra.
Le expliqué que si los Vulwulf no estaban directamente implicados, cosa posible, lo estaban indirectamente, porque el hampa del puerto actuaba, a efectos, como las casas vasallas de los Vulwulf, pero en este submundo criminal. No descartaba que un señorito de alta cuna interesado en que este asunto se olvidase lo más rápido posible, quisiese acallar a cualquiera que tuviese sospechas, como él.
—Curiosamente, yo estoy aquí, digamos, en una misión que me encomendó un padre preocupado por su hijo, que es un luchador habitual del Campeón, y la descripción que me dio coincidía bastante con la tuya. Por eso subí al ring, aunque ahora estoy seguro de que no eres a quien busco. Pero maldita casualidad. Me ayudaría bastante que hicieses memoria y me dijeses si conoces a alguien que sea tan parecido a ti que incluso te confundan con él.
En ese momento, por el rabillo del ojo, percibí movimiento por las escaleras. Miré a Dylan y le hice un gesto.
Tuve un mal presentimiento.
Escogí una mesa cerca de la pared, en el primer piso, la más apartada del gentío que atestaba cada rincón de la planta baja de la taberna y que estaba escondida en la zona menos iluminada del lugar. Llegamos a ella después de dar un rodeo por la balaustrada en forma de L que era la planta superior, tras subir por unas escaleras de madera agrietada cuyo acceso estaba cortado por un cordón sucio y roído. El color original se había perdido hacía muchas edades de hombres. En un principio, uno de los trabajadores de la taberna, un viejo cuya barriga competía con cualquier barril de la bodega, iba a decirnos algo por haber cruzado sin permiso, pero, afortunadamente para él, desistió de su empeño cuando le lancé una mirada de pocos amigos. Hay gente con más instinto de conservación que cualquier luchador. O cualquier soldado.
Este ala del edificio estaba un poco más apartada que las demás—quizá tanto como las tribunas (que no se veían desde aquí) pero tenía peor visión de la nave de la planta baja—, así que nos daría cierta intimidad, únicamente interrumpida por el tránsito inconstante del servicio, que entraba y salía por una puerta auxiliar, cercana al recodo, a unos cinco o seis pasos de la escalera y a tres o cuatro de nosotros. Intuí que podría tratarse de una ampliación temprana de la taberna, hecha sin mucha previsión y que perdió importancia cuando proyectaron las tribunas, con más presupuesto si comparamos las arcadas y la decoración de los triforios. En esta posición, quienquiera que intentase llegar a nosotros quedaría totalmente expuesto y le sería imposible sorprendernos sin perder unos valiosos segundos, los suficientes para reaccionar. Además, la pasarela, ya de por sí estrecha y cuya mitad se la llevaban los bancos y las mesas, anularía el número de cualquier atacante y nos daría ventaja. Incluso a nosotros dos nos resultaría difícil maniobrar estando hombro con hombro.
Quizá el muchacho, al que sentí llamar Dylan Bears, se mostrase molesto por la caminata innecesaria, ya que había unas cuantas mesas vacías más cerca de la escalera, pero sé que lo entendería: caminar era bueno para la salud, en especial, cuando alguien tenía un interés malsano en uno y ya había recurrido como primera medida al envenenamiento en vez de al diálogo. Posó la cerveza y ambos tomamos asiento; él lo hizo frente a mí, con la balaustrada y la escalera a su derecha. A mi derecha había una ventana que presidía el centro de la mesa, un poco más alta que nuestros hombros, de un cristal polvoriento que daba a un oscuro callejón paralelo a la taberna y desde el que se veía el hastial del lateral de la fachada ciega de la casa de al lado, que podía tocar si asomase poco más de la mitad del cuerpo. Ten las salidas cerca y a la vista.
Aproveché que Dylan daba un sorbo a la cerveza para hacer yo lo mismo antes de explicarle algunas cosas. Y de paso, no perdí detalle de la escalera: al tener más cerca la balaustrada que quien estuviera en los escalones, tenía una mejor vista que cualquiera que subiese por ella, que solo vería la hilera de obstáculos verticales de la barandilla. Tocaba esperar.
—¿Qué sabes de apuestas amañadas?—le pregunté sin esperar respuesta, a la vez que posaba la cerveza en la mesa—. Seguía sin ver a nadie interesarse por la escalera—. Porque tú, amigo mío, muy a tu pesar, estas metido en una que no le salió del todo bien a alguien. Y yo también.
Le hablé de cómo funcionaban las apuestas—muy por encima—porque quería que fuera consciente de la mierda en la que se había metido sin quererlo y de la que no podría salir sin más. Y es que, de hecho, no era raro que sucediera esto, sino todo lo contrario, la verdad, ya que se trataba de la historia de siempre: cuando hay dinero de por medio, las cosas salen peor que cuando hay líos de bragas. No fueron pocas las veces en las que tuve que solucionar problemas de ludopatía entre las filas del ejército cuando la LXXXVII de Justicia Militar estaba activa, y la única verdad era que ninguna acababa bien: uno descubría asuntos que derivaban en homicidios, esclavismo, prostitución, trata de personas, perversión de infantes… había de todo y a casi todos los niveles, y eso sin hablar de los problemas de salud, que desahuciaban a las personas en vida y generaban innumerables problemas de orden público, entre ellos el fraude y las conductas adictivas que tanto preocupan en el Consejo de Hacienda. Así que no era de extrañar que la Corona tuviese que aplicar medidas para regular el juego y evitar con ello que una nación se fuera a tomar por el culo.
Por lo general, lugares como El Campeón Cerúleo, en los que se permiten, están regulados por organismos pertenecientes a la Corona, que emiten disposiciones de ley que aseguran que todos estos locales operen bajo licencias otorgadas por el Consejo de Asuntos Comunitarios de la Corona, que establece unos requisitos de transparencia, seguridad y juego sano. Este tipo de apuestas consistía en el concurso de pronósticos sobre resultados de eventos deportivos en programas establecidos por la entidad. Existen tres tipos de apuestas permitidas: la primera se llama apuesta mutua, y es aquella en la que un porcentaje de la suma de las cantidades apostadas se distribuye entre los apostantes que acierten el resultado. La segunda, apuesta de contrapartida, consiste en que uno apuesta contra un operador de juego, siendo el premio a obtener el resultante de multiplicar el importe de los pronósticos ganadores por el coeficiente que el operador validase previamente. La tercera y última se llama apuesta cruzada, y se trata de aquella en la que el operador actúa como intermediario y garante de las cantidades apostadas entre terceros, detrayendo las cantidades o porcentajes que previamente el operador fijase (rifas, concursos…). Todo ello lleva un estricto registro de los participantes y los operadores, que deben pagar los impuestos debidos sobre sus ganancias al Consejo de Hacienda. Si una casa de apuestas no tuviese licencia, toda apuesta que se diese en ese ambito pasaría a ser ilegal y, de acuerdo a la legislación vigente, se estaría cometiendo un delito de estafa, así como otro contra el Consejo de Hacienda, que se castiga con la horca, donde terminan todos los ladrones que no llegan a consejeros del rey.
Las apuestas ilegales suelen seducir a la gente que busca dinero rápido, y al estar libre de impuestos y regulaciones, el costo es menor y los márgenes de ganancias, mayores. No gastan en licencias, no cumplen con la legislación y no protegen a los participantes. Además, al no verificarse la identidad de la persona, no hay garantías de absolutamente nada, por eso son tan susceptibles de ser manipuladas por las mafias locales, como parecía ser el caso de Vulwulfar, donde ejercían una influencia exagerada; su puerto era un hervidero de corrupción en el que algunos se estaban haciendo ricos a base de blanqueo y manipulación de resultados. Muchos soldados a los que perseguimos desde la LXXXVII eran, también, personas vetadas en las casas de apuestas legales por morosos; y su adicción, tan dañiña como la del opio, los llevaba a esta por ser su única salida. Al final, terminaban siendo esclavos de esta gente, a los que tenían que servir de manera forzosa para saldar sus imposibles deudas de juego. Imagina a un soldado, entrenado para matar bajo cualquier circunstancia, convertido en sospechoso y trabajando para el crimen organizado; y que haría todo lo posible para saldar una deuda en la que, previsiblemente, volvería a caer, siempre y cuando fuera posible de pagar (algo bastante raro). Este tipo de perfil era de lo más común entre las listas de perseguidos por la Unidad LXXXVII de Justicia Militar.
