Desde el infierno [privado][cerrado]
Página 1 de 1. • Comparte
Desde el infierno [privado][cerrado]
La luz anaranjada del amanecer entró por los resquicios del techo, cuando un nuevo cubo de agua fría fue lanzado hacia ella. La humana apenas lo sintió, y el objetivo de espabilarla surtió escaso efecto. Tenía el cuerpo entumecido por la posición. Llevaba unos días atada en la parte trasera de aquel establo, en la misma postura. Sus músculos agarrotados y sus articulaciones lastimadas habían dejado de doler de alguna manera, debido a la inmovilidad.
A la inmovilidad y al frío.
Su piel, desnuda, constataba de forma visible las evidencias de sus últimos días. Las bajas temperaturas de aquel lugar mordían profundamente su piel, anestesiándola de las sensaciones que sus nervios, aletargados le podían transmitir. Únicamente despertaba de aquel sueño cuando otras pieles rozaban la suya. Era entonces, cuando el calor ajeno la estimulaba lo suficiente para revivir en ella el dolor. Las heridas que había ido acumulando en aquel tiempo que discurría en un mundo de bruma para ella.
Cuando escuchaba sus jadeos, cuando lo que la humedecía era el sudor de cuerpos ajenos, su mente despertaba lo suficiente como para resurgir. Ellos malinterpretarían sus gemidos. Lo atribuirían a lo que hacían con ella, cuando la verdad era que, Iori sufría, reviviendo en su mente lo que había experimentado en aquel infame templo.
La tortura y la muerte de Ayla.
Entonces apretaba las manos en puños, haciendo que la aspereza de la burda soga se clavase en su piel. Con los brazos suspendidos sobre su cabeza, su conciencia volaba lejos de aquel lugar para aterrizar de bruces en aquel campo nevado del sur de Verisar.
Volvía a ver, desde los ojos de Ayla cómo aquella condenada elfa se acercaba. La voz de Eithelen, retenido a unos metros profiriendo unos aullidos ensordecedores. - Primero el tacto - Y el brillo de la hoja alzándose en el aire. Descendía con rapidez, y de un golpe certero seccionaba la mano de la humana, haciendo que la extremidad cayese al suelo.
La sangre brotaba y aunque Ayla gritó, el rugido de Eithelen se escuchó por encima de cualquier otra cosa.
El dolor.
La agonía de la amputación se vio incrementada por la burla presente en los ojos de aquella elfa. En la mirada vengativa del humano que se mantenía en segundo plano. Y sobre todo, por la certeza de que aquello solo acababa de comenzar.
La Iori atada en aquel establo gimoteó, y las figuras que se habían cernido sobre ella se rieron. Interpretaron aquello como una respuesta a sus movimientos, y la motivación que obtuvieron ante la idea de hacerla reaccionar hizo que se esmerasen más en las atenciones que le daban. Atenciones que le calentaron la piel y le abrieron las heridas. La delgadez que había adquirido, tras un tiempo sin comer remarcaba ahora las sombras de la piel perfilando los huesos. Demacrada como estaba, sucia y usada, seguía sirviendo al propósito insano por el cual la habían arrastrado hasta allí.
- Y tú qué miras ¿eh? - la voz ruda de uno de los hombres que estaban esperando su turno se dirigió de forma aviesa hacia la hija del posadero. -N..a...nada...! - Una joven elfa a la que le habían ordenado llevar alcohol de nuevo a los clientes que estaban en aquel lugar. Lo consumían ellos, y se lo hacían consumir a ella. Era lo único que había ingerido en aquel tiempo, y caer en el sueño debido a la embriaguez resultante era el único momento de descanso real que Iori conseguía.
Únicamente borracha era capaz de huir de los sueños superficiales, en los que volvía a enganchar con los recuerdos posteriores a que aquella primera mano cercenada cayese al suelo.
Porque no tardó en unirse a ella la segunda.
Solo que, en esa ocasión, no fue una afilada hoja élfica la que la separó de su cuerpo. Hans, dando un paso adelante, extrajo de su cinturón un fino cuchillo con hoja de sierra. Uno de tantos que usaba en su trabajo como carpintero. Uno especialmente desgastado, y con la superficie mellada. Y con el que, sin embargo, se afanó en la tarea de separar la fina mano de Ayla de su antebrazo.
Los alaridos de la joven fueron terribles en aquellos minutos.
Como así se escucharon los gritos de Iori a espaldas de la joven elfa, mientras esta se alejaba a paso rápido del establo, dejando a la humana cautiva y al grupo de clientes de la posada. Caminó a paso rápido hasta el edificio principal. Una bien ubicada posada, cerca del límite del bosque de Sandorai frecuentada por usuarios de diferentes orígenes. Aunque lo habitual eran elfos, no era raro que grupos de mercaderes humanos, dragones de rutas comerciales y hombres bestia pasasen por allí.
Entró en tromba, haciendo que la puerta golpease contra la pared con rudeza, antes de deslizarse detrás del mostrador. Su cara mostraba una angustia latente y prácticamente lanzó la bandeja sobre la superficie de la lisa madera antes de agarrar la mano de otro elfo más mayor. - ¡Padre! ¡Por favor! Cada día que pasa su aspecto es peor. Si no hacemos algo seguirán hasta acabar con ella - tironeó de la ropa de la manga de su interlocutor, mientras los ojos claros de este se endurecían a su petición.
- Insensata, no sabes lo que dices. Entre ellos hay guerreros, ¿Quieres buscarnos problemas? Esa humana no tiene nada que ver con nosotros. Están pagando por las consumiciones y por el alquiler del espacio, que es exactamente lo que proveemos nosotros. Céntrate en el trabajo y no metas las narices en lo que no es cosa tuya - con un movimiento descendente, tiró del brazo para soltar el agarre de la menor sobre él, pero con ello consiguió el efecto contrario. - ¡Pero padre! - repitió la muchacha aferrándose ahora a ambos brazos del elfo adulto, comenzando un forcejeo brusco entre los dos.
A espaldas de ambos, en las cocinas, se comenzaba a hacer presente el dulce aroma de la carne a la plancha y el pan recién horneado del desayuno. Una imagen que, junto con la luz del nuevo día, distorsionaba y escondía la cruel realidad en la que estaba inmersa Iori, unos metros más allá en el edificio contiguo. Un horror físico que quedaba en nada, comparado con el infierno que habitaba en aquel momento dentro de su piel.
El infierno de recordar cómo, tras amputar las dos manos de la dulce Ayla en aquel claro nevado, la habían obligado a ponerse de rodillas. Eithelen parecía haber perdido la cordura, revolviéndose y aullando, aún retenido por varios elfos a un lado de la escena. Iori lo vio. Iori lo sintio como si fuese en su propia carne. La forma en la que la mano de aquella elfa se clavaba en sus mejillas hasta aplastar la carne contra sus dientes. Notó el sabor de la sangre en la boca, pero no fue capaz de moverse ni un poco debido al dolor. - Y ahora, deja que vea tu lengua - ronroneó aquella elfa, clavando aquellos ojos verdes en ella mientras aproximaba de nuevo la hoja del cuchillo.
Unos ojos verdes que tenían exactamente el mismo color que los de Tarek.
Maldición bestia interna. Parte del líquido del Frasco del No-Nato penetró en tu torrente sanguíneo a través de los cristales rotos en el momento de su destrucción. No te transformarás en bestia, pero durante los próximos dos temas de rol, te sentirás particularmente irritable allá donde haya gente cerca. Cualquier pequeño obstáculo, frustración, disputa… irá sumando a tu nivel de estrés, hasta hacerte perder la razón. Llegados a este punto (no más tarde de la sexta ronda), entrarás en un frenesí violento en el que no distinguirás amigo de enemigo, atacando por igual a cualquiera que se te acerque. El estado durará dos turnos, o hasta que alguien te noquee, lo que ocurra primero. Pasados dos temas de rol, la maldición se diluirá por sí misma.
A la inmovilidad y al frío.
Su piel, desnuda, constataba de forma visible las evidencias de sus últimos días. Las bajas temperaturas de aquel lugar mordían profundamente su piel, anestesiándola de las sensaciones que sus nervios, aletargados le podían transmitir. Únicamente despertaba de aquel sueño cuando otras pieles rozaban la suya. Era entonces, cuando el calor ajeno la estimulaba lo suficiente para revivir en ella el dolor. Las heridas que había ido acumulando en aquel tiempo que discurría en un mundo de bruma para ella.
Cuando escuchaba sus jadeos, cuando lo que la humedecía era el sudor de cuerpos ajenos, su mente despertaba lo suficiente como para resurgir. Ellos malinterpretarían sus gemidos. Lo atribuirían a lo que hacían con ella, cuando la verdad era que, Iori sufría, reviviendo en su mente lo que había experimentado en aquel infame templo.
La tortura y la muerte de Ayla.
Entonces apretaba las manos en puños, haciendo que la aspereza de la burda soga se clavase en su piel. Con los brazos suspendidos sobre su cabeza, su conciencia volaba lejos de aquel lugar para aterrizar de bruces en aquel campo nevado del sur de Verisar.
Volvía a ver, desde los ojos de Ayla cómo aquella condenada elfa se acercaba. La voz de Eithelen, retenido a unos metros profiriendo unos aullidos ensordecedores. - Primero el tacto - Y el brillo de la hoja alzándose en el aire. Descendía con rapidez, y de un golpe certero seccionaba la mano de la humana, haciendo que la extremidad cayese al suelo.
La sangre brotaba y aunque Ayla gritó, el rugido de Eithelen se escuchó por encima de cualquier otra cosa.
El dolor.
La agonía de la amputación se vio incrementada por la burla presente en los ojos de aquella elfa. En la mirada vengativa del humano que se mantenía en segundo plano. Y sobre todo, por la certeza de que aquello solo acababa de comenzar.
La Iori atada en aquel establo gimoteó, y las figuras que se habían cernido sobre ella se rieron. Interpretaron aquello como una respuesta a sus movimientos, y la motivación que obtuvieron ante la idea de hacerla reaccionar hizo que se esmerasen más en las atenciones que le daban. Atenciones que le calentaron la piel y le abrieron las heridas. La delgadez que había adquirido, tras un tiempo sin comer remarcaba ahora las sombras de la piel perfilando los huesos. Demacrada como estaba, sucia y usada, seguía sirviendo al propósito insano por el cual la habían arrastrado hasta allí.
- Y tú qué miras ¿eh? - la voz ruda de uno de los hombres que estaban esperando su turno se dirigió de forma aviesa hacia la hija del posadero. -N..a...nada...! - Una joven elfa a la que le habían ordenado llevar alcohol de nuevo a los clientes que estaban en aquel lugar. Lo consumían ellos, y se lo hacían consumir a ella. Era lo único que había ingerido en aquel tiempo, y caer en el sueño debido a la embriaguez resultante era el único momento de descanso real que Iori conseguía.
Únicamente borracha era capaz de huir de los sueños superficiales, en los que volvía a enganchar con los recuerdos posteriores a que aquella primera mano cercenada cayese al suelo.
Porque no tardó en unirse a ella la segunda.
Solo que, en esa ocasión, no fue una afilada hoja élfica la que la separó de su cuerpo. Hans, dando un paso adelante, extrajo de su cinturón un fino cuchillo con hoja de sierra. Uno de tantos que usaba en su trabajo como carpintero. Uno especialmente desgastado, y con la superficie mellada. Y con el que, sin embargo, se afanó en la tarea de separar la fina mano de Ayla de su antebrazo.
Los alaridos de la joven fueron terribles en aquellos minutos.
Como así se escucharon los gritos de Iori a espaldas de la joven elfa, mientras esta se alejaba a paso rápido del establo, dejando a la humana cautiva y al grupo de clientes de la posada. Caminó a paso rápido hasta el edificio principal. Una bien ubicada posada, cerca del límite del bosque de Sandorai frecuentada por usuarios de diferentes orígenes. Aunque lo habitual eran elfos, no era raro que grupos de mercaderes humanos, dragones de rutas comerciales y hombres bestia pasasen por allí.
Entró en tromba, haciendo que la puerta golpease contra la pared con rudeza, antes de deslizarse detrás del mostrador. Su cara mostraba una angustia latente y prácticamente lanzó la bandeja sobre la superficie de la lisa madera antes de agarrar la mano de otro elfo más mayor. - ¡Padre! ¡Por favor! Cada día que pasa su aspecto es peor. Si no hacemos algo seguirán hasta acabar con ella - tironeó de la ropa de la manga de su interlocutor, mientras los ojos claros de este se endurecían a su petición.
- Insensata, no sabes lo que dices. Entre ellos hay guerreros, ¿Quieres buscarnos problemas? Esa humana no tiene nada que ver con nosotros. Están pagando por las consumiciones y por el alquiler del espacio, que es exactamente lo que proveemos nosotros. Céntrate en el trabajo y no metas las narices en lo que no es cosa tuya - con un movimiento descendente, tiró del brazo para soltar el agarre de la menor sobre él, pero con ello consiguió el efecto contrario. - ¡Pero padre! - repitió la muchacha aferrándose ahora a ambos brazos del elfo adulto, comenzando un forcejeo brusco entre los dos.
A espaldas de ambos, en las cocinas, se comenzaba a hacer presente el dulce aroma de la carne a la plancha y el pan recién horneado del desayuno. Una imagen que, junto con la luz del nuevo día, distorsionaba y escondía la cruel realidad en la que estaba inmersa Iori, unos metros más allá en el edificio contiguo. Un horror físico que quedaba en nada, comparado con el infierno que habitaba en aquel momento dentro de su piel.
El infierno de recordar cómo, tras amputar las dos manos de la dulce Ayla en aquel claro nevado, la habían obligado a ponerse de rodillas. Eithelen parecía haber perdido la cordura, revolviéndose y aullando, aún retenido por varios elfos a un lado de la escena. Iori lo vio. Iori lo sintio como si fuese en su propia carne. La forma en la que la mano de aquella elfa se clavaba en sus mejillas hasta aplastar la carne contra sus dientes. Notó el sabor de la sangre en la boca, pero no fue capaz de moverse ni un poco debido al dolor. - Y ahora, deja que vea tu lengua - ronroneó aquella elfa, clavando aquellos ojos verdes en ella mientras aproximaba de nuevo la hoja del cuchillo.
Unos ojos verdes que tenían exactamente el mismo color que los de Tarek.
Maldición bestia interna. Parte del líquido del Frasco del No-Nato penetró en tu torrente sanguíneo a través de los cristales rotos en el momento de su destrucción. No te transformarás en bestia, pero durante los próximos dos temas de rol, te sentirás particularmente irritable allá donde haya gente cerca. Cualquier pequeño obstáculo, frustración, disputa… irá sumando a tu nivel de estrés, hasta hacerte perder la razón. Llegados a este punto (no más tarde de la sexta ronda), entrarás en un frenesí violento en el que no distinguirás amigo de enemigo, atacando por igual a cualquiera que se te acerque. El estado durará dos turnos, o hasta que alguien te noquee, lo que ocurra primero. Pasados dos temas de rol, la maldición se diluirá por sí misma.
Última edición por Iori Li el Dom Feb 05 2023, 20:15, editado 1 vez
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Regresar había sido una obligación. Todo su ser lo impelía a retrasar el momento el mayor tiempo posible. Mas no había sido posible.
La victoria de Nytt Hus, sumada a todas las muertes que en ese rincón de la tierra élfica tuvieron lugar, derritió los picos helados que mantenían cautiva su culpa por el final de Nilian. Como ríos de montaña, la arrastraron hasta que los pasos del espadachín se encaminaron, una vez más, hasta el hermoso paisaje de Folnaien.
Nunca sería capaz de olvidar los rostros de parientes y amigos al narrar las aventuras en cuyo transcurso ambos contribuyeron a erradicar aquel nido de vampiros al mando de la terrible Ulna. Arremolinados al fuego de una apreciable hoguera, una brisa cálida pareció desear arrullar el relato de un Nousis Indirel consumido por una culpa que inevitablemente se iba reflejando en cada sílaba que sus finos labios pronunciaban. La escena de la muerte de su amiga arrancó entre la concurrencia leves gritos de horror y pesar, y él mismo apartó la mirada de todos los ojos que sobre él se habían posado, reviviendo ese momento con los ojos grises cargados de tristeza. Se detuvo, y la noche pareció contener el aliento, retomando el relato con el transcurso de unos minutos intensos como años. No se detuvo en sus propias hazañas, o acaso en golpe alguno. Una separación de ese engendro de la noche envuelta en promesas de acero y un futuro donde se hallaban las pinceladas de un combate que sin duda terminaría con uno de ellos acompañando a Nilian en el más allá.
La madera chisporroteó al acabar, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, sintiendo la necesidad de alejarse de todo y de todos. Varios de los parientes de su amiga posaron la mano en su hombro según retornaban a sus viviendas, y Nousis permaneció sentado, inclinando la cabeza hasta que apenas quedaron media docena de elfos, ninguno de los cuales se había levantado de su lugar en el círculo que habían compuesto los aldeanos alrededor de la hoguera. Alzó entonces los ojos, y encontró aquello que había temido con cada paso que le había acercado a su tierra natal.
Odio.
Sólo una de entre ellos dio unos pasos hacia ubicarse a escasa distancia de su objetivo. El mayor de ambos la reconoció sin dificultad. Se trataba de Ithladin, antigua amante de su amiga. A pesar de que décadas habían sepultado lo vivido entre ambas, su mirada azul buscaba sin duda destruir al espadachín. El resto, familiares y aprendices de Nilian, fueron desapareciendo en la oscuridad, dedicándole la fugaz posibilidad de contemplar que no todo Folnaien lo consideraba inocente en la pérdida de la arquera.
-Siempre te has creído especial, y ella te defendió hasta su último día. La llevaste contigo a una de tus malditas locuras, y la hemos perdido. Para siempre- cada palabra estaba impregnada de un veneno atroz- Ahora volverás a recorrer el continente con la compañía de tus estúpidas fantasías de un pasado muerto. Pero Anar e Isil saben la verdad- entrecerró los ojos, antes de despedirse- y tarde o temprano tu vida servirá de pago para quien de verdad sirvió a Folnaien.
Nou la observó sin emitir defensa alguna. ¿Cómo podría reprocharles aquellos sentimientos cuando él mismo se sentía de un modo similar? Suspiró, notando los ojos húmedos, y sonrió con desgana. Sus padres lo entenderían, necesitaba alejarse de allí durante unos días, y encauzar una mente que se encontraba demasiado expuesta a los vaivenes de sus propios pensamientos.
Aquel era su retiro. El corazón para sí de un Sandorai que a pesar de lo expresado por Ithladin, ansiaba proteger con todo cuanto tuviera a su alcance. Todo allí susurraba quietud, siglos de paz donde sólo el crecimiento de la vegetación y los sucesivos ciclos animales mutaban de manera leve la belleza manifestada.
Había tomado por suya esos días una de las antiguas estructuras de cimientos y muros circulares de piedra, cuyo tejado de paja y ramaje cónico permitía elevar la techumbre a fin de dejar escapar el humo del fuego utilizado para cocinar. La soledad resultaba estimulante para alguien en cuya mente pugnaban su propia altanería con el aborrecimiento a sí mismo.
Se lavó las manos en el río, tras pescar y limpiar los peces para el almuerzo de esa jornada. Decidiéndose por unas hierbas con las que acompañarlos, lo dejó momentáneamente en la choza, donde sólo un camastro, sus protecciones y una mínima cubertería de madera pulida les harían compañía hasta que él volviese en menos de una hora.
O de ello estaba convencido. Hasta que le vio. ¿Cómo demonios…? Imposible.
Ese fue su último pensamiento hasta que se vio obligado a aceptar la realidad que se presentaba ante él, paso a paso, aproximándose más y más. Incapaz de entender aquello, también se dirigió hacia el recién llegado. Aquel del que se había separado justo antes del comienzo de la auténtica batalla contra los licántropos de Marlowe.
Su primer impaciente pensamiento estuvo plasmado en satisfacción al ver que ni los Sondve ni los OjosVerdes parecían haber tomado represalias con el joven elfo. Lo había visto ceñudo, irritado, molesto, preocupado, pero jamás como se mostró ante él apenas se encontraron a la distancia de unos pies. Asombrado, la mirada de Nou se abrió a causa de una incomprensión manifiesta, aderezada por estupor. Tarek, como si hubiera sufrido una repentina y profunda herida, prorrumpió en silenciosas lágrimas, antes de caer de rodillas. El espadachín sintió como la sangre se le retiraba del semblante
-Tienes que ayudarla- fueron sus primeras palabras. La sensación de alarma creció en su oyente. -¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado? – y agachándose, se colocó a la misma altura que su compañera de aventuras. -¿¡Tarek?! ¿Qué ha pasado?- repitió con urgencia- ¿Por qué estás aquí?
-Tienes que ayudarla, por favor. Tienes que hacerlo -dijo una y otra vez. Nou comenzó a comprender rápidamente y algo helado se instaló en su corazón.
-Cálmate- le ordenó, tanto como a sí mismo- ¿Desde dónde has venido? Cuéntame qué ha ocurrido- la hórrida sospecha revoloteaba como insectos de la podredumbre. Solo existían dos personas sobre las que él lo informaría, a causa de sus pasados vínculos. Y el temor comenzó a hacer mella en el elfo.
Tarek lo miró a los ojos antes de responder- Del sur, muy al sur... -susurró- Por favor, Nousis, es lo único que queda de él. -la expresión de su rostro cambió- ¿Qué he hecho? Por el amor de Isil, ¿qué he hecho? -se dijo tapándose la cara con las manos. Sin embargo, el elfo de cabello oscuro necesitaba datos, piezas, detalle. Ver así al joven Inglorien resultaba perturbador.
-Tranquilízate- solicitó. Sí, el desconsuelo que exhibía se aferraba hondamente en el Indírel, mas aunando la frialdad que obligaba el hecho de comprender lo ocurrido consiguió apartar la compasión- Necesito que me cuentes qué demonios ha pasado. ¿Quién está en peligro? Tu rostro sin duda está relacionado con ello. ¿Te golpearon los nuestros?
Creyó dar un paso en la dirección correcta, cuando Tarek volvió a descubrir la cara, separando las manos. Incluso su tono varió, hacia uno más sosegado- No -respondió- fue ella -Y Nou observó cómo se llevaba, quizá inconscientemente, los dedos al labio herido- Fuimos al templo, el de la Playa de los Ancestros -de pronto, el menor de ambos lo agarró por los hombros, tomándolo por sorpresa ante tal arrebato- Por favor, debes ir a buscarla. A ti te escuchará, tiene que hacerlo... Si la matan, no quedará nada de Eithelen.
La ira se sumó a tantas emociones como Nou estaba sintiendo en esos instantes. ¿Qué había ocurrido? ¿En qué se habían metido esos dos…? Se detestaban a un nivel casi absurdo, y aún así, habían acudido juntos a un viaje del que sólo Tarek había vuelto. Sólo, para pedirle ayuda.
- ¿Ella...?- repitió, como si el hecho de pronunciar esa palabra pudiese volverla irreal. Sus ojos grises perdieron todo resquicio de asombro y se tornaron peligrosos- Qué habéis hecho Tarek.
- Queríamos respuestas -explicó, soltándole los hombros nada más comenzar a hablar una vez más- Los dos. Sabía que había un precio... pero no que ella fuese a entregar algo así. Lo que vimos... lo que les hicieron -el elfo de cabello níveo se estremeció ante el recuerdo- Los mataron Nousis, a los dos. Lo sentimos como si nos lo hubiesen hecho a nosotros. Fueron los Ojosverdes.
La realidad lo golpeó como la piedra de una honda.
-De modo que al final... ¿aceptásteis las palabras de aquellos espíritus? - acertó a decir en voz baja, antes de contemplar de nuevo a su compañero de aventuras- Tarek, mírame- pidió, colocando una mano en su brazo- Necesito conocer lo que ha pasado.
Ante los ojos del espadachín, el hijo adoptivo de Eithelen apartó la mirada, sacudiendo la cabeza.
- No sabría por donde empezar. Le quitaron algo y lo que vimos... la volvió loca. Huyo del templo hacia el norte, no pude detenerla. Por eso necesito que vayas a buscarla. A ti te escuchará, siempre te escucha, quizás puedas detenerla y ayudarla.
Nou sintió una desapasionada gana de reír de frustración. A su mente llegaron todas las ocasiones en las que ella terca criatura había desoído o malinterpretado sus palabras. Dudaba en gran medida que la confianza de Tarek tuviese motivo de ser.
Levantándose, pasó una mano por el cabello, pensando de manera atropellada, buscando colocar cada pieza en su lugar. De reojo, contempló nuevamente al elfo más joven. A fin de serenarse, dio unos pasos a uno y otro lado- Buscábais respuestas- apuntó - en algún lugar que tu antiguo clan domina. Una mestiza, que asemeja humana a todas luces, a una región OjosVerdes- ¿Cómo podían haber sido tan sumamente ESTÚPIDOS?- Iori...- exhaló irritado y preocupado- maldita sea... – maldijo por su desastrosa falta de opciones- ¿Cuanto hace que os habéis separado? ¿Y a qué te refieres con quitarle algo?
- Dos días... – contestó- me dejó inconsciente. Cuando desperté a las pocas horas intenté seguir su rastro, pero acabó diluyéndose -su tono tan sólo evidenciaba derrota, abatimiento, y Nou sintió que la conmiseración trepaba por su interior- Estoy seguro de que abandonó los territorios de los Ojosverdes, su estela se perdía más allá. Podría haberse dirigido a la orilla del Tymer. No lo sé -finalizó, pasando las manos por el rostro antes de levantarse. Por un momento, el elfo de cabello oscuro creyó que Tarek había decidido alejarse tal y como había vuelto, al darle la espalda. Pero éste, sin buscar sus ojos grises, se volvió- Dijeron que el conocimiento tenía un precio y que debíamos pagarlo con algo que lamentaríamos perder.... Teníamos que habernos ido entonces, pero... no podía seguir sin saberlo - - Como fui tan estúpido... -el semblante del Indírel apreció la clara desesperación del Inglorien- No sé lo que entregó ella, solo que al despertarse era como si... le faltase algo. Quizás fuese por la tortura... No lo sé.
-Dioses...- soltó Nou juntando un instante ambas manos y colocando los dedos tocando la frente, antes de separarlas. No tenía tiempo de interrogarle más a fondo, y detestaba la sensación de comenzar aquella locura sin plan ni todo el conocimiento preciso, mas no había otro remedio- ¿Tú estás bien?- cuestionó, al margen de los golpes más evidentes. Para sí, se preguntó por qué ninguno de ellos, ni él, ni Tarek, ni Iori, podían dejar de atraer los problemas que barrían Aerandir como nubarrones. Sólo esperaba que Aylizz al menos se encontrase lo mejor posible de entre sus compañeros. - ¿Qué harás ahora?
Sí, hubiera deseado esperar, asegurarse que ese muchacho estaba en condiciones de afrontar los días posteriores, a pesar de los desencuentros que habían tenido en el pasado. Se había arriesgado por él, y no pensaba defraudarle. Aunque ello implicase no poder ofrecerle más que ponerse en camino.
Éste negó lentamente- Da igual. Encuéntrala, por favor. Si le pasa algo por mi culpa... -no terminó la frase, y Nousis se preguntó asombrado qué habría ocurrido para que llegase a preocuparse de aquella manera de Iori. La mirada del recién llegado viró al sur- Debo cumplir una promesa -expresó, tocando el extrañamente difuminado tatuaje que siempre había portado consigo. Un misterio más que carecía de tiempo para descifrar- Es hora de poner fin a esto . y volviendo la vista al espadachín, inquirió- ¿Lo harás? ¿La ayudarás?
- Nunca esperé escucharte pedir que alguien la salvara- suspiró, dado vida a parte de sus pensamientos- ¿Cómo voy a negarme, tras todo lo que hemos vivido? -sus días de retiro habían terminado, y se preguntó sombrío si la maldición de Ithladin no estaría por cumplirse- Iré a por la panoplia y la bolsa de viaje, debo darme prisa. Nos veremos pronto- prometió, sin perder detalle de los rasgos faciales de Tarek- volveré con ella. De modo que cuídate. ¿De acuerdo?
Asintió, sin una palabra más, y raudo, Nou corrió hacia la choza, colocándose la armadura y la capa, tirando los peces fuera. Algún animal sin duda daría buena cuenta de ellos, se dijo portando la bolsa de viaje. Examinó cuando tenía dentro, y aunque hubiese deseado prepararse mejor, no había tiempo. Paseó la vista en derredor, constatando que Tarek se había ido.
Sólo podía confiar en que su camino no se tornase aún más peligroso. ¿Por qué no le acompañaba, si la culpabilidad por la humana era tal? Cuestionó uno de sus pensamientos justo antes de dar el primer paso hacia el norte. ¿Y por qué había tomado rumbo sur?
¿Y él mismo? ¿Había aceptado de inmediato, volviendo a dejar a los suyos, por el cargo de conciencia a causa de Nilian, o sólo por proteger a una de las pocas personas que estuvieron a su lado en situaciones en las que casi nadie había permanecido allí?
Eran demasiadas preguntas sin respuesta, y odiaba la sensación de desconocimiento.
“Le quitaron algo… y la volvió loca” Habían sido las palabras que había utilizado. Los OjosVerdes eran implacables, lo sabía, contra todo lo que difería de la raza élfica. El cuerpo sin vida de la humana se le apareció en unas tétricas conjeturas, y sacudió la cabeza, sin perder el ritmo que se había propuesto.
Dos días. Eso había dicho.
La enormidad de la tarea produjo en él un agrio sentimiento de frustración. ¡¿Cómo se las iba a arreglar para encontrar a esa criatura en la vasta extensión de Sandorai?! Apretó los dientes, irritado e inquieto, sin dejar de caminar. Sólo tenía los escasos datos que Tarek le había indicado. Tenían por fuerza que ser suficientes.
Mentalmente, ubicó la Playa de los Ancestros, ocupando buena parte de la costa meridional del país, antes de yuxtaponer a ésta el territorio perteneciente a los OjosVerdes. El recuerdo del ataque del clan a los Sondve, a pesar de la ayuda enviada por el Consejo de Árbol Madre le llegó como un relámpago, y lúgubremente cayó en la cuenta que esos dos habían elegido probablemente el peor momento en el último siglo para adentrarse en los dominios de los elfos más conservadores de la foresta.
Al norte, tal era la última pista de la que disponía. Nou se pasó una mano por el cabello, de su nacimiento en la frente hasta la nuca. Tenía que encontrarla, se dijo. Al igual que esos dos de su propia raza fuera de su clan a quienes en su fuero interno ya consideraba amigos, ella, aún con todos los desencuentros, peleas, problemas y peligros que enfrentaron junto y entre sí, también guardaba ya un lugar en él. Una mestiza terca, irritante, impulsiva y pasional. Sacudió la cabeza. Aún le resultaba inconcebible.
Sin embargo, valoró sobre sí, al tiempo que consumía legua tras legua del camino a espaldas del gran mar, sus principios, su forma de pensar, no había cambiado. Lo que quería, lo que podía desear, no se encontraba por encima de lo que Ithladin había mentado como locuras. ¿Qué diferenciaba sus pensamientos sobre la hija de Eithelen de los que había discurrido sobre el resto de amantes de su vida? ¿Acaso tomaban un camino distinto en algún momento? Parecía que su propia mente deseaba reafirmar una respuesta clara a su intención de rescatarla. Sin embargo, el espadachín se negaba a abrir puertas a ciertas respuestas. No todas contenían alguna.
Consumió esa jornada llevando su resistencia al límite. Sólo tenía algo de su lado, la rareza de forasteros de otras especies en esa profundidad del territorio élfico, y aferrado a esa pequeña ventaja, durmió pocas y cortas horas, antes de volver una vez más a la caza de la muchacha.
Cruzó las tierras de dos pequeños clanes, preguntando a elfos de todo género, edad y profesión, logrando nada más que deseos de buena suerte y miradas extrañadas, sorprendidas o incluso hostiles. Únicamente unos cazadores con los que tropezó le indicaron que estaban seguros de haber visto a una pareja de humanos que atravesaban la comarca rumbo este, junto a una carreta. Les agradeció la información, a pesar de que en absoluto le servía de nada, y sentándose en una piedra, permitiéndose un instante de asueto, enterró la cara en las manos, buscando calmarse.
“No hallarla dista de ser el fin del mundo…”- susurró algo oscuro dentro del espadachín- “Todo se enderezaría por sí mismo. Una sencillez que hoy desaparece entre los dedos…”
Enfrascado en responder sin despegar los labios, parte de su cerebro continuaba tratando de hallar una solución para seguir los pasos de Iori. Si sus condiciones eran las que Tarek había descrito, por fuerza no podría haber buscado un camino complejo en tierra desconocida, dedujo. Nousis ya estaba siguiendo el camino principal que comunicaba Sandorai con las tierras colindantes al norte. Se puso en pie. No quedaba otro remedio que continuar.
Transcurrieron casi cuatro horas, durante las cuales el Indirel apenas cruzó sus pasos con otros caminantes, al margen de una pareja de OjosVerdes que lo contemplaron con cierta aprensión, antes de tomar rumbo a lo profundo del bosque cercano, evitando la posada cuyo calor era despedido por el humo regular de una chimenea construida a piedra. Entró, consciente de que su aspecto no invitaba a la amabilidad. Espada, armadura, capa reforzada, bolsa de viaje, ojos desprovistos ya de la mayor parte de su paciencia… no obstante, esperaba que aquello terminase resultándole de ayuda. Precisaba información y con rapidez.
Mas no pudo sino sumar otra decepción a las anteriores.
Ni la propietaria del lugar, ni el joven que se ocupaba de las comandas de los parroquianos supieron decirle nada acerca de una joven humana de cabello oscuro y grandes y expresivos ojos azules. Ni siquiera la descripción de su belleza arrancó remembranzas en elfo alguno del lugar. Airado, salió de la estancia, habiendo tomado una única cerveza, y apoyó la espalda en un árbol cercano, con la vista puesta en las copas de los árboles.
-¿Dónde estás, Iori?- musitó para sí.
La ansiedad por el temor al fracaso, por su incapacidad de devolver parte de lo recibido, lo atenazó, empujándolo a volver a la taberna. Sólo cuando alzó la mirada se dio cuenta que alguien había abandonado ese lugar, y se dirigía inequívocamente hacia él.
-Yo he visto a esa mujer- soltó una fémina pelirroja cuya pronunciación la situaba para el oído del elfo en algún punto del noreste de la nación arbolada. Escéptico, Nousis la contempló sin demasiado interés. Había recibido demasiadas negativas como para ilusionarse.
-Por su espada, te diré exactamente donde puedes encontrarla. Y podrás hacer de ella lo que quieras.
Su última frase golpeó al espadachín como un látigo en plena espalda.
Siempre, y aun seguía en él vigente tal creencia, consideraba a su raza como la epítome de la bondad en el continente, que debía defenderse de las oscuras fuerzas de brujos, vampiros y otras especies que inclinaban al continente hacia el mal. Y con todo, no podía dejar de advertir el cambio que en parte de los suyos había ido brotando en los últimos tiempos. Tiempos de guerra, de luchas internas, de muertos por centenares en el mismo centro de Sandorai. Todo eso había cristalizado en el exilio de elfos hacia la frontera con Verisar u otros lugares, siguiendo a líderes separatistas como Iyethil de Nagnu, o Atreyu Santya de Nuyy Hus. Había visto cultos malévolos por parte de quienes habían perdido la esperanza en los viejos dioses. Había participado en la matanza de elfos por elfos por el ataque de los OjosVerdes a los Sondve. Y su pueblo continuaba a las órdenes de un Consejo que había abierto sus puertas a la participación de muchos más clanes a fin de mantenerse en el poder, no le cabía duda alguna.
Y la repulsiva mirada de esa mujer, comerciando ayuda por una mezcla de egoísmo y desinterés por el sufrimiento ajeno, lo llevó a un punto de locura que no sentía desde su captura en Ciudad Lagarto.
Esperó. Esperó a que se acercase, cruzado de brazos, sin que su rostro mostrase más que un leve desagrado. Hasta que la tuvo a mano.
Agarrándola, usó toda la fuerza que pudo reunir para echarla por tierra, muriendo la expresión ávida de la desconocida para dar paso a un miedo que acarició los pensamientos del guerrero. La volvió a levantar, empujándola sin miramientos contra un árbol.
-¡DETENTE!- Gritó ella, tal vez con la esperanza de ser escuchada desde la taberna. Esa suerte la esquivó. Nou enredó su mano en el cabello de la pelirroja, y la arrastró una treintena de pasos entre alaridos, antes de volver a tirarla delante de sí. Sacó la espada de la vaina.
-¿Qué sabes de la humana que estoy buscando?- inquirió con una voz cuya calma habría erizado el pelaje de un animal.
-¡NADA, MENTÍ!- aseguró.
-Es importante que la encuentre. No estoy de humor- explicó- No puedo darme el lujo de aceptar tu palabra sin dolor. Si tras lo que voy a hacerte continúas con la misma cantinela, confiaré en que no sabías nada.
El miedo mutó a terror en los desorbitados ojos de la elfa.
-¡ERES HIJO DE SANDORAI! ¡¿ME HARÍAS DAÑO SIN MOTIVO?!- gritó, quizá buscando sembrar la duda en su atacante.
Nousis sopesó sus palabras, preguntándose si dos años atrás hubiese reaccionado de ese modo.
No, se contestó. Habría sido indulgente, por el mero hecho de tratarse de alguien de su especie, incluso conociendo la necesidad de que una minoría entre los suyos no merecía portar su lengua, su historia, sus tradiciones. Que hasta algunos merecían la muerte, para no manchar el legado de los demás.
Su bota encontró el rostro de su víctima, y la sangre brotó, con la nariz rota a causa del impacto.
-¡MONSTRUO!- soltó llorando en un alarido por mor del dolor y el odio. Los ojos grises que la observaron no se inmutaron ante el insulto.
-¿Quieres que siga?
La pelirroja escupió sangre a la verde hierba.
-No… sé… nada- aseguró, con la voz modulada por la lesión. Nousis calibró a la figura postrada que tenía ante sí, juzgando con calma qué castigo merecía en realidad. ¿Mentía? No parecía capaz de soportar el dolor sin revelar cuanto conocía. Decidió que matarla sería excesivo, por encima de los aullidos disconformes de ese rincón enjaulado dentro de él que rogaba por desangrarla allí mismo.
Su espada atravesó limpiamente la mano izquierda de la mujer. La agudeza del chillido que emanó de ella casi llegó a producirle dolor de cabeza.
-¿Qué sabes de la humana que estoy buscando?- repitió.
-¡NAADAA!- elevó la voz, cerrando los ojos cuyas lágrimas resultaban evidentes. Parecía sincera, y el espadachín sintió el desencanto de la decepción.
-Tapona la herida con algo, y ve a la posada- ordenó- Eso te ayudará a plantearte si quieres sacar provecho de las inquietudes de otros.
Agarrándose la mano herida, sorteó a su agresor, caminando en una dificultosa línea recta. Nousis la contempló unos instantes, antes de continuar rumbo norte, lamentando no haber sacado nada en claro.
“Debiste terminar con ella allí mismo”
No respondió.
Centrado en el viaje, precisó hasta que se detuvo para mordisquear un pedazo de pan absorto en sus pensamientos para darse cuenta de que parte de la sangre de la mujer había manchado una de sus mangas y varias gotas habían llegado a sus pantalones. Maldijo la falta de tiempo para tomar un baño y limpiar su vestimenta. La urgencia no lo hacía posible.
Volvió a levantarse, tragando con rapidez el último pedazo de pan y se puso nuevamente en camino, constatando que todo se encontraba en su lugar, comenzando por la afilada hoja delicada y ligeramente curva, cuando se vio sorprendido por la aparición en frenética carrera de un grupo de ciervas y varias crías que seguían a las adultas con toda la presteza que les permitían sus cortas patas. Cruzaron el camino principal, seguidos segundos después por dos elfos armados con jabalinas, llevando dos más a la espalda. Nou frunció el ceño, ¿dónde estaban sus arcos? Era muy poco frecuente ver a algunos de los suyos cazando de una manera tan rudimentaria, como humanos sin ningún aprendizaje. Estos hicieron caso omiso de él, y llevado por la curiosidad, se internó unas docenas de pasos en el bosque, comprobando un claro rastro de botas y suciedad que fue tristemente sencillo de seguir. Raudo, avanzó unas millas, hasta encontrar una precaria empalizada que, no le cabía duda, podría derribar con su mera fuerza en algunos de sus puntos. Restos de alguna comida habían sido tirados fuera, conllevando un olor desagradable. El espadachín rodeó el lugar, verificando unas dimensiones que podrían albergar a unos treinta o cuarenta individuos. El estado del centinela, con una armadura un par de tallas mayor de lo que le habría sentado bien y una lanza que no pasaba de una rama afilada con la forma adecuada, le hicieron cuestionarse qué hacían allí aquellos infelices.
Cuando el guardián le dio el alto, el forastero se limitó a empuñar la espada con una mueca de hastío.
-Haz que venga quien esté al mando, chico- ordenó, molesto. Ese lugar era una vergüenza para los suyos. Y la falta de pistas sobre el paradero de Iori no ayudaban en absoluto a templar su ánimo. Con sorna, sangwa dibujaba en las paredes de su conciencia las arrogantes palabras que había prometido a Tarek: La encontraré.
-¿Quién eres?- quiso saber un elfo carente de una mano, de una edad, calculó, semejante a la suya. Por su manera de hablar, de moverse, no le cupo duda alguna que en algún pasado reciente se había dedicado a las armas. Militar, o mercenario, calculó.
-Vengo del sur- explicó por toda respuesta- ¿Qué hacéis aquí? Por Anar, parecéis un atajo de miserables reunidos para, con suerte, acabar entre todos con un lipakküs- el desprecio hizo mella en su oyente, quien crispó el semblante.
-¿Acaso has pasado un año debajo de las piedras o sin contacto con nadie en una isla remota? – replicó. Poseía una voz grave y áspera, gastada. – Sandorai ha sufrido, todos hemos sufrido. No todos podemos residir en los que queda de Árbol Madre. Aquí cuidamos unos de otros. No hemos querido abandonar nuestra tierra, dejarla como nuestros clanes, los que han sobrevivido al hielo, los dragones y los oscuros.
-No sobreviviréis al invierno- sentenció el Indirel- he visto a vuestros cazadores. Un niño sería más hábil.
-Nadie muere de hambre entre árboles- se jactó el líder de esos elfos descastados- Aprenderán, y nuestra comunidad crecerá. Ni Neril, ni Nemaniel, ni OjosVerdes. Tampoco dioses, solo nosotros.
Esa blasfemia prendió fuego en una hoguera que nunca había terminado de apagarse en Nousis desde hacía largos meses.
-Si sois tan torpes cazando- razonó- ¿cómo os habéis alimentado hasta ahora? Dudo que las tribus vecinas os cedan sus tierras de cultivo.
El centinela miró un segundo de más a su cabecilla, y el llegado de Folnaien vio en eso una mala señal.
-Hay hermanos que se compadecen de lo que es justo. Y nos ayudan.
Negó para sí, cansando de esa cháchara sin sentido. Estaban equivocados, mas él no tenía tiempo ni forma de intervenir. Esa corrupción de las costumbres podría resultar perniciosa si aumentaba su extensión. Pero aunque tal vez de censura, no eran culpables del desproporcionado castigo que sus dedos, acariciando el mango de su espada, le pedían.
-Estoy buscando a una humana. Ojos azules, cabello oscuro, largo, hermosa para no poder pasar desapercibida.
-Hace tiempo que no vemos humanos. Por algún motivo, la presencia de OjosVerdes en la zona es mayor, y todos conocemos sus inclinaciones para con los vidacorta. Algunos han llegado con prisioneros humanos, se rumorea que para venderlos. Es cuanto sé.
-¿¿Dónde?! – indagó con premura- ¿Dónde han vendido humanos?
-He dicho que no lo sé- respondió irritado- En algún lugar de la región. Ya hemos hablado bastante, creo yo- terminó, despidiéndose con un parco gesto para regresar al interior del precario campamento. El centinela le dirigió una mirada de disculpa, que Nou dio a entender innecesaria.
Se alejó, con la escasa información que había obtenido. Región era un término demasiado amplio. No tenía más opción que tomar ese lugar como punto central, e ir trazando con sus pasos una espiral hasta hallar indicios de esos traficantes.
La fortuna quiso sonreírle al encontrar un poblado genuinamente élfico, únicamente protegido por los brazos de un rio cuyas aguas parecían arrullar las bellas edificaciones. Cruzó el único puente de recia madera, cuyas balaustradas habían sido trabajadas con ornamentación vegetal, a semejanza de cuanto las rodeaba, y dedicó las horas siguientes a preguntar a todos los naturales de la zona con lo que llegó a encontrarse.
Nada.
Sonrió a un grupo de chiquillos, antes de abrir los ojos de la sorpresa y girar la cabeza, al darse cuenta de que uno de ellos llevaba una casaca demasiado grande que sólo había visto portar a los guardias que imponían el orden en Lunargenta. Corrió de regreso, tomando de los hombros al asustado crío, al tiempo que los demás se alejaban unos pasos amedrentados.
-¿De donde has sacado esto?- preguntó agarrando la prenda. El mocoso lo miró atemorizado, buscando ayuda con la mirada en los demás, pero nadie acudió. Los ojos grises de Nousis lo taladraban, esperando una respuesta.
-Me la regaló mamá- contestó con voz temblorosa- ¿Qu… quieres una? Las vende Lanall…
-¿¡DONDE?!
-Donde castigan a la gente mala… en… en la casa de la gente de paso, la casa de viajeros… - el muchacho señaló en una dirección que el espadachín ubicó como noroeste. Por primera vez desde su encuentro con Tarek, sonrió. Concordaba.
-Nai Anar valyuva le. Hantäle- agradeció de corazón, soltando la vestimenta del joven y corriendo hacia la senda indicada. A pesar de todo, trató de templar su entusiasmo. Buscaba una aguja en un pajar, y cabía en lo posible que tampoco esa pista le condujese a nada concreto. Concebir esperanzas era el paso más rápido hacia una nueva decepción.
La casa de la gente de paso, como había supuesto, era una nueva taberna de modestas dimensiones. Nada a su alrededor indicaba cuanto el chico había dado a entender, y el elfo suspiró, dispuesto a continuar rumbo norte. No obstante, abrió la puerta del local, con la idea de obtener algún otro retazo de posibilidades en su búsqueda de la hija de Eithelen.
Su mirada repasó cada rincón de la estancia, y cuatro pares de ojos convergieron en la figura del recién llegado. Intercambiando un vistazo con cada uno de los presentes, una pareja de ropaje labriego y quienes se ocupaban del negocio, se dirigió directamente a pedir algo de beber. La muchacha lo observó inquieta, y el posadero le sirvió exento de la calma o la curiosidad de la que solían hacer gala quienes desempeñaban su oficio. El líquido claro y amargo descendió por su garganta, antes de preguntar. Se detuvo, frunciendo el ceño, inseguro de si había escuchado algo. Un extraño rictus deformó el rostro del tabernero, antes de adoptar un semblante coronado por una suave sonrisa.
-Estoy buscando a alguien- declaró Nou. Giró la cabeza, prácticamente seguro que había escuchado algo. Mantuvo los ojos fijos en una puerta lateral- ¿Qué ocurre allí?
El aludido frotó un vaso ya limpio con excesivo esmero.
-Unos clientes que abandonan hoy sus habitaciones- expuso. Pero la joven tardó dos segundos de más en apartar la vista del elfo armado. Lentamente, Nou apartó su taburete.
-Estoy buscando a alguien- repitió- Una joven humana- pronunció con deliberada flema- Hermosa, de ojos azules y largo cabello oscuro, pudo pas…
El fuerte golpe de la escoba de su congénere contra el suelo provocó que instintivamente tornase a ella su atención. Y lo que vio en la faz femenina poco a poco fue trasladándose, migrando, gota a gota, al rostro del espadachín. Espolvoreado alivio, sobre una gruesa y oscura capa de temor, aflicción y lástima. Cayendo de rodillas, con las manos tapando sus labios, Nousis no necesitó nada más. Perdiendo el calor de la sangre, sintió encogerse su estómago.
“No… no… ¡NO!” salmodiaba su cerebro, retorcido por tétricas imágenes, enmarañadas pesadillas. Empuñó su espada, y sin mediar palabra abrió la puerta desde la cual había escuchado unas voces a las no les había prestado la atención debida.
Y su mente se astilló.
Pocos momentos en su vida le fueron negados como recuerdo. Esa apacible tarde que había decidido no regalar nube alguna, fue uno de ellos.
Un eterno segundo pareció detenerse, y Nou vislumbró, envuelto su olfato en alcohol, desperdicios y sangre, ocho figuras.
Ocho, y todo una.
Su espada cantó, sin aviso, sin honor, sin más emoción que la necesidad de un demonio surgido en un paraíso que busca inventar el dolor. Algunos cayeron tras los primeros golpes, esos fueron los afortunados.
Sintió, como punzadas intrascendentes, el mordisco de los golpes enemigos. No eran nada. Su hoja segó miembros, hasta quedar de punta a empuñadura bañada con la sangre de quienes minutos antes con ella se divertían. Una quiso hablar colocando ambas manos delante de sí.
El elfo ya no veía. Separó la mano del brazo, y abrió el costado de la mujer, antes de introducirle la espada por la garganta, agarrándola del cabello y colocándola de rodillas. Su armadura soportó el golpe de un pequeño tablón de madera que el último superviviente lanzó contra él, haciéndole trastabillar. Mas su mente había apartado cualquier tipo de sufrimiento propio. Irrelevante.
Con su arma empuñada, golpeó en la boca dos veces a su último enemigo, partiéndole varios dientes, antes de acorralarlo contra un gran pilar de madera que soportaba la estructura. Con rapidez, valiéndose del desconcierto del herido, soltó su espada, tomando un martillo cercano y unos clavos que sobresalían de una viga, y agarrándolo de las muñecas, traspasó con una mano con ayuda de la punta ambas de su oponente, antes de tomar el martillo y seguir la tarea entre los terribles alaridos del infeliz. Dos golpes, tres golpes. Aquellas manos quedaron destrozadas, irreconocibles. No era suficiente.
Sin parpadear, su mirada helada se posó en uno de los muslos de ese engendro que como él, había nacido bajo la luz de Sandorai. Pisó su pierna, y con su hoja llegó hasta la rótula, que saludó al acero con una dureza que le hizo retroceder. La música de los gritos agónicos de su víctima era celestial.
Quiso hablar. No fue posible.
Con una frialdad pavorosa, internó la punta de su arma en uno y otro ojo de su prisionero, quien finalmente se desmayó de dolor.
Apenas parte de su rostro no estaba cubierto de la sangre de sus víctimas, carecía de importancia. Su corazón volvió a bombear al ritmo habitual y se agachó, cortando las cuerdas que sujetaban a la humana por la que había dejado Folnaien a la madera, convirtiéndola en juego y víctima. La pena se reflejó en él, y un odio que lo hecho apenas alcanzaba a comenzar a apaciguar. Desabrochó su capa, colocándosela por encima.
Había encontrado la sombra de Iori.
La victoria de Nytt Hus, sumada a todas las muertes que en ese rincón de la tierra élfica tuvieron lugar, derritió los picos helados que mantenían cautiva su culpa por el final de Nilian. Como ríos de montaña, la arrastraron hasta que los pasos del espadachín se encaminaron, una vez más, hasta el hermoso paisaje de Folnaien.
Nunca sería capaz de olvidar los rostros de parientes y amigos al narrar las aventuras en cuyo transcurso ambos contribuyeron a erradicar aquel nido de vampiros al mando de la terrible Ulna. Arremolinados al fuego de una apreciable hoguera, una brisa cálida pareció desear arrullar el relato de un Nousis Indirel consumido por una culpa que inevitablemente se iba reflejando en cada sílaba que sus finos labios pronunciaban. La escena de la muerte de su amiga arrancó entre la concurrencia leves gritos de horror y pesar, y él mismo apartó la mirada de todos los ojos que sobre él se habían posado, reviviendo ese momento con los ojos grises cargados de tristeza. Se detuvo, y la noche pareció contener el aliento, retomando el relato con el transcurso de unos minutos intensos como años. No se detuvo en sus propias hazañas, o acaso en golpe alguno. Una separación de ese engendro de la noche envuelta en promesas de acero y un futuro donde se hallaban las pinceladas de un combate que sin duda terminaría con uno de ellos acompañando a Nilian en el más allá.
La madera chisporroteó al acabar, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, sintiendo la necesidad de alejarse de todo y de todos. Varios de los parientes de su amiga posaron la mano en su hombro según retornaban a sus viviendas, y Nousis permaneció sentado, inclinando la cabeza hasta que apenas quedaron media docena de elfos, ninguno de los cuales se había levantado de su lugar en el círculo que habían compuesto los aldeanos alrededor de la hoguera. Alzó entonces los ojos, y encontró aquello que había temido con cada paso que le había acercado a su tierra natal.
Odio.
Sólo una de entre ellos dio unos pasos hacia ubicarse a escasa distancia de su objetivo. El mayor de ambos la reconoció sin dificultad. Se trataba de Ithladin, antigua amante de su amiga. A pesar de que décadas habían sepultado lo vivido entre ambas, su mirada azul buscaba sin duda destruir al espadachín. El resto, familiares y aprendices de Nilian, fueron desapareciendo en la oscuridad, dedicándole la fugaz posibilidad de contemplar que no todo Folnaien lo consideraba inocente en la pérdida de la arquera.
-Siempre te has creído especial, y ella te defendió hasta su último día. La llevaste contigo a una de tus malditas locuras, y la hemos perdido. Para siempre- cada palabra estaba impregnada de un veneno atroz- Ahora volverás a recorrer el continente con la compañía de tus estúpidas fantasías de un pasado muerto. Pero Anar e Isil saben la verdad- entrecerró los ojos, antes de despedirse- y tarde o temprano tu vida servirá de pago para quien de verdad sirvió a Folnaien.
Nou la observó sin emitir defensa alguna. ¿Cómo podría reprocharles aquellos sentimientos cuando él mismo se sentía de un modo similar? Suspiró, notando los ojos húmedos, y sonrió con desgana. Sus padres lo entenderían, necesitaba alejarse de allí durante unos días, y encauzar una mente que se encontraba demasiado expuesta a los vaivenes de sus propios pensamientos.
[…]
Aquel era su retiro. El corazón para sí de un Sandorai que a pesar de lo expresado por Ithladin, ansiaba proteger con todo cuanto tuviera a su alcance. Todo allí susurraba quietud, siglos de paz donde sólo el crecimiento de la vegetación y los sucesivos ciclos animales mutaban de manera leve la belleza manifestada.
Había tomado por suya esos días una de las antiguas estructuras de cimientos y muros circulares de piedra, cuyo tejado de paja y ramaje cónico permitía elevar la techumbre a fin de dejar escapar el humo del fuego utilizado para cocinar. La soledad resultaba estimulante para alguien en cuya mente pugnaban su propia altanería con el aborrecimiento a sí mismo.
Se lavó las manos en el río, tras pescar y limpiar los peces para el almuerzo de esa jornada. Decidiéndose por unas hierbas con las que acompañarlos, lo dejó momentáneamente en la choza, donde sólo un camastro, sus protecciones y una mínima cubertería de madera pulida les harían compañía hasta que él volviese en menos de una hora.
O de ello estaba convencido. Hasta que le vio. ¿Cómo demonios…? Imposible.
Ese fue su último pensamiento hasta que se vio obligado a aceptar la realidad que se presentaba ante él, paso a paso, aproximándose más y más. Incapaz de entender aquello, también se dirigió hacia el recién llegado. Aquel del que se había separado justo antes del comienzo de la auténtica batalla contra los licántropos de Marlowe.
Su primer impaciente pensamiento estuvo plasmado en satisfacción al ver que ni los Sondve ni los OjosVerdes parecían haber tomado represalias con el joven elfo. Lo había visto ceñudo, irritado, molesto, preocupado, pero jamás como se mostró ante él apenas se encontraron a la distancia de unos pies. Asombrado, la mirada de Nou se abrió a causa de una incomprensión manifiesta, aderezada por estupor. Tarek, como si hubiera sufrido una repentina y profunda herida, prorrumpió en silenciosas lágrimas, antes de caer de rodillas. El espadachín sintió como la sangre se le retiraba del semblante
-Tienes que ayudarla- fueron sus primeras palabras. La sensación de alarma creció en su oyente. -¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado? – y agachándose, se colocó a la misma altura que su compañera de aventuras. -¿¡Tarek?! ¿Qué ha pasado?- repitió con urgencia- ¿Por qué estás aquí?
-Tienes que ayudarla, por favor. Tienes que hacerlo -dijo una y otra vez. Nou comenzó a comprender rápidamente y algo helado se instaló en su corazón.
-Cálmate- le ordenó, tanto como a sí mismo- ¿Desde dónde has venido? Cuéntame qué ha ocurrido- la hórrida sospecha revoloteaba como insectos de la podredumbre. Solo existían dos personas sobre las que él lo informaría, a causa de sus pasados vínculos. Y el temor comenzó a hacer mella en el elfo.
Tarek lo miró a los ojos antes de responder- Del sur, muy al sur... -susurró- Por favor, Nousis, es lo único que queda de él. -la expresión de su rostro cambió- ¿Qué he hecho? Por el amor de Isil, ¿qué he hecho? -se dijo tapándose la cara con las manos. Sin embargo, el elfo de cabello oscuro necesitaba datos, piezas, detalle. Ver así al joven Inglorien resultaba perturbador.
-Tranquilízate- solicitó. Sí, el desconsuelo que exhibía se aferraba hondamente en el Indírel, mas aunando la frialdad que obligaba el hecho de comprender lo ocurrido consiguió apartar la compasión- Necesito que me cuentes qué demonios ha pasado. ¿Quién está en peligro? Tu rostro sin duda está relacionado con ello. ¿Te golpearon los nuestros?
Creyó dar un paso en la dirección correcta, cuando Tarek volvió a descubrir la cara, separando las manos. Incluso su tono varió, hacia uno más sosegado- No -respondió- fue ella -Y Nou observó cómo se llevaba, quizá inconscientemente, los dedos al labio herido- Fuimos al templo, el de la Playa de los Ancestros -de pronto, el menor de ambos lo agarró por los hombros, tomándolo por sorpresa ante tal arrebato- Por favor, debes ir a buscarla. A ti te escuchará, tiene que hacerlo... Si la matan, no quedará nada de Eithelen.
La ira se sumó a tantas emociones como Nou estaba sintiendo en esos instantes. ¿Qué había ocurrido? ¿En qué se habían metido esos dos…? Se detestaban a un nivel casi absurdo, y aún así, habían acudido juntos a un viaje del que sólo Tarek había vuelto. Sólo, para pedirle ayuda.
- ¿Ella...?- repitió, como si el hecho de pronunciar esa palabra pudiese volverla irreal. Sus ojos grises perdieron todo resquicio de asombro y se tornaron peligrosos- Qué habéis hecho Tarek.
- Queríamos respuestas -explicó, soltándole los hombros nada más comenzar a hablar una vez más- Los dos. Sabía que había un precio... pero no que ella fuese a entregar algo así. Lo que vimos... lo que les hicieron -el elfo de cabello níveo se estremeció ante el recuerdo- Los mataron Nousis, a los dos. Lo sentimos como si nos lo hubiesen hecho a nosotros. Fueron los Ojosverdes.
La realidad lo golpeó como la piedra de una honda.
-De modo que al final... ¿aceptásteis las palabras de aquellos espíritus? - acertó a decir en voz baja, antes de contemplar de nuevo a su compañero de aventuras- Tarek, mírame- pidió, colocando una mano en su brazo- Necesito conocer lo que ha pasado.
Ante los ojos del espadachín, el hijo adoptivo de Eithelen apartó la mirada, sacudiendo la cabeza.
- No sabría por donde empezar. Le quitaron algo y lo que vimos... la volvió loca. Huyo del templo hacia el norte, no pude detenerla. Por eso necesito que vayas a buscarla. A ti te escuchará, siempre te escucha, quizás puedas detenerla y ayudarla.
Nou sintió una desapasionada gana de reír de frustración. A su mente llegaron todas las ocasiones en las que ella terca criatura había desoído o malinterpretado sus palabras. Dudaba en gran medida que la confianza de Tarek tuviese motivo de ser.
Levantándose, pasó una mano por el cabello, pensando de manera atropellada, buscando colocar cada pieza en su lugar. De reojo, contempló nuevamente al elfo más joven. A fin de serenarse, dio unos pasos a uno y otro lado- Buscábais respuestas- apuntó - en algún lugar que tu antiguo clan domina. Una mestiza, que asemeja humana a todas luces, a una región OjosVerdes- ¿Cómo podían haber sido tan sumamente ESTÚPIDOS?- Iori...- exhaló irritado y preocupado- maldita sea... – maldijo por su desastrosa falta de opciones- ¿Cuanto hace que os habéis separado? ¿Y a qué te refieres con quitarle algo?
- Dos días... – contestó- me dejó inconsciente. Cuando desperté a las pocas horas intenté seguir su rastro, pero acabó diluyéndose -su tono tan sólo evidenciaba derrota, abatimiento, y Nou sintió que la conmiseración trepaba por su interior- Estoy seguro de que abandonó los territorios de los Ojosverdes, su estela se perdía más allá. Podría haberse dirigido a la orilla del Tymer. No lo sé -finalizó, pasando las manos por el rostro antes de levantarse. Por un momento, el elfo de cabello oscuro creyó que Tarek había decidido alejarse tal y como había vuelto, al darle la espalda. Pero éste, sin buscar sus ojos grises, se volvió- Dijeron que el conocimiento tenía un precio y que debíamos pagarlo con algo que lamentaríamos perder.... Teníamos que habernos ido entonces, pero... no podía seguir sin saberlo - - Como fui tan estúpido... -el semblante del Indírel apreció la clara desesperación del Inglorien- No sé lo que entregó ella, solo que al despertarse era como si... le faltase algo. Quizás fuese por la tortura... No lo sé.
-Dioses...- soltó Nou juntando un instante ambas manos y colocando los dedos tocando la frente, antes de separarlas. No tenía tiempo de interrogarle más a fondo, y detestaba la sensación de comenzar aquella locura sin plan ni todo el conocimiento preciso, mas no había otro remedio- ¿Tú estás bien?- cuestionó, al margen de los golpes más evidentes. Para sí, se preguntó por qué ninguno de ellos, ni él, ni Tarek, ni Iori, podían dejar de atraer los problemas que barrían Aerandir como nubarrones. Sólo esperaba que Aylizz al menos se encontrase lo mejor posible de entre sus compañeros. - ¿Qué harás ahora?
Sí, hubiera deseado esperar, asegurarse que ese muchacho estaba en condiciones de afrontar los días posteriores, a pesar de los desencuentros que habían tenido en el pasado. Se había arriesgado por él, y no pensaba defraudarle. Aunque ello implicase no poder ofrecerle más que ponerse en camino.
Éste negó lentamente- Da igual. Encuéntrala, por favor. Si le pasa algo por mi culpa... -no terminó la frase, y Nousis se preguntó asombrado qué habría ocurrido para que llegase a preocuparse de aquella manera de Iori. La mirada del recién llegado viró al sur- Debo cumplir una promesa -expresó, tocando el extrañamente difuminado tatuaje que siempre había portado consigo. Un misterio más que carecía de tiempo para descifrar- Es hora de poner fin a esto . y volviendo la vista al espadachín, inquirió- ¿Lo harás? ¿La ayudarás?
- Nunca esperé escucharte pedir que alguien la salvara- suspiró, dado vida a parte de sus pensamientos- ¿Cómo voy a negarme, tras todo lo que hemos vivido? -sus días de retiro habían terminado, y se preguntó sombrío si la maldición de Ithladin no estaría por cumplirse- Iré a por la panoplia y la bolsa de viaje, debo darme prisa. Nos veremos pronto- prometió, sin perder detalle de los rasgos faciales de Tarek- volveré con ella. De modo que cuídate. ¿De acuerdo?
Asintió, sin una palabra más, y raudo, Nou corrió hacia la choza, colocándose la armadura y la capa, tirando los peces fuera. Algún animal sin duda daría buena cuenta de ellos, se dijo portando la bolsa de viaje. Examinó cuando tenía dentro, y aunque hubiese deseado prepararse mejor, no había tiempo. Paseó la vista en derredor, constatando que Tarek se había ido.
Sólo podía confiar en que su camino no se tornase aún más peligroso. ¿Por qué no le acompañaba, si la culpabilidad por la humana era tal? Cuestionó uno de sus pensamientos justo antes de dar el primer paso hacia el norte. ¿Y por qué había tomado rumbo sur?
¿Y él mismo? ¿Había aceptado de inmediato, volviendo a dejar a los suyos, por el cargo de conciencia a causa de Nilian, o sólo por proteger a una de las pocas personas que estuvieron a su lado en situaciones en las que casi nadie había permanecido allí?
Eran demasiadas preguntas sin respuesta, y odiaba la sensación de desconocimiento.
“Le quitaron algo… y la volvió loca” Habían sido las palabras que había utilizado. Los OjosVerdes eran implacables, lo sabía, contra todo lo que difería de la raza élfica. El cuerpo sin vida de la humana se le apareció en unas tétricas conjeturas, y sacudió la cabeza, sin perder el ritmo que se había propuesto.
[…]
Dos días. Eso había dicho.
La enormidad de la tarea produjo en él un agrio sentimiento de frustración. ¡¿Cómo se las iba a arreglar para encontrar a esa criatura en la vasta extensión de Sandorai?! Apretó los dientes, irritado e inquieto, sin dejar de caminar. Sólo tenía los escasos datos que Tarek le había indicado. Tenían por fuerza que ser suficientes.
Mentalmente, ubicó la Playa de los Ancestros, ocupando buena parte de la costa meridional del país, antes de yuxtaponer a ésta el territorio perteneciente a los OjosVerdes. El recuerdo del ataque del clan a los Sondve, a pesar de la ayuda enviada por el Consejo de Árbol Madre le llegó como un relámpago, y lúgubremente cayó en la cuenta que esos dos habían elegido probablemente el peor momento en el último siglo para adentrarse en los dominios de los elfos más conservadores de la foresta.
Al norte, tal era la última pista de la que disponía. Nou se pasó una mano por el cabello, de su nacimiento en la frente hasta la nuca. Tenía que encontrarla, se dijo. Al igual que esos dos de su propia raza fuera de su clan a quienes en su fuero interno ya consideraba amigos, ella, aún con todos los desencuentros, peleas, problemas y peligros que enfrentaron junto y entre sí, también guardaba ya un lugar en él. Una mestiza terca, irritante, impulsiva y pasional. Sacudió la cabeza. Aún le resultaba inconcebible.
Sin embargo, valoró sobre sí, al tiempo que consumía legua tras legua del camino a espaldas del gran mar, sus principios, su forma de pensar, no había cambiado. Lo que quería, lo que podía desear, no se encontraba por encima de lo que Ithladin había mentado como locuras. ¿Qué diferenciaba sus pensamientos sobre la hija de Eithelen de los que había discurrido sobre el resto de amantes de su vida? ¿Acaso tomaban un camino distinto en algún momento? Parecía que su propia mente deseaba reafirmar una respuesta clara a su intención de rescatarla. Sin embargo, el espadachín se negaba a abrir puertas a ciertas respuestas. No todas contenían alguna.
Consumió esa jornada llevando su resistencia al límite. Sólo tenía algo de su lado, la rareza de forasteros de otras especies en esa profundidad del territorio élfico, y aferrado a esa pequeña ventaja, durmió pocas y cortas horas, antes de volver una vez más a la caza de la muchacha.
Cruzó las tierras de dos pequeños clanes, preguntando a elfos de todo género, edad y profesión, logrando nada más que deseos de buena suerte y miradas extrañadas, sorprendidas o incluso hostiles. Únicamente unos cazadores con los que tropezó le indicaron que estaban seguros de haber visto a una pareja de humanos que atravesaban la comarca rumbo este, junto a una carreta. Les agradeció la información, a pesar de que en absoluto le servía de nada, y sentándose en una piedra, permitiéndose un instante de asueto, enterró la cara en las manos, buscando calmarse.
“No hallarla dista de ser el fin del mundo…”- susurró algo oscuro dentro del espadachín- “Todo se enderezaría por sí mismo. Una sencillez que hoy desaparece entre los dedos…”
Enfrascado en responder sin despegar los labios, parte de su cerebro continuaba tratando de hallar una solución para seguir los pasos de Iori. Si sus condiciones eran las que Tarek había descrito, por fuerza no podría haber buscado un camino complejo en tierra desconocida, dedujo. Nousis ya estaba siguiendo el camino principal que comunicaba Sandorai con las tierras colindantes al norte. Se puso en pie. No quedaba otro remedio que continuar.
Transcurrieron casi cuatro horas, durante las cuales el Indirel apenas cruzó sus pasos con otros caminantes, al margen de una pareja de OjosVerdes que lo contemplaron con cierta aprensión, antes de tomar rumbo a lo profundo del bosque cercano, evitando la posada cuyo calor era despedido por el humo regular de una chimenea construida a piedra. Entró, consciente de que su aspecto no invitaba a la amabilidad. Espada, armadura, capa reforzada, bolsa de viaje, ojos desprovistos ya de la mayor parte de su paciencia… no obstante, esperaba que aquello terminase resultándole de ayuda. Precisaba información y con rapidez.
Mas no pudo sino sumar otra decepción a las anteriores.
Ni la propietaria del lugar, ni el joven que se ocupaba de las comandas de los parroquianos supieron decirle nada acerca de una joven humana de cabello oscuro y grandes y expresivos ojos azules. Ni siquiera la descripción de su belleza arrancó remembranzas en elfo alguno del lugar. Airado, salió de la estancia, habiendo tomado una única cerveza, y apoyó la espalda en un árbol cercano, con la vista puesta en las copas de los árboles.
-¿Dónde estás, Iori?- musitó para sí.
La ansiedad por el temor al fracaso, por su incapacidad de devolver parte de lo recibido, lo atenazó, empujándolo a volver a la taberna. Sólo cuando alzó la mirada se dio cuenta que alguien había abandonado ese lugar, y se dirigía inequívocamente hacia él.
-Yo he visto a esa mujer- soltó una fémina pelirroja cuya pronunciación la situaba para el oído del elfo en algún punto del noreste de la nación arbolada. Escéptico, Nousis la contempló sin demasiado interés. Había recibido demasiadas negativas como para ilusionarse.
-Por su espada, te diré exactamente donde puedes encontrarla. Y podrás hacer de ella lo que quieras.
Su última frase golpeó al espadachín como un látigo en plena espalda.
Siempre, y aun seguía en él vigente tal creencia, consideraba a su raza como la epítome de la bondad en el continente, que debía defenderse de las oscuras fuerzas de brujos, vampiros y otras especies que inclinaban al continente hacia el mal. Y con todo, no podía dejar de advertir el cambio que en parte de los suyos había ido brotando en los últimos tiempos. Tiempos de guerra, de luchas internas, de muertos por centenares en el mismo centro de Sandorai. Todo eso había cristalizado en el exilio de elfos hacia la frontera con Verisar u otros lugares, siguiendo a líderes separatistas como Iyethil de Nagnu, o Atreyu Santya de Nuyy Hus. Había visto cultos malévolos por parte de quienes habían perdido la esperanza en los viejos dioses. Había participado en la matanza de elfos por elfos por el ataque de los OjosVerdes a los Sondve. Y su pueblo continuaba a las órdenes de un Consejo que había abierto sus puertas a la participación de muchos más clanes a fin de mantenerse en el poder, no le cabía duda alguna.
Y la repulsiva mirada de esa mujer, comerciando ayuda por una mezcla de egoísmo y desinterés por el sufrimiento ajeno, lo llevó a un punto de locura que no sentía desde su captura en Ciudad Lagarto.
Esperó. Esperó a que se acercase, cruzado de brazos, sin que su rostro mostrase más que un leve desagrado. Hasta que la tuvo a mano.
Agarrándola, usó toda la fuerza que pudo reunir para echarla por tierra, muriendo la expresión ávida de la desconocida para dar paso a un miedo que acarició los pensamientos del guerrero. La volvió a levantar, empujándola sin miramientos contra un árbol.
-¡DETENTE!- Gritó ella, tal vez con la esperanza de ser escuchada desde la taberna. Esa suerte la esquivó. Nou enredó su mano en el cabello de la pelirroja, y la arrastró una treintena de pasos entre alaridos, antes de volver a tirarla delante de sí. Sacó la espada de la vaina.
-¿Qué sabes de la humana que estoy buscando?- inquirió con una voz cuya calma habría erizado el pelaje de un animal.
-¡NADA, MENTÍ!- aseguró.
-Es importante que la encuentre. No estoy de humor- explicó- No puedo darme el lujo de aceptar tu palabra sin dolor. Si tras lo que voy a hacerte continúas con la misma cantinela, confiaré en que no sabías nada.
El miedo mutó a terror en los desorbitados ojos de la elfa.
-¡ERES HIJO DE SANDORAI! ¡¿ME HARÍAS DAÑO SIN MOTIVO?!- gritó, quizá buscando sembrar la duda en su atacante.
Nousis sopesó sus palabras, preguntándose si dos años atrás hubiese reaccionado de ese modo.
No, se contestó. Habría sido indulgente, por el mero hecho de tratarse de alguien de su especie, incluso conociendo la necesidad de que una minoría entre los suyos no merecía portar su lengua, su historia, sus tradiciones. Que hasta algunos merecían la muerte, para no manchar el legado de los demás.
Su bota encontró el rostro de su víctima, y la sangre brotó, con la nariz rota a causa del impacto.
-¡MONSTRUO!- soltó llorando en un alarido por mor del dolor y el odio. Los ojos grises que la observaron no se inmutaron ante el insulto.
-¿Quieres que siga?
La pelirroja escupió sangre a la verde hierba.
-No… sé… nada- aseguró, con la voz modulada por la lesión. Nousis calibró a la figura postrada que tenía ante sí, juzgando con calma qué castigo merecía en realidad. ¿Mentía? No parecía capaz de soportar el dolor sin revelar cuanto conocía. Decidió que matarla sería excesivo, por encima de los aullidos disconformes de ese rincón enjaulado dentro de él que rogaba por desangrarla allí mismo.
Su espada atravesó limpiamente la mano izquierda de la mujer. La agudeza del chillido que emanó de ella casi llegó a producirle dolor de cabeza.
-¿Qué sabes de la humana que estoy buscando?- repitió.
-¡NAADAA!- elevó la voz, cerrando los ojos cuyas lágrimas resultaban evidentes. Parecía sincera, y el espadachín sintió el desencanto de la decepción.
-Tapona la herida con algo, y ve a la posada- ordenó- Eso te ayudará a plantearte si quieres sacar provecho de las inquietudes de otros.
Agarrándose la mano herida, sorteó a su agresor, caminando en una dificultosa línea recta. Nousis la contempló unos instantes, antes de continuar rumbo norte, lamentando no haber sacado nada en claro.
“Debiste terminar con ella allí mismo”
No respondió.
[…]
Centrado en el viaje, precisó hasta que se detuvo para mordisquear un pedazo de pan absorto en sus pensamientos para darse cuenta de que parte de la sangre de la mujer había manchado una de sus mangas y varias gotas habían llegado a sus pantalones. Maldijo la falta de tiempo para tomar un baño y limpiar su vestimenta. La urgencia no lo hacía posible.
Volvió a levantarse, tragando con rapidez el último pedazo de pan y se puso nuevamente en camino, constatando que todo se encontraba en su lugar, comenzando por la afilada hoja delicada y ligeramente curva, cuando se vio sorprendido por la aparición en frenética carrera de un grupo de ciervas y varias crías que seguían a las adultas con toda la presteza que les permitían sus cortas patas. Cruzaron el camino principal, seguidos segundos después por dos elfos armados con jabalinas, llevando dos más a la espalda. Nou frunció el ceño, ¿dónde estaban sus arcos? Era muy poco frecuente ver a algunos de los suyos cazando de una manera tan rudimentaria, como humanos sin ningún aprendizaje. Estos hicieron caso omiso de él, y llevado por la curiosidad, se internó unas docenas de pasos en el bosque, comprobando un claro rastro de botas y suciedad que fue tristemente sencillo de seguir. Raudo, avanzó unas millas, hasta encontrar una precaria empalizada que, no le cabía duda, podría derribar con su mera fuerza en algunos de sus puntos. Restos de alguna comida habían sido tirados fuera, conllevando un olor desagradable. El espadachín rodeó el lugar, verificando unas dimensiones que podrían albergar a unos treinta o cuarenta individuos. El estado del centinela, con una armadura un par de tallas mayor de lo que le habría sentado bien y una lanza que no pasaba de una rama afilada con la forma adecuada, le hicieron cuestionarse qué hacían allí aquellos infelices.
Cuando el guardián le dio el alto, el forastero se limitó a empuñar la espada con una mueca de hastío.
-Haz que venga quien esté al mando, chico- ordenó, molesto. Ese lugar era una vergüenza para los suyos. Y la falta de pistas sobre el paradero de Iori no ayudaban en absoluto a templar su ánimo. Con sorna, sangwa dibujaba en las paredes de su conciencia las arrogantes palabras que había prometido a Tarek: La encontraré.
-¿Quién eres?- quiso saber un elfo carente de una mano, de una edad, calculó, semejante a la suya. Por su manera de hablar, de moverse, no le cupo duda alguna que en algún pasado reciente se había dedicado a las armas. Militar, o mercenario, calculó.
-Vengo del sur- explicó por toda respuesta- ¿Qué hacéis aquí? Por Anar, parecéis un atajo de miserables reunidos para, con suerte, acabar entre todos con un lipakküs- el desprecio hizo mella en su oyente, quien crispó el semblante.
-¿Acaso has pasado un año debajo de las piedras o sin contacto con nadie en una isla remota? – replicó. Poseía una voz grave y áspera, gastada. – Sandorai ha sufrido, todos hemos sufrido. No todos podemos residir en los que queda de Árbol Madre. Aquí cuidamos unos de otros. No hemos querido abandonar nuestra tierra, dejarla como nuestros clanes, los que han sobrevivido al hielo, los dragones y los oscuros.
-No sobreviviréis al invierno- sentenció el Indirel- he visto a vuestros cazadores. Un niño sería más hábil.
-Nadie muere de hambre entre árboles- se jactó el líder de esos elfos descastados- Aprenderán, y nuestra comunidad crecerá. Ni Neril, ni Nemaniel, ni OjosVerdes. Tampoco dioses, solo nosotros.