—Tu combate tenía un nivel de apuestas similar, y no había mucha diferencia en las cantidades de dinero que se pagarían por tu victoria, la suya o el empate—seguí diciéndole—, porque, a pesar de que tú eras el favorito, estaba amañado para que te enfrentaras a uno de los mejores luchadores de todo Vulwulfar. Cosas del azar, ¿eh? Una persona normal, en un cauce de apuestas legales, pagaría una cantidad determinada por una de las tres opciones.
Humedecí el dedo con las gotas del exterior de la jarra y dibujé en la madera de la mesa un 1, una X y un 2, que representaban su victoria, el empate y su derrota respectivamente.
—Ahora, imagina que tu victoria—señalé con el dedo el 1 de la mesa— se paga a 2,30 Æ; tu derrota, a 2,70 Æ; y vuestro empate, a 3,10 Æ. Una persona normal, en un contexto de apuestas legal, jugaría su cantidad a una de las tres opciones. Imagina que eres un burgués y tienes dinero negro que quieres blanquear: apostarás, vamos a decir 30.000 Æ entre las tres opciones; es decir 10.000 Æ a cada una. Dependiendo del resultado, obtendrías las siguientes cantidades: 23.000 Æ por tu victoria; 27.000 Æ por tu derrota; y 31.000 Æ por el empate. Si les restas a esas sumas la cantidad total, descubrirás que la pérdida no supera el 23%, cuando en el circuito legal, no bajaría del 30% o 40%. Por lo tanto, tienes bastantes ganancias. Al crimen organizado de las apuestas no le gusta lo inesperado, así que, ¿por qué arriesgarse entre tres posibles opciones si puedes tener la certeza de que el resultado será uno de los tres?
»Lo que yo pienso es que alguien apostó esos 30.000 (o lo que fuera) al 2, es decir, a tu derrota. De otra manera, tomarse la molestia de envenenarte a ojos de todo el mundo, hubiera sido una estupidez. No sé si alguien habló contigo o con tu círculo más próximo aquí en Vulwulfar para arreglar el combate —miré para la escalera, y me pareció ver movimiento, pero a nadie en particular— porque no creo que fuese algo casual. Todo fue muy repentino, casi improvisado, como por obra y gracia divina: no sé de que modo te hubiese podido parar si no fuese matándote, dado tu estado. Y, sin embargo, con un simple empellón, quedaste fuera de combate en el último minuto.
»Mi opinión es que usaron hloilalë, que se obtiene de una planta bastante abundante en Sandorái y que afecta a las conexiones neuromusculares… vamos, que produce debilidad y fatiga muscular; pero no tienes que preocuparte, porque no es necesariamente mortal, aunque puede afectar a la capacidad para respirar de uno.
Tomé un trago y no le dije que, si hubiese tenido problemas para respirar, su tiempo en esta vida habría llegado a su fin, porque habiendo transcurrido todo este rato, parecía bastante improbable que le afectase más. La dosis había sido bastante cuidadosa, obra de un profesional, porque los venenos son siempre muy peligrosos debido a su inestabilidad y cada persona es un mundo. De hecho, están prohibidos explícitamente en las Leyes de Usos y Constumbres de Aerandir y el Protocolo Adicional I de la Convención de Lunargenta, igual que en los manuales militares de Baslodia, donde también está tipificado como delito su empleo en dardos y flechas. Las tribus élficas lo utilizan para cazar ciertos animales (al igual que los humanos, son cazadores por persistencia), aunque ninguno confesaría voluntariamente haberlo utilizado en batalla.
Posé la cerveza. Pensé en lo inoportuno que hubiera sido su asesinato en pleno combate, porque alguien perdería bastante dinero si se impugnase la apuesta. La cosa es que esta lucha estuvo llena de irregularidades, empezando por mi aparición y la ausencia del luchador original, porque el número que salió no lo reclamó ninguno de los tipos que estaba a la espera, lo cual era una oportuna casualidad, y se lo dije. Seguramente se haya escondido o esté a kilómetros de aquí. O se han encargado de él y está tirado en cualquier cañavera. De todos modos, lo que pienso es peor. Carraspeé antes de contarle mis sospechas sobre la casa Vulwulf, las apuestas, su relación con el crimen organizado y el blanqueamiento de aeros.
—No es algo que se diga abiertamente, por motivos obvios, pero escuché, de mano de una fuente bastante fiable—me refería al señorito del antifaz con el que tuve aquella interesante conversación en el barco de velas negras—diferentes informaciones que dicen que los Vulwulf son asiduos a este local y sacan tajada de todo cuanto se cuece por aquí. Cuando uno une los puntos, entiende bastante bien que incluso sus casas vasallas con competencias en el puerto sean algo miopes a la hora de combatir el crimen organizado. Al menos, mientras no haya mucho revuelo, todo se mantenga bajo la alfombra y entre los jugadores, sin implicar a civiles directamente. Ya sabes, un mal menor del que se sacan ingresos extra.
Le expliqué que si los Vulwulf no estaban directamente implicados, cosa posible, lo estaban indirectamente, porque el hampa del puerto actuaba, a efectos, como las casas vasallas de los Vulwulf, pero en este submundo criminal. No descartaba que un señorito de alta cuna interesado en que este asunto se olvidase lo más rápido posible, quisiese acallar a cualquiera que tuviese sospechas, como él.
—Curiosamente, yo estoy aquí, digamos, en una misión que me encomendó un padre preocupado por su hijo, que es un luchador habitual del Campeón, y la descripción que me dio coincidía bastante con la tuya. Por eso subí al ring, aunque ahora estoy seguro de que no eres a quien busco. Pero maldita casualidad. Me ayudaría bastante que hicieses memoria y me dijeses si conoces a alguien que sea tan parecido a ti que incluso te confundan con él.
En ese momento, por el rabillo del ojo, percibí movimiento por las escaleras. Miré a Dylan y le hice un gesto.
Tuve un mal presentimiento.
Mánasvin
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Dylan tuvo paciencia suficiente como para seguir a su contrincante hasta un lugar apartado. Él no estaba acostumbrado a resolver las cosas de forma sutil: prefería poner las cartas sobre la mesa, a simple vista, desde el principio y terminar el juego rápidamente para poder pasar a otra cosa.
Pero no: siguió los pasos del humano hasta el piso superior, sentándose ambos en una estartalada mesa con su jarra correspondiente frente a él. Saboreó de nuevo la cerveza negra de Ulmer, hasta que Manasvin pronunció la frase que lo cambió todo.
―¿Combates amañados?― preguntó sobresaltado, escuchando la opinión del contrario y deduciendo su argumento.
La verdad es que ahora tenía todo el sentido: el pinchazo en la espalda y el consecuente mareo posterior. Escuchó con atención todas las explicaciones de su contrincante, preguntándose quién era y cómo sabía tanto de aquel asunto y si alguna vez, quizás, había participado en un combate amañado a posta… sabía demasiado.
Aparcó a un lado su desconfianza, comprendiendo que le estaba intentando aclarar sus ideas, aunque le resultó de lo más sospechoso. Terminó implicando a los mismos Vulwulf y al resto de casas nobles de la ciudad.