Esa blasfemia prendió fuego en una hoguera que nunca había terminado de apagarse en Nousis desde hacía largos meses.
-Si sois tan torpes cazando- razonó- ¿cómo os habéis alimentado hasta ahora? Dudo que las tribus vecinas os cedan sus tierras de cultivo.
El centinela miró un segundo de más a su cabecilla, y el llegado de Folnaien vio en eso una mala señal.
-Hay hermanos que se compadecen de lo que es justo. Y nos ayudan.
Negó para sí, cansando de esa cháchara sin sentido. Estaban equivocados, mas él no tenía tiempo ni forma de intervenir. Esa corrupción de las costumbres podría resultar perniciosa si aumentaba su extensión. Pero aunque tal vez de censura, no eran culpables del desproporcionado castigo que sus dedos, acariciando el mango de su espada, le pedían.
-Estoy buscando a una humana. Ojos azules, cabello oscuro, largo, hermosa para no poder pasar desapercibida.
-Hace tiempo que no vemos humanos. Por algún motivo, la presencia de OjosVerdes en la zona es mayor, y todos conocemos sus inclinaciones para con los vidacorta. Algunos han llegado con prisioneros humanos, se rumorea que para venderlos. Es cuanto sé.
-¿¿Dónde?! – indagó con premura- ¿Dónde han vendido humanos?
-He dicho que no lo sé- respondió irritado- En algún lugar de la región. Ya hemos hablado bastante, creo yo- terminó, despidiéndose con un parco gesto para regresar al interior del precario campamento. El centinela le dirigió una mirada de disculpa, que Nou dio a entender innecesaria.
Se alejó, con la escasa información que había obtenido. Región era un término demasiado amplio. No tenía más opción que tomar ese lugar como punto central, e ir trazando con sus pasos una espiral hasta hallar indicios de esos traficantes.
La fortuna quiso sonreírle al encontrar un poblado genuinamente élfico, únicamente protegido por los brazos de un rio cuyas aguas parecían arrullar las bellas edificaciones. Cruzó el único puente de recia madera, cuyas balaustradas habían sido trabajadas con ornamentación vegetal, a semejanza de cuanto las rodeaba, y dedicó las horas siguientes a preguntar a todos los naturales de la zona con lo que llegó a encontrarse.
Nada.
Sonrió a un grupo de chiquillos, antes de abrir los ojos de la sorpresa y girar la cabeza, al darse cuenta de que uno de ellos llevaba una casaca demasiado grande que sólo había visto portar a los guardias que imponían el orden en Lunargenta. Corrió de regreso, tomando de los hombros al asustado crío, al tiempo que los demás se alejaban unos pasos amedrentados.
-¿De donde has sacado esto?- preguntó agarrando la prenda. El mocoso lo miró atemorizado, buscando ayuda con la mirada en los demás, pero nadie acudió. Los ojos grises de Nousis lo taladraban, esperando una respuesta.
-Me la regaló mamá- contestó con voz temblorosa- ¿Qu… quieres una? Las vende Lanall…
-¿¡DONDE?!
-Donde castigan a la gente mala… en… en la casa de la gente de paso, la casa de viajeros… - el muchacho señaló en una dirección que el espadachín ubicó como noroeste. Por primera vez desde su encuentro con Tarek, sonrió. Concordaba.
-Nai Anar valyuva le. Hantäle- agradeció de corazón, soltando la vestimenta del joven y corriendo hacia la senda indicada. A pesar de todo, trató de templar su entusiasmo. Buscaba una aguja en un pajar, y cabía en lo posible que tampoco esa pista le condujese a nada concreto. Concebir esperanzas era el paso más rápido hacia una nueva decepción.
[…]
La casa de la gente de paso, como había supuesto, era una nueva taberna de modestas dimensiones. Nada a su alrededor indicaba cuanto el chico había dado a entender, y el elfo suspiró, dispuesto a continuar rumbo norte. No obstante, abrió la puerta del local, con la idea de obtener algún otro retazo de posibilidades en su búsqueda de la hija de Eithelen.
Su mirada repasó cada rincón de la estancia, y cuatro pares de ojos convergieron en la figura del recién llegado. Intercambiando un vistazo con cada uno de los presentes, una pareja de ropaje labriego y quienes se ocupaban del negocio, se dirigió directamente a pedir algo de beber. La muchacha lo observó inquieta, y el posadero le sirvió exento de la calma o la curiosidad de la que solían hacer gala quienes desempeñaban su oficio. El líquido claro y amargo descendió por su garganta, antes de preguntar. Se detuvo, frunciendo el ceño, inseguro de si había escuchado algo. Un extraño rictus deformó el rostro del tabernero, antes de adoptar un semblante coronado por una suave sonrisa.
-Estoy buscando a alguien- declaró Nou. Giró la cabeza, prácticamente seguro que había escuchado algo. Mantuvo los ojos fijos en una puerta lateral- ¿Qué ocurre allí?
El aludido frotó un vaso ya limpio con excesivo esmero.
-Unos clientes que abandonan hoy sus habitaciones- expuso. Pero la joven tardó dos segundos de más en apartar la vista del elfo armado. Lentamente, Nou apartó su taburete.
-Estoy buscando a alguien- repitió- Una joven humana- pronunció con deliberada flema- Hermosa, de ojos azules y largo cabello oscuro, pudo pas…
El fuerte golpe de la escoba de su congénere contra el suelo provocó que instintivamente tornase a ella su atención. Y lo que vio en la faz femenina poco a poco fue trasladándose, migrando, gota a gota, al rostro del espadachín. Espolvoreado alivio, sobre una gruesa y oscura capa de temor, aflicción y lástima. Cayendo de rodillas, con las manos tapando sus labios, Nousis no necesitó nada más. Perdiendo el calor de la sangre, sintió encogerse su estómago.
“No… no… ¡NO!” salmodiaba su cerebro, retorcido por tétricas imágenes, enmarañadas pesadillas. Empuñó su espada, y sin mediar palabra abrió la puerta desde la cual había escuchado unas voces a las no les había prestado la atención debida.
Y su mente se astilló.
Pocos momentos en su vida le fueron negados como recuerdo. Esa apacible tarde que había decidido no regalar nube alguna, fue uno de ellos.
Un eterno segundo pareció detenerse, y Nou vislumbró, envuelto su olfato en alcohol, desperdicios y sangre, ocho figuras.
Ocho, y todo una.
Su espada cantó, sin aviso, sin honor, sin más emoción que la necesidad de un demonio surgido en un paraíso que busca inventar el dolor. Algunos cayeron tras los primeros golpes, esos fueron los afortunados.
Sintió, como punzadas intrascendentes, el mordisco de los golpes enemigos. No eran nada. Su hoja segó miembros, hasta quedar de punta a empuñadura bañada con la sangre de quienes minutos antes con ella se divertían. Una quiso hablar colocando ambas manos delante de sí.
El elfo ya no veía. Separó la mano del brazo, y abrió el costado de la mujer, antes de introducirle la espada por la garganta, agarrándola del cabello y colocándola de rodillas. Su armadura soportó el golpe de un pequeño tablón de madera que el último superviviente lanzó contra él, haciéndole trastabillar. Mas su mente había apartado cualquier tipo de sufrimiento propio. Irrelevante.
Con su arma empuñada, golpeó en la boca dos veces a su último enemigo, partiéndole varios dientes, antes de acorralarlo contra un gran pilar de madera que soportaba la estructura. Con rapidez, valiéndose del desconcierto del herido, soltó su espada, tomando un martillo cercano y unos clavos que sobresalían de una viga, y agarrándolo de las muñecas, traspasó con una mano con ayuda de la punta ambas de su oponente, antes de tomar el martillo y seguir la tarea entre los terribles alaridos del infeliz. Dos golpes, tres golpes. Aquellas manos quedaron destrozadas, irreconocibles. No era suficiente.
Sin parpadear, su mirada helada se posó en uno de los muslos de ese engendro que como él, había nacido bajo la luz de Sandorai. Pisó su pierna, y con su hoja llegó hasta la rótula, que saludó al acero con una dureza que le hizo retroceder. La música de los gritos agónicos de su víctima era celestial.
Quiso hablar. No fue posible.
Con una frialdad pavorosa, internó la punta de su arma en uno y otro ojo de su prisionero, quien finalmente se desmayó de dolor.
Apenas parte de su rostro no estaba cubierto de la sangre de sus víctimas, carecía de importancia. Su corazón volvió a bombear al ritmo habitual y se agachó, cortando las cuerdas que sujetaban a la humana por la que había dejado Folnaien a la madera, convirtiéndola en juego y víctima. La pena se reflejó en él, y un odio que lo hecho apenas alcanzaba a comenzar a apaciguar. Desabrochó su capa, colocándosela por encima.
Había encontrado la sombra de Iori.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Un amplio manto de hojas cubría el escaso espacio dejado por las raíces de los árboles. Mezcla de vibrantes verdes y cálidos marrones, aquella zona del bosque anunciaba con su sutil mutar la llegada de la estación de las lluvias y el frío. El momento en que la tierra dejaba escapar parte de su vida para poder surgir de nuevo, tras un periodo de hibernación, con más fuerza y vitalidad. Un periodo de muerte.
Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por el sonido que hacían sus pisadas sobre las hojas secas que cubrían el imperceptible sendero que había decidido seguir. Un camino que probablemente hacía tiempo que había perdido, aunque quizás eso ya no importase, pues el destino estaba claro y cualquier senda que lo llevase hasta él sería el adecuado.
La fría brisa del atardecer hizo que se le erizara la piel, pero apenas fue consciente de ello, mientras continuaba su mecánico caminar. Un pensamiento cruzó entonces su mente: era de nuevo de noche. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que habían entrado en el templo? Recordaba que su llegada también había estado precedida de la oscuridad nocturna, pero todo lo que había sucedido después… era incapaz de calcular el tiempo pasado con exactitud. Ni siquiera era consciente de si el sol había estado en lo alto cuando había ido en busca de Nousis o si su conversación con él se había desarrollado en algún punto del amanecer, a pleno día o durante crepúsculo. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Acaso importaba?
Se percató entonces de que algo había cambiado a su alrededor. El suave ruido de las pisadas que lo había acompañado desde hacía horas había desaparecido, se había detenido. Sacudiendo la cabeza, como para despejar los temibles pensamientos que amenazaban con filtrarse en su conciencia, emprendió de nuevo su tránsito. No podía pensar en aquello, no era el momento, pues si lo hacía acabaría derrumbándose antes de poder siquiera alcanzar su destino.
“… no debes hacerlo nunca, Tarek, jamás. Es lo que nos distingue de ellos”
Aquellas palabras, susurradas en un momento de dolor, acudieron a su mente, como desde hacía décadas. Siempre que había dudado, aquella voz había vuelto a él, para recordarle le ética de su clan. Pero el susurro pronto trajo consigo gritos de dolor y desesperación. Un dolor que había trascendido lo físico, provocado por la impotencia de verse atrapado, incapaz de cambiar una situación cruel e insostenible.
Intentó acallar los gritos cubriéndose los oídos, pero fui inútil. El sonido procedía de su propia mente, de su propio ser. Sintió de nuevo la tensión del momento en sus extremidades, la necesidad de alzarse y luchar… de salvarla. Un ruido cercano lo sacó de su trance y, en la lejanía, pudo ver un ciervo corretear entre los árboles. Llevándose las manos a la cara intentó serenarse. No era momento para perderse en ese recuerdo, necesitaba tener la mente clara si quería que aquello funcionase.
Retomó nuevamente la marcha, mientras repasaba mentalmente sus siguientes pasos. Entrar sería sencillo. No sería la primera vez que lo hacía sin ser detectado. Salir en cambio… pero, ¿acaso importaba? Le sorprendió descubrir que la respuesta a esa pregunta era un claro no. Ya nada importaba, excepto cumplir su promesa. Sin embargo, no fue la voz de Eithelen la que se sobrepuso a ese pensamiento, sino la Nousis.
“Nos veremos pronto, volveré con ella. De modo que cuídate. ¿De acuerdo?”
¿Por qué había acudido a él? Por qué había recorrido medio Sandorai tras despertarse de aquel comatoso sueño en el que ella lo había sumido, para pedir ayuda a un… extraño. Porque, aunque habían compartido aventuras y confiado en la buena voluntad del otro, en el fondo, seguían siendo extraños. Tarek nunca le había peguntado cuáles eran sus motivaciones, que era lo que guiaba sus pasos… apenas sabía retazos de su vida, que el propio Indirel le había proporcionado. Sin embargo, había sido la primera persona en acudir a su mente cuando había despertado. ¿Por qué? La respuesta era sencilla: porque, una vez descubierta la verdad, no quedaba nadie más. No tenía a nadie a quién acudir… al igual que ella. Nousis había sido el único nexo entre ellos dos hasta aquel momento y ella parecía confiar en él.
El peso de aquella arma que le era ajena pareció intensificarse cuando la humana… cuando Iori acudió a su mente. Lo único que había permanecido de ella en el templo, tras los eventos que siguieron a la visión, habían sido sus pertenecías. Su simple morral y aquel bastón que usaba para combatir. Se había marchado sin ellos… en Urd no se había separado nunca de aquellos objetos, como si los valorase por encima de todo. Sin embargo, ahora vagaba por, solo los dioses sabían dónde, desprovista de ellos. Tendría que encontrar un lugar donde dejarlos antes de… llegar. Quizás habría sido más acertado llevarlos a la aldea donde toda aquella desgracia había comenzado. ¿Por qué no había parado en cuanto vio los signos de lo que les esperaba?
“… todo tiene un precio. Más elevado cuanto más complejo es el camino. ¿Qué estás dispuesto a sacrificar para obtener lo que ya conoces...?”
Nan’ Kareis le había avisado, pero él, ciego de desesperación, había sido incapaz de medir la implicación de sus palabras. Todavía recordaba su respuesta a aquella pregunta, los pensamientos que habían cruzado su mente, la resolución a la que había llegado semanas tras la caída de Nytt Hus… No debería haber ido a buscarla, jamás deberían haber pisado esa playa, recorrido esos bosques y haberse adentrado en aquel maldito lugar.
De forma inconsciente, se llevó una mano al cuello. Pero rápidamente la retiró y, tras cerciorarse de que seguía en la dirección correcta, prosiguió su camino. Pronto estaría allí.
Las luces titilaban en el interior de las casas. Algunas antorchas iluminaban las pasarelas que unían los espacios entre los árboles. Todo estaba en calma. Desde su llegada, apenas había visto atravesar a un par de personas aquella área. Todo parecía… normal. Nada había cambiado, nada excepto él mismo. Como sucedía cada mes, aquel era el día de reunión del consejo y la mayor parte del clan se encontraba en las Salas de Honor discutiendo alguno de los muchos asuntos que asolaban aquellas tierras.¿Comunicaría alguien acaso lo sucedido en la Playa de los Ancestros? No sabía si alguno de los elfos que los habían atacado había sobrevivido, pero dudaba que no se hubiese redoblado la guardia en caso de que esa información hubiese llegado hasta allí. Si alguno de los Ojosveres de la playa siguiese con vida, seguramente ella ya sabría lo ocurrido y habría enviado a más patrullas a vigilar. Sin embargo, su llegada al Campamento Sur había sido sencilla, sin encuentros indeseados y sin obstáculos que salvar. Nada parecía indicar que lo sucedido en la playa hubiese trascendido hasta los dominios de los Ojosverdes.
Un pequeño grupo de miembros del clan se dispersó por las pasarelas cercanas. La reunión pública debía haber acabado, ahora se tratarían asuntos de bagaje mayor. ¿Habrían discutido en alguna de esas juntas la muerte de Eithelen? Quizás discutiesen en aquel momento qué hacer con él, si acababan atrapándolo. Las imágenes de lo sucedido a aquella humana y los desesperados gritos de Eithelen acudieron de nuevo a su mente. Aquel era el castigo que los Ojosverdes brindaban a los traidores, el que ella había sufrido en el lugar de Eithelen… el que Tarek sufriría si lo atrapaban.
Los filosos bordes del vial de vidrio se clavaron en su palma derecha, cuando apretó las manos con fuerza, en un intento de que el dolor borrase aquellas escenas de su mente. Quizás no saliese de allí con vida, pero no les daría la satisfacción de acabar con él como habían hecho con su progenitor… como habían hecho con ella. Un nuevo escalofrío lo invadió al recordar que ambos habían sentido en su propio ser el suplicio al que habían sometido al líder de los Inglorien y su… amada. Él temía aquel castigo, ella ya lo había experimentado.
Incapaz de sostenerse en pie, se dejó resbalar por la pared de la cabaña. No sabía cuánto tiempo duraría el segundo cónclave del clan. Nunca lo sabían. No se le había permitido asistir a ninguno, pero recordaba esperar en aquel mismo lugar el regreso de Dhonara y, con ella, la nuevas sobre su siguiente misión. Aquel lugar, que había sido como su segunda casa, se tornaba ahora ajeno, hostil.
“… no debes hacerlo nunca, Tarek, jamás…”
Las palabras acudieron de nuevo a su mente. La voz, aquel calmado susurro, sustituyó por un segundo los gritos de desesperación. Pero ya no había marcha atrás. En realidad, nunca la había habido.
- Tu tampoco deberías haberlo hecho –susurró para si- Supongo que todos acabamos pagando un alto precio por aquello que no deberíamos hacer.
Ya había entregado algo irremplazable por conocimiento. ¿Qué más le quedaba por perder? Había vivido toda su vida persiguiendo una venganza fundada en engaños, intentando vengar la muerte de alguien que le había ocultado la verdad, viviendo entre sus verdugos… viviendo una mentira. La única certeza que le quedaba, se borraba poco a poco de su piel. Pero cumpliría su promesa antes de que desapareciese del todo. Era un proscrito en su tierra, un paria, y pronto, si sobrevivía a aquella noche, sería un prófugo. Pagaría una última vez el precio por su estupidez. Lo que pasase a partir de ese momento, solo los dioses podrían dictarlo.
Guardándose la botella a buen recaudo, se levantó, hasta fundirse entre las sombras, mientras un compás de crujidos indicaba que la propietaria de la casa regresaba a su hogar. Una leve estela de luz se coló por el resquicio de la puerta, cuando la elfa la abrió, quedando inmediatamente opacada por la sombra de la propia mujer. Con paso decidido, avanzó hasta el centro de la sala, ocupada por una larga mesa de estudio, sobre la que se distribuían planos y esquemas de batalla. Los Ojosverdes habían traicionado al resto de clanes élficos, contraviniendo las órdenes del Consejo… ahora se preparaban para la guerra.
Con un movimiento fluido, Dhonara encendió las velas que ocupaban la periferia de la mesa. Las espectrales sombras que proyectaron apenas alcanzaron a iluminar el contorno del escritorio, que la elfa despejó con un rápido ademán, colocando sobre el tablero nuevos planos y bosquejos.
- Sabía que vendrías –su voz sonó calmada- Siempre fuiste hábil para colarte en los sitios en los que no debías estar. Para moverte sin ser visto –girándose, se apoyó contra el borde de la mesa, antes de esbozar una cálida sonrisa en su dirección- Bienvenido a casa, Tarek.
Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por el sonido que hacían sus pisadas sobre las hojas secas que cubrían el imperceptible sendero que había decidido seguir. Un camino que probablemente hacía tiempo que había perdido, aunque quizás eso ya no importase, pues el destino estaba claro y cualquier senda que lo llevase hasta él sería el adecuado.
La fría brisa del atardecer hizo que se le erizara la piel, pero apenas fue consciente de ello, mientras continuaba su mecánico caminar. Un pensamiento cruzó entonces su mente: era de nuevo de noche. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que habían entrado en el templo? Recordaba que su llegada también había estado precedida de la oscuridad nocturna, pero todo lo que había sucedido después… era incapaz de calcular el tiempo pasado con exactitud. Ni siquiera era consciente de si el sol había estado en lo alto cuando había ido en busca de Nousis o si su conversación con él se había desarrollado en algún punto del amanecer, a pleno día o durante crepúsculo. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Acaso importaba?
Se percató entonces de que algo había cambiado a su alrededor. El suave ruido de las pisadas que lo había acompañado desde hacía horas había desaparecido, se había detenido. Sacudiendo la cabeza, como para despejar los temibles pensamientos que amenazaban con filtrarse en su conciencia, emprendió de nuevo su tránsito. No podía pensar en aquello, no era el momento, pues si lo hacía acabaría derrumbándose antes de poder siquiera alcanzar su destino.
“… no debes hacerlo nunca, Tarek, jamás. Es lo que nos distingue de ellos”
Aquellas palabras, susurradas en un momento de dolor, acudieron a su mente, como desde hacía décadas. Siempre que había dudado, aquella voz había vuelto a él, para recordarle le ética de su clan. Pero el susurro pronto trajo consigo gritos de dolor y desesperación. Un dolor que había trascendido lo físico, provocado por la impotencia de verse atrapado, incapaz de cambiar una situación cruel e insostenible.
Intentó acallar los gritos cubriéndose los oídos, pero fui inútil. El sonido procedía de su propia mente, de su propio ser. Sintió de nuevo la tensión del momento en sus extremidades, la necesidad de alzarse y luchar… de salvarla. Un ruido cercano lo sacó de su trance y, en la lejanía, pudo ver un ciervo corretear entre los árboles. Llevándose las manos a la cara intentó serenarse. No era momento para perderse en ese recuerdo, necesitaba tener la mente clara si quería que aquello funcionase.
Retomó nuevamente la marcha, mientras repasaba mentalmente sus siguientes pasos. Entrar sería sencillo. No sería la primera vez que lo hacía sin ser detectado. Salir en cambio… pero, ¿acaso importaba? Le sorprendió descubrir que la respuesta a esa pregunta era un claro no. Ya nada importaba, excepto cumplir su promesa. Sin embargo, no fue la voz de Eithelen la que se sobrepuso a ese pensamiento, sino la Nousis.
“Nos veremos pronto, volveré con ella. De modo que cuídate. ¿De acuerdo?”
¿Por qué había acudido a él? Por qué había recorrido medio Sandorai tras despertarse de aquel comatoso sueño en el que ella lo había sumido, para pedir ayuda a un… extraño. Porque, aunque habían compartido aventuras y confiado en la buena voluntad del otro, en el fondo, seguían siendo extraños. Tarek nunca le había peguntado cuáles eran sus motivaciones, que era lo que guiaba sus pasos… apenas sabía retazos de su vida, que el propio Indirel le había proporcionado. Sin embargo, había sido la primera persona en acudir a su mente cuando había despertado. ¿Por qué? La respuesta era sencilla: porque, una vez descubierta la verdad, no quedaba nadie más. No tenía a nadie a quién acudir… al igual que ella. Nousis había sido el único nexo entre ellos dos hasta aquel momento y ella parecía confiar en él.
El peso de aquella arma que le era ajena pareció intensificarse cuando la humana… cuando Iori acudió a su mente. Lo único que había permanecido de ella en el templo, tras los eventos que siguieron a la visión, habían sido sus pertenecías. Su simple morral y aquel bastón que usaba para combatir. Se había marchado sin ellos… en Urd no se había separado nunca de aquellos objetos, como si los valorase por encima de todo. Sin embargo, ahora vagaba por, solo los dioses sabían dónde, desprovista de ellos. Tendría que encontrar un lugar donde dejarlos antes de… llegar. Quizás habría sido más acertado llevarlos a la aldea donde toda aquella desgracia había comenzado. ¿Por qué no había parado en cuanto vio los signos de lo que les esperaba?
“… todo tiene un precio. Más elevado cuanto más complejo es el camino. ¿Qué estás dispuesto a sacrificar para obtener lo que ya conoces...?”
Nan’ Kareis le había avisado, pero él, ciego de desesperación, había sido incapaz de medir la implicación de sus palabras. Todavía recordaba su respuesta a aquella pregunta, los pensamientos que habían cruzado su mente, la resolución a la que había llegado semanas tras la caída de Nytt Hus… No debería haber ido a buscarla, jamás deberían haber pisado esa playa, recorrido esos bosques y haberse adentrado en aquel maldito lugar.
De forma inconsciente, se llevó una mano al cuello. Pero rápidamente la retiró y, tras cerciorarse de que seguía en la dirección correcta, prosiguió su camino. Pronto estaría allí.
[…]
Las luces titilaban en el interior de las casas. Algunas antorchas iluminaban las pasarelas que unían los espacios entre los árboles. Todo estaba en calma. Desde su llegada, apenas había visto atravesar a un par de personas aquella área. Todo parecía… normal. Nada había cambiado, nada excepto él mismo. Como sucedía cada mes, aquel era el día de reunión del consejo y la mayor parte del clan se encontraba en las Salas de Honor discutiendo alguno de los muchos asuntos que asolaban aquellas tierras.¿Comunicaría alguien acaso lo sucedido en la Playa de los Ancestros? No sabía si alguno de los elfos que los habían atacado había sobrevivido, pero dudaba que no se hubiese redoblado la guardia en caso de que esa información hubiese llegado hasta allí. Si alguno de los Ojosveres de la playa siguiese con vida, seguramente ella ya sabría lo ocurrido y habría enviado a más patrullas a vigilar. Sin embargo, su llegada al Campamento Sur había sido sencilla, sin encuentros indeseados y sin obstáculos que salvar. Nada parecía indicar que lo sucedido en la playa hubiese trascendido hasta los dominios de los Ojosverdes.
Un pequeño grupo de miembros del clan se dispersó por las pasarelas cercanas. La reunión pública debía haber acabado, ahora se tratarían asuntos de bagaje mayor. ¿Habrían discutido en alguna de esas juntas la muerte de Eithelen? Quizás discutiesen en aquel momento qué hacer con él, si acababan atrapándolo. Las imágenes de lo sucedido a aquella humana y los desesperados gritos de Eithelen acudieron de nuevo a su mente. Aquel era el castigo que los Ojosverdes brindaban a los traidores, el que ella había sufrido en el lugar de Eithelen… el que Tarek sufriría si lo atrapaban.
Los filosos bordes del vial de vidrio se clavaron en su palma derecha, cuando apretó las manos con fuerza, en un intento de que el dolor borrase aquellas escenas de su mente. Quizás no saliese de allí con vida, pero no les daría la satisfacción de acabar con él como habían hecho con su progenitor… como habían hecho con ella. Un nuevo escalofrío lo invadió al recordar que ambos habían sentido en su propio ser el suplicio al que habían sometido al líder de los Inglorien y su… amada. Él temía aquel castigo, ella ya lo había experimentado.
Incapaz de sostenerse en pie, se dejó resbalar por la pared de la cabaña. No sabía cuánto tiempo duraría el segundo cónclave del clan. Nunca lo sabían. No se le había permitido asistir a ninguno, pero recordaba esperar en aquel mismo lugar el regreso de Dhonara y, con ella, la nuevas sobre su siguiente misión. Aquel lugar, que había sido como su segunda casa, se tornaba ahora ajeno, hostil.
“… no debes hacerlo nunca, Tarek, jamás…”
Las palabras acudieron de nuevo a su mente. La voz, aquel calmado susurro, sustituyó por un segundo los gritos de desesperación. Pero ya no había marcha atrás. En realidad, nunca la había habido.
- Tu tampoco deberías haberlo hecho –susurró para si- Supongo que todos acabamos pagando un alto precio por aquello que no deberíamos hacer.
Ya había entregado algo irremplazable por conocimiento. ¿Qué más le quedaba por perder? Había vivido toda su vida persiguiendo una venganza fundada en engaños, intentando vengar la muerte de alguien que le había ocultado la verdad, viviendo entre sus verdugos… viviendo una mentira. La única certeza que le quedaba, se borraba poco a poco de su piel. Pero cumpliría su promesa antes de que desapareciese del todo. Era un proscrito en su tierra, un paria, y pronto, si sobrevivía a aquella noche, sería un prófugo. Pagaría una última vez el precio por su estupidez. Lo que pasase a partir de ese momento, solo los dioses podrían dictarlo.
Guardándose la botella a buen recaudo, se levantó, hasta fundirse entre las sombras, mientras un compás de crujidos indicaba que la propietaria de la casa regresaba a su hogar. Una leve estela de luz se coló por el resquicio de la puerta, cuando la elfa la abrió, quedando inmediatamente opacada por la sombra de la propia mujer. Con paso decidido, avanzó hasta el centro de la sala, ocupada por una larga mesa de estudio, sobre la que se distribuían planos y esquemas de batalla. Los Ojosverdes habían traicionado al resto de clanes élficos, contraviniendo las órdenes del Consejo… ahora se preparaban para la guerra.
Con un movimiento fluido, Dhonara encendió las velas que ocupaban la periferia de la mesa. Las espectrales sombras que proyectaron apenas alcanzaron a iluminar el contorno del escritorio, que la elfa despejó con un rápido ademán, colocando sobre el tablero nuevos planos y bosquejos.
- Sabía que vendrías –su voz sonó calmada- Siempre fuiste hábil para colarte en los sitios en los que no debías estar. Para moverte sin ser visto –girándose, se apoyó contra el borde de la mesa, antes de esbozar una cálida sonrisa en su dirección- Bienvenido a casa, Tarek.
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Entreabrió los ojos cuando notó como la fuente de calor que tenía encima se alejaba. La mirada azul sin embargo no enfocó, por lo que apenas pudo distinguir sombras que se movían frente a ella sin un patrón reconocible. Parpadeó, tratando de vencer por un momento el sopor. Los gritos estuvieron a punto de sacarla del trance. Pero el abundante aroma a sangre la arrastró de nuevo a su personal infierno.
El infierno que había experimentado Ayla.
Iori prácticamente se había atragantado con la sangre, en el momento en el que aquella elfa, Dhonara, había apoyado el filo de la hoja sobre la lengua de Ayla. El brillo verde, malicioso en su mirada, quedó opacado ante el espeluznante dolor que la recorrió cuando abrió la carne. - Segundo, el gusto - Escuchó el grito, desde el fondo de sus pulmones taladrándole el cerebro, mientras su torturadora procedía a separar su lengua, deliberadamente despacio.
Ante la primera incisión, el líquido caliente llenó su boca. Manchó su mentón, saliendo de forma profusa y atravesó su garganta hacia a bajo. Tosió y trató de separarse de la elfa, pero los muñones amputados que le quedaban solamente resbalaban contra sus piernas al tratar de apartarla de ella.
Unos metros más allá, Eithelen no era capaz de pronunciar ninguna palabra coherente. Únicamente aullaba, y se debatía con toda la fuerza de su cuerpo. Pero liberarse de las sogas que atenazaban su cuerpo y sacarse a aquellos dos elfos de encima no sería tarea fácil.
Las lágrimas enturbiaron su vista, pero la satisfacción que sentía Dhonara se percibía fácilmente en el tono de sus palabras. - Usaremos tu dolor como pago por tu pecado. Como ofrenda para purificar la infame relación a la que arrastraste a uno de los mejores - ¿Aquel era su juicio? ¿Culpable por haber amado a un elfo? Un último intento por liberarse de aquello, por usar la palabra para defenderse, pero con un movimiento, la elfa separó por completo su lengua en el interior de su boca.
Ayla cayó hacia delante, de rodillas como estaba, apoyó los muñones sangrantes sobre el suelo. El dolor que le transmitió aquella parte de su cuerpo rivalizó con la sensación de ahogo y tormento que supuso sentir la amputación de su lengua. La sangre la ahogaba y su cuerpo temblaba de arriba a bajo en horribles estertores. Las heridas estaban causando que rápidamente se debilitase y, la sensación de que iba a desvanecerse de un momento a otro fue recibida por ella casi como un regalo.
Notó una ligera patada en su costado, que la derribó al suelo por completo. - No dejaré que te ausentes todavía. No hemos terminado. - La voz de Dhonara sonó cerca. Supo que se había inclinado sobre ella, y lo confirmó cuando notó como sus manos la agarraban por la cabeza. - ¿Me oyes? Bueno, no por mucho tiempo - y sin verla, supo que la elfa sonreía.
Y efectivamente, Iori sintió las manos más reales que nunca. No como hacía hasta ahora, mediante el cuerpo de Ayla en aquella visión del pasado. Ahora las sentía en su propia piel. Un destello gris, que estuvo a punto de mutar el miedo por la seguridad. Y todo se apagó de nuevo.
La humana no fue ya consciente de lo que sucedía en su entorno. No pudo ver como Nousis acababa, en una terrorífica carnicería con las siete personas que se encontraban en aquel momento en el establo. El olor a sangre se acentuó, de forma proporcional al silencio que el elfo instauró. La quietud llegó, después de días, al establo en el que ella llevaba atada desde que la condujeran hasta allí.
Las manos que habían matado, se cernían ahora sobre ella con amabilidad. La liberó de sus ataduras y procedió a inspeccionar su estado. Tapar heridas, limpiar su cuerpo... apenas había comenzado cuando los pasos suaves de la hija del posadero se detuvieron en la entrada. El enorme grito que profirió alertó a todas las personas que estaban por la zona, menos a la humana. Iori se encontraba con la mente apagada, muy lejos de allí. - Cuéntame que le ha pasado o por los dioses que les seguirás - siseó el elfo de forma gélida.
La muchacha comenzó a sollozar mientras se agarra a la puerta, presa del pánico. No huyó, básicamente porque le temblaban las piernas. - Elanor, ¿Qué haces ahí? - se escucha la voz de reproche masculina tras ella. El dueño de la posada apareció en el marco de la puerta y enmudeció para pasar a ponerse blanco.
- Responde - instó al límite de su paciencia. - Y....yo...yo... apenas les traía hasta la puerta lo que nos encargaban. Llegó un elfo con ella hace cinco días. La invitó a comer en el salón principal pero ella no reaccionaba. La condujo hasta aquí y...- se detiene a llorar. - Ha estado en este establo desde entonces. - El hombre cubrió a su hija con un brazo y la arrimó a él, evidentemente desencajado por la escena. - La humana ya estaba en ese estado cuando apareció con ella - su voz sonaba a acusación. A intentar lavarse las manos. A dejar claro que, si le había pasado lo que le había pasado, había sido culpa de Iori.
Aquello fue más de lo que Nousis estaba dispuesto a escuchar sin hacer nada al respecto. Dejó a la humana tendida en el suelo y se acercó con paso firme hacia ellos. De una patada tiró hacia atrás al posadero, antes de emprenderla a puñetazos en pleno rostro. Con voz inhumanamente calmada mientras hacía eso, ordenó a la muchacha que permanecía en la puerta. - Dale algo de ropa. Y quizá no lo mate. -
La joven volvió a gritar y agachó la cabeza. - ¡¡LO HARE LO HARE!! - miro a Nou con lágrimas en los ojos y se giró de camino a la posada principal. El padre; sangrando, intenta protegerse mientras farfulla lleno de pánico - ¡Somos inocentes! ¡no hemos hecho nada! - El moreno entonces, como hastiado, se detuvo lentamente. - Sabías lo que estaba pasando. Debería matarte - consideró realmente, limpiándose el puño y regresando junto a Iori.
El elfo se arrastró por el suelo, alejándose de Nou hasta una distancia segura en la que se puso de pie tambaleándose. A trompicones, se alejó siguiendo los pasos de su hija hasta el edificio principal. Todo volvió a ser quietud en el establo de los horrores, un lugar en el que los únicos corazones que latían allí eran el del elfo, y una Iori que seguía pareciendo ajena a todo lo que la rodeaba. Y el fuerte olor a cerveza que procedía de ella no era la causa. O por lo menos, la única causa.
El moreno se inclinó hacia ella y le alzó el rostro para mirarla. Los ojos azules parecían desvaídos mientras el elfo analizaba su estado. No había reacción aparente en el rostro sin vida de la humana. Hasta que él trató de usar su poder. Las pupilas, dilatadas de la humana se estrecharon al instante, y su expresión se contrajo en un enorme gesto de lo que parecía ser dolor. El grito salió con fuerza, sonoro, de sus pulmones, haciéndola respirar de forma más agitada de lo que lo había hecho hasta entonces.
Todo su cuerpo se había sacudido como si, en lugar de sanación, Nousis le hubiera proporcionado un dolor exagerado al imponerle las manos.
-¿Qué demonios...? - alcanzó a murmurar, aún más intranquilo. Pensó si volver a probar, pero no se atrevió por miedo a que, efectivamente, hubiese sido él quien le hubiese arrancado ese alarido. La humana se incorporó de puro sobresalto ante el dolor, y miró desorientada a su alrededor. Su mirada perdida, mirando sin ver. Observó a Nousis a su lado, con un gesto evidente de no reconocer. Y sin embargo sus ojos se entrecerraron, mostrando un odio inusitado en ella. Una rabia febril que hizo que se le acelerase el corazón. Y con toda la velocidad de la que era dueña en aquel momento, la humana lanzó sus manos hacia él. Dejó que sus dedos se cerrasen sobre las dos orejas del elfo. Y tiró fuerte.
Nou le agarró entonces las manos, evitando males mayores para contrarrestar la fuerza que hacía ella. - Iori, soy yo. Iori - repitió algo más alto - ¿Qué te hicieron esos desgraciados, maldita sea? - preguntó retóricamente, entre la tristeza y la ira
El azul de sus ojos parecía distinto, más frío, carente de la chispa que el elfo conocía bien en ella. Respiró muy agitadamente, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo y le enseñó los dientes. - La matasteis... por vuestra culpa... era la persona más pura... - debido a las manos del elfo, no le fue posible seguir tirando de sus orejas, pero entonces Nousis sintió como las uñas de la humana se clavaron detrás.
- Iori ¡Soy yo! ¡Nousis! - trató de inmovilizarla para no hacerle daño ni sufrirlo
La mirada desaforada se volvió vidriosa, al tiempo que la fuerza de las manos de la humana se aligeraba. La cercanía con la que lo estaba aferrando de las orejas posibilitó que, con el cuerpo recuperando el estado laxo inicial, venciese hacia delante para apoyarse contra el moreno. - La... l.... - cerró los ojos antes de caer con la frente sobre su pecho, perdiendo por completo el tono muscular. - destruiste....is....-
La mente de la humana se volvió a apagar. Lejos del dolor de sus heridas, de la angustia de sus recuerdos. Pero no fue un apagón completo. Allí, en la parte más íntima de su conciencia, la esperaba la memoria de lo visto en el templo.
La forma en la que su madre murió a manos de los elfos.
El infierno que había experimentado Ayla.
Iori prácticamente se había atragantado con la sangre, en el momento en el que aquella elfa, Dhonara, había apoyado el filo de la hoja sobre la lengua de Ayla. El brillo verde, malicioso en su mirada, quedó opacado ante el espeluznante dolor que la recorrió cuando abrió la carne. - Segundo, el gusto - Escuchó el grito, desde el fondo de sus pulmones taladrándole el cerebro, mientras su torturadora procedía a separar su lengua, deliberadamente despacio.
Ante la primera incisión, el líquido caliente llenó su boca. Manchó su mentón, saliendo de forma profusa y atravesó su garganta hacia a bajo. Tosió y trató de separarse de la elfa, pero los muñones amputados que le quedaban solamente resbalaban contra sus piernas al tratar de apartarla de ella.
Unos metros más allá, Eithelen no era capaz de pronunciar ninguna palabra coherente. Únicamente aullaba, y se debatía con toda la fuerza de su cuerpo. Pero liberarse de las sogas que atenazaban su cuerpo y sacarse a aquellos dos elfos de encima no sería tarea fácil.
Las lágrimas enturbiaron su vista, pero la satisfacción que sentía Dhonara se percibía fácilmente en el tono de sus palabras. - Usaremos tu dolor como pago por tu pecado. Como ofrenda para purificar la infame relación a la que arrastraste a uno de los mejores - ¿Aquel era su juicio? ¿Culpable por haber amado a un elfo? Un último intento por liberarse de aquello, por usar la palabra para defenderse, pero con un movimiento, la elfa separó por completo su lengua en el interior de su boca.
Ayla cayó hacia delante, de rodillas como estaba, apoyó los muñones sangrantes sobre el suelo. El dolor que le transmitió aquella parte de su cuerpo rivalizó con la sensación de ahogo y tormento que supuso sentir la amputación de su lengua. La sangre la ahogaba y su cuerpo temblaba de arriba a bajo en horribles estertores. Las heridas estaban causando que rápidamente se debilitase y, la sensación de que iba a desvanecerse de un momento a otro fue recibida por ella casi como un regalo.
Notó una ligera patada en su costado, que la derribó al suelo por completo. - No dejaré que te ausentes todavía. No hemos terminado. - La voz de Dhonara sonó cerca. Supo que se había inclinado sobre ella, y lo confirmó cuando notó como sus manos la agarraban por la cabeza. - ¿Me oyes? Bueno, no por mucho tiempo - y sin verla, supo que la elfa sonreía.
Y efectivamente, Iori sintió las manos más reales que nunca. No como hacía hasta ahora, mediante el cuerpo de Ayla en aquella visión del pasado. Ahora las sentía en su propia piel. Un destello gris, que estuvo a punto de mutar el miedo por la seguridad. Y todo se apagó de nuevo.
La humana no fue ya consciente de lo que sucedía en su entorno. No pudo ver como Nousis acababa, en una terrorífica carnicería con las siete personas que se encontraban en aquel momento en el establo. El olor a sangre se acentuó, de forma proporcional al silencio que el elfo instauró. La quietud llegó, después de días, al establo en el que ella llevaba atada desde que la condujeran hasta allí.
Las manos que habían matado, se cernían ahora sobre ella con amabilidad. La liberó de sus ataduras y procedió a inspeccionar su estado. Tapar heridas, limpiar su cuerpo... apenas había comenzado cuando los pasos suaves de la hija del posadero se detuvieron en la entrada. El enorme grito que profirió alertó a todas las personas que estaban por la zona, menos a la humana. Iori se encontraba con la mente apagada, muy lejos de allí. - Cuéntame que le ha pasado o por los dioses que les seguirás - siseó el elfo de forma gélida.
La muchacha comenzó a sollozar mientras se agarra a la puerta, presa del pánico. No huyó, básicamente porque le temblaban las piernas. - Elanor, ¿Qué haces ahí? - se escucha la voz de reproche masculina tras ella. El dueño de la posada apareció en el marco de la puerta y enmudeció para pasar a ponerse blanco.
- Responde - instó al límite de su paciencia. - Y....yo...yo... apenas les traía hasta la puerta lo que nos encargaban. Llegó un elfo con ella hace cinco días. La invitó a comer en el salón principal pero ella no reaccionaba. La condujo hasta aquí y...- se detiene a llorar. - Ha estado en este establo desde entonces. - El hombre cubrió a su hija con un brazo y la arrimó a él, evidentemente desencajado por la escena. - La humana ya estaba en ese estado cuando apareció con ella - su voz sonaba a acusación. A intentar lavarse las manos. A dejar claro que, si le había pasado lo que le había pasado, había sido culpa de Iori.
Aquello fue más de lo que Nousis estaba dispuesto a escuchar sin hacer nada al respecto. Dejó a la humana tendida en el suelo y se acercó con paso firme hacia ellos. De una patada tiró hacia atrás al posadero, antes de emprenderla a puñetazos en pleno rostro. Con voz inhumanamente calmada mientras hacía eso, ordenó a la muchacha que permanecía en la puerta. - Dale algo de ropa. Y quizá no lo mate. -
La joven volvió a gritar y agachó la cabeza. - ¡¡LO HARE LO HARE!! - miro a Nou con lágrimas en los ojos y se giró de camino a la posada principal. El padre; sangrando, intenta protegerse mientras farfulla lleno de pánico - ¡Somos inocentes! ¡no hemos hecho nada! - El moreno entonces, como hastiado, se detuvo lentamente. - Sabías lo que estaba pasando. Debería matarte - consideró realmente, limpiándose el puño y regresando junto a Iori.
El elfo se arrastró por el suelo, alejándose de Nou hasta una distancia segura en la que se puso de pie tambaleándose. A trompicones, se alejó siguiendo los pasos de su hija hasta el edificio principal. Todo volvió a ser quietud en el establo de los horrores, un lugar en el que los únicos corazones que latían allí eran el del elfo, y una Iori que seguía pareciendo ajena a todo lo que la rodeaba. Y el fuerte olor a cerveza que procedía de ella no era la causa. O por lo menos, la única causa.
El moreno se inclinó hacia ella y le alzó el rostro para mirarla. Los ojos azules parecían desvaídos mientras el elfo analizaba su estado. No había reacción aparente en el rostro sin vida de la humana. Hasta que él trató de usar su poder. Las pupilas, dilatadas de la humana se estrecharon al instante, y su expresión se contrajo en un enorme gesto de lo que parecía ser dolor. El grito salió con fuerza, sonoro, de sus pulmones, haciéndola respirar de forma más agitada de lo que lo había hecho hasta entonces.
Todo su cuerpo se había sacudido como si, en lugar de sanación, Nousis le hubiera proporcionado un dolor exagerado al imponerle las manos.
-¿Qué demonios...? - alcanzó a murmurar, aún más intranquilo. Pensó si volver a probar, pero no se atrevió por miedo a que, efectivamente, hubiese sido él quien le hubiese arrancado ese alarido. La humana se incorporó de puro sobresalto ante el dolor, y miró desorientada a su alrededor. Su mirada perdida, mirando sin ver. Observó a Nousis a su lado, con un gesto evidente de no reconocer. Y sin embargo sus ojos se entrecerraron, mostrando un odio inusitado en ella. Una rabia febril que hizo que se le acelerase el corazón. Y con toda la velocidad de la que era dueña en aquel momento, la humana lanzó sus manos hacia él. Dejó que sus dedos se cerrasen sobre las dos orejas del elfo. Y tiró fuerte.
Nou le agarró entonces las manos, evitando males mayores para contrarrestar la fuerza que hacía ella. - Iori, soy yo. Iori - repitió algo más alto - ¿Qué te hicieron esos desgraciados, maldita sea? - preguntó retóricamente, entre la tristeza y la ira
El azul de sus ojos parecía distinto, más frío, carente de la chispa que el elfo conocía bien en ella. Respiró muy agitadamente, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo y le enseñó los dientes. - La matasteis... por vuestra culpa... era la persona más pura... - debido a las manos del elfo, no le fue posible seguir tirando de sus orejas, pero entonces Nousis sintió como las uñas de la humana se clavaron detrás.
- Iori ¡Soy yo! ¡Nousis! - trató de inmovilizarla para no hacerle daño ni sufrirlo
La mirada desaforada se volvió vidriosa, al tiempo que la fuerza de las manos de la humana se aligeraba. La cercanía con la que lo estaba aferrando de las orejas posibilitó que, con el cuerpo recuperando el estado laxo inicial, venciese hacia delante para apoyarse contra el moreno. - La... l.... - cerró los ojos antes de caer con la frente sobre su pecho, perdiendo por completo el tono muscular. - destruiste....is....-
La mente de la humana se volvió a apagar. Lejos del dolor de sus heridas, de la angustia de sus recuerdos. Pero no fue un apagón completo. Allí, en la parte más íntima de su conciencia, la esperaba la memoria de lo visto en el templo.
La forma en la que su madre murió a manos de los elfos.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
La nube oscura de sus pensamientos no llegó a abandonarle. Cada fibra de su ser vibraba de una ira helada, profunda y descarnada. La visión de Iori a merced de esos demonios con máscaras de hijos de Sandorai fue demasiado para que su autocontrol tuviese alguna posibilidad. Los golpes a su orgullo en Urd y Ciudad Lagarto aligeraron su espada de una manera que nunca creyó posible, el dolor por Nilian, y la maldad que incluso parte de su propia raza llevaba consigo sólo colocaron ante él la más simple opción que el mundo le había permitido: violencia.
Como tajos, las discusiones con esa misma humana sacudieron su mente, repitiéndose una y otra vez. La defensa de los suyos. ¿Qué motivos habían tenido para lo que había presenciado más allá del propio goce por el sufrimiento ajeno? Sandorai se había descarriado, y la ponzoña exterior había envenenado incluso raíces cercanas a Árbol Madre. No obstante, incluso la culpa tenía padre, y madre. El individualismo de los humanos, el egoísmo de los brujos, la monstruosidad de los vampiros, el salvajismo de los licántropos. Había contemplado pruebas de todo ello en su pueblo, en su especie, en aquellos que debían soportar la carga de la luz. Las atrocidades cometidas con Iori le abrieron los ojos a un nuevo nivel de pesadumbre. Sacudió la cabeza.
Ni Iyethil ni el Consejo debían regir los destinos de las gentes de la foresta. Nadie parecia consciente de que el mundo se derrumbaba. Sólo él. Y rememoró las palabras de la falsa Tyrande, la misma que casi había terminado con él tiempo atrás, en los últimos compases de la guerra. Nousis Indirel, rey del Árbol Llameante. Una gigantesca locura que allí, con el maltratado cuerpo de Iori sujeto por sus brazos, sopesaba de una forma infernalmente serenada.
Quiza, si su existencia convivía con un mundo roto, a la deriva, salvar a su pueblo tan sólo constituía un objetivo tuerto, una meta infantil que le había impedido ser consciente de la realidad. Con una seriedad que sólo podía nacer de un odio cuya profundidad sólo a los dioses les era permitido conocer en su totalidad, el elfo acarició con su mirada gris el enflaquecido semblante de la humana. Debía ser paciente, aún no estaba preparado, a pesar de su destreza. Folnaien sería el primer paso. Él tomaría el lugar de su líder, su asiento en el Consejo de Árbol Madre. No sería fácil, y no tenía otra salida. No, si deseaba lograr sus objetivos. Las cosas no podían seguir así. Aerandir nadaba en caos, presto a ahogarse. Jinetes Oscuros, discípulos del Hombre Muerto, plagas y guerras, elfos quitándose la vida entre sí dentro de sus propias fronteras. Sólo restaba hacerse una única promesa a sí mismo. Un enorme peso le produjo una sensación de desacostumbrada humildad.
¿Sería capaz?
Sólo una voz, irritada por la duda, respondió.
El comportamiento de la muchacha se ajustó de trágica manera a lo expresado por Tarek. No había exagerado un ápice. No era la misma, y el espadachín ni siquiera sabía si tan siquiera podía definirla como ella misma. La visión de esa mirada azul, antes enfadada, apasionada o desafiante, ahora únicamente parecía viva cuando algo la obligaba a salir de su ensimismamiento, buscando sacar de su interior una violencia cerval que tiempo atrás no había crecido en su mente y corazón.
Estremecido, recordó la inusitada reacción a su intento de paliar el dolor que le habían infligido. Nunca, de especie alguna, había escuchado acerca de la magia élfica transmutada en tortura para quien la recibía. Las claves del joven elfo recorrían la oscura senda de que había sido producto de ese templo. Todo convergía en los sucesos que Tarek y Iori compartieron. Lo sucedido en la posada, terrible e inhumano, debía ser de algún modo resultado de cuanto había perdido de sí misma en esa misión que habían compartido los dos hijos de Eithelen.
Con la humana delante de sí, como el jirón de una bandera antes desafiante, el espadachín fue descartando mentalmente diversos lugares que, seguros, pudiesen cobijarles a ambos y atender el lamentable estado de Iori. El caballo tomado de la posada piafó, alzando las orejas y escarbando un par de veces con una de las patas delanteras, como si percibiese la intranquilidad de su jinete, antes de ramonear, esperando nuevas órdenes.
Nou paseó la vista por el horizonte, al ascender por una colina de escasa altitud, cuyo número de árboles permitía examinar la región que tenía ante sí. Descabalgó, ayudando a su acompañante tomándola con delicadeza, evidenciando una manifiesta tristeza ante su ausencia de expresión en el rostro que tan bien conocía.
Ojeó su memoria, buscando concordar lo que veía con las ocasiones anteriores que había transitado por allí. Tanto él como Iori necesitaban con premura quitarse de encima sangre propia y ajena, y la revitalización que un buen baño otorgaba a músculos, piel y ánimo. No revistió demasiado tiempo antes de que el elfo fuese capaz de guiar sus pasos en la dirección correcta, y una leve sonrisa, que pronto desapareció asaeteada por el presente, nació con el murmullo del agua. Pocas cosas en el mundo lo agradaban tanto como la calma del fluir de los ríos de su tierra.
Se detuvo en la orilla, donde la hierba ondeaba por mor del suave viento, y dudó. Repasó con la mirada a Iori, vestida con las prendas que la cría de la posada le había podido prestar. Cardenales, sangre seca, los huesos en ella resultaban más evidentes. Nou exhaló con deliberada lentitud, buscando decidirse. Y recordándose que sólo buscaba ayudarla, mismo propósito que le había llevado a asesinar a todos aquellos elfos, a seguir la petición del Inglorien, la volvió a llevar en brazos, guiándola al interior de la corriente. A pesar de la diferencia térmica, la muchacha por algún motivo no opuso resistencia, y el espadachín, apenado, la desvistió con rapidez, llegando entonces a comprender el sufrimiento físico que había pasado por ella. Ambos avanzaron hasta que ella fue cubierta hasta el cuello, y el nativo limpió a conciencia los ropajes de ambos, antes de ponerlos a secar a pocos pasos del lugar por el que habían entrado a asearse.
La humana no se movió, mas Nousis realizó todo ello a la mayor velocidad que el peso del agua le permitió a sus piernas, temeroso de que algo le ocurriera, como una dócil infante que desconoce la manera de nadar. Él mismo sacó de su piel cada mancha de la sangre de quienes habían participado en el odioso entretenimiento. El aleteo de la idea de que sin duda otros habían escapado de su espada, otros que también se habían prestado a utilizarla de un modo tan cruel, atenazaba su realidad, produciéndole un espasmo que le hizo flexionar sus dedos a modo de garras, antes de ser capaz de relajar sus manos. No se detuvo a contar la cantidad de cortes que relataban el tiempo en aquel sórdido lugar. Sólo al ver la coloración de alguna de sus heridas comprendió que quien debía tratarla tenía que hacerlo cuanto antes.
Ajena al frio, seguramente con la temperatura corporal ya acompasada a la del líquido que la rodeaba, la humana permanecía serena, inamovible. Tomando su segundo paño, tras haber utilizado el suyo, tinto en rojo, y una vez limpio, vuelto a colocar junto al resto de la ropa, decidió comenzar con el cuerpo de su compañera.
No pudo evitar sentir un instante de culpabilidad, incluso a pesar de que sus acciones nada tenían por objeto más allá de ayudarla a recuperarse. Con el pedazo de tejido húmedo, fue eliminando las pruebas más evidentes de los sucesos que había soportado, en un silencio que nada tenía de agradable. Se alegró de comprobar que la reacción que había tenido a su magia no se repetía con el cuidado que proporcionaba a su piel. Con cuidado, limpió la cara de Iori, quitando posteriormente de su cabello el recuerdo del olor del establo, la sangre, el humo de la taberna y otras pestilencias. Tomó su rostro con la mano diestra, buscando un atisbo de ella en parte alguna. No tuvo éxito, y apesadumbrado, giró el semblante hacia un lado. Intentando que ambos caminasen hacia la orilla, constató que la muchacha se resistía a moverse. El espadachín la ayudó, hasta sentarla en la hierba. Sus piernas, al margen de las mismas heridas y golpes que presentaba el resto de su cuerpo, no tenían nada más acuciante. Fue al contemplar las plantas de sus pies cuando los ojos grises del elfo volvieron a mostrar un tinte peligroso, comprendiendo que debía de haber incendiado la posada, que su exterminio había resultado escaso en tiempo y forma, pues habían infligido en Iori lesiones en las plantas de ambos pies que casi la incapacitaban para caminar por sus medios. Maldijo en su lengua natal, con todas las oscuras palabras que conocía. Y como un relámpago, eso le llevó a revivir la gran discusión que había tenido con esa maldita pelirroja. Arrogante, iracunda, mordaz. El espadachín pensó en la mirada que lo traspasaría al verle llegar con una humana en ese estado, y nada menos que pidiéndole ayuda. Se sintió mortificado.
Claro que era su única opción.
-¡¡¿TÚ?!!- gritó Fera nada más abrir la puerta. El pueblo, tranquilo y enclavado en un cruce de caminos, vivía de la peregrinación de eruditos a causa de sus antiguas ruinas y numerosos volúmenes que su biblioteca albergaba, pero sobre todo de los intercambios comerciales que utilizaban el emplazamiento como punto de descanso o reabastecimiento. Conocido por Nousis por el primero de ambos motivos, sus diferencias con la galena radicaron en teorías opuestas acerca de sendas investigaciones sobre la figura de Koethnim Maleil. El orgullo de ambos pudo más que una breve atracción de unas largas noches. Aquella fue la única vez en su vida que alguien le había llamado ignorante.
La mujer pasó entonces una rápida e inquisitiva mirada por Iori, y se hizo rápidamente a un lado, comprendiendo la situación en cuestión de segundos. Nousis se alegró. No se veía capaz de relatar lo ocurrido en la puerta de su conocida.
Con indicaciones silenciosas, el elfo llevó a la humana hasta la habitación que servía a la médico como consulta de primera instancia. Apenas había cambiado el interior de la residencia de la mujer, más allá de un aumento de frascos, hierbas y alfombras. Por inercia, dirigió una rápida mirada al techo, recordando que las estancias privadas de Fera se hallaban en la planta superior de la edificación.
-Algo le ha afectado a la mente- resumió Nousis, sin mirarla, contemplando a Iori- Nada sé de ello. La rescaté ayer mismo. Nuestra magia la afecta de una manera retorcida, como si la dañase. ¿Puedes curarla? – inquirió, con la preocupación dibujada en el rostro.
La pelirroja movió la cabeza hacia un lado, como buscando descifrar algo en él.
-¿Te has dado cuenta que es humana?- atacó sin disimular un tremendo sarcasmo.
- La he limpiado en el Irial lo mejor que he podido, pero la curación no se encuentra entre mis estudios- replicó el espadachín.
-Debe de importarte para haberte dignado a traerla a mí- volvió a molestar la elfa conscientemente- Y no, por supuesto que no lo está- clavó sus ojos claros en la hermosa espada del Indirel.
-¿Puedes curarla?- repitió. Fera alzó una mano, conminándolo a permanecer en silencio. Y de ese modo estuvo, a lo largo de una hora que asemejó a un día, mientras la galena examinaba punto por punto cada parte del cuerpo de la hija de Eithelen.
Un punto de aversión impregnó su mirada, anulado pronto tras la máscara de la compostura fruto de su profesión.
-Ha sido torturada- volvió sus ojos a Nou- ¿lo sabías, no es así?- éste asintió lentamente.
-Algunos de los nuestros- explicó- No volverán a hacer daño.
-Has hecho bien- aceptó ella, regresando a inspeccionar a Iori- La has adecentado como un principiante, peor que uno de mis aprendices, pero al menos no corre riesgo de infección, salvo en algunas de las peores heridas. La trataré de inmediato. Me ayudarás a lavarla con agua tibia y jabón. Tú también desprendes aún un rastro de sangre ajena. Pareces un lobo tras haber comido, me desagrada- soltó- Vete arriba. Cuando no ofendas mi olfato me ayudarás.
Nou se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua. No era el momento para algo así. Había esperado un peor recibimiento.
Iba a salir de la habitación, cuando Fera le dirigió unas últimas palabras.
-No morirá, no conmigo aquí. Sin embargo, la mente es algo complejo. Si ha sido dañada con magia, tal vez no se pueda hacer nada. Si es producto de un trauma, o de algo vivido, quizá consiga que retorne en sí. Tienes que estar preparado para la posibilidad de que cuanto pueda ser curado sea su cuerpo.
El espadachín, con la mano en el dintel de la puerta, no se volvió, asimilando lo escuchado.
-Haz cuanto puedas por ella. No dudes que te pagaré lo que sea necesario.
La elfa percibió el tono en la voz de aquel que tanto había llegado a irritarla. Y su rostro se suavizó teñido por una compasión que él no llegó a ver.
-Has cambiado, Nou- éste negó con la cabeza.
-He comprendido, y eso es mucho más peligroso- explicó, dejando solas a ambas mujeres.
Como tajos, las discusiones con esa misma humana sacudieron su mente, repitiéndose una y otra vez. La defensa de los suyos. ¿Qué motivos habían tenido para lo que había presenciado más allá del propio goce por el sufrimiento ajeno? Sandorai se había descarriado, y la ponzoña exterior había envenenado incluso raíces cercanas a Árbol Madre. No obstante, incluso la culpa tenía padre, y madre. El individualismo de los humanos, el egoísmo de los brujos, la monstruosidad de los vampiros, el salvajismo de los licántropos. Había contemplado pruebas de todo ello en su pueblo, en su especie, en aquellos que debían soportar la carga de la luz. Las atrocidades cometidas con Iori le abrieron los ojos a un nuevo nivel de pesadumbre. Sacudió la cabeza.
Ni Iyethil ni el Consejo debían regir los destinos de las gentes de la foresta. Nadie parecia consciente de que el mundo se derrumbaba. Sólo él. Y rememoró las palabras de la falsa Tyrande, la misma que casi había terminado con él tiempo atrás, en los últimos compases de la guerra. Nousis Indirel, rey del Árbol Llameante. Una gigantesca locura que allí, con el maltratado cuerpo de Iori sujeto por sus brazos, sopesaba de una forma infernalmente serenada.
Quiza, si su existencia convivía con un mundo roto, a la deriva, salvar a su pueblo tan sólo constituía un objetivo tuerto, una meta infantil que le había impedido ser consciente de la realidad. Con una seriedad que sólo podía nacer de un odio cuya profundidad sólo a los dioses les era permitido conocer en su totalidad, el elfo acarició con su mirada gris el enflaquecido semblante de la humana. Debía ser paciente, aún no estaba preparado, a pesar de su destreza. Folnaien sería el primer paso. Él tomaría el lugar de su líder, su asiento en el Consejo de Árbol Madre. No sería fácil, y no tenía otra salida. No, si deseaba lograr sus objetivos. Las cosas no podían seguir así. Aerandir nadaba en caos, presto a ahogarse. Jinetes Oscuros, discípulos del Hombre Muerto, plagas y guerras, elfos quitándose la vida entre sí dentro de sus propias fronteras. Sólo restaba hacerse una única promesa a sí mismo. Un enorme peso le produjo una sensación de desacostumbrada humildad.
¿Sería capaz?
Sólo una voz, irritada por la duda, respondió.
[…]
El comportamiento de la muchacha se ajustó de trágica manera a lo expresado por Tarek. No había exagerado un ápice. No era la misma, y el espadachín ni siquiera sabía si tan siquiera podía definirla como ella misma. La visión de esa mirada azul, antes enfadada, apasionada o desafiante, ahora únicamente parecía viva cuando algo la obligaba a salir de su ensimismamiento, buscando sacar de su interior una violencia cerval que tiempo atrás no había crecido en su mente y corazón.
Estremecido, recordó la inusitada reacción a su intento de paliar el dolor que le habían infligido. Nunca, de especie alguna, había escuchado acerca de la magia élfica transmutada en tortura para quien la recibía. Las claves del joven elfo recorrían la oscura senda de que había sido producto de ese templo. Todo convergía en los sucesos que Tarek y Iori compartieron. Lo sucedido en la posada, terrible e inhumano, debía ser de algún modo resultado de cuanto había perdido de sí misma en esa misión que habían compartido los dos hijos de Eithelen.
Con la humana delante de sí, como el jirón de una bandera antes desafiante, el espadachín fue descartando mentalmente diversos lugares que, seguros, pudiesen cobijarles a ambos y atender el lamentable estado de Iori. El caballo tomado de la posada piafó, alzando las orejas y escarbando un par de veces con una de las patas delanteras, como si percibiese la intranquilidad de su jinete, antes de ramonear, esperando nuevas órdenes.
Nou paseó la vista por el horizonte, al ascender por una colina de escasa altitud, cuyo número de árboles permitía examinar la región que tenía ante sí. Descabalgó, ayudando a su acompañante tomándola con delicadeza, evidenciando una manifiesta tristeza ante su ausencia de expresión en el rostro que tan bien conocía.
Ojeó su memoria, buscando concordar lo que veía con las ocasiones anteriores que había transitado por allí. Tanto él como Iori necesitaban con premura quitarse de encima sangre propia y ajena, y la revitalización que un buen baño otorgaba a músculos, piel y ánimo. No revistió demasiado tiempo antes de que el elfo fuese capaz de guiar sus pasos en la dirección correcta, y una leve sonrisa, que pronto desapareció asaeteada por el presente, nació con el murmullo del agua. Pocas cosas en el mundo lo agradaban tanto como la calma del fluir de los ríos de su tierra.
Se detuvo en la orilla, donde la hierba ondeaba por mor del suave viento, y dudó. Repasó con la mirada a Iori, vestida con las prendas que la cría de la posada le había podido prestar. Cardenales, sangre seca, los huesos en ella resultaban más evidentes. Nou exhaló con deliberada lentitud, buscando decidirse. Y recordándose que sólo buscaba ayudarla, mismo propósito que le había llevado a asesinar a todos aquellos elfos, a seguir la petición del Inglorien, la volvió a llevar en brazos, guiándola al interior de la corriente. A pesar de la diferencia térmica, la muchacha por algún motivo no opuso resistencia, y el espadachín, apenado, la desvistió con rapidez, llegando entonces a comprender el sufrimiento físico que había pasado por ella. Ambos avanzaron hasta que ella fue cubierta hasta el cuello, y el nativo limpió a conciencia los ropajes de ambos, antes de ponerlos a secar a pocos pasos del lugar por el que habían entrado a asearse.
La humana no se movió, mas Nousis realizó todo ello a la mayor velocidad que el peso del agua le permitió a sus piernas, temeroso de que algo le ocurriera, como una dócil infante que desconoce la manera de nadar. Él mismo sacó de su piel cada mancha de la sangre de quienes habían participado en el odioso entretenimiento. El aleteo de la idea de que sin duda otros habían escapado de su espada, otros que también se habían prestado a utilizarla de un modo tan cruel, atenazaba su realidad, produciéndole un espasmo que le hizo flexionar sus dedos a modo de garras, antes de ser capaz de relajar sus manos. No se detuvo a contar la cantidad de cortes que relataban el tiempo en aquel sórdido lugar. Sólo al ver la coloración de alguna de sus heridas comprendió que quien debía tratarla tenía que hacerlo cuanto antes.
Ajena al frio, seguramente con la temperatura corporal ya acompasada a la del líquido que la rodeaba, la humana permanecía serena, inamovible. Tomando su segundo paño, tras haber utilizado el suyo, tinto en rojo, y una vez limpio, vuelto a colocar junto al resto de la ropa, decidió comenzar con el cuerpo de su compañera.
No pudo evitar sentir un instante de culpabilidad, incluso a pesar de que sus acciones nada tenían por objeto más allá de ayudarla a recuperarse. Con el pedazo de tejido húmedo, fue eliminando las pruebas más evidentes de los sucesos que había soportado, en un silencio que nada tenía de agradable. Se alegró de comprobar que la reacción que había tenido a su magia no se repetía con el cuidado que proporcionaba a su piel. Con cuidado, limpió la cara de Iori, quitando posteriormente de su cabello el recuerdo del olor del establo, la sangre, el humo de la taberna y otras pestilencias. Tomó su rostro con la mano diestra, buscando un atisbo de ella en parte alguna. No tuvo éxito, y apesadumbrado, giró el semblante hacia un lado. Intentando que ambos caminasen hacia la orilla, constató que la muchacha se resistía a moverse. El espadachín la ayudó, hasta sentarla en la hierba. Sus piernas, al margen de las mismas heridas y golpes que presentaba el resto de su cuerpo, no tenían nada más acuciante. Fue al contemplar las plantas de sus pies cuando los ojos grises del elfo volvieron a mostrar un tinte peligroso, comprendiendo que debía de haber incendiado la posada, que su exterminio había resultado escaso en tiempo y forma, pues habían infligido en Iori lesiones en las plantas de ambos pies que casi la incapacitaban para caminar por sus medios. Maldijo en su lengua natal, con todas las oscuras palabras que conocía. Y como un relámpago, eso le llevó a revivir la gran discusión que había tenido con esa maldita pelirroja. Arrogante, iracunda, mordaz. El espadachín pensó en la mirada que lo traspasaría al verle llegar con una humana en ese estado, y nada menos que pidiéndole ayuda. Se sintió mortificado.
Claro que era su única opción.
[…]
-¡¡¿TÚ?!!- gritó Fera nada más abrir la puerta. El pueblo, tranquilo y enclavado en un cruce de caminos, vivía de la peregrinación de eruditos a causa de sus antiguas ruinas y numerosos volúmenes que su biblioteca albergaba, pero sobre todo de los intercambios comerciales que utilizaban el emplazamiento como punto de descanso o reabastecimiento. Conocido por Nousis por el primero de ambos motivos, sus diferencias con la galena radicaron en teorías opuestas acerca de sendas investigaciones sobre la figura de Koethnim Maleil. El orgullo de ambos pudo más que una breve atracción de unas largas noches. Aquella fue la única vez en su vida que alguien le había llamado ignorante.
La mujer pasó entonces una rápida e inquisitiva mirada por Iori, y se hizo rápidamente a un lado, comprendiendo la situación en cuestión de segundos. Nousis se alegró. No se veía capaz de relatar lo ocurrido en la puerta de su conocida.
Con indicaciones silenciosas, el elfo llevó a la humana hasta la habitación que servía a la médico como consulta de primera instancia. Apenas había cambiado el interior de la residencia de la mujer, más allá de un aumento de frascos, hierbas y alfombras. Por inercia, dirigió una rápida mirada al techo, recordando que las estancias privadas de Fera se hallaban en la planta superior de la edificación.
-Algo le ha afectado a la mente- resumió Nousis, sin mirarla, contemplando a Iori- Nada sé de ello. La rescaté ayer mismo. Nuestra magia la afecta de una manera retorcida, como si la dañase. ¿Puedes curarla? – inquirió, con la preocupación dibujada en el rostro.
La pelirroja movió la cabeza hacia un lado, como buscando descifrar algo en él.
-¿Te has dado cuenta que es humana?- atacó sin disimular un tremendo sarcasmo.
- La he limpiado en el Irial lo mejor que he podido, pero la curación no se encuentra entre mis estudios- replicó el espadachín.
-Debe de importarte para haberte dignado a traerla a mí- volvió a molestar la elfa conscientemente- Y no, por supuesto que no lo está- clavó sus ojos claros en la hermosa espada del Indirel.
-¿Puedes curarla?- repitió. Fera alzó una mano, conminándolo a permanecer en silencio. Y de ese modo estuvo, a lo largo de una hora que asemejó a un día, mientras la galena examinaba punto por punto cada parte del cuerpo de la hija de Eithelen.
Un punto de aversión impregnó su mirada, anulado pronto tras la máscara de la compostura fruto de su profesión.
-Ha sido torturada- volvió sus ojos a Nou- ¿lo sabías, no es así?- éste asintió lentamente.
-Algunos de los nuestros- explicó- No volverán a hacer daño.
-Has hecho bien- aceptó ella, regresando a inspeccionar a Iori- La has adecentado como un principiante, peor que uno de mis aprendices, pero al menos no corre riesgo de infección, salvo en algunas de las peores heridas. La trataré de inmediato. Me ayudarás a lavarla con agua tibia y jabón. Tú también desprendes aún un rastro de sangre ajena. Pareces un lobo tras haber comido, me desagrada- soltó- Vete arriba. Cuando no ofendas mi olfato me ayudarás.
Nou se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua. No era el momento para algo así. Había esperado un peor recibimiento.
Iba a salir de la habitación, cuando Fera le dirigió unas últimas palabras.
-No morirá, no conmigo aquí. Sin embargo, la mente es algo complejo. Si ha sido dañada con magia, tal vez no se pueda hacer nada. Si es producto de un trauma, o de algo vivido, quizá consiga que retorne en sí. Tienes que estar preparado para la posibilidad de que cuanto pueda ser curado sea su cuerpo.
El espadachín, con la mano en el dintel de la puerta, no se volvió, asimilando lo escuchado.
-Haz cuanto puedas por ella. No dudes que te pagaré lo que sea necesario.
La elfa percibió el tono en la voz de aquel que tanto había llegado a irritarla. Y su rostro se suavizó teñido por una compasión que él no llegó a ver.
-Has cambiado, Nou- éste negó con la cabeza.
-He comprendido, y eso es mucho más peligroso- explicó, dejando solas a ambas mujeres.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
- ¿No vas a decir nada? –lo azuzó ella- ¿Ni un hola, me alegra haber regresado, no debería haberme marchado? O quizás algo más parecido a “lamento haberos traicionado en medio de la batalla y haber huido” –la elfa guardó silencio un instante, con expresión severa, dándole espacio para contestar, pero el peliblanco permaneció en silencio- Ya veo –comentó para si, dejando de nuevo que se instalase un tenso silencio entre ellos. Entonces volvió a esbozar una de aquellas amigables sonrisas- Debiste haber acudido a mí, Tarek, cuando te asolaron las dudas. Aunque quizás fue culpa mía, debí haber prestado más atención a tus titubeos antes de la incursión.
Se giró entonces, para encarar de nuevo la mesa, mientras trasteaba con los papeles que se encontraban sobre ella. Por su parte, el peliblanco permaneció quieto en el mismo lugar, sin mover un solo músculo, sin dejar traslucir ni un ápice del torbellino de pensamientos que colapsaban su mente en aquel momento. Hastiada por su falta de respuesta, Dhonara volvió a tomar la palabra.
- ¿Sabes lo que harán contigo cuando descubran que estás aquí? –el tedio era patente en su voz- Claro que lo sabes. Yo misma te lo expliqué poco después de que te unieses a nosotros. No son pocas las voces que claman por tu cabeza, después de lo que hiciste –se detuvo entonces y, ante su falta de respuesta, volvió a encararlo- Puedo ayudarte. Puedo hablar en tu favor. El resto me escuchará. Pero para eso debes mostrar arrepentimiento. Debes ofrecer lealtad, jurar fidelidad a los preceptos del clan. Conseguiré que te dejen quedarte. Evidentemente habrá un castigo, pero no tiene porqué ser la muerte –lo miró expectante, instándolo a hablar, pero él permaneció en silencio una vez más- ¡¿Por el amor de Isil, Tarek, di algo?!
El joven elfo la observó desde el mismo lugar, aparentando una calma que realmente no sentía. Su mente le dijo que tenía que ver algo diferente. Que la mujer ante él debía parecer menos familiar, más monstruosa. Pero lo único que veía era a la elfa que se había hecho cargo de él hacía tantos años. La persona que le había abierto las puertas de su morada a un muchacho huérfano y sin clan. La que lo había entrenado y capacitado para sobrellevar la vida en un mundo hostil como aquel. Pero también era la mujer que había disfrutado con el dolor ajeno, que había gozado cada corte y desgarro infringido, que había obligado a uno de sus congéneres a observar la muerte de un ser querido, antes de acabar con su vida.
Ante su mutismo, ella volvió a abrir la boca para replicar, pero las palabras abandonaron antes los labios del peliblanco.
- ¿Leal y fiel como un perro? –preguntó con voz átona.
Ella lo observó, alzando una ceja en aquel conocido gesto, mezcla de sorpresa y contrariedad. Fue entonces la elfa la que guardó silencio unos instantes antes de responder.
- Fiel y leal como un miembro del clan –dando un par de pasos al frente, hizo amago de acercase al joven, pero acabó deteniéndose antes de alcanzarlo- ¿Qué es lo que te sucede? –preguntó con suspicacia en la voz- Cualquiera diría que no has vuelto por voluntad propia –esbozó una ligera sonrisa, que pretendía ser tranquilizadora- Si lo que te preocupa es la opinión del resto del Cónclave, puedo hacerlos entrar en razón.
- ¿Por qué? –preguntó él.
- ¿Por qué? ¿De verdad me estás preguntando por qué? –ella pareció encontrar gracioso el comentario y lo miró negando con la cabeza en señal de incredulidad. Entonces, recorrió los pasos que le quedaban hasta el joven y, tomando su rostro entre sus manos, lo obligó a mirarla- Te lo dije, cuando llegaste aquí... que siempre cuidaría de ti –susurró aquellas palabras, como para darle intimidad al momento- Te he criado, te he entrenado y te he visto convertirte en un gran guerrero. Quizás me precipité al obligarte a participar en la incursión de Nytt Hus. Ahora veo que no estabas preparado –centró sus ojos en los del peliblanco por un momento- Eres especial, Tarek. Siempre lo has sido.
- ¿A qué te refieres? –preguntó él en un ronco susurro, que Dhonara interpretó como el primer indicio de rendición por su parte, pero que en realidad ocultaba la aversión que el elfo sentía al notar sus manos, aquellas manos que tanto sufrimiento habían provocado aquel fatídico día, tocando su piel.
Ella esbozó otra de aquellas sonrisas, que pretendían ser cálidas y familiares, pero que hicieron que a Tarek se le erizara la piel. Su mente gritaba que debía separarse, que debía apartarse de aquellas manos manchadas de sangre. Pero su cuerpo reconocía el familiar toque de la mujer, que había sido su maestra y mentora durante las últimas décadas. Tras unos agónicos segundos, ella lo soltó, girándose para dirigirse de nuevo al centro de la sala.
Tarek exhaló en silencio, apretando los puños con fuerza, hasta que sintió como sus propias uñas se clavaban en su piel. Tras unos segundos abrió de nuevo los ojos, solo para verla mover con tranquilidad algunos de los documentos sobre la mesa.
- ¿A qué te refieres? –insistió, esta vez en un tono más templado.
Ella se limitó a sacudir la mano, como quitando hierro al asunto. Tras recolocar algunos de los documentos, se acercó a una mesa baja, sobre la que descansaba una jarra de vino junto a un par de copas.
- ¿Quieres? –preguntó calmada- Supongo que no –contestó ante el silencio del elfo- Esta noche te quedarás aquí, pero mañana deberé comunicar al Cónclave tu llegada. Te llevarán probablemente a los calabozos, pero me ocuparé de que tus guardias sean gente de confianza. Así que tenemos lo que queda de noche para practicar esa disculpa tuya que no pareces muy dispuesto a dar –con un gesto de la mano, lo instó a comenzar. Pero su falta de respuesta la hizo fruncir el ceño y con voz molesta lo increpó- Esto no va funcionar si no colaboras, Tarek. Sabes lo que nuestro clan le hace a los traidores y, aunque pueda mover hilos y asegurarme de que no pasas por eso, si no muestras arrepentimiento, no podré hacer nada para que evitar que te pudras lo que te queda de vida en una mazmorra… o algo peor.
- ¿Cómo obligarme a ver como torturas a la persona a la que amo y después rajarme el cuello? –preguntó él, con voz entrecortada.
Dhonara, que en ese momento se llevaba la copa a los labios paró el gesto a medio camino. Miraba el recipiente metálico en su mano, pero sus ojos parecían desenfocados. Tras unos segundos, bajó la copa y la dejó sobre la mesa, sin probar el rojizo líquido. Se giró entonces para volver a encararlo.
- ¿Qué has dicho? –preguntó, seria.
- Me has oído perfectamente –su réplica sonó mucho más firme, quizás por la certeza que le había proporcionado el titubeo que había percibido en los en los movimientos de la elfa.
- ¿Qué significa todo esto, Tarek? –volvió a dar un par de pasos hacia él, pero entonces pareció notar la tensión contenida en el cuerpo del joven y se detuvo- No sé lo que has oído o lo que hayan podido decirte, pero sea lo que sea, estoy segura de que hay una explicación. ¿Por qué no lo hablamos con calma?
El peliblanco la observó unos segundos antes de contestar. Parecía calmada o al menos aparentaba estarlo, sin embargo, había algo en ella que contradecía esa tranquilidad. Parecía debatirse entre dos frentes, medir sus palabras para evitar desvelar más de lo necesario. Estaba claro que no sabía con cuanta información contaba el peliblanco y pretendía jugar sus cartas en función de lo que pudiese descubrir.
- ¿Hablar? –preguntó él con cierta sorna- ¿Cómo todos estos años? –ella asintió, recuperando la compostura y sonriendo, sabiéndose a salvo- Bien, empieza entonces por contarme cómo has podido tenerme todos estos años a tu lado, animándome para sacar lo mejor de mi, espoleándome para que siguiese adelante con mi venganza… y nunca me hayas dicho que la asesina de Eithelen se encontraba bajo mi mismo techo.
Las últimas palabras salieron de su boca como si de veneno se tratase, provocando un evidente cambio en el rostro de Dhonara. Su expresión se tornó severa, con un leve atisbo de amenaza, que apenas duró unos segundos. Lo contempló entonces cauta, midiendo de nuevo la extensión de su conocimiento.
- ¿Quién te ha dicho eso? –preguntó, sin negar ni por un segundo las palabras del joven.
- Tú –fue la escueta respuesta del peliblanco, lo que le valió una mirada de incredulidad por parte de su mentora- Lo vi todo Dhonara, lo sentí en mi propia piel y lo escuché de tu propia boca mientras se lo decías a él. Mientras le decías lo que ibas a hacerles y tu regocijo mientras lo hacías.
Se llevó entonces la mano al cuello, al lugar donde el limpio corte de aquella arma había acabado con la vida de Eithelen.
- No fui yo quién empuñó ese filo, Tarek. Nunca te he mentido. Fue un humano el que acabó con la vida de tu padre –acercándose de nuevo a él, volvió a tomar su rostro entre sus manos- ¿Qué has hecho? ¿Qué te has hecho? –preguntó de nuevo en un susurro, percatándose entonces del deplorable estado del joven.
- Fui al templo de la Playa de los Ancestros –contestó él, como si aquello fuese explicación suficiente.
- No… Aunque hayas ido, no hay forma de que hayas podido… Necesitas la sangre del difunto y tú, Tarek, eres un Ojosverdes. No eres, ni has sido nunca, el hijo de ese traidor. Olvida lo que sea que te han contado esos dementes del templo. Solo juegan con tu cabeza. Deja que te cuente la verdad, como debería haber hecho hace mucho tiempo, y entenderás por qué tuvo que suceder aquello –lo miró de forma casi implorante, antes de soltarlo y dar un par de pasos atrás. Convencida de que él iba a escucharla, volvió a darse la vuelta para dirigirse al centro de la sala.- Eithelen no era el hombre perfecto que tu conocías… -comenzó, pero el peliblanco la interrumpió antes de que acabase la frase.
- No, no tengo su sangre. Pero su hija, la que tuvo con esa humana a la que torturaste, sí. Qué pena que no te parases a comprobar que no dejabas ningún cabo suelto... ningún resquicio de su ser, que permitiese descubrir algún día la verdad. ¿No crees?
Dhonara permaneció entonces en silencio, de espaldas a él. La vio tensarse, pudo verlo en la forma en que se contraían los músculos de su espalda y en la forma en que controlaba su respiración, que pareció interrumpirse en el momento en que Tarek mencionó la existencia de Iori.
Se giró entonces, para encarar de nuevo la mesa, mientras trasteaba con los papeles que se encontraban sobre ella. Por su parte, el peliblanco permaneció quieto en el mismo lugar, sin mover un solo músculo, sin dejar traslucir ni un ápice del torbellino de pensamientos que colapsaban su mente en aquel momento. Hastiada por su falta de respuesta, Dhonara volvió a tomar la palabra.
- ¿Sabes lo que harán contigo cuando descubran que estás aquí? –el tedio era patente en su voz- Claro que lo sabes. Yo misma te lo expliqué poco después de que te unieses a nosotros. No son pocas las voces que claman por tu cabeza, después de lo que hiciste –se detuvo entonces y, ante su falta de respuesta, volvió a encararlo- Puedo ayudarte. Puedo hablar en tu favor. El resto me escuchará. Pero para eso debes mostrar arrepentimiento. Debes ofrecer lealtad, jurar fidelidad a los preceptos del clan. Conseguiré que te dejen quedarte. Evidentemente habrá un castigo, pero no tiene porqué ser la muerte –lo miró expectante, instándolo a hablar, pero él permaneció en silencio una vez más- ¡¿Por el amor de Isil, Tarek, di algo?!
El joven elfo la observó desde el mismo lugar, aparentando una calma que realmente no sentía. Su mente le dijo que tenía que ver algo diferente. Que la mujer ante él debía parecer menos familiar, más monstruosa. Pero lo único que veía era a la elfa que se había hecho cargo de él hacía tantos años. La persona que le había abierto las puertas de su morada a un muchacho huérfano y sin clan. La que lo había entrenado y capacitado para sobrellevar la vida en un mundo hostil como aquel. Pero también era la mujer que había disfrutado con el dolor ajeno, que había gozado cada corte y desgarro infringido, que había obligado a uno de sus congéneres a observar la muerte de un ser querido, antes de acabar con su vida.
Ante su mutismo, ella volvió a abrir la boca para replicar, pero las palabras abandonaron antes los labios del peliblanco.
- ¿Leal y fiel como un perro? –preguntó con voz átona.
Ella lo observó, alzando una ceja en aquel conocido gesto, mezcla de sorpresa y contrariedad. Fue entonces la elfa la que guardó silencio unos instantes antes de responder.
- Fiel y leal como un miembro del clan –dando un par de pasos al frente, hizo amago de acercase al joven, pero acabó deteniéndose antes de alcanzarlo- ¿Qué es lo que te sucede? –preguntó con suspicacia en la voz- Cualquiera diría que no has vuelto por voluntad propia –esbozó una ligera sonrisa, que pretendía ser tranquilizadora- Si lo que te preocupa es la opinión del resto del Cónclave, puedo hacerlos entrar en razón.
- ¿Por qué? –preguntó él.
- ¿Por qué? ¿De verdad me estás preguntando por qué? –ella pareció encontrar gracioso el comentario y lo miró negando con la cabeza en señal de incredulidad. Entonces, recorrió los pasos que le quedaban hasta el joven y, tomando su rostro entre sus manos, lo obligó a mirarla- Te lo dije, cuando llegaste aquí... que siempre cuidaría de ti –susurró aquellas palabras, como para darle intimidad al momento- Te he criado, te he entrenado y te he visto convertirte en un gran guerrero. Quizás me precipité al obligarte a participar en la incursión de Nytt Hus. Ahora veo que no estabas preparado –centró sus ojos en los del peliblanco por un momento- Eres especial, Tarek. Siempre lo has sido.
- ¿A qué te refieres? –preguntó él en un ronco susurro, que Dhonara interpretó como el primer indicio de rendición por su parte, pero que en realidad ocultaba la aversión que el elfo sentía al notar sus manos, aquellas manos que tanto sufrimiento habían provocado aquel fatídico día, tocando su piel.
Ella esbozó otra de aquellas sonrisas, que pretendían ser cálidas y familiares, pero que hicieron que a Tarek se le erizara la piel. Su mente gritaba que debía separarse, que debía apartarse de aquellas manos manchadas de sangre. Pero su cuerpo reconocía el familiar toque de la mujer, que había sido su maestra y mentora durante las últimas décadas. Tras unos agónicos segundos, ella lo soltó, girándose para dirigirse de nuevo al centro de la sala.
Tarek exhaló en silencio, apretando los puños con fuerza, hasta que sintió como sus propias uñas se clavaban en su piel. Tras unos segundos abrió de nuevo los ojos, solo para verla mover con tranquilidad algunos de los documentos sobre la mesa.
- ¿A qué te refieres? –insistió, esta vez en un tono más templado.
Ella se limitó a sacudir la mano, como quitando hierro al asunto. Tras recolocar algunos de los documentos, se acercó a una mesa baja, sobre la que descansaba una jarra de vino junto a un par de copas.
- ¿Quieres? –preguntó calmada- Supongo que no –contestó ante el silencio del elfo- Esta noche te quedarás aquí, pero mañana deberé comunicar al Cónclave tu llegada. Te llevarán probablemente a los calabozos, pero me ocuparé de que tus guardias sean gente de confianza. Así que tenemos lo que queda de noche para practicar esa disculpa tuya que no pareces muy dispuesto a dar –con un gesto de la mano, lo instó a comenzar. Pero su falta de respuesta la hizo fruncir el ceño y con voz molesta lo increpó- Esto no va funcionar si no colaboras, Tarek. Sabes lo que nuestro clan le hace a los traidores y, aunque pueda mover hilos y asegurarme de que no pasas por eso, si no muestras arrepentimiento, no podré hacer nada para que evitar que te pudras lo que te queda de vida en una mazmorra… o algo peor.
- ¿Cómo obligarme a ver como torturas a la persona a la que amo y después rajarme el cuello? –preguntó él, con voz entrecortada.
Dhonara, que en ese momento se llevaba la copa a los labios paró el gesto a medio camino. Miraba el recipiente metálico en su mano, pero sus ojos parecían desenfocados. Tras unos segundos, bajó la copa y la dejó sobre la mesa, sin probar el rojizo líquido. Se giró entonces para volver a encararlo.
- ¿Qué has dicho? –preguntó, seria.
- Me has oído perfectamente –su réplica sonó mucho más firme, quizás por la certeza que le había proporcionado el titubeo que había percibido en los en los movimientos de la elfa.
- ¿Qué significa todo esto, Tarek? –volvió a dar un par de pasos hacia él, pero entonces pareció notar la tensión contenida en el cuerpo del joven y se detuvo- No sé lo que has oído o lo que hayan podido decirte, pero sea lo que sea, estoy segura de que hay una explicación. ¿Por qué no lo hablamos con calma?
El peliblanco la observó unos segundos antes de contestar. Parecía calmada o al menos aparentaba estarlo, sin embargo, había algo en ella que contradecía esa tranquilidad. Parecía debatirse entre dos frentes, medir sus palabras para evitar desvelar más de lo necesario. Estaba claro que no sabía con cuanta información contaba el peliblanco y pretendía jugar sus cartas en función de lo que pudiese descubrir.
- ¿Hablar? –preguntó él con cierta sorna- ¿Cómo todos estos años? –ella asintió, recuperando la compostura y sonriendo, sabiéndose a salvo- Bien, empieza entonces por contarme cómo has podido tenerme todos estos años a tu lado, animándome para sacar lo mejor de mi, espoleándome para que siguiese adelante con mi venganza… y nunca me hayas dicho que la asesina de Eithelen se encontraba bajo mi mismo techo.
Las últimas palabras salieron de su boca como si de veneno se tratase, provocando un evidente cambio en el rostro de Dhonara. Su expresión se tornó severa, con un leve atisbo de amenaza, que apenas duró unos segundos. Lo contempló entonces cauta, midiendo de nuevo la extensión de su conocimiento.
- ¿Quién te ha dicho eso? –preguntó, sin negar ni por un segundo las palabras del joven.
- Tú –fue la escueta respuesta del peliblanco, lo que le valió una mirada de incredulidad por parte de su mentora- Lo vi todo Dhonara, lo sentí en mi propia piel y lo escuché de tu propia boca mientras se lo decías a él. Mientras le decías lo que ibas a hacerles y tu regocijo mientras lo hacías.
Se llevó entonces la mano al cuello, al lugar donde el limpio corte de aquella arma había acabado con la vida de Eithelen.
- No fui yo quién empuñó ese filo, Tarek. Nunca te he mentido. Fue un humano el que acabó con la vida de tu padre –acercándose de nuevo a él, volvió a tomar su rostro entre sus manos- ¿Qué has hecho? ¿Qué te has hecho? –preguntó de nuevo en un susurro, percatándose entonces del deplorable estado del joven.
- Fui al templo de la Playa de los Ancestros –contestó él, como si aquello fuese explicación suficiente.
- No… Aunque hayas ido, no hay forma de que hayas podido… Necesitas la sangre del difunto y tú, Tarek, eres un Ojosverdes. No eres, ni has sido nunca, el hijo de ese traidor. Olvida lo que sea que te han contado esos dementes del templo. Solo juegan con tu cabeza. Deja que te cuente la verdad, como debería haber hecho hace mucho tiempo, y entenderás por qué tuvo que suceder aquello –lo miró de forma casi implorante, antes de soltarlo y dar un par de pasos atrás. Convencida de que él iba a escucharla, volvió a darse la vuelta para dirigirse al centro de la sala.- Eithelen no era el hombre perfecto que tu conocías… -comenzó, pero el peliblanco la interrumpió antes de que acabase la frase.
- No, no tengo su sangre. Pero su hija, la que tuvo con esa humana a la que torturaste, sí. Qué pena que no te parases a comprobar que no dejabas ningún cabo suelto... ningún resquicio de su ser, que permitiese descubrir algún día la verdad. ¿No crees?
Dhonara permaneció entonces en silencio, de espaldas a él. La vio tensarse, pudo verlo en la forma en que se contraían los músculos de su espalda y en la forma en que controlaba su respiración, que pareció interrumpirse en el momento en que Tarek mencionó la existencia de Iori.
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Un Popi salvaje aparece
Cargado hasta las cejas con un montón de bártulos, sintiéndose caracol al cargar con un petate sobre otro y otro a la espalda, el caminar del fauno bamboleaba de un lado al otro. Canturreaba mientras tanto, aunque la carga no le permitía brincar. Aun así, se encontraba animado, nunca había sabido cómo o por qué sus pasos siempre lo terminaban llevando allá donde tenía puestos los pensamientos, pero era feliz por ello. Sentía que la descontrolada vida sabía guiarlo.
¡Oh! ¡Hola! ¿Nos conocemos? Juraría que sí. ¡Si! Esas caras me son familiares. Vosotros, sí, sí, probasteis mi té. Fue grata compañía, gracias, gracias. Lo que es el destino, los lazos siempre nos acaban uniendo, ¿no crees? Es gracioso, yo pensaba en vosotros y aquí os encuentro, aunque hay otros quienes os piensan también. ¡Qué mundo más pañuelístico! Curiosamente tengo aquí...
Iori recibes Perfume del olvido [consumible]: la persona que huela este aroma en tí, olvidará haberte conocido y todos los momentos vividos juntos, aunque tú si lo recordarás.
Nousis recibes Poción de invisibilidad [consumible]: polvo de Vahintoos diluído que otorga invisibilidad a quien lo ingiera, aunque no ocultará su energía mágica, en tal caso. Sus efectos duran 1 turno.
Sigel
Master
Master
Cantidad de envíos : : 2297
Nivel de PJ : : 0
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
El frío del viaje la había aliviado. Tener el cuerpo destemplado la alejaba de la ensoñación en la que revivía lo visto en el templo. El estado en el que se encontraba su cuerpo no le permitía moverse con normalidad. Estaba demasiado herida, le faltaba demasiada sangre como para permitirle reaccionar. Y su mente se sentía todavía atrapada por el horror.
A pesar de ello, la presencia de Nousis le llegó claramente cuando este la limpió en aquel río. Lo podía ver, fugazmente, cuando su figura se situaba en su campo de visión. El elfo la había sacado de aquel infierno. La había encontrado de alguna forma y ahora la estaba alejando de allí. ¿A dónde iban? No lo sabía. Pero sentía que, cerca de él podía dejarse llevar. Le hubiera gustado decirle algo. Lo que fuese. Pero su cuerpo todavía no la obedecía.
Durmiendo sin sueños y despierta a ratos, escuchó por encima la conversación que tuvo con una voz femenina. El calor del lugar la abrazó, la hizo sentir segura, lejos del peligro del camino. El olor a hierbas medicinales era intenso allí, y esa sensación de comodidad, hizo que se alzasen las sombras de nuevo en su mente. Las mismas que habían estado acechando el tiempo que había durado el viaje con Nousis.
La mestiza gimoteó intranquila, deseando salir de allí. Pero se volvió a hundir.
La mente de Ayla sentía que comenzaba a diluirse, gota a gota, como un recipiente con una fuga que va quedando vacío. La sangre continuaba saliendo de forma profusa por la herida de la amputación de sus manos, y el lugar en dónde había estado su lengua nadaba en el rojo líquido. - Lempë Urth. ¿Sabes lo que significa en tu idioma? - preguntó con una sonrisa Dhonara. - Cinco muertes - respondió caminando delante de la humana. - Es el nombre del castigo reservado a los peores traidores. Aquellos que no merecen ni el aire que respiran. Perderás los órganos de los cinco sentidos uno a uno, hasta que la muerte te llegue por las heridas sufridas. No suele tardar, aunque depende de la fortaleza de cada uno. -
- ¡¡¡¡¡DHONARAAAAAA!!!!! - La voz de Eithelen, deformada por el dolor, aulló detrás de la elfa. La Ojosverdes se giró y lo miró. - Claro que, este castigo debería de ser aplicado a ti, Eithelen, pero creo que haciéndoselo a ella tu sufrimiento es mayor. Y es a fin de cuentas el dolor, el fin último de esta condena - Volvió el rostro hacia una sollozante Ayla, tendida en el suelo a sus pies. - Bien, ahora que ya sabes de qué se trata y por qué lo hacemos, podemos continuar con el siguiente paso - Alzó la mano y uno de los dos elfos que la acompañaban se acercó a ella. - Punzones - pidió.
El joven tendió unas finas puntas metálicas previamente preparadas hacia Dhonara. No tenían un largo notable, pero para su función no era necesario. - Solo se necesitan siete centímetros para alcanzar el fondo del oído. Allí reside el tímpano, y cualquier herida en él se traduce en la pérdida de la audición para siempre - ilustró la elfa mientras tomaba el rostro de Ayla con una mano. - ¿Ves? esta longitud es suficiente para perforarlo, sin que se alcance de modo alguno el cerebro. No queremos dañarlo ni saltarnos los pasos en el orden correcto ¿verdad? - Sonrió, y, ladeándole el rostro a la mujer, colocó las puntas en ambos orificios.
- ¡¡TE MATARÉ DHONARA!! - Eithelen continuaba debatiéndose, exhalando amenazas en medio de los rugidos constantes que salían de su garganta. - Discúlpame pero lo dudo - respondió la elfa en voz baja, de forma que solo Ayla escuchó. Y ese burdo comentario, cargado de ironía y de burla fue lo último que oyó.
Con un golpe firme de muñeca, la punta metálica penetró en sus orejas. El horrible dolor que sentía constantemente se multiplicó.
Y Iori chilló en la camilla sobre la cual la habían colocado. Unido al recuerdo en el que estaba inmersa, algo la hizo retorcerse y gritar cuando notó como todos los nervios de su cuerpo se sacudían en estertores. Alzó las manos, golpeando el aire hasta que sus dedos agarraron algo. Una muñeca. Los ojos de la mestiza se abrieron y se encontraron con una cara borrosa, enmarcada en pelo rojizo. - ¡¡TE MATARÉ!! ¡¡¡TE MATARÉ DHONARA!!! - clavó las uñas y forcejeó con rudeza, alzándose en la camilla de forma que su cuerpo cayó hacia el suelo al intentar incorporarse. Y de nuevo se alzó la oscuridad.
Una oscuridad a la que Iori se abandonó con alegría. Una oscuridad que le proporcionaba soledad y olvido.
A pesar de ello, la presencia de Nousis le llegó claramente cuando este la limpió en aquel río. Lo podía ver, fugazmente, cuando su figura se situaba en su campo de visión. El elfo la había sacado de aquel infierno. La había encontrado de alguna forma y ahora la estaba alejando de allí. ¿A dónde iban? No lo sabía. Pero sentía que, cerca de él podía dejarse llevar. Le hubiera gustado decirle algo. Lo que fuese. Pero su cuerpo todavía no la obedecía.
Durmiendo sin sueños y despierta a ratos, escuchó por encima la conversación que tuvo con una voz femenina. El calor del lugar la abrazó, la hizo sentir segura, lejos del peligro del camino. El olor a hierbas medicinales era intenso allí, y esa sensación de comodidad, hizo que se alzasen las sombras de nuevo en su mente. Las mismas que habían estado acechando el tiempo que había durado el viaje con Nousis.
La mestiza gimoteó intranquila, deseando salir de allí. Pero se volvió a hundir.
La mente de Ayla sentía que comenzaba a diluirse, gota a gota, como un recipiente con una fuga que va quedando vacío. La sangre continuaba saliendo de forma profusa por la herida de la amputación de sus manos, y el lugar en dónde había estado su lengua nadaba en el rojo líquido. - Lempë Urth. ¿Sabes lo que significa en tu idioma? - preguntó con una sonrisa Dhonara. - Cinco muertes - respondió caminando delante de la humana. - Es el nombre del castigo reservado a los peores traidores. Aquellos que no merecen ni el aire que respiran. Perderás los órganos de los cinco sentidos uno a uno, hasta que la muerte te llegue por las heridas sufridas. No suele tardar, aunque depende de la fortaleza de cada uno. -
- ¡¡¡¡¡DHONARAAAAAA!!!!! - La voz de Eithelen, deformada por el dolor, aulló detrás de la elfa. La Ojosverdes se giró y lo miró. - Claro que, este castigo debería de ser aplicado a ti, Eithelen, pero creo que haciéndoselo a ella tu sufrimiento es mayor. Y es a fin de cuentas el dolor, el fin último de esta condena - Volvió el rostro hacia una sollozante Ayla, tendida en el suelo a sus pies. - Bien, ahora que ya sabes de qué se trata y por qué lo hacemos, podemos continuar con el siguiente paso - Alzó la mano y uno de los dos elfos que la acompañaban se acercó a ella. - Punzones - pidió.
El joven tendió unas finas puntas metálicas previamente preparadas hacia Dhonara. No tenían un largo notable, pero para su función no era necesario. - Solo se necesitan siete centímetros para alcanzar el fondo del oído. Allí reside el tímpano, y cualquier herida en él se traduce en la pérdida de la audición para siempre - ilustró la elfa mientras tomaba el rostro de Ayla con una mano. - ¿Ves? esta longitud es suficiente para perforarlo, sin que se alcance de modo alguno el cerebro. No queremos dañarlo ni saltarnos los pasos en el orden correcto ¿verdad? - Sonrió, y, ladeándole el rostro a la mujer, colocó las puntas en ambos orificios.
- ¡¡TE MATARÉ DHONARA!! - Eithelen continuaba debatiéndose, exhalando amenazas en medio de los rugidos constantes que salían de su garganta. - Discúlpame pero lo dudo - respondió la elfa en voz baja, de forma que solo Ayla escuchó. Y ese burdo comentario, cargado de ironía y de burla fue lo último que oyó.
Con un golpe firme de muñeca, la punta metálica penetró en sus orejas. El horrible dolor que sentía constantemente se multiplicó.
Y Iori chilló en la camilla sobre la cual la habían colocado. Unido al recuerdo en el que estaba inmersa, algo la hizo retorcerse y gritar cuando notó como todos los nervios de su cuerpo se sacudían en estertores. Alzó las manos, golpeando el aire hasta que sus dedos agarraron algo. Una muñeca. Los ojos de la mestiza se abrieron y se encontraron con una cara borrosa, enmarcada en pelo rojizo. - ¡¡TE MATARÉ!! ¡¡¡TE MATARÉ DHONARA!!! - clavó las uñas y forcejeó con rudeza, alzándose en la camilla de forma que su cuerpo cayó hacia el suelo al intentar incorporarse. Y de nuevo se alzó la oscuridad.
Una oscuridad a la que Iori se abandonó con alegría. Una oscuridad que le proporcionaba soledad y olvido.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Nousis y Fera observaron el ajado cuerpo de la humana. Un despojo del pasado reciente en el cual el dolor había sido la única pintura de un cuadro de lamentos que habían dejado a la muchacha en ese triste estado.
La galena contempló al espadachín descuidadamente, como si realmente no creyera que estuviera a su lado después del tiempo transcurrido. Pero en la mente de su antiguo amante pugnaban la angustia y la incomodidad. Nada agradable le resultaba acariciar aquella conocida piel bajo la atenta mirada de la elfa, ni siquiera con el único fin de ayudar a paliar el dolor que había sufrido. Las discusiones que habían mantenido tiempo atrás se le clavaban ahora como alfileres.
-¿Cuándo pretendes contarme la historia? -cuestionó la sanadora sin dirigir sus ojos a él, absortos en cada una de las heridas de su paciente. Toda su atención se hallaba concentrada en analizar, diagnosticar el mejor remedio y consecuentemente, aplicarlo sin dilación. No toleraba el menor error ente sus aprendices, que extrañamente, advirtió por vez primera desde que había llegado, ninguno se encontraba bajo el techo de Fera.
Su tono desapasionado no engañó a Nousis. La sabía preocupada. Para fortuna de los vínculos de su raza, eran criaturas que cambiaban lentamente en todo aspecto.
La mente del aludido voló a todo lugar donde ambos compartieron aventuras, y apenas dio crédito a que lo que asemejaban semanas ya se había transformado en un tiempo mucho mayor. Jamás hubiera pensado en los cercanos bosques a Baslodia, que esa campesina entrelazase su vida con la suya de tal modo que recurriesen a él para salvarle la vida.
¿Qué vida? Se cuestionó entonces, y su vista gris se tornó tormentosa. No estaba seguro de poder olvidar la escena que había encontrado en esa caballeriza. Lo que le habían hecho carecía de perdón, y un ramalazo de odio llegó hasta la punta de sus dedos, azuzándole, instándole a matar de modos que sólo eran concebidos por monstruos. Quienes cayeron bajo su hoja habían sentido piedad en el dolor, se dijo oscuro. Una breve tortura para lo que habrían merecido, donde sacar a la humana del infierno era la verdadera necesidad.
-La conocí en Baslodia, al mismo tiempo que a otra de los nuestros, otra buena amiga- explicó, mecánicamente, recordando los pasos que la misma Fera le había obligado a aprender en sus días juntos. Un golpe seco en su mano izquierda le hizo corregir de manera inmediata la limpieza de una de las heridas que Iori había recibido en la cadera. Sin inmutarse, continuó- Pasamos por mucho, junto a quien he mencionado, Aylizz de los Wendell, y Tarek… Inglorien- acabó por decir, después de un dubitativo segundo.
Fera se detuvo, sin parpadear, y Nou sintió esa mirada calculadora, acostumbrada a situaciones de vida o muerte.
-¿Me estás diciendo que Eithelen tuvo un hijo? ¿Qué lo conoces?- sus palabras adquirieron un tono por entero incrédulo y agudo- Lo mataron en la frontera, todo el tercio este de Sandorai conoce esa historia. Y quienes estamos bien informados- no evitó vanagloriarse.
El rostro del espadachín se giró hacia ella, y sin emitir sonido alguno, toda su expresión dejó transparente un sentimiento de verídico fatalismo. Nou negó, y señaló a la propia Iori.
-No. Tarek fue adoptado. Por él y por los OjosVerdes. Eithelen no tuvo un hijo, Fera. Tuvo una hija.
La curandera expresó una incredulidad aplastante.
-¿Con una humana…? -inquirió con un hilo de voz. Le llevó largos minutos de silencio, sólo rotos por los puntos de sutura y las pócimas al humedecer heridas, recuperarse de tales secretos.
-Te fuiste- recordó- Por esa idea tuya de que los brujos volverán. Que nos expulsarán de los bosques como hicieron con las islas del sur. Y en vez de armas de los dioses, encontraste los pedazos de una familia destrozada, y has jugado a recomponer sus fragmentos.
El elfo no habló. Iori estaba comenzando a mostrar más zonas ennegrecidas en varios lugares de su cuerpo, fruto de los golpes más recientes. Aquello caldeaba su odio, e hizo temblar sus dedos antes de terminar con uno de los cortes. Impuso sus manos, un pequeño poder en comparación al que Fera poseía, mas suficiente para eliminar una de las pequeñas lesiones.
-Son mis amigos- enunció por toda respuesta, comprendiendo su propia contradicción con cuanto habían discutido casi una década atrás. Por alguna razón, sabiendo sin duda que tenía argumento suficiente para derrotarle en aquella discusión, la mujer no insistió en ello.
-¿Igual que Nilian o Karian?
Sus pensamientos volaron a la muerte de la primera por ayudarle, y a la pelea con el segundo, cuando ambos creían que Neralia había muerto en el norte. Se sintió solo, como pocas veces en su vida. Volvió a él la despedida de la única de quien auténticamente se había enamorado, y del desprecio de parte de Folnaien, justo antes de buscar a la campesina que ahora dormía ante ellos, gracias a uno de los sedantes de Fera.
No se veía con ánimo suficiente para hablar de lo ocurrido con ninguno de los dos. La vulnerabilidad no era una opción en esos momentos. Debía ayudar a Iori. Debía encontrar a Tarek cuando ésta se hubiese recuperado. Debía continuar con su objetivo. Debía…
Apoyó ambos puños un instante en la mesa que sostenía a la humana, y cerró los ojos.
-¿Dónde están tus aprendices?- cortó Nou la sensación que le atenazó la garganta, como agua ascendiendo hasta su mentón, con su propia cabeza rozando un grueso techo de piedra.
-Imgor está recorriendo el oeste, cerca de los Baldíos, recolectando plantas con propiedades únicas. Sabe que no tendrá sitio aquí si no documenta al menos un especie desconocida- la pelirroja charlaba aparentemente distraída- Thandir está ocupándose del estado de unos chiquillos que han sido atacados en una zona profunda del bosque. De él depende averiguar qué ha podido causar las heridas, y salvarles la vida.
El Indirel no replicó. Sabía perfectamente que Fera estaba sufriendo por esas criaturas, y que deseaba ayudarlas. Esa contención la estaba devorando por dentro. Pero fiel a sus creencias, se aseguraba de formar a nuevas generaciones que continuasen su tarea durante siglos y a ser posible, llegasen a superarla, por el bien de la medicina.
La sanadora le había dicho algo que sus oídos no habían llegado a captar. La observó, y ella repitió molesta.
-Vete- ordenó sin admisión a ser contrariada- continuaré sola- Puedo sentir tu ira vibrar a un nivel que creo romperá mis vitrales. No deseo que te recrees en la siguiente etapa de mi reconocimiento a mi paciente. Siempre te has implicado demasiado con quienes guardas afecto. Si quieres protegerla, serénate con un paseo. Está en buenas manos.
Una primera negativa arribó a sus labios, pero bajó la cabeza, serio.
-Lo sé- admitió- saliendo de la estancia. Su voz llegó a ella desde la puerta- Por eso estamos aquí.
Y sus ojos grises, bañados por el sol, recorrieron la aldea donde la impresionante sanadora había establecido su lugar de trabajo.
Mentalmente agotado, caminó hasta un árbol cercano y se sentó, sintiendo la corteza en la parte trasera del cráneo. Estiró una pierna, vaciando la cabeza con la visión de una perezosa nube.
La galena contempló al espadachín descuidadamente, como si realmente no creyera que estuviera a su lado después del tiempo transcurrido. Pero en la mente de su antiguo amante pugnaban la angustia y la incomodidad. Nada agradable le resultaba acariciar aquella conocida piel bajo la atenta mirada de la elfa, ni siquiera con el único fin de ayudar a paliar el dolor que había sufrido. Las discusiones que habían mantenido tiempo atrás se le clavaban ahora como alfileres.
-¿Cuándo pretendes contarme la historia? -cuestionó la sanadora sin dirigir sus ojos a él, absortos en cada una de las heridas de su paciente. Toda su atención se hallaba concentrada en analizar, diagnosticar el mejor remedio y consecuentemente, aplicarlo sin dilación. No toleraba el menor error ente sus aprendices, que extrañamente, advirtió por vez primera desde que había llegado, ninguno se encontraba bajo el techo de Fera.
Su tono desapasionado no engañó a Nousis. La sabía preocupada. Para fortuna de los vínculos de su raza, eran criaturas que cambiaban lentamente en todo aspecto.
La mente del aludido voló a todo lugar donde ambos compartieron aventuras, y apenas dio crédito a que lo que asemejaban semanas ya se había transformado en un tiempo mucho mayor. Jamás hubiera pensado en los cercanos bosques a Baslodia, que esa campesina entrelazase su vida con la suya de tal modo que recurriesen a él para salvarle la vida.
¿Qué vida? Se cuestionó entonces, y su vista gris se tornó tormentosa. No estaba seguro de poder olvidar la escena que había encontrado en esa caballeriza. Lo que le habían hecho carecía de perdón, y un ramalazo de odio llegó hasta la punta de sus dedos, azuzándole, instándole a matar de modos que sólo eran concebidos por monstruos. Quienes cayeron bajo su hoja habían sentido piedad en el dolor, se dijo oscuro. Una breve tortura para lo que habrían merecido, donde sacar a la humana del infierno era la verdadera necesidad.
-La conocí en Baslodia, al mismo tiempo que a otra de los nuestros, otra buena amiga- explicó, mecánicamente, recordando los pasos que la misma Fera le había obligado a aprender en sus días juntos. Un golpe seco en su mano izquierda le hizo corregir de manera inmediata la limpieza de una de las heridas que Iori había recibido en la cadera. Sin inmutarse, continuó- Pasamos por mucho, junto a quien he mencionado, Aylizz de los Wendell, y Tarek… Inglorien- acabó por decir, después de un dubitativo segundo.
Fera se detuvo, sin parpadear, y Nou sintió esa mirada calculadora, acostumbrada a situaciones de vida o muerte.
-¿Me estás diciendo que Eithelen tuvo un hijo? ¿Qué lo conoces?- sus palabras adquirieron un tono por entero incrédulo y agudo- Lo mataron en la frontera, todo el tercio este de Sandorai conoce esa historia. Y quienes estamos bien informados- no evitó vanagloriarse.
El rostro del espadachín se giró hacia ella, y sin emitir sonido alguno, toda su expresión dejó transparente un sentimiento de verídico fatalismo. Nou negó, y señaló a la propia Iori.
-No. Tarek fue adoptado. Por él y por los OjosVerdes. Eithelen no tuvo un hijo, Fera. Tuvo una hija.
La curandera expresó una incredulidad aplastante.
-¿Con una humana…? -inquirió con un hilo de voz. Le llevó largos minutos de silencio, sólo rotos por los puntos de sutura y las pócimas al humedecer heridas, recuperarse de tales secretos.
-Te fuiste- recordó- Por esa idea tuya de que los brujos volverán. Que nos expulsarán de los bosques como hicieron con las islas del sur. Y en vez de armas de los dioses, encontraste los pedazos de una familia destrozada, y has jugado a recomponer sus fragmentos.
El elfo no habló. Iori estaba comenzando a mostrar más zonas ennegrecidas en varios lugares de su cuerpo, fruto de los golpes más recientes. Aquello caldeaba su odio, e hizo temblar sus dedos antes de terminar con uno de los cortes. Impuso sus manos, un pequeño poder en comparación al que Fera poseía, mas suficiente para eliminar una de las pequeñas lesiones.
-Son mis amigos- enunció por toda respuesta, comprendiendo su propia contradicción con cuanto habían discutido casi una década atrás. Por alguna razón, sabiendo sin duda que tenía argumento suficiente para derrotarle en aquella discusión, la mujer no insistió en ello.
-¿Igual que Nilian o Karian?
Sus pensamientos volaron a la muerte de la primera por ayudarle, y a la pelea con el segundo, cuando ambos creían que Neralia había muerto en el norte. Se sintió solo, como pocas veces en su vida. Volvió a él la despedida de la única de quien auténticamente se había enamorado, y del desprecio de parte de Folnaien, justo antes de buscar a la campesina que ahora dormía ante ellos, gracias a uno de los sedantes de Fera.
No se veía con ánimo suficiente para hablar de lo ocurrido con ninguno de los dos. La vulnerabilidad no era una opción en esos momentos. Debía ayudar a Iori. Debía encontrar a Tarek cuando ésta se hubiese recuperado. Debía continuar con su objetivo. Debía…
Apoyó ambos puños un instante en la mesa que sostenía a la humana, y cerró los ojos.
-¿Dónde están tus aprendices?- cortó Nou la sensación que le atenazó la garganta, como agua ascendiendo hasta su mentón, con su propia cabeza rozando un grueso techo de piedra.
-Imgor está recorriendo el oeste, cerca de los Baldíos, recolectando plantas con propiedades únicas. Sabe que no tendrá sitio aquí si no documenta al menos un especie desconocida- la pelirroja charlaba aparentemente distraída- Thandir está ocupándose del estado de unos chiquillos que han sido atacados en una zona profunda del bosque. De él depende averiguar qué ha podido causar las heridas, y salvarles la vida.
El Indirel no replicó. Sabía perfectamente que Fera estaba sufriendo por esas criaturas, y que deseaba ayudarlas. Esa contención la estaba devorando por dentro. Pero fiel a sus creencias, se aseguraba de formar a nuevas generaciones que continuasen su tarea durante siglos y a ser posible, llegasen a superarla, por el bien de la medicina.
La sanadora le había dicho algo que sus oídos no habían llegado a captar. La observó, y ella repitió molesta.
-Vete- ordenó sin admisión a ser contrariada- continuaré sola- Puedo sentir tu ira vibrar a un nivel que creo romperá mis vitrales. No deseo que te recrees en la siguiente etapa de mi reconocimiento a mi paciente. Siempre te has implicado demasiado con quienes guardas afecto. Si quieres protegerla, serénate con un paseo. Está en buenas manos.
Una primera negativa arribó a sus labios, pero bajó la cabeza, serio.
-Lo sé- admitió- saliendo de la estancia. Su voz llegó a ella desde la puerta- Por eso estamos aquí.
Y sus ojos grises, bañados por el sol, recorrieron la aldea donde la impresionante sanadora había establecido su lugar de trabajo.
Mentalmente agotado, caminó hasta un árbol cercano y se sentó, sintiendo la corteza en la parte trasera del cráneo. Estiró una pierna, vaciando la cabeza con la visión de una perezosa nube.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Dhonara permaneció unos segundos en la misma posición, antes de girarse con una calma que Tarek sabía que no sentía. Lo observó con atención, con aquella mirada penetrante que siempre lo había perseguido durante sus entrenamientos… pero en el fondo de aquellos ojos se reflejaba algo más. Una cautela que el peliblanco no había visto antes. La elfa lo había entrenado y, como había dicho a su llegada, conocía las capacidades de su pupilo. Quizás se preguntase por qué este no había atacado aún, si la información que le había dado era cierta.
- ¿Dónde está? –preguntó entonces. Tarek no necesitó más información para saber a quién se refería.
- Lejos de ti –fue su respuesta.
Ella entrecerró los ojos con una sombra de ira asomándose tras su mirada. Estaba acorralada. Ambos lo sabían.
- ¿Ahora defiendes a una humana? –preguntó entonces, cruzándose de brazos- Creí haberte enseñado mejor.
- Protejo la verdad tras lo sucedido. La que llevas tanto tiempo ocultándome.
- Qué vas a hacer, ¿denunciarme? ¿Matarme? –lo miró con cierta sorna- Ambos sabemos que no. Eso fue lo que él te enseñó, que “los elfos no matan a otros elfos” –el retintín en sus palabras hizo que el peliblanco apretase la mandíbula con rabia contenida- Además, ¿quién te dice que no fue el consejo el que dio la orden y yo quién la ejecutó? ¿Cuánta gente has matado tú en su nombre? ¿Acaso es más culpable la mano que ejecuta que la voz que lo ordena?
Separando los brazos, comenzó a caminar por la sala, pensativa, aunque sin quitarle la vista de encima. Se encontraban en un momento de impasse. Se observaron mutuamente durante un par de largos y tensos minutos, ninguno de los dos dispuesto a romper el silencio primero. Dhonara se detuvo entonces en el centro de la sala y, apoyándose contra la mesa, lo miró de nuevo cruzando los brazos.
- ¿Por qué has venido, Tarek? –preguntó.
- Quería respuestas –contestó él, como si aquello fuese evidente.
- Pero ya las tienes. Tú mismo lo has dicho, lo viste, lo sentiste en tu propia piel –en su rostro se dibujó entonces una sonrisa- ¿O acaso necesitabas una confirmación verbal de lo que había sucedido? –le dio unos segundos para contestar, pero el elfo se limitó a observarla. Sabía que en realidad no esperaba una respuesta- A veces puedes ser tan exasperante –se llevó las manos a la cara, como para arrastrar con ellas el cansancio que aquella conversación le producía- Esto no tiene que acabar así. Él ya está muerto. Tú y yo seguimos vivos. Entiendo tu dolor, créeme, pero no se lo merece. Si de verdad lo viste, tú mismo fuiste testigo de su depravación, de su traición y si aún por encima hay un… vástago de esa… infamia, con más razón se merecía lo que recibió. ¿Acaso no fue él quien te enseñó que los humanos eran una raza inferior? –observó el impacto de sus palabras en el joven- Te abandonó, Tarek. Te dejó atrás. Eligió a una humana y al producto de su deshonra antes que a ti. Se fue sin ti. ¿Cuánto tiempo llevaba fuera, cuántas veces había desaparecido en los meses que precedieron su muerte? ¿Cuántas?... ¿Por qué nunca te dijo nada?
Aquellas palabras le hicieron apartar la mirada de su mentora. Desde su salida del templo había intentado evitar aquel hilo de pensamiento, pero la sensación de traición y abandono habían resonado en el fondo de su mente durante todo el camino. Escucharlas de boca de la elfa, verbalizadas en voz alta, no hizo sino avivar aquella sensación. Porque en el fondo, Tarek sabía que aquellas palabras eran ciertas. Durante su último encuentro con Eithelen, este había negado al joven la posibilidad de acompañarlo, aludiendo que todavía no estaba preparado. Tras aquello, no habían vuelto a verse. Aquella última conversación pobló las pesadillas del peliblanco durante meses, culpándose de no haber insistido, de no haber estado en la batalla para ayudarlo. Ahora la conversación tomaba otro significado, uno que hablaba de indiferencia.
- Este ha sido tu hogar durante décadas, ¿vas a echarlo todo a perder por un hombre que lleva años muerto? ¿El hombre que te abandonó a tu suerte? ¿Qué te mintió? –su voz sonó más calmada, evocadora.
- ¿Fue una orden del Consejo?
- ¿Importa acaso? Tenía que hacerse y se hizo.
- ¿Era necesario que…? –las palabras se le atragantaron y fue incapaz de terminar la pregunta.
- Se le dio un trato digno de alguien de su rango.
- ¿Y ella?
- Alguien tenía que pagar la traición. Eithelen se había deshonrado pero, como dije, se merecía un trato equivalente a los logros que había alcanzado en vida. Ella no –tras unos segundos añadió- Solo era una humana. Está mejor muerta –se frotó de nuevo la cara con cansancio- El pasado, pasado está. Ahora tienes que pensar en el futuro, tu futuro. Dime donde está la mestiza -Tarek negó con la cabeza- ¿Es que no te das cuenta del problema en el que estás? Todos los clanes están nuestra contra, ¿acaso crees que te verán como algo distinto a un Ojosverdes? Eso, si consigues salir del Campamento. ¡El Consejo pide tu cabeza! –ante su falta de respuesta, añadió- Escúchame, Tarek. Sé que ahora esa cabeza tuya tiene que ser un hervidero de pensamientos y que debes odiarme por lo que viste, pero tienes que ser inteligente. Soy la única que puede ayudarte.
- ¿Por qué?
- ¿Porque te aprecio? ¿Porque veo potencial en ti? ¿Porque yo no soy Eithelen? No voy a abandonarte cuando más me necesitas –aquella última afirmación le hizo desviar de nuevo la mirada. Dhonara, por su parte esbozó una leve sonrisa, sabiendo que había encontrado el hilo del que tirar para aplacarlo. Pero aquel gestó había desaparecido cuando Tarek volvió a mirarla.
- Antes dijiste que era especial, ¿a qué te referías? –ella se encogió ligeramente de hombros- ¿Qué querías decir, Dhonara? ¡Por qué no puedes decirme la verdad, aunque sea por una mísera vez! –ella lo observó unos instantes antes de contestar.
- Porque eres único –ante su cara de perplejidad, añadió- ¿Es que no te das cuenta? Esas runas –señaló el rostro del peliblanco- han pasado de generación en generación de los Inglorien, sin que nadie más pudiese imbuirlas. Eres el primer Ojosverdes con esa capacidad. El primero de una, espero, larga lista de miembros de nuestro clan con esa habilidad.
- ¿Lo mataste para crear tu propio linaje de arcanos?
- ¡No seas estúpido! Murió porque era un traidor a la especie. Apartarte a ti de sus garras solo fue una más de las ventajas que trajo su muerte.
- No me lo puedo creer –el joven elfo negó con la cabeza- Todo este tiempo… ¿por eso vinisteis a por mí?
Ella puso los ojos en blanco, exasperada. Aquello explicaba muchas cosas, como que los elfos Ojosverdes con los que se habían cruzado en la playa de los Ancestros tuviesen órdenes de llevarlo al campamento, vivo, o que no se hubiese ofrecido ninguna recompensa por su cabeza. Habían hecho todo lo posible para recuperarlo de una pieza, aún a pesar de lo que había hecho. Esa era la baza de Dhonara, la que le permitiría mantenerlo con vida aún a pesar de los deseos del Consejo.
- Vamos, Tarek, no seas tan… -la elfa, que se había apartado de la mesa para avanzar hacia él, trastabilló, como acometida por un fuerte mareo. Dando un par de pasos atrás, se apoyó de nuevo contra el mueble, para a continuación perder fuerza y caer sentada al suelo. Desde allí alzó atónita la vista hacia él- ¿Qué…?
Tarek separó las manos, que había mantenido unidas durante toda la conversación. Acercándose a un mueble cercano, tomó un trapo y lo mojó en una palangana metálica que contenía agua. Con los ojos de su mentora sobre él, procedió a limpiarse con cuidado las mejillas y la línea inferior de la mandíbula. Acabado el proceso, se acercó a ella, agachándose a su lado cuando alcanzó la posición de la elfa.
- Me lo enseñaste tú, ¿sabes? Que nuestra mayor debilidad son aquellas cosas que hacemos de forma inconsciente –le dedicó entonces una triste sonrisa- Me has quitado a mi familia y ahora vas a llevarte el… el último resquicio de la ética que él me inculcó. Al fin has conseguido lo que siempre quisiste, que mis manos se manchasen con la sangre de mi propia gente.
- Tarek… -su voz sonó débil y, con evidente esfuerzo, intentó alzar la mano para tocarle el rostro. Pero a medio camino pareció perder todas las fuerzas, cayendo inerte al suelo.
- Si el mundo fuese justo, morirías de la misma manera que murió esa humana, como una traidora. Pero yo no soy tu –la mirada de la elfa comenzó a desenfocarse, mientras él pronunciaba aquellas palabras- Perderás cada uno de tus sentidos de forma paulatina, igual que ella. Vivirás unos minutos dentro de la tumba que será tu propio cuerpo y después tu corazón dejará de latir –ella giró la cabeza, como intentando captar mejor su voz- ¿Sabes que es lo más irónico? Que el pago por saber lo que había pasado aquella noche, lo que hiciste, fue precisamente lo que más deseabas. Ya no puedo imbuir las runas de los Inglorien.
Dhonara permaneció inmóvil. Probablemente el veneno había acabado de neutralizar el último de sus sentidos, el del oído. En breves instantes exhalaría su último suspiro, cuando las toxinas del bebedizo terminasen por detener el resto de sus funciones vitales. Agachando la cabeza, el peliblanco no pudo evitar que una amarga lágrima corriese por su mejilla. Aquella mujer, la asesina de Eithelen, había sido su mentora, una figura paterna más que perecía y desaparecía de su vida, en esta ocasión por sus propias manos. El amargo conocimiento de lo que había hecho no opacaba sin embargo los años que había compartido con ella y llevaría consigo siempre la carga de lo que acababa de hacer.
Cogiendo aire, intentó recomponerse. Sus ojos se posaron de nuevo en la exánime figura de la elfa. Acercándose a ella, se inclinó para hacer que sus frentes se tocasen.
- Que los dioses te guarden en tu travesía… -su voz se entrecortó ligeramente mientras pronunciaba las palabras de despedida del clan- y que custodien tus huesos de regreso a la tierra.
Apoyando con cuidado la cabeza de la elfa contra la mesa, le dedicó un último vistazo, antes de levantarse. El alba despuntaría pronto en el horizonte y debía abandonar el campamento antes de que eso sucediese, si quería salir de allí con vida. Sin dirigirle una sola mirada más a la inerte figura de Dhonara, abandonó la que había sido la casa de su mentora durante tantos años.
- ¿Dónde está? –preguntó entonces. Tarek no necesitó más información para saber a quién se refería.
- Lejos de ti –fue su respuesta.
Ella entrecerró los ojos con una sombra de ira asomándose tras su mirada. Estaba acorralada. Ambos lo sabían.
- ¿Ahora defiendes a una humana? –preguntó entonces, cruzándose de brazos- Creí haberte enseñado mejor.
- Protejo la verdad tras lo sucedido. La que llevas tanto tiempo ocultándome.
- Qué vas a hacer, ¿denunciarme? ¿Matarme? –lo miró con cierta sorna- Ambos sabemos que no. Eso fue lo que él te enseñó, que “los elfos no matan a otros elfos” –el retintín en sus palabras hizo que el peliblanco apretase la mandíbula con rabia contenida- Además, ¿quién te dice que no fue el consejo el que dio la orden y yo quién la ejecutó? ¿Cuánta gente has matado tú en su nombre? ¿Acaso es más culpable la mano que ejecuta que la voz que lo ordena?
Separando los brazos, comenzó a caminar por la sala, pensativa, aunque sin quitarle la vista de encima. Se encontraban en un momento de impasse. Se observaron mutuamente durante un par de largos y tensos minutos, ninguno de los dos dispuesto a romper el silencio primero. Dhonara se detuvo entonces en el centro de la sala y, apoyándose contra la mesa, lo miró de nuevo cruzando los brazos.
- ¿Por qué has venido, Tarek? –preguntó.
- Quería respuestas –contestó él, como si aquello fuese evidente.
- Pero ya las tienes. Tú mismo lo has dicho, lo viste, lo sentiste en tu propia piel –en su rostro se dibujó entonces una sonrisa- ¿O acaso necesitabas una confirmación verbal de lo que había sucedido? –le dio unos segundos para contestar, pero el elfo se limitó a observarla. Sabía que en realidad no esperaba una respuesta- A veces puedes ser tan exasperante –se llevó las manos a la cara, como para arrastrar con ellas el cansancio que aquella conversación le producía- Esto no tiene que acabar así. Él ya está muerto. Tú y yo seguimos vivos. Entiendo tu dolor, créeme, pero no se lo merece. Si de verdad lo viste, tú mismo fuiste testigo de su depravación, de su traición y si aún por encima hay un… vástago de esa… infamia, con más razón se merecía lo que recibió. ¿Acaso no fue él quien te enseñó que los humanos eran una raza inferior? –observó el impacto de sus palabras en el joven- Te abandonó, Tarek. Te dejó atrás. Eligió a una humana y al producto de su deshonra antes que a ti. Se fue sin ti. ¿Cuánto tiempo llevaba fuera, cuántas veces había desaparecido en los meses que precedieron su muerte? ¿Cuántas?... ¿Por qué nunca te dijo nada?
Aquellas palabras le hicieron apartar la mirada de su mentora. Desde su salida del templo había intentado evitar aquel hilo de pensamiento, pero la sensación de traición y abandono habían resonado en el fondo de su mente durante todo el camino. Escucharlas de boca de la elfa, verbalizadas en voz alta, no hizo sino avivar aquella sensación. Porque en el fondo, Tarek sabía que aquellas palabras eran ciertas. Durante su último encuentro con Eithelen, este había negado al joven la posibilidad de acompañarlo, aludiendo que todavía no estaba preparado. Tras aquello, no habían vuelto a verse. Aquella última conversación pobló las pesadillas del peliblanco durante meses, culpándose de no haber insistido, de no haber estado en la batalla para ayudarlo. Ahora la conversación tomaba otro significado, uno que hablaba de indiferencia.
- Este ha sido tu hogar durante décadas, ¿vas a echarlo todo a perder por un hombre que lleva años muerto? ¿El hombre que te abandonó a tu suerte? ¿Qué te mintió? –su voz sonó más calmada, evocadora.
- ¿Fue una orden del Consejo?
- ¿Importa acaso? Tenía que hacerse y se hizo.
- ¿Era necesario que…? –las palabras se le atragantaron y fue incapaz de terminar la pregunta.
- Se le dio un trato digno de alguien de su rango.
- ¿Y ella?
- Alguien tenía que pagar la traición. Eithelen se había deshonrado pero, como dije, se merecía un trato equivalente a los logros que había alcanzado en vida. Ella no –tras unos segundos añadió- Solo era una humana. Está mejor muerta –se frotó de nuevo la cara con cansancio- El pasado, pasado está. Ahora tienes que pensar en el futuro, tu futuro. Dime donde está la mestiza -Tarek negó con la cabeza- ¿Es que no te das cuenta del problema en el que estás? Todos los clanes están nuestra contra, ¿acaso crees que te verán como algo distinto a un Ojosverdes? Eso, si consigues salir del Campamento. ¡El Consejo pide tu cabeza! –ante su falta de respuesta, añadió- Escúchame, Tarek. Sé que ahora esa cabeza tuya tiene que ser un hervidero de pensamientos y que debes odiarme por lo que viste, pero tienes que ser inteligente. Soy la única que puede ayudarte.
- ¿Por qué?
- ¿Porque te aprecio? ¿Porque veo potencial en ti? ¿Porque yo no soy Eithelen? No voy a abandonarte cuando más me necesitas –aquella última afirmación le hizo desviar de nuevo la mirada. Dhonara, por su parte esbozó una leve sonrisa, sabiendo que había encontrado el hilo del que tirar para aplacarlo. Pero aquel gestó había desaparecido cuando Tarek volvió a mirarla.
- Antes dijiste que era especial, ¿a qué te referías? –ella se encogió ligeramente de hombros- ¿Qué querías decir, Dhonara? ¡Por qué no puedes decirme la verdad, aunque sea por una mísera vez! –ella lo observó unos instantes antes de contestar.
- Porque eres único –ante su cara de perplejidad, añadió- ¿Es que no te das cuenta? Esas runas –señaló el rostro del peliblanco- han pasado de generación en generación de los Inglorien, sin que nadie más pudiese imbuirlas. Eres el primer Ojosverdes con esa capacidad. El primero de una, espero, larga lista de miembros de nuestro clan con esa habilidad.
- ¿Lo mataste para crear tu propio linaje de arcanos?
- ¡No seas estúpido! Murió porque era un traidor a la especie. Apartarte a ti de sus garras solo fue una más de las ventajas que trajo su muerte.
- No me lo puedo creer –el joven elfo negó con la cabeza- Todo este tiempo… ¿por eso vinisteis a por mí?
Ella puso los ojos en blanco, exasperada. Aquello explicaba muchas cosas, como que los elfos Ojosverdes con los que se habían cruzado en la playa de los Ancestros tuviesen órdenes de llevarlo al campamento, vivo, o que no se hubiese ofrecido ninguna recompensa por su cabeza. Habían hecho todo lo posible para recuperarlo de una pieza, aún a pesar de lo que había hecho. Esa era la baza de Dhonara, la que le permitiría mantenerlo con vida aún a pesar de los deseos del Consejo.
- Vamos, Tarek, no seas tan… -la elfa, que se había apartado de la mesa para avanzar hacia él, trastabilló, como acometida por un fuerte mareo. Dando un par de pasos atrás, se apoyó de nuevo contra el mueble, para a continuación perder fuerza y caer sentada al suelo. Desde allí alzó atónita la vista hacia él- ¿Qué…?
Tarek separó las manos, que había mantenido unidas durante toda la conversación. Acercándose a un mueble cercano, tomó un trapo y lo mojó en una palangana metálica que contenía agua. Con los ojos de su mentora sobre él, procedió a limpiarse con cuidado las mejillas y la línea inferior de la mandíbula. Acabado el proceso, se acercó a ella, agachándose a su lado cuando alcanzó la posición de la elfa.
- Me lo enseñaste tú, ¿sabes? Que nuestra mayor debilidad son aquellas cosas que hacemos de forma inconsciente –le dedicó entonces una triste sonrisa- Me has quitado a mi familia y ahora vas a llevarte el… el último resquicio de la ética que él me inculcó. Al fin has conseguido lo que siempre quisiste, que mis manos se manchasen con la sangre de mi propia gente.
- Tarek… -su voz sonó débil y, con evidente esfuerzo, intentó alzar la mano para tocarle el rostro. Pero a medio camino pareció perder todas las fuerzas, cayendo inerte al suelo.
- Si el mundo fuese justo, morirías de la misma manera que murió esa humana, como una traidora. Pero yo no soy tu –la mirada de la elfa comenzó a desenfocarse, mientras él pronunciaba aquellas palabras- Perderás cada uno de tus sentidos de forma paulatina, igual que ella. Vivirás unos minutos dentro de la tumba que será tu propio cuerpo y después tu corazón dejará de latir –ella giró la cabeza, como intentando captar mejor su voz- ¿Sabes que es lo más irónico? Que el pago por saber lo que había pasado aquella noche, lo que hiciste, fue precisamente lo que más deseabas. Ya no puedo imbuir las runas de los Inglorien.
Dhonara permaneció inmóvil. Probablemente el veneno había acabado de neutralizar el último de sus sentidos, el del oído. En breves instantes exhalaría su último suspiro, cuando las toxinas del bebedizo terminasen por detener el resto de sus funciones vitales. Agachando la cabeza, el peliblanco no pudo evitar que una amarga lágrima corriese por su mejilla. Aquella mujer, la asesina de Eithelen, había sido su mentora, una figura paterna más que perecía y desaparecía de su vida, en esta ocasión por sus propias manos. El amargo conocimiento de lo que había hecho no opacaba sin embargo los años que había compartido con ella y llevaría consigo siempre la carga de lo que acababa de hacer.
Cogiendo aire, intentó recomponerse. Sus ojos se posaron de nuevo en la exánime figura de la elfa. Acercándose a ella, se inclinó para hacer que sus frentes se tocasen.
- Que los dioses te guarden en tu travesía… -su voz se entrecortó ligeramente mientras pronunciaba las palabras de despedida del clan- y que custodien tus huesos de regreso a la tierra.
Apoyando con cuidado la cabeza de la elfa contra la mesa, le dedicó un último vistazo, antes de levantarse. El alba despuntaría pronto en el horizonte y debía abandonar el campamento antes de que eso sucediese, si quería salir de allí con vida. Sin dirigirle una sola mirada más a la inerte figura de Dhonara, abandonó la que había sido la casa de su mentora durante tantos años.
- Dhonara:
- [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
RIP
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
El cuerpo de la mestiza se sacudía a medio camino entre el frío y olas de calor, fruto de las heridas infectadas que le hacían subir la fiebre. Su mente había quedado sumida en un sueño oscuro, sin conciencia, pero el paso de las horas terminó por despertarla. Hizo un buen esfuerzo para intentar levantar los párpados, pero su cuerpo se sentía pesado, aletargado y lejos de su control.
Ella no lo sabía por el momento, pero Fera era una sanadora excepcional. Había trabajado tiempo en su cuerpo, haciendo un trabajo difícil de superar. Había limpiado y desinfectado, teniendo especial cuidado con las heridas más profundas.
Sus dedos habían suturado los cortes abiertos más pronunciados que no iban a ser capaces de cerrar solos. Había aliviado los golpes y acelerado el proceso de curación de los múltiples moratones y cardenales que marcaban su piel. La había aseado hasta conseguir arrancar cualquier resquicio de pestilencia y suciedad de su maltratado cuerpo, y se había encargado de recolocar e inmovilizar las costillas rotas para que iniciasen el proceso de sellado.
Las heridas de los pies... llevarían más tiempo. Tras la observación, la elfa dictaminó que se debían a una mezcla de latigazos con algún tipo de cuero, y cortes lacerantes a medio camino entre abrir la carne y despellejar. Técnica usada para, principalmente, inhabilitarla en poder caminar por si sola y, de esa forma, anular posibilidades de escape.
Tardaría en volver a andar.
Tras las horas de dedicado trabajo, sabiendo que no podía hacer más por el momento, trasladó a la mestiza con la ayuda de Nousis, a una pequeña habitación del piso superior. La solían ocupar sus aprendices o algún cliente que estuviese de paso, necesitado de un lugar en el que descansar. La menuda habitación servía como propósito principal de almacén en el que guardar instrumental, documentos y productos médicos en proceso de maduración, pero equipada con una modesta cama y una mesita accesoria al lado funcionaba como improvisado dormitorio.
La respiración de Iori era muy superficial, cuando ambos elfos salieron de allí y cerraron la puerta. El suave murmullo de sus voces la había acompañado hasta entonces, como una melodía de fondo. La ausencia de presencias cerca permitía alejar los recuerdos, pero, tras un escalofrío que sacudió su cuerpo, fue catapultada al peor lugar de su mente.
Ayla gritó de forma agónica, pero fue la única persona de todas las que se encontraban allí que no lo pudo escuchar. La sangre corría por su cuello abajo, mientras Dhonara extraía sin miramientos las puntas. La humana cayó al instante hacia el suelo, golpeándose el rostro allí con dureza. Su sentido del equilibrio estaba comprometido, por lo que en aquellos instantes Ayla se había convertido en un ser tembloroso, incapaz de controlar de ninguna forma su cuerpo.
Más allá, retorciéndose en su agarre, el rostro de Eithelen reflejaba algo similar a la locura. Hablaba en élfico, profiriendo expresiones incomprensibles, pero que sonaban a juramentos. Dhonara lo ignoró mientras aferraba el cabello de la humana para obligarla a yacer en el suelo tendida ahora boca arriba. - Debemos darnos prisa, no soportará mucho más - analizó con ojo clínico.
Extrajo otra vez de la funda la daga con la que había cortado la lengua, y la giró entre los dedos empuñando el mango. - El olfato - dijo como toda explicación. Alzó la mano y la dejó caer con fuerza, golpeando con aquella parte del arma el tabique nasal. El golpe certero rompió al instante la nariz, pero no terminaba con un único impacto. La mano de Dhonara se alzó repetidas ocasiones, hasta que el cuerpo de la humana dejó de moverse.
A unos metros de ellos, Otto había tenido que apartar la vista, mientras que Hans no podía desenganchar los ojos claros del grotesco espectáculo. - Es suficiente - la elfa se detuvo, observando el rostro machacado y cubierto de sangre. No quedaban en ella los rasgos de los que Eithelen se había enamorado. La respiración de la mujer era superficial, mientras enfrentaba los últimos minutos de su vida.
- No tienes energía ni para gritar, ¿verdad? - apoyó la daga en la hierba que tenía a sus pies y arrastrándola, dejó que las briznas limpiasen la mayor parte de la sangre antes de guardarla. - Hemos llegado al final. Con esto vuestra aberración quedará purificada - Los ojos dorados de Ayla se movieron para observar un segundo a la elfa. Y, en contra de lo que indicaba la lógica, de alguna forma fue capaz de controlar su cuerpo para buscar la dirección en la que se encontraba Eithelen. - ¿Qué...? -
Con el oído perforado, no era posible continuar controlando el aparato locomotor. El gesto de la humana, buscando mirar al Inglorien sorprendió a Dhonara, y la exasperó. Pura casualidad, un simple accidente. No era posible que aquello fuese un acto consciente, no después de lo que le había hecho a la humana. Algo pareció conectar a ambos amantes en el aire, un lazo invisible pero de alguna forma perceptible. Los labios, llenos de sangre de la humana se estiraron suavemente, una pequeña sonrisa que rompió el corazón del elfo.
Y terminó con la paciencia de Dhonara.
- ¡Se acabó! - gruñó de puro enfado. La rabia ante aquello se extendió como un veneno en su pecho. Uno nacido de ver que, aunque había maltratado y destruido físicamente, había algo más allá que no podía tocar. Algo entre ellos que no podía alcanzar para hacer que desapareciera.
Los dedos de la elfa se cernieron entonces sobre la maltrecha cara, perfilando aquellos ojos dorados. Y Eithelen destrozó su garganta gritando. Y Dhonara hundió lo dedos profundamente en las cuencas de Ayla.
El dolor la sacudió como un relámpago, catapultándola al mundo de la consciencia. Iori se retorció conteniendo el aliento, despertando de los recuerdos que la hacían revivir. No era todavía capaz de gestionar todo aquello. La información, conocer la verdad, averiguar qué les había sucedido a sus padres la había destruido por dentro.
La limpieza que le habían proporcionado Nousis y Fera quedó en nada cuando la mestiza comenzó a sudar. Paseó los ojos de forma errática por su entorno, reconociendo en él una modesta habitación. El dolor de Ayla estaba escrito en su piel, y recorrió con sus manos su cuerpo maltrecho, como intentando apagar un fuego que no existía pero que ella sin dudas sentía.
Estuvo un tiempo temblando, sin capacidad para reaccionar, hasta que se fijó en la forma de algo conocido. Entornó los ojos cuando reconoció la espada de Nousis, guardada dentro de su funda. Nunca la había blandido, pero en manos del elfo la había visto rápida, efectiva y, sobre todo, letal. Con el filo que poseía sería capaz de cortar una hoja cayendo de la rama de un árbol. Cortar su carne sería incluso más fácil.
Se incorporó, pero al apoyar los pies en el suelo sus piernas se doblaron y cayó. El dolor que sintió la dobló en dos, pero no fue suficiente para detenerla. Se arrastró con sus antebrazos y alcanzó el arma de la que no era capaz de sacar los ojos.
El sonido al desenvainar sonó trémulo en el metal, pero a sus oídos pareció una invitación.
El brillo de la mirada azul se reflejó en la espada, y la mestiza recuperó en su mente la forma desquiciada en la que Eithelen observaba, incapaz de salvar a la persona que amaba. El dolor en su mente la volvió a recorrer, y supo entonces que sería el dolor físico lo único que sería capaz de arrancarla de allí.
Colocó su mano derecha contra la madera del suelo, y con la izquierda apoyó la espada de Nousis en su muñeca. Apretó con decisión y dejó que el acero mordiese su piel. Iori sonrió ante el alivio que produjo en ella aquel dolor. Pero sin poder separar la mano del brazo, algo enorme entró en tromba a la habitación y se precipitó sobre ella.
El arma que tanto consuelo le estaba brindando fue arrojada con fuerza a una esquina, mientras una voz masculina y potente profería un grito que casi sonaba a súplica. - ¡Fera! - Aquella voz era familiar. Aquella mirada era conocida. Los brazos que luchaban con el cuerpo rígido de la mestiza, que intentaban controlarla, ya la habían rodeado otras veces. Intentando centrarse en el presente, Iori comprendió que el elfo que tenía delante se llamaba Nousis, y nada tenía que ver con su infierno personal.
¿Nada?
No era cierto. Él era uno de ellos. Las conversaciones que tantas veces la habían molestado se liberaron en su mente con la fuerza de una tormenta de verano. Desde que lo había conocido en Baslodia, con aquella clarificadora conversación en el salón del mercader que les había dado alojamiento. La forma de pensar del elfo había quedado clara. Y ahora ella podía ver el paralelismo. El racismo que había quemado y destruido el amor de sus padres.
- ¿Tú lo harías? - ladró la pregunta sin entender que al elfo a quién se la dirigía le faltaba todo el contexto. La muñeca herida sangraba mientras la mestiza aferraba con fuerza el antebrazo de Nousis. - Tienes que descansar - respondió con un tono preocupado en la voz.
Aquello únicamente molestó a Iori. La rabia se filtró en ella y se tradujo en el aumento de presión sobre el agarre al que lo sometía. La puerta se abrió con Fera en el hueco. - ¿¡Tú lo harías?! ¡Es vuestro después de todo! - la elfa se inclinó con un frasco lleno de un líquido hacia la nariz de Iori.
Trató de resistirse, pero el espadachín intensificó la fuerza que hacía sobre ella para doblegarla. Nou no respondió a Iori - Está fuera de si. - le indicó a la sanadora. - Puedo verlo - replicó ella mientras realiza mecánicamente la tarea - Me faltan datos en está historia, Nou. - La mestiza se retorció, en un último intento. - Lempë…U…- farfulló antes de que sus párpados se cerrasen y dejar el cuerpo flojo de nuevo.
Esas palabras, aunque incompletas, causaron una reacción evidente en ambos elfos. La mención abrió los ojos de ambos en desmesura. La mirada de Nou era de asombro y la de Fera, de repugnancia hasta límites extremadamente profundos.
Ella no lo sabía por el momento, pero Fera era una sanadora excepcional. Había trabajado tiempo en su cuerpo, haciendo un trabajo difícil de superar. Había limpiado y desinfectado, teniendo especial cuidado con las heridas más profundas.
Sus dedos habían suturado los cortes abiertos más pronunciados que no iban a ser capaces de cerrar solos. Había aliviado los golpes y acelerado el proceso de curación de los múltiples moratones y cardenales que marcaban su piel. La había aseado hasta conseguir arrancar cualquier resquicio de pestilencia y suciedad de su maltratado cuerpo, y se había encargado de recolocar e inmovilizar las costillas rotas para que iniciasen el proceso de sellado.
Las heridas de los pies... llevarían más tiempo. Tras la observación, la elfa dictaminó que se debían a una mezcla de latigazos con algún tipo de cuero, y cortes lacerantes a medio camino entre abrir la carne y despellejar. Técnica usada para, principalmente, inhabilitarla en poder caminar por si sola y, de esa forma, anular posibilidades de escape.
Tardaría en volver a andar.
Tras las horas de dedicado trabajo, sabiendo que no podía hacer más por el momento, trasladó a la mestiza con la ayuda de Nousis, a una pequeña habitación del piso superior. La solían ocupar sus aprendices o algún cliente que estuviese de paso, necesitado de un lugar en el que descansar. La menuda habitación servía como propósito principal de almacén en el que guardar instrumental, documentos y productos médicos en proceso de maduración, pero equipada con una modesta cama y una mesita accesoria al lado funcionaba como improvisado dormitorio.
La respiración de Iori era muy superficial, cuando ambos elfos salieron de allí y cerraron la puerta. El suave murmullo de sus voces la había acompañado hasta entonces, como una melodía de fondo. La ausencia de presencias cerca permitía alejar los recuerdos, pero, tras un escalofrío que sacudió su cuerpo, fue catapultada al peor lugar de su mente.
Ayla gritó de forma agónica, pero fue la única persona de todas las que se encontraban allí que no lo pudo escuchar. La sangre corría por su cuello abajo, mientras Dhonara extraía sin miramientos las puntas. La humana cayó al instante hacia el suelo, golpeándose el rostro allí con dureza. Su sentido del equilibrio estaba comprometido, por lo que en aquellos instantes Ayla se había convertido en un ser tembloroso, incapaz de controlar de ninguna forma su cuerpo.
Más allá, retorciéndose en su agarre, el rostro de Eithelen reflejaba algo similar a la locura. Hablaba en élfico, profiriendo expresiones incomprensibles, pero que sonaban a juramentos. Dhonara lo ignoró mientras aferraba el cabello de la humana para obligarla a yacer en el suelo tendida ahora boca arriba. - Debemos darnos prisa, no soportará mucho más - analizó con ojo clínico.
Extrajo otra vez de la funda la daga con la que había cortado la lengua, y la giró entre los dedos empuñando el mango. - El olfato - dijo como toda explicación. Alzó la mano y la dejó caer con fuerza, golpeando con aquella parte del arma el tabique nasal. El golpe certero rompió al instante la nariz, pero no terminaba con un único impacto. La mano de Dhonara se alzó repetidas ocasiones, hasta que el cuerpo de la humana dejó de moverse.
A unos metros de ellos, Otto había tenido que apartar la vista, mientras que Hans no podía desenganchar los ojos claros del grotesco espectáculo. - Es suficiente - la elfa se detuvo, observando el rostro machacado y cubierto de sangre. No quedaban en ella los rasgos de los que Eithelen se había enamorado. La respiración de la mujer era superficial, mientras enfrentaba los últimos minutos de su vida.
- No tienes energía ni para gritar, ¿verdad? - apoyó la daga en la hierba que tenía a sus pies y arrastrándola, dejó que las briznas limpiasen la mayor parte de la sangre antes de guardarla. - Hemos llegado al final. Con esto vuestra aberración quedará purificada - Los ojos dorados de Ayla se movieron para observar un segundo a la elfa. Y, en contra de lo que indicaba la lógica, de alguna forma fue capaz de controlar su cuerpo para buscar la dirección en la que se encontraba Eithelen. - ¿Qué...? -
Con el oído perforado, no era posible continuar controlando el aparato locomotor. El gesto de la humana, buscando mirar al Inglorien sorprendió a Dhonara, y la exasperó. Pura casualidad, un simple accidente. No era posible que aquello fuese un acto consciente, no después de lo que le había hecho a la humana. Algo pareció conectar a ambos amantes en el aire, un lazo invisible pero de alguna forma perceptible. Los labios, llenos de sangre de la humana se estiraron suavemente, una pequeña sonrisa que rompió el corazón del elfo.
Y terminó con la paciencia de Dhonara.
- ¡Se acabó! - gruñó de puro enfado. La rabia ante aquello se extendió como un veneno en su pecho. Uno nacido de ver que, aunque había maltratado y destruido físicamente, había algo más allá que no podía tocar. Algo entre ellos que no podía alcanzar para hacer que desapareciera.
Los dedos de la elfa se cernieron entonces sobre la maltrecha cara, perfilando aquellos ojos dorados. Y Eithelen destrozó su garganta gritando. Y Dhonara hundió lo dedos profundamente en las cuencas de Ayla.
El dolor la sacudió como un relámpago, catapultándola al mundo de la consciencia. Iori se retorció conteniendo el aliento, despertando de los recuerdos que la hacían revivir. No era todavía capaz de gestionar todo aquello. La información, conocer la verdad, averiguar qué les había sucedido a sus padres la había destruido por dentro.
La limpieza que le habían proporcionado Nousis y Fera quedó en nada cuando la mestiza comenzó a sudar. Paseó los ojos de forma errática por su entorno, reconociendo en él una modesta habitación. El dolor de Ayla estaba escrito en su piel, y recorrió con sus manos su cuerpo maltrecho, como intentando apagar un fuego que no existía pero que ella sin dudas sentía.
Estuvo un tiempo temblando, sin capacidad para reaccionar, hasta que se fijó en la forma de algo conocido. Entornó los ojos cuando reconoció la espada de Nousis, guardada dentro de su funda. Nunca la había blandido, pero en manos del elfo la había visto rápida, efectiva y, sobre todo, letal. Con el filo que poseía sería capaz de cortar una hoja cayendo de la rama de un árbol. Cortar su carne sería incluso más fácil.
Se incorporó, pero al apoyar los pies en el suelo sus piernas se doblaron y cayó. El dolor que sintió la dobló en dos, pero no fue suficiente para detenerla. Se arrastró con sus antebrazos y alcanzó el arma de la que no era capaz de sacar los ojos.
El sonido al desenvainar sonó trémulo en el metal, pero a sus oídos pareció una invitación.
El brillo de la mirada azul se reflejó en la espada, y la mestiza recuperó en su mente la forma desquiciada en la que Eithelen observaba, incapaz de salvar a la persona que amaba. El dolor en su mente la volvió a recorrer, y supo entonces que sería el dolor físico lo único que sería capaz de arrancarla de allí.
Colocó su mano derecha contra la madera del suelo, y con la izquierda apoyó la espada de Nousis en su muñeca. Apretó con decisión y dejó que el acero mordiese su piel. Iori sonrió ante el alivio que produjo en ella aquel dolor. Pero sin poder separar la mano del brazo, algo enorme entró en tromba a la habitación y se precipitó sobre ella.
El arma que tanto consuelo le estaba brindando fue arrojada con fuerza a una esquina, mientras una voz masculina y potente profería un grito que casi sonaba a súplica. - ¡Fera! - Aquella voz era familiar. Aquella mirada era conocida. Los brazos que luchaban con el cuerpo rígido de la mestiza, que intentaban controlarla, ya la habían rodeado otras veces. Intentando centrarse en el presente, Iori comprendió que el elfo que tenía delante se llamaba Nousis, y nada tenía que ver con su infierno personal.
¿Nada?
No era cierto. Él era uno de ellos. Las conversaciones que tantas veces la habían molestado se liberaron en su mente con la fuerza de una tormenta de verano. Desde que lo había conocido en Baslodia, con aquella clarificadora conversación en el salón del mercader que les había dado alojamiento. La forma de pensar del elfo había quedado clara. Y ahora ella podía ver el paralelismo. El racismo que había quemado y destruido el amor de sus padres.
- ¿Tú lo harías? - ladró la pregunta sin entender que al elfo a quién se la dirigía le faltaba todo el contexto. La muñeca herida sangraba mientras la mestiza aferraba con fuerza el antebrazo de Nousis. - Tienes que descansar - respondió con un tono preocupado en la voz.
Aquello únicamente molestó a Iori. La rabia se filtró en ella y se tradujo en el aumento de presión sobre el agarre al que lo sometía. La puerta se abrió con Fera en el hueco. - ¿¡Tú lo harías?! ¡Es vuestro después de todo! - la elfa se inclinó con un frasco lleno de un líquido hacia la nariz de Iori.
Trató de resistirse, pero el espadachín intensificó la fuerza que hacía sobre ella para doblegarla. Nou no respondió a Iori - Está fuera de si. - le indicó a la sanadora. - Puedo verlo - replicó ella mientras realiza mecánicamente la tarea - Me faltan datos en está historia, Nou. - La mestiza se retorció, en un último intento. - Lempë…U…- farfulló antes de que sus párpados se cerrasen y dejar el cuerpo flojo de nuevo.