―Es cierto que los Vulwulf asisten a los combates de vez en cuando, pero no creo que estén involucrados en esto… aunque no pondría la mano en el fuego por los demás. ¡Malditos bastardos!
Fue entonces cuándo confesó que había ido hasta aquel local con la intención de encontrar allí a un hombre semejante a Dylan, con quien lo había confundido.
―Vivo muy al norte de aquí. Sólo vengo las noches de combate, lo hago y me marcho. No sé a quién te refieres…
Fue entonces cuando un gesto de Manasvin le alertó. Dylan miró descarado hacia el lugar dónde Manasvin miraba, pues no era su forma de ser aguantar sutileza alguna. Sus ojos se habían tornado completamente amarillos y los colmillos licántropos asomaban ya ligeramente en su dentadura.
Ante ellos, aparecieron dos hombres, fuertes y musculosos, tan altos como él, incluso algo más. Dylan se puso de pie ante ellos al comprobar que no continuaban su camino por el pasillo, sino que se paraban ante ellos.
―¿Algún problema?
Cuándo uno de ellos fue directamente a atacarle, Dylan le empujó con todas sus fuerzas, haciendo que saltara al otro lado de la balaustrada, cayendo a la planta inferior desde allí, cayendo sobre el borde del escenario de lucha.
Aquello hizo que todos los asistentes levantaran la vista hasta su posición, llamando la atención de todos.
Entonces, de sus manos brotaron sus garras, haciendo que sus brazos humanoides se transformaran. Amenazó con ellas al segundo de los hombres, reprimiendo el deseo de rasgarlo de arriba abajo allí mismo. [1]
Se dirigió a Manasvin entonces:
―Es hora de irse. Hablemos con nuestro amigo fuera…
Dirigió la mirada hacia el hombre que retenían y puso rumbo a una de las salidas secundarias de la taberna, con la mayor precaución posible. El rehén no iba a escapar.
[1] Alusión a mi talento: Forma Bípeda:
Cuándo me transformo, adopto una forma de licántropo humanoide. Los colmillos crecen en mi boca, mis ojos se tornan dorados, mi masa corporal aumenta, el vello corporal inunda mi cuerpo y mis manos se tornan garras, conservando una forma corporal bípeda y la capacidad de hablar.
Pero no: siguió los pasos del humano hasta el piso superior, sentándose ambos en una estartalada mesa con su jarra correspondiente frente a él. Saboreó de nuevo la cerveza negra de Ulmer, hasta que Manasvin pronunció la frase que lo cambió todo.
―¿Combates amañados?― preguntó sobresaltado, escuchando la opinión del contrario y deduciendo su argumento.
La verdad es que ahora tenía todo el sentido: el pinchazo en la espalda y el consecuente mareo posterior. Escuchó con atención todas las explicaciones de su contrincante, preguntándose quién era y cómo sabía tanto de aquel asunto y si alguna vez, quizás, había participado en un combate amañado a posta… sabía demasiado.
Aparcó a un lado su desconfianza, comprendiendo que le estaba intentando aclarar sus ideas, aunque le resultó de lo más sospechoso. Terminó implicando a los mismos Vulwulf y al resto de casas nobles de la ciudad.
―Es cierto que los Vulwulf asisten a los combates de vez en cuando, pero no creo que estén involucrados en esto… aunque no pondría la mano en el fuego por los demás. ¡Malditos bastardos!
Fue entonces cuándo confesó que había ido hasta aquel local con la intención de encontrar allí a un hombre semejante a Dylan, con quien lo había confundido.
―Vivo muy al norte de aquí. Sólo vengo las noches de combate, lo hago y me marcho. No sé a quién te refieres…
Fue entonces cuando un gesto de Manasvin le alertó. Dylan miró descarado hacia el lugar dónde Manasvin miraba, pues no era su forma de ser aguantar sutileza alguna. Sus ojos se habían tornado completamente amarillos y los colmillos licántropos asomaban ya ligeramente en su dentadura.
Ante ellos, aparecieron dos hombres, fuertes y musculosos, tan altos como él, incluso algo más. Dylan se puso de pie ante ellos al comprobar que no continuaban su camino por el pasillo, sino que se paraban ante ellos.
―¿Algún problema?
Cuándo uno de ellos fue directamente a atacarle, Dylan le empujó con todas sus fuerzas, haciendo que saltara al otro lado de la balaustrada, cayendo a la planta inferior desde allí, cayendo sobre el borde del escenario de lucha.
Aquello hizo que todos los asistentes levantaran la vista hasta su posición, llamando la atención de todos.
Entonces, de sus manos brotaron sus garras, haciendo que sus brazos humanoides se transformaran. Amenazó con ellas al segundo de los hombres, reprimiendo el deseo de rasgarlo de arriba abajo allí mismo. [1]
Se dirigió a Manasvin entonces:
―Es hora de irse. Hablemos con nuestro amigo fuera…
Dirigió la mirada hacia el hombre que retenían y puso rumbo a una de las salidas secundarias de la taberna, con la mayor precaución posible. El rehén no iba a escapar.
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[1] Alusión a mi talento: Forma Bípeda:
Cuándo me transformo, adopto una forma de licántropo humanoide. Los colmillos crecen en mi boca, mis ojos se tornan dorados, mi masa corporal aumenta, el vello corporal inunda mi cuerpo y mis manos se tornan garras, conservando una forma corporal bípeda y la capacidad de hablar.
Dylan Bears
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
En mi lengua, existe la palabra paciencia, que en la época de los abuelos de mis antepasados se pronunciaba de otra manera, patientiam. Con el tiempo, esta fue modificándose —algunos de los gramáticos que nos instruyeron en el ejército nos decían corrompiéndose— hasta ser diferente. La m final, que ya no pronunciamos, desapareció por un proceso que se denomina apocopación en los círculos cultos y que implica la desaparición de fonemas situados al final de las palabras; la t, que es una consonante oclusiva —el flujo de aire se obstruye y luego se libera— sorda —sin vibración de las cuerdas vocales—, mudó en fricativa interdental sorda (en otros casos alveolar), que es la que se produce al pasar el aire a través de un espacio estrecho creado por la aproximación de dos órganos articulatorios (en este caso, la lengua y los dientes). Viene del término patiens, participio de presente de pati, que significa, sufrir, de donde surge paciente, el que es tranquilo y pacífico; y a su vez, de un término de una lengua dragoniega antigua, pathos. Tal palabra hace referencia a la capacidad de sufrir sin perturbarse de una persona. También daba nombre a un bollo diminuto que se cocina al horno con harina, huevo, almendra y dulce.
Confirmé que para Dylan paciencia nombraba un bollo mientras veía volar por los aires al desgraciado que se había parado junto a nuestra mesa, imagino que con la esperanza de levantarse al día siguiente de la cama y no de la silla de ruedas. Desde un punto de vista táctico, diría que no era la manera de proceder más acertada en nuestra situación, pero agradecía, la verdad sea dicha, la imprudencia del muchacho, al contemplar cómo cruzaba el vacío en temprano y veloz vuelo, agitando los brazos como un grajo lleno de vida y júbilo… hasta quedarse corto de ambas tras golpear el suelo. Cuanto más grandes son… El otro tipo, al descubrir que el muchacho tenía tan baja tolerancia a las gilipolleces, captó el mensaje a la primera y se volvió más cabal tras descubrir cuánto deseaba que sus órganos internos siguieran siendo internos. No se movería.