Esas palabras, aunque incompletas, causaron una reacción evidente en ambos elfos. La mención abrió los ojos de ambos en desmesura. La mirada de Nou era de asombro y la de Fera, de repugnancia hasta límites extremadamente profundos.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
La melena de Fera apareció ante sus ojos como un incendio, imposible de soslayar, al tiempo que sus ojos, inquisitivos, se plantaron a un palmo del rostro del espadachín. Sobresaltado, compuso un semblante bañado por la sorpresa.
-¿Está b…?- quiso preguntar, el primer haz de luz que se alojó en sus pensamientos. La galena dio muestra de una leve irritación.
-Por supuesto que está mejor. Soy excelente, por eso estás aquí. Ven- ordenó de pie. Él, sentado, con la espalda apoyada en la recia pared de la vivienda de la sanadora, disfrutaba de la calma que le permitían los suaves rayos de sol, buscando vaciar su mente al menos un breve lapso. Tiempo, por supuesto, que ella interrumpió.
Molesto, consciente que se avecinaba una conversación que distaría de resultar agradable, siguió a la pelirroja hasta una cercana zona salpicaba de sillares que ni siquiera poseían la entidad suficiente para ser denominadas como ruina. El viento movía los tallos que habían germinado meses atrás en los campos de cultivo. Un lago verde y dorado.
El cabello de ambos elfos ondeaba, siguiendo la misma dirección que el producto de la tierra. Transcurrió un espacio temporal en el que ninguno emitió palabra. Los ojos grises de Nousis no se apartaban de la dura mirada de Fera. Hasta que, para su sorpresa, el ceño de la mujer se relajó, y la ira y el aborrecimiento mutaron en un hondo cansancio que el espadachín mismo albergaba en su interior, familiar, conocido.
-Juraste no volver- recordó la sanadora, y su oyente dio imagen a esos tiempos pretéritos. Orgullo, seguridad, irritación. No había resultado una despedida cálida.
-Ha sido la única promesa que he roto, Fera- enunció él con clara calma- No pude evitarlo. No podía dejarla así.
Ella se cruzó de brazos, tomando el codo izquierdo con la mano diestra, y echó un vistazo al cielo sin nubes, antes de volver a contemplar aquella mirada que todas acumulaba.
-Despreciabas a los humanos. Te fuiste porque no había nada más importante que lo que esperabas conseguir. Ahora te apartas de ese camino por una vidacorta y tienes la osadía de traerla a mí. Trato de decidir si es mayor tu arrogancia o tu insensibilidad, Indirel.
Nou apartó la mirada de ella hacia un lado y respiró varias veces, sin apenas romper un segundo silencio.
-Nunca pretendí hacerte daño- explicó, pero la galena apartó irritada tales palabras con el gesto de una mano.
-Tú no tienes la capacidad para hacerme daño. Tal vez- indicó- no la llegaste a tener nunca- algo dentro de él, quizá orgullo, se sintió tentado a replicar, mas lo acalló con dureza- Únicamente admiraba algo de ti. Eras incapaz de contradecirte cuando estabas seguro de tener la razón. Dudaba de cuanto te habías propuesto, de cuando esperabas lograr. Creía- su voz bajó de volumen con cada una de las sílabas de esa última palabra, antes de retomar el vuelo- que si algún día ocurría, te partirías en tantos pedazos que ni Anar sería capaz de volver a unirlos.
Aquello caló profundamente en su congénere. Cuántas veces no habría él mismo pensado algo semejante. Si había traicionado sus mismos principios. Si su misión tenía ya alguna posibilidad, cuando la única ocasión de obtener poder real se había esfumado con la victoria de Nytt Hus. Capturado, golpeado, derrotado, había continuado, un paso tras otro. Y ella tenía razón. Nada más hablar con Tarek, los había colocado a ambos delante de todo su pueblo, de la necesidad de hacerse con algo que marcase la diferencia en una guerra futura. Entonces llegó a su pensamiento una cuestión aterradora.
¿Continuaba siendo el mismo?
Nousis Indirel repasó sus aventuras de los últimos años. Sus trabajos, sus alianzas, risas y peligros de muerte. Los ojos de Fera parecían leer su semblante al tiempo que los recuerdos se volvían más y más nítidos. El elfo sintió la necesidad de sentarse, y se pasó ambas manos por el cabello, con la mirada en la hierba. Ella se acuclilló a su lado, con los brazos aún cruzados encima de las rodillas.
-¿Quién eres hoy?- le preguntó la mujer con tristeza y suavidad. Él alzó la vista, y su rostro retomó una obstinación en él más característica que unas dudas que había sido sus compañeras durante un tiempo demasiado prolongado.
-Sigo siendo yo- replicó- El mismo, y diferente- se irguió ante ella. La diferencia de estatura entre ambos no era excesiva, unos cuatro dedos, y la seguridad que la sanadora exhibía parecía aún mermarla- ¿Sabes lo ocurrido en Árbol Madre y Nytt Hus?- soltó, sabedor de cuánto detestaba la pelirroja no estar al tanto de las noticias del continente. Ella alzó una ceja, extrañada del abrupto cambio en la conversación.
-Sí. ¿Qué relación tienen con… - Por vez primera, Nou la interrumpió.
-Participé en ambas- nunca estuvo seguro, mas creyó apreciar un punto de respeto, o lástima, en lo profundo de los ojos de Fera, antes de ocultarse una vez más tras una máscara acostumbrada al dolor de sus pacientes- Y en ambas casi pierdo la vida. Conocías mis pensamientos. Siempre había creído que Sandorai era demasiado permeable, demasiado blando ante la influencia externa- sacudió la cabeza- Es aún peor- sus palabras sonaron lúgubres, como salidas de su parte más oscura- Somos débiles. La apertura del Consejo ha dado voz a más clanes, pero continúa su enquistamiento. Una dificultad subyacente, Fera. Clanes, tribus… los elfos somos débiles- repitió- He comprendido que no es suficiente con encontrar el poder que yo esperaba. ¿Cómo podría manejarlo, sujeto a directrices lentas y equivocadas de un griterío que no busca cambiar una organización obsoleta?
La galena lo observaba, callada, y todo rasgo de su faz mostraba ya el peligroso punto hacia donde los argumentos del espadachín convergían.
-Sigo despreciando a los humanos, mas no lo odio. Viven cortos años con escaso margen para el cambio, para disfrutar de alegrías y soportar penas. Son llamas débiles o abrasadoras, y no nuestro problema- se detuvo antes de continuar- Traje a Iori a tus manos porque confío en ti, incluso por encima del momento de nuestra última despedida. Ella es importante para mí. No por tratarse de la hija de Eithelen, asunto que llegue a conocer mucho después de haber compartido con ella casi cada peligro que el continente llevó contra nosotros.
-No terminaste de explicar lo que comenzaste sobre nuestro pueblo. Pero… ¿sientes algo por ella? Nunca vi el ti éste nivel de implicación, desde tus días con Neralia.
Tales cuestiones llevaron a Nousis a que dos figuras, muy distintas, se dibujasen en sus pensamientos. Una, efectivamente, era aquella de quien se había despedido para siempre en el poblado del extremo noroeste. Eliminó a la segunda, como un mal sueño, una visión inoportuna.
Sonrió con desgana.
-Quizá- se permitió admitir, con una pesadez en la lengua que nunca había experimentado- Carece de sentido- continuó, encogiéndose de hombros, provocando en Fera la primera sonrisa auténtica desde que había llegado a sus puertas- Pero tengo que continuar. Mis metas son ahora mayores, y debo recorrer un camino aún más peligroso. Es la única manera de entrelazarlo todo, de convertir hilos en un tapiz de siglos.
-Somos longevos, no eternos- rebatió ella- Dejar atrás oportunidades podría llevarte a la desesperación, si llegases a fracasar, Nou.
-Te dije que he comprendido, Fera, no cambiado. Y Sandorai no necesita un Consejo, precisa un rey. Y yo, que esa muchacha sane, vuelva a ser quien conocí. Regresemos- pidió, dando un primer paso hacia el hogar de la pelirroja.
Ya de espaldas a ella, escuchó una última sentencia de su antigua amante.
-Espero… que no llegues a nadar entre lágrimas.
-¿Está b…?- quiso preguntar, el primer haz de luz que se alojó en sus pensamientos. La galena dio muestra de una leve irritación.
-Por supuesto que está mejor. Soy excelente, por eso estás aquí. Ven- ordenó de pie. Él, sentado, con la espalda apoyada en la recia pared de la vivienda de la sanadora, disfrutaba de la calma que le permitían los suaves rayos de sol, buscando vaciar su mente al menos un breve lapso. Tiempo, por supuesto, que ella interrumpió.
Molesto, consciente que se avecinaba una conversación que distaría de resultar agradable, siguió a la pelirroja hasta una cercana zona salpicaba de sillares que ni siquiera poseían la entidad suficiente para ser denominadas como ruina. El viento movía los tallos que habían germinado meses atrás en los campos de cultivo. Un lago verde y dorado.
El cabello de ambos elfos ondeaba, siguiendo la misma dirección que el producto de la tierra. Transcurrió un espacio temporal en el que ninguno emitió palabra. Los ojos grises de Nousis no se apartaban de la dura mirada de Fera. Hasta que, para su sorpresa, el ceño de la mujer se relajó, y la ira y el aborrecimiento mutaron en un hondo cansancio que el espadachín mismo albergaba en su interior, familiar, conocido.
-Juraste no volver- recordó la sanadora, y su oyente dio imagen a esos tiempos pretéritos. Orgullo, seguridad, irritación. No había resultado una despedida cálida.
-Ha sido la única promesa que he roto, Fera- enunció él con clara calma- No pude evitarlo. No podía dejarla así.
Ella se cruzó de brazos, tomando el codo izquierdo con la mano diestra, y echó un vistazo al cielo sin nubes, antes de volver a contemplar aquella mirada que todas acumulaba.
-Despreciabas a los humanos. Te fuiste porque no había nada más importante que lo que esperabas conseguir. Ahora te apartas de ese camino por una vidacorta y tienes la osadía de traerla a mí. Trato de decidir si es mayor tu arrogancia o tu insensibilidad, Indirel.
Nou apartó la mirada de ella hacia un lado y respiró varias veces, sin apenas romper un segundo silencio.
-Nunca pretendí hacerte daño- explicó, pero la galena apartó irritada tales palabras con el gesto de una mano.
-Tú no tienes la capacidad para hacerme daño. Tal vez- indicó- no la llegaste a tener nunca- algo dentro de él, quizá orgullo, se sintió tentado a replicar, mas lo acalló con dureza- Únicamente admiraba algo de ti. Eras incapaz de contradecirte cuando estabas seguro de tener la razón. Dudaba de cuanto te habías propuesto, de cuando esperabas lograr. Creía- su voz bajó de volumen con cada una de las sílabas de esa última palabra, antes de retomar el vuelo- que si algún día ocurría, te partirías en tantos pedazos que ni Anar sería capaz de volver a unirlos.
Aquello caló profundamente en su congénere. Cuántas veces no habría él mismo pensado algo semejante. Si había traicionado sus mismos principios. Si su misión tenía ya alguna posibilidad, cuando la única ocasión de obtener poder real se había esfumado con la victoria de Nytt Hus. Capturado, golpeado, derrotado, había continuado, un paso tras otro. Y ella tenía razón. Nada más hablar con Tarek, los había colocado a ambos delante de todo su pueblo, de la necesidad de hacerse con algo que marcase la diferencia en una guerra futura. Entonces llegó a su pensamiento una cuestión aterradora.
¿Continuaba siendo el mismo?
Nousis Indirel repasó sus aventuras de los últimos años. Sus trabajos, sus alianzas, risas y peligros de muerte. Los ojos de Fera parecían leer su semblante al tiempo que los recuerdos se volvían más y más nítidos. El elfo sintió la necesidad de sentarse, y se pasó ambas manos por el cabello, con la mirada en la hierba. Ella se acuclilló a su lado, con los brazos aún cruzados encima de las rodillas.
-¿Quién eres hoy?- le preguntó la mujer con tristeza y suavidad. Él alzó la vista, y su rostro retomó una obstinación en él más característica que unas dudas que había sido sus compañeras durante un tiempo demasiado prolongado.
-Sigo siendo yo- replicó- El mismo, y diferente- se irguió ante ella. La diferencia de estatura entre ambos no era excesiva, unos cuatro dedos, y la seguridad que la sanadora exhibía parecía aún mermarla- ¿Sabes lo ocurrido en Árbol Madre y Nytt Hus?- soltó, sabedor de cuánto detestaba la pelirroja no estar al tanto de las noticias del continente. Ella alzó una ceja, extrañada del abrupto cambio en la conversación.
-Sí. ¿Qué relación tienen con… - Por vez primera, Nou la interrumpió.
-Participé en ambas- nunca estuvo seguro, mas creyó apreciar un punto de respeto, o lástima, en lo profundo de los ojos de Fera, antes de ocultarse una vez más tras una máscara acostumbrada al dolor de sus pacientes- Y en ambas casi pierdo la vida. Conocías mis pensamientos. Siempre había creído que Sandorai era demasiado permeable, demasiado blando ante la influencia externa- sacudió la cabeza- Es aún peor- sus palabras sonaron lúgubres, como salidas de su parte más oscura- Somos débiles. La apertura del Consejo ha dado voz a más clanes, pero continúa su enquistamiento. Una dificultad subyacente, Fera. Clanes, tribus… los elfos somos débiles- repitió- He comprendido que no es suficiente con encontrar el poder que yo esperaba. ¿Cómo podría manejarlo, sujeto a directrices lentas y equivocadas de un griterío que no busca cambiar una organización obsoleta?
La galena lo observaba, callada, y todo rasgo de su faz mostraba ya el peligroso punto hacia donde los argumentos del espadachín convergían.
-Sigo despreciando a los humanos, mas no lo odio. Viven cortos años con escaso margen para el cambio, para disfrutar de alegrías y soportar penas. Son llamas débiles o abrasadoras, y no nuestro problema- se detuvo antes de continuar- Traje a Iori a tus manos porque confío en ti, incluso por encima del momento de nuestra última despedida. Ella es importante para mí. No por tratarse de la hija de Eithelen, asunto que llegue a conocer mucho después de haber compartido con ella casi cada peligro que el continente llevó contra nosotros.
-No terminaste de explicar lo que comenzaste sobre nuestro pueblo. Pero… ¿sientes algo por ella? Nunca vi el ti éste nivel de implicación, desde tus días con Neralia.
Tales cuestiones llevaron a Nousis a que dos figuras, muy distintas, se dibujasen en sus pensamientos. Una, efectivamente, era aquella de quien se había despedido para siempre en el poblado del extremo noroeste. Eliminó a la segunda, como un mal sueño, una visión inoportuna.
Sonrió con desgana.
-Quizá- se permitió admitir, con una pesadez en la lengua que nunca había experimentado- Carece de sentido- continuó, encogiéndose de hombros, provocando en Fera la primera sonrisa auténtica desde que había llegado a sus puertas- Pero tengo que continuar. Mis metas son ahora mayores, y debo recorrer un camino aún más peligroso. Es la única manera de entrelazarlo todo, de convertir hilos en un tapiz de siglos.
-Somos longevos, no eternos- rebatió ella- Dejar atrás oportunidades podría llevarte a la desesperación, si llegases a fracasar, Nou.
-Te dije que he comprendido, Fera, no cambiado. Y Sandorai no necesita un Consejo, precisa un rey. Y yo, que esa muchacha sane, vuelva a ser quien conocí. Regresemos- pidió, dando un primer paso hacia el hogar de la pelirroja.
Ya de espaldas a ella, escuchó una última sentencia de su antigua amante.
-Espero… que no llegues a nadar entre lágrimas.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
El Campamento dormía… o al menos gran parte de los que allí moraban. Pero Tarek, mejor que nadie, sabía que la noche albergaba algo más que plácidos sueños en aquel lugar. Colocándose la capucha sobre sus níveos cabellos, se dispuso a tomar el camino más corto para abandonar la urbe sobre los árboles. Si caminaba con tranquilidad, con rumbo claro, ninguno de los guardas le prestaría más atención que a cualquier otro viandante que decidiese, por la razón que fuere, cruzar los puentes levadizos que comunicaban las distintas áreas de la ciudad. Portaba todavía las ropas de guerrero del clan, por lo que su aparente vigilia sería aún menos sospechosa, pues era habitual que aquellos que salían en misiones regresasen a altas horas de la noche.
Una pareja se cruzó con él un par de metros más adelante. El peliblanco inclinó la cabeza, en un cortés saludo, bajo el que disfrazó un intento de ocultar aún más su rostro. Los elfos le devolvieron el saludo y, sin prestarle demasiada atención, siguieron su camino. En cuanto se hubo alejado lo suficiente de ellos, el joven soltó el aire que había estado conteniendo hasta entonces.
Procuró evitar zonas expuestas, dando algunos rodeos que en otras circunstancias habrían considerado innecesarios. Había pasado años recorriendo aquellos caminos, cruzando aquellos puentes, custodiando el sueño de aquellos que, hasta hacía apenas un par de días, había considerado como su familia. Los mismos que, en aquel momento, descansaban ajenos a que un traidor, el asesino de uno de sus principales líderes, se paseaba por las calles de su pacífica ciudad.
Giró en el siguiente callejón a la derecha. Apenas le restaban algunos metros para llegar a la intersección que le daría acceso al árbol más septentrional de aquellos que sostenían la urbe. Aquella era una de las secciones más antiguas del Campamento, algo fácilmente perceptible si se observaba la arquitectura de las pocas casas que todavía restaban allí. Aunque hacía tiempo que había dejado de habitarse y la naturaleza, sabía e impertérrita, había comenzado a reclamar de nuevo aquello que siempre había sido suyo. Los primeros pobladores de aquella región habían habitado en los huecos formados entre las raíces o en las cortezas de los árboles. Con el tiempo habían percibido el peligro que aquello suponía, en un espacio tan basto y amplio como el área al sur de Sandorai, por lo que había empezado a modelar los árboles, para poder habitar en las alturas, y una vez habían alcanzado las ramas de aquellos enormes robles, habían decidido trasladarse a ellas, creando una ciudad que parecía flotar en el aire, oculta entre las ramas de los propios árboles. Sin embargo, vestigios de aquellas primeras casas dentro de los árboles todavía podían encontrase en aquel sector del Campamento y, con ellas, los antiguos accesos a la ciudad.
Tarek había utilizado aquellos inestables y cada vez menos perceptibles caminos para salir en más de una ocasión del Campamento, sobre todo cuando la añoranza había hecho mella en él. Durante años habían procurado que no volviese al territorio de los Inglorien, quizás para evitarle sufrimiento, quizás solamente para alejarlo de todo lo que le fuese familiar. Lo habían intentado, pero no lo habían conseguido. Se preguntó si aquello era lo que al final había marcado la diferencia, lo que lo había conducido hasta aquel mismo día, hasta allí.
Unas voces cercanas lo arrancaron de la ensoñación de sus propios recuerdos. Un equipo de vigilancia se apostaba junto a uno de los puentes que comunicaban aquella área con el sector oriental. Tarek los había visto allí apostados a su llegada aquella misma noche y había tenido que esperar a que se decretase el cambio de guardia para escabullirse hasta la casa de Dhonara. Ahora no tenía tiempo ni un lugar donde ocultarse. Tendría que pasar ante el puesto de guardia y rezar para que no se fijasen demasiado en él.
Sin detener el avance, caminó por el primer puente. Uno de los guardias pareció reparar en él pero, tras una rápida mirada a sus indumentaria, pareció descartar las sospechas y simplemente alzó una mano a modo de saludo. Tarek emuló el gesto, como había hecho cientos de veces antes, sin reparar siquiera en quién, de aquellos que habían sido sus compañeros de armas, había sido el que lo había saludado. Por el rabillo del ojo lo vio girarse de nuevo para continuar con la animada charla que parecía mantener con otros dos guerreros.
Tarek se perdió entre las callejuelas adyacentes al árbol. Notó cómo le temblaban las manos y apretó los puños en un intento de calmar los temblores. Su corazón golpeaba desbocado dentro de su pecho y decidió detenerse unos segundos a la sombra de uno de los edificios largamente abandonados, lejos de la vista de la patrulla, para intentar calmarse.
Cuando se había despedido de Nousis y había tomado rumbo de vuelta al sur, había sido consciente de los riesgos que aquello implicaba. Cuando se había acercado a la ciudad y había divisado por primera vez las estructuras en lo alto, no se había planteado dar un solo paso atrás. Ni siquiera cuando se había deslizado, silencioso como la muerte, hasta la casa de Dhonara, había pensado en que el precio que podía pagar por estar allí sería demasiado alto. Pero la estupidez es una coraza traicionera, sobre todo cuando uno la pierde al enfrentarse con la verdad. Recordó las palabras del depravado clérigo del templo en la Playa de los Ancestros: “la ignorancia es mi cualidad preferida…”. Los ignorantes y los desesperados, aquellos que pagan sin pensar en las consecuencias, hasta que estas les sonríen directamente en la cara.
Tomó aire un par de veces con calma, atento a los sonidos que lo rodeaban. La conversación de los guardias era apenas un murmullo en medio del calmado bullicio de la noche. Separándose de la pared miró hacia su izquierda, por donde discurría el sendero que lo llevaría hacia la libertad. Echando un último vistazo a su espalda, enfiló el camino. Sus latidos parecieron acompasarse con sus pasos y contó cada metro recorrido como una pequeña victoria, que poco a poco lo fue acercando más al pasadizo que le permitiría salir de la ciudad.
- No esperaba verte tan pronto, hermanito.
Se detuvo de golpe y notó como su corazón se saltaba al menos un par de latidos. Intentó mantener la calma. Esperó el golpe certero de la daga, pero esta nunca llegó. Entonces se recordó que, si el otro elfo lo hubiese querido muerto, hacía tiempo que el cadáver de Tarek habría tocado el suelo. Había sido su compañero en muchas misiones y, no solo tenía unos cuantos años más que el peliblanco, sino que había demostrado tener un dominio mucho superior que este en cuanto a sigilo, como habían podido comprobar de nuevo aquella misma noche.
- Gwynn –respondió a modo de saludo, pues sabía que era inútil intentar seguir ocultándose. El otro elfo lo observó en silencio unos segundos.
- ¿Es lo único que vas a decir? –le preguntó este. Reuniendo la poca templanza que le quedaba, el peliblanco que giró para encararlo- ¡Por Isil! ¿Qué te ha pasado? –preguntó Gwynn estupefacto, descruzando los brazos, al ver las señales que la golpiza que Iori le había propinado- Sabes que puedes curarte tú mismo, ¿verdad? –le preguntó entonces, moviendo las manos ante su cara.
Tarek no contestó. Habría podido curar los cortes y golpes nada más despertar, pero se había dicho a si mismo que estaba demasiado perturbado para ocuparse de algo así. Entonces se había enfilado al norte, en busca de Nousis y se convenció de que encontrar al elfo moreno era más urgente. Después… simplemente había asumido que el dolor derivado de los mismos era el pago por lo que habían hecho… por el dolor que ella había tenido que sufrir.
Miró a Gwynn a los ojos y el otro elfo le devolvió la mirada. Parecía cauto, aunque no hostil.
- ¿Sabe Dhonara que estás aquí? –le preguntó con calma. Algo en las facciones de Tarek debió de cambiar ante aquella pregunta, porque Gwynn se puso tenso.
- Dhonara ha muerto –la sentencia abandonó sus labios con una facilidad que le resulto extraña, así como lo hizo su voz, que parecía carente de cualquier tipo de emoción.
- ¿Qué has hecho? –susurró con tono iracundo el otro elfo, al tiempo que echaba las manos al cinturón donde portaba las dagas.
- Vengar a Eithelen –contestó Tarek.
Gwynn, que había agarrado uno de los cuchillos, se detuvo, sin llegar a desenfundarlo. Lo observó de forma evaluadora.
- ¿Dhonara…? –preguntó el elfo perplejo. El peliblanco asintió.
- ¿Tú lo sabías? –le interpeló entonces Tarek.
- ¿Qué? No. Claro que no. Por el amor de los dioses, Tarek… -Gwynn pareció quedarse sin palabras por un instante- ¿Estás seguro? Claro que lo estas... -afirmó con rotundidad- ¿Cómo… cómo lo descubriste?
Los recuerdos de lo sucedido volvieron una vez más a su mente y no pudo evitar apartar la vista del otro elfo. Algo había mantenido aletargado el dolor desde que había partido del santuario, pero aquella barrera parecía haber comenzado a resquebrajarse en el momento en que había abandonado la casa de Dhonara. Escuchó al otro elfo pronunciar su nombre y, tras unos instantes, fue capaz de recuperar la compostura. Cuando dirigió su vidriosa mirada hacia Gwynn, este lo contemplaba con expresión preocupada. Lo vio abrir la boca para decir algo, pero lo cortó antes de que pudiese hacerlo.
- Lo vi… todo. Sus últimas horas –se llevó la mano al cuello, al lugar donde todavía podía notar el filo de la daga rasgando la piel para acabar con la vida de aquel que había sido su padre- Lo sentí morir.
- Tarek –Gwynn dio un paso al frente y, en consecuencia, el peliblanco retrocedió. Lo miró unos segundos en silencio, antes de continuar- Si es cierto, el Consejo podría haberla juzgado. Ahora te cazarán por matar a uno de los nuestros, aquí en el Campamento.
- ¿Acaso piensas que no lo saben? –su pregunta dejó sin palabras al otro elfo.
- No lo sé –respondió finalmente, tras una larga pausa.
- ¿Tú me crees? –inquirió el peliblanco.
- Creo que si lo hiciste tuvo que ser por una buena razón. Eres el único de nosotros que nunca había cruzado esa línea y sé lo importante que era para ti no hacerlo –Gwynn dio un par de pasos largos para situarse frente al peliblanco y, sin darle tiempo a retirarse, le puso las manos sobre los hombros- Vete. Márchate, Tarek. Huye lo más lejos que puedas, a un lugar donde no podamos encontrarte. Porque una vez se sepa, te cazarán y cuando te encuentren…
Tirando de él lo envolvió en un fuerte abrazo, probablemente el último que se darían nunca. Consiguiese escapar o no, las cosas jamás volverían a ser como antes.
- Cuídate, hermanito –le susurró, antes de romper el abrazo- Espero no volver a verte nunca –una sonrisa, que pretendía ser alentadora, pero era claramente triste, surcó el rostro de Gwynn.
Incapaz de contestar, Tarek solo asintió. Con un último apretón en el brazo del otro elfo, se separó de él y se escabulló por uno de los pasadizos que daban a las escaleras interiores del árbol. Se giró una última vez para mirar a Gwynn, pero este ya no estaba allí. Cogiendo aire un par de veces, para templarse, Tarek inició el descenso.
Los antiguos pasadizos de la ciudad podían llegar a ser traicioneros y uno debía prestar atención a sus pasos, para no acabar bajando en caída libre varios centenares de metros. Por suerte, aquello le ayudó a apartar temporalmente de su mente lo sucedido en el templo, en la morada de Dhonara y en aquella callejuela con Gwynn. Tras varias horas, consiguió poner al fin los pies en tierra firme.
Los primeros cuernos comenzaron a sonar al alba en el Campamento, anunciando la llegada de un nuevo día, pero el peliblanco apenas pudo oírlos, pues se encontraba ya a varios quilómetros de distancia del que había sido durante tanto tiempo su hogar. Intentó mantener un paso ligero, un ritmo que lo obligase a concentrase en respirar, que no le permitiese pensar. Pero más de una vez se encontró detenido en medio de los árboles.
Allí lo encontró aquel individuo. Después de separarse de él, Tarek apenas recordaría haberse cruzado con alguien, aún menos qué aspecto tenía o si había mantenido una conversación con él… o ella. Pero aquello había sucedido. El extraño había llamado su atención en medio de uno de aquellos episodios.
- ¿Te encuentras bien, muchacho? –la voz, indefinible, lo había sobresaltado. A su lado, apenas a unos metros de él, se encontraba un individuo, al que no había escuchado acercarse. Tarek se preguntó si estaría tan perturbado como para no percatarse de algo así y los problemas que aquello podría acarrearle, ahora que se encontraba en territorio hostil- ¿Estás bien? –repitió el desconocido.
- Si –le respondió el elfo.
- Por supuesto –afirmó el ¿hombre? con una sonrisa. Aunque el peliblanco no estaba muy seguro de cómo había sabía que había sonreído, al fin y al cabo, llevaba una capucha- Sabes, creo que te convendría ir hacia el norte.
- Al norte –repitió Tarek.
- Al norte -confirmó el hombre- Hasta el Árbol Madre –el elfo lo miró extrañado- Algo está allí esperándote.
- ¿Qué? –preguntó el peliblanco confuso. El hombre volvió a sonreírle y alzando el brazo colocó una nota ante la atónita cara del elfo, que la tomó con cuidado.
- Recuerda –dijo el hombre, antes de que pudiese leerla- Al norte. No te pierdas. No te conviene.
El elfo abrió la boca para decir algo, pero entonces se percató de que no recordaba lo que iba a decir, ni a quién. Al fin y al cabo, estaba solo en el bosque. Notó el toque del pergamino en su mano y bajó la vista para ver un par de frases escritas en una pequeña nota.
¿Cómo había llegado aquello hasta allí? Dio la vuelta a la nota un par de veces, antes de introducírsela en un bolsillo. Entonces olvidó que la tenía allí y retomó el camino hacia… el norte. Debía ir hacia el norte, aquel era su destino.*
___Una pareja se cruzó con él un par de metros más adelante. El peliblanco inclinó la cabeza, en un cortés saludo, bajo el que disfrazó un intento de ocultar aún más su rostro. Los elfos le devolvieron el saludo y, sin prestarle demasiada atención, siguieron su camino. En cuanto se hubo alejado lo suficiente de ellos, el joven soltó el aire que había estado conteniendo hasta entonces.
Procuró evitar zonas expuestas, dando algunos rodeos que en otras circunstancias habrían considerado innecesarios. Había pasado años recorriendo aquellos caminos, cruzando aquellos puentes, custodiando el sueño de aquellos que, hasta hacía apenas un par de días, había considerado como su familia. Los mismos que, en aquel momento, descansaban ajenos a que un traidor, el asesino de uno de sus principales líderes, se paseaba por las calles de su pacífica ciudad.
Giró en el siguiente callejón a la derecha. Apenas le restaban algunos metros para llegar a la intersección que le daría acceso al árbol más septentrional de aquellos que sostenían la urbe. Aquella era una de las secciones más antiguas del Campamento, algo fácilmente perceptible si se observaba la arquitectura de las pocas casas que todavía restaban allí. Aunque hacía tiempo que había dejado de habitarse y la naturaleza, sabía e impertérrita, había comenzado a reclamar de nuevo aquello que siempre había sido suyo. Los primeros pobladores de aquella región habían habitado en los huecos formados entre las raíces o en las cortezas de los árboles. Con el tiempo habían percibido el peligro que aquello suponía, en un espacio tan basto y amplio como el área al sur de Sandorai, por lo que había empezado a modelar los árboles, para poder habitar en las alturas, y una vez habían alcanzado las ramas de aquellos enormes robles, habían decidido trasladarse a ellas, creando una ciudad que parecía flotar en el aire, oculta entre las ramas de los propios árboles. Sin embargo, vestigios de aquellas primeras casas dentro de los árboles todavía podían encontrase en aquel sector del Campamento y, con ellas, los antiguos accesos a la ciudad.
Tarek había utilizado aquellos inestables y cada vez menos perceptibles caminos para salir en más de una ocasión del Campamento, sobre todo cuando la añoranza había hecho mella en él. Durante años habían procurado que no volviese al territorio de los Inglorien, quizás para evitarle sufrimiento, quizás solamente para alejarlo de todo lo que le fuese familiar. Lo habían intentado, pero no lo habían conseguido. Se preguntó si aquello era lo que al final había marcado la diferencia, lo que lo había conducido hasta aquel mismo día, hasta allí.
Unas voces cercanas lo arrancaron de la ensoñación de sus propios recuerdos. Un equipo de vigilancia se apostaba junto a uno de los puentes que comunicaban aquella área con el sector oriental. Tarek los había visto allí apostados a su llegada aquella misma noche y había tenido que esperar a que se decretase el cambio de guardia para escabullirse hasta la casa de Dhonara. Ahora no tenía tiempo ni un lugar donde ocultarse. Tendría que pasar ante el puesto de guardia y rezar para que no se fijasen demasiado en él.
Sin detener el avance, caminó por el primer puente. Uno de los guardias pareció reparar en él pero, tras una rápida mirada a sus indumentaria, pareció descartar las sospechas y simplemente alzó una mano a modo de saludo. Tarek emuló el gesto, como había hecho cientos de veces antes, sin reparar siquiera en quién, de aquellos que habían sido sus compañeros de armas, había sido el que lo había saludado. Por el rabillo del ojo lo vio girarse de nuevo para continuar con la animada charla que parecía mantener con otros dos guerreros.
Tarek se perdió entre las callejuelas adyacentes al árbol. Notó cómo le temblaban las manos y apretó los puños en un intento de calmar los temblores. Su corazón golpeaba desbocado dentro de su pecho y decidió detenerse unos segundos a la sombra de uno de los edificios largamente abandonados, lejos de la vista de la patrulla, para intentar calmarse.
Cuando se había despedido de Nousis y había tomado rumbo de vuelta al sur, había sido consciente de los riesgos que aquello implicaba. Cuando se había acercado a la ciudad y había divisado por primera vez las estructuras en lo alto, no se había planteado dar un solo paso atrás. Ni siquiera cuando se había deslizado, silencioso como la muerte, hasta la casa de Dhonara, había pensado en que el precio que podía pagar por estar allí sería demasiado alto. Pero la estupidez es una coraza traicionera, sobre todo cuando uno la pierde al enfrentarse con la verdad. Recordó las palabras del depravado clérigo del templo en la Playa de los Ancestros: “la ignorancia es mi cualidad preferida…”. Los ignorantes y los desesperados, aquellos que pagan sin pensar en las consecuencias, hasta que estas les sonríen directamente en la cara.
Tomó aire un par de veces con calma, atento a los sonidos que lo rodeaban. La conversación de los guardias era apenas un murmullo en medio del calmado bullicio de la noche. Separándose de la pared miró hacia su izquierda, por donde discurría el sendero que lo llevaría hacia la libertad. Echando un último vistazo a su espalda, enfiló el camino. Sus latidos parecieron acompasarse con sus pasos y contó cada metro recorrido como una pequeña victoria, que poco a poco lo fue acercando más al pasadizo que le permitiría salir de la ciudad.
- No esperaba verte tan pronto, hermanito.
Se detuvo de golpe y notó como su corazón se saltaba al menos un par de latidos. Intentó mantener la calma. Esperó el golpe certero de la daga, pero esta nunca llegó. Entonces se recordó que, si el otro elfo lo hubiese querido muerto, hacía tiempo que el cadáver de Tarek habría tocado el suelo. Había sido su compañero en muchas misiones y, no solo tenía unos cuantos años más que el peliblanco, sino que había demostrado tener un dominio mucho superior que este en cuanto a sigilo, como habían podido comprobar de nuevo aquella misma noche.
- Gwynn –respondió a modo de saludo, pues sabía que era inútil intentar seguir ocultándose. El otro elfo lo observó en silencio unos segundos.
- ¿Es lo único que vas a decir? –le preguntó este. Reuniendo la poca templanza que le quedaba, el peliblanco que giró para encararlo- ¡Por Isil! ¿Qué te ha pasado? –preguntó Gwynn estupefacto, descruzando los brazos, al ver las señales que la golpiza que Iori le había propinado- Sabes que puedes curarte tú mismo, ¿verdad? –le preguntó entonces, moviendo las manos ante su cara.
Tarek no contestó. Habría podido curar los cortes y golpes nada más despertar, pero se había dicho a si mismo que estaba demasiado perturbado para ocuparse de algo así. Entonces se había enfilado al norte, en busca de Nousis y se convenció de que encontrar al elfo moreno era más urgente. Después… simplemente había asumido que el dolor derivado de los mismos era el pago por lo que habían hecho… por el dolor que ella había tenido que sufrir.
Miró a Gwynn a los ojos y el otro elfo le devolvió la mirada. Parecía cauto, aunque no hostil.
- ¿Sabe Dhonara que estás aquí? –le preguntó con calma. Algo en las facciones de Tarek debió de cambiar ante aquella pregunta, porque Gwynn se puso tenso.
- Dhonara ha muerto –la sentencia abandonó sus labios con una facilidad que le resulto extraña, así como lo hizo su voz, que parecía carente de cualquier tipo de emoción.
- ¿Qué has hecho? –susurró con tono iracundo el otro elfo, al tiempo que echaba las manos al cinturón donde portaba las dagas.
- Vengar a Eithelen –contestó Tarek.
Gwynn, que había agarrado uno de los cuchillos, se detuvo, sin llegar a desenfundarlo. Lo observó de forma evaluadora.
- ¿Dhonara…? –preguntó el elfo perplejo. El peliblanco asintió.
- ¿Tú lo sabías? –le interpeló entonces Tarek.
- ¿Qué? No. Claro que no. Por el amor de los dioses, Tarek… -Gwynn pareció quedarse sin palabras por un instante- ¿Estás seguro? Claro que lo estas... -afirmó con rotundidad- ¿Cómo… cómo lo descubriste?
Los recuerdos de lo sucedido volvieron una vez más a su mente y no pudo evitar apartar la vista del otro elfo. Algo había mantenido aletargado el dolor desde que había partido del santuario, pero aquella barrera parecía haber comenzado a resquebrajarse en el momento en que había abandonado la casa de Dhonara. Escuchó al otro elfo pronunciar su nombre y, tras unos instantes, fue capaz de recuperar la compostura. Cuando dirigió su vidriosa mirada hacia Gwynn, este lo contemplaba con expresión preocupada. Lo vio abrir la boca para decir algo, pero lo cortó antes de que pudiese hacerlo.
- Lo vi… todo. Sus últimas horas –se llevó la mano al cuello, al lugar donde todavía podía notar el filo de la daga rasgando la piel para acabar con la vida de aquel que había sido su padre- Lo sentí morir.
- Tarek –Gwynn dio un paso al frente y, en consecuencia, el peliblanco retrocedió. Lo miró unos segundos en silencio, antes de continuar- Si es cierto, el Consejo podría haberla juzgado. Ahora te cazarán por matar a uno de los nuestros, aquí en el Campamento.
- ¿Acaso piensas que no lo saben? –su pregunta dejó sin palabras al otro elfo.
- No lo sé –respondió finalmente, tras una larga pausa.
- ¿Tú me crees? –inquirió el peliblanco.
- Creo que si lo hiciste tuvo que ser por una buena razón. Eres el único de nosotros que nunca había cruzado esa línea y sé lo importante que era para ti no hacerlo –Gwynn dio un par de pasos largos para situarse frente al peliblanco y, sin darle tiempo a retirarse, le puso las manos sobre los hombros- Vete. Márchate, Tarek. Huye lo más lejos que puedas, a un lugar donde no podamos encontrarte. Porque una vez se sepa, te cazarán y cuando te encuentren…
Tirando de él lo envolvió en un fuerte abrazo, probablemente el último que se darían nunca. Consiguiese escapar o no, las cosas jamás volverían a ser como antes.
- Cuídate, hermanito –le susurró, antes de romper el abrazo- Espero no volver a verte nunca –una sonrisa, que pretendía ser alentadora, pero era claramente triste, surcó el rostro de Gwynn.
Incapaz de contestar, Tarek solo asintió. Con un último apretón en el brazo del otro elfo, se separó de él y se escabulló por uno de los pasadizos que daban a las escaleras interiores del árbol. Se giró una última vez para mirar a Gwynn, pero este ya no estaba allí. Cogiendo aire un par de veces, para templarse, Tarek inició el descenso.
[…]
Los antiguos pasadizos de la ciudad podían llegar a ser traicioneros y uno debía prestar atención a sus pasos, para no acabar bajando en caída libre varios centenares de metros. Por suerte, aquello le ayudó a apartar temporalmente de su mente lo sucedido en el templo, en la morada de Dhonara y en aquella callejuela con Gwynn. Tras varias horas, consiguió poner al fin los pies en tierra firme.
Los primeros cuernos comenzaron a sonar al alba en el Campamento, anunciando la llegada de un nuevo día, pero el peliblanco apenas pudo oírlos, pues se encontraba ya a varios quilómetros de distancia del que había sido durante tanto tiempo su hogar. Intentó mantener un paso ligero, un ritmo que lo obligase a concentrase en respirar, que no le permitiese pensar. Pero más de una vez se encontró detenido en medio de los árboles.
Allí lo encontró aquel individuo. Después de separarse de él, Tarek apenas recordaría haberse cruzado con alguien, aún menos qué aspecto tenía o si había mantenido una conversación con él… o ella. Pero aquello había sucedido. El extraño había llamado su atención en medio de uno de aquellos episodios.
- ¿Te encuentras bien, muchacho? –la voz, indefinible, lo había sobresaltado. A su lado, apenas a unos metros de él, se encontraba un individuo, al que no había escuchado acercarse. Tarek se preguntó si estaría tan perturbado como para no percatarse de algo así y los problemas que aquello podría acarrearle, ahora que se encontraba en territorio hostil- ¿Estás bien? –repitió el desconocido.
- Si –le respondió el elfo.
- Por supuesto –afirmó el ¿hombre? con una sonrisa. Aunque el peliblanco no estaba muy seguro de cómo había sabía que había sonreído, al fin y al cabo, llevaba una capucha- Sabes, creo que te convendría ir hacia el norte.
- Al norte –repitió Tarek.
- Al norte -confirmó el hombre- Hasta el Árbol Madre –el elfo lo miró extrañado- Algo está allí esperándote.
- ¿Qué? –preguntó el peliblanco confuso. El hombre volvió a sonreírle y alzando el brazo colocó una nota ante la atónita cara del elfo, que la tomó con cuidado.
- Recuerda –dijo el hombre, antes de que pudiese leerla- Al norte. No te pierdas. No te conviene.
El elfo abrió la boca para decir algo, pero entonces se percató de que no recordaba lo que iba a decir, ni a quién. Al fin y al cabo, estaba solo en el bosque. Notó el toque del pergamino en su mano y bajó la vista para ver un par de frases escritas en una pequeña nota.
El muchacho está en el Árbol Madre.
Búscala.
Búscala.
¿Cómo había llegado aquello hasta allí? Dio la vuelta a la nota un par de veces, antes de introducírsela en un bolsillo. Entonces olvidó que la tenía allí y retomó el camino hacia… el norte. Debía ir hacia el norte, aquel era su destino.*
*En este punto comienza el tema [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
La frialdad de la noche fuera de la habitación, ocasionaba que en los pequeños vidrios de la ventana se condensase el calor de dentro. Esto daba lugar a que un centenar de pequeñas gotas empañasen los cristales de la habitación en la que dormía Iori. Había pasado casi un día completo tumbada en aquella sencilla cama. Sus músculos temblaban, con pequeños espasmos. Su piel está humedecida por el sudor y resultaba evidente que algo la estaba haciendo sufrir, más allá de una pesadilla común.
La mirada gris de su compañero pareció tomar una decisión, tras ser espectador silencioso de aquel trance en la mestiza. Apoyó sus largos dedos sobre el antebrazo de la morena, con suavidad pero firmeza. Sacarla de aquel sueño podía ser un acto de misericordia. O una condena, si ella recobraba la conciencia de nuevo, anclada en la tortura que había experimentado Ayla en los últimos instantes de su vida.
Las manos de Nousis no causaron inicialmente reacción en ella, pero al persistir en su intento terminó ayudándola a cobrar conciencia, exhalando un grito profundo. Los ojos azules se abrieron desmesuradamente, y las manos de la mestiza se aferraron con la fuerza de un ave rapaz del elfo, con tanta intensidad que lo inclinó hacia ella sobre la cama. Los ojos azules estaban vidriosos, y a juzgar por la dilatación de las pupilas no era posible que estuviesen enfocando correctamente como para ver con claridad lo que tenía delante.
No importaba, ya que Iori no estaba mirando la realidad.
Permanecía paralizada, sintiendo el dolor de Ayla, observando desde fuera su rostro, mutilado, mientras los dedos de Dhonara volvían a bajar hasta sus ojos... Gritó de nuevo y cerró con fuerza sus párpados, ocultando su mirada azul del mundo. Contuvo el aliento, y escuchó entonces como único sonido el leve chasquido que producían un par de troncos que ardían sobre un pequeño brasero a un lado de la cálida habitación.
- ¿Estás aquí? - preguntó entonces él, con una tranquilidad que se contrapuso del todo al nerviosismo de la mestiza.
Conocía aquella voz. De sobra. Abrió lentamente los ojos, y fue cuando ella parpadeó varias veces, cuando su mirada pareció enfocarse y centrarse en mirar el lugar en el que había despertado. Ladeó ligeramente el rostro, lo justo para mirar al elfo con el rostro lívido. Estaba aguantando la respiración sin ser consciente de ello mientras lo miraba.
- Soy yo - expresó, como si no hubiese más que explicar - Estás aquí, has despertado - sus ojos grises no perdieron un ápice de preocupación. Y sus brazos no hicieron amago de separarse de ella.
Continuó parpadeando, cuando, tras la apnea involuntaria sus pulmones la obliga a jadear para tomar una bocanada de aire profunda. Oxigenar su cerebro parece hacerla recobrar poco a poco mejor control sobre su entorno, sobre lo que él le decía y dónde se encontraba. Lo miró, como si fuese la primera vez. Una parte de ella, que ahora sentía muy lejana, se abrió paso para darle indicaciones. Para decirle que aquel elfo era cercano.
Que él la había ayudado. Y le había dado problemas. Que había puesto su espada en batallas para protegerla. Y que la había mirado con desdén por su condición humana. Que la había deseado. Y que ese hecho suponía un problema para él. Que había compartido sudor y calor a través de sus cuerpos unidos. Y que en la última ocasión que se habían visto, había desaparecido por la mañana sin despedirse si quiera.
- Nousis - pronunció con voz quebrada, reconociéndolo frente a ella.
- Por fin... - suspiró el elfo. De alguna forma, parecía aliviado. - Estamos en el lugar de trabajo de la mejor sanadora que conozco - esperó a ver si ella era capaz de asimilar sus palabras - Te repondrás aquí el tiempo que necesitamos. -
- Sanadora - repitió sin terminar de acompasar su respiración como el de una persona normal. La mestiza no apartó los ojos de él, mientras pensaba que no entendía por qué el elfo usaba en aquel momento un plural. Tragó saliva, notando la garganta escocer, mientras trataba de encontrar, en su mente, recuerdos recientes. Imágenes que conectasen su presente en aquel lugar, con la salida abrupta que hizo del templo. Del lugar en el que dejó en el suelo a ambos elfos...
Sus dedos continuaban apretando con fuerza los brazos de Nousis. Los músculos duros del guerrero estaban preparados para eso y más, pero los nudillos de la mestiza estaban ya blancos. - Sanar...- bajó los ojos azules, turbios, hacia el pecho del elfo, mirando sin ver.
Nou pensó en hablar. Una, dos, tres veces. Todas fueron engullidas por la necesidad de no hacer mención a lo que había contemplado en aquel establo, y lo que había llegado a imaginar a tenor de las heridas. ¿Qué podía decir que sirviera de algo? Cualquier sonido de su lengua colocaría a la mestiza de nuevo en la senda de un recuerdo terrible.
- Te recuperarás - aseguró él casi con un murmullo sin separarse de ella - Todo irá mejor a partir de ahora - tomó su rostro con una mano de la forma más delicada que fue capaz para colocar sus ojos grises a la altura de los de la mestiza.
La cercanía de Nousis, su contacto y su voz, parecieron llamar algo en el interior de Iori. La calidez que él conocía bien en sus ojos pareció querer resurgir. La misma que había visto en la mestiza desde que se habían conocido. Sus momentos de alegría, o los muchos instantes de enfado entre ambos. Su lealtad en la batalla o su arrojo a la aventura. La amabilidad con la que le había tendido la comida que ella había preparado en múltiples campamentos bajo el cielo de la noche, o la mirada que rezumaba preocupación sabiéndolo a él herido. Desde el primer beso, desde aquella primera vez en el bosque, cuando lo habían hecho contra el árbol. La dulzura que casi había podido acariciar en su mirada cuando habían “bailado” juntos en Gilrain. El punto febril del sexo duro con Karen con el que esos ojos azules habían mirado a Nou desde arriba…
...O más recientemente, la confianza compartida en los varios encuentros de Ciudad Lagarto, en donde Nou pudo ver un matiz diferente en la muchacha. Uno que nacía de ella cediendo al abandono cuando dejo que fuese el elfo el que estuviese encima, dándole el control. El mismo que la impulsó a pasar de tener dificultades para dormir en la misma cama que él por la noche, a buscar estrecharlo contra ella, escondiendo el rostro contra el cuello del moreno para dormir en las últimas noches, antes de su separación. Iori era joven, y transparente. Él había podido coleccionar todas aquellas expresiones, y más todavía, en los meses desde que se habían conocido. Sin embargo, esa chispa que buscaba salir de su interior de nuevo, murió en el intento, dejando algo horrible en su lugar. Unos ojos azules vacíos.
- ¿Qué haces conmigo? - consiguió articular de forma imprecisa, mientras los dedos clavados en sus brazos aflojaban un poco el agarre, no así su posición corporal, que parecía anclada en mantener aquella cercanía con el elfo.
- He ido a buscarte - respondió con suavidad - En cuanto Tarek dio conmigo. Ojalá... - giró el rostro, buscando no mostrar una ira que no se había aplacado con la sangre del establo - Ojalá hubiese llegado antes - calló, recordando su propia intención de no remover esos recuerdos en ella - Aquí estás a salvo. -
Pero la mestiza no llegó a escuchar esta última frase. Se había quedado anclada, como un barco en el puerto ante el nombre que el elfo había pronunciado. Trató de organizar la línea de tiempo en la que se encontraba, sin tener del todo claro si el encuentro entre ambos se había producido antes o después del ritual en el templo.
Concluyó que después, mientras lo miraba a los ojos. Y eso hizo que su sangre comenzase a correr por su cuerpo produciéndole una horrible sensación de fuego bajo la piel. La cara de Iori, tan falta de la luz que tenía antes resultaba sobrecogedora en aquel momento.
- Tarek. - parecia calmada en aquel instante, pero su corazón arrancó a latir de forma desaforada y su respiración se aceleró. - ¿No está muerto? - preguntó arrastrando las palabras.
- ¿Muerto? - el semblante del elfo pasó de la extrañeza a un mayor temor en toda aquella sombría historia. Volvió a preguntarse qué infiernos habrían vivido ambos hijos de Eithelen. Uno, rompiendo a llorar, inmolando su orgullo ante quien había acusado de desleal y traicionero. Otra, como un gorrión mutilado, sin las vivaces alas que la habían hecho revolotear. Un comportamiento que había conocido tan profundamente.
Los dedos con los que ella agarraba al elfo volvieron a apretar, inclinándolo más hacia su cara. Aquel tipo de cercanía siempre significaba una cosa distinta entre los dos. Calor y humedad… en cambio ahora todo era diferente.
- No lo está…- comprendió. Y en aquellos ojos vacíos, apareció algo por primera vez. Pero no era nada bueno.
- ¿Qué ocurre Iori...? - inquirió entonces el espadachín. No se atrevía a preguntar, ni siquiera con la curiosidad devorando sus extrañas, a fin de comprender lo que pudo haber ocurrido. La información siempre había sido crucial en la larga vida del hijo de Sandorai, y detestaba permanecer en la oscuridad. No tenía en esos momentos otro remedio que continuar allí.
- Pensé que lo había matado - susurró ella de forma oscura, manteniendo la tensión entre ambos cuerpos. Aquella no era Iori.
La mirada de Nousis se expandió. Una pieza más que no encajaba en absoluto en una trama cada vez más tétrica. Con suavidad, intentó recostarla
- Te pondrás bien - repitió, casi intentando convencerse más a sí mismo que a la joven. Tenía demasiadas preguntas, demasiadas dudas. Y demasiada poca capacidad para limpiar la mente de la muchacha. Aquella fue, sin embargo, una respuesta equivocada. Iori tensó su cuerpo y se aferró a él con fuerza. La mano derecha subió por la extremidad del elfo para encontrar hueco en su nuca, por donde lo asió intentando impedir que se separara de ella.
- ¿Dónde está? - Tenía que ponerle remedio. Si no había sido suficiente con lo que le había dado en el templo, lo buscaría y se aseguraría de devolverle lo que él le había dado. De devolver lo que, esos elfos de los que él se había sentido tan orgulloso, habían causado a sus padres. Habían dado a su madre. Hasta destrozarla.
- ¿Qué pasa con Tarek, Iori? - La voz del elfo hablaba con la urgencia del que está desesperado por salir de la ignorancia en la que se encontraba.
El odio que afloró en los ojos de Iori ante aquella pregunta, latía con una maldad incontenible, e inconcebible en la persona que Nousis creía conocer. Una oscuridad que anticipaba que en ella había algo más que simples sentimientos. Algo turbio que controlaba ahora su corazón.
- Él me llevo a ese templo. Nosotros lo vimos, vimos cómo - gritó. Cerró los ojos, cortando de aquella manera todas las sombras que controlaban ahora su expresión y se retorció de dolor de nuevo. El recuerdo de las uñas de Dhonara, abriéndose paso entre sus párpados para aferrar con fuerza sus globos oculares la descentró. Sacudió la cabeza a los lados, tratando de apartar con aquel gesto ese recuerdo de ella, sacarlo de su mente, pero el intento fue estéril. Apoyando la frente contra el pecho de Nousis, aguardó segundos eternos hasta que parase aquel trance. Pero no se detuvo.
- Usa tu poder en mí - le rogó de forma ahogada mirando hacia arriba. Su mirad ahora, era de desesperación. - Úsalo-
El elfo dudó, hasta el punto de ser llevado casi a negar la petición de quien en varias ocasiones había llegado a ser su amante. Temía una nueva reacción adversa, causarle aún más dolor del que ya había soportado. ¿Acaso no recordaba lo ocurrido cuando lo había intentado la vez primera? Su mente pasó de aquello, navegando hasta sus palabras acerca de ese templo del que nada sabía. ¿Dónde estaba, qué habían encontrado allí? Maldijo interiormente, y llevado por un neblinoso deseo de hacerla recobrarse más rápidamente, colocó una de sus manos sobre ella, como había hecho tiempo atrás las veces que fue preciso.
La mirada de ruego de la mestiza murió cuando su cara se contrajo de dolor. En el mismo instante que el cálido poder de Nousis, el mismo que la había hecho suspirar de alivio en otras ocasiones entró en ella, todo su cuerpo reaccionó. Se mordió el labio para contener el grito esta vez, pero abrazó con ansiosa morbosidad el daño que la recorría por dentro. Aunque agónico, de alguna forma se sentía liberador. El daño que él le hacía cuando intentaba curarla, era lo único que conseguía arrancarla de aquella espiral en la que revivía, una y otra vez, la manera de morir de su madre.
Y sin embargo, aquella liberación duró apenas un instante. Cuando el elfo detuvo su acción, la mirada azul volvió a encontrarse con la suya. Con un brillo de anhelo en los ojos. Y sin respiración.
Al comprender aquello, en la mirada del espadachín aparecieron la incredulidad y el horror tomándose de la mano. Había vivido esa mirada en ella, en momentos mucho más placenteros, ojos que le pedían continuar. Sintió una descarga que le hizo apartarse de manera instintiva, como si pudiese hacerle aún más daño con su mero contacto. Las manos de Iori se crisparon, sujetando ahora el aire entre ellos.
- ¿Iori, qué...? - pero fue incapaz de terminar su propia frase.
- Por favor - indicó como respuesta. - Eso lo calma. Es lo que consigue que pare, yo no puedo…- comenzó a jadear por su respiración acelerada. Se llevó ambas manos a la cabeza, como intentando contener algo allí que la lastimaba. Deseando, de ser posible, arrancar ella misma aquellos recuerdos de su ser. - Lo revivo una y otra vez, es demasiado, ¡Es demasiado dolor! - cerró los ojos con fuerza y sus manos entonces descendieron a su cuello. - ¡NOUSIS! - gritó con urgencia y temblor en la voz. Allí las uñas se clavaron en la carne y, como si quisiera abrir su cuerpo en dos, bajó con fuerza abriendo la piel por donde sus dedos se clavaban.
Ante aquello, y contra su propia naturaleza, la sometió por la fuerza. La sujetó de las muñecas contra el lecho para inmovilizarla, impidiendo que siguiera con aquello.
- No puedo hacerte eso - su voz sonó triste, preocupada. Y había estado el tiempo suficiente en aquel hogar como para no conocer los elementos más usados por la galena. Tomando un vial, lo acercó a la mestiza a fin de dejarla una vez más inconsciente.
La tortura de Ayla estaba grabada a fuego en su mente, y la sentía como si fuese real en su cuerpo. Desde el último momento en el que había estado despierta en su última conversación con Nousis, Fera le había administrado a la mestiza medicación que la había mantenido profundamente dormida en aquel tiempo. Habían pasado unos días, y el descanso sin sueño estaba obrando el pequeño milagro, junto con los fármacos de la sanadora. El cuerpo de la mestiza había comenzado a mejorar.
Alimentándose de un preparado líquido que la elfa tenía listo para ella, sus heridas habían comenzado a cerrar con rapidez. Su piel había recuperado un color más aproximado a lo normal, y las zonas en las que sus huesos se habían marcado debido a la falta de peso estaban ahora algo más llenas.
Todavía herida, con aspecto enfermizo, era innegable que se encontraba en el camino correcto hacia la recuperación. Por lo menos de su físico. En cuanto a su mente...
Para hacer otra prueba, Fera había preparado esa tarde un cuenco especial. A la leche caliente con miel, había añadido las gotas de un brebaje. Funcionaba como sedante suave, y relajaba cuerpo y mente lo suficiente como para volver laxa la actitud de la persona más belicosa. Tardó poco en hacer efecto, y los ojos de la humana se abrieron. Su expresión seguía mostrando aquel gesto vacío tan antinatural, pero su ceño no se fruncía por el dolor. Miró en torno a ella y su vista se fijó en una elfa pelirroja, de belleza sublime.
- ¿Tal cambio es obra tuya? - preguntó poco convencido de pie, a su lado. Iori ladeó la cabeza cuando Nousis habló, y lo miró reaccionando a él con la ligereza de un niño dormido ante un estímulo conocido.
- Solo le he dado lo que has pedido - recriminó - No le hará daño, pero alejará sus fantasmas por el momento - explicó la sanadora, mirando con algo similar a la compasión a la mestiza que permanecía con expresión desorientada frente a ellos.
El moreno no añadió nada más. Giró y salió de la habitación dejando a ambas féminas solas. La mestiza lo siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta, manteniendo los ojos fijos en la madera cuando él la cerró. Se sentía desapegada a todo lo que la rodeaba. La sensación de falta de interés por, en general, el mundo en el que se encontraba, incluso por ella misma, fue bien recibido por una mente ahogada en el sufrimiento durante las últimas semanas.
- Bien Iori - la voz de la elfa se hizo más suave cuando se dirigió a ella. - Te estás recuperando. Incluso más rápido de lo que calculaba. Se ve que tienes una naturaleza fuerte - apuntó con una cálida sonrisa que nada le hizo sentir a la mestiza. Fera prosiguió. - Me preguntaba qué fue lo que ha sucedido para que te encuentres en este estado. Con más información seguro que encontraré una mejor manera para poder ayudarte - expuso solícita, mirando a su paciente recostada en la cama.
- No tengo demasiados... recuerdos - respondió con voz pastosa, hablando lentamente.
- ¿Eres capaz de rememorar un templo? - fue directa, pero sin transmitir presión en su voz.
- Sí... él me llevó allí. Tarek. - Aclaró sin necesidad de ser preguntada por el nombre. - Él quería saber qué había pasado con su padre. Vino a buscarme, hasta mi aldea. Me lo pidió. Insistió mucho. Me debe un gran favor ahora... Quería matarlo. Pensé que lo hice. Él me dijo que no - las palabras con las que se expresaba la humana estaban barnizadas con la imprecisión de la poca coherencia. Faltaba profundidad en lo que decía, y mezclaba los acontecimientos con sus sentimientos, de forma que el resultado de su conversación transmitía algo de caos. El mismo quizá, que había en aquel momento en su mente.
- ¿Dónde se encuentra ese templo? - continuó la elfa.
- No lo sé. Tarek conocía el lugar. Guiados por las estrellas. Avanzábamos de noche. Por la Playa de los Ancestros. Eso dijo. - la mirada azul, nadaba a medias entre mirar hacia la sanadora cuando esta le hablaba, a divagar por el resto de la habitación, fijándose en aquel cuarto para olvidar lo que veía en cuando miraba hacia otro lugar.
- ¿Qué fue lo que hicisteis allí? - prosiguió. No estaba resultando muy clarificador, pero era más de lo que habían conseguido comprender en aquellos días, desde que Nousis había llegado con ella convertida en un despojo.
- Él quería saber. Yo... también. Entregamos algo. Entonces vimos. Vi. - un escalofrío la hizo temblar súbitamente en cama. Y su rostro comenzó a cambiar. A expresar emociones. - Sentí... el castigo. Le amputaron las manos. Cortaron su lengua. Perforaron sus oídos. - un punto de locura ensombreció la mirada cada vez más abierta de Iori. Fera comprendió que, en aquel punto, la medicación que le había dado estaba siendo dominada por lo que sea que le estaba pasando a ella.
- Ya está Iori, para - indicó levantándose para inclinarse hacia ella.
- Rompieron su nariz. Arrancaron sus ojos. Era lo más bonito, lo más bueno que había en el mundo - las manos de la mestiza se alzaron para aferrarse a sus propias orejas. Pero antes de que pudiera tirar de ambas, Fera estuvo ágil para administrarle un tranquilizante que la dejó de nuevo laxa sobre la cama.
Los ojos azules de la chica, comenzaron a cerrarse, antes de dejarse arrastrar, con alivio, de nuevo a la oscuridad.
[...]
Había pasado una semana tras aquello, y la mestiza había alcanzado un hito importante en su recuperación. Era capaz de estar consciente controlando sus ansias de autolesionarse. Claro que, la medicación que había preparado Fera especialmente para ella tenía algo que ver. Unas pequeñas esferas dentro de un frasco. Debía de consumir una al amanecer y otra al caer el sol para mantener activo su poder. Tenían un efecto sedante e hipnótico, que la ayudaba a controlar aquellos pensamientos recurrentes.
Aunque les faltaban muchas piezas para comprender el cuadro completo, sabían que, de alguna manera, Iori revivía en su mente, como si lo hubiese experimentado directamente, un tipo de castigo élfico. Una condena para ajusticiar reservada a los máximos traidores. Una que consistía en matar al reo tras haberle extirpado los cinco sentidos. Lempë Urth. Cinco muertes.
Aquella situación era una tortura agónica en si misma. Pero había algo más en el cuadro clínico de la mestiza. Algo que Fera no alcanzaba a valorar pero que Nousis veía con claridad. Como una herida más junto con las visibles en su cuerpo. La forma en la que su alma parecía haberse roto para transmutar en algo completamente distinto a lo que ella era.
Esa tarde, se encontraba caminando muy lentamente, cerca de la plaza principal de aquella localidad. Sus pies estaban prácticamente recobrados, aunque la sanadora insistía en que no se apurase y le diese el tiempo preciso para curar bien por dentro. Su mirada azul, vacía, despertaba curiosidad y suspicacia a partes iguales entre los elfos que se movían por allí. Sabiendo que era paciente de Fera no había mucho más que añadir al respecto, por lo que la actitud con la que se encontraba la joven era la indiferencia de forma extendida. Lo prefería. Y lo agradecía. No sentía ganas ni tenía paciencia para relacionarse con nadie.
Hasta que lo vio, sentado delante del pequeño mesón que había en la plaza.
Su cabello era oscuro, pero su mirada inconfundible. El tono verde, como el bosque más profundo de sus ojos le trajo recuerdos. Pensó en Tarek. Pensó en aquella elfa, Dhonara. Pensó en los otros dos elfos anónimos que habían estado presentes, que habían participado de aquella aberración contra Eithelen y Ayla.
La droga de Fera la mantenía lo suficientemente aletargada como para que su rostro expresase con claridad alguna emoción. De hacerlo, lo que sentía por dentro en aquel instante hubiese alarmado a los elfos que había en la zona cuando ella se acercó al Ojosverdes.
No necesitó preguntar. No quería saber quién era él. Seguramente un inocente, con nada que ver con la traición a sus padres. Y sin embargo...
Tomó un pequeño cuchillo de una mesa cercana, sin detenerse en su avance. Y cuando estuvo delante de él se paró en seco para mirarlo. El elfo, que mantenía una conversación animada con otros de sus congéneres alzó la vista y la miró.
- ¿Qué buscas humana? - escupió con un tono falto de respeto por completo. Con uno que sonaba casi igual al que Tarek había usado cientos de veces para referirse a ella. Creyó ver en la mirada que tenía delante el mismo desprecio que le dedicaba el peliblanco, y aquello funcionó como una chispa prendiendo el fuego en el campo seco que era ella ahora por dentro. Y, con la virulencia de un incendio estival, todo ardió.
Entonces Iori ladeó la cabeza hacia su hombro derecho. Sonrió.
Acortó la distancia que los separaba y dejó que el filo del cuchillo se clavase hasta el mango entre las costillas del elfo. Y el lugar estalló en gritos.
La mirada gris de su compañero pareció tomar una decisión, tras ser espectador silencioso de aquel trance en la mestiza. Apoyó sus largos dedos sobre el antebrazo de la morena, con suavidad pero firmeza. Sacarla de aquel sueño podía ser un acto de misericordia. O una condena, si ella recobraba la conciencia de nuevo, anclada en la tortura que había experimentado Ayla en los últimos instantes de su vida.
Las manos de Nousis no causaron inicialmente reacción en ella, pero al persistir en su intento terminó ayudándola a cobrar conciencia, exhalando un grito profundo. Los ojos azules se abrieron desmesuradamente, y las manos de la mestiza se aferraron con la fuerza de un ave rapaz del elfo, con tanta intensidad que lo inclinó hacia ella sobre la cama. Los ojos azules estaban vidriosos, y a juzgar por la dilatación de las pupilas no era posible que estuviesen enfocando correctamente como para ver con claridad lo que tenía delante.
No importaba, ya que Iori no estaba mirando la realidad.
Permanecía paralizada, sintiendo el dolor de Ayla, observando desde fuera su rostro, mutilado, mientras los dedos de Dhonara volvían a bajar hasta sus ojos... Gritó de nuevo y cerró con fuerza sus párpados, ocultando su mirada azul del mundo. Contuvo el aliento, y escuchó entonces como único sonido el leve chasquido que producían un par de troncos que ardían sobre un pequeño brasero a un lado de la cálida habitación.
- ¿Estás aquí? - preguntó entonces él, con una tranquilidad que se contrapuso del todo al nerviosismo de la mestiza.
Conocía aquella voz. De sobra. Abrió lentamente los ojos, y fue cuando ella parpadeó varias veces, cuando su mirada pareció enfocarse y centrarse en mirar el lugar en el que había despertado. Ladeó ligeramente el rostro, lo justo para mirar al elfo con el rostro lívido. Estaba aguantando la respiración sin ser consciente de ello mientras lo miraba.
- Soy yo - expresó, como si no hubiese más que explicar - Estás aquí, has despertado - sus ojos grises no perdieron un ápice de preocupación. Y sus brazos no hicieron amago de separarse de ella.
Continuó parpadeando, cuando, tras la apnea involuntaria sus pulmones la obliga a jadear para tomar una bocanada de aire profunda. Oxigenar su cerebro parece hacerla recobrar poco a poco mejor control sobre su entorno, sobre lo que él le decía y dónde se encontraba. Lo miró, como si fuese la primera vez. Una parte de ella, que ahora sentía muy lejana, se abrió paso para darle indicaciones. Para decirle que aquel elfo era cercano.
Que él la había ayudado. Y le había dado problemas. Que había puesto su espada en batallas para protegerla. Y que la había mirado con desdén por su condición humana. Que la había deseado. Y que ese hecho suponía un problema para él. Que había compartido sudor y calor a través de sus cuerpos unidos. Y que en la última ocasión que se habían visto, había desaparecido por la mañana sin despedirse si quiera.
- Nousis - pronunció con voz quebrada, reconociéndolo frente a ella.
- Por fin... - suspiró el elfo. De alguna forma, parecía aliviado. - Estamos en el lugar de trabajo de la mejor sanadora que conozco - esperó a ver si ella era capaz de asimilar sus palabras - Te repondrás aquí el tiempo que necesitamos. -
- Sanadora - repitió sin terminar de acompasar su respiración como el de una persona normal. La mestiza no apartó los ojos de él, mientras pensaba que no entendía por qué el elfo usaba en aquel momento un plural. Tragó saliva, notando la garganta escocer, mientras trataba de encontrar, en su mente, recuerdos recientes. Imágenes que conectasen su presente en aquel lugar, con la salida abrupta que hizo del templo. Del lugar en el que dejó en el suelo a ambos elfos...
Sus dedos continuaban apretando con fuerza los brazos de Nousis. Los músculos duros del guerrero estaban preparados para eso y más, pero los nudillos de la mestiza estaban ya blancos. - Sanar...- bajó los ojos azules, turbios, hacia el pecho del elfo, mirando sin ver.
Nou pensó en hablar. Una, dos, tres veces. Todas fueron engullidas por la necesidad de no hacer mención a lo que había contemplado en aquel establo, y lo que había llegado a imaginar a tenor de las heridas. ¿Qué podía decir que sirviera de algo? Cualquier sonido de su lengua colocaría a la mestiza de nuevo en la senda de un recuerdo terrible.
- Te recuperarás - aseguró él casi con un murmullo sin separarse de ella - Todo irá mejor a partir de ahora - tomó su rostro con una mano de la forma más delicada que fue capaz para colocar sus ojos grises a la altura de los de la mestiza.
La cercanía de Nousis, su contacto y su voz, parecieron llamar algo en el interior de Iori. La calidez que él conocía bien en sus ojos pareció querer resurgir. La misma que había visto en la mestiza desde que se habían conocido. Sus momentos de alegría, o los muchos instantes de enfado entre ambos. Su lealtad en la batalla o su arrojo a la aventura. La amabilidad con la que le había tendido la comida que ella había preparado en múltiples campamentos bajo el cielo de la noche, o la mirada que rezumaba preocupación sabiéndolo a él herido. Desde el primer beso, desde aquella primera vez en el bosque, cuando lo habían hecho contra el árbol. La dulzura que casi había podido acariciar en su mirada cuando habían “bailado” juntos en Gilrain. El punto febril del sexo duro con Karen con el que esos ojos azules habían mirado a Nou desde arriba…
...O más recientemente, la confianza compartida en los varios encuentros de Ciudad Lagarto, en donde Nou pudo ver un matiz diferente en la muchacha. Uno que nacía de ella cediendo al abandono cuando dejo que fuese el elfo el que estuviese encima, dándole el control. El mismo que la impulsó a pasar de tener dificultades para dormir en la misma cama que él por la noche, a buscar estrecharlo contra ella, escondiendo el rostro contra el cuello del moreno para dormir en las últimas noches, antes de su separación. Iori era joven, y transparente. Él había podido coleccionar todas aquellas expresiones, y más todavía, en los meses desde que se habían conocido. Sin embargo, esa chispa que buscaba salir de su interior de nuevo, murió en el intento, dejando algo horrible en su lugar. Unos ojos azules vacíos.
- ¿Qué haces conmigo? - consiguió articular de forma imprecisa, mientras los dedos clavados en sus brazos aflojaban un poco el agarre, no así su posición corporal, que parecía anclada en mantener aquella cercanía con el elfo.
- He ido a buscarte - respondió con suavidad - En cuanto Tarek dio conmigo. Ojalá... - giró el rostro, buscando no mostrar una ira que no se había aplacado con la sangre del establo - Ojalá hubiese llegado antes - calló, recordando su propia intención de no remover esos recuerdos en ella - Aquí estás a salvo. -
Pero la mestiza no llegó a escuchar esta última frase. Se había quedado anclada, como un barco en el puerto ante el nombre que el elfo había pronunciado. Trató de organizar la línea de tiempo en la que se encontraba, sin tener del todo claro si el encuentro entre ambos se había producido antes o después del ritual en el templo.
Concluyó que después, mientras lo miraba a los ojos. Y eso hizo que su sangre comenzase a correr por su cuerpo produciéndole una horrible sensación de fuego bajo la piel. La cara de Iori, tan falta de la luz que tenía antes resultaba sobrecogedora en aquel momento.
- Tarek. - parecia calmada en aquel instante, pero su corazón arrancó a latir de forma desaforada y su respiración se aceleró. - ¿No está muerto? - preguntó arrastrando las palabras.
- ¿Muerto? - el semblante del elfo pasó de la extrañeza a un mayor temor en toda aquella sombría historia. Volvió a preguntarse qué infiernos habrían vivido ambos hijos de Eithelen. Uno, rompiendo a llorar, inmolando su orgullo ante quien había acusado de desleal y traicionero. Otra, como un gorrión mutilado, sin las vivaces alas que la habían hecho revolotear. Un comportamiento que había conocido tan profundamente.
Los dedos con los que ella agarraba al elfo volvieron a apretar, inclinándolo más hacia su cara. Aquel tipo de cercanía siempre significaba una cosa distinta entre los dos. Calor y humedad… en cambio ahora todo era diferente.
- No lo está…- comprendió. Y en aquellos ojos vacíos, apareció algo por primera vez. Pero no era nada bueno.
- ¿Qué ocurre Iori...? - inquirió entonces el espadachín. No se atrevía a preguntar, ni siquiera con la curiosidad devorando sus extrañas, a fin de comprender lo que pudo haber ocurrido. La información siempre había sido crucial en la larga vida del hijo de Sandorai, y detestaba permanecer en la oscuridad. No tenía en esos momentos otro remedio que continuar allí.
- Pensé que lo había matado - susurró ella de forma oscura, manteniendo la tensión entre ambos cuerpos. Aquella no era Iori.
La mirada de Nousis se expandió. Una pieza más que no encajaba en absoluto en una trama cada vez más tétrica. Con suavidad, intentó recostarla
- Te pondrás bien - repitió, casi intentando convencerse más a sí mismo que a la joven. Tenía demasiadas preguntas, demasiadas dudas. Y demasiada poca capacidad para limpiar la mente de la muchacha. Aquella fue, sin embargo, una respuesta equivocada. Iori tensó su cuerpo y se aferró a él con fuerza. La mano derecha subió por la extremidad del elfo para encontrar hueco en su nuca, por donde lo asió intentando impedir que se separara de ella.
- ¿Dónde está? - Tenía que ponerle remedio. Si no había sido suficiente con lo que le había dado en el templo, lo buscaría y se aseguraría de devolverle lo que él le había dado. De devolver lo que, esos elfos de los que él se había sentido tan orgulloso, habían causado a sus padres. Habían dado a su madre. Hasta destrozarla.
- ¿Qué pasa con Tarek, Iori? - La voz del elfo hablaba con la urgencia del que está desesperado por salir de la ignorancia en la que se encontraba.
El odio que afloró en los ojos de Iori ante aquella pregunta, latía con una maldad incontenible, e inconcebible en la persona que Nousis creía conocer. Una oscuridad que anticipaba que en ella había algo más que simples sentimientos. Algo turbio que controlaba ahora su corazón.
- Él me llevo a ese templo. Nosotros lo vimos, vimos cómo - gritó. Cerró los ojos, cortando de aquella manera todas las sombras que controlaban ahora su expresión y se retorció de dolor de nuevo. El recuerdo de las uñas de Dhonara, abriéndose paso entre sus párpados para aferrar con fuerza sus globos oculares la descentró. Sacudió la cabeza a los lados, tratando de apartar con aquel gesto ese recuerdo de ella, sacarlo de su mente, pero el intento fue estéril. Apoyando la frente contra el pecho de Nousis, aguardó segundos eternos hasta que parase aquel trance. Pero no se detuvo.
- Usa tu poder en mí - le rogó de forma ahogada mirando hacia arriba. Su mirad ahora, era de desesperación. - Úsalo-
El elfo dudó, hasta el punto de ser llevado casi a negar la petición de quien en varias ocasiones había llegado a ser su amante. Temía una nueva reacción adversa, causarle aún más dolor del que ya había soportado. ¿Acaso no recordaba lo ocurrido cuando lo había intentado la vez primera? Su mente pasó de aquello, navegando hasta sus palabras acerca de ese templo del que nada sabía. ¿Dónde estaba, qué habían encontrado allí? Maldijo interiormente, y llevado por un neblinoso deseo de hacerla recobrarse más rápidamente, colocó una de sus manos sobre ella, como había hecho tiempo atrás las veces que fue preciso.
La mirada de ruego de la mestiza murió cuando su cara se contrajo de dolor. En el mismo instante que el cálido poder de Nousis, el mismo que la había hecho suspirar de alivio en otras ocasiones entró en ella, todo su cuerpo reaccionó. Se mordió el labio para contener el grito esta vez, pero abrazó con ansiosa morbosidad el daño que la recorría por dentro. Aunque agónico, de alguna forma se sentía liberador. El daño que él le hacía cuando intentaba curarla, era lo único que conseguía arrancarla de aquella espiral en la que revivía, una y otra vez, la manera de morir de su madre.
Y sin embargo, aquella liberación duró apenas un instante. Cuando el elfo detuvo su acción, la mirada azul volvió a encontrarse con la suya. Con un brillo de anhelo en los ojos. Y sin respiración.
Al comprender aquello, en la mirada del espadachín aparecieron la incredulidad y el horror tomándose de la mano. Había vivido esa mirada en ella, en momentos mucho más placenteros, ojos que le pedían continuar. Sintió una descarga que le hizo apartarse de manera instintiva, como si pudiese hacerle aún más daño con su mero contacto. Las manos de Iori se crisparon, sujetando ahora el aire entre ellos.
- ¿Iori, qué...? - pero fue incapaz de terminar su propia frase.
- Por favor - indicó como respuesta. - Eso lo calma. Es lo que consigue que pare, yo no puedo…- comenzó a jadear por su respiración acelerada. Se llevó ambas manos a la cabeza, como intentando contener algo allí que la lastimaba. Deseando, de ser posible, arrancar ella misma aquellos recuerdos de su ser. - Lo revivo una y otra vez, es demasiado, ¡Es demasiado dolor! - cerró los ojos con fuerza y sus manos entonces descendieron a su cuello. - ¡NOUSIS! - gritó con urgencia y temblor en la voz. Allí las uñas se clavaron en la carne y, como si quisiera abrir su cuerpo en dos, bajó con fuerza abriendo la piel por donde sus dedos se clavaban.
Ante aquello, y contra su propia naturaleza, la sometió por la fuerza. La sujetó de las muñecas contra el lecho para inmovilizarla, impidiendo que siguiera con aquello.
- No puedo hacerte eso - su voz sonó triste, preocupada. Y había estado el tiempo suficiente en aquel hogar como para no conocer los elementos más usados por la galena. Tomando un vial, lo acercó a la mestiza a fin de dejarla una vez más inconsciente.
[...]
La tortura de Ayla estaba grabada a fuego en su mente, y la sentía como si fuese real en su cuerpo. Desde el último momento en el que había estado despierta en su última conversación con Nousis, Fera le había administrado a la mestiza medicación que la había mantenido profundamente dormida en aquel tiempo. Habían pasado unos días, y el descanso sin sueño estaba obrando el pequeño milagro, junto con los fármacos de la sanadora. El cuerpo de la mestiza había comenzado a mejorar.
Alimentándose de un preparado líquido que la elfa tenía listo para ella, sus heridas habían comenzado a cerrar con rapidez. Su piel había recuperado un color más aproximado a lo normal, y las zonas en las que sus huesos se habían marcado debido a la falta de peso estaban ahora algo más llenas.
Todavía herida, con aspecto enfermizo, era innegable que se encontraba en el camino correcto hacia la recuperación. Por lo menos de su físico. En cuanto a su mente...
Para hacer otra prueba, Fera había preparado esa tarde un cuenco especial. A la leche caliente con miel, había añadido las gotas de un brebaje. Funcionaba como sedante suave, y relajaba cuerpo y mente lo suficiente como para volver laxa la actitud de la persona más belicosa. Tardó poco en hacer efecto, y los ojos de la humana se abrieron. Su expresión seguía mostrando aquel gesto vacío tan antinatural, pero su ceño no se fruncía por el dolor. Miró en torno a ella y su vista se fijó en una elfa pelirroja, de belleza sublime.
- ¿Tal cambio es obra tuya? - preguntó poco convencido de pie, a su lado. Iori ladeó la cabeza cuando Nousis habló, y lo miró reaccionando a él con la ligereza de un niño dormido ante un estímulo conocido.
- Solo le he dado lo que has pedido - recriminó - No le hará daño, pero alejará sus fantasmas por el momento - explicó la sanadora, mirando con algo similar a la compasión a la mestiza que permanecía con expresión desorientada frente a ellos.
El moreno no añadió nada más. Giró y salió de la habitación dejando a ambas féminas solas. La mestiza lo siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta, manteniendo los ojos fijos en la madera cuando él la cerró. Se sentía desapegada a todo lo que la rodeaba. La sensación de falta de interés por, en general, el mundo en el que se encontraba, incluso por ella misma, fue bien recibido por una mente ahogada en el sufrimiento durante las últimas semanas.
- Bien Iori - la voz de la elfa se hizo más suave cuando se dirigió a ella. - Te estás recuperando. Incluso más rápido de lo que calculaba. Se ve que tienes una naturaleza fuerte - apuntó con una cálida sonrisa que nada le hizo sentir a la mestiza. Fera prosiguió. - Me preguntaba qué fue lo que ha sucedido para que te encuentres en este estado. Con más información seguro que encontraré una mejor manera para poder ayudarte - expuso solícita, mirando a su paciente recostada en la cama.
- No tengo demasiados... recuerdos - respondió con voz pastosa, hablando lentamente.
- ¿Eres capaz de rememorar un templo? - fue directa, pero sin transmitir presión en su voz.
- Sí... él me llevó allí. Tarek. - Aclaró sin necesidad de ser preguntada por el nombre. - Él quería saber qué había pasado con su padre. Vino a buscarme, hasta mi aldea. Me lo pidió. Insistió mucho. Me debe un gran favor ahora... Quería matarlo. Pensé que lo hice. Él me dijo que no - las palabras con las que se expresaba la humana estaban barnizadas con la imprecisión de la poca coherencia. Faltaba profundidad en lo que decía, y mezclaba los acontecimientos con sus sentimientos, de forma que el resultado de su conversación transmitía algo de caos. El mismo quizá, que había en aquel momento en su mente.
- ¿Dónde se encuentra ese templo? - continuó la elfa.
- No lo sé. Tarek conocía el lugar. Guiados por las estrellas. Avanzábamos de noche. Por la Playa de los Ancestros. Eso dijo. - la mirada azul, nadaba a medias entre mirar hacia la sanadora cuando esta le hablaba, a divagar por el resto de la habitación, fijándose en aquel cuarto para olvidar lo que veía en cuando miraba hacia otro lugar.
- ¿Qué fue lo que hicisteis allí? - prosiguió. No estaba resultando muy clarificador, pero era más de lo que habían conseguido comprender en aquellos días, desde que Nousis había llegado con ella convertida en un despojo.
- Él quería saber. Yo... también. Entregamos algo. Entonces vimos. Vi. - un escalofrío la hizo temblar súbitamente en cama. Y su rostro comenzó a cambiar. A expresar emociones. - Sentí... el castigo. Le amputaron las manos. Cortaron su lengua. Perforaron sus oídos. - un punto de locura ensombreció la mirada cada vez más abierta de Iori. Fera comprendió que, en aquel punto, la medicación que le había dado estaba siendo dominada por lo que sea que le estaba pasando a ella.
- Ya está Iori, para - indicó levantándose para inclinarse hacia ella.
- Rompieron su nariz. Arrancaron sus ojos. Era lo más bonito, lo más bueno que había en el mundo - las manos de la mestiza se alzaron para aferrarse a sus propias orejas. Pero antes de que pudiera tirar de ambas, Fera estuvo ágil para administrarle un tranquilizante que la dejó de nuevo laxa sobre la cama.
Los ojos azules de la chica, comenzaron a cerrarse, antes de dejarse arrastrar, con alivio, de nuevo a la oscuridad.
[...]
Había pasado una semana tras aquello, y la mestiza había alcanzado un hito importante en su recuperación. Era capaz de estar consciente controlando sus ansias de autolesionarse. Claro que, la medicación que había preparado Fera especialmente para ella tenía algo que ver. Unas pequeñas esferas dentro de un frasco. Debía de consumir una al amanecer y otra al caer el sol para mantener activo su poder. Tenían un efecto sedante e hipnótico, que la ayudaba a controlar aquellos pensamientos recurrentes.
Aunque les faltaban muchas piezas para comprender el cuadro completo, sabían que, de alguna manera, Iori revivía en su mente, como si lo hubiese experimentado directamente, un tipo de castigo élfico. Una condena para ajusticiar reservada a los máximos traidores. Una que consistía en matar al reo tras haberle extirpado los cinco sentidos. Lempë Urth. Cinco muertes.
Aquella situación era una tortura agónica en si misma. Pero había algo más en el cuadro clínico de la mestiza. Algo que Fera no alcanzaba a valorar pero que Nousis veía con claridad. Como una herida más junto con las visibles en su cuerpo. La forma en la que su alma parecía haberse roto para transmutar en algo completamente distinto a lo que ella era.
Esa tarde, se encontraba caminando muy lentamente, cerca de la plaza principal de aquella localidad. Sus pies estaban prácticamente recobrados, aunque la sanadora insistía en que no se apurase y le diese el tiempo preciso para curar bien por dentro. Su mirada azul, vacía, despertaba curiosidad y suspicacia a partes iguales entre los elfos que se movían por allí. Sabiendo que era paciente de Fera no había mucho más que añadir al respecto, por lo que la actitud con la que se encontraba la joven era la indiferencia de forma extendida. Lo prefería. Y lo agradecía. No sentía ganas ni tenía paciencia para relacionarse con nadie.
Hasta que lo vio, sentado delante del pequeño mesón que había en la plaza.
Su cabello era oscuro, pero su mirada inconfundible. El tono verde, como el bosque más profundo de sus ojos le trajo recuerdos. Pensó en Tarek. Pensó en aquella elfa, Dhonara. Pensó en los otros dos elfos anónimos que habían estado presentes, que habían participado de aquella aberración contra Eithelen y Ayla.
La droga de Fera la mantenía lo suficientemente aletargada como para que su rostro expresase con claridad alguna emoción. De hacerlo, lo que sentía por dentro en aquel instante hubiese alarmado a los elfos que había en la zona cuando ella se acercó al Ojosverdes.
No necesitó preguntar. No quería saber quién era él. Seguramente un inocente, con nada que ver con la traición a sus padres. Y sin embargo...
Tomó un pequeño cuchillo de una mesa cercana, sin detenerse en su avance. Y cuando estuvo delante de él se paró en seco para mirarlo. El elfo, que mantenía una conversación animada con otros de sus congéneres alzó la vista y la miró.
- ¿Qué buscas humana? - escupió con un tono falto de respeto por completo. Con uno que sonaba casi igual al que Tarek había usado cientos de veces para referirse a ella. Creyó ver en la mirada que tenía delante el mismo desprecio que le dedicaba el peliblanco, y aquello funcionó como una chispa prendiendo el fuego en el campo seco que era ella ahora por dentro. Y, con la virulencia de un incendio estival, todo ardió.
Entonces Iori ladeó la cabeza hacia su hombro derecho. Sonrió.
Acortó la distancia que los separaba y dejó que el filo del cuchillo se clavase hasta el mango entre las costillas del elfo. Y el lugar estalló en gritos.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Nousis no había pedido alojarse en unas de las vacías estancias de la morada de Fera. Tampoco ella le llegó a ofrecer en momento alguno aquella posibilidad. El orgullo de ambos era excesivo para esa clase de acercamiento. La opción de recibir una negativa por parte del otro era demasiado plausible para enfrentarla.
El elfo pasó las largas jornadas inmerso en una mixtura de tedio e inquietud. La habitación alquilada en una de las dos posadas del pueblo, envueltas en la algarabía de un lugar acostumbrado a los visitantes de la curandera, poseía vistas al propio hogar de Fera. Y los ojos grises del Indirel eran envueltos por las sombras nocturnas al escrutar con fijeza sus muros, desvelado por otras incrustadas en su interior.
Poco durmió los dos primeros días. Ni siquiera su admitida tesis de que no había podido acudir más rápidamente tras el encuentro con Tarek calmaba su sensación de fracaso. Luchaba contra la impresión de haber salido derrotado ante una responsabilidad que había aceptado libremente. Ante sí, y ante dos compañeros, dos amigos. Sentado en la oscuridad al borde la cama, semidesnudo, reposaba la cabeza en las manos, buscando una solución imposible más allá de las artes de Fera. Mas él no era un dios. Sólo podía reconocer que no era capaz de solucionar algo como aquello.
Una nube oscura ennegreció sus pensamientos, ausentes de la calidez del sol, petrificando su mirada gris. Rocas convertidas en humo por afirmaciones que se había atrevido a enmarcar en el viento, con palabras como estatuas centinelas de un templo apenas explorado. Incluso la sanadora comenzó a tratarle con una desconocida cautela, limando mínimamente la altivez o el desdén en sus conversaciones. Seria, meticulosa, eficiente, segura. Nousis atribuyó el agradable cambio a su propio desvío, a la admisión acerca de la humana. Sus inquietudes por el presente y el futuro, y la notoria falta de sueño de los primeros días, cercenaron su capacidad y deseo de indagar más allá.
El tiempo transcurrió entre amables conversaciones con los lugareños, y el espadachín fue comprendiendo de manera gradual que la pelirroja había ido incrementando, en el largo lapso transcurrido desde que se habían visto por última vez, su importancia en un territorio mucho más extenso que el que él suponía en un comienzo. Los aldeanos que toda su vida había residido en el pueblo recibían visitantes de los lugares más lejanos de Sandorai, a tenor de los diversos giros lingüísticos que empleaban de la lengua madre, y del nombre de sus clanes. Con un pequeño volumen de la mano diestra, el nativo de Folnaien retomó la lectura, agradecido por un instante de calma. La lista de pacientes que sin duda esperaban tratamiento de su antigua amante debía resultar extensa en grado sumo, y él se había presentado sin previo aviso, con la arrogancia de quien se cree con un derecho inalienable. Suspiró, contemplando cómo una muchacha barría los alrededores del lugar de trabajo de la galena. Al margen del dinero, ya le debía un montante que no estaba seguro de cómo volver a equilibrar.
Algo atrajo su atención, acostumbrada a detectar patrones problemáticos. Sin cerrar el libro, giró lentamente la cabeza, con la espalda apoyada en uno de los numerosos árboles que salpicaban el pueblo, y una de sus piernas estirada, sentado en el suelo.
Fue el grito de una mujer, y la forma en la que raudas, un buen número de personas comenzaron a arremolinarse a unos cien pasos de donde él se encontraba. Se puso en pie, guardando el ejemplar en su bolsa de viaje y escrutó el gentío con ceño fruncido. Había visto algunos rostros alarmados, pero ¿por qué acudían entonces a la fuente del problema en vez de alejarse? Sombrío, su mente tomó el camino más conocido. Algo que no parecía poder afectar más a unos pocos, o incluso una pareja. Algo que no suponía un problema para todos. El desagradable morbo de ver cómo alguien decidía solucionar algo por medio de la violencia. Tenía que ser eso.
Sacudió la ropa un instante y con paso calmado, comenzó a internarse en la improvisada reunión. Y palideció al vislumbrar los rasgos de la muchacha a quien esperaba calmada al cuidado de Fera. Con mayor ímpetu fue apartando a todo el que se interponía entre él y una Iori que sostenía un cuchillo ensangrentado, ante la furibunda mirada de un guerrero elfo.
Ya en primera línea, a tres pasos de ambos contendientes, su mente trabajó en dos razonamientos al mismo tiempo a similar velocidad. Siempre había impuesto la confianza en uno de los suyos por encima de cualquier otro miembro de cualquiera de las razas que poblaban el continente. Como poco, el beneficio de la duda. Iori había sufrido de manera prolongada algo inenarrable, ahora arma en mano, ¿había atacado ella al elfo…? ¿Qué estaba haciendo allí? La corpulencia de su oponente, y la predisposición de ambos resultaba semejante a los pasos previos de un lobo iracundo esperando cerrar sus mandíbulas sobre un ciervo al que apenas había despuntado la cornamenta.
“¿Te enfrentarás a uno de los tuyos por ella?”- inquirió la voz emanada de su propia oscuridad- “¿A tan profundo pozo has terminado por caer? Ella tiene el cuchillo, y apenas ha vuelto en sí. Noquéala, si buscas defenderla, y devuélvela a las manos de Fera. No hay otra opción más allá de un juicio por atacar a alguien de éste lugar. Él no merece menos”
-¡BASTA!- rugió la voz del espadachín, atrayendo la atención de quienes se habían arremolinado. En el centro de todo aquello, contempló el rostro desencajado de su congénere herido, quien lo miró con ira y desconfianza. Nousis recordó con tristeza el semblante de los familiares y amigos de Nilian en Folnaien, su desprecio. Y dudó un eterno segundo.
Pero él, era él. No podía abandonarla, no con el equipaje que cargaban consigo. No podía fallar a Tarek. Ni siquiera a una sin duda lejana Ayl, a quien confiaba jamás explicarle que había optado por dejar de lado a su amiga común. Sintió el mordisco del sentimiento de la hipocresía, tal vez de la traición a los suyos, mas carecía de opción. Nunca podría volver a respetarse si no pagaba sus deudas. Si no sujetaba cuando caían a aquellos a quienes había comenzado a considerar familia.
-Es paciente de Ferantári Ikarune- el mero nombre de la sanadora fue suficiente para que buena parte del gentío callase por respeto. Algunos que la habían visto pasear cerca del hogar de ésta se alejaron con cierto disimulo, como si una dosis de vergüenza hubiese hecho mella en ellos.
-Ni quienes están a su cuidado están fuera de las leyes- espetó uno de los acompañantes del elfo herido en la misma lengua materna de ambos- Soy Gaelith, de los Korié del este de Sandorai. La humana le ha atacado sin provocación. Y no se irá sin castigo.
Los ojos azules de Gaelith pugnaron con los grises de Nousis, quien acarició el pomo de su hermosa espada, casi con ternura. No pasó desapercibido para el otro elfo, quien contrarrestó tal acto tomando un hacha de un solo filo. El segundo compañero sujetaba a quien Iori había atravesado taponando la espantosa herida, mirándola con un odio atroz.
Como acero atravesando fruta tierna entre murmullos expectantes, Fera llegó hasta la altura del conflicto. De manera inquisitiva, analizó la situación, antes de chasquear los dedos. Dos jóvenes que la había seguido tomaron al apuñalado y con la angarilla llevada con ellos le transportaron con presteza al interior del sanatorio. Ni Nousis ni Gaelith movieron un músculo, y la fémina observó a Iori, lo bastante eclipsada a la vista del segundo por el cuerpo de su conocido.
-Te doy las gracias, sabia- se llevó el Korié una mano al pecho, bajando levemente la cabeza, mas sus ojos aún refulgían de odio- Pero ella no puede irse tras lo que ha ocurrido.
-Entonces- expresó para asombro de Nou- deberás juzgarme a mí, si estás dispuesto a ello. La humana se encuentra bajo mi responsabilidad, y sus actos están por ende tan carentes de ella como los de un niño al cuidado de sus padres. Yo salvaré a tu compañero, y pido disculpas a tu clan por lo ocurrido. Del mismo modo que a nadie se debe culpar en los accidentes de un entrenamiento cuando los jóvenes se hacen duchos en las armas, alguien cuya mente ha sido dañada no puede elevarse al nivel del común a la hora de juzgar sus actos.
Los elfos y elfas arremolinados en torno a la discusión asintieron en gran medida, ganados por la oratoria de la galena, y fueron dejando el lugar poco a poco. Incluso Gaelith asintió, hosco, y tras una última mirada, devuelta, a un Nousis que destilaba una violencia apenas camuflada, se alejó.
Fera paseó la vista por las espaldas de los pueblerinos, y tras dirigirla a Iori, habló en común a un espadachín aún apenas sosegado.
-¿Recuerdas la charla de hace dos días, verdad?
Esas palabras torcieron el gesto del Indirel. Había visto muchas barbaridades y sadismo en sus viajes y para su desgracia, casi experimentado. Sin embargo, la mujer desenterró para él esa tarde el pútrido recuerdo de una de las mayores infamias de la historia de su pueblo. Algo que sólo conocía en textos que confiaba productos de una mente enferma. Incluso con todo cuanto había escuchado y conocía de los OjosVerdes, jamás los había creído capaces de llevar a cabo algo tan salvaje como el Lempë Urth.
Asintió, tragando su opinión al respecto. Fera tomó el cuchillo de Iori con suavidad, dedicándole una sonrisa que reservaba para aquellos que habían sufrido. Uno de sus ayudantes fue a inyectar algo a la campesina, cuando el espadachín tomó la palabra.
-Es la primera vez que te escucho pedir disculpas- comentó en tono neutro. Mera constatación de algo por ambos sabido. Ella obvió tal cuestión, y acercándose a él, le susurró, casi hombro con hombro.
-El Lempë Urth no es todo, Nou- y éste encontró algo en la profundidad de los ojos de la sanadora que nunca había visto antes, y que no supo descifrar. Fue lo que su lengua compuso en los siguientes momentos lo que trastocó el mundo del elfo.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
El Árbol Madre había dejado de ser visible entre la alta foresta hacía ya algunas horas, pero Tarek seguía dándole vueltas a lo sucedido. La despedida con Caoimhe había sido mucho más sosegada que su primer encuentro, y los eventos de aquella pequeña aventura le habían ayudado a ahuyentar, aunque fuese de forma temporal, el tumultuoso torrente de pensamiento que lo había acompañado desde su salida del templo y, sobre todo, tras su última conversación con Dhonara.
Seguía sin comprender qué lo había impulsado a viajar rumbo al norte, cerca del Árbol, cerca de ojos indiscretos que podrían dar cuenta de su presencia en área a los Ojosverdes. Al abandonar el corazón de Sandorai había notado el tacto de un pergamino en su bolsillo, pero tan pronto lo había sacado, este se había disuelto como polvo en el aire. Fuese cual fuese la razón que lo había llevado hasta allí, había desaparecido, y con ella cualquier rumbo u objetivo que seguir. Su único cometido era alejarse, como Gwynn le había aconsejado, huir lejos de aquellos familiares parajes, para evitar el cruento castigo que le esperaría si lo atrapaban. El mismo que había sufrido aquella humana, en lugar de Eithelen.
Caminó por entre los árboles, cuidándose de no asomarse a caminos o aldeas. Paró lo necesario para tomar agua y alimento, pero no lo suficiente para convertirse en un blanco. Por ello, cuando el cansancio comenzó a hacer mella en él, al llegar el alba, no tuvo más remedio que plantearse una parada más larga. Había intentado retrasar el momento lo más posible, pero tras tropezar por tercera vez con sus propios pies, se dio cuenta de que no podía dilatarlo más. Buscó un árbol frondoso en el que esconderse un par de horas, aunque sabía que en el fondo sería inútil. Si ya lo estaban buscando, lo encontrarían. Si en algo destacaban los Ojosverdes era en encontrar y liquidar a sus presas.
Se acomodó entre las ramas de un grandioso roble, tan alto como le había permitido la estabilidad de sus ramas. La luz se colaba tímidamente entre las hojas, pero no lo suficiente como para evitar que poco a poco el sueño comenzase a apoderase de él. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había dormido. Recordaba haber dormitado en su camino al Campamento Sur, tras su encuentro con Nousis. Pero el atisbo de una pesadilla recurrente, lo había mantenido desvelado la mayor parte del tiempo. Porque precisamente aquello era lo que más temía, el regreso de las pesadillas. La había sufrido de forma constante tras la muerte de sus padres, más aún tras la desaparición de Eithelen; y en los que la siguieron, ya en la edad adulta, lo habían visitado inmisericordes más de una noche. Temía que ahora el sueño le trajese algo más que reproches y escenas grotescas. Temía revivir aquellas memorias que no le pertenecían, volver a sufrir un dolor que nunca había sido suyo, pero cuyo recuerdo lo acompañaría el resto de su vida.
El muro, de una casa que recordaba en ruinas, brillaba entonces por la blancura de la cal aplicada y, sobre ella, destacaban unas palabras de sobra conocidas. Aquella fórmula, que había dado la bienvenida a un nuevo miembro del clan Inglorien durante siglos y que, en aquel momento, servía como testigo de la desgracia que iba a acaecer.
El escenario mutó rápidamente. La casa se había desvirtuado y se encontró entonces en el interior de una cueva. Una madriguera de lobos, vacía, a excepción de un pequeño bulto azul, que se agitaba en aquel desolado e inhóspito lugar. El sonido de pasos alejándose, gritos distantes…
Entonces sintió rabia, ira… una incontrolable ansia de hacer daño, de aligerar su dolor con el sufrimiento de otros. Unos ojos verdes llamaron su atención, sin embargo, todo parecía difuso, inconexo. Una especie de niebla, de halo oscuro, opacaba su percepción. Entonces notó satisfacción, el calor de la sangre, y aquellos ojos verdes se tiñeron de algo, incomprensión, quizás dolor… sin duda odio. Sintió cierta satisfacción y, a continuación, nada. Un vacío solo llenado por el dolor.
Se despertó de repente, como si alguien hubiese cortado su sueño. El sol apenas había se había alzado en el firmamento, por lo que calculó que su sueño había durado menos de un par de horas. Se tomó un momento para evaluar su grado de cansancio. Sabía que no iba a poder conciliar de nuevo el sueño y permanecer allí más tiempo era un riesgo que no podía asumir. Con pesadez, estiró los músculos y se dispuso a bajar del árbol.
Se preguntó de nuevo a dónde debía dirigirse. Caminar sin rumbo le daba la ventaja de la aleatoriedad, pero no podría mantener aquella situación para siempre. El inicio de aquel confuso sueño volvió a su mente. Había vuelto a ver la casa de Mittenwald y después un lugar que solo había vislumbrado a través de los ojos de otro. Eithelen y su humana habían dejado aquella cueva, con la esperanza de un futuro mejor, solo para encontrar la peor de las muertes. Su pueblo se había lamentado por la muerte del líder de los Inglorien, aún más al saber que su cuerpo jamás regresaría al lugar en el que, por derecho propio, tendría que haber descansado. Su cuerpo nunca había sido recuperado… Tarek miró hacia el Este. Notó de nuevo la sensación del cuchillo rasgando su piel y, en un gesto inconsciente, se llevó la mano al cuello.
Los últimos instantes de Eithelen, esos agónicos minutos en los que la vida, junto con su sangre, habían ido abandonando su cuerpo, estuvieron colmados de pensamientos dirigidos a la humana. Pero sus ojos no registraron el maltrecho rosto de la mujer. Varias figuras se habían interpuesto entre ellos, la voz de Dhonara, aplacada por la conmoción de la muerte, había resultado ininteligible. Pero ella, la humana, ya no había estado allí cuando él había expirado su último aliento.
Los Ojosverdes se habían encargado de difundir la noticia de la muerte de Eithelen. Habían hecho desaparecer todo rastro de su implicación en ella y el peliblanco se preguntó si, quizás, no habían hecho lo mismo con su cuerpo. La aparición de un elfo muerto, con los rasgos y la armadura del clan Inglorien al Este de Sandorai habría sido, sin duda, un acontecimiento que habría recorrido de boca en boca la comarca, hasta alcanzar el bosque. Los Ojosverdes tenían que haberlo ocultado.
En aquel momento tuvo claro a dónde debía dirigirse.
Observó la pequeña casa desde la linde del bosque, desde el mismo lugar que lo había hecho apenas unos días o quizás semanas antes. ¿Cuánto había pasado desde su partida? La cronología de los eventos le resultaba confusa.. No había esperado tener que volver allí nunca. Cuando habían salido de Eiroás, el peliblanco había contado con cargar el lastre de la humana hasta el templo y, una vez finalizada su implicación en el ritual, separarse de ella con la esperanza de que sus caminos jamás volviesen a cruzarse. Nada lo vinculaba a él con aquel lugar, o al menos eso había pensado. Sin embargo, ahora parecía el epicentro de todo lo que había buscado durante años.
La luz de una vela en el interior de la vivienda produjo un espectral reflejo en sus pequeñas ventanas. Ella no estaba allí, de eso Tarek estaba seguro. Todo seguía igual, sumergido en la misma apacible calma que cuando habían partido. Se tocó uno de los múltiples cortes que aún adornaban su cara. El estado en que la chica que había abandonado el templo, el vacío en su mirada mientras lo golpeaba, el dolor… nada podría permanecer en aquella sosegada clama si la criatura en la que se había convertido la humana hubiese llegado hasta allí.
Caminó con calma hasta la puerta, preguntándose cómo podría abordar el tema. Sin embargo, los metros que lo separaban de la vivienda fueron insuficientes como para que pudiese tomar una decisión. Antes de darse cuenta, estaba golpeando con dos toques secos la puerta de la casa.
El ruido de una silla al arrastrarse, precedió unos pasos que se detuvieron al otro lado de la puerta. Sin preguntar si quiera quién lo molestaba a aquellas horas, el anciano abrió la puerta. Sus ojos se detuvieron entonces en la figura ante él y, tras unos segundos, pareció reconocer al elfo. Tarek le devolvió la silenciosa mirada, pero tras unos instantes, no pudo evitar apartar la vista.
- Buenas noches –saludó, lo suficientemente alto para que el hombre lo escuchase, pero sin alzar demasiado el tomo- Si tiene un momento... –dudó, incapaz de decidir qué era lo que debía decirle al hombre- es sobre Iori –añadió finalmente. El anciano lo miró con un brillo amable en los ojos antes de hacerse a un lado.
- No me digas que la has perdido – bromeó, mientras entraba de nuevo en la estancia. Tarek notó que se le revolvía el estómago, al contemplar al despreocupado hombre hablar de la muchacha- Ella siempre fue culo veo, culo quiero. Culpa mía sin duda por haberla educado así, no lo voy a negar.
Acercándose al fuego, el hombre tomó un cuenco de madera, antes de hundir un cucharón de hierro en la olla del guiso que estaba prendida sobre la lumbre. El peliblanco lo observó desde el umbral de la puerta. Aquella misma escena había discurrido antes de su marcha a la Playa de los Ancestros, pero en vez de un anciano soldado, había sido la joven campesina la que había llenado un cuenco similar. El elfo dudo. Traspasar el umbral le parecía una falta de respeto hacia aquel desprendido hombre. Entonces se preguntó en qué momento había empezado a sentir que necesitaba respetar a un simple humano. Entrando en la casa, cerró la puerta tras de si.
- Algo así -le respondió- Ella...-meditó un segundo cual sería la mejor forma de afrontar aquello- Descubrimos la verdad, sobre mi... sobre sus padres.
El anciano se giró, dando la espalda al fuego, y se acercó para colocar el cuenco en la cabecera opuesta de la mesa, junto con una cuchara. Su expresión adquirió un matiz más serio al escuchar las palabras del elfo y volvió a posar la mirada sobre él.
- La pareja de aquella humana y el elfo, imagino –preguntó, aunque su tono dejaba poco lugar a la duda. El elfo lo observó con los ojos entrecerrados
- ¿Lo sabíais? –cuestionó. Su tono, un par de octavas más bajo de lo normal, sonaba ligeramente amenazante.
- Lo imaginaba –respondió el hombre con tranquilidad, antes de volver a tomar asiento frente al elfo- Nunca viví un otoño como aquel. Las nevadas de aquellos días no tuvieron precedente. Fue una mañana cuando llegaron a la aldea. Adquirieron comida y ropa de abrigo. Yo no lo vi entonces, solo escuché las habladurías. –tomando la cuchara, comenzó a comer con calma- Los vi a lo lejos, en el camino que conducía a la colina noroeste –puntualizó.
- Camino a la cueva donde la encontrasteis a ella -concluyó el elfo. Dando un par de pasos, se situó tras la silla frente al anciano, agarrando el respaldo con las manos- ¿Visteis sus cuerpos? –preguntó.
- No -respondió el hombre, colocando la cuchara de nuevo dentro del cuenco- Había un tercero. Otro elfo. Pelo blanco, como tú. Pero de ojos azules, como Iori. Estaba muy mal herido. Fue él quien me dijo que los padres de la cría no volverían, y me indicó en dónde encontrarla.
- Ismil –murmuró Tarek para si. Aquel había sido entonces el destino de la mano derecha de Eithelen. Aquel que habría ocupado su lugar, en caso de desaparecer el líder del clan- ¿Murió? –preguntó, conociendo de antemano la respuesta.
- Y tal y cómo lo encontré, ojalá lo hubiera hecho antes –puntualizó el anciano.
Retirando la silla, el peliblanco tomó asiento. Siempre había asumido que Ismil había corrido la misma suerte que Eithelen. Sabía que el joven elfo jamás habría abandonado a su líder. Por desgracia para él, no había quedado nadie atrás que llorase su muerte. Su familia, junto con el resto del clan, había ido desvaneciéndose en los últimos años de liderazgo de Eithelen.
- Créame, fue mejor así –le dijo entonces al hombre- Los que lo mataron, si fueron los mismos que acabaron con los padres de ella... no habrían dudado en matarlo a usted también. Ni siquiera la muerte más cruenta que se pueda imaginar llegaría al nivel de lo que le habrían hecho -los ojos del anciano brillaron con comprensión
- Ojosverdes – sentenció, apoyando los antebrazos sobre la mesa. Meneó un par de veces la cabeza, antes de mirar por la ventana de madera que daba a la entrada de la casa. Parecía como si intentase recordar- Junto con lo inusitado de la nieve en esa época del año, hubo rumores sobre un grupo de elfos con los ojos más verdes que el bosque –volvió entonces la vista hacia Tarek- Los tuyos. En mi época como soldado en Lunargenta, fui destinado en numerosas ocasiones como escolta para los grupos de mercaderes que se movían hacia el norte. Allí fue en dónde conocí a ese grupo de elfos.
- Yo me crie con ellos –confesó entonces el peliblanco, apartando la mirada- Luché junto a ellos... maté por ellos. Todo fue siempre una gran mentira –con un bufido irónico, volvió a mirar al anciano- Ellos mataron al hombre que me crio, al padre de Iori.
El veterano humano centró en él su severa mirada, sin decir nada. Por lo que el elfo se vio impelido a continuar, a explicar aquella rocambolesca situación.
-Nací como parte de otro clan –le explicó entonces, sin entender muy bien porqué lo estaba haciendo- Los Inglorien, el clan al que pertenecía su padre, Eithelen. Era nuestro líder. Mis padres murieron cuando apenas había cumplido los siete años, mi madre era una Ojosverdes –se preguntó que habría pensado ella, que había abandonado a su propio clan, de todo lo que había pasado años más tarde- Nunca fuimos muchos, los Inglorien, por eso cuando algún crío quedaba huérfano, otra familia lo acogía, como un hijo más. Eithelen fue el que me tomó bajo su protección –tomó aire antes de continuar- Cuando el murió... cuando lo mataron, acababa de cumplir los diecisiete. No era lo suficientemente adulto como para quedarme solo y el clan había ido extinguiéndose poco a poco... Los Ojosverdes me reclamaron, por el legado de mi madre... –una silenciosa lágrima cargada de rabia y desazón, recorrió su mejilla- Siempre me dijeron que lo habían matado unos humanos, cuando en realidad habían sido ellos los asesinos.
El anciano no apartó la vista de él mientras hablaba. Incómodo quizás por aquella muestra de aflicción, se incorporó, tomando la jarra que reposaba en la mesa. Sirvió un poco de vino en un vaso de madera, antes de acercarse para colocarlo frente al elfo. Sin embargo, cuando volvió a sentarse al otro lado de la mesa, volvió a observarlo en silencio.
Recomponiéndose, el peliblanco desvió la conversación a la razón que lo había llevado hasta allí.
- Murieron cerca de donde la encontró a ella. Necesito llegar hasta allí –le dijo sin demasiada delicadeza. El anciano frunció entonces el ceño y meditó un instante, mientras se recostaba contra el respaldo de la silla.
- Te puedo guiar hasta la zona, pero habrá de ser cuando despunte el alba –ofreció.
- Bien -el elfo, que no había probado la comida ni la bebida ofrecida, se puso de nuevo en pie- Volveré entonces al alba -recolocando la silla, añadió un sencillo- Gracias.
- ¿Y ella? –la pregunta llegó antes incluso de que el elfo pudiese girarse. Sus manos, aún agarradas al respaldo de la silla, se crisparon un por un segundo.
- No lo sé -admitió finalmente- Ambos perdimos algo cuando entramos en ese templo, cuando descubrimos la verdad. Enloqueció de dolor al despertar, me dejó inconsciente durante horas y cuando recobré el sentido, no quedaba ni rastro de ella –soltando la silla, retrocedió unos pasos- Un amigo común, alguien en quién ella confía, ha ido a buscarla... él la encontrará.
- ¿Enloqueció de dolor? -la mirada del anciano se abrió por la sorpresa ante su comentario, entonces sus ojos recorrieron lentamente el rostro del elfo - Me preguntaba cómo te habías hecho eso... Me cuesta creer que fuese ella.
- Lo arreglaré –prometió el peliblanco tras unos segundos- Debería irme -añadió finalmente, dirigiéndose hacia la puerta
- Deberías quedarte –le dijo el hombre- No hay ningún otro lugar cerca en dónde pasar la noche al calor. Y no creas que te abrirán fácilmente otra puerta. Soy el único anciano loco de la contorna que deja entrar a cualquiera que llame a su casa sin importar la hora –bromeó, sin resultar demasiado convincente- Te ofrecería la cama de Iori, pero nunca dejó que ninguno de sus intereses temporales pusiera un pie en la habitación, por lo que te ofrezco un jergón y el calor de la lumbre –indicó, levantándose para preparar las cosas- Deberías de probarlo, te aseguro que con el estómago lleno se descansa mejor –añadió, antes de desaparecer por la única puerta que había en la estancia.
Tarek pensó en negarse, pero el agotamiento y el hambre lo hicieron dudar. Finalmente, el sentido común venció la batalla al orgullo y, dirigiéndose a la mesa, se sentó de nuevo ante el humeante plato de guiso. Al fin y al cabo, aunque lo hubiesen rastreado, los Ojosverdes nunca lo buscarían dentro de la casa de un humano. Se trataba de supervivencia básica.
El calor del fuego acariciaba sus mejillas, mientras observaba el reflejo de las llamas crear espectrales sombras sobre el techo. Llevó de nuevo una de las manos hacia su cara, pensando todavía en lo que había visto reflejado en el espejo apenas una hora antes.
Tras colocar diligentemente el jergón, el anciano le había indicado el camino para llegar a los manantiales del pueblo, además de proporcionarle un candil para le camino. Por primera vez, desde que había salido del templo, Tarek había visto las consecuencias de aquel desafortunado evento. Apenas había sido capaz de reconocer el reflejo que le devolvían las calmadas aguas del baño, pues el rostro que le devolvió la mirada carecía por completo de las marcas que hasta entonces lo habían distinguido. No solo su capacidad de imbuirlas, sino también de portarlas, había desaparecido. La ironía de todo aquello era que la promesa que había estado grabada en su piel se había desvanecido al tiempo que cumplía con la venganza jurada… o al menos gran parte de ella.
Un único trazo había sobrevivido, atravesado por un limpio corte, que cercenaba el nombre de Eithelen, grabado sobre su pecho. Había intentado curar la herida, pero algo parecía haber roto la runa y, no solo el nombre no había desaparecido, sino que el corte no había acabado de sanar. La humana había acabado por grabar sobre él un trazo imborrable, un recuerdo eterno y cruel de todo lo que había hecho. El nombre de Eithelen, sus deformados trazos, jamás se borrarían de su piel.
No fue el zarandeo, ni siquiera los gritos, lo que lo despertaron, sino el calor de unas manos en contacto con su piel. Un calor real que, de alguna manera, apartó aquellas vívidas imágenes de su mente.
- Muchacho despierta -tronó la voz del hombre en el silencio de la noche. Tarek abrió los ojos, desubicado y aturdido- Estás Eiroás. Yo soy Zakath. Comiste hace poco un guiso y deberías de haber dado buena cuenta del vino. Estás a salvo durmiendo dentro del jergón. Nadie entró, nadie salió de esta casa -le aseguró el hombre, con la firmeza de quien no es la primera vez que tiene que intervenir en una situación similar.
Moviendo los antebrazos con cuidado, guio las manos de Tarek, que se habían cerrado con fuerza sobre sus muñecas, para aflojar el agarre. El elfo, percibiendo el cambio, acabó por soltarlo, dejando caer los brazos.
- Lo siento –murmuró, con la palidez adornando sus facciones. Cubrió entonces su cara, tratando de reponerse. Las imágenes de lo soñado, regresando incesantes a su mente. Notó la garganta seca y se percató de que los gritos que había escuchado al despertar, habían sido suyos. Encogiendo las piernas contra el cuerpo, acabó por retirar las manos de su rostro- Siento haberle despertado.
- Al llegar a mi edad te darás cuenta de que las horas que precisas de sueño en un día se reducen drásticamente –contestó el hombre, inclinándose sobre el hogar- Si es que no me has superado ya. En los de tu raza nunca se sabe –añadió, tratando de parecer relajado. Colocó la madera en la base del pequeño fuego y se inclinó para soplar con suavidad, avivando un poco más la llama- ¿Más vino? –ofreció.
Tarek se limitó a negar con la cabeza. El silencio llenó entonces la estancia, donde solamente el crepitar de las llamas y el lejano sonido de los grillos nocturnos rompían de vez en cuando aquella extraña paz.
- “Te mataré Dhonara”. Eso fue lo único que llegué a entender –comentó tras un rato el anciano.
El peliblanco, cuya respiración se había ido acompasando poco a poco miraba en aquel momento el fuego, pero no pudo evitar dirigir la mirada al hombre al oírlo decir aquel nombre.
-Dhonara está muerta -sentenció finalmente, observando sus pálidas manos, que agarraban con fuerza la manta que aún lo cubría. Con esfuerzo, intentó relajar el agarre- Ya no volverá a hacerle daño a nadie.
El silencio se volvió a imponerse durante unos instantes, roto únicamente por el sonido del alcohol cayendo al vaso que se sirvió el anciano.
- ¿Fue ella? –preguntó finalmente, su voz grave y vibrante sonó contenida- La que mató a vuestro padre –precisó.
Aquella última sentencia se clavó en él como una espina envenenada y sus manos volvieron a crisparse sobre la manta.
- Mató a su madre –respondió tras unos segundos- La sometió al peor de los castigos concebidos por mi pueblo. Reservado a los traidores –un sudor frío lo asoló cuando las imágenes de la tortura volvieron a su mente- No fue su mano la que ejecutó a Eithelen, pero lo que le hizo fue peor que darle muerte.
- ¿Ella lo sabe? –preguntó el anciano, tras otro breve silencio
- Fue testigo de ello, al igual que yo –respondió parcamente el elfo
- ¿Testigo? –repitió el hombre sin comprender. Exhaló entonces un suspiro cansado- Ella no está preparada para manejar ese tipo de información. Para bien o para mal, la crie a mi manera. Una forma definida por algunos como fría y falta de sentimientos. Yo lo veo como práctica y realista. Un soldado retirado que buscó siempre la compañía de otros hombres vive al margen de la sociedad aquí. Una huérfana, sin apellido ni familia que la respalde, ni tierras ni dote que aportar. La eduqué para que buscase la felicidad dentro de ella misma. Pero aprendió a no poner el corazón en los demás –el hombre bebió sin apartar la vista del fuego- Conocer ahora toda la verdad... asumo que la ha destrozado. Más aún si la situación es cómo me la estás contando –sus palabras reflejaron un cierto matiz de pena.
El elfo no le respondió. Su mente se había perdido de nuevo en los recuerdos de aquellas últimas horas de Eithelen, del sufrimiento por el que había pasado, de la forma en que su vida había llegado a su fin. Sus ojos, centrados en el fuego ante él, no registraron el momento en que el anciano dejó la jarra de vino junto a él, como si aquel brebaje pudiese darle algún tipo de consuelo, y se retiró de nuevo a sus aposentos, dejando al elfo solo con su tormento.
Seguía sin comprender qué lo había impulsado a viajar rumbo al norte, cerca del Árbol, cerca de ojos indiscretos que podrían dar cuenta de su presencia en área a los Ojosverdes. Al abandonar el corazón de Sandorai había notado el tacto de un pergamino en su bolsillo, pero tan pronto lo había sacado, este se había disuelto como polvo en el aire. Fuese cual fuese la razón que lo había llevado hasta allí, había desaparecido, y con ella cualquier rumbo u objetivo que seguir. Su único cometido era alejarse, como Gwynn le había aconsejado, huir lejos de aquellos familiares parajes, para evitar el cruento castigo que le esperaría si lo atrapaban. El mismo que había sufrido aquella humana, en lugar de Eithelen.
Caminó por entre los árboles, cuidándose de no asomarse a caminos o aldeas. Paró lo necesario para tomar agua y alimento, pero no lo suficiente para convertirse en un blanco. Por ello, cuando el cansancio comenzó a hacer mella en él, al llegar el alba, no tuvo más remedio que plantearse una parada más larga. Había intentado retrasar el momento lo más posible, pero tras tropezar por tercera vez con sus propios pies, se dio cuenta de que no podía dilatarlo más. Buscó un árbol frondoso en el que esconderse un par de horas, aunque sabía que en el fondo sería inútil. Si ya lo estaban buscando, lo encontrarían. Si en algo destacaban los Ojosverdes era en encontrar y liquidar a sus presas.
Se acomodó entre las ramas de un grandioso roble, tan alto como le había permitido la estabilidad de sus ramas. La luz se colaba tímidamente entre las hojas, pero no lo suficiente como para evitar que poco a poco el sueño comenzase a apoderase de él. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había dormido. Recordaba haber dormitado en su camino al Campamento Sur, tras su encuentro con Nousis. Pero el atisbo de una pesadilla recurrente, lo había mantenido desvelado la mayor parte del tiempo. Porque precisamente aquello era lo que más temía, el regreso de las pesadillas. La había sufrido de forma constante tras la muerte de sus padres, más aún tras la desaparición de Eithelen; y en los que la siguieron, ya en la edad adulta, lo habían visitado inmisericordes más de una noche. Temía que ahora el sueño le trajese algo más que reproches y escenas grotescas. Temía revivir aquellas memorias que no le pertenecían, volver a sufrir un dolor que nunca había sido suyo, pero cuyo recuerdo lo acompañaría el resto de su vida.
[…]
El muro, de una casa que recordaba en ruinas, brillaba entonces por la blancura de la cal aplicada y, sobre ella, destacaban unas palabras de sobra conocidas. Aquella fórmula, que había dado la bienvenida a un nuevo miembro del clan Inglorien durante siglos y que, en aquel momento, servía como testigo de la desgracia que iba a acaecer.
El escenario mutó rápidamente. La casa se había desvirtuado y se encontró entonces en el interior de una cueva. Una madriguera de lobos, vacía, a excepción de un pequeño bulto azul, que se agitaba en aquel desolado e inhóspito lugar. El sonido de pasos alejándose, gritos distantes…
Entonces sintió rabia, ira… una incontrolable ansia de hacer daño, de aligerar su dolor con el sufrimiento de otros. Unos ojos verdes llamaron su atención, sin embargo, todo parecía difuso, inconexo. Una especie de niebla, de halo oscuro, opacaba su percepción. Entonces notó satisfacción, el calor de la sangre, y aquellos ojos verdes se tiñeron de algo, incomprensión, quizás dolor… sin duda odio. Sintió cierta satisfacción y, a continuación, nada. Un vacío solo llenado por el dolor.
[…]
Se despertó de repente, como si alguien hubiese cortado su sueño. El sol apenas había se había alzado en el firmamento, por lo que calculó que su sueño había durado menos de un par de horas. Se tomó un momento para evaluar su grado de cansancio. Sabía que no iba a poder conciliar de nuevo el sueño y permanecer allí más tiempo era un riesgo que no podía asumir. Con pesadez, estiró los músculos y se dispuso a bajar del árbol.
Se preguntó de nuevo a dónde debía dirigirse. Caminar sin rumbo le daba la ventaja de la aleatoriedad, pero no podría mantener aquella situación para siempre. El inicio de aquel confuso sueño volvió a su mente. Había vuelto a ver la casa de Mittenwald y después un lugar que solo había vislumbrado a través de los ojos de otro. Eithelen y su humana habían dejado aquella cueva, con la esperanza de un futuro mejor, solo para encontrar la peor de las muertes. Su pueblo se había lamentado por la muerte del líder de los Inglorien, aún más al saber que su cuerpo jamás regresaría al lugar en el que, por derecho propio, tendría que haber descansado. Su cuerpo nunca había sido recuperado… Tarek miró hacia el Este. Notó de nuevo la sensación del cuchillo rasgando su piel y, en un gesto inconsciente, se llevó la mano al cuello.
Los últimos instantes de Eithelen, esos agónicos minutos en los que la vida, junto con su sangre, habían ido abandonando su cuerpo, estuvieron colmados de pensamientos dirigidos a la humana. Pero sus ojos no registraron el maltrecho rosto de la mujer. Varias figuras se habían interpuesto entre ellos, la voz de Dhonara, aplacada por la conmoción de la muerte, había resultado ininteligible. Pero ella, la humana, ya no había estado allí cuando él había expirado su último aliento.
Los Ojosverdes se habían encargado de difundir la noticia de la muerte de Eithelen. Habían hecho desaparecer todo rastro de su implicación en ella y el peliblanco se preguntó si, quizás, no habían hecho lo mismo con su cuerpo. La aparición de un elfo muerto, con los rasgos y la armadura del clan Inglorien al Este de Sandorai habría sido, sin duda, un acontecimiento que habría recorrido de boca en boca la comarca, hasta alcanzar el bosque. Los Ojosverdes tenían que haberlo ocultado.
En aquel momento tuvo claro a dónde debía dirigirse.
[…]
Observó la pequeña casa desde la linde del bosque, desde el mismo lugar que lo había hecho apenas unos días o quizás semanas antes. ¿Cuánto había pasado desde su partida? La cronología de los eventos le resultaba confusa.. No había esperado tener que volver allí nunca. Cuando habían salido de Eiroás, el peliblanco había contado con cargar el lastre de la humana hasta el templo y, una vez finalizada su implicación en el ritual, separarse de ella con la esperanza de que sus caminos jamás volviesen a cruzarse. Nada lo vinculaba a él con aquel lugar, o al menos eso había pensado. Sin embargo, ahora parecía el epicentro de todo lo que había buscado durante años.
La luz de una vela en el interior de la vivienda produjo un espectral reflejo en sus pequeñas ventanas. Ella no estaba allí, de eso Tarek estaba seguro. Todo seguía igual, sumergido en la misma apacible calma que cuando habían partido. Se tocó uno de los múltiples cortes que aún adornaban su cara. El estado en que la chica que había abandonado el templo, el vacío en su mirada mientras lo golpeaba, el dolor… nada podría permanecer en aquella sosegada clama si la criatura en la que se había convertido la humana hubiese llegado hasta allí.
Caminó con calma hasta la puerta, preguntándose cómo podría abordar el tema. Sin embargo, los metros que lo separaban de la vivienda fueron insuficientes como para que pudiese tomar una decisión. Antes de darse cuenta, estaba golpeando con dos toques secos la puerta de la casa.
El ruido de una silla al arrastrarse, precedió unos pasos que se detuvieron al otro lado de la puerta. Sin preguntar si quiera quién lo molestaba a aquellas horas, el anciano abrió la puerta. Sus ojos se detuvieron entonces en la figura ante él y, tras unos segundos, pareció reconocer al elfo. Tarek le devolvió la silenciosa mirada, pero tras unos instantes, no pudo evitar apartar la vista.
- Buenas noches –saludó, lo suficientemente alto para que el hombre lo escuchase, pero sin alzar demasiado el tomo- Si tiene un momento... –dudó, incapaz de decidir qué era lo que debía decirle al hombre- es sobre Iori –añadió finalmente. El anciano lo miró con un brillo amable en los ojos antes de hacerse a un lado.
- No me digas que la has perdido – bromeó, mientras entraba de nuevo en la estancia. Tarek notó que se le revolvía el estómago, al contemplar al despreocupado hombre hablar de la muchacha- Ella siempre fue culo veo, culo quiero. Culpa mía sin duda por haberla educado así, no lo voy a negar.
Acercándose al fuego, el hombre tomó un cuenco de madera, antes de hundir un cucharón de hierro en la olla del guiso que estaba prendida sobre la lumbre. El peliblanco lo observó desde el umbral de la puerta. Aquella misma escena había discurrido antes de su marcha a la Playa de los Ancestros, pero en vez de un anciano soldado, había sido la joven campesina la que había llenado un cuenco similar. El elfo dudo. Traspasar el umbral le parecía una falta de respeto hacia aquel desprendido hombre. Entonces se preguntó en qué momento había empezado a sentir que necesitaba respetar a un simple humano. Entrando en la casa, cerró la puerta tras de si.
- Algo así -le respondió- Ella...-meditó un segundo cual sería la mejor forma de afrontar aquello- Descubrimos la verdad, sobre mi... sobre sus padres.
El anciano se giró, dando la espalda al fuego, y se acercó para colocar el cuenco en la cabecera opuesta de la mesa, junto con una cuchara. Su expresión adquirió un matiz más serio al escuchar las palabras del elfo y volvió a posar la mirada sobre él.
- La pareja de aquella humana y el elfo, imagino –preguntó, aunque su tono dejaba poco lugar a la duda. El elfo lo observó con los ojos entrecerrados
- ¿Lo sabíais? –cuestionó. Su tono, un par de octavas más bajo de lo normal, sonaba ligeramente amenazante.
- Lo imaginaba –respondió el hombre con tranquilidad, antes de volver a tomar asiento frente al elfo- Nunca viví un otoño como aquel. Las nevadas de aquellos días no tuvieron precedente. Fue una mañana cuando llegaron a la aldea. Adquirieron comida y ropa de abrigo. Yo no lo vi entonces, solo escuché las habladurías. –tomando la cuchara, comenzó a comer con calma- Los vi a lo lejos, en el camino que conducía a la colina noroeste –puntualizó.
- Camino a la cueva donde la encontrasteis a ella -concluyó el elfo. Dando un par de pasos, se situó tras la silla frente al anciano, agarrando el respaldo con las manos- ¿Visteis sus cuerpos? –preguntó.
- No -respondió el hombre, colocando la cuchara de nuevo dentro del cuenco- Había un tercero. Otro elfo. Pelo blanco, como tú. Pero de ojos azules, como Iori. Estaba muy mal herido. Fue él quien me dijo que los padres de la cría no volverían, y me indicó en dónde encontrarla.
- Ismil –murmuró Tarek para si. Aquel había sido entonces el destino de la mano derecha de Eithelen. Aquel que habría ocupado su lugar, en caso de desaparecer el líder del clan- ¿Murió? –preguntó, conociendo de antemano la respuesta.
- Y tal y cómo lo encontré, ojalá lo hubiera hecho antes –puntualizó el anciano.
Retirando la silla, el peliblanco tomó asiento. Siempre había asumido que Ismil había corrido la misma suerte que Eithelen. Sabía que el joven elfo jamás habría abandonado a su líder. Por desgracia para él, no había quedado nadie atrás que llorase su muerte. Su familia, junto con el resto del clan, había ido desvaneciéndose en los últimos años de liderazgo de Eithelen.
- Créame, fue mejor así –le dijo entonces al hombre- Los que lo mataron, si fueron los mismos que acabaron con los padres de ella... no habrían dudado en matarlo a usted también. Ni siquiera la muerte más cruenta que se pueda imaginar llegaría al nivel de lo que le habrían hecho -los ojos del anciano brillaron con comprensión
- Ojosverdes – sentenció, apoyando los antebrazos sobre la mesa. Meneó un par de veces la cabeza, antes de mirar por la ventana de madera que daba a la entrada de la casa. Parecía como si intentase recordar- Junto con lo inusitado de la nieve en esa época del año, hubo rumores sobre un grupo de elfos con los ojos más verdes que el bosque –volvió entonces la vista hacia Tarek- Los tuyos. En mi época como soldado en Lunargenta, fui destinado en numerosas ocasiones como escolta para los grupos de mercaderes que se movían hacia el norte. Allí fue en dónde conocí a ese grupo de elfos.
- Yo me crie con ellos –confesó entonces el peliblanco, apartando la mirada- Luché junto a ellos... maté por ellos. Todo fue siempre una gran mentira –con un bufido irónico, volvió a mirar al anciano- Ellos mataron al hombre que me crio, al padre de Iori.
El veterano humano centró en él su severa mirada, sin decir nada. Por lo que el elfo se vio impelido a continuar, a explicar aquella rocambolesca situación.
-Nací como parte de otro clan –le explicó entonces, sin entender muy bien porqué lo estaba haciendo- Los Inglorien, el clan al que pertenecía su padre, Eithelen. Era nuestro líder. Mis padres murieron cuando apenas había cumplido los siete años, mi madre era una Ojosverdes –se preguntó que habría pensado ella, que había abandonado a su propio clan, de todo lo que había pasado años más tarde- Nunca fuimos muchos, los Inglorien, por eso cuando algún crío quedaba huérfano, otra familia lo acogía, como un hijo más. Eithelen fue el que me tomó bajo su protección –tomó aire antes de continuar- Cuando el murió... cuando lo mataron, acababa de cumplir los diecisiete. No era lo suficientemente adulto como para quedarme solo y el clan había ido extinguiéndose poco a poco... Los Ojosverdes me reclamaron, por el legado de mi madre... –una silenciosa lágrima cargada de rabia y desazón, recorrió su mejilla- Siempre me dijeron que lo habían matado unos humanos, cuando en realidad habían sido ellos los asesinos.
El anciano no apartó la vista de él mientras hablaba. Incómodo quizás por aquella muestra de aflicción, se incorporó, tomando la jarra que reposaba en la mesa. Sirvió un poco de vino en un vaso de madera, antes de acercarse para colocarlo frente al elfo. Sin embargo, cuando volvió a sentarse al otro lado de la mesa, volvió a observarlo en silencio.
Recomponiéndose, el peliblanco desvió la conversación a la razón que lo había llevado hasta allí.
- Murieron cerca de donde la encontró a ella. Necesito llegar hasta allí –le dijo sin demasiada delicadeza. El anciano frunció entonces el ceño y meditó un instante, mientras se recostaba contra el respaldo de la silla.
- Te puedo guiar hasta la zona, pero habrá de ser cuando despunte el alba –ofreció.
- Bien -el elfo, que no había probado la comida ni la bebida ofrecida, se puso de nuevo en pie- Volveré entonces al alba -recolocando la silla, añadió un sencillo- Gracias.
- ¿Y ella? –la pregunta llegó antes incluso de que el elfo pudiese girarse. Sus manos, aún agarradas al respaldo de la silla, se crisparon un por un segundo.
- No lo sé -admitió finalmente- Ambos perdimos algo cuando entramos en ese templo, cuando descubrimos la verdad. Enloqueció de dolor al despertar, me dejó inconsciente durante horas y cuando recobré el sentido, no quedaba ni rastro de ella –soltando la silla, retrocedió unos pasos- Un amigo común, alguien en quién ella confía, ha ido a buscarla... él la encontrará.
- ¿Enloqueció de dolor? -la mirada del anciano se abrió por la sorpresa ante su comentario, entonces sus ojos recorrieron lentamente el rostro del elfo - Me preguntaba cómo te habías hecho eso... Me cuesta creer que fuese ella.
- Lo arreglaré –prometió el peliblanco tras unos segundos- Debería irme -añadió finalmente, dirigiéndose hacia la puerta
- Deberías quedarte –le dijo el hombre- No hay ningún otro lugar cerca en dónde pasar la noche al calor. Y no creas que te abrirán fácilmente otra puerta. Soy el único anciano loco de la contorna que deja entrar a cualquiera que llame a su casa sin importar la hora –bromeó, sin resultar demasiado convincente- Te ofrecería la cama de Iori, pero nunca dejó que ninguno de sus intereses temporales pusiera un pie en la habitación, por lo que te ofrezco un jergón y el calor de la lumbre –indicó, levantándose para preparar las cosas- Deberías de probarlo, te aseguro que con el estómago lleno se descansa mejor –añadió, antes de desaparecer por la única puerta que había en la estancia.
Tarek pensó en negarse, pero el agotamiento y el hambre lo hicieron dudar. Finalmente, el sentido común venció la batalla al orgullo y, dirigiéndose a la mesa, se sentó de nuevo ante el humeante plato de guiso. Al fin y al cabo, aunque lo hubiesen rastreado, los Ojosverdes nunca lo buscarían dentro de la casa de un humano. Se trataba de supervivencia básica.
[…]
El calor del fuego acariciaba sus mejillas, mientras observaba el reflejo de las llamas crear espectrales sombras sobre el techo. Llevó de nuevo una de las manos hacia su cara, pensando todavía en lo que había visto reflejado en el espejo apenas una hora antes.
Tras colocar diligentemente el jergón, el anciano le había indicado el camino para llegar a los manantiales del pueblo, además de proporcionarle un candil para le camino. Por primera vez, desde que había salido del templo, Tarek había visto las consecuencias de aquel desafortunado evento. Apenas había sido capaz de reconocer el reflejo que le devolvían las calmadas aguas del baño, pues el rostro que le devolvió la mirada carecía por completo de las marcas que hasta entonces lo habían distinguido. No solo su capacidad de imbuirlas, sino también de portarlas, había desaparecido. La ironía de todo aquello era que la promesa que había estado grabada en su piel se había desvanecido al tiempo que cumplía con la venganza jurada… o al menos gran parte de ella.
Un único trazo había sobrevivido, atravesado por un limpio corte, que cercenaba el nombre de Eithelen, grabado sobre su pecho. Había intentado curar la herida, pero algo parecía haber roto la runa y, no solo el nombre no había desaparecido, sino que el corte no había acabado de sanar. La humana había acabado por grabar sobre él un trazo imborrable, un recuerdo eterno y cruel de todo lo que había hecho. El nombre de Eithelen, sus deformados trazos, jamás se borrarían de su piel.
[…]
No fue el zarandeo, ni siquiera los gritos, lo que lo despertaron, sino el calor de unas manos en contacto con su piel. Un calor real que, de alguna manera, apartó aquellas vívidas imágenes de su mente.
- Muchacho despierta -tronó la voz del hombre en el silencio de la noche. Tarek abrió los ojos, desubicado y aturdido- Estás Eiroás. Yo soy Zakath. Comiste hace poco un guiso y deberías de haber dado buena cuenta del vino. Estás a salvo durmiendo dentro del jergón. Nadie entró, nadie salió de esta casa -le aseguró el hombre, con la firmeza de quien no es la primera vez que tiene que intervenir en una situación similar.
Moviendo los antebrazos con cuidado, guio las manos de Tarek, que se habían cerrado con fuerza sobre sus muñecas, para aflojar el agarre. El elfo, percibiendo el cambio, acabó por soltarlo, dejando caer los brazos.
- Lo siento –murmuró, con la palidez adornando sus facciones. Cubrió entonces su cara, tratando de reponerse. Las imágenes de lo soñado, regresando incesantes a su mente. Notó la garganta seca y se percató de que los gritos que había escuchado al despertar, habían sido suyos. Encogiendo las piernas contra el cuerpo, acabó por retirar las manos de su rostro- Siento haberle despertado.
- Al llegar a mi edad te darás cuenta de que las horas que precisas de sueño en un día se reducen drásticamente –contestó el hombre, inclinándose sobre el hogar- Si es que no me has superado ya. En los de tu raza nunca se sabe –añadió, tratando de parecer relajado. Colocó la madera en la base del pequeño fuego y se inclinó para soplar con suavidad, avivando un poco más la llama- ¿Más vino? –ofreció.
Tarek se limitó a negar con la cabeza. El silencio llenó entonces la estancia, donde solamente el crepitar de las llamas y el lejano sonido de los grillos nocturnos rompían de vez en cuando aquella extraña paz.
- “Te mataré Dhonara”. Eso fue lo único que llegué a entender –comentó tras un rato el anciano.
El peliblanco, cuya respiración se había ido acompasando poco a poco miraba en aquel momento el fuego, pero no pudo evitar dirigir la mirada al hombre al oírlo decir aquel nombre.
-Dhonara está muerta -sentenció finalmente, observando sus pálidas manos, que agarraban con fuerza la manta que aún lo cubría. Con esfuerzo, intentó relajar el agarre- Ya no volverá a hacerle daño a nadie.
El silencio se volvió a imponerse durante unos instantes, roto únicamente por el sonido del alcohol cayendo al vaso que se sirvió el anciano.
- ¿Fue ella? –preguntó finalmente, su voz grave y vibrante sonó contenida- La que mató a vuestro padre –precisó.
Aquella última sentencia se clavó en él como una espina envenenada y sus manos volvieron a crisparse sobre la manta.
- Mató a su madre –respondió tras unos segundos- La sometió al peor de los castigos concebidos por mi pueblo. Reservado a los traidores –un sudor frío lo asoló cuando las imágenes de la tortura volvieron a su mente- No fue su mano la que ejecutó a Eithelen, pero lo que le hizo fue peor que darle muerte.
- ¿Ella lo sabe? –preguntó el anciano, tras otro breve silencio
- Fue testigo de ello, al igual que yo –respondió parcamente el elfo
- ¿Testigo? –repitió el hombre sin comprender. Exhaló entonces un suspiro cansado- Ella no está preparada para manejar ese tipo de información. Para bien o para mal, la crie a mi manera. Una forma definida por algunos como fría y falta de sentimientos. Yo lo veo como práctica y realista. Un soldado retirado que buscó siempre la compañía de otros hombres vive al margen de la sociedad aquí. Una huérfana, sin apellido ni familia que la respalde, ni tierras ni dote que aportar. La eduqué para que buscase la felicidad dentro de ella misma. Pero aprendió a no poner el corazón en los demás –el hombre bebió sin apartar la vista del fuego- Conocer ahora toda la verdad... asumo que la ha destrozado. Más aún si la situación es cómo me la estás contando –sus palabras reflejaron un cierto matiz de pena.
El elfo no le respondió. Su mente se había perdido de nuevo en los recuerdos de aquellas últimas horas de Eithelen, del sufrimiento por el que había pasado, de la forma en que su vida había llegado a su fin. Sus ojos, centrados en el fuego ante él, no registraron el momento en que el anciano dejó la jarra de vino junto a él, como si aquel brebaje pudiese darle algún tipo de consuelo, y se retiró de nuevo a sus aposentos, dejando al elfo solo con su tormento.
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
- Arriba en la estantería, en donde pone espino blanco. No, no, ese no, a la izquierda. Ese es el frasco con las flores de yin. Buscamos su poder antiinflamatorio. - explicó Fera a uno de los muchachos que Iori tenía visto en los últimos días allí. Era uno de sus aprendices. El joven elfo, que seguramente tendría más años de vida que ella, se estiró para alcanzar el frasco.
- Aquí tiene Ferantári - se lo entregó con un movimiento obediente, haciendo un gesto cortés con la cabeza. - ¿Puedo preguntar qué contiene el otro recipiente? Ambos están bajo el título de espino blanco - apuntó.
Iori alzó la vista, desde su posición sentada en un banco contra la ventana de la primera planta. Tenía las rodillas abrazadas contra el pecho, y por pura curiosidad miró para fijarse en el cartel. Las filigranas escritas eran un misterio para ella. No sabía leer nada que no fuesen números. A fin de cuentas, una iletrada como ella debía de aprender los rudimentos básicos de las matemáticas, aunque solo fuese para la parte del mercadeo en las zonas comerciales.
- Es espino blanco, pero ese preparado se extrae de una forma diferente. Es un líquido sin sabor ni olor, que consumido en la cantidad adecuada vuelve dócil y obediente a cualquier mente. - explicó con paciencia la sanadora, mientras se afanaba en preparar lo que parecía un ungüento con las hojas que el muchacho le había entregado.
- Ah, creo que he leído sobre ello. ¿Se llama rompespíritu? - aventuró con cierta timidez. La mestiza en cambio reconoció el ansia en su voz. Una que nacía fruto de querer ganar puntos con la elfa pelirroja. Nunca se había visto que un perro montase una yegua, pensó con malicia apartando la vista de ambos. Observó de nuevo el frasco, lleno de un color ligeramente rojizo en la estantería.
- Así es. Su efectividad no se puede contrarrestar con nada. Únicamente el paso del tiempo devuelve a la normalidad a la persona. Iori - su nombre sonó con suavidad en la boca de Fera. Se levantó y se acercó a la elfa obediente, mientras esta le hacía un gesto conocido. Comenzó a quitarse la ropa y la sanadora volvió a aplicar el medicamento en las zonas heridas. - Las costillas parecen soldadas por completo. Es increíble, incluso para mis habilidades lo rápido que te has restablecido en este tiempo. Tienes una buena capacidad de curación - murmuró afanándose en su tarea.
- Ferantári es la mejor sanadora de Sandorai - lanzó rápido el elfo del cual Iori no se había molestado en recordar su nombre en todo aquel tiempo. Lo miró un instante, con una fijeza que lo hizo sentir tan incómodo que terminó apartando la vista de ella. No, desde luego que los perros no montaban yeguas.
Habían salido temprano por la mañana, frescos y bien pertrechados tras los largos días en aquella ubicación. Caminaban por un sendero que parecía principal, cerca de las tierras exteriores de Sandorai. Cuando dejaron el pueblo atrás, la mestiza sintió las miradas de muchos clavadas en su espalda. El ojosverdes al que había atacado no era ninguno de los implicados en la muerte de Ayla y Eithelen. Y sin embargo, se sentía una fracasada al no haberlo conseguido matar. Fera había hecho un increíble trabajo con ella. Y con ese elfo por descontado también.
El Sol los acompañó a medias en la travesía, asomando de cuando en cuando entre las nubes blancas que poblaban el cielo. El frío del invierno no se notaba con tanta intensidad allí pero cuando cayese el Sol, definitivamente la noche sería fría. La ropa que vestía era nueva. Recordaba vagamente su desnudez cuando Nousis la había subido a un caballo. Llevaba una alforja nueva, llena de provisiones junto con un pequeño frasco. Estaba casi completa excepto por el hecho de que le faltaba el arma con la que había salido de su pueblo, hacía ya muchos meses atrás.
Y sabía que todo aquello se lo debía al elfo que caminaba con la cara contrita a su lado.
Atardecía ya, y solo habían parado en un par de ocasiones para comer. El elfo, como si fuese una abuelita, se había asegurado personalmente de que tomase una medicación especial que le había proporcionado la sanadora. La ayudaba con la recuperación física, y suavizaba la corrupción que la mestiza sentía que estaba anidando dentro de ella. Fue entonces, cuando le quedó claro que tras una jornada entera avanzando, su camino se estaba dirigiendo constantemente al sur. Y hacia el sur lo único que quedaba era Verisar.
- Hacia territorio humano - indicó sin que sonase a pregunta, con voz monocorde.
- Es mejor que descanses en lugar conocido - respondió él. Su tono reflejaba una preocupación que nunca había perdido desde que la encontró en aquel establo. Tampoco exento de un punto de ¿dulzura? ¿amabilidad? la mestiza no sabía con qué palabra definirlo. Pero por algún motivo, aquella atención le resultaba desagradable. El hecho de estar en deuda con él hasta las cejas no hacía variar esta sensación.
Guardó silencio como respuesta. Raro en ella. Continuó caminando un rato más a su lado sin añadir palabra. Fue entonces cuando se cruzaron con tres elfos. Por las apariencias parecían artesanos, y miraron a la pareja con expresiones sorprendidas. Sus miradas eran verdes, aunque desde luego, no con la intensidad que recordaba en los Ojosverdes que había visto, o en el propio Tarek. Iori clavó la mirada en ellos con fijeza, y se paró de golpe sin apartar la vista de ellos, con una actitud abiertamente hostil. Algo bajo su piel se activaba, haciendo que su corazón se acelerase y su respiración se preparase, anticipando un enfrentamiento que deseaba.
- Tranquilizate - pidió de manera calmada, en voz baja - No son enemigos. Nadie quiere hacernos daño. - Nousis se detuvo a su lado, pero la actitud serena que mostraba no sirvió en absoluto para penetrar en los nervios que estaban comiendo por dentro a la mestiza.
- ¿Seguro? - preguntó arrastrando de forma sombría las palabras. Se frotó las manos inquieta, mientras los elfos se perdían de vista con ella paralizada. Aquella tonalidad de ojos despertaba grandes sombras. Se retorció los dedos entonces, de una manera que evidenciaba que se estaba haciendo daño. No podía seguir en aquella dirección con él. No era ese el objetivo que tenía en mente. Las soltó de golpe y avanzó hacia un lado, internándose en la zona boscosa que se extendía a un lado del camino con paso vigoroso.
Las tupidas ramas de los árboles arrojaron sombra, haciendo que el atardecer en el que se encontraban se oscureciese todavía más deprisa. Escuchó las pisadas firmas del elfo tras ella.
- Iori, espera - pidió, con voz levemente cansada - Ya sabes que los bosques... - calló de golpe, y la chica tuvo una idea ligera de qué era lo que él querría decirle. - Debemos tener cuidado. - resolvió decir únicamente. Lo ignoró y siguió caminando. Lo hacía con energía aunque todavía permanecían en ella los remanentes de las heridas sufridas.
- No puedes forzarte tanto - dijo a su espalda. La voz de Nou se tornó un poco más autoritaria - Llegaremos a tu tierra. Un día más no hará diferencia - La mestiza esbozó una sonrisa que él no pudo ver. ¿Eso pensaba? ¿Dejarla allí aparcada? No era un objeto sin raciocinio, o un animal carente de capacidad para decidir.
- No es allí a dónde quiero ir - respondió con rapidez sin dejar de avanzar. No habían llegado a hablar de ello, pero no pudo evitar que le hiciese gracia la resolución a la que él había llegado. Imaginaba que por su bien. Lástima que él no supiese cual era el camino que podía aportarle algo de bien a ella en aquellos momentos.
- Espera - respondió cansado - ¿Qué quieres decir? ¿A dónde pretendes dirigirte? - La mestiza se detuvo de forma abrupta, bajo un gran castaño que comenzaba a mostrar los primeros brotes en sus ramas.
- No voy a regresar allí, ya que ese no es mi hogar. No tengo un lugar al que volver ahora. Pero tengo una tarea. Una misión. El sentido de mi vida, si prefieres llamarlo. - Apoyó una mano en la cintura y con la otra apartó el cabello de su rostro, oteando entre los árboles los últimos rayos de luz de ese día. - Pero antes de continuar debo de buscar en dónde pasar la noche. Si muero hoy no habrá un mañana. - canturreó.
- Apenas te has curado. Fera es muy buena, pero no puede hacer milagros. Te estás excediendo y puede pasarte factura. ¿Qué pretendes hacer ahora? - se acercó, serio, quedando a un par de pasos de ella. La mestiza volvió los ojos hacia él, una mirada conocida íntimamente pero que no parecía reflejar a la misma persona que el elfo recordaba.
- ¿Te suena el nombre de Dhonara? - inquirió respondiendo con otra pregunta. Su mirada brilló con odio y su cuerpo tembló ligeramente. Decirlo en voz alta, pronunciarlo por primera vez hizo que se sacudiera algo en ella. La voz de Eithelen sonó de nuevo en su cabeza. Lo había gritado hasta romperse la garganta, mientras frente a él Ayla... Giró la cabeza y se mordió el labio inferior con saña, concentrándose en el dolor presente para esquivar el que vivía ahora en su mente.
- Una de las líderes de los Ojos verdes... - rememoró - Tiene fama de resultar implacable. ¿De qué la conoces? - De nada. Pensó Iori. De nada y de todo. Esos datos ella bien los conocía, por lo que la respuesta el elfo no sirvió para que ella aclarase nada.
- ¿Dónde la puedo encontrar? - prosiguió, con un punto de ansia en la voz, ignorando la pregunta del elfo.
- Es una Ojos Verdes Iori - recalcó frunciendo el ceño y cruzando los brazos - ¿Pretendes cruzar Sandorai para atacar a una de las guerreras del clan más radical de entre mi raza? Mira, no puedo seguir soslayando todo esto. Necesito saber a qué viene. - A que quería matarla. Quería destrozarla. Hacerle primero lo mismo que ella le hizo a Ayla, y sumar alguna otra tortura más antes de que expirase el último aliento.
La mestiza no estaba en el pico alto de su paciencia en aquel momento de su vida, y la reticencia que mostraba Nousis fue interpretada por ella de la única manera que su cabeza le permitía en aquel momento. Él, como siempre, la seguía viendo como una persona de segunda categoría. Un elemento prescindible cuando se trataba de poner en la balanza a otros elfos. Recordó la aventura en el norte. Recordó el incidente del barco tras Isla Tortuga. Recordó la última aventura que habían compartido juntos... el cómo habían enredado sus cuerpos la noche previa, y a la mañana siguiente descubrió el vacío en su cama junto con una despedida en la que la indiferencia de él gritaba.
Aquellos pensamientos, se deslizaron como veneno en la maldad de su interior, alimentándola.
- Los míos van primero. Siempre - parafraseó las palabras que le había dedicado Nousis sin pestañear, sin apartar los ojos, vacíos de expresión de él. La mestiza recordaba una de las primeras conversaciones que habían tenido, en Baslodia. - Si tan mal pinta para mí ir a por ella, deberías de sentir alivio al saber que no supongo un peligro para ella. Para una de los tuyos - la última claridad del sol se perdió entre la arboleda, haciendo que con su ausencia la temperatura bajase. Y con ello, su atención sobre lo que acababa de decirle se diluyó, pasando a centrarse en otra cosa. Giró la cabeza y buscó con la mirada sobre el terreno. - Yo traeré la leña - indicó rompiendo por completo con la conversación previa.
- Iori - la llamó quedo, observándola. - ¿Qué tiene ella que ver con Tarek y contigo? ¿Pretendes ir a inmolarte a las profundidades de los bosques? - La muchacha caminó entorno a la zona, comenzando con la tarea de recoger material para hacer una pequeña hoguera. No le sorprendió que el elfo hilase tan fino. Después de todo, lo conocía de compartir muchos días juntos en diferentes situaciones. Dudar de la agudeza mental de Nousis sería un terrible error. Se encogió de hombros.
- Tengo planes. Tareas que atender. Vidas que terminar. - se inclinó para observar con ojo crítico una rama del suelo. Decidió que era apta y la apiló sobre su pecho junto con las que ya tenía. - ¿Inmolarme? - repitió su palabra, llevando lo recogido a un pequeño repecho del terreno que parecía seguro. - No hasta que termine lo que tengo que hacer. No es algo que necesite pensar ahora mismo. -
-¿Qué pasó cuando estuviste la última vez con Tarek, Iori? - inquirió el elfo. Lo miró cuando se alzó con los brazos llenos de ramas para leña, y en la expresión de Nousis ella pudo leer que no le había resultado fácil hacer aquella pregunta. Tristeza, arrepentimiento, preocupación... Quién sabía qué domina en sus rasgos. Le mantuvo la mirada unos segundos de más, buscando sentir algo al respecto, cualquier cosa ante una actitud tan inusitada en él. Pero nada.
Se arrodilló colocando la madera para prender la lumbre, y detuvo sus manos ante el coletazo de un recuerdo. Estrujó lentamente la rama que sostenía entre las manos, tratando de concentrarse en contenerlo sin que este saliese a la luz. Quizá debería de tomar una nueva dosis de la medicación que Fera le había entregado.
- He visto lo que valen los humanos. Y los elfos. - se giró para mirar a Nousis. Pero a quien vio fue a Ayla. La muchacha, dulce como un cálido día de Sol, inteligente y desprendida. Apasionada y llena de un ardor por la vida... llena de amor por él... Su pecho se hundió cuando se quedó sin aire en los pulmones, y se forzó a inspirar con fuerza de nuevo. - Ella era todo luz. Tan pura… - la expresión de su cara mostró angustia, un segundo. Los ojos dorados, se habían convertido en un amasijo de sangre llenando unas cuencas vacías.
Con un gemido ahogado, rápidamente centro su vista en la rama que sostenía. Con el extremo partido golpeó la palma de la mano contraria, cinco veces con fuerza, hasta hacerse sangre. Observó como de la herida comenzaba a gotear el líquido, y sonrió un instante con satisfacción. Aquello le había ayudado a contener las sombras que la tragaban. El lugar en el que se ahogaba reviviendo constantemente la tortura a su madre.
S U M A D R E.