En cuanto a nosotros, era otra historia. Lo último que debíamos hacer ahora mismo era quedarnos ahí. El público, que había sido nuestro salvoconducto para que nadie nos intentase matar a plena vista, se había convertido en un inconveniente mayúsculo que empezaría a buscar a los responables de posiblemente cargarse al tipo. En el peor de los casos, si ese matón fuese ya un cadáver desnucado, no tardarían en alertar a la guardia, y la pena civil por asesinato no es la horca, es la decapitación; pero no llegaríamos a ella si, en medio del barullo, nos encontramos con las mafias de las apuestas, dispuestas a aprovecharlo. Era lo que tenía lanzar a un tipo de un piso a otro. De un rápido vistazo, mientras nos largábamos por la puerta de servicio en el recodo de la pasarela en forma de L, evalué la situación: vi que grupúsculos de gente estaba comenzando a alzar las miradas buscando de dónde se había caído el desgraciado, pero sin haber llegado a ninguna conclusión. Estábamos en la fase en el que el tono de la algarabía de borrachos empezada a mostrar variaciones: disminuía el gozo y aparecía clamor del sobresalto, con algún chillido y algún quejido desubicado. No había que hacerse ilusiones, por muy borrachos que estuvieran, era cuestión de tiempo que la cosa se descontrolara. Pero, bueno, un asunto por vez.
El que el ala del edificio donde nos encontrábamos estuviese bastante a desmano de la nave inferior, donde la gente seguía pendiente de dos luchadores, que bailaban abrazados el uno al otro en un combate no muy emocionante, nos hacía más difíciles de ver y reducía generosamente la cantidad de testigos del suceso. Por lo tanto, el tiempo de reacción, también gracias al alcohol, se ralentizaría de manera importante. Aparte, a los que estaban en el recinto de las peleas de gallos y perros, no les llamaría demasiado la atención una brecha sangrante de carne rosada en la cabeza de nadie. La parte mala venía de la tribuna, porque aunque no nos veían desde su posición, no dudaba de que fueran profesionales y que ya estuvieran al tanto de todo. Como medida de prevención, tendrían las salidas principales vigiladas. Imaginé que no era la primera vez que los corredores de apuestas pasaban por esto. Para ellos sería rutinario apretarle las tuercas a un participante díscolo.
—Yo diría que tenemos 7 minutos —la cuenta atrás empezó desde que el hombre tocó suelo, y habían pasado 3— antes de que la gente empiece a coordinarse y avisar a los corchetes. Nos da tiempo a salir, pero hay que desaparecer. Conozco varios sitios —, le dije a Dylan. Lo hice sin especificarle directamente cuáles, porque supuse que no iba a matar a su amigo y este no era sordo. Tampoco me había pasado los días anteriores reconociendo la zona para soltárselos de primeras a un matón. En estos casos, dejarlo fuera de combate o romperle alguna extremidad y la mandíbula es mejor opción, porque un muerto complica demasiado las cosas en el ámbito civil y no aporta nada.
Anduvimos a paso ligero por el pasillo interior, doblamos la esquina y seguimos escaleras abajo haciendo crujir la madera ennegrecida y brillante por el vapor del aceite. Al final, llegamos a la planta del corral sorteando a los ratones que correteaban entre nuestros pies a la caza de migas de pan con la esperanza de no cruzarse con los gatos que pululaban por ahí. El olor a fritanga y humo, entremezclado con el del serrín y la humedad propia de los días de agua, nos confirmaba que estábamos en las cocinas, todas atestadas de personal. Me abrí paso y Dylan me siguió, guiando a su amigo delante de él, con el brazo retorcido a la espalda; caminaba de puntillas, como con miedo de ensuciarse con la porquería del suelo. Dejamos atrás la zona caliente —la parrilla, las ollas hirviendo y el horno— y fuimos a salir a lo que parecía la zona de descarga de materiales del almacén, que nos llevaría al callejón lateral de la posada a través del arco de acceso a este almacén.
—Tenemos un 50% de posibilidades de que no haya nadie vigilando esta salida —le dije al muchacho.
Pero había alguien.
—Voy a ver qué pasa ahí —le dije a Dylan mientras avanzaba medio agachado, porque reparé en que había ruido unos pasos más adelante, cerca del arco de salida por el que queríamos pasar para largarnos de allí definitivamente.
Oí una voz que decía algo con tono grave y urgente. Me asomé desde detrás de una pila de leña destinada a alimentar los fuegos de la cocina, entre sacos de cebollas, nabos polvorientos y tinajas con el corcho puesto. Allí de pie estaba la mujer de raza élfica, preparada con ropas que indicaban que comenzaría un viaje; tenía puestas unas descoloridas botas altas de montar, sayuela y jubón de un tono oscuro, tahalí de cuero y espuelas que emitían destellos apagados por detrás de las manchas de barro. Tenía cruzada al hombro una cartera de cuero e iba a ponerse la sobrerropa —la capa y el sombrero—, pero la interrumpí justo en ese instante, porque me vio aparecer. A pesar de su sorpresa inicial, actuó con bastante naturalidad, sonriendo con lo que reconocí como resignación.
Desde mi perspectiva, algo me llamaba la atención: era alta, extraordinariamente musculosa, de pelo rubio desgreñado, de ojos con el color del cielo en un día despejado; pero eran las proporciones de su cuerpo, ahora que las veía más de cerca, las que me generaban confusión. Todo venía de sus caderas: su pelvis era estrecha y alta, lo que hacía que sus rodillas tuvieran un ángulo amplio de separación, debido a que el ángulo subpúbico menor de su cuerpo comprendía unos cincuenta o sesenta grados y su ala ilíaca era menos abierta de lo que debería, y más vertical. No había reparado en ello durante el combate porque siempre la vi sentada, o bien cubierta con toallas o bien en posición de combate. La excepcional hipertrofia muscular también disimulaba sus rasgos femeninos; la musculatura de las caderas dibujaba formas más angulosas que curvilíneas.
—Sois rápidos —lamentó ella.
Y, entonces, la voz de la mujer de raza élfica, que era grave, pero dulce, me lo descubrió. Ella era el hombre al que me mandaron encontrar.
—Me envía tu padre —le dije, omitiendo la palabra padrastro. A nadie le gusta que lo llamen bastardo.
Su sonrisa resignada cambió a una mueca de desprecio. Y dijo:
—Sabía que mandaría a alguien. Pues vas a tener que decirle a papi que no iré con él.
—No creo que a tu viejo le guste. Parecía preocupado por ti; alguien quiere hacerte daño.
—Él es el único que me quiere hacer daño, señor…
—Mánasvin.
—Señor Mánasvin.
—Mánasvin, asecas. Y el muchacho se llama Dylan Bears.
Ella asintió, a modo de saludo, y luego continuó, entendiendo que al otro no merecía la pena presentarlo.
—Si ha tratado con mi padre, seguro que lo sabe, porque no creo que le haya pagado dinero. Es lo que siempre hace, con todos. Pero, dígame, ¿quién es usted exactamente? —me preguntó.
—Fui guardia militar del ejército de Baslodia. Y no, no tengo tiempo para discutir, así que tendrás que venir conmigo. Tú decides la manera. Yo preferiría que lo hicieras por propia voluntad y que me cuentes lo que necesito saber, porque soy todo oídos… tu padre me quitó algo muy importante y quiero recuperarlo. No tengo tiempo para pataletas de niña rica que quiere jugar a ser plebeya, por muy bastarda que sea.
Parecía nerviosa, como si estuviera esperando a alguien, o como si temiera que apareciera alguien, en medio de una situación que se le iba de las manos. La cosa es que no teníamos demasiado tiempo; habríamos agotado 8 de los minutos de los 10 que disponíamos.
—Mánasvin, ese hombre con quien me quiere llevar es un monstruo. La última vez… si me vuelve a poner las manos encima me dijo que me enseñaría cuánto le dolía… no voy a entrar en detalles, pero fue espantoso. No me lo tomé en serio, pero después de ver con mis propios ojos lo que hizo a la madre de otro de sus… bastardos… supe que tenía que tomar una decisión. Así que huí.
—Eso pone en peligro a tu madre.