- Tu eres un buen guerrero. - cambió de tema, parando por completo. - Te he visto mas veces de las que deseaba antes. - Soltó la rama sobre la improvisada hoguera y caminó hacia él con seguridad, mientras de la palma seguía cayendo la sangre. - Pero ahora quiero más. - sin miedo, sin dudar, extendió la mano hacia la cintura del elfo. En un acto de intimidad súbita que no se repetía desde su último trabajo, Iori se pegó a él para asir la empuñadura de su espada. Trabó sus ojos en los grises y sonrió. De una forma horrible. - ¿Te apetece viajar conmigo un tiempo? - lo invitó.
-¿Ella? - repitió de la misma manera que quien espera comprender parte de una conversación que ha escuchado mal. Ante los actos de la humana, su rostro se ensombreció, pero se contuvo de intervenir. - No llego a entender qué te ha ocurrido - tomó por ambos brazos a la muchacha, alejandole las manos de su espada. Parecía que todavía tenía presente su arrebato en el hogar de Fera - ¿Quieres que te ayude a matar a esa OjosVerdes? - su voz sonó sorprendida, más que asqueada, incrédula. La mestiza comprendió que él había unido sus inconexas frases. Saber quién era Dhonara, vidas que terminar... Mantuvo la sonrisa mientras Nousis la apartaba.
- Iré hasta Lunargenta. Después de todo, esto comenzó allí. Se giró soltándose de su agarre para volver a la hoguera. Recordaba a Hans de cuando se lo había encontrado. Estaba junto a Nousis, y cruzarse con él y con su mujer, Justine, había sido providencial para ponerla en la dirección correcta para averiguar sobre su pasado. - Tenía pinta de comerciante ¿verdad? - buscó en su alforja lo que precisaba para encender el fuego, con el automatismo de quien lo ha hecho incontables veces antes.
Silencio hasta que las llamas aportaron el punto de claridad y calor reconfortante que precisaban en la oscuridad. La mestiza lo volvió a mirar, con el chasquido de la madera de fondo. - Tú solías ayudarme. Nos ayudábamos mutuamente - precisó. Tenía que presionar más. - Por ti hice lo que no hice por nadie - Fue entonces cuando él se acercó a ella una vez más.
- Siempre te he ayudado, siempre que me ha sido posible. Si - suspiró - Recuerdo perfectamente cada vez que te jugaste la vida a mi lado. Por todo eso, partí en tu busca nada más Tarek me contó que me necesitabas. Pero no sé qué quieres de mí ahora, al menos, no del todo. Háblame Iori. No alcanzo a entenderte como lo hacía apenas semanas atrás. Comprendo que has... sufrido un infierno - bajó algo la voz, incómodo al rememorar una vez más - Y con todo ¿Me pides que mate por tí? ¿Que te proteja? Quiero estar seguro que continuas siendo tú misma -
Los ojos de la mestiza parecían estar reviviendo memorias pasadas, según el elfo hablaba. Hasta que habló del infierno. Un brillo salvaje se hizo evidente, para una mirada experimentada y llena de conocimiento como Nousis. La amabilidad con la que él la estaba tratando surtía el efecto contrario. En lugar de calmar, incitaba al descontrol y alimentaba el odio en Iori.
- ¿Comprendes? Tú no estabas allí. - Se alzó como un relámpago, y el cuerpo envarado de quién está a punto de meterse en una pelea. - Se te llenaba la boca e hinchabas el pecho hablando de la superioridad élfica. ¿¡Qué hay de superior en lo que tu pueblo es capaz de hacer?! ¿Cuántos años de vuestra existencia precisasteis para inventar una tortura semejante? - La voz de la chica, que había ido subiendo con cada palabra, se cortó como si se hubiera quedado sin respiración al llegar a aquella parte. Se agazapó en el suelo, clavando los dedos con fuerza en su cabeza. Queriendo contener pero sin lograrlo del todo.
- Vosotros... vosotros... - Eithelen gritando. De nuevo. Las uñas abriendo la carne entre su cabello fue el punto de cordura que precisó para permanecer en el presente. Para evitar volver a revivir aquel recuerdo. Alzó los ojos desde su posición hacia los del elfo, y volvió a esbozar una ligera sonrisa. - No necesito que me protejas. Necesito que me ayudes con tu espada - matizó hablando ahora en un susurro. Uno que había usado en otras ocasiones con él, en otras circunstancias.
El rostro de Nou apenas era capaz de contener un torrente de reproches tras un agrietado cristal de paciencia. Quizá él la comprendía, deseaba protegerla, mas su arrogancia natural y su parte más oscura comenzaban a hacer mella en quien llevaba una semana ayudando a esa mestiza. Iori podía ver hacia dónde lo estaba conduciendo, y sonrió complacida por ello.
- No estoy orgulloso de algo como eso - admitió - Es algo que en mi raza se creía ya extinto. Una crueldad malsana y extremadamente antigua - explicó brevemente, buscando no ahondar en ello - No estás bien, no podía resultar de otra manera. No eres tú - sus ojos grises mezclaban cierta advertencia a ella con la seriedad que mantenía desde su encuentro - ¿Quieres matar a Dhonara? No dudo de tus motivos. Yo también he matado elfos - reveló - Pero nunca nos dejarán entrar en los dominios de los OjosVerdes, no a una humana. Son desconfiados, hábiles, bien entrenados. No quiero que pierdas la vida. -
¿Vida? Tras aquel templo, ¿Qué vida quedaba en ella?
Silencio entre ambos. Nunca la mestiza había permanecido con los ojos clavados tanto tiempo en él sin decir nada. La expresión en su rostro se diluyó mientras lo observaba, hasta que pasó a no mostrar nada en absoluto. Como una máscara funeraria echa de cera.
- Deberemos de comer algo - resolvió decir tras aquel tiempo prolongado. Se giró de nuevo hacia el fuego que ya ardía de forma viva y tomó de junto su bolsa las provisiones con las que habían salido de su último asentamiento. Siempre le había gustado dedicarse a la cocina. Le permitía liberar la mente de pensamientos mientras ocupaba sus manos. Puso sobre una piedra lisa unos finos pedazos de carne, que con la proximidad del fuego comenzaron a hacerse. Algo familiar vibró en el aire. Una sensación que nacía de las muchas hogueras compartidas de aquella manera entre ambos. En diferentes lugares, junto a distintas compañías, pero al final de un largo día de camino, la hoguera y el estómago lleno siempre los hacían sentir mejor. Un momento de paz, de respiro... Casi pudo tocar con los dedos aquel recuerdo, cuando este se desvaneció por completo, arrastrado por más sangre y más gritos.
- ¿Vas a quedarte ahí parado? - preguntó extrayendo una botella del interior de la bolsa. - Prefiero no beber sola - lo invitó con una sonrisa fría marcada en sus labios. Hizo un gesto de invitación hacia él y le lanzó el recipiente a las manos.
El elfo suspiró con cierta resignación. Dejarla sola no entraba en sus planes. No así. No como se encontraba esa mente que Ferantári apenas había logrado recomponer. Sin dificultad, tomó la botella y confiado, dio un trago. Si Iori necesitaba aquello, sin duda terminaría por dormirse antes que él, cansada y embotada. No le parecía un mal curso de acción.
Ella miró de lado cómo el elfo tomaba de la botella, con expresión indescifrable. Sacó otra para ella misma, y abriéndola bebió un largo trago de un vino aromático, que bajó rascando por su garganta. Pasó el tiempo y ambos bebieron en silencio, mientras la comida se cocinaba. El aroma de la carne comenzó a llenar el lugar, y la mestiza aprovechó entonces para cortar unas rodajas de pan anchas y de miga gruesa. Le dio la vuelta a los finos cortes de carne, y cuando estuvieron los primeros listos, los colocó sobre la rebanada y se la tendió a Nousis. - Que aproveche.- sonrió. - ¿Cómo está el vino? -
Él no respondió al principio.
Iori lo miró y lo vio a su lado, sentado, con la boca bien cerrada y la mirada vidriosa, de una forma que era totalmente nueva para ella en Nousis. Fijó de nuevo la vista en la carne, preparando más comida que le tendió a él, mientras ella misma comía también su ración. Precisaba asegurarse de que hacía efecto. Había visto al elfo beber en otras ocasiones y sabía perfectamente que el simple alcohol en él no significaba nada.
- ¿Quieres más? - preguntó ofreciéndole el último pedazo de carne.
- No... - dijo en tono monorcorde.
Ladeó una sonrisa y tomó un pedazo de carne de la piedra en la que se había asado junto al fuego. Se inclinó hacia el elfo, y frente a él arrodillada, lo miró clavando los ojos fríos.
- Me gustaría que terminaras este cachito. Ya sabes, para no desperdiciarlo. ¿Harías eso por mí? - preguntó con una voz que pretendía ser convincente, aunque resultaba vacía. Acercó su mano a los labios de Nousis, aguardando su reacción. Éste se encogió de hombros, alzó la mano y tomándola él mismo masticó brevemente, sin mirarla más allá de una ojeada deslavazada.
Iori no podía creerse todavía que el espino blanco había funcionado tal y cómo había dicho Fera. Se llevó los dedos con los que hizo la pinza a la boca, para chupar el sabor de la salsa con que se había impregnado, satisfecha con lo que tenía justo delante. Ahora debía de escoger con cuidado sus preguntas, ordenarlas para no dejarse llevar por el caos que guardaba dentro de su mente.
- ¿En dónde viste a Tarek por última vez? - preguntó ahora, probando hasta dónde llegaba su estado alterado.
- Me encontró él... cerca de Folnaien. Yo estaba retirado, apenas a un día del poblado del clan. Me pidió que te encontrase, y partí. -
- ¿Sabes en dónde se encuentra ahora? -
- No... Querría verlo pronto. Debo decirle que te he encontrado... aunque fuese tarde. Él tenía miedo - recordó - Nos separamos tras hablar muy poco tiempo. - La mestiza frunció el ceño.
- ¿Tarde? ¿de qué podía tener miedo Tarek? - se inclinó para colocar un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja del elfo para verle la cara mejor. Apenas una caricia.
- Tarde - repitió él, ausente pero seguro - Te hicieron daño. No llegué a tiempo. Solo pude llevarte ante Fera. Tarek temía que hicieses algo peligroso y pudiesen matarte. -
La mente de Iori se quedó en blanco, en medio de fogonazos imprecisos de imágenes que no terminaba de ver con claridad. La sorpresa se hizo evidente en su rostro, ante el comentario sobre Tarek. El mismo que la había despreciado desde el mismo instante en el que se conocieron, cuando lo liberó de aquel carromato en el que lo habían apresado.
Una serie de escenas llenas de desprecio, improperios y odio abierto cruzaron como relámpagos. De todas ellas, la ocasión en la que la tiró por la borda del barco fue la que más tiempo permaneció activa en su mente... y se desdibujó para dar paso al peregrinaje que hicieron juntos en las últimas semanas. Avanzando hasta llegar al templo. El ombligo del mundo para ella, el punto en el que comenzaba y terminaba todo en su vida.
En dónde la verdad se convirtió en liberación y condena...
Tras ello recordó haber salido del lugar. Deambular de forma imprecisa para... para... Se echó hacia atrás, rompiendo la cercanía en la que se encontraban.
- Allí...- murmuró. Se llevó la mano a la cara y cerró los ojos. - Yo estoy... confundida... - reconoció entonces en un hilo de voz. - Tú me sacaste de allí... - recordaba un techo de madera. El olor a heno fresco mezclado con otros más nauseabundos. Iori escondió su expresión tras su mano, y al cabo de unos momentos la apartó de forma enérgica. Lo miró y se volvió a inclinar hacia él.
- ¿Me prestarías tu espada? -
Él llevó la mano al arma, pero frunció el ceño un momento y pareció dudar.
Continuó muy despacio, como si le costase llegar a la empuñadura. Aunque terminó por cerrar los dedos sobre ella.
Empezó a desatar la vaina del cinto con la otra mano. También más despacio de lo normal.
Entonces se detuvo.
- Te hiciste daño -
La media sonrisa que tenía la humana en su cara hasta ese momento se congeló. Sabía a qué se refería. Buscó en la mirada gris como si quisiera apartar el manto de nubes que eran los ojos de Nousis. Alzó la mano en la que clavó la rama con saña un rato antes. Tenía la palma manchada de sangre seca, pero la herida seguía parcialmente abierta. Lo acarició en la mejilla lentamente, dejando un rastro de mancha en la piel del elfo. Si la espada era algo que él no estaba dispuesto a darle, buscaría entonces el dolor que el poder de sanación élfico ejercía en su cuerpo.
- Cúrame - lo incitó ahora con una expresión desafiante en los ojos.
Él levanta una mano, tomó la suya en la que se encontraba la herida y... no ocurrió nada. La mestiza esperó, pero nada sucedió. No comprendía si es que él estaba bloqueando conscientemente el flujo de magia, o si se debía a otro problema la falta de efecto en ella. ¿El espino blanco estaría afectando a sus habilidades? Lo miró con un brillo de decepción en los ojos. Se soltó de él de mala manera y se levantó. Estaba crispada, y era evidente que le costaba mantener el control. Se retorció las manos con furia dando vueltas delante de él unos instantes.
- Entonces, ¿en dónde se encuentra Dhonara? - trató de reconducir la situación ante un evidente giro de los acontecimientos.
- No lo sé - contestó con total sinceridad - Los OjosVerdes están en zonas difíciles de Sandorai -
Los ojos azules tronaban. No era la persona más paciente del mundo, y su plan de obtener de Nousis la información de aquella manera no estaba precisamente bien pensado. Se detuvo frente a él, con furia.
- Desapareciste la última vez que nos vimos. - no preguntó, acusó.
- Dejé una nota. No quería que te preocupes. Debía irme, era lo correcto. - La cara de la mestiza mostró algo nuevo en aquel momento. Pasmo.
- ¿Una nota? ¿le dejas una nota a alguien que no sabe leer? Sería más fácil sin duda haberme dicho lo que querías de palabra. Supongo que ni eso merezco de ti - añadió mordaz antes de volver a caminar delante de él, frente a la hoguera.
- No eres capaz de ser parte una relación - expresó con sosiego, sin apenas expresión - No comprendes la necesidad de amar a una sola persona. No puedo confiar en ti, ponerte por delante de la búsqueda. Te protejo, te ayudo, pero no puedes permanecer al lado de nadie. Era mejor despedirse así. -
Se congeló quedándose quieta en el sitio, y ni sentía el calor del fuego, mientras miraba el rostro de Nousis. Sus pupilas desenfocadas daban a entender que aunque miraba hacia él, no lo estaba viendo. ¿Creía haber comprendido bien? ¿El problema de todo, era que él había evaluado una posible relación con ella y concluyó que no era candidata apta? Desde su infancia sabía que no era partido adecuado para nadie en el mundo humano. Jamás habría pensado que eso pudiera ser diferente entre los elfos.
Imaginar que él había podido ver en ella a una posible compañera hizo que su mente explotase sin ser capaz de formarse una idea al respecto de lo que pensaba. Porque, sobre toda aquella situación, la relación que se alzó dominante en sus recuerdos fue la de ellos. El paralelismo casi la hizo reir de forma histérica. Ayla también era una humana. Eithelen un elfo. El amor que los unió había derribado los muros del limitado corazón de Iori, y el amplio mundo que encontró tras ellos le generó miedo, rechazo y odio en ese orden.
Sobre todo por lo que había tenido que pagar ella por haberlo amado a él.
En la tortura de aquella humana se encontraba la semilla de la locura que había consumido a Iori poco a poco. Desde la salida de aquel templo sentía como el tiempo corría en su contra, carcomiendo los últimos retazos de lo que creía haber sido. Tardó en reaccionar, más allá de lo normal, hasta que abrió los labios. La boca seca. El sonido de sus palabras fue tan bajo que ni el elfo fue capaz de escuchar lo que dijo.
Nousis no reaccionó, parecía tranquilo allí sentado, al calor del fuego que proyectaba sombras sobre su rostro impertérrito. Respiraba con tanta suavidad que el deseo de arañarle por completo la cara nació en Iori de forma voraz.
Activada por una descarga eléctrica, la mestiza se lanzó a él con toda la rapidez de la que era capaz. Lanzó un puñetazo a su rostro, golpeando en la mejilla que había manchado con su propia sangre hacía unos instantes. El elfo se hundió un segundo pero no perdió la postura sedente, y volvió a mirarla de frente tras el impacto.
- Una relación - murmuró elevando la voz apenas a un susurro, lo justo para que él pudiera escuchar. Su tono parecía controlado hasta el límite. Mientras su cuerpo temblaba. Aferró del cuello al elfo y engarfió los dedos en su suave piel - Ella tuvo una relación. Él no fue capaz de dejarla ir cuando debió. Y ella sentía fascinación por él. Un amor... - escupió la palabra - que va más allá de lo que puedas imaginar. Ella amó sin medida, confió en él, recorrió medio mundo con él... - Las palabras salían sin control, hasta que se detuvo para gritar de forma contenida un instante.
Bajó la cabeza y se encogió de hombros. Volvió a sentir de forma fugaz los dedos de Dhonara presionando en sus cuencas oculares. Soltó a Nousis y se frotó con furia el rostro, como buscando limpiarse de algo que no estaba allí.
- ¿¡Sabes qué le pasó!? - jadeó alzando ahora la voz. Se levantó como si la tierra ardiera, y se alejó con pasos sonoros hasta más allá del límite que iluminaba el fuego. El elfo podía seguir sus movimientos sin problema al escuchar todo el ruido que hacía. Apretó los dientes hasta hacerse sangre en las encías, y cuando fue capaz de controlar de nuevo la respiración, se acercó. Se detuvo al lado de uno de los árboles que formaban el perímetro del campamento, observándolo con un punto inhumano en los ojos. Aquellas dos horribles palabras se repetían sin cesar en su mente.
Dado que ella no buscaba realmente nada de él en ese momento, él volvió a posicionarse de manera cómoda, sentado, respirando con suavidad. Miró con la vista clavada a Nousis unos instantes, y sintió que lo aborrecía.
- ¿Eso es lo que quieres para mí? - preguntó volviendo a controlar su voz, mirándolo de forma resuelta desde la distancia.
- No te entiendo - respondió con una calma ya conocida
- Que me pase lo mismo que a ella. - ladró esta vez.
- No - respondió sin opción a réplica - Deseo que no te ocurra nada malo. -
Se llevó las manos a la cara de nuevo, nerviosa. Estaba sudando, y navega a medias entre una actitud desapegada y la ira que la comía por dentro. Usar aquel frasco que había robado de la casa de Fera no había sido una buena idea. Suspiró, sintiendo la derrota de sus acciones en todo aquello y tras otros instantes, se acercó al moreno caminando muy despacio. Esta vez sin hacer ruido.
- Entonces, ¿Me acompañarás? - invitó una última vez. - Buscaré, encontraré y mataré a los implicados en sus muertes - reveló algo que el elfo ya había podido leer entre líneas. - Soy consciente sin embargo de mis habilidades. Contigo a mi lado podría hacerlo - matizó volviendo a acuclillarse delante de él para mirarlo de cerca.
- Sí... Intentaré que vuelvas con vida. Pero moriremos allí. No puedo con todos. Te ayudaré si es lo que quieres... - Entornó los ojos, acentuando su sonrisa. Sintió entonces que había podido reconducir de nuevo la situación hacia el terreno que deseaba. Un guerrero como Nousis, con su inteligencia y su habilidad con la espada inclinaba mucho la balanza a su favor. Sumaba opciones a su venganza. Alzó la mano delante de él con los dedos extendidos hacia arriba.
- Son cinco. Tres elfos. Ojosverdes. Solo conozco el nombre de Dhonara. Dos humanos. Otto y Hans. - A este último lo había conocido también Nousis, en aquel encuentro casual en la posada de Lunargenta. - Iremos primero a por los humanos - anunció bajando la mano de nuevo hacia sus rodillas.
- Más fácil... - pareció reconocer, dando su opinión. - El resto ya no está... No está. Yo los maté a todos en el establo... -
- ¿En el establo? - Parpadeó, al no poder seguir su comentario.
- Si...- ¿Eso en la cara de Nousis era tristeza? - Les vi utilizarte. Los asesiné. A todos. Fue justicia. -
Iori volvió a enmudecer. Le mantuvo la mirada un rato hasta desviarla hacia el fuego. Parecía estar recordando, perdida en alguna parte de su cabeza. El silencio se impuso en el pequeño campamento, mientras la mente de la mestiza repasaba las palabras del elfo. Recordaba sueños, en medio de los descansos de la pesadilla que revivía constantemente. Sueños en los que había personas sobre su cuerpo. Recordó relaciones sexuales que ella no había buscado, ni deseado. El olor del sudor, de la cerveza agria y del agua fría que usaban sobre ella en la mañana.
Comprendió entonces que lo que ella había vivido como simples pesadillas, era el mundo real, intercalándose con el infierno en el que había vivido atrapada en los primeros días tras salir del templo. Lo que había pasado era real, y explicaba con mayor claridad las heridas que portaba, más allá de una ruta accidentada cuando se alejó de aquel endiablado lugar.
Él la había ido a buscar. La había encontrado allí y había terminado con la vida de todos lo que la habían lastimado. Y luego, se había encargado de llevarla con él hasta un lugar seguro. Uno en dónde podría restablecerse. O por lo menos esa había sido la intención del moreno. Aunque sus palabras muchas veces habían sido duras, pronunciadas con soberbia o falta de interés, lo que él hacía gritaba más alto otra cosa.
Algo con lo que ella no estaba preparada para lidiar. Volvió a mirarlo, sin una expresión concreta en el rostro.
- Vendrás entonces. Me ayudarás - preguntó una última vez. Aunque no necesitaba hacerlo ya.
- Por supuesto -
- ¿Por qué? - preguntó bajito.
- Quiero protegerte. - Sonaba sincero. Y aquello fue molesto. El azul de sus ojos presagiaba tormenta. Se inclinó más a él, colocando ambas manos a cada lado de la cadera del elfo en el suelo.
- ¿Por qué? - volvió a preguntar con el mismo tono.
- No estoy seguro... - comenzó - Quizá siento algo por ti. A pesar de que no seas capaz de ser fiel. Nadie cambia a nadie. No quiero algo sin cimientos seguros. -
Si el elfo le hubiese pedido a un pez que volara, Iori hubiera reaccionado de la misma manera. Aquella palabra se le clavó en la cabeza, ralentizando su respuesta unos segundos. Pensó de nuevo en ellos, y sintió que la realidad se volvía a distorsionar, como cada vez que los traía a su mente. ¿A dónde los había llevado la fidelidad a ellos? Recordó una escena que habían visto. Eithelen acunando al pequeño bebé envuelto en la capa azul del elfo. Ayla bebía, a solo unos pasos y tras ello, comenzó a cantar. Cantaba como un ángel, y extendió la mano para tocar con el dedo la redondeada mejilla de la niña que él atesoraba entre sus brazos.
La agonía que sentía la dejó sin aliento. Había heridas que en lugar de abrir la piel, abrían los ojos.
- ¿Fiel? Nadie lo ha sido nunca conmigo. Ellos me amaban... tanto... y no fueron capaces de serlo - bajó la vista ocultando sus ojos de él.
- Fiel - repite él - Si no soy suficiente para alguien, esa persona no me merece. -
Iori no se movió. Apenas registró la última frase que él había dicho. Seguía con el rostro inclinado, la expresión congelada. Y sobre Nousis cayeron lágrimas. Sus ojos estaban anegados mientras revivía lo que había tenido y había perdido. Lo que le habían quitado. Algo que no era capaz de recordar por ella misma, que había ignorado durante todos los años de su vida. La historia de amor de sus padres y su nacimiento eran el origen de su destrucción personal.
Apenas podía recordar quién era ella antes, cuando lo vivido en el templo le estaba diciendo quién debía de ser. Un monstruo.
- Lloras... - anunció - No tienes que hacerlo. Tengo... Tengo que... - frunció el ceño. Apenas podía discurrir más allá de caminos previamente marcados. Guiado por las indicaciones de Iori. Parecía que le costaba conectar ideas. Ella alzó la vista, hierática, mientras las lágrimas caían al mirarlo por el rostro carente de expresión.
- Yo no debería de existir. Ellos deberían de seguir vivos - confesó con la intimidad de quien comparte un secreto. Porque, nada anhelaba más su corazón que el simple hecho de que aquella mirada dorada no se hubiera apagado para siempre. Que las grandes manos del elfo volvieran a acariciar la cara de su amada como lo había visto hacer.
- Nousis...- pronunció su nombre antes de acercarse más. Colocó el rostro contra su cuello, como en veces anteriores. Pero no para besar su piel. Para susurrar a su oído palabras que ella misma no quería escuchar.
Como un eco, deseó que aquello quedase grabado en la memoria del elfo. Sintió que en aquellas palabras salía algo que la hacía sentir perdida para siempre. La oscuridad se alzó con fuerza entonces mientras, como una señal, escuchaba algo romperse dentro. El sonido de un cambio nacido de tanto dolor.
Aquel era su límite. Y ya no podía más.
Iori se apartó para mirarlo a la cara. Los rastros de las lágrimas estaban en su cara, pero la expresión que mostraba tenía cierta malicia.
- Perdona por haber usado espino blanco en ti. Lo vi en la casa de Fera, y pensé que una botellita podría ser útil. Se desvanecerá en unas horas, si no tengo entendido mal. - reconoció mientras se levantaba. Bordeó la hoguera hacia su bolsa y guardó las pertenencias que cargaba ella asegurándose de que tenía todo consigo.
- No voy a precisar tus servicios. Lo haré sola ya que son mis asuntos. Tú podrás dedicarte a tus altas metas de elfo - comentó con sorna mientras se alzaba con la alforja cruzada sobre el pecho. - Duerme con tranquilidad y mañana será un nuevo día - añadió parándose un segundo delante de él. Dio una patada al resto de la leña que había recogido para la fogata y la lanzó al interior del fuego. - Para que no pases frío de madrugada - explicó. Se giró internándose en la oscuridad del bosque, mientras su figura quedaba oculta por las vivas llamas.
No, el dolor no la había roto.
La había transformando.
- Aquí tiene Ferantári - se lo entregó con un movimiento obediente, haciendo un gesto cortés con la cabeza. - ¿Puedo preguntar qué contiene el otro recipiente? Ambos están bajo el título de espino blanco - apuntó.
Iori alzó la vista, desde su posición sentada en un banco contra la ventana de la primera planta. Tenía las rodillas abrazadas contra el pecho, y por pura curiosidad miró para fijarse en el cartel. Las filigranas escritas eran un misterio para ella. No sabía leer nada que no fuesen números. A fin de cuentas, una iletrada como ella debía de aprender los rudimentos básicos de las matemáticas, aunque solo fuese para la parte del mercadeo en las zonas comerciales.
- Es espino blanco, pero ese preparado se extrae de una forma diferente. Es un líquido sin sabor ni olor, que consumido en la cantidad adecuada vuelve dócil y obediente a cualquier mente. - explicó con paciencia la sanadora, mientras se afanaba en preparar lo que parecía un ungüento con las hojas que el muchacho le había entregado.
- Ah, creo que he leído sobre ello. ¿Se llama rompespíritu? - aventuró con cierta timidez. La mestiza en cambio reconoció el ansia en su voz. Una que nacía fruto de querer ganar puntos con la elfa pelirroja. Nunca se había visto que un perro montase una yegua, pensó con malicia apartando la vista de ambos. Observó de nuevo el frasco, lleno de un color ligeramente rojizo en la estantería.
- Así es. Su efectividad no se puede contrarrestar con nada. Únicamente el paso del tiempo devuelve a la normalidad a la persona. Iori - su nombre sonó con suavidad en la boca de Fera. Se levantó y se acercó a la elfa obediente, mientras esta le hacía un gesto conocido. Comenzó a quitarse la ropa y la sanadora volvió a aplicar el medicamento en las zonas heridas. - Las costillas parecen soldadas por completo. Es increíble, incluso para mis habilidades lo rápido que te has restablecido en este tiempo. Tienes una buena capacidad de curación - murmuró afanándose en su tarea.
- Ferantári es la mejor sanadora de Sandorai - lanzó rápido el elfo del cual Iori no se había molestado en recordar su nombre en todo aquel tiempo. Lo miró un instante, con una fijeza que lo hizo sentir tan incómodo que terminó apartando la vista de ella. No, desde luego que los perros no montaban yeguas.
[...]
Habían salido temprano por la mañana, frescos y bien pertrechados tras los largos días en aquella ubicación. Caminaban por un sendero que parecía principal, cerca de las tierras exteriores de Sandorai. Cuando dejaron el pueblo atrás, la mestiza sintió las miradas de muchos clavadas en su espalda. El ojosverdes al que había atacado no era ninguno de los implicados en la muerte de Ayla y Eithelen. Y sin embargo, se sentía una fracasada al no haberlo conseguido matar. Fera había hecho un increíble trabajo con ella. Y con ese elfo por descontado también.
El Sol los acompañó a medias en la travesía, asomando de cuando en cuando entre las nubes blancas que poblaban el cielo. El frío del invierno no se notaba con tanta intensidad allí pero cuando cayese el Sol, definitivamente la noche sería fría. La ropa que vestía era nueva. Recordaba vagamente su desnudez cuando Nousis la había subido a un caballo. Llevaba una alforja nueva, llena de provisiones junto con un pequeño frasco. Estaba casi completa excepto por el hecho de que le faltaba el arma con la que había salido de su pueblo, hacía ya muchos meses atrás.
Y sabía que todo aquello se lo debía al elfo que caminaba con la cara contrita a su lado.
Atardecía ya, y solo habían parado en un par de ocasiones para comer. El elfo, como si fuese una abuelita, se había asegurado personalmente de que tomase una medicación especial que le había proporcionado la sanadora. La ayudaba con la recuperación física, y suavizaba la corrupción que la mestiza sentía que estaba anidando dentro de ella. Fue entonces, cuando le quedó claro que tras una jornada entera avanzando, su camino se estaba dirigiendo constantemente al sur. Y hacia el sur lo único que quedaba era Verisar.
- Hacia territorio humano - indicó sin que sonase a pregunta, con voz monocorde.
- Es mejor que descanses en lugar conocido - respondió él. Su tono reflejaba una preocupación que nunca había perdido desde que la encontró en aquel establo. Tampoco exento de un punto de ¿dulzura? ¿amabilidad? la mestiza no sabía con qué palabra definirlo. Pero por algún motivo, aquella atención le resultaba desagradable. El hecho de estar en deuda con él hasta las cejas no hacía variar esta sensación.
Guardó silencio como respuesta. Raro en ella. Continuó caminando un rato más a su lado sin añadir palabra. Fue entonces cuando se cruzaron con tres elfos. Por las apariencias parecían artesanos, y miraron a la pareja con expresiones sorprendidas. Sus miradas eran verdes, aunque desde luego, no con la intensidad que recordaba en los Ojosverdes que había visto, o en el propio Tarek. Iori clavó la mirada en ellos con fijeza, y se paró de golpe sin apartar la vista de ellos, con una actitud abiertamente hostil. Algo bajo su piel se activaba, haciendo que su corazón se acelerase y su respiración se preparase, anticipando un enfrentamiento que deseaba.
- Tranquilizate - pidió de manera calmada, en voz baja - No son enemigos. Nadie quiere hacernos daño. - Nousis se detuvo a su lado, pero la actitud serena que mostraba no sirvió en absoluto para penetrar en los nervios que estaban comiendo por dentro a la mestiza.
- ¿Seguro? - preguntó arrastrando de forma sombría las palabras. Se frotó las manos inquieta, mientras los elfos se perdían de vista con ella paralizada. Aquella tonalidad de ojos despertaba grandes sombras. Se retorció los dedos entonces, de una manera que evidenciaba que se estaba haciendo daño. No podía seguir en aquella dirección con él. No era ese el objetivo que tenía en mente. Las soltó de golpe y avanzó hacia un lado, internándose en la zona boscosa que se extendía a un lado del camino con paso vigoroso.
Las tupidas ramas de los árboles arrojaron sombra, haciendo que el atardecer en el que se encontraban se oscureciese todavía más deprisa. Escuchó las pisadas firmas del elfo tras ella.
- Iori, espera - pidió, con voz levemente cansada - Ya sabes que los bosques... - calló de golpe, y la chica tuvo una idea ligera de qué era lo que él querría decirle. - Debemos tener cuidado. - resolvió decir únicamente. Lo ignoró y siguió caminando. Lo hacía con energía aunque todavía permanecían en ella los remanentes de las heridas sufridas.
- No puedes forzarte tanto - dijo a su espalda. La voz de Nou se tornó un poco más autoritaria - Llegaremos a tu tierra. Un día más no hará diferencia - La mestiza esbozó una sonrisa que él no pudo ver. ¿Eso pensaba? ¿Dejarla allí aparcada? No era un objeto sin raciocinio, o un animal carente de capacidad para decidir.
- No es allí a dónde quiero ir - respondió con rapidez sin dejar de avanzar. No habían llegado a hablar de ello, pero no pudo evitar que le hiciese gracia la resolución a la que él había llegado. Imaginaba que por su bien. Lástima que él no supiese cual era el camino que podía aportarle algo de bien a ella en aquellos momentos.
- Espera - respondió cansado - ¿Qué quieres decir? ¿A dónde pretendes dirigirte? - La mestiza se detuvo de forma abrupta, bajo un gran castaño que comenzaba a mostrar los primeros brotes en sus ramas.
- No voy a regresar allí, ya que ese no es mi hogar. No tengo un lugar al que volver ahora. Pero tengo una tarea. Una misión. El sentido de mi vida, si prefieres llamarlo. - Apoyó una mano en la cintura y con la otra apartó el cabello de su rostro, oteando entre los árboles los últimos rayos de luz de ese día. - Pero antes de continuar debo de buscar en dónde pasar la noche. Si muero hoy no habrá un mañana. - canturreó.
- Apenas te has curado. Fera es muy buena, pero no puede hacer milagros. Te estás excediendo y puede pasarte factura. ¿Qué pretendes hacer ahora? - se acercó, serio, quedando a un par de pasos de ella. La mestiza volvió los ojos hacia él, una mirada conocida íntimamente pero que no parecía reflejar a la misma persona que el elfo recordaba.
- ¿Te suena el nombre de Dhonara? - inquirió respondiendo con otra pregunta. Su mirada brilló con odio y su cuerpo tembló ligeramente. Decirlo en voz alta, pronunciarlo por primera vez hizo que se sacudiera algo en ella. La voz de Eithelen sonó de nuevo en su cabeza. Lo había gritado hasta romperse la garganta, mientras frente a él Ayla... Giró la cabeza y se mordió el labio inferior con saña, concentrándose en el dolor presente para esquivar el que vivía ahora en su mente.
- Una de las líderes de los Ojos verdes... - rememoró - Tiene fama de resultar implacable. ¿De qué la conoces? - De nada. Pensó Iori. De nada y de todo. Esos datos ella bien los conocía, por lo que la respuesta el elfo no sirvió para que ella aclarase nada.
- ¿Dónde la puedo encontrar? - prosiguió, con un punto de ansia en la voz, ignorando la pregunta del elfo.
- Es una Ojos Verdes Iori - recalcó frunciendo el ceño y cruzando los brazos - ¿Pretendes cruzar Sandorai para atacar a una de las guerreras del clan más radical de entre mi raza? Mira, no puedo seguir soslayando todo esto. Necesito saber a qué viene. - A que quería matarla. Quería destrozarla. Hacerle primero lo mismo que ella le hizo a Ayla, y sumar alguna otra tortura más antes de que expirase el último aliento.
La mestiza no estaba en el pico alto de su paciencia en aquel momento de su vida, y la reticencia que mostraba Nousis fue interpretada por ella de la única manera que su cabeza le permitía en aquel momento. Él, como siempre, la seguía viendo como una persona de segunda categoría. Un elemento prescindible cuando se trataba de poner en la balanza a otros elfos. Recordó la aventura en el norte. Recordó el incidente del barco tras Isla Tortuga. Recordó la última aventura que habían compartido juntos... el cómo habían enredado sus cuerpos la noche previa, y a la mañana siguiente descubrió el vacío en su cama junto con una despedida en la que la indiferencia de él gritaba.
Aquellos pensamientos, se deslizaron como veneno en la maldad de su interior, alimentándola.
- Los míos van primero. Siempre - parafraseó las palabras que le había dedicado Nousis sin pestañear, sin apartar los ojos, vacíos de expresión de él. La mestiza recordaba una de las primeras conversaciones que habían tenido, en Baslodia. - Si tan mal pinta para mí ir a por ella, deberías de sentir alivio al saber que no supongo un peligro para ella. Para una de los tuyos - la última claridad del sol se perdió entre la arboleda, haciendo que con su ausencia la temperatura bajase. Y con ello, su atención sobre lo que acababa de decirle se diluyó, pasando a centrarse en otra cosa. Giró la cabeza y buscó con la mirada sobre el terreno. - Yo traeré la leña - indicó rompiendo por completo con la conversación previa.
- Iori - la llamó quedo, observándola. - ¿Qué tiene ella que ver con Tarek y contigo? ¿Pretendes ir a inmolarte a las profundidades de los bosques? - La muchacha caminó entorno a la zona, comenzando con la tarea de recoger material para hacer una pequeña hoguera. No le sorprendió que el elfo hilase tan fino. Después de todo, lo conocía de compartir muchos días juntos en diferentes situaciones. Dudar de la agudeza mental de Nousis sería un terrible error. Se encogió de hombros.
- Tengo planes. Tareas que atender. Vidas que terminar. - se inclinó para observar con ojo crítico una rama del suelo. Decidió que era apta y la apiló sobre su pecho junto con las que ya tenía. - ¿Inmolarme? - repitió su palabra, llevando lo recogido a un pequeño repecho del terreno que parecía seguro. - No hasta que termine lo que tengo que hacer. No es algo que necesite pensar ahora mismo. -
-¿Qué pasó cuando estuviste la última vez con Tarek, Iori? - inquirió el elfo. Lo miró cuando se alzó con los brazos llenos de ramas para leña, y en la expresión de Nousis ella pudo leer que no le había resultado fácil hacer aquella pregunta. Tristeza, arrepentimiento, preocupación... Quién sabía qué domina en sus rasgos. Le mantuvo la mirada unos segundos de más, buscando sentir algo al respecto, cualquier cosa ante una actitud tan inusitada en él. Pero nada.
Se arrodilló colocando la madera para prender la lumbre, y detuvo sus manos ante el coletazo de un recuerdo. Estrujó lentamente la rama que sostenía entre las manos, tratando de concentrarse en contenerlo sin que este saliese a la luz. Quizá debería de tomar una nueva dosis de la medicación que Fera le había entregado.
- He visto lo que valen los humanos. Y los elfos. - se giró para mirar a Nousis. Pero a quien vio fue a Ayla. La muchacha, dulce como un cálido día de Sol, inteligente y desprendida. Apasionada y llena de un ardor por la vida... llena de amor por él... Su pecho se hundió cuando se quedó sin aire en los pulmones, y se forzó a inspirar con fuerza de nuevo. - Ella era todo luz. Tan pura… - la expresión de su cara mostró angustia, un segundo. Los ojos dorados, se habían convertido en un amasijo de sangre llenando unas cuencas vacías.
Con un gemido ahogado, rápidamente centro su vista en la rama que sostenía. Con el extremo partido golpeó la palma de la mano contraria, cinco veces con fuerza, hasta hacerse sangre. Observó como de la herida comenzaba a gotear el líquido, y sonrió un instante con satisfacción. Aquello le había ayudado a contener las sombras que la tragaban. El lugar en el que se ahogaba reviviendo constantemente la tortura a su madre.
S U M A D R E.
- Tu eres un buen guerrero. - cambió de tema, parando por completo. - Te he visto mas veces de las que deseaba antes. - Soltó la rama sobre la improvisada hoguera y caminó hacia él con seguridad, mientras de la palma seguía cayendo la sangre. - Pero ahora quiero más. - sin miedo, sin dudar, extendió la mano hacia la cintura del elfo. En un acto de intimidad súbita que no se repetía desde su último trabajo, Iori se pegó a él para asir la empuñadura de su espada. Trabó sus ojos en los grises y sonrió. De una forma horrible. - ¿Te apetece viajar conmigo un tiempo? - lo invitó.
-¿Ella? - repitió de la misma manera que quien espera comprender parte de una conversación que ha escuchado mal. Ante los actos de la humana, su rostro se ensombreció, pero se contuvo de intervenir. - No llego a entender qué te ha ocurrido - tomó por ambos brazos a la muchacha, alejandole las manos de su espada. Parecía que todavía tenía presente su arrebato en el hogar de Fera - ¿Quieres que te ayude a matar a esa OjosVerdes? - su voz sonó sorprendida, más que asqueada, incrédula. La mestiza comprendió que él había unido sus inconexas frases. Saber quién era Dhonara, vidas que terminar... Mantuvo la sonrisa mientras Nousis la apartaba.
- Iré hasta Lunargenta. Después de todo, esto comenzó allí. Se giró soltándose de su agarre para volver a la hoguera. Recordaba a Hans de cuando se lo había encontrado. Estaba junto a Nousis, y cruzarse con él y con su mujer, Justine, había sido providencial para ponerla en la dirección correcta para averiguar sobre su pasado. - Tenía pinta de comerciante ¿verdad? - buscó en su alforja lo que precisaba para encender el fuego, con el automatismo de quien lo ha hecho incontables veces antes.
Silencio hasta que las llamas aportaron el punto de claridad y calor reconfortante que precisaban en la oscuridad. La mestiza lo volvió a mirar, con el chasquido de la madera de fondo. - Tú solías ayudarme. Nos ayudábamos mutuamente - precisó. Tenía que presionar más. - Por ti hice lo que no hice por nadie - Fue entonces cuando él se acercó a ella una vez más.
- Siempre te he ayudado, siempre que me ha sido posible. Si - suspiró - Recuerdo perfectamente cada vez que te jugaste la vida a mi lado. Por todo eso, partí en tu busca nada más Tarek me contó que me necesitabas. Pero no sé qué quieres de mí ahora, al menos, no del todo. Háblame Iori. No alcanzo a entenderte como lo hacía apenas semanas atrás. Comprendo que has... sufrido un infierno - bajó algo la voz, incómodo al rememorar una vez más - Y con todo ¿Me pides que mate por tí? ¿Que te proteja? Quiero estar seguro que continuas siendo tú misma -
Los ojos de la mestiza parecían estar reviviendo memorias pasadas, según el elfo hablaba. Hasta que habló del infierno. Un brillo salvaje se hizo evidente, para una mirada experimentada y llena de conocimiento como Nousis. La amabilidad con la que él la estaba tratando surtía el efecto contrario. En lugar de calmar, incitaba al descontrol y alimentaba el odio en Iori.
- ¿Comprendes? Tú no estabas allí. - Se alzó como un relámpago, y el cuerpo envarado de quién está a punto de meterse en una pelea. - Se te llenaba la boca e hinchabas el pecho hablando de la superioridad élfica. ¿¡Qué hay de superior en lo que tu pueblo es capaz de hacer?! ¿Cuántos años de vuestra existencia precisasteis para inventar una tortura semejante? - La voz de la chica, que había ido subiendo con cada palabra, se cortó como si se hubiera quedado sin respiración al llegar a aquella parte. Se agazapó en el suelo, clavando los dedos con fuerza en su cabeza. Queriendo contener pero sin lograrlo del todo.
- Vosotros... vosotros... - Eithelen gritando. De nuevo. Las uñas abriendo la carne entre su cabello fue el punto de cordura que precisó para permanecer en el presente. Para evitar volver a revivir aquel recuerdo. Alzó los ojos desde su posición hacia los del elfo, y volvió a esbozar una ligera sonrisa. - No necesito que me protejas. Necesito que me ayudes con tu espada - matizó hablando ahora en un susurro. Uno que había usado en otras ocasiones con él, en otras circunstancias.
El rostro de Nou apenas era capaz de contener un torrente de reproches tras un agrietado cristal de paciencia. Quizá él la comprendía, deseaba protegerla, mas su arrogancia natural y su parte más oscura comenzaban a hacer mella en quien llevaba una semana ayudando a esa mestiza. Iori podía ver hacia dónde lo estaba conduciendo, y sonrió complacida por ello.
- No estoy orgulloso de algo como eso - admitió - Es algo que en mi raza se creía ya extinto. Una crueldad malsana y extremadamente antigua - explicó brevemente, buscando no ahondar en ello - No estás bien, no podía resultar de otra manera. No eres tú - sus ojos grises mezclaban cierta advertencia a ella con la seriedad que mantenía desde su encuentro - ¿Quieres matar a Dhonara? No dudo de tus motivos. Yo también he matado elfos - reveló - Pero nunca nos dejarán entrar en los dominios de los OjosVerdes, no a una humana. Son desconfiados, hábiles, bien entrenados. No quiero que pierdas la vida. -
¿Vida? Tras aquel templo, ¿Qué vida quedaba en ella?
Silencio entre ambos. Nunca la mestiza había permanecido con los ojos clavados tanto tiempo en él sin decir nada. La expresión en su rostro se diluyó mientras lo observaba, hasta que pasó a no mostrar nada en absoluto. Como una máscara funeraria echa de cera.
- Deberemos de comer algo - resolvió decir tras aquel tiempo prolongado. Se giró de nuevo hacia el fuego que ya ardía de forma viva y tomó de junto su bolsa las provisiones con las que habían salido de su último asentamiento. Siempre le había gustado dedicarse a la cocina. Le permitía liberar la mente de pensamientos mientras ocupaba sus manos. Puso sobre una piedra lisa unos finos pedazos de carne, que con la proximidad del fuego comenzaron a hacerse. Algo familiar vibró en el aire. Una sensación que nacía de las muchas hogueras compartidas de aquella manera entre ambos. En diferentes lugares, junto a distintas compañías, pero al final de un largo día de camino, la hoguera y el estómago lleno siempre los hacían sentir mejor. Un momento de paz, de respiro... Casi pudo tocar con los dedos aquel recuerdo, cuando este se desvaneció por completo, arrastrado por más sangre y más gritos.
- ¿Vas a quedarte ahí parado? - preguntó extrayendo una botella del interior de la bolsa. - Prefiero no beber sola - lo invitó con una sonrisa fría marcada en sus labios. Hizo un gesto de invitación hacia él y le lanzó el recipiente a las manos.
El elfo suspiró con cierta resignación. Dejarla sola no entraba en sus planes. No así. No como se encontraba esa mente que Ferantári apenas había logrado recomponer. Sin dificultad, tomó la botella y confiado, dio un trago. Si Iori necesitaba aquello, sin duda terminaría por dormirse antes que él, cansada y embotada. No le parecía un mal curso de acción.
Ella miró de lado cómo el elfo tomaba de la botella, con expresión indescifrable. Sacó otra para ella misma, y abriéndola bebió un largo trago de un vino aromático, que bajó rascando por su garganta. Pasó el tiempo y ambos bebieron en silencio, mientras la comida se cocinaba. El aroma de la carne comenzó a llenar el lugar, y la mestiza aprovechó entonces para cortar unas rodajas de pan anchas y de miga gruesa. Le dio la vuelta a los finos cortes de carne, y cuando estuvieron los primeros listos, los colocó sobre la rebanada y se la tendió a Nousis. - Que aproveche.- sonrió. - ¿Cómo está el vino? -
Él no respondió al principio.
Iori lo miró y lo vio a su lado, sentado, con la boca bien cerrada y la mirada vidriosa, de una forma que era totalmente nueva para ella en Nousis. Fijó de nuevo la vista en la carne, preparando más comida que le tendió a él, mientras ella misma comía también su ración. Precisaba asegurarse de que hacía efecto. Había visto al elfo beber en otras ocasiones y sabía perfectamente que el simple alcohol en él no significaba nada.
- ¿Quieres más? - preguntó ofreciéndole el último pedazo de carne.
- No... - dijo en tono monorcorde.
Ladeó una sonrisa y tomó un pedazo de carne de la piedra en la que se había asado junto al fuego. Se inclinó hacia el elfo, y frente a él arrodillada, lo miró clavando los ojos fríos.
- Me gustaría que terminaras este cachito. Ya sabes, para no desperdiciarlo. ¿Harías eso por mí? - preguntó con una voz que pretendía ser convincente, aunque resultaba vacía. Acercó su mano a los labios de Nousis, aguardando su reacción. Éste se encogió de hombros, alzó la mano y tomándola él mismo masticó brevemente, sin mirarla más allá de una ojeada deslavazada.
Iori no podía creerse todavía que el espino blanco había funcionado tal y cómo había dicho Fera. Se llevó los dedos con los que hizo la pinza a la boca, para chupar el sabor de la salsa con que se había impregnado, satisfecha con lo que tenía justo delante. Ahora debía de escoger con cuidado sus preguntas, ordenarlas para no dejarse llevar por el caos que guardaba dentro de su mente.
- ¿En dónde viste a Tarek por última vez? - preguntó ahora, probando hasta dónde llegaba su estado alterado.
- Me encontró él... cerca de Folnaien. Yo estaba retirado, apenas a un día del poblado del clan. Me pidió que te encontrase, y partí. -
- ¿Sabes en dónde se encuentra ahora? -
- No... Querría verlo pronto. Debo decirle que te he encontrado... aunque fuese tarde. Él tenía miedo - recordó - Nos separamos tras hablar muy poco tiempo. - La mestiza frunció el ceño.
- ¿Tarde? ¿de qué podía tener miedo Tarek? - se inclinó para colocar un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja del elfo para verle la cara mejor. Apenas una caricia.
- Tarde - repitió él, ausente pero seguro - Te hicieron daño. No llegué a tiempo. Solo pude llevarte ante Fera. Tarek temía que hicieses algo peligroso y pudiesen matarte. -
La mente de Iori se quedó en blanco, en medio de fogonazos imprecisos de imágenes que no terminaba de ver con claridad. La sorpresa se hizo evidente en su rostro, ante el comentario sobre Tarek. El mismo que la había despreciado desde el mismo instante en el que se conocieron, cuando lo liberó de aquel carromato en el que lo habían apresado.
Una serie de escenas llenas de desprecio, improperios y odio abierto cruzaron como relámpagos. De todas ellas, la ocasión en la que la tiró por la borda del barco fue la que más tiempo permaneció activa en su mente... y se desdibujó para dar paso al peregrinaje que hicieron juntos en las últimas semanas. Avanzando hasta llegar al templo. El ombligo del mundo para ella, el punto en el que comenzaba y terminaba todo en su vida.
En dónde la verdad se convirtió en liberación y condena...
Tras ello recordó haber salido del lugar. Deambular de forma imprecisa para... para... Se echó hacia atrás, rompiendo la cercanía en la que se encontraban.
- Allí...- murmuró. Se llevó la mano a la cara y cerró los ojos. - Yo estoy... confundida... - reconoció entonces en un hilo de voz. - Tú me sacaste de allí... - recordaba un techo de madera. El olor a heno fresco mezclado con otros más nauseabundos. Iori escondió su expresión tras su mano, y al cabo de unos momentos la apartó de forma enérgica. Lo miró y se volvió a inclinar hacia él.
- ¿Me prestarías tu espada? -
Él llevó la mano al arma, pero frunció el ceño un momento y pareció dudar.
Continuó muy despacio, como si le costase llegar a la empuñadura. Aunque terminó por cerrar los dedos sobre ella.
Empezó a desatar la vaina del cinto con la otra mano. También más despacio de lo normal.
Entonces se detuvo.
- Te hiciste daño -
La media sonrisa que tenía la humana en su cara hasta ese momento se congeló. Sabía a qué se refería. Buscó en la mirada gris como si quisiera apartar el manto de nubes que eran los ojos de Nousis. Alzó la mano en la que clavó la rama con saña un rato antes. Tenía la palma manchada de sangre seca, pero la herida seguía parcialmente abierta. Lo acarició en la mejilla lentamente, dejando un rastro de mancha en la piel del elfo. Si la espada era algo que él no estaba dispuesto a darle, buscaría entonces el dolor que el poder de sanación élfico ejercía en su cuerpo.
- Cúrame - lo incitó ahora con una expresión desafiante en los ojos.
Él levanta una mano, tomó la suya en la que se encontraba la herida y... no ocurrió nada. La mestiza esperó, pero nada sucedió. No comprendía si es que él estaba bloqueando conscientemente el flujo de magia, o si se debía a otro problema la falta de efecto en ella. ¿El espino blanco estaría afectando a sus habilidades? Lo miró con un brillo de decepción en los ojos. Se soltó de él de mala manera y se levantó. Estaba crispada, y era evidente que le costaba mantener el control. Se retorció las manos con furia dando vueltas delante de él unos instantes.
- Entonces, ¿en dónde se encuentra Dhonara? - trató de reconducir la situación ante un evidente giro de los acontecimientos.
- No lo sé - contestó con total sinceridad - Los OjosVerdes están en zonas difíciles de Sandorai -
Los ojos azules tronaban. No era la persona más paciente del mundo, y su plan de obtener de Nousis la información de aquella manera no estaba precisamente bien pensado. Se detuvo frente a él, con furia.
- Desapareciste la última vez que nos vimos. - no preguntó, acusó.
- Dejé una nota. No quería que te preocupes. Debía irme, era lo correcto. - La cara de la mestiza mostró algo nuevo en aquel momento. Pasmo.
- ¿Una nota? ¿le dejas una nota a alguien que no sabe leer? Sería más fácil sin duda haberme dicho lo que querías de palabra. Supongo que ni eso merezco de ti - añadió mordaz antes de volver a caminar delante de él, frente a la hoguera.
- No eres capaz de ser parte una relación - expresó con sosiego, sin apenas expresión - No comprendes la necesidad de amar a una sola persona. No puedo confiar en ti, ponerte por delante de la búsqueda. Te protejo, te ayudo, pero no puedes permanecer al lado de nadie. Era mejor despedirse así. -
Se congeló quedándose quieta en el sitio, y ni sentía el calor del fuego, mientras miraba el rostro de Nousis. Sus pupilas desenfocadas daban a entender que aunque miraba hacia él, no lo estaba viendo. ¿Creía haber comprendido bien? ¿El problema de todo, era que él había evaluado una posible relación con ella y concluyó que no era candidata apta? Desde su infancia sabía que no era partido adecuado para nadie en el mundo humano. Jamás habría pensado que eso pudiera ser diferente entre los elfos.
Imaginar que él había podido ver en ella a una posible compañera hizo que su mente explotase sin ser capaz de formarse una idea al respecto de lo que pensaba. Porque, sobre toda aquella situación, la relación que se alzó dominante en sus recuerdos fue la de ellos. El paralelismo casi la hizo reir de forma histérica. Ayla también era una humana. Eithelen un elfo. El amor que los unió había derribado los muros del limitado corazón de Iori, y el amplio mundo que encontró tras ellos le generó miedo, rechazo y odio en ese orden.
Sobre todo por lo que había tenido que pagar ella por haberlo amado a él.
En la tortura de aquella humana se encontraba la semilla de la locura que había consumido a Iori poco a poco. Desde la salida de aquel templo sentía como el tiempo corría en su contra, carcomiendo los últimos retazos de lo que creía haber sido. Tardó en reaccionar, más allá de lo normal, hasta que abrió los labios. La boca seca. El sonido de sus palabras fue tan bajo que ni el elfo fue capaz de escuchar lo que dijo.
Nousis no reaccionó, parecía tranquilo allí sentado, al calor del fuego que proyectaba sombras sobre su rostro impertérrito. Respiraba con tanta suavidad que el deseo de arañarle por completo la cara nació en Iori de forma voraz.
Activada por una descarga eléctrica, la mestiza se lanzó a él con toda la rapidez de la que era capaz. Lanzó un puñetazo a su rostro, golpeando en la mejilla que había manchado con su propia sangre hacía unos instantes. El elfo se hundió un segundo pero no perdió la postura sedente, y volvió a mirarla de frente tras el impacto.
- Una relación - murmuró elevando la voz apenas a un susurro, lo justo para que él pudiera escuchar. Su tono parecía controlado hasta el límite. Mientras su cuerpo temblaba. Aferró del cuello al elfo y engarfió los dedos en su suave piel - Ella tuvo una relación. Él no fue capaz de dejarla ir cuando debió. Y ella sentía fascinación por él. Un amor... - escupió la palabra - que va más allá de lo que puedas imaginar. Ella amó sin medida, confió en él, recorrió medio mundo con él... - Las palabras salían sin control, hasta que se detuvo para gritar de forma contenida un instante.
Bajó la cabeza y se encogió de hombros. Volvió a sentir de forma fugaz los dedos de Dhonara presionando en sus cuencas oculares. Soltó a Nousis y se frotó con furia el rostro, como buscando limpiarse de algo que no estaba allí.
- ¿¡Sabes qué le pasó!? - jadeó alzando ahora la voz. Se levantó como si la tierra ardiera, y se alejó con pasos sonoros hasta más allá del límite que iluminaba el fuego. El elfo podía seguir sus movimientos sin problema al escuchar todo el ruido que hacía. Apretó los dientes hasta hacerse sangre en las encías, y cuando fue capaz de controlar de nuevo la respiración, se acercó. Se detuvo al lado de uno de los árboles que formaban el perímetro del campamento, observándolo con un punto inhumano en los ojos. Aquellas dos horribles palabras se repetían sin cesar en su mente.
Dado que ella no buscaba realmente nada de él en ese momento, él volvió a posicionarse de manera cómoda, sentado, respirando con suavidad. Miró con la vista clavada a Nousis unos instantes, y sintió que lo aborrecía.
- ¿Eso es lo que quieres para mí? - preguntó volviendo a controlar su voz, mirándolo de forma resuelta desde la distancia.
- No te entiendo - respondió con una calma ya conocida
- Que me pase lo mismo que a ella. - ladró esta vez.
- No - respondió sin opción a réplica - Deseo que no te ocurra nada malo. -
Se llevó las manos a la cara de nuevo, nerviosa. Estaba sudando, y navega a medias entre una actitud desapegada y la ira que la comía por dentro. Usar aquel frasco que había robado de la casa de Fera no había sido una buena idea. Suspiró, sintiendo la derrota de sus acciones en todo aquello y tras otros instantes, se acercó al moreno caminando muy despacio. Esta vez sin hacer ruido.
- Entonces, ¿Me acompañarás? - invitó una última vez. - Buscaré, encontraré y mataré a los implicados en sus muertes - reveló algo que el elfo ya había podido leer entre líneas. - Soy consciente sin embargo de mis habilidades. Contigo a mi lado podría hacerlo - matizó volviendo a acuclillarse delante de él para mirarlo de cerca.
- Sí... Intentaré que vuelvas con vida. Pero moriremos allí. No puedo con todos. Te ayudaré si es lo que quieres... - Entornó los ojos, acentuando su sonrisa. Sintió entonces que había podido reconducir de nuevo la situación hacia el terreno que deseaba. Un guerrero como Nousis, con su inteligencia y su habilidad con la espada inclinaba mucho la balanza a su favor. Sumaba opciones a su venganza. Alzó la mano delante de él con los dedos extendidos hacia arriba.
- Son cinco. Tres elfos. Ojosverdes. Solo conozco el nombre de Dhonara. Dos humanos. Otto y Hans. - A este último lo había conocido también Nousis, en aquel encuentro casual en la posada de Lunargenta. - Iremos primero a por los humanos - anunció bajando la mano de nuevo hacia sus rodillas.
- Más fácil... - pareció reconocer, dando su opinión. - El resto ya no está... No está. Yo los maté a todos en el establo... -
- ¿En el establo? - Parpadeó, al no poder seguir su comentario.
- Si...- ¿Eso en la cara de Nousis era tristeza? - Les vi utilizarte. Los asesiné. A todos. Fue justicia. -
Iori volvió a enmudecer. Le mantuvo la mirada un rato hasta desviarla hacia el fuego. Parecía estar recordando, perdida en alguna parte de su cabeza. El silencio se impuso en el pequeño campamento, mientras la mente de la mestiza repasaba las palabras del elfo. Recordaba sueños, en medio de los descansos de la pesadilla que revivía constantemente. Sueños en los que había personas sobre su cuerpo. Recordó relaciones sexuales que ella no había buscado, ni deseado. El olor del sudor, de la cerveza agria y del agua fría que usaban sobre ella en la mañana.
Comprendió entonces que lo que ella había vivido como simples pesadillas, era el mundo real, intercalándose con el infierno en el que había vivido atrapada en los primeros días tras salir del templo. Lo que había pasado era real, y explicaba con mayor claridad las heridas que portaba, más allá de una ruta accidentada cuando se alejó de aquel endiablado lugar.
Él la había ido a buscar. La había encontrado allí y había terminado con la vida de todos lo que la habían lastimado. Y luego, se había encargado de llevarla con él hasta un lugar seguro. Uno en dónde podría restablecerse. O por lo menos esa había sido la intención del moreno. Aunque sus palabras muchas veces habían sido duras, pronunciadas con soberbia o falta de interés, lo que él hacía gritaba más alto otra cosa.
Algo con lo que ella no estaba preparada para lidiar. Volvió a mirarlo, sin una expresión concreta en el rostro.
- Vendrás entonces. Me ayudarás - preguntó una última vez. Aunque no necesitaba hacerlo ya.
- Por supuesto -
- ¿Por qué? - preguntó bajito.
- Quiero protegerte. - Sonaba sincero. Y aquello fue molesto. El azul de sus ojos presagiaba tormenta. Se inclinó más a él, colocando ambas manos a cada lado de la cadera del elfo en el suelo.
- ¿Por qué? - volvió a preguntar con el mismo tono.
- No estoy seguro... - comenzó - Quizá siento algo por ti. A pesar de que no seas capaz de ser fiel. Nadie cambia a nadie. No quiero algo sin cimientos seguros. -
Si el elfo le hubiese pedido a un pez que volara, Iori hubiera reaccionado de la misma manera. Aquella palabra se le clavó en la cabeza, ralentizando su respuesta unos segundos. Pensó de nuevo en ellos, y sintió que la realidad se volvía a distorsionar, como cada vez que los traía a su mente. ¿A dónde los había llevado la fidelidad a ellos? Recordó una escena que habían visto. Eithelen acunando al pequeño bebé envuelto en la capa azul del elfo. Ayla bebía, a solo unos pasos y tras ello, comenzó a cantar. Cantaba como un ángel, y extendió la mano para tocar con el dedo la redondeada mejilla de la niña que él atesoraba entre sus brazos.
La agonía que sentía la dejó sin aliento. Había heridas que en lugar de abrir la piel, abrían los ojos.
- ¿Fiel? Nadie lo ha sido nunca conmigo. Ellos me amaban... tanto... y no fueron capaces de serlo - bajó la vista ocultando sus ojos de él.
- Fiel - repite él - Si no soy suficiente para alguien, esa persona no me merece. -
Iori no se movió. Apenas registró la última frase que él había dicho. Seguía con el rostro inclinado, la expresión congelada. Y sobre Nousis cayeron lágrimas. Sus ojos estaban anegados mientras revivía lo que había tenido y había perdido. Lo que le habían quitado. Algo que no era capaz de recordar por ella misma, que había ignorado durante todos los años de su vida. La historia de amor de sus padres y su nacimiento eran el origen de su destrucción personal.
Apenas podía recordar quién era ella antes, cuando lo vivido en el templo le estaba diciendo quién debía de ser. Un monstruo.
- Lloras... - anunció - No tienes que hacerlo. Tengo... Tengo que... - frunció el ceño. Apenas podía discurrir más allá de caminos previamente marcados. Guiado por las indicaciones de Iori. Parecía que le costaba conectar ideas. Ella alzó la vista, hierática, mientras las lágrimas caían al mirarlo por el rostro carente de expresión.
- Yo no debería de existir. Ellos deberían de seguir vivos - confesó con la intimidad de quien comparte un secreto. Porque, nada anhelaba más su corazón que el simple hecho de que aquella mirada dorada no se hubiera apagado para siempre. Que las grandes manos del elfo volvieran a acariciar la cara de su amada como lo había visto hacer.
- Nousis...- pronunció su nombre antes de acercarse más. Colocó el rostro contra su cuello, como en veces anteriores. Pero no para besar su piel. Para susurrar a su oído palabras que ella misma no quería escuchar.
Como un eco, deseó que aquello quedase grabado en la memoria del elfo. Sintió que en aquellas palabras salía algo que la hacía sentir perdida para siempre. La oscuridad se alzó con fuerza entonces mientras, como una señal, escuchaba algo romperse dentro. El sonido de un cambio nacido de tanto dolor.
Aquel era su límite. Y ya no podía más.
Iori se apartó para mirarlo a la cara. Los rastros de las lágrimas estaban en su cara, pero la expresión que mostraba tenía cierta malicia.
- Perdona por haber usado espino blanco en ti. Lo vi en la casa de Fera, y pensé que una botellita podría ser útil. Se desvanecerá en unas horas, si no tengo entendido mal. - reconoció mientras se levantaba. Bordeó la hoguera hacia su bolsa y guardó las pertenencias que cargaba ella asegurándose de que tenía todo consigo.
- No voy a precisar tus servicios. Lo haré sola ya que son mis asuntos. Tú podrás dedicarte a tus altas metas de elfo - comentó con sorna mientras se alzaba con la alforja cruzada sobre el pecho. - Duerme con tranquilidad y mañana será un nuevo día - añadió parándose un segundo delante de él. Dio una patada al resto de la leña que había recogido para la fogata y la lanzó al interior del fuego. - Para que no pases frío de madrugada - explicó. Se giró internándose en la oscuridad del bosque, mientras su figura quedaba oculta por las vivas llamas.
No, el dolor no la había roto.
La había transformando.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Se acabó. Aquello era todo.
Un grito del elfo retumbó en ese maldito bosque, cuando tras abrir los ojos, comprendió que todo su ser volvía a estar bajo su control. Apretó los puños, golpeando una vez el suelo terroso antes de levantarse y soltar en un alarido todo el aire de sus pulmones. Por los dioses que nunca había odiado a esa muchacha hasta ese momento. Se pasó una mano por el cabello, de la frente a la nuca, mas su mirada era incapaz de no reflejar una ira alimentada por la traición, por su propia debilidad, por su estupidez.
Esa humana le había infectado, aventura tras aventura. Se había permitido aquello, disfrutando de la ligereza de sus encuentros. ¿Para qué? Volvió a rememorar todos y cada uno de los desencuentros que ambos habían sostenido. Los había achacado a la inmadurez, a su falta de experiencia, a su procedencia, a sus vivencias… Todo para excusar una realidad que lo había apuñalado en el momento que había bajado la espada.
Como un imbécil, había acudido nada más escuchar que se encontraba en problemas. Había matado por ella. Había cuidado de ella. Había intentado paliar lo que había sufrido. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que perseguirla hasta Lunargenta, ayudarla a asesinar a quienes estaban en su lista?
Una risa tétrica, oscura, inflamó su torso, anegando el aire de tal modo que no habría resultado extraño comprobar como las flores cercanas caían muertas por el sentimiento de cada sonido.
No podía hacer más, no quería, ni debía. Nada le daba u ofrecía que no pudiese hallar en otra parte. Una más. Una irritante molestia a quien el azar quiso como compañera, una alerta tras otra que el elfo desatendió. Los malos entendidos y las torpezas de la criatura en tantos encuentros como tuvieron. Haber acudido a él, luchar a su lado por aquellos espíritus estaba ya compensado, pensó con fría acritud. La había salvado, y ella se lo había pagado de la peor manera posible. Le había robado sus pensamientos, lo había forzado a darle algo que él no deseaba. Sí, era consciente de su estado, de que Iori no era la misma. Pero no era suficiente.
Centró su atención en su bolsa de viaje, con una sonrisa desganada. Con una rodilla en tierra, buscó con una mano algo en su interior, hasta que las yemas de sus dedos le indicaron que se trataba del objeto correcto.
“- Creo que hubiera sido capaz de sobrevivir a la noche yo sola, pero... me alegro de que me hubieras encontrado Nou... tengo mucho que agradecerte – había susurrado ella, antes de llevarle hasta el callejón - ¿Cuidarás de mi peine?”
Observó la pieza durante unos segundos, la tomó con ambas manos, y la partió.
El sonido al astillarse reverberó en cada rincón de la mente del elfo. No era nada más que algo simbólico, pero para Nousis, representaba mucho más. Se habían terminado las dudas, las preguntas sin respuesta. Iori era un libro que había acabado de leer, uno desde cuyo prólogo había esperado predecible, y pese a algunas sorpresas, había terminado de la forma casi esperada. Había elegido sus pasos antes de lo ocurrido con Tarek, y los había escogido una vez más la noche anterior. Su destino no era ya asunto suyo.
Suspiró.
Tal vez siempre lo había sabido. Nunca habría sido para él algo auténtico. Una ensoñación en días de debilidad. Interiormente, sintió una carcajada acerca de sí mismo. Había vivido un tiempo que casi cualquier humano aceptaría para toda su existencia. En tres semanas cumpliría 89 años, ni siquiera había llegado a la mitad de la senda que debía recorrer bajo la mirada de los dioses. Un buen momento para volver a sí mismo.
Ella había optado por Lunargenta. Eso colocaba todo tras un cristal límpido. Sus pensamientos convergieron en cortar la última hebra del tejido trabajado desde Baslodia. Aún tenía una deuda que pagar, y era con el joven Inglorien.
Paso a paso internándose en la foresta, repitió una y otra vez, como golpes de campana en el océano de su imaginación, frío como las aguas del norte, las indicaciones del hijo de Eithelen. Sin embargo, se detuvo, con la mano izquierda apoyada en el árbol más cercano, cuando el mundo comenzó a temblar ante sus ojos y durante un instante, temió que la fuerza de sus piernas fuese incapaz de sostenerle. La revelación de Fera amenazó con quebrar su determinación. ¿Acaso no…?
Sacudió la cabeza, irritado, apretando los dientes y tragando hasta la última opción de variar la decisión que había tomado. Era lo correcto, lo merecido. Y continuó pensando así, hasta que cayó al suelo, maldiciendo a Iori por los restos de la pócima con la que lo había engañado.
[…]
La noche le dio la bienvenida al sentir el aire frío que se colaba entre los árboles. Sacudió el rostro de un lado a otro, comprobando que los restos de envenenamiento se habían disipado por entero. Sus ojos grises se tornaron peligrosos, comprendiendo que un mero animal podría haberlo matado allí mismo, de haberse dado la casualidad. Un final ignominioso.
Miró el cielo, calibrando la dirección que debía tomar por la posición de las estrellas. La taberna del tal Cornelius no podía quedar lejos. Ninguna otra desearía competir en una región como aquella. Cuando su mirada gris acarició el este, pensó por vez primera en mucho tiempo en Iyethil, y los sucesos de Nagnu, preguntándose qué habría sido de esos desgraciados. Tal vez aplastados por las fuerzas de los reinos humanos. Fuera como fuese, confiaba en que su camino no se viera comprometido por su presencia.
-¿Estás seguro de querer llevártela de aquí? – le había cuestionado Ferantári- Su mente puede tardar aún varias semanas en comenzar su cicatrización, si es que lo consigue. Y hasta a su cuerpo sería preciso ofrecerle otra para finalizar sus cuidados.
-No es cosa mía Fera. Prometí a su hermano que la protegería. Debo llevarla a lugar seguro.
-¿Y después de eso?- los ojos de la sanadora lo escrutaban sin otro sentimiento que la lucidez que le proporcionaba conocer el estado de la muchacha.
-Continuaré mi camino- respondió. Unas palabras que en ese momento le parecieron en exceso banales. Craso error.
-¿Y quién la cuidará donde la dejarás?- quiso ella saber entonces. Casi con sus pertenencias recogidas, el espadachín detuvo todo movimiento tras la inesperada pregunta. Respiró antes de colocarse frente a ella.
-Escucha Fera, te agradezco enormemente que la hayas ayudado. El pago no es suficiente, soy consciente de ello. Algún día seré capaz de compensarte todo esto. Pero no puedo obrar de otro modo.
-Si algún día necesitase depender de ti, sería porque mi vida corre peligro, de modo que confío no llegue nunca algo así- replicó con dureza- Pero si la abandonas, eres despreciable. Si te importaba lo suficiente para traerla aquí y comerte tu orgullo, debería hacerlo para mantenerte a su lado.
El presente volvió a vestirle con retazos de oscuridad, y únicamente lo triste, doloroso, irritante y angustioso de cuanto había vivido junto a la humana anegaron sus pensamientos. Una riada que se llevó consigo todo, hasta dejar un desolado yermo donde apenas algunos árboles sin hojas habían, por fortuna, evitado ser arrastrados también por la corriente de la ira.
La galena se equivocaba.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Había sido incapaz de conciliar el sueño tras aquel vívido recuerdo convertido en pesadilla, y el amanecer lo encontró en la misma posición, contemplando absorto las llamas del hogar, que el tiempo acabó convirtiendo en frías cenizas. Sus músculos se resintieron cuando mudó de posición, para ponerse en pie. Recogiendo el jergón y las mantas, colocó todo a un lado, antes de abandonar la pequeña casa.
El sol se alzaba por el este, tiñendo el cielo de naranjas y cianes. Apoyándose contra la pared de la casa, se deslizó hasta quedar sentado junto a la puerta. Poco a poco, el mundo a su alrededor fue clareando, hasta que el cielo tornó en un intenso azul, con escasas nubes. Uno de aquellos días que llamaban a la despreocupación y a la alegría, algo que Tarek era incapaz de sentir en aquel momento.
La puerta a su lado se abrió y no necesitó alzar la vista para saber que se trataba del viejo soldado, el abuelo de Iori. El hombre lo observó un segundo, antes de tenderle uno de los platos que portaba. Sobre el mismo, una rebanada de pan con tocino ahumado, además de una taza que contenía algo que, si el elfo se fiaba de su olfato, olía claramente a alcohol. El joven no pudo evitar preguntarse si aquella ingesta excesiva de bebidas etílicas sería algo propio de los humanos o solamente de aquel individuo. Finalmente, alzó las manos para coger el servicio que le tendía.
- Nunca tuve la oportunidad de descubrir cuál es el desayuno favorito de los elfos. Espero que sea de tu agrado -comentó el hombre, antes de tomar asiento en un tocón de madera, que parecía usarse para cortar leña.
- Gracias -respondió el elfo- Supongo que depende el elfo... y de las circunstancias. A veces creo que lo único que compartimos son un par de rasgos- tras unos segundos, añadió- Lamento lo de anoche.
El anciano pegó un buen bocado, engullendo casi la mitad de la rebanada de pan. Masticó con mesura y tragó mirando hacia las luces que teñían el horizonte de colores.
- La raza es algo, en mi opinión, sobrevalorado. Conocí a seres de todo tipo en mis años de soldado en Lunargenta. Con el tiempo, aprendí que más que quien sea tu padre o tu madre, lo que determina a una persona son sus acciones -alzó la taza y bebió con calma, antes de dejar escapar un suspiro de satisfacción- Pero no me tengas en cuenta lo que digo. Qué sabrá un anciano como yo del basto mundo -añadió- y sobre lo de anoche no tiene mayor importancia. Siempre habrá comida y cama en esta casa para los viajeros nocturnos -terminó, riendo para sí.
El elfo percibió que el hombre intentaba quitar hierro al asunto de su desvelo nocturno y, en cierta medida, lo agradeció. Todo aquello, todo lo que le había pasado desde que había abandonado aquella aldea hasta su reciente regreso, se le hacía ajeno, como si fuese otro el que la hubiese sufrido. Pero en el fondo sabía que aquella carga era solo suya y que la niebla de la turbación pronto dejaría espacio a la sólida y cruel realidad.
- ¿Todavía está dispuesto a llevarme hasta la cueva? -preguntó entonces el elfo, llevándose un trozo de pan a la boca, tras desmenuzar la rebanada ausente. Se recordó que debía comer, que necesitaba fuerzas para el camino, para sobrevivir.
- ¿Todavía? - repitió el hombre mirándolo con sorpresa- Lamento tus experiencias previas hijo, pero la duda ofende -contestó finalmente.
Continuaron el desayuno en silencio, el anciano dando buena cuenta de su ración, mientras el elfo se forzaba a comer un poco más. No tocó en cambio el vaso, a sabiendas de que estaría convenientemente sazonado con algún tipo de brebaje alcohólico y que debía mantener la mente despejada para las horas que estaban por venir. El día se fue asentando ante ellos y vieron, en la lejanía, como los pastores se encaminaban con sus rebaños hacia las praderas cercanas.
- Voy a necesitar una pala -el comentario dejó los labios de Tarek antes de que pudiese meditar las palabras.
El anciano soldado lo miró atento unos segundos, antes de asentir. Levantándose se dirigió de nuevo al interior de la casa, donde el elfo lo escuchó trastear, antes de alzarse también y seguir sus pasos.
El camino hasta la lobera en la que el hombre había encontrado a la humana se ubicaba bosque adentro, a un par de horas de la casa. El camino de acceso al área boscosa pasaba cerca de la aldea, por lo que en su periplo no fueron pocos los humanos con los que se cruzaron. El viejo soldado los saludaba siempre con cortesía, interesándose en más de una ocasión sobre los devenires de la vida de sus semejantes. Estos, por su parte, los miraban con mal disimulada curiosidad, sin embargo, el elfo no notó una directa hostilidad hacia él. Quizás aquella aldea se encontrase demasiado al interior de Verisar o sus gentes eran demasiado ajenas a lo que sucedía fuera de sus fronteras, como para preocuparse por la presencia de un Ojosverdes entre ellos.
Ojosverdes… el nombre trajo consigo recuerdos, que intentó enterrar en el fondo de su mente, mientras el anciano abuelo de Iori preguntaba a uno de los aldeanos sobre la cosecha de patatas de aquel año. No podía permitirse flaquear, no al menos hasta que hubiese acabado de cumplir su promesa y se encontrase lo suficientemente lejos como para evitar la misma muerte que le habían prodigado a ella, a Ayla.
Notó la ausencia de voces y alzó la vista, solo para encontrarse la atenta mirada del anciano sobre él. Sin embargo, cuando el hombre habló, se limitó a indicarle el camino que debían seguir.
Continuaron caminando en silencio. El anciano humano silbando una alegre melodía, mientras avanzaba con las manos a la espalda, tranquilo. El peliblanco intentó centrarse en aquel sonido, en cada trino que abandonaba los labios de su acompañante, pero los recuerdos, aquellas memorias robadas, volvían una y otra vez a su mente. ¿Habría recorrido Eithelen aquel mismo camino en aquel último y fatídico día? El mundo tal y como lo había visto a través de los ojos del elfo mayor había cambiado. Era el mismo bosque, sin duda, pero los veinticuatro años que habían pasado entre la muerte del Inglorien y aquel mismo instante, todas las estaciones transcurridas, habían transformado el paisaje. Se preguntó si la idea que lo había llevado hasta allí no sería más que un fútil intento de agarrarse a algo que ya no existía. Si sería siquiera posible encontrar el lugar donde aquel horrible desenlace se había producido.
Notó la cálida mano del anciano sobre su hombro y se detuvo. Este volvió a mirarlo unos instantes, antes de indicarle un desvío en el camino.
- Seguramente desees ver esto -le dijo con calma, antes de situarse ante él para guiarlo entre los árboles.
Caminaron varios cientos de metros, antes de que el hombre se detuviese ante un árbol. Un gran roble, cuya edad parecía sobrepasar a la de todos los demás ejemplares que lo rodeaban. En su corteza se había grabado un extraño símbolo, que Tarek tardó un par de segundos en identificar con una de las runas de su clan. No significaba nada en especial y miró extrañado al humano por unos instantes. Aquella marca no había sido dibujada por un Inglorien. Nadie, ni siquiera los aprendices, habrían tallado unos trazos tan bastos.
- El otro elfo -contestó el hombre ante su no formulada pregunta- El que me dijo dónde encontrarla.
Entonces Tarek lo comprendió y, repasando de nuevo aquella basta runa con la mano, miró el espacio entre las raíces del árbol. Aquella era la tumba de Ismil. Con paso sosegado, el anciano se alejó de allí, dándole espacio para que pudiese despedirse como era debido de aquel otro miembro de su clan. El peliblanco apoyó entonces la frente contra el árbol. El gran roble estaba lleno de vida y el joven sonrió con tristeza al pensar que, al menos, el guerrero Inglorien había vuelto a la tierra. Sus restos se habían convertido en uno con el bosque, con la naturaleza. Su muerte había fomentado la vida de aquel magnífico árbol y, de alguna manera, su espíritu podría descansar en paz, aunque fuese a cientos de kilómetros de su hogar.
Separándose del árbol, tomó de su zurrón el estilo que normalmente usaba para dibujar runas, solo para recordar que ya no podía hacerlo. Lamentó más que nunca haber entregado aquel legado de su clan, pero se dijo que, de no haberlo hecho, también Ismil habría muerto en el olvido. Arrodillándose ante el árbol, tocó con una mano la tierra y susurró una promesa, en su propia lengua. Volvería. Cuando hubiese recuperado las runas, volvería, y le ofrecería la despedida que se merecía, por todos los años que había cuidado de él, por su inquebrantable lealtad hacia Eithelen, por su horrible muerte a manos de aquellos que los habían perseguido, por haberlo olvidado…
Alzándose, tocó una vez más la toscar runa tallada por el anciano, que recordaba a la que Ismil había portado en la cara, antes de volver junto al hombre y desandar un tramo del camino, rumbo a la cueva.
Divisaron la boca de la lobera cuando el sol se alzaba ya en lo alto, indicando la llegada del mediodía. Era una cavidad poco profunda, aunque se encontraba lo suficientemente recogida, como para no ser vista si se desconocía su existencia. Tarek tocó una de las rocas que flanqueaban la entrada y, por un instante, le pareció divisar algo en su interior. Pero tan rápido como lo había visto, aquello, fuese lo que fuese, desapareció.
El anciano le preguntó si necesitaba algo más y el elfo se limitó a negar con la cabeza. Despidiéndose entonces de él, el hombre partió, tras asegurarse de que sabía cómo regresar a la aldea. El peliblanco se internó entonces en la cavidad, deslizando la mano con cuidado sobre la superficie de piedra de la misma. Cerró los ojos, intentando traer de nuevo a su mente las últimas horas del líder de los Iglorien. La despedida de la humana, las palabras susurradas por el elfo al bebé, envuelto en la tela de su propia capa, los gorjeos de la niña a su espalda, cuando había abandonado la cueva. Al abrir los ojos se encontró en el centro de la oquedad y agachándose tocó con la mano el lugar donde recordaba que Eithelen había dejado al bebé, antes de partir. Una sombra se movió entonces en la periferia de su campo visual y, al girarse, le pareció ver al elfo mayor abandonando el lugar.
Sin mirar atrás, siguió la estela de aquel recuerdo. Tras dejar tras de si la lobera, Eithelen se había detenido ante la puerta para observar a la humana, que se recomponía estoica tras la despedida. Habían enfilado entonces por el camino de regreso a la aldea, perdiéndose entre los árboles, mucho más jóvenes que los que Tarek contemplaba en aquel momento. Las frondosas copas ocultaron el sol de mediodía y el peliblanco distinguió, en más de una ocasión, la efigie del líder Inglorien entre las sombras.
La arboleda a su alrededor se desdibujó. Recuerdo y realidad parecieron intercalarse, mientras en sus oídos resonaban los últimos susurros que el elfo y la humana se habían dedicado.
El claro estaba irreconocible pero, por alguna extraña razón, supo que había llegado al lugar adecuado. Sus pasos se detuvieron sin que él fuese siquiera consciente de ello. La sombra de Dhonara se asomó tras un árbol que ya no estaba allí. El dolor de un proyectil impactando contra su muslo, lo hizo caer con la rodilla a tierra y, desde aquella misma posición, empezó a ver el entorno desde una perspectiva diferente. Los árboles habían mudado. Había nuevos ejemplares donde antes solo había vacíos y otros, que se habían alzado hacia el cielo, reposaban ahora como cadáveres inmóviles sobre la tierra. Sin embargo, había algo que no había cambiado. Los ojos de Eithelen apenas habían reparado sobre aquello en el recuerdo pero, visto desde fuera, Tarek se percató de que siempre había estado allí. Una formación rocosa se alzaba a su izquierda, impertérrita e inalterada por el tiempo.
Intentó traer de nuevo a su mente los recuerdos del enfrentamiento entre el Iglorien y los Ojosverdes, pero lo único que fue capaz de visualizar fue el rostro mutilado de la humana. Levantándose, vagó por el claro, para intentar borrar aquella imagen de su mente. Se repitió una y otra vez que necesitaba concentrarse. Que su travesía hasta allí, el riesgo que había tomado sabiendo que todavía permanecían con vida dos de los acólitos de Dhonara y que pronto podrían vincular su muerte con él, tenía que valer la pena.
Volvió a enfrentarse a la roca, pero fue incapaz de reconocer sus formas, de situarla dentro del recuerdo. Se preguntó qué había cambiado. Intentó acercarse a ella, después alejarse más, pero el recuerdo no volvió a su mente. Con frustración, lanzó un grito al aire y varios pájaros salieron volando de las copas de los árboles cercanos. Quizás solo se estaba negando a revivir el dolor de Eithelen, aquellas perturbadoras imágenes de la tortura. ¿De verdad había pensado que podría reconstruir lo ocurrido hacía tantos años en un lugar en el que apenas quedaban ya recuerdos de lo acaecido? Tendría que haberle preguntado a Dhonara, tendría que haber utilizado el tiempo con ella para saber más, para descubrir la verdad. Pero no había podido. La perspectiva de que estaba a punto de matarla había ocupado gran parte de su mente, junto con el dolor de conocer la verdad y de ver cómo, la persona que se había hecho cargo de él hacía tantos años, se burlaba de ese mismo dolor.
Golpeó con frustración una piña seca que descansaba sobre el mullido musgo que cubría el suelo del claro. Tanto Eithelen como Dhonara le habían mentido, lo habían manipulado. La diferencia era que, a la hora de la verdad, ella no había sido tan hipócrita como para negar lo que había hecho. Eithelen se había pasado los tres años anteriores a su muerte viviendo una doble vida. Ni siquiera cuando había decidido huir con aquella humana y el vástago de ambos, había tenido el valor de contarle la verdad. Sus mentiras no solo lo habían matado a él y a su amada, sino también a Ismil y había condenado a Tarek a vivir con sus asesinos durante más de dos décadas.
A pesar de todo ello, el joven sintió que le debía al líder Inglorien la deferencia de un entierro digno, algo que estaba seguro que los Ojosverdes no le habían prodigado. Quizás la relación entre ambos había sido diferente a lo que el peliblanco había supuesto y Eithelen no lo había considerado más que un pupilo. Probablemente la joven mente de Tarek había querido ver en las acciones del hombre un cariño que en realidad no había diferido del que había ofrecido al resto de los miembros del clan. Sin embargo, el líder de los Inglorien lo había acogido en su momento más bajo y le había dado un lugar donde crecer. Solo por aquello, le daría la deferencia que se merecía, como líder del clan al que había pertenecido.
Dhonara le había exonerado de sufrir el Lempë Urth, no por consideración, sino por aumentar su sufrimiento al ver como la humana era la que lo sufría en su lugar. El Eithelen había presenciado cada golpe, cada vejación, de rodillas, incapaz de hacer nada por impedirlo. De rodillas…
Tarek se maldijo por no haber pensado en aquello antes y, encarando de nuevo la formación rocosa, se dejó caer de rodillas. Eithelen lo había visto todo desde aquella perspectiva, así que, si quería revivir el recuerdo, debía hacerlo desde la misma posición. Intentó rememorar alguna de las muchas veces que el elfo mayor había maldecido a Dhonara, tanto para apartar su mente del mutilado rostro de la humana, como para ganar perspectiva del entorno en el que había sucedido. Estaba demasiado lejos. Se desplazó para reubicarse, hasta que consiguió cuadrar la imagen grabada en su mente y el paisaje a su alrededor. Aquello había sido lo último que el elfo mayor había visto antes de morir.
Se dejó caer a un lado, recordando cómo el cuerpo del Inglorien había sucumbido contra aquel mismo suelo, y desde aquella perspectiva lo vio, de nuevo, como había sucedido en el santuario. La realidad y el recuerdo se mezclaron. La sombras de los Ojosverdes, moviéndose hacia el cuerpo de Ayla, Dhonara dando órdenes, el grupo desplazándose hacia su izquierda, cerca del riachuelo, la oscuridad que invadió todo cuando Eithelen exhaló su último suspiro. El momento duró apenas unos segundos, pero lo dejó con más preguntas que respuestas.
Girándo sobre sí mismo, se tumbó boca arriba, mirando el cielo entre las copas de los árboles. Si algo le habían permitido los años con Dhonara, era conocer lo cruel que podía llegar a ser. Incluso tras la muerte, se habría asegurado de que los restos de la humana y el elfo se encontrasen alejados, para evitar que la primera contaminase al segundo. Desconocía que habían hecho con la chica, pero tenía claro que habían enterrado el cuerpo del Inglorien, pues una cadáver con ropajes elficos, además de los rasgos distintivos de su clan, habría acabado llamando la atención de algún cazador o campesino de la zona. Sabía hacia donde se habían llevado a la mujer, quizás podría empezar por allí.
Levantándose, siguió el camino que había visto recorrer a los Ojosverdes, hasta el riachuelo cercano. Eithelen y la humana se habían conocido en un lugar como aquel, resultaba irónico que hubiesen acabado muriendo en un lugar similar. El tiempo y las alimañas, probablemente habían borrado todo rastro de la humana, pues Tarek tenía claro que su clan adoptivo había dejado el cuerpo a la vista de todos, un aviso para aquellos que se atreviesen a enfrentarse a los Ojosverdes. Una seña de identidad. Le sorprendió por lo tanto ver huesos asomando entre las hojas que se habían acumulado en un pequeño recobeco bajo el afloramiento rocoso.
Retiró las hojas y ramas secas, antes de continuar excavando entre la poca tierra que se había acumulado allí con el tiempo. Pronto encontró algo más que costillas y falanges, cuando el cráneo de la mujer quedó visible entre las hojas. De su cuello pendía todavía aquel sencillo collar que tantas veces le había visto en los recuerdos revividos en el santuario. Tomó la joya con cuidado y la guardó en uno de sus bolsillos, antes de quitarse la casaca para hacer un improvisado atadillo, en el que reunió los huesos de lo que había sido Ayla.
Se preguntó por qué la habían dejado precisamente allí, sin podían haberla tirado al río, para que la corriente se la llevase y los peces acabasen por borrar las huellas de su crimen. La respuesta le pareció tan clara como triste: habían pretendido levantar un muro de piedra entre ellos.
Tomando con cuidado el improvisado macuto, rodeó de nuevo la gran roca, hasta volver al claro en el que todo había sucedido. Revisó la superficie de piedra con cuidado, hasta que lo encontró. Un pequeño símbolo, una marca apenas perceptible, oculta por el musgo que había crecido a lo largo de los años. Los Ojosverdes no temían morir, pero si que sus huesos no recibieran un descanso digno. Alguno de los acólitos de Dhonara (porque dudaba seriamente que hubiese sido ella) le había dedicado aquel último gesto de consideración a un congénere caído. Aún a pesar de lo que ellos habían considerado un acto de traición y burla contra su propia especie, no habían sido capaces de abandonar su espíritu a su suerte y aquella marca era testigo de ello.
Dejándo a un lado los restos de la humana, recuperó la pala que había cargado desde la casa del anciano soldado y, armándose de paciencia, comenzó a cavar.
Le había llevado varias horas retirar toda la tierra que cubría a Eithelen y recuperar sus restos, sobre todo porque, al ver los primeros indicios de su armadura, se había derrumbado ante la inexorable realidad. Recogió los restos con cuidado, mientras lágrimas surcaban sus mejillas, dejando tras de si un frío y húmedo rastro.
Portando los restos de ambos, regresó a la boca de aquella pequeña cueva en la que ambos habían puesto sus esperanzas, tantos años atrás. El joven se había propuesto devolver los huesos de su maestro a la tierra en la que, por derecho, debían haber descansado. Pero una vez reunidos de nuevo, supo que el líder Inglorien habría querido descansar junto a la humana, aunque aquello significase que sus huesos reposarían para siempre en una tierra extraña.
Dejó con cuidado los restos de la pareja junto a la boca de la cueva, antes de tomar de nuevo la pala y cavar una tumba digna para ambos, junto a la abertura de la misma. En aquel lugar donde habían vivido su último momento de felicidad. El lugar en el que volverían a juntarse para el resto de la eternidad.
El cielo estaba comenzando a oscurecerse cuando vio a lo lejos, entre los árboles, las luces y el humo de las casas de Eiroás. Había permanecido un largo rato ante la tumba, antes de decidir que era hora de regresar. Lamentando de nuevo no tener sus runas, clavó el arma del líder inglorien en la tierra, sobre la fosa, colgando posteriormente de la misma la fina cadena que había recuperado del cuerpo de la humana. Con aquel último acto había cumplido su promesa de descubrir la verdad y vengar la muerte del líder de su clan. Irónicamente, aquella misma promesa había terminado por desaparecer de su piel, sin dejar rastro, en las horas que habían transcurrido desde su llegada a Eiroás.
Un suspiro de cansancio abandonó sus labios, cuando enfiló de vuelta hacia la casa del anciano. Se marcharía esa misma noche. Nada lo retenía ya allí. Pensó en su siguiente paso a seguir. Debía dejar cuanto antes la región, aquella era zona de caza de los Ojosverdes. Gwynn le había recomendado que se marchase lejos, allí donde no pudiesen encontrarlo. El norte sería su destino. Pensó en Cornelius y en si debía arriesgarse a contactar con el elfo antes de su partida. Sin embargo, no tuvo que meditarlo mucho, pues uno de aquellos extraños pájaros de papel que el hombre usaba para comunicarse, llegó hasta él. Nunca había entendido cómo el tabernero podía saber siempre dónde estaba, pero se reforzó en su idea de que no debía ofender nunca al elfo, porque este lo encontraría para hacérselo pagar.
Desensambló la cuartilla y, por primera vez en días, una risa dejó sus labios al ver el dibujo que acompañaba al corto pero contundente mensaje.
El sol se alzaba por el este, tiñendo el cielo de naranjas y cianes. Apoyándose contra la pared de la casa, se deslizó hasta quedar sentado junto a la puerta. Poco a poco, el mundo a su alrededor fue clareando, hasta que el cielo tornó en un intenso azul, con escasas nubes. Uno de aquellos días que llamaban a la despreocupación y a la alegría, algo que Tarek era incapaz de sentir en aquel momento.
La puerta a su lado se abrió y no necesitó alzar la vista para saber que se trataba del viejo soldado, el abuelo de Iori. El hombre lo observó un segundo, antes de tenderle uno de los platos que portaba. Sobre el mismo, una rebanada de pan con tocino ahumado, además de una taza que contenía algo que, si el elfo se fiaba de su olfato, olía claramente a alcohol. El joven no pudo evitar preguntarse si aquella ingesta excesiva de bebidas etílicas sería algo propio de los humanos o solamente de aquel individuo. Finalmente, alzó las manos para coger el servicio que le tendía.
- Nunca tuve la oportunidad de descubrir cuál es el desayuno favorito de los elfos. Espero que sea de tu agrado -comentó el hombre, antes de tomar asiento en un tocón de madera, que parecía usarse para cortar leña.
- Gracias -respondió el elfo- Supongo que depende el elfo... y de las circunstancias. A veces creo que lo único que compartimos son un par de rasgos- tras unos segundos, añadió- Lamento lo de anoche.
El anciano pegó un buen bocado, engullendo casi la mitad de la rebanada de pan. Masticó con mesura y tragó mirando hacia las luces que teñían el horizonte de colores.
- La raza es algo, en mi opinión, sobrevalorado. Conocí a seres de todo tipo en mis años de soldado en Lunargenta. Con el tiempo, aprendí que más que quien sea tu padre o tu madre, lo que determina a una persona son sus acciones -alzó la taza y bebió con calma, antes de dejar escapar un suspiro de satisfacción- Pero no me tengas en cuenta lo que digo. Qué sabrá un anciano como yo del basto mundo -añadió- y sobre lo de anoche no tiene mayor importancia. Siempre habrá comida y cama en esta casa para los viajeros nocturnos -terminó, riendo para sí.
El elfo percibió que el hombre intentaba quitar hierro al asunto de su desvelo nocturno y, en cierta medida, lo agradeció. Todo aquello, todo lo que le había pasado desde que había abandonado aquella aldea hasta su reciente regreso, se le hacía ajeno, como si fuese otro el que la hubiese sufrido. Pero en el fondo sabía que aquella carga era solo suya y que la niebla de la turbación pronto dejaría espacio a la sólida y cruel realidad.
- ¿Todavía está dispuesto a llevarme hasta la cueva? -preguntó entonces el elfo, llevándose un trozo de pan a la boca, tras desmenuzar la rebanada ausente. Se recordó que debía comer, que necesitaba fuerzas para el camino, para sobrevivir.
- ¿Todavía? - repitió el hombre mirándolo con sorpresa- Lamento tus experiencias previas hijo, pero la duda ofende -contestó finalmente.
Continuaron el desayuno en silencio, el anciano dando buena cuenta de su ración, mientras el elfo se forzaba a comer un poco más. No tocó en cambio el vaso, a sabiendas de que estaría convenientemente sazonado con algún tipo de brebaje alcohólico y que debía mantener la mente despejada para las horas que estaban por venir. El día se fue asentando ante ellos y vieron, en la lejanía, como los pastores se encaminaban con sus rebaños hacia las praderas cercanas.
- Voy a necesitar una pala -el comentario dejó los labios de Tarek antes de que pudiese meditar las palabras.
El anciano soldado lo miró atento unos segundos, antes de asentir. Levantándose se dirigió de nuevo al interior de la casa, donde el elfo lo escuchó trastear, antes de alzarse también y seguir sus pasos.
[...]
El camino hasta la lobera en la que el hombre había encontrado a la humana se ubicaba bosque adentro, a un par de horas de la casa. El camino de acceso al área boscosa pasaba cerca de la aldea, por lo que en su periplo no fueron pocos los humanos con los que se cruzaron. El viejo soldado los saludaba siempre con cortesía, interesándose en más de una ocasión sobre los devenires de la vida de sus semejantes. Estos, por su parte, los miraban con mal disimulada curiosidad, sin embargo, el elfo no notó una directa hostilidad hacia él. Quizás aquella aldea se encontrase demasiado al interior de Verisar o sus gentes eran demasiado ajenas a lo que sucedía fuera de sus fronteras, como para preocuparse por la presencia de un Ojosverdes entre ellos.
Ojosverdes… el nombre trajo consigo recuerdos, que intentó enterrar en el fondo de su mente, mientras el anciano abuelo de Iori preguntaba a uno de los aldeanos sobre la cosecha de patatas de aquel año. No podía permitirse flaquear, no al menos hasta que hubiese acabado de cumplir su promesa y se encontrase lo suficientemente lejos como para evitar la misma muerte que le habían prodigado a ella, a Ayla.
Notó la ausencia de voces y alzó la vista, solo para encontrarse la atenta mirada del anciano sobre él. Sin embargo, cuando el hombre habló, se limitó a indicarle el camino que debían seguir.
Continuaron caminando en silencio. El anciano humano silbando una alegre melodía, mientras avanzaba con las manos a la espalda, tranquilo. El peliblanco intentó centrarse en aquel sonido, en cada trino que abandonaba los labios de su acompañante, pero los recuerdos, aquellas memorias robadas, volvían una y otra vez a su mente. ¿Habría recorrido Eithelen aquel mismo camino en aquel último y fatídico día? El mundo tal y como lo había visto a través de los ojos del elfo mayor había cambiado. Era el mismo bosque, sin duda, pero los veinticuatro años que habían pasado entre la muerte del Inglorien y aquel mismo instante, todas las estaciones transcurridas, habían transformado el paisaje. Se preguntó si la idea que lo había llevado hasta allí no sería más que un fútil intento de agarrarse a algo que ya no existía. Si sería siquiera posible encontrar el lugar donde aquel horrible desenlace se había producido.
Notó la cálida mano del anciano sobre su hombro y se detuvo. Este volvió a mirarlo unos instantes, antes de indicarle un desvío en el camino.
- Seguramente desees ver esto -le dijo con calma, antes de situarse ante él para guiarlo entre los árboles.
Caminaron varios cientos de metros, antes de que el hombre se detuviese ante un árbol. Un gran roble, cuya edad parecía sobrepasar a la de todos los demás ejemplares que lo rodeaban. En su corteza se había grabado un extraño símbolo, que Tarek tardó un par de segundos en identificar con una de las runas de su clan. No significaba nada en especial y miró extrañado al humano por unos instantes. Aquella marca no había sido dibujada por un Inglorien. Nadie, ni siquiera los aprendices, habrían tallado unos trazos tan bastos.
- El otro elfo -contestó el hombre ante su no formulada pregunta- El que me dijo dónde encontrarla.
Entonces Tarek lo comprendió y, repasando de nuevo aquella basta runa con la mano, miró el espacio entre las raíces del árbol. Aquella era la tumba de Ismil. Con paso sosegado, el anciano se alejó de allí, dándole espacio para que pudiese despedirse como era debido de aquel otro miembro de su clan. El peliblanco apoyó entonces la frente contra el árbol. El gran roble estaba lleno de vida y el joven sonrió con tristeza al pensar que, al menos, el guerrero Inglorien había vuelto a la tierra. Sus restos se habían convertido en uno con el bosque, con la naturaleza. Su muerte había fomentado la vida de aquel magnífico árbol y, de alguna manera, su espíritu podría descansar en paz, aunque fuese a cientos de kilómetros de su hogar.
Separándose del árbol, tomó de su zurrón el estilo que normalmente usaba para dibujar runas, solo para recordar que ya no podía hacerlo. Lamentó más que nunca haber entregado aquel legado de su clan, pero se dijo que, de no haberlo hecho, también Ismil habría muerto en el olvido. Arrodillándose ante el árbol, tocó con una mano la tierra y susurró una promesa, en su propia lengua. Volvería. Cuando hubiese recuperado las runas, volvería, y le ofrecería la despedida que se merecía, por todos los años que había cuidado de él, por su inquebrantable lealtad hacia Eithelen, por su horrible muerte a manos de aquellos que los habían perseguido, por haberlo olvidado…
Alzándose, tocó una vez más la toscar runa tallada por el anciano, que recordaba a la que Ismil había portado en la cara, antes de volver junto al hombre y desandar un tramo del camino, rumbo a la cueva.
[...]
Divisaron la boca de la lobera cuando el sol se alzaba ya en lo alto, indicando la llegada del mediodía. Era una cavidad poco profunda, aunque se encontraba lo suficientemente recogida, como para no ser vista si se desconocía su existencia. Tarek tocó una de las rocas que flanqueaban la entrada y, por un instante, le pareció divisar algo en su interior. Pero tan rápido como lo había visto, aquello, fuese lo que fuese, desapareció.
El anciano le preguntó si necesitaba algo más y el elfo se limitó a negar con la cabeza. Despidiéndose entonces de él, el hombre partió, tras asegurarse de que sabía cómo regresar a la aldea. El peliblanco se internó entonces en la cavidad, deslizando la mano con cuidado sobre la superficie de piedra de la misma. Cerró los ojos, intentando traer de nuevo a su mente las últimas horas del líder de los Iglorien. La despedida de la humana, las palabras susurradas por el elfo al bebé, envuelto en la tela de su propia capa, los gorjeos de la niña a su espalda, cuando había abandonado la cueva. Al abrir los ojos se encontró en el centro de la oquedad y agachándose tocó con la mano el lugar donde recordaba que Eithelen había dejado al bebé, antes de partir. Una sombra se movió entonces en la periferia de su campo visual y, al girarse, le pareció ver al elfo mayor abandonando el lugar.
Sin mirar atrás, siguió la estela de aquel recuerdo. Tras dejar tras de si la lobera, Eithelen se había detenido ante la puerta para observar a la humana, que se recomponía estoica tras la despedida. Habían enfilado entonces por el camino de regreso a la aldea, perdiéndose entre los árboles, mucho más jóvenes que los que Tarek contemplaba en aquel momento. Las frondosas copas ocultaron el sol de mediodía y el peliblanco distinguió, en más de una ocasión, la efigie del líder Inglorien entre las sombras.
La arboleda a su alrededor se desdibujó. Recuerdo y realidad parecieron intercalarse, mientras en sus oídos resonaban los últimos susurros que el elfo y la humana se habían dedicado.
[...]
El claro estaba irreconocible pero, por alguna extraña razón, supo que había llegado al lugar adecuado. Sus pasos se detuvieron sin que él fuese siquiera consciente de ello. La sombra de Dhonara se asomó tras un árbol que ya no estaba allí. El dolor de un proyectil impactando contra su muslo, lo hizo caer con la rodilla a tierra y, desde aquella misma posición, empezó a ver el entorno desde una perspectiva diferente. Los árboles habían mudado. Había nuevos ejemplares donde antes solo había vacíos y otros, que se habían alzado hacia el cielo, reposaban ahora como cadáveres inmóviles sobre la tierra. Sin embargo, había algo que no había cambiado. Los ojos de Eithelen apenas habían reparado sobre aquello en el recuerdo pero, visto desde fuera, Tarek se percató de que siempre había estado allí. Una formación rocosa se alzaba a su izquierda, impertérrita e inalterada por el tiempo.
Intentó traer de nuevo a su mente los recuerdos del enfrentamiento entre el Iglorien y los Ojosverdes, pero lo único que fue capaz de visualizar fue el rostro mutilado de la humana. Levantándose, vagó por el claro, para intentar borrar aquella imagen de su mente. Se repitió una y otra vez que necesitaba concentrarse. Que su travesía hasta allí, el riesgo que había tomado sabiendo que todavía permanecían con vida dos de los acólitos de Dhonara y que pronto podrían vincular su muerte con él, tenía que valer la pena.
Volvió a enfrentarse a la roca, pero fue incapaz de reconocer sus formas, de situarla dentro del recuerdo. Se preguntó qué había cambiado. Intentó acercarse a ella, después alejarse más, pero el recuerdo no volvió a su mente. Con frustración, lanzó un grito al aire y varios pájaros salieron volando de las copas de los árboles cercanos. Quizás solo se estaba negando a revivir el dolor de Eithelen, aquellas perturbadoras imágenes de la tortura. ¿De verdad había pensado que podría reconstruir lo ocurrido hacía tantos años en un lugar en el que apenas quedaban ya recuerdos de lo acaecido? Tendría que haberle preguntado a Dhonara, tendría que haber utilizado el tiempo con ella para saber más, para descubrir la verdad. Pero no había podido. La perspectiva de que estaba a punto de matarla había ocupado gran parte de su mente, junto con el dolor de conocer la verdad y de ver cómo, la persona que se había hecho cargo de él hacía tantos años, se burlaba de ese mismo dolor.
Golpeó con frustración una piña seca que descansaba sobre el mullido musgo que cubría el suelo del claro. Tanto Eithelen como Dhonara le habían mentido, lo habían manipulado. La diferencia era que, a la hora de la verdad, ella no había sido tan hipócrita como para negar lo que había hecho. Eithelen se había pasado los tres años anteriores a su muerte viviendo una doble vida. Ni siquiera cuando había decidido huir con aquella humana y el vástago de ambos, había tenido el valor de contarle la verdad. Sus mentiras no solo lo habían matado a él y a su amada, sino también a Ismil y había condenado a Tarek a vivir con sus asesinos durante más de dos décadas.
A pesar de todo ello, el joven sintió que le debía al líder Inglorien la deferencia de un entierro digno, algo que estaba seguro que los Ojosverdes no le habían prodigado. Quizás la relación entre ambos había sido diferente a lo que el peliblanco había supuesto y Eithelen no lo había considerado más que un pupilo. Probablemente la joven mente de Tarek había querido ver en las acciones del hombre un cariño que en realidad no había diferido del que había ofrecido al resto de los miembros del clan. Sin embargo, el líder de los Inglorien lo había acogido en su momento más bajo y le había dado un lugar donde crecer. Solo por aquello, le daría la deferencia que se merecía, como líder del clan al que había pertenecido.
Dhonara le había exonerado de sufrir el Lempë Urth, no por consideración, sino por aumentar su sufrimiento al ver como la humana era la que lo sufría en su lugar. El Eithelen había presenciado cada golpe, cada vejación, de rodillas, incapaz de hacer nada por impedirlo. De rodillas…
Tarek se maldijo por no haber pensado en aquello antes y, encarando de nuevo la formación rocosa, se dejó caer de rodillas. Eithelen lo había visto todo desde aquella perspectiva, así que, si quería revivir el recuerdo, debía hacerlo desde la misma posición. Intentó rememorar alguna de las muchas veces que el elfo mayor había maldecido a Dhonara, tanto para apartar su mente del mutilado rostro de la humana, como para ganar perspectiva del entorno en el que había sucedido. Estaba demasiado lejos. Se desplazó para reubicarse, hasta que consiguió cuadrar la imagen grabada en su mente y el paisaje a su alrededor. Aquello había sido lo último que el elfo mayor había visto antes de morir.
Se dejó caer a un lado, recordando cómo el cuerpo del Inglorien había sucumbido contra aquel mismo suelo, y desde aquella perspectiva lo vio, de nuevo, como había sucedido en el santuario. La realidad y el recuerdo se mezclaron. La sombras de los Ojosverdes, moviéndose hacia el cuerpo de Ayla, Dhonara dando órdenes, el grupo desplazándose hacia su izquierda, cerca del riachuelo, la oscuridad que invadió todo cuando Eithelen exhaló su último suspiro. El momento duró apenas unos segundos, pero lo dejó con más preguntas que respuestas.
Girándo sobre sí mismo, se tumbó boca arriba, mirando el cielo entre las copas de los árboles. Si algo le habían permitido los años con Dhonara, era conocer lo cruel que podía llegar a ser. Incluso tras la muerte, se habría asegurado de que los restos de la humana y el elfo se encontrasen alejados, para evitar que la primera contaminase al segundo. Desconocía que habían hecho con la chica, pero tenía claro que habían enterrado el cuerpo del Inglorien, pues una cadáver con ropajes elficos, además de los rasgos distintivos de su clan, habría acabado llamando la atención de algún cazador o campesino de la zona. Sabía hacia donde se habían llevado a la mujer, quizás podría empezar por allí.
Levantándose, siguió el camino que había visto recorrer a los Ojosverdes, hasta el riachuelo cercano. Eithelen y la humana se habían conocido en un lugar como aquel, resultaba irónico que hubiesen acabado muriendo en un lugar similar. El tiempo y las alimañas, probablemente habían borrado todo rastro de la humana, pues Tarek tenía claro que su clan adoptivo había dejado el cuerpo a la vista de todos, un aviso para aquellos que se atreviesen a enfrentarse a los Ojosverdes. Una seña de identidad. Le sorprendió por lo tanto ver huesos asomando entre las hojas que se habían acumulado en un pequeño recobeco bajo el afloramiento rocoso.
Retiró las hojas y ramas secas, antes de continuar excavando entre la poca tierra que se había acumulado allí con el tiempo. Pronto encontró algo más que costillas y falanges, cuando el cráneo de la mujer quedó visible entre las hojas. De su cuello pendía todavía aquel sencillo collar que tantas veces le había visto en los recuerdos revividos en el santuario. Tomó la joya con cuidado y la guardó en uno de sus bolsillos, antes de quitarse la casaca para hacer un improvisado atadillo, en el que reunió los huesos de lo que había sido Ayla.
Se preguntó por qué la habían dejado precisamente allí, sin podían haberla tirado al río, para que la corriente se la llevase y los peces acabasen por borrar las huellas de su crimen. La respuesta le pareció tan clara como triste: habían pretendido levantar un muro de piedra entre ellos.
Tomando con cuidado el improvisado macuto, rodeó de nuevo la gran roca, hasta volver al claro en el que todo había sucedido. Revisó la superficie de piedra con cuidado, hasta que lo encontró. Un pequeño símbolo, una marca apenas perceptible, oculta por el musgo que había crecido a lo largo de los años. Los Ojosverdes no temían morir, pero si que sus huesos no recibieran un descanso digno. Alguno de los acólitos de Dhonara (porque dudaba seriamente que hubiese sido ella) le había dedicado aquel último gesto de consideración a un congénere caído. Aún a pesar de lo que ellos habían considerado un acto de traición y burla contra su propia especie, no habían sido capaces de abandonar su espíritu a su suerte y aquella marca era testigo de ello.
Dejándo a un lado los restos de la humana, recuperó la pala que había cargado desde la casa del anciano soldado y, armándose de paciencia, comenzó a cavar.
[...]
Le había llevado varias horas retirar toda la tierra que cubría a Eithelen y recuperar sus restos, sobre todo porque, al ver los primeros indicios de su armadura, se había derrumbado ante la inexorable realidad. Recogió los restos con cuidado, mientras lágrimas surcaban sus mejillas, dejando tras de si un frío y húmedo rastro.
Portando los restos de ambos, regresó a la boca de aquella pequeña cueva en la que ambos habían puesto sus esperanzas, tantos años atrás. El joven se había propuesto devolver los huesos de su maestro a la tierra en la que, por derecho, debían haber descansado. Pero una vez reunidos de nuevo, supo que el líder Inglorien habría querido descansar junto a la humana, aunque aquello significase que sus huesos reposarían para siempre en una tierra extraña.
Dejó con cuidado los restos de la pareja junto a la boca de la cueva, antes de tomar de nuevo la pala y cavar una tumba digna para ambos, junto a la abertura de la misma. En aquel lugar donde habían vivido su último momento de felicidad. El lugar en el que volverían a juntarse para el resto de la eternidad.
[...]
El cielo estaba comenzando a oscurecerse cuando vio a lo lejos, entre los árboles, las luces y el humo de las casas de Eiroás. Había permanecido un largo rato ante la tumba, antes de decidir que era hora de regresar. Lamentando de nuevo no tener sus runas, clavó el arma del líder inglorien en la tierra, sobre la fosa, colgando posteriormente de la misma la fina cadena que había recuperado del cuerpo de la humana. Con aquel último acto había cumplido su promesa de descubrir la verdad y vengar la muerte del líder de su clan. Irónicamente, aquella misma promesa había terminado por desaparecer de su piel, sin dejar rastro, en las horas que habían transcurrido desde su llegada a Eiroás.
Un suspiro de cansancio abandonó sus labios, cuando enfiló de vuelta hacia la casa del anciano. Se marcharía esa misma noche. Nada lo retenía ya allí. Pensó en su siguiente paso a seguir. Debía dejar cuanto antes la región, aquella era zona de caza de los Ojosverdes. Gwynn le había recomendado que se marchase lejos, allí donde no pudiesen encontrarlo. El norte sería su destino. Pensó en Cornelius y en si debía arriesgarse a contactar con el elfo antes de su partida. Sin embargo, no tuvo que meditarlo mucho, pues uno de aquellos extraños pájaros de papel que el hombre usaba para comunicarse, llegó hasta él. Nunca había entendido cómo el tabernero podía saber siempre dónde estaba, pero se reforzó en su idea de que no debía ofender nunca al elfo, porque este lo encontraría para hacérselo pagar.
Desensambló la cuartilla y, por primera vez en días, una risa dejó sus labios al ver el dibujo que acompañaba al corto pero contundente mensaje.
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Sentada en la parte trasera del destartalado carromato, la mestiza trató de hacer memoria de cuántos días hacía desde que habían separado sus caminos. Los recuerdos se mezclaban entre brumas en su mente, intercalándose de forma imprecisa con sus vivencias en el mundo real, sus propios pensamientos y remembranzas que pertenecían a otras personas.
Porque Iori sentía que en su mente, ahora, vivían múltiples voces.
Tiró del cuello de su abrigo para taparse hasta la nariz, y cruzó los brazos bajo el pecho, tratando de mantener de esa manera mejor su calor corporal. La imagen de Nousis se diluyó en su presente como quien lanza un puñado de arena al agua del mar. Como quien se sacude la ceniza de leña tras una jornada horneando pan. Con naturalidad e indiferencia. Hasta que no quedó nada del elfo en su presente ni en su futuro.
- ¡Mira, mira! - uno de los dos chiquillos que se movían con sus padres en aquella ruta se acercó a ella, caminando por encima de las pertenencias que portaban en la zona de carga. - ¿Alguna vez viste una piedra tan interesante? Tiene forma de lobo aullando - explicó mirándola orgulloso de su menuda pertenencia.
La mestiza ladeó el rostro, y lo miró sin mayor interés. No pudo sin embargo evitar posar los ojos en lo que mostraba dentro de su menuda mano. En efecto, había algo similar a un hocico y unas orejas en su perfil. Lo que hacía falta para componer la forma que el niño creía ver allí, pasaba por echarle imaginación al tema. Evitó las ganas de tomarla y lanzarla a un lado del camino, ya que sopesó un instante si le compensaba sacarse a aquel crío molesto de encima a cambio de caminar durante horas con la nieve a la alturas de los tobillos.
Decidió que mejor continuar abusando de su amabilidad.
Apartó la vista del pequeño, y con la mano realizó un gesto displicente animándolo a alejarse de ella. No vio el mohín que hizo el pequeño cuando aferrando su preciada piedra contra el pecho, volvió a caminar sobre los bultos envueltos en el carromato y regresó a la zona de conducción junto a sus padres.
- No vuelvas a acercarte a ella Teo - escuchó Iori que le indicaba la voz de su madre. - Esa muchacha no tiene buena cara, saben los dioses qué se ha encontrado últimamente en su camino. La vida de cada cual solo la saben uno mismo. -
El tono amable con el que pronunció aquella mujer las palabras la desagradó. Casi podía tocar en el aire, como hilos que se movían en su dirección, la compasión que nacía dentro de ella. ¿El hecho de ser madre la habría cambiado? ¿O se trataba de una persona inclinada a la empatía de forma natural? Apretó los dientes y clavó las uñas con fuerza en sus muslos. El grosor de la ropa apenas le permitió sentir la leve presión, del todo insuficiente para calmar su malestar.
- ¿Se ha perdido? ¿Es por eso que está triste? - la voz del crío sonaba como campanillas. Y Iori no le importaría romperlas. - ¿Quizá se ha separado de su familia? Yo me pondría triste si me perdiese de vosotros - la forma ahogada en la que le llegó la última frase, le permitió saber sin ver que se había abrazado a alguno de sus progenitores para hablar de forma ahogada desde allí.
Las manos frías de la mestiza, sacaron con presteza la menuda daga que había conseguido hacía unos días. Desenvainó y observando un instante el brillo de sus ojos azules en la hoja, la apoyó en el antebrazo colocando contra su piel la punta. No rompió la tela, pero el tajo fue certero. Notó el calor de la sangre deslizándose mientras empapaba la tela, y el ruido de su mente se aplacó un poco mientras se centraba en el dolor agudo que se estaba infligiendo.
Aquello bastó. Por el momento.
La luz clara del amanecer se abría paso desde el horizonte, iluminando un bosque en el que no había ni rastro de nieve.
Reconoció a los pocos segundos el paisaje, cerca de su aldea, y comprendió que en ese punto del continente la nieve era un regalo del cielo muy escaso.
Vio sus manos. Aunque no eran suyas. Trabajó con la pala mientras rebuscaba en la tierra. Unos huesos. Blancos. Limpios tras la degradación de la carne en un tiempo largo.
Un colgante familiar. Un colgante visto antes, en otro cuello. Uno vivo.
Todo se desdibujó y de golpe, con claridad pudo percibir una cueva. Alguien estaba buscando en los muertos. Alguien estaba rompiendo el silencio y el descanso de unos cuerpos que no habían dejado nadie atrás que los pudiera recordar. Ni llorar.
El sonido de la tierra cayendo sobre ellos. Ocultándolos de nuevo. Juntos y para siempre.
Boqueó luchando por obtener aire, mientras se incorporaba tan súbitamente que a punto estuvo de caer del carro. Apartó la capa con la que se había tapado cuando se recostó para echar una cabezada, y comprobó que no había servido de nada. Sentía el cuerpo rígido por el frío implacable, y se frotó las manos con saña para hacerlas entrar en calor. Debería de conseguir ropa de abrigo más efectiva.
¿Qué demonios había sido ese sueño?
Creyó estar, de nuevo, viendo retazos como quien observa una obra de teatro. Una escenificación desde fuera. Como espectadora pero siendo parte a la vez. Murmuró para si, molesta tras reconocer que, sin duda, aquel lugar era la zona norte de Eiroás. Resopló y se palmeó la cara para tratar de hacer entrar también allí su piel en calor.
Fue entonces cuando notó el camino húmedo que habían dejado sus lágrimas.
Cuando alcanzaron uno de los pueblos que hacía frontera con Sandorai, Iori aprovechó la reducción del ritmo al que avanzaba la familia para saltar desde la parte de atrás. Aterrizó con sus pies sobre el barro mojado de lo que parecía el sendero principal y se giró sin mirar atrás. Aquellos dos días en compañía de la familia, incluso compartir vehículo, fuego y comida juntos no eran, a ojos de Iori, motivo por el cual dirigir la vista atrás.
El frío no era tan intenso allí. Y según avanzase hacia el sur iría aumentando la temperatura. No estaba segura de por dónde comenzar. Las únicas pistas de las que disponía en aquel momento era que Hans era un afamado mercader con base en Lunargenta. Debía de obtener información más precisa para, después, poder analizar con calma cuales serían los pasos a seguir que la conducirían hasta él.
- ¡Suerte chicaaaa! - la voz del mocoso que más insistentemente había tratado de captar su atención se escuchó a su espalda.
La mestiza apuró el paso y enfundó las manos dentro del abrigo, hasta rozar el pequeño saquito de cuero gastado que portaba en uno de los bolsillos. Cuando se diesen cuenta de que le faltaba el dinero, ella ya estaría demasiado lejos. Y sus ahorros gastados. Le granjearían algo de ropa nueva, comida, y quizá alojamiento.
Aunque, pensó con una sonrisa cínica, no tenía porque conseguir todo lo que buscaba a cambio de aquellas monedas que había robado.
Porque Iori sentía que en su mente, ahora, vivían múltiples voces.
Tiró del cuello de su abrigo para taparse hasta la nariz, y cruzó los brazos bajo el pecho, tratando de mantener de esa manera mejor su calor corporal. La imagen de Nousis se diluyó en su presente como quien lanza un puñado de arena al agua del mar. Como quien se sacude la ceniza de leña tras una jornada horneando pan. Con naturalidad e indiferencia. Hasta que no quedó nada del elfo en su presente ni en su futuro.
- ¡Mira, mira! - uno de los dos chiquillos que se movían con sus padres en aquella ruta se acercó a ella, caminando por encima de las pertenencias que portaban en la zona de carga. - ¿Alguna vez viste una piedra tan interesante? Tiene forma de lobo aullando - explicó mirándola orgulloso de su menuda pertenencia.
La mestiza ladeó el rostro, y lo miró sin mayor interés. No pudo sin embargo evitar posar los ojos en lo que mostraba dentro de su menuda mano. En efecto, había algo similar a un hocico y unas orejas en su perfil. Lo que hacía falta para componer la forma que el niño creía ver allí, pasaba por echarle imaginación al tema. Evitó las ganas de tomarla y lanzarla a un lado del camino, ya que sopesó un instante si le compensaba sacarse a aquel crío molesto de encima a cambio de caminar durante horas con la nieve a la alturas de los tobillos.
Decidió que mejor continuar abusando de su amabilidad.
Apartó la vista del pequeño, y con la mano realizó un gesto displicente animándolo a alejarse de ella. No vio el mohín que hizo el pequeño cuando aferrando su preciada piedra contra el pecho, volvió a caminar sobre los bultos envueltos en el carromato y regresó a la zona de conducción junto a sus padres.
- No vuelvas a acercarte a ella Teo - escuchó Iori que le indicaba la voz de su madre. - Esa muchacha no tiene buena cara, saben los dioses qué se ha encontrado últimamente en su camino. La vida de cada cual solo la saben uno mismo. -
El tono amable con el que pronunció aquella mujer las palabras la desagradó. Casi podía tocar en el aire, como hilos que se movían en su dirección, la compasión que nacía dentro de ella. ¿El hecho de ser madre la habría cambiado? ¿O se trataba de una persona inclinada a la empatía de forma natural? Apretó los dientes y clavó las uñas con fuerza en sus muslos. El grosor de la ropa apenas le permitió sentir la leve presión, del todo insuficiente para calmar su malestar.
- ¿Se ha perdido? ¿Es por eso que está triste? - la voz del crío sonaba como campanillas. Y Iori no le importaría romperlas. - ¿Quizá se ha separado de su familia? Yo me pondría triste si me perdiese de vosotros - la forma ahogada en la que le llegó la última frase, le permitió saber sin ver que se había abrazado a alguno de sus progenitores para hablar de forma ahogada desde allí.
Las manos frías de la mestiza, sacaron con presteza la menuda daga que había conseguido hacía unos días. Desenvainó y observando un instante el brillo de sus ojos azules en la hoja, la apoyó en el antebrazo colocando contra su piel la punta. No rompió la tela, pero el tajo fue certero. Notó el calor de la sangre deslizándose mientras empapaba la tela, y el ruido de su mente se aplacó un poco mientras se centraba en el dolor agudo que se estaba infligiendo.
Aquello bastó. Por el momento.
[...]
La luz clara del amanecer se abría paso desde el horizonte, iluminando un bosque en el que no había ni rastro de nieve.
Reconoció a los pocos segundos el paisaje, cerca de su aldea, y comprendió que en ese punto del continente la nieve era un regalo del cielo muy escaso.
Vio sus manos. Aunque no eran suyas. Trabajó con la pala mientras rebuscaba en la tierra. Unos huesos. Blancos. Limpios tras la degradación de la carne en un tiempo largo.
Un colgante familiar. Un colgante visto antes, en otro cuello. Uno vivo.
Todo se desdibujó y de golpe, con claridad pudo percibir una cueva. Alguien estaba buscando en los muertos. Alguien estaba rompiendo el silencio y el descanso de unos cuerpos que no habían dejado nadie atrás que los pudiera recordar. Ni llorar.
El sonido de la tierra cayendo sobre ellos. Ocultándolos de nuevo. Juntos y para siempre.
[...]
Boqueó luchando por obtener aire, mientras se incorporaba tan súbitamente que a punto estuvo de caer del carro. Apartó la capa con la que se había tapado cuando se recostó para echar una cabezada, y comprobó que no había servido de nada. Sentía el cuerpo rígido por el frío implacable, y se frotó las manos con saña para hacerlas entrar en calor. Debería de conseguir ropa de abrigo más efectiva.
¿Qué demonios había sido ese sueño?
Creyó estar, de nuevo, viendo retazos como quien observa una obra de teatro. Una escenificación desde fuera. Como espectadora pero siendo parte a la vez. Murmuró para si, molesta tras reconocer que, sin duda, aquel lugar era la zona norte de Eiroás. Resopló y se palmeó la cara para tratar de hacer entrar también allí su piel en calor.
Fue entonces cuando notó el camino húmedo que habían dejado sus lágrimas.
Cuando alcanzaron uno de los pueblos que hacía frontera con Sandorai, Iori aprovechó la reducción del ritmo al que avanzaba la familia para saltar desde la parte de atrás. Aterrizó con sus pies sobre el barro mojado de lo que parecía el sendero principal y se giró sin mirar atrás. Aquellos dos días en compañía de la familia, incluso compartir vehículo, fuego y comida juntos no eran, a ojos de Iori, motivo por el cual dirigir la vista atrás.
El frío no era tan intenso allí. Y según avanzase hacia el sur iría aumentando la temperatura. No estaba segura de por dónde comenzar. Las únicas pistas de las que disponía en aquel momento era que Hans era un afamado mercader con base en Lunargenta. Debía de obtener información más precisa para, después, poder analizar con calma cuales serían los pasos a seguir que la conducirían hasta él.
- ¡Suerte chicaaaa! - la voz del mocoso que más insistentemente había tratado de captar su atención se escuchó a su espalda.
La mestiza apuró el paso y enfundó las manos dentro del abrigo, hasta rozar el pequeño saquito de cuero gastado que portaba en uno de los bolsillos. Cuando se diesen cuenta de que le faltaba el dinero, ella ya estaría demasiado lejos. Y sus ahorros gastados. Le granjearían algo de ropa nueva, comida, y quizá alojamiento.
Aunque, pensó con una sonrisa cínica, no tenía porque conseguir todo lo que buscaba a cambio de aquellas monedas que había robado.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Uno, dos, tres golpes con una delicadeza extrañamente familiar mecieron el aire, y el ojo del elfo más alejado de la almohada se entreabrió, recibiendo la luz que inundaba la habitación por la que había pagado. Antes siquiera de que su segundo párpado permitiese al sol saludar a esa piedra gris que tras de sí guardaba, corroboró que su espada se encontraba en el lugar donde descansaba cada noche, a un paso de él.
Fuera quien fuese, repitió aquello como un ritual, y Nousis separó sus hombros cuanto pudo, con los puños cerrados, sin levantarse aún del lecho. ¿Habría llegado Tarek? Su semblante pasó del placer del descanso a mostrar los rescoldos de una cólera que apenas lograba mantener detrás de sus rasgos. Pensar en el muchacho avanzó de manera inevitable hacia la semielfa. Por ello, se acercó a la jofaina y hundió la cara en el agua, restregándola, encajando los dedos en el cabello hasta la parte posterior del cráneo.
Con el paño pertinente, se secó lo suficiente para, tras tomar la empuñadura de la espada, cuestionar a la inesperada visita. Ni siquiera se había puesto la camisa.
Abrió la puerta, tenso, esperando que desde el otro lado alguien tratase de empujar violentamente y hacerle perder el equilibrio. Tras eso, sopesó la idea de un disparo de ballesta por la cada vez mayor abertura. Nada de eso ocurrió.
No se permitió relajarse. Su brazo mostraba las evidencias de sujetar su arma, dispuesto apenas despierto a entrar una vez más en combate. Y cayó al suelo con un estrépito donde cada golpe contra el suelo de madera pareció arrancar un poco más el color del rostro de Nousis. Estaba preparado para tantas cosas…
Pero había sentido la frescura del agua, la calidez de las primeras horas tras el amanecer. No estaba dormido. Y eso hizo zozobrar todos sus pensamientos. Miró las sábanas revueltas, apelando a ellas, como si desease obligarlas a reconocerle que no podía ser real.
Mas no respondieron. Y su mirada volvió al auténtico objeto de la momentánea pérdida de su racionalidad. Era ella, era real y estaba allí.
-Confiaba en que al ser recibida llevases algo más que ropa interior- fueron sus primeras palabras desde aquella última vez. Ni siquiera trató de recoger la hoja cuyo pomo aún sentía en los dedos.
-¿Qué te ha traído a una zona tan remota, Neralia? – quiso saber, alejándose de la entrada y tomando asiento en la cama. La elfa contempló la espada, antes de recogerla como si hubiese sido fabricada en el más frágil cristal, y colocarla en la única y pequeña mesa de la estancia. Su cabello dorado… No. El problema era el conjunto, no un único matiz. Observarla resultaba una tortura. Mas sus ojos expresaban con ese claro azul una tristeza que Nou siempre había percibido en la mujer. O tal vez, jamás estuvo seguro, no era más que una proyección de sus propias inseguridades.
Tomando una de sus manos con la otra tras la espalda, respondió, y el Indirel casi podría haberse jurado que aquellos ojos no parpadearon una sola vez, fijos en él.
-Volví al sur unas semanas atrás. Hablé con Karian, tras tanto tiempo- su mirada se dirigió un instante hacia la luz de la ventana, la cual la bañó de manera muy parecida a uno de sus últimos encuentros- En Folnaien fui testigo de lo que se cuenta de ti entre los tuyos, Nou.
El rostro de éste permaneció impertérrito. Aún no había digerido la presencia de esa criatura a unos pasos de él. Menos, cuando se sentó a su lado.
-No fue difícil imaginar en qué estado te encontrarías- se dedicó tres segundos, infinitos, a contemplarlo- mental- especificó. Incapaz de aguantarle la mirada, el espadachín la apartó. Ella ladeó la cabeza, seria- Sé que Nilian murió ayudándote. Lo ocurrido en Árbol Madre y Nytt Hus.
Aquello fue demasiado, y se levantó, cruzándose de brazos y alejándose de ella.
-No estuviste allí- replicó, sin ira en la voz, ni estar siquiera seguro si sus propias palabras rezumaban acusación. Al menos, creía que no.
Mirándolo desde abajo, aún sentada, los ojos azules de la fémina parecieron batallar con los grises de quien casi lamentaba el momento que había decidido no continuar con los sueños que se le estaban regalando antes del sonido de la puerta.
Neralia asintió, aceptando algo irrefutable- ¿Sabes…? – suspiró- de todo cuanto ocurrió, sólo lamento al papel que jugué en terminar de cerr…
Nou levantó una mano, y la ira que llevaba meses amenazando con descontrolarse trató una vez más de dominarlo.
-No te atrevas a afirmar que provocaste mi forma de ser. No ocurrió por ella, ni por ti, ni por quienes llegaron después- su oyente se levantó, permaneciendo a un paso de él. Negó, despacio.
-No puedo tomar tal arrogancia. No obstante- la determinación tiñó su semblante- ¿te atreverás a negarme de donde viene cierta parte de ti?
-Siempre he decidido mis pasos- contraatacó el Indirel, molesto.
-¿Y si nunca encuentras lo que buscas? ¿Cuántos años más aguantarás de este modo…? -él no respondió. Ya había comenzado a comprender que debía tomar otro camino. Más peligroso. Inquietante.
-¿Te traerá paz – volvió a cuestionar Neralia- traer un mar de sangre?
-¡¿Qué!? – exclamó el elfo, asombrado- ¡Yo no pretendo algo así, Neri!
-Quizá no todo tu ser- admitió ella- Tal vez Tarek termine de partir esas columnas sobre las que se sostiene cuanto crees que eres.
¿Tarek? La pregunta muda acudió a sus labios. ¿Cómo era posible qu…?
La puerta sonó tres veces, y uno de los ojos de Nou se abrió.
“Maldita sea”
[…]
Debastó una gruesa rama de uno de los árboles cercanos, y tras desayunar algo ligero, la clavó con fuerza en una zona donde la tierra presentaba una textura arcillosa cercana al río de la comarca. Con la capa y la armadura a un lado, buscó liberar la mente de cada sentimiento que la atenazaba, un torbellino de furia, dolor, desconcierto, nadando en una oscuridad alimentada en cada uno de sus viajes a lo largo del continente. Volteó la espada en la muñeca, y comenzó los fluidos movimientos con que durante décadas formaban parte de su baile de muerte. Poco a poco, fue arrancando minuto a minuto astillas y oquedades fruto de la afilada hoja que habían reforjado en Sandorai tras las batallas contra aquellos elfos oscuros. Las gotas de sudor recorrían frente y torso, mas su rostro no evidenciaba esfuerzo. Únicamente la lucha que contendía en su cerebro. Él contra sí. Recuerdos contra ira. Obligación contra personalidad.
Con un corte oblicuo desde su rodilla izquierda hacia arriba, hizo saltar un pequeño trozo de madera.
“¿Quieres creer que soy la de antes? ¿Que merezco la pena?”
Arremetió de punta al tan delgado objetivo, y sintió la tensión desde que la parte anterior de su arma tocó al improvisado oponente. La sacó con rapidez, soltando la espada en el aire para volver a empuñarla de forma inversa, con la hoja a lo largo de su propio brazo. Y golpeó de manera horizontal.
“Puedo ver lo que haces. Tú realmente quieres ayudarme, pero no puedes salvar mi alma”
Apretó los dientes, irritado. Y lanzó una andanada de estocadas, que hicieron aparecer a gran velocidad una serie de muescas en toda la longitud de la gran rama.
“No quiero que estés cerca de mí, cerca de lo que me he convertido”
Un ataque afortunado con buena parte de su fuerza removió los cimientos, inclinando el madero, y Nousis tensó ambos hombros, buscando partir aquel trozo inerte que ya no veía como tal.
“No quiero ver cómo la esperanza se disuelve en tus ojos”
Gritó, cuando con el segundo impacto, la rama fue cortada, cayendo al suelo con dos golpes, antes de rodar unos pasos más allá.
El elfo respiró agitadamente varios segundos, con la mirada puesta en la triste pieza del árbol hundida en la tierra. Sacudió la cabeza, cuando la tristeza apagó momentáneamente las llamas del rencor contra la humana.
Pero debía atenerse a lo que habían decidido. Ella y él.
Iori había escogido el rumbo de su vida. Él necesitaba distanciarse de ella. La había protegido cuanto le había sido posible.
Necesitaba convencerse, tenía que ser así. No podía hacer más. Quizá, ni siquiera debía. Su planteamiento tras su traición era el correcto.
La imagen de la muerte de Nilian apareció clara como el cristal, uno que se astilló en pedazos en su propia imaginación. Nunca había soportado fallar, perder, fracasar. Asumirlo jamás había entrado dentro de sus virtudes. ¿Era Nilian un caso semejante a Iori? Inhaló profundamente, y sintió un escalofrío fruto del aire acariciando el sudor de su rostro, cuello y pecho.
No. Si la humana perdía la vida, no podía considerar que fuera de modo alguno su propia culpa. Había hecho cuanto había podido.
Ella le había fallado a él, se rebeló ante sus propias malditas ideas. Miró al cielo, jaspeado de nubes con un cromatismo que chocaban frontalmente con su estado de ánimo. Parte de su enfado se enfocó en el Inglorien, casi sin advertirlo.
-He actuado según las reglas de mis antepasados, según vuestros preceptos- susurró- ¿Por qué habéis permitido que todo haya salido de éste modo?
Calló. Comprendiendo gradualmente que parte de lo que siempre había creído un apoyo, comenzaba a resultar pesado como cadenas.
-No… - concluyó, tomando una vez más su espada, y la contempló embelesado- No estaba en lo correcto. No se trataba de seguir un camino, aunque sus losas naciesen de la crianza. Terminé por limitarme, siempre tuvieron razón.
Volvió al cielo sus ojos grises.
-No ha venido a mí… de modo que yo seré el poder. Ésta es la última vez que a vosotros se dirigen mis palabras- aseguró, envainando la espada, y con sus pertenencias, dando la espalda a su pequeño campo de entrenamiento, dio el primer paso hacia la posada- Todo debe cambiar- continuó con un segundo- Los dioses han muerto- sentenció- Es mi turno.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Partió aquella misma noche. El viejo soldado le había ofrecido de nuevo un lugar en el que quedarse, un jergón en el que dormir y un cuenco caliente de estofado con el que recuperar fuerzas. Pero el joven elfo supo que su tiempo allí había llegado a su fin. Nada le restaba en aquellos parajes, excepto la desesperanza de saberse incapaz de hacer algo más por aquellos cuyos huesos descansaban allí, lejos de su hogar. Volvería, aquello lo sabía con certeza, pero solo cuando fuera capaz de cumplir la promesa que había hecho a los pies de la tumba de Ismil y Eithelen.
Se despidió del hombre, que le dedicó un amable, aunque incómodo, gesto de despedida. Recordó sus palabras de la noche anterior, sobre la educación que había impartido a su protegida y el desapego que esta siempre había mostrado por la gente. Por un instante se sintió afortunado, pues la pérdida de sus progenitores había deparado para él, en cierta medida, un ambiente mucho más acogedor y amistoso. Siempre que se obviase el hecho de que su maestra había sido la asesina de su anterior tutor. La misma que lo había azuzado para que buscase venganza contra aquellos que, según ella, habían sido los culpables de su muerte.
Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos de su mente, mientras dejaba a su espalda las tenues luces de Eiroás, cuya gente, reunida alrededor de la lumbre de los hogares, seguía ajena a los terribles acontecimientos que se habían sucedido en aquel lugar casi dos décadas antes. Alcanzó pronto la linde del pequeño bosque que bordeaba la aldea. Se preguntó si sería seguro atravesarlo, pues sabía a ciencia cierta que los miembros de su clan materno eran mucho más letales desde las copas de los árboles, amparados por la oscuridad. Pero, ¿realmente creía que podían haberlo seguido hasta allí? Solo Gwynn había sido testigo de su partida del Campamento sur y, de haberlo querido, podría haber delatado su traición en aquel mismo momento. Los años de amistad y camaradería que lo unían al Ojosverdes le instaban a pensar que este había guardado silencio respecto a su incursión, respecto a la muerte de la líder del clan. Pero los últimos sucesos, lo vivido en el templo, le hacían sospechar y se preguntó si alguna vez sería capaz de volver a confiar de nuevo en alguien.
El viaje desde la pequeña aldea de Verisar hasta la posada de Cornelius debería haberle llevado poco más de una jornada, pero procuró evitar los caminos, así como tomar una ruta directa hasta allí. Le preocupaba que alguien pudiese localizarlo, pero todavía más que alguien pudiese relacionar al posadero con él, que se convirtiese en un objetivo involuntario. Conocía a los Ojosverdes y, si en algo destacaban, era en la crueldad de sus venganzas, sobre todo con aquellos que consideraban traidores o enemigos.
Se acercaba el ocaso de un nuevo día cuando escuchó, por primera vez en horas, voces cerca de él. Con cuidado, se deslizó tras un grupo de altos matorrales, acercándose lo suficiente como para distinguir la conversación. Se trataba de un grupo pequeño de elfos, entre los que pudo distinguir a tres mujeres y dos hombres. Parecían preocupados y, por sus palabras, Tarek pronto comprendió porqué.
- … creí que no se les permitía salir de sus tierras –comentó una de las mujeres con voz queda.
- Al parecer las relaciones con el Consejo no son buenas y algunos hablan de guerra. Incluso se rumoreaba que se estaban pertrechando, por si alguien decidía hacer justicia por lo de Nytt Hus.
- ¿Entonces que hacen por estas tierras?
- Siempre han tenido problemas con los humanos en la frontera. Quizás solo sea otra batida.
- Es posible, pero parecían, no sé, nerviosos.
- ¿Creéis que deberíamos dar aviso a alguien?
- ¿Para qué? Deberían haber arrasado a todo el maldito clan tras lo de Nytt Hus o al menos haber castigado su desobediencia de alguna manera. Murieron centenares aquella noche por su culpa.
- Olvidadlo –comentó entonces el único individuo que no había hablado hasta entonces- No sé vosotros, pero yo no quiero problemas con los Ojosverdes.
- Si, pero…
Deslizándose con cuidado en dirección contraria al grupo, se alejó de ellos, para retomar el camino. No era raro que los Ojosverdes se moviesen por aquellas tierras, puesto que se encontraban solo a unas horas de la frontera entre el bosque y los dominios humanos. Dudaba que, ni siquiera tras lo acaecido en Nytt Hus, hubiesen detenido sus acciones en aquellos parajes. Eran demasiado orgullosos para ello y, si no habían sufrido las consecuencias de lo ocurrido en la colonia hereje, era porque se sabían apoyados por un grupo nutrido del Consejo del Árbol Madre. Muchos eran los elfos que denostaban a los mestizos, las relaciones con humanos y, probablemente, con cualquier otra especie del continente. Sin embargo, expresar aquellas opiniones se había convertido casi en un tema tabú, por ello muchos guardaban silencio o miraban a otro lado cuando los Ojosverdes actuaban en las fronteras. Su ausencia de acción era el mejor apoyo al radical clan sureño. Más aún, sus servicios habían sido contratados en más de una ocasión para ejecutar misiones de dudosa moralidad o contraviniendo los deseos del Consejo y jamás habían sido castigados por ello. Eran, al fin y al cabo, el gran reducto radical entre los elfos, y servían tanto como herramienta para ejecutar los trabajos menos ortodoxos como para ser señalados como culpables de esos mismos crímenes.
Algo en aquella conversación de resultó, sin embargo, inquietante. Ninguno había mencionado la muerte de Dhonara. Parecían extrañados por la actitud de los Ojosverdes, pero ninguno lo había relacionado con el asesinato de uno de sus líderes. Aquello le hizo pensar que, quizás, el clan estuviese ocultando aquella circunstancia. Pero, ¿por qué? ¿Qué les impelía a guardar silencio sobre lo sucedido? Declarar el asesinato de la elfa les daría carta blanca para buscar al asesino y no le cabía duda que aquellos que habían encontrado el cuerpo de la pelirroja habrían confirmado su muerte como la obra de un tercero. Ahora bien, si habían podido relacionar aquello con el propio Tarek era algo más difícil de dilucidar. Nadie lo había visto entrar y nadie lo había visto salir. Nada en aquella estancia había portado el veneno que la había matado, así que difícilmente podrían determinar cómo este había entrado en el organismo de Dhonara. Sin embargo, la elección de aquel mismo veneno, la posición en que la elfa había muerto… a la larga haría que, aquellos conocedores de lo sucedido con Eithelen y la humana, acabasen por atar cabos. Nadie, que no fuese Tarek, habría podido acercarse a ella tanto como para suministrarle aquel veneno.
Continuó la travesía, atento a los ruidos que le devolvía el bosque. Esperando escuchar pisadas, murmullos… o incluso el susurro de un certero proyectil, lanzado para acabar con su vida. Pero nada de aquello llegó y, pronto, se encontró ante la posada del viejo soldado, en cuyo interior se desarrollaba en aquel momento una feroz trifulca. Un fuerte alarido se vio precedido por el sonido de lago pesado golpeando la pared. Segundos más tarde, el propio Cornelius atravesó el umbral de la puerta, arrastrando consigo a algún pobre desgraciado, al que arrojó al camino.
El hombre abrió la boca para replicar, pero la mirada que le dedicó el posadero, lo exhortó a guardar silencio. Farfullando alguna maldición ininteligible, el beodo se alejó de allí, bajo la atenta mirada del elfo, cuya envergadura tapaba en gran medida la luz que se filtraba por la puerta del local.
Cuando el pobre borracho se encontraba ya a un par de metros de distancia y las risas habían vuelto a llenar el interior de la posada, el peliblanco dio un paso al frente, dejándose ver entre las sombras de un árbol cercano. El movimiento captó la atención de Cornelius que, con un gesto de la cabeza, sobradamente conocido, le indicó que aquel no era un lugar seguro para hablar.
Aquel establo llevaba abandonado varias décadas y, entrando en él, Tarek se preguntó si su “abandono” no sería intencional. El edificio parecía a punto de derrumbarse, en cambio podían verse ligeras reparaciones en puntos estratégicos, que habían permitido que la endeble estructura siguiese en pie. El pobre aspecto del lugar parecía disuadir a la gente de entrar allí y probablemente aquella era la razón del mismo, algo de lo que Cornelius con seguridad se valía para ocultar algunos de sus negocios menos lícitos.
Acababa de sentarse sobre una de las vallas que dividían los cubículos de la caballeriza, cuando el posadero entró, con paso firme, en el edificio. Se observaron mutuamente unos segundos y la mirada del elfo mayor pareció detenerse por unos instantes en su cara, probablemente preguntándose el origen de los golpes que todavía decoraban su rostro y, sobre todo, la ausencia de aquel tatuaje que siempre lo había caracterizado.
- Veo que sigues peleando de pena –comentó, señalando los golpes.
- Y yo veo que tú sigues sin saber dibujar –respondió el peliblanco, alzando la nota que el hombre le había enviado.
- Si estás aquí es porque identificaste al sujeto –se defendió el posadero.
- No negaré que has captado su esencia –respondió entonces el joven elfo, con una sonrisa cruzando sus labios.
Acercándose a él, Cornelius lo agarró de un brazo, para obligarlo a ponerse en pie. Colocando las manos sobre sus hombros lo observó con atención.
- ¿Te encuentras bien? –le preguntó serio.
- He estado mejor –fue la parca respuesta del peliblanco.
El otro elfo lo observó unos instantes más, antes de asentir y acercarlo un poco más, para darle un fuerte abrazo. Tras unos segundos, lo soltó, sentándose en unas cajas de contenido indescifrable, que se encontraban amontonadas a unos pasos de su posición.
- ¿Qué ha pasado? –preguntó con calma.
- ¿Qué es lo que sabes? –contraatacó Tarek.
- Los Ojosverdes se han pasado por aquí. Parecen… nerviosos. Hay rumores, pero nada que parezca demasiado creíble. Algunos hablan de guerra, otros de una revuelta. Al parecer ha sucedido algo en el Campamento, pero nadie sabe el qué.
- ¿Buscaban algo? –preguntó con cautela el peliblanco.
- Me preguntaron si sabía algo de ti –contestó el hombre con sinceridad- Les dije la verdad, que hacía meses que no veía tu cara. ¿Qué ha pasado con…? –dejó la frase sin terminar, pero su gesto dejó bien claro a qué se refería.
- Hice algo terriblemente estúpido –fue la respuesta del joven.
- Cómo si alguna vez hubieses hecho algo inteligente –le respondió el viejo soldado, con cierta sorna. Tarek lo miró con los ojos entrecerrados, pero el otro se limitó a indicarle con un gesto que siguiese hablando.
- Descubrí la verdad sobre la muerte de Eithelen –soltó entonces el peliblanco- Ayer enterré lo que quedaba de él y su amada en un bosque de Verisar.
- ¿Su amada? ¿Qué? ¿Qué quieres decir con “la verdad”? –preguntó confuso el posadero.
Tarek negó con la cabeza, cansado, antes de sentarse de nuevo en la valla y proceder a relatarle, al viejo amigo de Eithelen, la desgracia que el propio líder Inglorien había acabado por atraer sobre si mismo. El elfo mayor mantuvo una expresión impasible durante todo el relato, hasta que el peliblanco detalló las circunstancias de la tortura a Ayla y la posterior ejecución del Inglorien.
El establo se quedó entonces en silencio por un par de largos minutos. Tarek se sentía incapaz de decir una sola palabra más. Volver a revivir aquello, analizarlo lo suficiente como para poder relatarlo, había supuesto un alivio y una condena a la vez. Había compartido algunos de aquellos recuerdos con el anciano de Eiroás pero, hasta aquel mismo momento, no había sido consciente de lo mucho que había necesitado relatar aquello a alguien que pudiese comprender qué era lo que implicaba aquel descubrimiento, todo aquello, para él.
- ¿Por qué te buscan los Ojosverde? –preguntó entonces el hombre, pero por su tonó parecía claro que conocía la respuesta.
- Cumplí mi promesa –respondió entonces Tarek- Dhonara está muerta -Cornelius se limitó a asentir, pensativo.
- Lamento que tuvieras que hacerlo. Pero me alegro de que pudieses al fin dar paz y descanso a tu padre.
- Eithelen no era mi padre –el murmullo dejó los labios del peliblanco antes incluso de que pudiese pensar en lo que iba a decir. El posadero se puso entonces en pie.
- Lo era, créeme –indicó, poniendo una mano sobre su hombro.
- Si lo hubiese sido, me lo habría contado todo, no me habría dejado atrás. Ni siquiera le importé lo suficiente como para decirme que iba a huir con ellas –replicó el joven.
- Eithelen era un hombre complejo, lo sabes tan bien como yo. Llevas sufriendo su pérdida demasiados años. Ahora que has obtenido la verdad, deja que el tiempo cure esa herida –con un último apretón sobre su hombro, lo soltó- Debería volver, antes de que alguno de los inútiles que trabaja para mi decida quemar mi cocina. Hablaré con el elfo moreno, le diré dónde encontrarte –se giró para marcharse pero, antes de cruzar la puerta se detuvo y volviéndose, añadió- Ten cuidado. Esos malnacidos son famosos por llevarse el rencor a la tumba. Cuando acabes con el chico Indirel, ocúltate en algún sitio. Si te quedas por la zona, podré ofrecerte algún trabajo para matar el tiempo.
- Lo haré –respondió Tarek, dedicándole una sonrisa.
Con un último gesto de despedida, el posadero abandonó el lugar, dejando al peliblanco de nuevo solo con sus propios pensamientos.
Se despidió del hombre, que le dedicó un amable, aunque incómodo, gesto de despedida. Recordó sus palabras de la noche anterior, sobre la educación que había impartido a su protegida y el desapego que esta siempre había mostrado por la gente. Por un instante se sintió afortunado, pues la pérdida de sus progenitores había deparado para él, en cierta medida, un ambiente mucho más acogedor y amistoso. Siempre que se obviase el hecho de que su maestra había sido la asesina de su anterior tutor. La misma que lo había azuzado para que buscase venganza contra aquellos que, según ella, habían sido los culpables de su muerte.
Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos de su mente, mientras dejaba a su espalda las tenues luces de Eiroás, cuya gente, reunida alrededor de la lumbre de los hogares, seguía ajena a los terribles acontecimientos que se habían sucedido en aquel lugar casi dos décadas antes. Alcanzó pronto la linde del pequeño bosque que bordeaba la aldea. Se preguntó si sería seguro atravesarlo, pues sabía a ciencia cierta que los miembros de su clan materno eran mucho más letales desde las copas de los árboles, amparados por la oscuridad. Pero, ¿realmente creía que podían haberlo seguido hasta allí? Solo Gwynn había sido testigo de su partida del Campamento sur y, de haberlo querido, podría haber delatado su traición en aquel mismo momento. Los años de amistad y camaradería que lo unían al Ojosverdes le instaban a pensar que este había guardado silencio respecto a su incursión, respecto a la muerte de la líder del clan. Pero los últimos sucesos, lo vivido en el templo, le hacían sospechar y se preguntó si alguna vez sería capaz de volver a confiar de nuevo en alguien.
[…]
El viaje desde la pequeña aldea de Verisar hasta la posada de Cornelius debería haberle llevado poco más de una jornada, pero procuró evitar los caminos, así como tomar una ruta directa hasta allí. Le preocupaba que alguien pudiese localizarlo, pero todavía más que alguien pudiese relacionar al posadero con él, que se convirtiese en un objetivo involuntario. Conocía a los Ojosverdes y, si en algo destacaban, era en la crueldad de sus venganzas, sobre todo con aquellos que consideraban traidores o enemigos.
Se acercaba el ocaso de un nuevo día cuando escuchó, por primera vez en horas, voces cerca de él. Con cuidado, se deslizó tras un grupo de altos matorrales, acercándose lo suficiente como para distinguir la conversación. Se trataba de un grupo pequeño de elfos, entre los que pudo distinguir a tres mujeres y dos hombres. Parecían preocupados y, por sus palabras, Tarek pronto comprendió porqué.
- … creí que no se les permitía salir de sus tierras –comentó una de las mujeres con voz queda.
- Al parecer las relaciones con el Consejo no son buenas y algunos hablan de guerra. Incluso se rumoreaba que se estaban pertrechando, por si alguien decidía hacer justicia por lo de Nytt Hus.
- ¿Entonces que hacen por estas tierras?
- Siempre han tenido problemas con los humanos en la frontera. Quizás solo sea otra batida.
- Es posible, pero parecían, no sé, nerviosos.
- ¿Creéis que deberíamos dar aviso a alguien?
- ¿Para qué? Deberían haber arrasado a todo el maldito clan tras lo de Nytt Hus o al menos haber castigado su desobediencia de alguna manera. Murieron centenares aquella noche por su culpa.
- Olvidadlo –comentó entonces el único individuo que no había hablado hasta entonces- No sé vosotros, pero yo no quiero problemas con los Ojosverdes.
- Si, pero…
Deslizándose con cuidado en dirección contraria al grupo, se alejó de ellos, para retomar el camino. No era raro que los Ojosverdes se moviesen por aquellas tierras, puesto que se encontraban solo a unas horas de la frontera entre el bosque y los dominios humanos. Dudaba que, ni siquiera tras lo acaecido en Nytt Hus, hubiesen detenido sus acciones en aquellos parajes. Eran demasiado orgullosos para ello y, si no habían sufrido las consecuencias de lo ocurrido en la colonia hereje, era porque se sabían apoyados por un grupo nutrido del Consejo del Árbol Madre. Muchos eran los elfos que denostaban a los mestizos, las relaciones con humanos y, probablemente, con cualquier otra especie del continente. Sin embargo, expresar aquellas opiniones se había convertido casi en un tema tabú, por ello muchos guardaban silencio o miraban a otro lado cuando los Ojosverdes actuaban en las fronteras. Su ausencia de acción era el mejor apoyo al radical clan sureño. Más aún, sus servicios habían sido contratados en más de una ocasión para ejecutar misiones de dudosa moralidad o contraviniendo los deseos del Consejo y jamás habían sido castigados por ello. Eran, al fin y al cabo, el gran reducto radical entre los elfos, y servían tanto como herramienta para ejecutar los trabajos menos ortodoxos como para ser señalados como culpables de esos mismos crímenes.
Algo en aquella conversación de resultó, sin embargo, inquietante. Ninguno había mencionado la muerte de Dhonara. Parecían extrañados por la actitud de los Ojosverdes, pero ninguno lo había relacionado con el asesinato de uno de sus líderes. Aquello le hizo pensar que, quizás, el clan estuviese ocultando aquella circunstancia. Pero, ¿por qué? ¿Qué les impelía a guardar silencio sobre lo sucedido? Declarar el asesinato de la elfa les daría carta blanca para buscar al asesino y no le cabía duda que aquellos que habían encontrado el cuerpo de la pelirroja habrían confirmado su muerte como la obra de un tercero. Ahora bien, si habían podido relacionar aquello con el propio Tarek era algo más difícil de dilucidar. Nadie lo había visto entrar y nadie lo había visto salir. Nada en aquella estancia había portado el veneno que la había matado, así que difícilmente podrían determinar cómo este había entrado en el organismo de Dhonara. Sin embargo, la elección de aquel mismo veneno, la posición en que la elfa había muerto… a la larga haría que, aquellos conocedores de lo sucedido con Eithelen y la humana, acabasen por atar cabos. Nadie, que no fuese Tarek, habría podido acercarse a ella tanto como para suministrarle aquel veneno.