—No conozco a mi madre, solo sé que era hilandera y que, cuando nací, me arrebató de ella. Lo cierto es que en veinte años no he sabido nada de ella y espero no hacerlo nunca. Probablemente esté muerta, me da igual. A mí no me querría ver ni en pintura después de la primera noche.
No dije nada, pero la muchacha elfa que no era ni muchacha ni elfa vio que comprendía lo que me quería decir.
—Sí… dicen que el rey Siegfried I abolió el derecho de pernada, pero a ver quién tiene valor de quitárselo a los Vulwulf. Mientras no sea un escándalo, no pasa nada. Y siendo mi padre un fiel barón servidor de esa casa, siempre bromeaba al respecto. Decía que era una pena que lo hubiesen abolido, y hablaba de ello despreocupado cuando bebía de más en las cenas en las que yo misma servía el vino, en las partes más apartadas de la corte, siempre a los plebeyos para no avergonzarlo con mi sola presencia. Quería que yo fuera ese Elegido del que hablan las antiguas leyendas de los clanes.
—¿Te refieres a la historia aquella que dice que de la semilla de un señor nacerá el Redentor que nos llevará a la Tierra Prometida de la que supuestamente venimos los seres vivos de Aerandir? Está loco.
Ella asintió.
El término pernada viene de un término vulgar, de darle una patada en sus partes a la mujer, que es lo que significa la palabra; pero los cultos mantienen la denominación que aparece en los documentos, Nox Prima, la primera noche, cuando yacería el hombre y la mujer y nacería el Redentor. Es una leyenda antiquísima, e incluso los dioses de arriba y de abajo ejercieron ese derecho, poblando el mundo de sus siervos, tomando disfraces, que en apariencia los convertían en los maridos de las mujeres a las que pretendían seducir, para tener hijos con ellas. De esta unión nacían semidioses de arriba, cuya fuerza resultaba inigualable, o semidioses de abajo, cuyo intelecto era extraordinario. Las tribus antiguas hacían bacanales con este fin en determinados momentos del año, y luego, los señores se considerarían los continuadores de tal cruzada. Pero la muchacha tenía razón en que se había abolido oficialmente, sin embargo, en la unificación de los clanes, el rey, pese a todo, tiene que ceder en muchas cosas y la mejor manera manera de asegurarse la paz y el apoyo de los siervos es dándoles un poco de manga ancha. Las leyes y las tradiciones de los reinos sometidos están muy arraigados y conviene no interferir con aquellos que darían problemas en caso de pretender derogarlos. A efectos, lo que pasaba es que la máxima autoridad de un lugar seguía gobernando igual, pero tenía a alguien por encima. Las leyes de sucesión y herencia son, en esencia, las que era.
La chica miró al vacío, afligida, y apretó el puño en el pecho.
—Él lo considera un honor, como si el hecho de plantar la semilla dentro de las mujeres de otros debiera agradecérsele eternamente. Todo lo contrario. Pero nadie escucha a las mujeres hablar de esos hombres babosos, escorbúticos, gordos, viejos, pederastas, malolientes… ninguno daría un héroe.
—Y cree que el redentor lo eres tú.
Justo en ese momento, apareció un hombre a caballo, a toda velocidad, que se detuvo tras ella. En un movimiento rápido, agarré una horca de hierro que utilizaban los mozos para cargar la comida del ganado. Se sorprendió mientras me veía dispuesto a empalarlo con el apero. No lo reconocía, pero sus ojos me recordaron a aquellos dos brillos que me observaban desde la tribuna.
—¡No! —gritó ella interponiéndose en medio de los dos—. Si quiere que se lo explique, lo haré, pero aquí no tenemos tiempo… escucha: vamos en dirección a Sandorái, nos vamos de Vulwulfar…
La interrumpieron un grupo de ocho personas, todos ellos hombres bien pertrechados.
—¡Vaya! —dijo uno que parecía el jefe, que es el que siempre habla primero —: Buscábamos a Fjórir y creo que acabamos de encontrar otro premio igual de jugoso: la guapita y su novio, y los que casi nos estropean la apuesta.
—¡Ragnar! —exclamó por lo bajo la muchacha, que me miró, dudando sobre qué hacer; o bien la mataba el tal Ragnar, o bien yo empalaba a su novio con la horca.
Me miró a los ojos. Yo la miré a ella. Me pidió, sin palabras, que los dejase huir, que Dylan y yo sabíamos adónde iban y que podríamos alcanzarlos por el camino.
Yo asentí. Teníamos un acuerdo.
Lo que pasó a continuación sucedió rápidamente al mismo tiempo, porque mientras ella captaba mi decisión, dio un giro de 180º y, de un salto, tomando la mano de su compañero por el antebrazo, subió a lomos del caballo y ambos desaparecieron en la oscuridad de la noche. No reacciones a sus acciones; que ellos lo hagan a las tuyas. Miré a Ragnar por encima de la mano con la que sujetaba la horca, a mi derecha, y como si fuese a lanzarla para el lado opuesto, con un giro de 270º, basculé mi peso hacia adelante y a la derecha, y lo liberé lanzando el apero contra el tipo que acababa de aparecer. De poco le sirvió su coraza de cuero hervido, porque sus cuatro dientes de hierro se le hundieron en el pecho por delante y le salieron por detrás. Cayó muerto al suelo, en vertical.
Ahora quedaban siete, que deberíamos repartirnos el muchacho y yo.
Uno, que llevaba en la cara el tatuaje de una rueda solar negra rodeada de aspas rúnicas, me soltó un puñetazo descargando toda la fuerza de su cuerpo en dirección a la cara; recibí el impacto parcialmente mientras recuperaba el equilibrio. Me dio en el hombro, haciéndome quedar de frente a él, que me echó las manos a la cara con la esperanza de hundirme los ojos; pero los dedos en esa posición son extremadamente vulnerables si cierras los tuyos con fuerza y él falla el agarre lo suficiente. Así que cogí sus meñiques con mi mano por hueco que produce el ángulo libre de la mandíbula, se los levanté hacia atrás desde esa posición y se los rompí. Los huesos de la mano son muy pequeños y muy frágiles. Sentí cómo se astillaban por la vibración que me llegó a través de la piel. Luego le rompí los dos pulgares. Era como cascar la rama seca de un árbol. Me soltó y se quedó dando vueltas mirándose los dedos, que formaban unos ángulos antinaturales.
El tercero del que tenía que dar cuenta era una mole redonda, con tatuajes de espirales por toda la nariz y la frente, calvo, con una barba de varios kilómetros. No parecía tener ningún punto débil a primera vista y se me echó encima, soltando golpes rápidos, cortos, precisos a costados, pecho y cara. Siempre con el mismo patrón, costado, pecho y cara. En una de estas, manteniendo la guardia, separé el codo del costado anticipándome a su golpe e hice impactar su mano contra mi codo. Se la rompí y, por el latigazo de dolor, abrió la boca y los ojos. Cuando un rival no tenga un vulnerabilidades aparentes, ataca a los ojos. Le clavé las puntas de los dedos alrededor de las orejas, haciéndole sangre, y hundí mis pulgares en ellos: la presión de mis uñas le reventó los globos oculares y una papilla rosada se coló por los resquicios de sus cuentas. Me apretó fuertemente por el antebrazo, pero no lo solté. Gritaba.
El último de los que me tocaban a mí me agarró por detrás y me levantó del suelo; pero en esa posición, su centro de gravedad estaba demasiado alto y, aprovechando la inercia de mis piernas, que levanté y luego bajé rápidamente impulsándome para crear un contrapeso, lo hizo volar por encima de mis hombros. Me liberó del agarre y cayó al suelo. Mientras se intentaba levantar, teniendo él una rodilla hincada en el suelo, le di una patada baja circular con mi pierna fuerte, con la tibia, que a esa altura le impactó en el cuello. Se derrumbó sobre su espalda con las manos en el pescuezo. Le había aplastado la laringe y se estaba asfixiando.