Continuó la travesía, atento a los ruidos que le devolvía el bosque. Esperando escuchar pisadas, murmullos… o incluso el susurro de un certero proyectil, lanzado para acabar con su vida. Pero nada de aquello llegó y, pronto, se encontró ante la posada del viejo soldado, en cuyo interior se desarrollaba en aquel momento una feroz trifulca. Un fuerte alarido se vio precedido por el sonido de lago pesado golpeando la pared. Segundos más tarde, el propio Cornelius atravesó el umbral de la puerta, arrastrando consigo a algún pobre desgraciado, al que arrojó al camino.
El hombre abrió la boca para replicar, pero la mirada que le dedicó el posadero, lo exhortó a guardar silencio. Farfullando alguna maldición ininteligible, el beodo se alejó de allí, bajo la atenta mirada del elfo, cuya envergadura tapaba en gran medida la luz que se filtraba por la puerta del local.
Cuando el pobre borracho se encontraba ya a un par de metros de distancia y las risas habían vuelto a llenar el interior de la posada, el peliblanco dio un paso al frente, dejándose ver entre las sombras de un árbol cercano. El movimiento captó la atención de Cornelius que, con un gesto de la cabeza, sobradamente conocido, le indicó que aquel no era un lugar seguro para hablar.
[…]
Aquel establo llevaba abandonado varias décadas y, entrando en él, Tarek se preguntó si su “abandono” no sería intencional. El edificio parecía a punto de derrumbarse, en cambio podían verse ligeras reparaciones en puntos estratégicos, que habían permitido que la endeble estructura siguiese en pie. El pobre aspecto del lugar parecía disuadir a la gente de entrar allí y probablemente aquella era la razón del mismo, algo de lo que Cornelius con seguridad se valía para ocultar algunos de sus negocios menos lícitos.
Acababa de sentarse sobre una de las vallas que dividían los cubículos de la caballeriza, cuando el posadero entró, con paso firme, en el edificio. Se observaron mutuamente unos segundos y la mirada del elfo mayor pareció detenerse por unos instantes en su cara, probablemente preguntándose el origen de los golpes que todavía decoraban su rostro y, sobre todo, la ausencia de aquel tatuaje que siempre lo había caracterizado.
- Veo que sigues peleando de pena –comentó, señalando los golpes.
- Y yo veo que tú sigues sin saber dibujar –respondió el peliblanco, alzando la nota que el hombre le había enviado.
- Si estás aquí es porque identificaste al sujeto –se defendió el posadero.
- No negaré que has captado su esencia –respondió entonces el joven elfo, con una sonrisa cruzando sus labios.
Acercándose a él, Cornelius lo agarró de un brazo, para obligarlo a ponerse en pie. Colocando las manos sobre sus hombros lo observó con atención.
- ¿Te encuentras bien? –le preguntó serio.
- He estado mejor –fue la parca respuesta del peliblanco.
El otro elfo lo observó unos instantes más, antes de asentir y acercarlo un poco más, para darle un fuerte abrazo. Tras unos segundos, lo soltó, sentándose en unas cajas de contenido indescifrable, que se encontraban amontonadas a unos pasos de su posición.
- ¿Qué ha pasado? –preguntó con calma.
- ¿Qué es lo que sabes? –contraatacó Tarek.
- Los Ojosverdes se han pasado por aquí. Parecen… nerviosos. Hay rumores, pero nada que parezca demasiado creíble. Algunos hablan de guerra, otros de una revuelta. Al parecer ha sucedido algo en el Campamento, pero nadie sabe el qué.
- ¿Buscaban algo? –preguntó con cautela el peliblanco.
- Me preguntaron si sabía algo de ti –contestó el hombre con sinceridad- Les dije la verdad, que hacía meses que no veía tu cara. ¿Qué ha pasado con…? –dejó la frase sin terminar, pero su gesto dejó bien claro a qué se refería.
- Hice algo terriblemente estúpido –fue la respuesta del joven.
- Cómo si alguna vez hubieses hecho algo inteligente –le respondió el viejo soldado, con cierta sorna. Tarek lo miró con los ojos entrecerrados, pero el otro se limitó a indicarle con un gesto que siguiese hablando.
- Descubrí la verdad sobre la muerte de Eithelen –soltó entonces el peliblanco- Ayer enterré lo que quedaba de él y su amada en un bosque de Verisar.
- ¿Su amada? ¿Qué? ¿Qué quieres decir con “la verdad”? –preguntó confuso el posadero.
Tarek negó con la cabeza, cansado, antes de sentarse de nuevo en la valla y proceder a relatarle, al viejo amigo de Eithelen, la desgracia que el propio líder Inglorien había acabado por atraer sobre si mismo. El elfo mayor mantuvo una expresión impasible durante todo el relato, hasta que el peliblanco detalló las circunstancias de la tortura a Ayla y la posterior ejecución del Inglorien.
El establo se quedó entonces en silencio por un par de largos minutos. Tarek se sentía incapaz de decir una sola palabra más. Volver a revivir aquello, analizarlo lo suficiente como para poder relatarlo, había supuesto un alivio y una condena a la vez. Había compartido algunos de aquellos recuerdos con el anciano de Eiroás pero, hasta aquel mismo momento, no había sido consciente de lo mucho que había necesitado relatar aquello a alguien que pudiese comprender qué era lo que implicaba aquel descubrimiento, todo aquello, para él.
- ¿Por qué te buscan los Ojosverde? –preguntó entonces el hombre, pero por su tonó parecía claro que conocía la respuesta.
- Cumplí mi promesa –respondió entonces Tarek- Dhonara está muerta -Cornelius se limitó a asentir, pensativo.
- Lamento que tuvieras que hacerlo. Pero me alegro de que pudieses al fin dar paz y descanso a tu padre.
- Eithelen no era mi padre –el murmullo dejó los labios del peliblanco antes incluso de que pudiese pensar en lo que iba a decir. El posadero se puso entonces en pie.
- Lo era, créeme –indicó, poniendo una mano sobre su hombro.
- Si lo hubiese sido, me lo habría contado todo, no me habría dejado atrás. Ni siquiera le importé lo suficiente como para decirme que iba a huir con ellas –replicó el joven.
- Eithelen era un hombre complejo, lo sabes tan bien como yo. Llevas sufriendo su pérdida demasiados años. Ahora que has obtenido la verdad, deja que el tiempo cure esa herida –con un último apretón sobre su hombro, lo soltó- Debería volver, antes de que alguno de los inútiles que trabaja para mi decida quemar mi cocina. Hablaré con el elfo moreno, le diré dónde encontrarte –se giró para marcharse pero, antes de cruzar la puerta se detuvo y volviéndose, añadió- Ten cuidado. Esos malnacidos son famosos por llevarse el rencor a la tumba. Cuando acabes con el chico Indirel, ocúltate en algún sitio. Si te quedas por la zona, podré ofrecerte algún trabajo para matar el tiempo.
- Lo haré –respondió Tarek, dedicándole una sonrisa.
Con un último gesto de despedida, el posadero abandonó el lugar, dejando al peliblanco de nuevo solo con sus propios pensamientos.
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Acaricio con la punta de los dedos el agua, mientras pequeñas volutas de su sangre formaban líneas sobre la superficie. Los ojos azules observaban, con expresión desapasionada los últimos cortes que se había realizado en el brazo. Desde el codo hasta la muñeca. No muy profundos, pero suficientes para alejarla del infierno. De los recuerdos de Ayla, que ahora formaban parte de ella. Una condena de la que no tenía ni idea de cómo escapar.
El agua, al principio confortablemente caliente, se había ido enfriando a medida que la mestiza permaneció dentro de la bañera con el paso del tiempo.
Había usado todo el dinero que había robado de aquella familia de agricultores en pagarse la mejor posada de la ciudad. No le había costado encontrarla, y aunque la cantidad íntegra de lo que portaba solamente le permitía pagar una noche, le pareció suficiente. La cabeza de Iori ya no hacía planes con más de un día de antelación en su vida.
Observó la oscura madera de los muebles con los que estaba la habitación equipada. Solamente aquel espacio era casi tan grande como la modesta casita en la que había vivido con el viejo Zakath. La cara de su mentor, anciano, afable, distante... no significó nada para ella, y apenas dedicó un segundo en pensar en él, antes de que se desdibujase, como arrastrado por el viento. Esbozó una mueca, que podría haber sido una sonrisa. Sí que tenía un plan. Uno muy concreto.
El único. Objetivo. En su vida.
Necesitaba información. Precisaba pistas que seguir. Cómo llegar a ellos. Resopló y apoyó el mentón sobre las rodillas, notando como el frío del agua en su piel húmeda comenzaba a morder con fiereza. Encontrar a los elfos... sabía que resultaría muy complicado. Su mejor carta había sido Nousis, pero en un último coletazo de estupidez, había pensado que mejor dejarlo atrás. No... no era eso exactamente. No pensó en ningún momento que sería mejor para ella separar caminos. Pensó que sería lo mejor para él. Y era muy distinto.
Frunció el ceño, molesta con el eco que resonó en su cabeza. El motivo por el cual terminó apartándolo, pensando que lo hacía por su bien. ¿Preocupada por su bienestar? En aquel momento no era capaz de aferrar ni un fino hilo que la conectase a aquella sensación. Nousis era una criatura completamente indiferente para la mestiza.
Se levantó sin cuidado, salpicando el carísimo suelo a su alrededor, cuando unos suaves dedos golpearon la puerta. Caminando desnuda hacia ella abrió para recibir la que era su lujosa cena. Los ojos oscuros del joven que le llevó la bandeja se abrieron como platos, siendo incapaz de evitar recorrer su anatomía. La forma en la que la vergüenza lo azoró le pareció pueril, pero la mestiza reconoció en los rasgos del chico cierta belleza que lo podía hacer interesante. Lástima que hubiese perdido aquel apetito en concreto.
- Déjalo allí - indicó haciéndose a un lado de la puerta para regresar ahora frente a la chimenea.
- ¿Desea algo más la señorita? - preguntó con voz seca, tras haber cruzado la estancia hasta la amplia mesa labrada y dejar la pesada bandeja. - Eh... está sangrando - apuntó con un tono preocupado. - Precisa ayuda -
Bajó la cabeza y observó el brazo de los últimos cortes. Una vez fuera del agua, la sangre había caído en finos regueros que marcaban su piel como si se tratase de las raíces de un árbol. A la luz del fuego el carmesí era notorio. Pero la preocupación de un completo desconocido era lo último que precisaba en aquella noche. Sintió que su amabilidad agriaba su ánimo y lo miró con desprecio manifiesto.
- Fuera - musitó.
El chico dudó, abrió la boca pero no emitió sonido alguno. La miró unos segundos antes de ceder a su educación como trabajador en aquel caro establecimiento. Aceptó los deseos del cliente y, tras una leve inclinación de cabeza se retiró, cerrando la puerta tras él. El agua goteaba por su piel despacio, mezclándose con la sangre que caía de su brazo en el suelo.
La mirada de la chica se perdió observando las llamas, y permaneció de pie, ausente, sin moverse, hasta que incluso su largo cabello se hubo secado. El aroma de la comida llenaba la habitación, sustituyendo a los aceites esenciales que había usado en su baño. Caminó hacia la mesa, sin cubrirse, y se sentó de un ágil salto en el borde de madera. A aquellas alturas estaba fría.
El sonido metálico de la campana de plata que cubría la bandeja vibró en el aire cuando Iori la destapó. Tomó un cuenco lleno con lo que parecía una especie de crema de verduras. Sabía bien lo laboriosas que eran aquel tipo de recetas, pero no le sorprendió que las preparasen en un alojamiento como aquel. Lo alzó sin cuidado hasta beber del borde, y tras el primer trago lo lanzó por encima de su hombro. Aquella preparación, fría, estaba horrible. Miró con algo más de interés el plato principal. Cerdo asado con manzana, que todavía parecía conservar algo de calor. Tomó una de las rodajas entre los dedos y la llevó a sus labios, masticando con parsimonia.
Sí, aquello estaba mejor.
Como mejor sería para ella centrar sus esfuerzos en los objetivos que tenía más claros en aquel momento. Los dos humanos. Hans y Otto. Extendió la mano para tomar la botella de vino y acompañar con ella la carne. No le gustaba el sabor, no apreciaba sus aromas. Simplemente lo usaba para alcanzar ese estado de alteración que le ayudaba a controlar sus demonios personales por la noche. Vació media botella antes de dejarla de nuevo en la mesa.
Debería de comenzar por Lunargenta, el lugar en el que había conocido al primo de Ayla. Tomó una manzana en la mano y hundió los dedos en su carne asada en el horno, que se deshizo con facilidad. Por las ropas que llevaba aquel día, sabía que se trataba de alguien poderoso. Pero si su origen era compartido con Ayla, en aquella aldea de la frontera, quedaba asegurado que no procedía de un ambiente noble. ¿Un mercader enriquecido con el tiempo?
Lamió la punta de sus dedos pensativa. Aquella parecía la idea más probable detrás de la opulencia que exhibían sus ropas y sus maneras, tras el encuentro fortuito en aquella posada de la capital. Cuando amaneciese dejaría aquel lugar, y encaminaría los pasos hacia allí, tratando de obtener información. Tenía un nombre y una cara. Era un comienzo. Terminó de forma resuelta lo que restaba de vino y dejó sin tocar el resto de la comida.
Notó como el alcohol calentaba su pecho, y una sensación de ligereza alteraba sus sentidos. Aquella mierda actuaba con suma rapidez en su organismo. Se bajó, tambaleándose un poco y observó a un lado la cama más grande que había visto en su vida. Parpadeó de forma perezosa, y pensó entonces que no le importaría compartir aquella noche las sábanas con alguien.
La cara avergonzaba del chico, con los ojos fijos en su cuerpo apareció en su mente, y Iori supo que aquella era la pieza que precisaba en aquel momento. Se giró hacia la puerta con decisión. Ya había gastado todo el dinero en el alojamiento, pero confiaba que no tuviera que pagar por ese servicio.
Había recuperado el apetito.
El agua, al principio confortablemente caliente, se había ido enfriando a medida que la mestiza permaneció dentro de la bañera con el paso del tiempo.
Había usado todo el dinero que había robado de aquella familia de agricultores en pagarse la mejor posada de la ciudad. No le había costado encontrarla, y aunque la cantidad íntegra de lo que portaba solamente le permitía pagar una noche, le pareció suficiente. La cabeza de Iori ya no hacía planes con más de un día de antelación en su vida.
Observó la oscura madera de los muebles con los que estaba la habitación equipada. Solamente aquel espacio era casi tan grande como la modesta casita en la que había vivido con el viejo Zakath. La cara de su mentor, anciano, afable, distante... no significó nada para ella, y apenas dedicó un segundo en pensar en él, antes de que se desdibujase, como arrastrado por el viento. Esbozó una mueca, que podría haber sido una sonrisa. Sí que tenía un plan. Uno muy concreto.
El único. Objetivo. En su vida.
Necesitaba información. Precisaba pistas que seguir. Cómo llegar a ellos. Resopló y apoyó el mentón sobre las rodillas, notando como el frío del agua en su piel húmeda comenzaba a morder con fiereza. Encontrar a los elfos... sabía que resultaría muy complicado. Su mejor carta había sido Nousis, pero en un último coletazo de estupidez, había pensado que mejor dejarlo atrás. No... no era eso exactamente. No pensó en ningún momento que sería mejor para ella separar caminos. Pensó que sería lo mejor para él. Y era muy distinto.
Frunció el ceño, molesta con el eco que resonó en su cabeza. El motivo por el cual terminó apartándolo, pensando que lo hacía por su bien. ¿Preocupada por su bienestar? En aquel momento no era capaz de aferrar ni un fino hilo que la conectase a aquella sensación. Nousis era una criatura completamente indiferente para la mestiza.
Se levantó sin cuidado, salpicando el carísimo suelo a su alrededor, cuando unos suaves dedos golpearon la puerta. Caminando desnuda hacia ella abrió para recibir la que era su lujosa cena. Los ojos oscuros del joven que le llevó la bandeja se abrieron como platos, siendo incapaz de evitar recorrer su anatomía. La forma en la que la vergüenza lo azoró le pareció pueril, pero la mestiza reconoció en los rasgos del chico cierta belleza que lo podía hacer interesante. Lástima que hubiese perdido aquel apetito en concreto.
- Déjalo allí - indicó haciéndose a un lado de la puerta para regresar ahora frente a la chimenea.
- ¿Desea algo más la señorita? - preguntó con voz seca, tras haber cruzado la estancia hasta la amplia mesa labrada y dejar la pesada bandeja. - Eh... está sangrando - apuntó con un tono preocupado. - Precisa ayuda -
Bajó la cabeza y observó el brazo de los últimos cortes. Una vez fuera del agua, la sangre había caído en finos regueros que marcaban su piel como si se tratase de las raíces de un árbol. A la luz del fuego el carmesí era notorio. Pero la preocupación de un completo desconocido era lo último que precisaba en aquella noche. Sintió que su amabilidad agriaba su ánimo y lo miró con desprecio manifiesto.
- Fuera - musitó.
El chico dudó, abrió la boca pero no emitió sonido alguno. La miró unos segundos antes de ceder a su educación como trabajador en aquel caro establecimiento. Aceptó los deseos del cliente y, tras una leve inclinación de cabeza se retiró, cerrando la puerta tras él. El agua goteaba por su piel despacio, mezclándose con la sangre que caía de su brazo en el suelo.
La mirada de la chica se perdió observando las llamas, y permaneció de pie, ausente, sin moverse, hasta que incluso su largo cabello se hubo secado. El aroma de la comida llenaba la habitación, sustituyendo a los aceites esenciales que había usado en su baño. Caminó hacia la mesa, sin cubrirse, y se sentó de un ágil salto en el borde de madera. A aquellas alturas estaba fría.
El sonido metálico de la campana de plata que cubría la bandeja vibró en el aire cuando Iori la destapó. Tomó un cuenco lleno con lo que parecía una especie de crema de verduras. Sabía bien lo laboriosas que eran aquel tipo de recetas, pero no le sorprendió que las preparasen en un alojamiento como aquel. Lo alzó sin cuidado hasta beber del borde, y tras el primer trago lo lanzó por encima de su hombro. Aquella preparación, fría, estaba horrible. Miró con algo más de interés el plato principal. Cerdo asado con manzana, que todavía parecía conservar algo de calor. Tomó una de las rodajas entre los dedos y la llevó a sus labios, masticando con parsimonia.
Sí, aquello estaba mejor.
Como mejor sería para ella centrar sus esfuerzos en los objetivos que tenía más claros en aquel momento. Los dos humanos. Hans y Otto. Extendió la mano para tomar la botella de vino y acompañar con ella la carne. No le gustaba el sabor, no apreciaba sus aromas. Simplemente lo usaba para alcanzar ese estado de alteración que le ayudaba a controlar sus demonios personales por la noche. Vació media botella antes de dejarla de nuevo en la mesa.
Debería de comenzar por Lunargenta, el lugar en el que había conocido al primo de Ayla. Tomó una manzana en la mano y hundió los dedos en su carne asada en el horno, que se deshizo con facilidad. Por las ropas que llevaba aquel día, sabía que se trataba de alguien poderoso. Pero si su origen era compartido con Ayla, en aquella aldea de la frontera, quedaba asegurado que no procedía de un ambiente noble. ¿Un mercader enriquecido con el tiempo?
Lamió la punta de sus dedos pensativa. Aquella parecía la idea más probable detrás de la opulencia que exhibían sus ropas y sus maneras, tras el encuentro fortuito en aquella posada de la capital. Cuando amaneciese dejaría aquel lugar, y encaminaría los pasos hacia allí, tratando de obtener información. Tenía un nombre y una cara. Era un comienzo. Terminó de forma resuelta lo que restaba de vino y dejó sin tocar el resto de la comida.
Notó como el alcohol calentaba su pecho, y una sensación de ligereza alteraba sus sentidos. Aquella mierda actuaba con suma rapidez en su organismo. Se bajó, tambaleándose un poco y observó a un lado la cama más grande que había visto en su vida. Parpadeó de forma perezosa, y pensó entonces que no le importaría compartir aquella noche las sábanas con alguien.
La cara avergonzaba del chico, con los ojos fijos en su cuerpo apareció en su mente, y Iori supo que aquella era la pieza que precisaba en aquel momento. Se giró hacia la puerta con decisión. Ya había gastado todo el dinero en el alojamiento, pero confiaba que no tuviera que pagar por ese servicio.
Había recuperado el apetito.
Iori Li
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 373
Nivel de PJ : : 3
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
No estaba seguro de cuanto se iba a permitir esperar. Habían transcurrido unos días desde que alcanzó la posada, y la urgencia de cortar el último lazo con la humana quemaba sus entrañas. Entregaría la información al muchacho y todo terminaría. Un epílogo anunciado que fue incapaz de ver hasta que llegó para golpearle en pleno rostro. Sí, había cerrado los ojos y aquel era el resultado.
Con precisión, parcos gestos bien encaminados, se vistió un día más, pertrechándose con la armadura negra cuando la característica voz de Cornelius desde el otro lado de la puerta tuvo a bien indicarle que lo había esperado desde que se había separado de la campesina finalmente había ocurrido. Había llegado el momento de escribir las líneas que aquella historia, para él, aún se encontraban en blanco. Respuestas.
Anudó la capa, y echó un vistazo alrededor, asegurándose que nada de su pertenencia pudiese quedar olvidado en un lugar que no podría recordar con especial cariño. Pocos pensamientos agradables endulzaron esas jornadas.
Bajó las escaleras, pagando su cuenta ante un posadero que, con un significativo y parco gesto, le indicó el camino al establo pertenencia de la taberna. La imaginación del espadachín se tornó tétrica, y todo gesto fuera de la adusta expresión que adoptó sin él mismo advertirlo fue borrado momentáneamente.
Volvió a rememorar el sufrimiento que había causado a la elfa que le había mentido cuando buscaba a Iori. El desasosiego hasta que fue capaz de dar con ella. La cólera fruto de un odio que pocas veces había llegado a arder con aquella intensidad. La masacre en el establo. Uno que batió las alas hasta alejarse a cierta distancia, cuando a la vista de sus ojos grises, no había ya violadores, ni asesinos. Sólo Tarek.
Y Nou apreció al instante la mejoría que el joven elfo había experimentado tras su encuentro con la hija de su padre adoptivo. El rostro, coronado por su característico cabello níveo, había cicatrizado en buena medida, y fue algo que agradeció en su fuero interno. Sin embargo, el tatuaje que surcaba sus rasgos prácticamente se había desdibujado, y aquello le hizo fruncir el ceño un parpadeo. Una nueva piedra más sobre el muro de cuanto aún desconocía en el maldito camino de los Inglorien. Evitó llevarse los dedos índice y pulgar a la parte más elevada del tabique nasal. Precisaba derruirlo, y era tarea de las palabras de su congénere. Por ello, se sumergió en la zona más neutra que su interior pudo encontrar antes de abrir aquella conversación.
- Pareces encontrarte mejor- comenzó sin sentimiento- Quería que supieras que la encontré. Ya que en su día me buscaste para ello, no me habría ido tranquilo sin que llegases a saberlo.
¿Para qué hacer referencia a cuánto le había costado, y cómo habían sufrido? Nousis no era un chiquillo que esperaba una sonrisa por un trabajo bien hecho, ni Tarek la persona sobre la que verter sus inquietudes. El Indirel decidía, y las consecuencias de sus actos eran asunto suyo.
- Gracias -respondió el más joven, sosegado- Por haberte ocupado de ello... de ella. Yo... no tenía fuerzas para hacerlo -tras unos instantes añadió- Pareces preocupado.
- No tenías fuerzas... – repitió. Y ello caldeó momentáneamente asuntos que creía terminados entre ambos. Peleas, acusaciones… Sí, había acudido para salvar a la humana, pero también por el muchacho criado por los OjosVerdes. No había pensado en Lunargenta o Isla Tortuga. Había partido para quitarle ese peso, y su propio razonamiento le fue enfriando. - ¿Qué habrías hecho de no haber ido yo a por ella? - continuó sin hostilidad alguna.
El elfo de menor edad no contestó al momento, y su mirada indicó al espadachín que parecía buscar una respuesta adecuada. O correcta.
- No lo sé -volvió a mirarlo- Cuando dejé el templo, fuiste la primera persona que vino a mi mente. La única a la que pensé que podría pedirle ayuda con... ella. No sé qué habría hecho de no haberte encontrado, aún menos si tu respuesta hubiese sido negativa.
El aludido apartó instantáneamente la imagen de la campesina de sus pensamientos. Fue ese final lo que calmó cualquier ola que continuaba emergiendo en el peligroso océano que era su mente desde hacía meses. Que Tarek no hubiese dado por hecho que él iba a aceptar tratar de salvar a la hija de Eithelen lo alegró de algún modo. Fue inevitable comparar sus dudas con su propia resolución en su último encuentro. Una impulsividad estúpida y errada.
-¿Qué ocurrió en ese templo Tarek? Que ambos fueseis capaces de acordar llegar hasta allí, dentro de Sandorai, casi parece una quimera, pero ocurrió. Y ella ha cambiado- fue cuanto se permitió decir sobre lo acontecido. Una traición que no olvidaría - Y tú has vuelto sin los trazos que llevabas en el rostro. ¿Qué ocurrió allí? - repitió. Su forma de ser, incluso en una situación como la que había acontecido, exigía indagar, conocer cada elemento que había conformado la triste historia.
- Me ayudaste cuando te lo pedí, sin dudar ni un instante de lo que te estaba diciendo, así que responderé a todas tus preguntas -despacio, el elfo de cabello corto señaló unas cajas cercanas- Quizás prefieras sentarte, es una larga historia -Nou decidió aceptar el consejo. - En el templo... descubrimos la verdad, sobre sus padres, sobre Eithelen... Pero tuvimos que pagar los dos algo. No debería haber sido así, pero todo aquel lugar estaba corrompido por la codicia. Supongo que nos cegó la impaciencia.
-¿La verdad?- Insensatos… contuvo un suspiro. No estaba seguro de que se tratase únicamente de juventud. Su especie era distinta, carecía de sentido apresurarse, tenían el lujo de planear con cuidado los pasos para llevar a cabo las metas más elevadas. Pero Iori había sido criada como un animal salvaje, y Tarek buscaba una cura para algo que Nou nunca había experimentado. Eithelen, con su muerte, había dejado a dos cachorros desorientados, buscando morder el reflejo de la luna en un mar cuya corriente no acertaban a comprender. Impaciencia…
Tarek asintió - Tras nuestro regreso de Isla Tortuga, investigué sobre el santuario. El espectro de Nan'Kareis me habló de la posibilidad de obtener respuestas allí, antes de dejarnos marchar de la isla. Se suponía que las sacerdotisas del santuario de Emlékezet habían descubierto como contactar con los muertos, obtener respuestas de ellos... Nunca imaginé que eso implicase revivir, en tu propia piel, lo que ellos habían sufrido o incluso sentido. Solo puedo suponer que, si yo sentí la muerte de Eithelen, ella tuvo que sentir toda la tortura a la que sometieron a su madre -Lëmpe Urth, volvió a los pensamientos del espadachín. La tortura enterrada. Sus ojos grises se clavaron en algún punto indeterminado, calculando las tétricas posibilidades de experimentar el sufrimiento de otra persona como si fuese real. Sí, eso podría devastar la cordura de una criatura. - Lo vimos todo, desde el momento en que sus padres se conocieron, hasta el último día de sus vidas. No sé cómo los Ojosverdes supieron lo que habían hecho, pero los cazaron, hasta que ellos mismo se entregaron para morir -sonrió de forma triste, y Nou no pudo sino sentir lástima por ellos- La artífice de todo fue Dhonara, mi maestra tras la muerte de Eithelen.
Callado, el Indirel masticó todas y cada una de las palabras del Inglorien, recomponiendo los pedazos que fue recopilando entre la anterior conversación con el joven y los días transcurridos en la curación de Iori. De no haber vivido tanto, de no haber sido testigo de tantas cosas en sus aventuras, solo y con ellos, le habría parecido algo increíble. Suspiró, apartando la mirada un instante. De modo que así había ocurrido.
-Ni siquiera tenía constancia que ese templo continuase en funcionamiento. Ni una leyenda atribuida a sus paredes. Pensaba que no quedaba nada siglos ha- sacudió la cabeza, retomando lo importante- ¿El dolor fue lo que la cambió? - entrelazó de manera precipitada, antes de recordar lo que el más joven de ambos había dicho. “Los dos tuvimos que pagar algo”- No dudo que debió ser duro, para ambos- reconoció volviendo a clavar sus ojos en los de Tarek- Ni que hayas hecho lo correcto. El Lempë Urth es algo que no debió ser desenterrado de la historia. y Eithelen era un estandarte de nuestra tierra- Esas revelaciones removieron a sangwa, del mismo modo que ocurrió en la lejana aldea donde había puesto fin a las depravaciones del demonio con aspecto de elfo. ¿Acaso no existía ya un solo clan en Sandorai que no se hubiese corrompido tras la larga paz y las malas decisiones de los Tres Grandes? Sin embargo, creía que el muchacho necesitaba esas breves palabras de apoyo. Impetuoso a la hora de obtener respuestas, lo había pagado con creces. - Ella partió sola, a Lunargenta. Y tú te has enfrentado a los tuyos en Nytt Hus. ¿Dónde has estado desde que nos vimos la última vez?
- Dudo que vuelva a estar alguna vez en funcionamiento. El individuo que tomó el lugar de las sacerdotisas... -su voz se apagó un momento, y Nou advirtió que no deseaba continuar reviviendo ciertos detalles de lo ocurrido- El dolor no fue lo único que la cambió -echando mano de su bolsa, Tarek sacó de ésta a los ojos del Indirel un ajado y extraño libro, que captó todo su interés- Como te dije antes, tuvimos que pagar el precio del conocimiento. El mío fue mi legado -explicó, aludiendo al tatuaje y el espadachín comprendió por fin el extraño desvanecimiento- el de ella su szív. Es un término antiguo, de nuestra lengua. Alude a la esencia de lo que uno siente, lo que te hace ser tú mismo. Podría decirse que entregó su... capacidad de sentir... lo bueno. Supongo que el dolor por la tortura solo lo hizo peor -por algún motivo, agarró con mayor fuerza el volumen- Eithelen fue degollado, él no sufrió la tortura, solo la humana, la madre de Iori -un gesto de la mano al cuello sirvió al mayor de ambos para añadir una mayor e innecesaria verosimilitud al relato- Supongo que ni Dhonara podía luchar contra lo que él simbolizaba, nadie la habría apoyado de haber intentado hacerle algo así al líder de los Inglorien -prosiguió, deteniéndose unos segundos antes continuar- Fui al Campamento sur, a cumplir mi promesa, a vengar su muerte. Dhonara ya no volverá a hacerle daño a nadie -y la voz que entonaba la historia superó con dificultad esas últimas explicaciones.
Aquello hizo abrir un poco más los ojos grises al espadachín. Aquello, tras la derrota de Nytt Hus, abría demasiados interrogantes sobre los siguientes pasos del clan más conservador del país de los bosques. La audacia de Tarek lo impresionó. Se necesitaba una firma voluntad, y no poco valor, para segar la vida a una comandante de los OjosVerdes. Una, que además, lo había entrenado y sin duda transmitido lo que consideraba que debía guiar a un chico sin norte. Había quemado el puente con quienes se había criado. Lo observó entonces, hasta que un latigazo regresó las palabras de Iori.
“¿Comprendes? Tú no estabas allí”
- Entregara lo que entregase, no es ella misma - expresó, sin llegar a ocultar del todo la ira de lo que entre ellos había ocurrido en la última despedida- Y cualquier deuda que pudiese tener con ella está saldada- añadió. Le había regalado demasiadas palabras que no debían haber salido de él. Sus actos podían tener sentido, incluso podía llegar a comprenderlos, perdonarlos era otra senda muy, muy distinta. Iori había elegido su propio camino, y Nou no formaba ya parte de él - Pero tú... ¿cómo demonios lo lograste? ¿Ya estás siendo perseguido? – cuestionó con cierta inquietud, dibujada entre la calma.
- He de asumir que no fue un encuentro agradable -apuntó Tarek, cauteloso, y ninguno comentó nada más al respecto - Antes te dije que no había tenido fuerzas para buscarla... y es cierto. Es lo único que queda del hombre que me acogió cuando me quedé huérfano pero... también es la... prueba de que llevo toda mi vida clamando venganza por alguien a quien no le importaba lo más mínimo. No te puedes ni imaginar lo mucho que la odio ahora mismo. Lo mucho que odio lo que representa -Nou le escuchó abrir su corazón, comprendiendo que no había errado en cuanto a la cura que precisaba. Él había tenido suerte en un mundo difícil, impredecible. Ellos habían debido criarse con un afecto subsidiado y aquello había marcado su personalidad, sus actos, sus relaciones. - Pero le debo a Eithelen el mantenerla con vida. Le debo a su descendencia la misma consideración que él tuvo conmigo – el tono del elfo de cabello blanco se serenó en buena medida, tras el arrebato anterior. El Indirel sintió ganas de sonreír con una resignación fruto de la experiencia. Tarek se estaba colocando un peso sobre los hombros que a él le era netamente familiar. Colocar el bienestar de una, o miles, en sus manos resultaba mucho más pesado de lo que podía imaginar. Y Nou sabía bien lo que algo así podía conllevar: tristeza, ira, dolor, desesperación- Creo que sospechan que tuve algo que ver con lo de Dhonara. Nadie podría haberse acercado tanto a ella, sin que contraatacase. Cornelius me ha dicho que los Ojosverdes ya han preguntado por mi. Nadie me vio entrar, llevo años escapándome de allí para ir a las ruinas del clan Inglorien. Se los caminos que debo tomar. Mi salida fue menos fortuita pero, quiero creer que quién me vio ha guardado silencio. Aunque a día de hoy ya no sé en quién puedo confiar.
- Ya la odiabas antes, aunque por otros motivos. Y aún así, acudisteis a ese templo... – no pudo evitar reprocharle- Ahora ella únicamente busca venganza. Y uno de sus objetivos, era precisamente Dhonara. Su meta en éste momento son unos humanos, pero si termina acudiendo al territorio de los OjosVerdes, sabemos cómo acabará- Tentado, sintió el impulso de ofrecerle su ayuda, de volver a protegerlos, mas consiguió helar ese sentimiento- Sea como sea, ahora mismo está fuera de nuestro alcance. Iori no es asunto nuestro, o al menos, mío. Arrancarla de la muerte fue suficiente- había mantenido su promesa, se dijo. Malgastar sus cortos años corría ahora a cargo de la campesina- Si te crees capaz de sacarla de ese camino, ya conoces el camino a la capital de los humanos. De cualquier modo, si esa parte de Sandorai ya te está vedada- esperaba de veras que Tarek no cayese en sus manos - Tienes que alejarte. No sé qué ocurrirá tras lo que vimos en Nytt Hus, es algo que aún debo preguntar al líder de mi clan. Forma parte del Consejo.
Qannleth… torció el gesto al pensar en él. Uno de los escasos habitantes de Folnaien con quienes jamás había logrado simpatizar. Alguien que nunca había aprobado sus frecuentes viajes, ni su negativa en convertirse en instructor de los jóvenes guerreros del clan, junto a Nilian y Cifush. Sus conversaciones en décadas se resumían con los dedos de una mano. Alguien, se cuestionó en ese mismo instante, que tal vez había llegado a ver la ambición en él antes incluso de que el propio Nousis fuese consciente de su existencia.
Levantándose de la caja, alzó la mirada para contemplar el cielo. La paz del saber lo calmaba como pocas cosas en el mundo y en el interior de esa tranquilidad, supo que no podía dejar al joven de esa manera. Había errado sí, como todos, y todavía debía levantar la lámpara para iluminar su camino más allá de unos primeros pasos que, desde ese momento, no se presentaban halagüeños. Ya no era cuestión de remordimiento, o pago. Era cuestión de confianza.
- No estás sólo Tarek. Ya sabes dónde se encuentra Folnaien. Pienses lo que pienses de mí, si estoy allí, tendrás cobijo.
- No podrán ocultarlo para siempre. La muerte de Dhonara acabara por descubrirse, tarde o temprano, y la noticia se extenderá por todo Sandorai y sus fronteras. Ella también acabará por saberlo -empezó, en tono monocorde, comenzando por los problemas más inmediatos- No soy bienvenido en Midgard, por mis actos en la batalla de Nytt Hus, los miembros del Consejo me han dejado claro que no puedo volver a acercarme al Árbol Madre, el Sur me busca por asesinato y, como Ojosverdes, soy un traidor en todas las tierras de los elfos -sus ojos se posaron en los del Indirel- Agradezco tu hospitalidad, pero no desearía darte aún más problemas. Si has conseguido que abandone Sandorai, en pos tierras humanas, puedo marcharme con la certeza de que ha vuelto a un lugar seguro, al menos hasta que pueda encontrar una solución a esto -expresó, refiriéndose al libro- No sé a dónde me llevarán los dioses, si todavía se preocupan por mis pasos, pero ten por seguro que no olvidaré la ayuda que me has prestado.
Una sonrisa alcanzó los labios del mayor de los dos. Ahora había comprendido más que nunca, que lo que de sueño se había transformado en intención, no era sólo por él, por sus ideas. También los suyos, que lo merecían, estarían protegidos. De todo y de todos.
- Tengo asuntos de los que ocuparme, y no sé dónde me encontraré cuando llegue el momento adecuado. Cuando ocurra, te lo haré saber. Y tú serás quien decida si deseas acompañarme en el camino que voy a tomar- sólo restaba encontrar el lugar perfecto, y todo daría comienzo- Sandorai tiene que cambiar. Y no voy a esperar a que los dioses hagan mi trabajo.
No hubo sorpresa en Nousis cuando los ojos de Tarek sortearon extrañeza y reflexión. Aún no podía explicárselo, pero el momento llegaría. Y poniéndose en pie, el segundo le ofreció el brazo, que el espadachín estrechó. “Mantente vivo” pensó sin verbalizarlo. “Mantente vivo”
-Si está en mi mano ayudarte, ahí estaré -aseguró el huérfano criado por los OjosVerdes.
Sin embargo, necesitaba que suya fuese la elección. Sin compromiso, sin obligación. No podía resultar de otra manera.
- Si llegado el momento, deseas acudir, allí tendrás un lugar. No hay deuda entre nosotros. Tuyos son tus pasos.
Lentamente, el Inglorien asintió una vez más. Había comprendido el sentido de sus palabras - Espero que tengas éxito en tu empresa, sea cual sea -deseó- Y si me necesitas, ya sabes cómo contactar conmigo. Él siempre sabe dónde encontrarme.
Allí, en el establo de la posada de Cornelius, ambos se separaron, y Nou comprendió que sólo le quedaba confiar en que, aunque en unos meses nada pudiera hacer por ellos -Por Tarek, por Aylizz- pronto sería capaz de ofrecerles un segundo hogar, si llegaban a desearlo.
¿Y Iori?
Su mente alcanzó a la humana ya a media legua de la taberna donde había pernoctado los últimos días.
No se trataba sólo de esos golpes a un ego labrado con una minuciosidad extrema. No podía dar más por ella que cuanto había hecho. En su fuero interno, deseaba que pudiese salir con vida del camino que había emprendido. Uno, del que él ya no formaba parte.
Resultaba difícil imaginar palabras que llevasen al perdón. Ella no tenía los años o la sabiduría para hallar esa senda. Era mejor así.
Con precisión, parcos gestos bien encaminados, se vistió un día más, pertrechándose con la armadura negra cuando la característica voz de Cornelius desde el otro lado de la puerta tuvo a bien indicarle que lo había esperado desde que se había separado de la campesina finalmente había ocurrido. Había llegado el momento de escribir las líneas que aquella historia, para él, aún se encontraban en blanco. Respuestas.
Anudó la capa, y echó un vistazo alrededor, asegurándose que nada de su pertenencia pudiese quedar olvidado en un lugar que no podría recordar con especial cariño. Pocos pensamientos agradables endulzaron esas jornadas.
Bajó las escaleras, pagando su cuenta ante un posadero que, con un significativo y parco gesto, le indicó el camino al establo pertenencia de la taberna. La imaginación del espadachín se tornó tétrica, y todo gesto fuera de la adusta expresión que adoptó sin él mismo advertirlo fue borrado momentáneamente.
Volvió a rememorar el sufrimiento que había causado a la elfa que le había mentido cuando buscaba a Iori. El desasosiego hasta que fue capaz de dar con ella. La cólera fruto de un odio que pocas veces había llegado a arder con aquella intensidad. La masacre en el establo. Uno que batió las alas hasta alejarse a cierta distancia, cuando a la vista de sus ojos grises, no había ya violadores, ni asesinos. Sólo Tarek.
Y Nou apreció al instante la mejoría que el joven elfo había experimentado tras su encuentro con la hija de su padre adoptivo. El rostro, coronado por su característico cabello níveo, había cicatrizado en buena medida, y fue algo que agradeció en su fuero interno. Sin embargo, el tatuaje que surcaba sus rasgos prácticamente se había desdibujado, y aquello le hizo fruncir el ceño un parpadeo. Una nueva piedra más sobre el muro de cuanto aún desconocía en el maldito camino de los Inglorien. Evitó llevarse los dedos índice y pulgar a la parte más elevada del tabique nasal. Precisaba derruirlo, y era tarea de las palabras de su congénere. Por ello, se sumergió en la zona más neutra que su interior pudo encontrar antes de abrir aquella conversación.
- Pareces encontrarte mejor- comenzó sin sentimiento- Quería que supieras que la encontré. Ya que en su día me buscaste para ello, no me habría ido tranquilo sin que llegases a saberlo.
¿Para qué hacer referencia a cuánto le había costado, y cómo habían sufrido? Nousis no era un chiquillo que esperaba una sonrisa por un trabajo bien hecho, ni Tarek la persona sobre la que verter sus inquietudes. El Indirel decidía, y las consecuencias de sus actos eran asunto suyo.
- Gracias -respondió el más joven, sosegado- Por haberte ocupado de ello... de ella. Yo... no tenía fuerzas para hacerlo -tras unos instantes añadió- Pareces preocupado.
- No tenías fuerzas... – repitió. Y ello caldeó momentáneamente asuntos que creía terminados entre ambos. Peleas, acusaciones… Sí, había acudido para salvar a la humana, pero también por el muchacho criado por los OjosVerdes. No había pensado en Lunargenta o Isla Tortuga. Había partido para quitarle ese peso, y su propio razonamiento le fue enfriando. - ¿Qué habrías hecho de no haber ido yo a por ella? - continuó sin hostilidad alguna.
El elfo de menor edad no contestó al momento, y su mirada indicó al espadachín que parecía buscar una respuesta adecuada. O correcta.
- No lo sé -volvió a mirarlo- Cuando dejé el templo, fuiste la primera persona que vino a mi mente. La única a la que pensé que podría pedirle ayuda con... ella. No sé qué habría hecho de no haberte encontrado, aún menos si tu respuesta hubiese sido negativa.
El aludido apartó instantáneamente la imagen de la campesina de sus pensamientos. Fue ese final lo que calmó cualquier ola que continuaba emergiendo en el peligroso océano que era su mente desde hacía meses. Que Tarek no hubiese dado por hecho que él iba a aceptar tratar de salvar a la hija de Eithelen lo alegró de algún modo. Fue inevitable comparar sus dudas con su propia resolución en su último encuentro. Una impulsividad estúpida y errada.
-¿Qué ocurrió en ese templo Tarek? Que ambos fueseis capaces de acordar llegar hasta allí, dentro de Sandorai, casi parece una quimera, pero ocurrió. Y ella ha cambiado- fue cuanto se permitió decir sobre lo acontecido. Una traición que no olvidaría - Y tú has vuelto sin los trazos que llevabas en el rostro. ¿Qué ocurrió allí? - repitió. Su forma de ser, incluso en una situación como la que había acontecido, exigía indagar, conocer cada elemento que había conformado la triste historia.
- Me ayudaste cuando te lo pedí, sin dudar ni un instante de lo que te estaba diciendo, así que responderé a todas tus preguntas -despacio, el elfo de cabello corto señaló unas cajas cercanas- Quizás prefieras sentarte, es una larga historia -Nou decidió aceptar el consejo. - En el templo... descubrimos la verdad, sobre sus padres, sobre Eithelen... Pero tuvimos que pagar los dos algo. No debería haber sido así, pero todo aquel lugar estaba corrompido por la codicia. Supongo que nos cegó la impaciencia.
-¿La verdad?- Insensatos… contuvo un suspiro. No estaba seguro de que se tratase únicamente de juventud. Su especie era distinta, carecía de sentido apresurarse, tenían el lujo de planear con cuidado los pasos para llevar a cabo las metas más elevadas. Pero Iori había sido criada como un animal salvaje, y Tarek buscaba una cura para algo que Nou nunca había experimentado. Eithelen, con su muerte, había dejado a dos cachorros desorientados, buscando morder el reflejo de la luna en un mar cuya corriente no acertaban a comprender. Impaciencia…
Tarek asintió - Tras nuestro regreso de Isla Tortuga, investigué sobre el santuario. El espectro de Nan'Kareis me habló de la posibilidad de obtener respuestas allí, antes de dejarnos marchar de la isla. Se suponía que las sacerdotisas del santuario de Emlékezet habían descubierto como contactar con los muertos, obtener respuestas de ellos... Nunca imaginé que eso implicase revivir, en tu propia piel, lo que ellos habían sufrido o incluso sentido. Solo puedo suponer que, si yo sentí la muerte de Eithelen, ella tuvo que sentir toda la tortura a la que sometieron a su madre -Lëmpe Urth, volvió a los pensamientos del espadachín. La tortura enterrada. Sus ojos grises se clavaron en algún punto indeterminado, calculando las tétricas posibilidades de experimentar el sufrimiento de otra persona como si fuese real. Sí, eso podría devastar la cordura de una criatura. - Lo vimos todo, desde el momento en que sus padres se conocieron, hasta el último día de sus vidas. No sé cómo los Ojosverdes supieron lo que habían hecho, pero los cazaron, hasta que ellos mismo se entregaron para morir -sonrió de forma triste, y Nou no pudo sino sentir lástima por ellos- La artífice de todo fue Dhonara, mi maestra tras la muerte de Eithelen.
Callado, el Indirel masticó todas y cada una de las palabras del Inglorien, recomponiendo los pedazos que fue recopilando entre la anterior conversación con el joven y los días transcurridos en la curación de Iori. De no haber vivido tanto, de no haber sido testigo de tantas cosas en sus aventuras, solo y con ellos, le habría parecido algo increíble. Suspiró, apartando la mirada un instante. De modo que así había ocurrido.
-Ni siquiera tenía constancia que ese templo continuase en funcionamiento. Ni una leyenda atribuida a sus paredes. Pensaba que no quedaba nada siglos ha- sacudió la cabeza, retomando lo importante- ¿El dolor fue lo que la cambió? - entrelazó de manera precipitada, antes de recordar lo que el más joven de ambos había dicho. “Los dos tuvimos que pagar algo”- No dudo que debió ser duro, para ambos- reconoció volviendo a clavar sus ojos en los de Tarek- Ni que hayas hecho lo correcto. El Lempë Urth es algo que no debió ser desenterrado de la historia. y Eithelen era un estandarte de nuestra tierra- Esas revelaciones removieron a sangwa, del mismo modo que ocurrió en la lejana aldea donde había puesto fin a las depravaciones del demonio con aspecto de elfo. ¿Acaso no existía ya un solo clan en Sandorai que no se hubiese corrompido tras la larga paz y las malas decisiones de los Tres Grandes? Sin embargo, creía que el muchacho necesitaba esas breves palabras de apoyo. Impetuoso a la hora de obtener respuestas, lo había pagado con creces. - Ella partió sola, a Lunargenta. Y tú te has enfrentado a los tuyos en Nytt Hus. ¿Dónde has estado desde que nos vimos la última vez?
- Dudo que vuelva a estar alguna vez en funcionamiento. El individuo que tomó el lugar de las sacerdotisas... -su voz se apagó un momento, y Nou advirtió que no deseaba continuar reviviendo ciertos detalles de lo ocurrido- El dolor no fue lo único que la cambió -echando mano de su bolsa, Tarek sacó de ésta a los ojos del Indirel un ajado y extraño libro, que captó todo su interés- Como te dije antes, tuvimos que pagar el precio del conocimiento. El mío fue mi legado -explicó, aludiendo al tatuaje y el espadachín comprendió por fin el extraño desvanecimiento- el de ella su szív. Es un término antiguo, de nuestra lengua. Alude a la esencia de lo que uno siente, lo que te hace ser tú mismo. Podría decirse que entregó su... capacidad de sentir... lo bueno. Supongo que el dolor por la tortura solo lo hizo peor -por algún motivo, agarró con mayor fuerza el volumen- Eithelen fue degollado, él no sufrió la tortura, solo la humana, la madre de Iori -un gesto de la mano al cuello sirvió al mayor de ambos para añadir una mayor e innecesaria verosimilitud al relato- Supongo que ni Dhonara podía luchar contra lo que él simbolizaba, nadie la habría apoyado de haber intentado hacerle algo así al líder de los Inglorien -prosiguió, deteniéndose unos segundos antes continuar- Fui al Campamento sur, a cumplir mi promesa, a vengar su muerte. Dhonara ya no volverá a hacerle daño a nadie -y la voz que entonaba la historia superó con dificultad esas últimas explicaciones.
Aquello hizo abrir un poco más los ojos grises al espadachín. Aquello, tras la derrota de Nytt Hus, abría demasiados interrogantes sobre los siguientes pasos del clan más conservador del país de los bosques. La audacia de Tarek lo impresionó. Se necesitaba una firma voluntad, y no poco valor, para segar la vida a una comandante de los OjosVerdes. Una, que además, lo había entrenado y sin duda transmitido lo que consideraba que debía guiar a un chico sin norte. Había quemado el puente con quienes se había criado. Lo observó entonces, hasta que un latigazo regresó las palabras de Iori.
“¿Comprendes? Tú no estabas allí”
- Entregara lo que entregase, no es ella misma - expresó, sin llegar a ocultar del todo la ira de lo que entre ellos había ocurrido en la última despedida- Y cualquier deuda que pudiese tener con ella está saldada- añadió. Le había regalado demasiadas palabras que no debían haber salido de él. Sus actos podían tener sentido, incluso podía llegar a comprenderlos, perdonarlos era otra senda muy, muy distinta. Iori había elegido su propio camino, y Nou no formaba ya parte de él - Pero tú... ¿cómo demonios lo lograste? ¿Ya estás siendo perseguido? – cuestionó con cierta inquietud, dibujada entre la calma.
- He de asumir que no fue un encuentro agradable -apuntó Tarek, cauteloso, y ninguno comentó nada más al respecto - Antes te dije que no había tenido fuerzas para buscarla... y es cierto. Es lo único que queda del hombre que me acogió cuando me quedé huérfano pero... también es la... prueba de que llevo toda mi vida clamando venganza por alguien a quien no le importaba lo más mínimo. No te puedes ni imaginar lo mucho que la odio ahora mismo. Lo mucho que odio lo que representa -Nou le escuchó abrir su corazón, comprendiendo que no había errado en cuanto a la cura que precisaba. Él había tenido suerte en un mundo difícil, impredecible. Ellos habían debido criarse con un afecto subsidiado y aquello había marcado su personalidad, sus actos, sus relaciones. - Pero le debo a Eithelen el mantenerla con vida. Le debo a su descendencia la misma consideración que él tuvo conmigo – el tono del elfo de cabello blanco se serenó en buena medida, tras el arrebato anterior. El Indirel sintió ganas de sonreír con una resignación fruto de la experiencia. Tarek se estaba colocando un peso sobre los hombros que a él le era netamente familiar. Colocar el bienestar de una, o miles, en sus manos resultaba mucho más pesado de lo que podía imaginar. Y Nou sabía bien lo que algo así podía conllevar: tristeza, ira, dolor, desesperación- Creo que sospechan que tuve algo que ver con lo de Dhonara. Nadie podría haberse acercado tanto a ella, sin que contraatacase. Cornelius me ha dicho que los Ojosverdes ya han preguntado por mi. Nadie me vio entrar, llevo años escapándome de allí para ir a las ruinas del clan Inglorien. Se los caminos que debo tomar. Mi salida fue menos fortuita pero, quiero creer que quién me vio ha guardado silencio. Aunque a día de hoy ya no sé en quién puedo confiar.
- Ya la odiabas antes, aunque por otros motivos. Y aún así, acudisteis a ese templo... – no pudo evitar reprocharle- Ahora ella únicamente busca venganza. Y uno de sus objetivos, era precisamente Dhonara. Su meta en éste momento son unos humanos, pero si termina acudiendo al territorio de los OjosVerdes, sabemos cómo acabará- Tentado, sintió el impulso de ofrecerle su ayuda, de volver a protegerlos, mas consiguió helar ese sentimiento- Sea como sea, ahora mismo está fuera de nuestro alcance. Iori no es asunto nuestro, o al menos, mío. Arrancarla de la muerte fue suficiente- había mantenido su promesa, se dijo. Malgastar sus cortos años corría ahora a cargo de la campesina- Si te crees capaz de sacarla de ese camino, ya conoces el camino a la capital de los humanos. De cualquier modo, si esa parte de Sandorai ya te está vedada- esperaba de veras que Tarek no cayese en sus manos - Tienes que alejarte. No sé qué ocurrirá tras lo que vimos en Nytt Hus, es algo que aún debo preguntar al líder de mi clan. Forma parte del Consejo.
Qannleth… torció el gesto al pensar en él. Uno de los escasos habitantes de Folnaien con quienes jamás había logrado simpatizar. Alguien que nunca había aprobado sus frecuentes viajes, ni su negativa en convertirse en instructor de los jóvenes guerreros del clan, junto a Nilian y Cifush. Sus conversaciones en décadas se resumían con los dedos de una mano. Alguien, se cuestionó en ese mismo instante, que tal vez había llegado a ver la ambición en él antes incluso de que el propio Nousis fuese consciente de su existencia.
Levantándose de la caja, alzó la mirada para contemplar el cielo. La paz del saber lo calmaba como pocas cosas en el mundo y en el interior de esa tranquilidad, supo que no podía dejar al joven de esa manera. Había errado sí, como todos, y todavía debía levantar la lámpara para iluminar su camino más allá de unos primeros pasos que, desde ese momento, no se presentaban halagüeños. Ya no era cuestión de remordimiento, o pago. Era cuestión de confianza.
- No estás sólo Tarek. Ya sabes dónde se encuentra Folnaien. Pienses lo que pienses de mí, si estoy allí, tendrás cobijo.
- No podrán ocultarlo para siempre. La muerte de Dhonara acabara por descubrirse, tarde o temprano, y la noticia se extenderá por todo Sandorai y sus fronteras. Ella también acabará por saberlo -empezó, en tono monocorde, comenzando por los problemas más inmediatos- No soy bienvenido en Midgard, por mis actos en la batalla de Nytt Hus, los miembros del Consejo me han dejado claro que no puedo volver a acercarme al Árbol Madre, el Sur me busca por asesinato y, como Ojosverdes, soy un traidor en todas las tierras de los elfos -sus ojos se posaron en los del Indirel- Agradezco tu hospitalidad, pero no desearía darte aún más problemas. Si has conseguido que abandone Sandorai, en pos tierras humanas, puedo marcharme con la certeza de que ha vuelto a un lugar seguro, al menos hasta que pueda encontrar una solución a esto -expresó, refiriéndose al libro- No sé a dónde me llevarán los dioses, si todavía se preocupan por mis pasos, pero ten por seguro que no olvidaré la ayuda que me has prestado.
Una sonrisa alcanzó los labios del mayor de los dos. Ahora había comprendido más que nunca, que lo que de sueño se había transformado en intención, no era sólo por él, por sus ideas. También los suyos, que lo merecían, estarían protegidos. De todo y de todos.
- Tengo asuntos de los que ocuparme, y no sé dónde me encontraré cuando llegue el momento adecuado. Cuando ocurra, te lo haré saber. Y tú serás quien decida si deseas acompañarme en el camino que voy a tomar- sólo restaba encontrar el lugar perfecto, y todo daría comienzo- Sandorai tiene que cambiar. Y no voy a esperar a que los dioses hagan mi trabajo.
No hubo sorpresa en Nousis cuando los ojos de Tarek sortearon extrañeza y reflexión. Aún no podía explicárselo, pero el momento llegaría. Y poniéndose en pie, el segundo le ofreció el brazo, que el espadachín estrechó. “Mantente vivo” pensó sin verbalizarlo. “Mantente vivo”
-Si está en mi mano ayudarte, ahí estaré -aseguró el huérfano criado por los OjosVerdes.
Sin embargo, necesitaba que suya fuese la elección. Sin compromiso, sin obligación. No podía resultar de otra manera.
- Si llegado el momento, deseas acudir, allí tendrás un lugar. No hay deuda entre nosotros. Tuyos son tus pasos.
Lentamente, el Inglorien asintió una vez más. Había comprendido el sentido de sus palabras - Espero que tengas éxito en tu empresa, sea cual sea -deseó- Y si me necesitas, ya sabes cómo contactar conmigo. Él siempre sabe dónde encontrarme.
Allí, en el establo de la posada de Cornelius, ambos se separaron, y Nou comprendió que sólo le quedaba confiar en que, aunque en unos meses nada pudiera hacer por ellos -Por Tarek, por Aylizz- pronto sería capaz de ofrecerles un segundo hogar, si llegaban a desearlo.
¿Y Iori?
Su mente alcanzó a la humana ya a media legua de la taberna donde había pernoctado los últimos días.
No se trataba sólo de esos golpes a un ego labrado con una minuciosidad extrema. No podía dar más por ella que cuanto había hecho. En su fuero interno, deseaba que pudiese salir con vida del camino que había emprendido. Uno, del que él ya no formaba parte.
Resultaba difícil imaginar palabras que llevasen al perdón. Ella no tenía los años o la sabiduría para hallar esa senda. Era mejor así.
Nousis Indirel
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 417
Nivel de PJ : : 4
Re: Desde el infierno [privado][cerrado]
Permaneció largo rato en aquel establo, tras la marcha de Nousis. El libro, que contenía el pago que habían efectuado en el santuario por el nefasto conocimiento adquirido, descansaba a su lado, apoyado en el suelo. La conversación con el elfo mayor reverberó una vez más en su mente, no tanto por lo que el Indirel le había dicho, si no por lo que él mismo había relatado. Le sorprendió el tono calmado en el que había contado, por tercera vez en menos de dos días, los acontecimientos sucedidos en aquel templo de penurias. Relatárselo a Cornelius había sido sencillo. El tabernero llevaba años en su vida, lo consideraba parte de su propia familia. Sin embargo, no esperaba que resultase tan sencillo con Nousis, no tras su último encuentro.
Se preguntó si su mente estaría sanando, al igual que lo hacían sus heridas. Localizar los restos de Eithelen y darles sepultura, incluso conocer el fatal destino de Ismil, parecían haber marcado un punto de inflexión en toda aquella vorágine de dolor que había supuesto conocer la verdad. Recordó que apenas dos días antes había despertado, bañado en sudor y gritando, en aquella pequeña casa a las afueras de Eiroás. La casa de la hija de Eithelen… Durante su conversación con Nousis había notado la inflexión en la voz del elfo cada vez que mencionaba a la chica. Algo, que el Indirel no había deseado contarle, había perturbado la relación entre ambos. A la mente de Tarek volvieron aquellos ferales ojos con los que la chica lo había mirado en el templo, antes de proceder a descargar su ira sobre él. Nousis parecía indemne, al menos físicamente, por lo que sospechó que su enfrentamiento había tenido lugar a un nivel más personal.
Apoyó la cabeza contra la valla tras él, observando el tejado de madera y paja del establo. Había calculado sus pasos hasta aquel preciso momento pero, quizás sospechando que no viviría lo suficiente para alcanzarlo, no había determinado qué hacer tras completar aquella última etapa de su viaje. El día anterior había decidido seguir rumbo al norte, más allá de los territorios controlados por los Ojosverdes, pero en aquel momento, quizás por el encuentro con los dos elfos mayores, su determinación pareció flaquear. Una conversación ocurrida hacía algunos meses, pero que parecía pertenecer a un pasado mucho más lejano, volvió a su mente. Se encontraba con Aylizz, de regreso en el sur de Sandorai, tras su pequeño periplo en las tierras de Midgard. En aquel entonces había expresado su deseo de viajar al norte, de visitar lo que sus ancestros consideraban tierra sagrada.
En aquel momento todo había parecido más sencillo. El único obstáculo para partir había sido tener que lidiar con las preguntas y reproches de Dhonara, con la negativa del Consejo de los Ojosverdes. Apoyando los codos sobre las rodillas, escondió la cara entre los brazos. Ahora Dhonara estaba muerta y el Consejo pronto, si no lo había hecho ya, decretaría una orden de captura sobre él. Como le había dicho a Nousis, era un traidor en su tierra y un proscrito para el resto de su pueblo. Nada lo retenía en Sandorai, nada excepto que la nostalgia por su propia tierra, ese profundo sentimiento que siempre lo había asolado cuando se había alejado demasiado tiempo del bosque de los elfos.
Ahora sin embargo, cuando partiese, sería para no volver jamás. Tras él quedarían aquellos lazos familiares inexistentes que había sentido hacia su clan de acogida; amistades de años, otras más recientes sin acabar de cultivar, otras que nunca habían llegado a surgir. Se internaría en un mundo nuevo y desconocido, lejos de todo lo que le era apreciado. Dejaría tras de sí los últimos resquicios de lo que había sido el clan Inglorien, que moriría junto con él, el día que los dioses decidiesen poner fin a su existencia. Ese era el precio que había pagado por la verdad. La pérdida de su legado solo era una piedra más en aquel desapacible camino, que había condenado a su clan a la extinción. Un camino que él había decidido recorrer de forma voluntaria.
La noche lo encontró todavía allí, sumido en aquellos pesarosos pensamientos. Sin embargo, no fue la ausencia de luz ni el frío lo que le hicieron salir de su letargo, si no el hambre. Recordó que el día anterior apenas había tomado algo para el desayuno y, tras volver de los bosques de Eiroás, había rechazado la comida que el anciano soldado le había ofrecido. Si quería sobrevivir, aunque solo fuese unos días más, tenía que empezar a comer y a dormir. Había superado situaciones similares antes, en las que su vida se encontraba amenazada por fuerzas que no podía enfrentar. Por suerte, pensó con ironía, esta vez sabía cómo actuaba el enemigo.
Tras varias semanas vagando por aquellas limítrofes tierras, evitando caminos y resolviendo pequeños asuntos que el elfo tabernero le encargaba, tuvo que asumir la realidad: estaba retrasando su partida de forma intencional. Era consciente de la estupidez de sus actos. Un número cada vez mayor de Ojosverdes patrullaba las fronteras, los conflictos entre el clan sureño y Verisar parecían haber aumentado. Podía ver la preocupación en el rostro de Cornelios cada vez que se veían, su intranquilidad, pero Tarek era incapaz de sentir aquello.
Los días sucedían a las noches sin que pareciese importarle demasiado. Cumplía de forma eficiente los encargos que le hacía el tabernero y pasaba el resto del tiempo intentando descifrar los intrincados símbolos que decoraban la cubierta del libro del santuario. Pero las runas no solo habían desaparecido de su cuerpo, sino también de su mente. Observaba aquellos símbolos y lo único que veía eran dibujos sin sentido, que se enlazaban para crear una armónica estampa, una que carecía por completo de significado.
Pasó una y otra vez las hojas del tomo, releyendo los nombres y mensajes que el tiempo había dejado allí. ¿Quién sería toda aquella gente? Los nombres no dejaban dudas respecto a la procedencia de los dolientes, pero ¿qué habían visto en el santuario? ¿Qué terrible destino había acaecido a aquellos cuyos nombres decoraban páginas en blanco? Hacía tiempo que había asumido que aquellas páginas vacías implicaban que el clérigo había tomado de ellas lo pagado. Contemplando su propio nombre sobre aquel fondo de color indefinible se preguntó si sería posible recuperar lo perdido.
El libro había tomado protagonismo también en sus sueños. Sus noches, intranquilas, mezclaban retazos de las memorias vividas en el santuario con imágenes de acontecimientos que no recordaba haber vivido. Pero todos y cada uno de ellos acababan siempre en el mismo punto, con Tarek contemplando aquel indescifrable tomo.
Su último encargo lo había llevado algo más lejos de lo habitual y Tarek sospechó que Cornelius había arreglado todo aquello para alejarlo, al menos una temporada, de la frontera. Aún consciente de ello, el peliblanco partió, agradeciendo su velado gesto. La misión no había sido difícil, ni siquiera había requerido demasiada implicación por su parte, pero los tiempos de espera habían sido largos.
El elfo con el que había contactado a su llegada a la pequeña aldea pareció perturbado ante su presencia, aunque su expresión mudó rápidamente al saber quién lo había enviado. Aun así, las furtivas miradas que le lanzó durante todos sus encuentros dejaron claro al peliblanco que lo que el tabernero le había dicho de forma incesante aquellas últimas semanas era cierto: la sangre que compartía con los Ojoverdes lo asemejaba demasiado a ellos como para pasar desapercibido. Las noticias de lo acaecido en Nytt Hus habían alcanzado todos los extremos del continente.
Solucionado el problema del mercader, el peliblanco había puesto rumbo de nuevo a la frontera. El frío helaba los caminos y las inclemencias del tiempo contravenían a menudo el periplo de los comerciantes, cuyos carromatos quedaban anclados al borde de los caminos. Se encontraba a un par de jornadas del límite de Sandorai, cuando sus pasos lo llevaron ante una pequeña posada situada al borde del camino. Ante ella, dos hombres parecían discutir, mientras una mujer abrazaba a un niño que sollozaba en silencio.
Bajando la cabeza para que la capa le cubriese el rostro, el elfo continuó su camino sin hacer caso de lo que estaba ocurriendo.
- … va a nevar. No puedo dejar que mi hijo duerma bajo la nieve –la voz de uno de los hombres se escuchó tras él.
- Eso no es asunto mío, señor. Si no pueden pagar, no puedo dejar que se queden.
- Por favor, solo será una noche. Podemos quedarnos en el establo –la voz de la mujer se alzó entonces, amortiguada por los sollozos del infante.
- Lo lamento. Pero no hay excepciones –concluyó el segundo hombre- Quizás deberían preguntar en la aldea, alguien podría acogerlos.
- ¡Pero eso se encuentra a más de media jornada! –replicó el primer hombre.
El peliblanco no prestó atención a la contestación del que parecía ser el posadero. Observó una última vez, antes de tomar el desvío a la derecha, a la madre sosteniendo a su pequeño hijo, al que susurró un tranquilizador “No te preocupes Teo”, antes de abrazarlo con expresión adusta y de desazón.
Nieve, pensó el elfo. Aquella noche él también dormiría bajo la nieve. Pero el frío no era lo que lo preocupaba, sino aquellas extrañas imágenes que había comenzado a inundar sus sueños. Con el paso de las semanas habían ido ganando peso sobre las pesadillas relacionadas con lo vivido en el santuario. Pero la incoherencia de los mismos había acabado por inquietarle. ¿Se estaría volviendo loco?
Quizás el santuario se había cobrado algo más que su legado. Conocer la verdad había puesto en jaque su cordura. ¿Acaso no acabaría nunca aquel infierno?
Se preguntó si su mente estaría sanando, al igual que lo hacían sus heridas. Localizar los restos de Eithelen y darles sepultura, incluso conocer el fatal destino de Ismil, parecían haber marcado un punto de inflexión en toda aquella vorágine de dolor que había supuesto conocer la verdad. Recordó que apenas dos días antes había despertado, bañado en sudor y gritando, en aquella pequeña casa a las afueras de Eiroás. La casa de la hija de Eithelen… Durante su conversación con Nousis había notado la inflexión en la voz del elfo cada vez que mencionaba a la chica. Algo, que el Indirel no había deseado contarle, había perturbado la relación entre ambos. A la mente de Tarek volvieron aquellos ferales ojos con los que la chica lo había mirado en el templo, antes de proceder a descargar su ira sobre él. Nousis parecía indemne, al menos físicamente, por lo que sospechó que su enfrentamiento había tenido lugar a un nivel más personal.
Apoyó la cabeza contra la valla tras él, observando el tejado de madera y paja del establo. Había calculado sus pasos hasta aquel preciso momento pero, quizás sospechando que no viviría lo suficiente para alcanzarlo, no había determinado qué hacer tras completar aquella última etapa de su viaje. El día anterior había decidido seguir rumbo al norte, más allá de los territorios controlados por los Ojosverdes, pero en aquel momento, quizás por el encuentro con los dos elfos mayores, su determinación pareció flaquear. Una conversación ocurrida hacía algunos meses, pero que parecía pertenecer a un pasado mucho más lejano, volvió a su mente. Se encontraba con Aylizz, de regreso en el sur de Sandorai, tras su pequeño periplo en las tierras de Midgard. En aquel entonces había expresado su deseo de viajar al norte, de visitar lo que sus ancestros consideraban tierra sagrada.
En aquel momento todo había parecido más sencillo. El único obstáculo para partir había sido tener que lidiar con las preguntas y reproches de Dhonara, con la negativa del Consejo de los Ojosverdes. Apoyando los codos sobre las rodillas, escondió la cara entre los brazos. Ahora Dhonara estaba muerta y el Consejo pronto, si no lo había hecho ya, decretaría una orden de captura sobre él. Como le había dicho a Nousis, era un traidor en su tierra y un proscrito para el resto de su pueblo. Nada lo retenía en Sandorai, nada excepto que la nostalgia por su propia tierra, ese profundo sentimiento que siempre lo había asolado cuando se había alejado demasiado tiempo del bosque de los elfos.
Ahora sin embargo, cuando partiese, sería para no volver jamás. Tras él quedarían aquellos lazos familiares inexistentes que había sentido hacia su clan de acogida; amistades de años, otras más recientes sin acabar de cultivar, otras que nunca habían llegado a surgir. Se internaría en un mundo nuevo y desconocido, lejos de todo lo que le era apreciado. Dejaría tras de sí los últimos resquicios de lo que había sido el clan Inglorien, que moriría junto con él, el día que los dioses decidiesen poner fin a su existencia. Ese era el precio que había pagado por la verdad. La pérdida de su legado solo era una piedra más en aquel desapacible camino, que había condenado a su clan a la extinción. Un camino que él había decidido recorrer de forma voluntaria.
La noche lo encontró todavía allí, sumido en aquellos pesarosos pensamientos. Sin embargo, no fue la ausencia de luz ni el frío lo que le hicieron salir de su letargo, si no el hambre. Recordó que el día anterior apenas había tomado algo para el desayuno y, tras volver de los bosques de Eiroás, había rechazado la comida que el anciano soldado le había ofrecido. Si quería sobrevivir, aunque solo fuese unos días más, tenía que empezar a comer y a dormir. Había superado situaciones similares antes, en las que su vida se encontraba amenazada por fuerzas que no podía enfrentar. Por suerte, pensó con ironía, esta vez sabía cómo actuaba el enemigo.
[…]
Tras varias semanas vagando por aquellas limítrofes tierras, evitando caminos y resolviendo pequeños asuntos que el elfo tabernero le encargaba, tuvo que asumir la realidad: estaba retrasando su partida de forma intencional. Era consciente de la estupidez de sus actos. Un número cada vez mayor de Ojosverdes patrullaba las fronteras, los conflictos entre el clan sureño y Verisar parecían haber aumentado. Podía ver la preocupación en el rostro de Cornelios cada vez que se veían, su intranquilidad, pero Tarek era incapaz de sentir aquello.
Los días sucedían a las noches sin que pareciese importarle demasiado. Cumplía de forma eficiente los encargos que le hacía el tabernero y pasaba el resto del tiempo intentando descifrar los intrincados símbolos que decoraban la cubierta del libro del santuario. Pero las runas no solo habían desaparecido de su cuerpo, sino también de su mente. Observaba aquellos símbolos y lo único que veía eran dibujos sin sentido, que se enlazaban para crear una armónica estampa, una que carecía por completo de significado.
Pasó una y otra vez las hojas del tomo, releyendo los nombres y mensajes que el tiempo había dejado allí. ¿Quién sería toda aquella gente? Los nombres no dejaban dudas respecto a la procedencia de los dolientes, pero ¿qué habían visto en el santuario? ¿Qué terrible destino había acaecido a aquellos cuyos nombres decoraban páginas en blanco? Hacía tiempo que había asumido que aquellas páginas vacías implicaban que el clérigo había tomado de ellas lo pagado. Contemplando su propio nombre sobre aquel fondo de color indefinible se preguntó si sería posible recuperar lo perdido.
El libro había tomado protagonismo también en sus sueños. Sus noches, intranquilas, mezclaban retazos de las memorias vividas en el santuario con imágenes de acontecimientos que no recordaba haber vivido. Pero todos y cada uno de ellos acababan siempre en el mismo punto, con Tarek contemplando aquel indescifrable tomo.
[…]
Su último encargo lo había llevado algo más lejos de lo habitual y Tarek sospechó que Cornelius había arreglado todo aquello para alejarlo, al menos una temporada, de la frontera. Aún consciente de ello, el peliblanco partió, agradeciendo su velado gesto. La misión no había sido difícil, ni siquiera había requerido demasiada implicación por su parte, pero los tiempos de espera habían sido largos.
El elfo con el que había contactado a su llegada a la pequeña aldea pareció perturbado ante su presencia, aunque su expresión mudó rápidamente al saber quién lo había enviado. Aun así, las furtivas miradas que le lanzó durante todos sus encuentros dejaron claro al peliblanco que lo que el tabernero le había dicho de forma incesante aquellas últimas semanas era cierto: la sangre que compartía con los Ojoverdes lo asemejaba demasiado a ellos como para pasar desapercibido. Las noticias de lo acaecido en Nytt Hus habían alcanzado todos los extremos del continente.
Solucionado el problema del mercader, el peliblanco había puesto rumbo de nuevo a la frontera. El frío helaba los caminos y las inclemencias del tiempo contravenían a menudo el periplo de los comerciantes, cuyos carromatos quedaban anclados al borde de los caminos. Se encontraba a un par de jornadas del límite de Sandorai, cuando sus pasos lo llevaron ante una pequeña posada situada al borde del camino. Ante ella, dos hombres parecían discutir, mientras una mujer abrazaba a un niño que sollozaba en silencio.
Bajando la cabeza para que la capa le cubriese el rostro, el elfo continuó su camino sin hacer caso de lo que estaba ocurriendo.
- … va a nevar. No puedo dejar que mi hijo duerma bajo la nieve –la voz de uno de los hombres se escuchó tras él.
- Eso no es asunto mío, señor. Si no pueden pagar, no puedo dejar que se queden.
- Por favor, solo será una noche. Podemos quedarnos en el establo –la voz de la mujer se alzó entonces, amortiguada por los sollozos del infante.
- Lo lamento. Pero no hay excepciones –concluyó el segundo hombre- Quizás deberían preguntar en la aldea, alguien podría acogerlos.
- ¡Pero eso se encuentra a más de media jornada! –replicó el primer hombre.
El peliblanco no prestó atención a la contestación del que parecía ser el posadero. Observó una última vez, antes de tomar el desvío a la derecha, a la madre sosteniendo a su pequeño hijo, al que susurró un tranquilizador “No te preocupes Teo”, antes de abrazarlo con expresión adusta y de desazón.
Nieve, pensó el elfo. Aquella noche él también dormiría bajo la nieve. Pero el frío no era lo que lo preocupaba, sino aquellas extrañas imágenes que había comenzado a inundar sus sueños. Con el paso de las semanas habían ido ganando peso sobre las pesadillas relacionadas con lo vivido en el santuario. Pero la incoherencia de los mismos había acabado por inquietarle. ¿Se estaría volviendo loco?
Quizás el santuario se había cobrado algo más que su legado. Conocer la verdad había puesto en jaque su cordura. ¿Acaso no acabaría nunca aquel infierno?
Tarek Inglorien
Honorable
Honorable
Cantidad de envíos : : 225
Nivel de PJ : : 1
Temas similares
» El entrenamiento [privado][cerrado]
» Reencuentro [privado] [Cerrado]
» Mittenwald [Privado] CERRADO
» [Cerrado]Un baño de sol [Privado]
» La voz de la locura [Privado] (Cerrado)
» Reencuentro [privado] [Cerrado]
» Mittenwald [Privado] CERRADO
» [Cerrado]Un baño de sol [Privado]
» La voz de la locura [Privado] (Cerrado)
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Hoy a las 14:43 por Eilydh
» Días de tormenta + 18 [Privado]
Ayer a las 23:14 por Iori Li
» Laboratorio Harker [Alquimia+Ingeniería]
Ayer a las 19:13 por Zelas Hazelmere
» Pócimas y Tragos: La Guerra de la Calle Burbuja [Interpretativo] [Libre]
Ayer a las 16:18 por Mina Harker
» El vampiro contraataca [Evento Sacrestic]
Ayer a las 05:53 por Lukas
» La Procesión de los Skógargandr [Evento Samhain (Halloween)]
Mar Nov 19 2024, 22:49 por Eltrant Tale
» Entre Sombras y Acero [LIBRE][NOCHE]
Mar Nov 19 2024, 22:42 por Cohen
» [Zona de culto] Altar de las Runas de los Baldíos
Lun Nov 18 2024, 12:29 por Tyr
» Susurros desde el pasado | Amice H.
Lun Nov 18 2024, 04:12 por Amice M. Hidalgo
» [Zona de culto] Iglesia del único Dios
Sáb Nov 16 2024, 21:38 por Tyr
» Enjoy the Silence 4.0 {Élite]
Miér Nov 13 2024, 20:01 por Nana
» Vampiros, Gomejos, piernas para qué las tengo. [Privado]
Mar Nov 12 2024, 04:51 por Tyr
» Derecho Aerandiano [Libre]
Dom Nov 10 2024, 13:36 por Tyr
» Propaganda Peligrosa - Priv. Zagreus - (Trabajo / Noche)
Vie Nov 08 2024, 18:40 por Lukas
» Lamentos de un corazón congelado [Libre 3/3]
Vie Nov 08 2024, 01:19 por Tyr