—Bueno, creo que es hora de irnos.
En el momento en que Dylan terminase con los suyos, deberíamos irnos cagando leches de aquí.
Confirmé que para Dylan paciencia nombraba un bollo mientras veía volar por los aires al desgraciado que se había parado junto a nuestra mesa, imagino que con la esperanza de levantarse al día siguiente de la cama y no de la silla de ruedas. Desde un punto de vista táctico, diría que no era la manera de proceder más acertada en nuestra situación, pero agradecía, la verdad sea dicha, la imprudencia del muchacho, al contemplar cómo cruzaba el vacío en temprano y veloz vuelo, agitando los brazos como un grajo lleno de vida y júbilo… hasta quedarse corto de ambas tras golpear el suelo. Cuanto más grandes son… El otro tipo, al descubrir que el muchacho tenía tan baja tolerancia a las gilipolleces, captó el mensaje a la primera y se volvió más cabal tras descubrir cuánto deseaba que sus órganos internos siguieran siendo internos. No se movería.
En cuanto a nosotros, era otra historia. Lo último que debíamos hacer ahora mismo era quedarnos ahí. El público, que había sido nuestro salvoconducto para que nadie nos intentase matar a plena vista, se había convertido en un inconveniente mayúsculo que empezaría a buscar a los responables de posiblemente cargarse al tipo. En el peor de los casos, si ese matón fuese ya un cadáver desnucado, no tardarían en alertar a la guardia, y la pena civil por asesinato no es la horca, es la decapitación; pero no llegaríamos a ella si, en medio del barullo, nos encontramos con las mafias de las apuestas, dispuestas a aprovecharlo. Era lo que tenía lanzar a un tipo de un piso a otro. De un rápido vistazo, mientras nos largábamos por la puerta de servicio en el recodo de la pasarela en forma de L, evalué la situación: vi que grupúsculos de gente estaba comenzando a alzar las miradas buscando de dónde se había caído el desgraciado, pero sin haber llegado a ninguna conclusión. Estábamos en la fase en el que el tono de la algarabía de borrachos empezada a mostrar variaciones: disminuía el gozo y aparecía clamor del sobresalto, con algún chillido y algún quejido desubicado. No había que hacerse ilusiones, por muy borrachos que estuvieran, era cuestión de tiempo que la cosa se descontrolara. Pero, bueno, un asunto por vez.
El que el ala del edificio donde nos encontrábamos estuviese bastante a desmano de la nave inferior, donde la gente seguía pendiente de dos luchadores, que bailaban abrazados el uno al otro en un combate no muy emocionante, nos hacía más difíciles de ver y reducía generosamente la cantidad de testigos del suceso. Por lo tanto, el tiempo de reacción, también gracias al alcohol, se ralentizaría de manera importante. Aparte, a los que estaban en el recinto de las peleas de gallos y perros, no les llamaría demasiado la atención una brecha sangrante de carne rosada en la cabeza de nadie. La parte mala venía de la tribuna, porque aunque no nos veían desde su posición, no dudaba de que fueran profesionales y que ya estuvieran al tanto de todo. Como medida de prevención, tendrían las salidas principales vigiladas. Imaginé que no era la primera vez que los corredores de apuestas pasaban por esto. Para ellos sería rutinario apretarle las tuercas a un participante díscolo.
—Yo diría que tenemos 7 minutos —la cuenta atrás empezó desde que el hombre tocó suelo, y habían pasado 3— antes de que la gente empiece a coordinarse y avisar a los corchetes. Nos da tiempo a salir, pero hay que desaparecer. Conozco varios sitios —, le dije a Dylan. Lo hice sin especificarle directamente cuáles, porque supuse que no iba a matar a su amigo y este no era sordo. Tampoco me había pasado los días anteriores reconociendo la zona para soltárselos de primeras a un matón. En estos casos, dejarlo fuera de combate o romperle alguna extremidad y la mandíbula es mejor opción, porque un muerto complica demasiado las cosas en el ámbito civil y no aporta nada.
Anduvimos a paso ligero por el pasillo interior, doblamos la esquina y seguimos escaleras abajo haciendo crujir la madera ennegrecida y brillante por el vapor del aceite. Al final, llegamos a la planta del corral sorteando a los ratones que correteaban entre nuestros pies a la caza de migas de pan con la esperanza de no cruzarse con los gatos que pululaban por ahí. El olor a fritanga y humo, entremezclado con el del serrín y la humedad propia de los días de agua, nos confirmaba que estábamos en las cocinas, todas atestadas de personal. Me abrí paso y Dylan me siguió, guiando a su amigo delante de él, con el brazo retorcido a la espalda; caminaba de puntillas, como con miedo de ensuciarse con la porquería del suelo. Dejamos atrás la zona caliente —la parrilla, las ollas hirviendo y el horno— y fuimos a salir a lo que parecía la zona de descarga de materiales del almacén, que nos llevaría al callejón lateral de la posada a través del arco de acceso a este almacén.
—Tenemos un 50% de posibilidades de que no haya nadie vigilando esta salida —le dije al muchacho.
Pero había alguien.
*
—Voy a ver qué pasa ahí —le dije a Dylan mientras avanzaba medio agachado, porque reparé en que había ruido unos pasos más adelante, cerca del arco de salida por el que queríamos pasar para largarnos de allí definitivamente.
Oí una voz que decía algo con tono grave y urgente. Me asomé desde detrás de una pila de leña destinada a alimentar los fuegos de la cocina, entre sacos de cebollas, nabos polvorientos y tinajas con el corcho puesto. Allí de pie estaba la mujer de raza élfica, preparada con ropas que indicaban que comenzaría un viaje; tenía puestas unas descoloridas botas altas de montar, sayuela y jubón de un tono oscuro, tahalí de cuero y espuelas que emitían destellos apagados por detrás de las manchas de barro. Tenía cruzada al hombro una cartera de cuero e iba a ponerse la sobrerropa —la capa y el sombrero—, pero la interrumpí justo en ese instante, porque me vio aparecer. A pesar de su sorpresa inicial, actuó con bastante naturalidad, sonriendo con lo que reconocí como resignación.
Desde mi perspectiva, algo me llamaba la atención: era alta, extraordinariamente musculosa, de pelo rubio desgreñado, de ojos con el color del cielo en un día despejado; pero eran las proporciones de su cuerpo, ahora que las veía más de cerca, las que me generaban confusión. Todo venía de sus caderas: su pelvis era estrecha y alta, lo que hacía que sus rodillas tuvieran un ángulo amplio de separación, debido a que el ángulo subpúbico menor de su cuerpo comprendía unos cincuenta o sesenta grados y su ala ilíaca era menos abierta de lo que debería, y más vertical. No había reparado en ello durante el combate porque siempre la vi sentada, o bien cubierta con toallas o bien en posición de combate. La excepcional hipertrofia muscular también disimulaba sus rasgos femeninos; la musculatura de las caderas dibujaba formas más angulosas que curvilíneas.
—Sois rápidos —lamentó ella.
Y, entonces, la voz de la mujer de raza élfica, que era grave, pero dulce, me lo descubrió. Ella era el hombre al que me mandaron encontrar.
—Me envía tu padre —le dije, omitiendo la palabra padrastro. A nadie le gusta que lo llamen bastardo.
Su sonrisa resignada cambió a una mueca de desprecio. Y dijo:
—Sabía que mandaría a alguien. Pues vas a tener que decirle a papi que no iré con él.
—No creo que a tu viejo le guste. Parecía preocupado por ti; alguien quiere hacerte daño.
—Él es el único que me quiere hacer daño, señor…
—Mánasvin.
—Señor Mánasvin.
—Mánasvin, asecas. Y el muchacho se llama Dylan Bears.
Ella asintió, a modo de saludo, y luego continuó, entendiendo que al otro no merecía la pena presentarlo.
—Si ha tratado con mi padre, seguro que lo sabe, porque no creo que le haya pagado dinero. Es lo que siempre hace, con todos. Pero, dígame, ¿quién es usted exactamente? —me preguntó.
—Fui guardia militar del ejército de Baslodia. Y no, no tengo tiempo para discutir, así que tendrás que venir conmigo. Tú decides la manera. Yo preferiría que lo hicieras por propia voluntad y que me cuentes lo que necesito saber, porque soy todo oídos… tu padre me quitó algo muy importante y quiero recuperarlo. No tengo tiempo para pataletas de niña rica que quiere jugar a ser plebeya, por muy bastarda que sea.
Parecía nerviosa, como si estuviera esperando a alguien, o como si temiera que apareciera alguien, en medio de una situación que se le iba de las manos. La cosa es que no teníamos demasiado tiempo; habríamos agotado 8 de los minutos de los 10 que disponíamos.
—Mánasvin, ese hombre con quien me quiere llevar es un monstruo. La última vez… si me vuelve a poner las manos encima me dijo que me enseñaría cuánto le dolía… no voy a entrar en detalles, pero fue espantoso. No me lo tomé en serio, pero después de ver con mis propios ojos lo que hizo a la madre de otro de sus… bastardos… supe que tenía que tomar una decisión. Así que huí.
—Eso pone en peligro a tu madre.
—No conozco a mi madre, solo sé que era hilandera y que, cuando nací, me arrebató de ella. Lo cierto es que en veinte años no he sabido nada de ella y espero no hacerlo nunca. Probablemente esté muerta, me da igual. A mí no me querría ver ni en pintura después de la primera noche.
No dije nada, pero la muchacha elfa que no era ni muchacha ni elfa vio que comprendía lo que me quería decir.
—Sí… dicen que el rey Siegfried I abolió el derecho de pernada, pero a ver quién tiene valor de quitárselo a los Vulwulf. Mientras no sea un escándalo, no pasa nada. Y siendo mi padre un fiel barón servidor de esa casa, siempre bromeaba al respecto. Decía que era una pena que lo hubiesen abolido, y hablaba de ello despreocupado cuando bebía de más en las cenas en las que yo misma servía el vino, en las partes más apartadas de la corte, siempre a los plebeyos para no avergonzarlo con mi sola presencia. Quería que yo fuera ese Elegido del que hablan las antiguas leyendas de los clanes.
—¿Te refieres a la historia aquella que dice que de la semilla de un señor nacerá el Redentor que nos llevará a la Tierra Prometida de la que supuestamente venimos los seres vivos de Aerandir? Está loco.
Ella asintió.
El término pernada viene de un término vulgar, de darle una patada en sus partes a la mujer, que es lo que significa la palabra; pero los cultos mantienen la denominación que aparece en los documentos, Nox Prima, la primera noche, cuando yacería el hombre y la mujer y nacería el Redentor. Es una leyenda antiquísima, e incluso los dioses de arriba y de abajo ejercieron ese derecho, poblando el mundo de sus siervos, tomando disfraces, que en apariencia los convertían en los maridos de las mujeres a las que pretendían seducir, para tener hijos con ellas. De esta unión nacían semidioses de arriba, cuya fuerza resultaba inigualable, o semidioses de abajo, cuyo intelecto era extraordinario. Las tribus antiguas hacían bacanales con este fin en determinados momentos del año, y luego, los señores se considerarían los continuadores de tal cruzada. Pero la muchacha tenía razón en que se había abolido oficialmente, sin embargo, en la unificación de los clanes, el rey, pese a todo, tiene que ceder en muchas cosas y la mejor manera manera de asegurarse la paz y el apoyo de los siervos es dándoles un poco de manga ancha. Las leyes y las tradiciones de los reinos sometidos están muy arraigados y conviene no interferir con aquellos que darían problemas en caso de pretender derogarlos. A efectos, lo que pasaba es que la máxima autoridad de un lugar seguía gobernando igual, pero tenía a alguien por encima. Las leyes de sucesión y herencia son, en esencia, las que era.
La chica miró al vacío, afligida, y apretó el puño en el pecho.
—Él lo considera un honor, como si el hecho de plantar la semilla dentro de las mujeres de otros debiera agradecérsele eternamente. Todo lo contrario. Pero nadie escucha a las mujeres hablar de esos hombres babosos, escorbúticos, gordos, viejos, pederastas, malolientes… ninguno daría un héroe.
—Y cree que el redentor lo eres tú.
Justo en ese momento, apareció un hombre a caballo, a toda velocidad, que se detuvo tras ella. En un movimiento rápido, agarré una horca de hierro que utilizaban los mozos para cargar la comida del ganado. Se sorprendió mientras me veía dispuesto a empalarlo con el apero. No lo reconocía, pero sus ojos me recordaron a aquellos dos brillos que me observaban desde la tribuna.
—¡No! —gritó ella interponiéndose en medio de los dos—. Si quiere que se lo explique, lo haré, pero aquí no tenemos tiempo… escucha: vamos en dirección a Sandorái, nos vamos de Vulwulfar…
La interrumpieron un grupo de ocho personas, todos ellos hombres bien pertrechados.
—¡Vaya! —dijo uno que parecía el jefe, que es el que siempre habla primero —: Buscábamos a Fjórir y creo que acabamos de encontrar otro premio igual de jugoso: la guapita y su novio, y los que casi nos estropean la apuesta.
—¡Ragnar! —exclamó por lo bajo la muchacha, que me miró, dudando sobre qué hacer; o bien la mataba el tal Ragnar, o bien yo empalaba a su novio con la horca.
*
Me miró a los ojos. Yo la miré a ella. Me pidió, sin palabras, que los dejase huir, que Dylan y yo sabíamos adónde iban y que podríamos alcanzarlos por el camino.
Yo asentí. Teníamos un acuerdo.
Lo que pasó a continuación sucedió rápidamente al mismo tiempo, porque mientras ella captaba mi decisión, dio un giro de 180º y, de un salto, tomando la mano de su compañero por el antebrazo, subió a lomos del caballo y ambos desaparecieron en la oscuridad de la noche. No reacciones a sus acciones; que ellos lo hagan a las tuyas. Miré a Ragnar por encima de la mano con la que sujetaba la horca, a mi derecha, y como si fuese a lanzarla para el lado opuesto, con un giro de 270º, basculé mi peso hacia adelante y a la derecha, y lo liberé lanzando el apero contra el tipo que acababa de aparecer. De poco le sirvió su coraza de cuero hervido, porque sus cuatro dientes de hierro se le hundieron en el pecho por delante y le salieron por detrás. Cayó muerto al suelo, en vertical.
Ahora quedaban siete, que deberíamos repartirnos el muchacho y yo.
Uno, que llevaba en la cara el tatuaje de una rueda solar negra rodeada de aspas rúnicas, me soltó un puñetazo descargando toda la fuerza de su cuerpo en dirección a la cara; recibí el impacto parcialmente mientras recuperaba el equilibrio. Me dio en el hombro, haciéndome quedar de frente a él, que me echó las manos a la cara con la esperanza de hundirme los ojos; pero los dedos en esa posición son extremadamente vulnerables si cierras los tuyos con fuerza y él falla el agarre lo suficiente. Así que cogí sus meñiques con mi mano por hueco que produce el ángulo libre de la mandíbula, se los levanté hacia atrás desde esa posición y se los rompí. Los huesos de la mano son muy pequeños y muy frágiles. Sentí cómo se astillaban por la vibración que me llegó a través de la piel. Luego le rompí los dos pulgares. Era como cascar la rama seca de un árbol. Me soltó y se quedó dando vueltas mirándose los dedos, que formaban unos ángulos antinaturales.
El tercero del que tenía que dar cuenta era una mole redonda, con tatuajes de espirales por toda la nariz y la frente, calvo, con una barba de varios kilómetros. No parecía tener ningún punto débil a primera vista y se me echó encima, soltando golpes rápidos, cortos, precisos a costados, pecho y cara. Siempre con el mismo patrón, costado, pecho y cara. En una de estas, manteniendo la guardia, separé el codo del costado anticipándome a su golpe e hice impactar su mano contra mi codo. Se la rompí y, por el latigazo de dolor, abrió la boca y los ojos. Cuando un rival no tenga un vulnerabilidades aparentes, ataca a los ojos. Le clavé las puntas de los dedos alrededor de las orejas, haciéndole sangre, y hundí mis pulgares en ellos: la presión de mis uñas le reventó los globos oculares y una papilla rosada se coló por los resquicios de sus cuentas. Me apretó fuertemente por el antebrazo, pero no lo solté. Gritaba.
El último de los que me tocaban a mí me agarró por detrás y me levantó del suelo; pero en esa posición, su centro de gravedad estaba demasiado alto y, aprovechando la inercia de mis piernas, que levanté y luego bajé rápidamente impulsándome para crear un contrapeso, lo hizo volar por encima de mis hombros. Me liberó del agarre y cayó al suelo. Mientras se intentaba levantar, teniendo él una rodilla hincada en el suelo, le di una patada baja circular con mi pierna fuerte, con la tibia, que a esa altura le impactó en el cuello. Se derrumbó sobre su espalda con las manos en el pescuezo. Le había aplastado la laringe y se estaba asfixiando.
—Bueno, creo que es hora de irnos.
En el momento en que Dylan terminase con los suyos, deberíamos irnos cagando leches de aquí.
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Re: Puños Ensangrentados [Privado]
Caminaron hasta un callejón con aquel individuo. Dylan caminaba próximo a él con las garras que habían sustituido sus dedos preparados para un ataque ante la menor intención de huida. Cuándo hizo un movimiento extraño, sujetó su brazo a la espalda, clavándole en la carne una de sus afiladas uñas.
―Sigue por allí.
Fue entonces cuando vieron a alguien en el callejón. La conversación entre lo que parecía una musculosa mujer y Manasvin comenzó, escuchando el licántropo la intención del guerrero de que la mujer le acompañara en contra de su voluntad, algo que a Dylan no le parecía correcto.
La discusión entre ellos continuaba, pues ambos parecían conocerse o tener a alguien en común. Dylan dejó de prestarle atención pues toda la suya se concentraba en el prisionero que habían tomado. Hasta que llegó aquel grupo de personas, que parecían tener tantas ganas de causar problemas como de él de ponerles fin.
El licántropo no dudó en saltar sobre uno de aquellos hombres liberando de su interior toda su ira animal. Incrustó sus afiladas garras en el cuerpo del humano, haciendo unos cortes profundos que desgarraron su carne, brotando sus entrañas al exterior y cubriéndolo de sangre en pocos segundos. [1]
Alzó su cabeza para contemplar con sus ojos dorados al segundo de los hombres al que atacaría, viendo el terror en sus ojos, sintiéndose paralizado. Saltó sobre él con gran facilidad, haciendo que los afilados colmillos de su dentadura mordisquearan la carne de su cuello, separando de su cuerpo gran parte de la misma, mientras que su cuerpo, sobre el suyo, hundía sus garras sobre su pecho.
El tercero comenzó a correr antes de que acabara con el segundo, por lo que el grupo contaría con un superviviente. Dylan pensó en perseguirle durante un segundo, pero correr por toda la ciudad tras aquel hombre, completamente ensangrentado y en forma licántropa, no parecía la opción más sensata.
La verdad era que la situación parecía haberse complicado para él en la ciudad: había descubierto que en el lugar dónde podía luchar había apuestas clandestinas y algunos combates se amañaban; ahora, había terminado con aquel grupo de vándalos y puede que la próxima vez que visitara la ciudad, se encontrara con algún problema.
Afortunadamente, sus problemas terminaban ahí. Era el momento de separarse de su contrincante.
―Quizás deberíamos separarnos, en direcciones opuestas― le dijo, mientras se acercaba a él cubierto de la sangre de aquellos dos tipos, mientras caminaba sorteando los cadáveres que se desplegaban por el suelo― Si vienen a buscarnos, que no nos encuentren juntos. Un placer haberte conocido.
El licántropo se escaqueó por el otro lado del callejón, poniendo rumbo al noreste. Se hospedaba con normalidad en una habitación de una pensión y conocía la discreta entrada trasera al edificio. Era prescindible cambiarse de ropa y retirar cada resto de sangre y vísceras de su cuerpo.
[1] Uso de mi habilidad Zarpazo: [2 usos] Dylan realiza un movimiento feroz incrustando sus garras en su objetivo pudiendo causarle cortes sangrantes, desgarrando sus cuerpos. Primer Uso.
―Sigue por allí.
Fue entonces cuando vieron a alguien en el callejón. La conversación entre lo que parecía una musculosa mujer y Manasvin comenzó, escuchando el licántropo la intención del guerrero de que la mujer le acompañara en contra de su voluntad, algo que a Dylan no le parecía correcto.
La discusión entre ellos continuaba, pues ambos parecían conocerse o tener a alguien en común. Dylan dejó de prestarle atención pues toda la suya se concentraba en el prisionero que habían tomado. Hasta que llegó aquel grupo de personas, que parecían tener tantas ganas de causar problemas como de él de ponerles fin.
El licántropo no dudó en saltar sobre uno de aquellos hombres liberando de su interior toda su ira animal. Incrustó sus afiladas garras en el cuerpo del humano, haciendo unos cortes profundos que desgarraron su carne, brotando sus entrañas al exterior y cubriéndolo de sangre en pocos segundos. [1]
Alzó su cabeza para contemplar con sus ojos dorados al segundo de los hombres al que atacaría, viendo el terror en sus ojos, sintiéndose paralizado. Saltó sobre él con gran facilidad, haciendo que los afilados colmillos de su dentadura mordisquearan la carne de su cuello, separando de su cuerpo gran parte de la misma, mientras que su cuerpo, sobre el suyo, hundía sus garras sobre su pecho.
El tercero comenzó a correr antes de que acabara con el segundo, por lo que el grupo contaría con un superviviente. Dylan pensó en perseguirle durante un segundo, pero correr por toda la ciudad tras aquel hombre, completamente ensangrentado y en forma licántropa, no parecía la opción más sensata.
La verdad era que la situación parecía haberse complicado para él en la ciudad: había descubierto que en el lugar dónde podía luchar había apuestas clandestinas y algunos combates se amañaban; ahora, había terminado con aquel grupo de vándalos y puede que la próxima vez que visitara la ciudad, se encontrara con algún problema.
Afortunadamente, sus problemas terminaban ahí. Era el momento de separarse de su contrincante.
―Quizás deberíamos separarnos, en direcciones opuestas― le dijo, mientras se acercaba a él cubierto de la sangre de aquellos dos tipos, mientras caminaba sorteando los cadáveres que se desplegaban por el suelo― Si vienen a buscarnos, que no nos encuentren juntos. Un placer haberte conocido.
El licántropo se escaqueó por el otro lado del callejón, poniendo rumbo al noreste. Se hospedaba con normalidad en una habitación de una pensión y conocía la discreta entrada trasera al edificio. Era prescindible cambiarse de ropa y retirar cada resto de sangre y vísceras de su cuerpo.
____________________________________________
[1] Uso de mi habilidad Zarpazo: [2 usos] Dylan realiza un movimiento feroz incrustando sus garras en su objetivo pudiendo causarle cortes sangrantes, desgarrando sus cuerpos. Primer Uso.
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