El heraldo del norte
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El heraldo del norte
Al dar su primer paso en la plaza de Lunargenta sintió una pisca de duda, mas ya no era el momenta de echarse atrás. Había recorrido una larga distancia para llegar allí y estaba seguro de que iba por el camino correcto, era lo que había que hacer.
Un chico le ayudó a llegar al centro a cambio de unas monedas, las pocas que tenía, a decir verdad, pero eso no importaba, no estaba allí para hacer dinero, no, tenía una misión que cumplir.
Elevó su cabeza, como si mirara a las personas, aunque el velo blanco sobre sus ojos dejaba en claro que no podía ver. Daba igual, aún podía escuchar a su alrededor, sentía el murmullo incesante, las conversaciones sin sentido que se llevaban a cabo, los pasos de gente apurada por llegar a algún lugar que no se movería. Todo allì era superfluo, pero allì es donde debía estar.
"Ciudadanos de Lunargenta", comenzó a decir con voz temblorosa. ¿Hacía cuánto que no hablaba fuerte?, "La oscuridad se acerca, el enemigo no duerme, sólo espera, y sus agentes se pasean impunes por nuestro mundo".
Puso una de sus manos sobre sus ojos inertes.
"Mis ojos... cuando era joven renuncié voluntariamente a ellos, no para dejar de ver, sino para ver más allá, para ver la oscuridad. Sólo aquel que conoce de las sombras puede ver los movimientos de los agentes del enemigo, los presagios son claros, la nevada de este año fue más fría que las anteriores, el volcán allende el mar ruge como nunca, los vientos del norte llegan cargados de azufre y muerte. No os confundáis, esto no es sólo el clima, se vienen tiempos oscuros, llegará el día en que las madres ahogarán a sus pequeños para ahorrarles el dolor, en que los hermanos tendrán que acabar con los suyos, o lo que quede de ellos, los días aciagos están a la vuelta, ¡no seáis ciegos!".
Escuchó las risas, oyó cuando lo trataron de loco, de mendigo, de enfermo. No era nada de eso, no, los siglos de existencia que acreditaba su barba y sus años contemplando la oscuridad desde las altas montañas no eran en vano. No estaba loco, ni enfermo, estaba allí para dar un mensaje.
"Id, id al norte, ayudad a preparar las defensas, pues el enemigo no tarda ni las sombras duermen. No sólo Dundarak caerá cuando el volcán despierte, el mundo entero debe unirse, hacer causa común, el elfo debe sanar al brujo, el vampiro pelear espalda con espalda con el licántropo, pues cuando la noche llegue las razas serán una sola. ¿Acaso creéis que Térpoli fue casualidad?, ¿que fue un grupo de locos descarriados?, no, eso fue sólo una pequeña muestra del peligro que se avecina".
Poco a poco notó que entre quienes se reían había otros en silencio, oídos atentos. Era muy poco, había tan poco tiempo, debía tomar medidas más desesperadas si quería que el mundo supiera del peligro inminente.
Se inclinó, mientras su piel parecía tomar un tono opaco. Su quejido resonó en la plaza, mientras enormes alas crecían desde su espalda. Algunos transeúntes cayeron, otros contemplaban lo ocurrido. ¿Por qué uno de los sabios de la raza bendita del norte estaba allí, tan lejos de las montañas?.
El dragón de escamas resecas extendió sus alas y se elevó, tomando rumbo hacia un destino, uno que se elevaba por sobre el resto de la ciudad, con sus torres y banderas. El castillo de Lunargenta.
Un chico le ayudó a llegar al centro a cambio de unas monedas, las pocas que tenía, a decir verdad, pero eso no importaba, no estaba allí para hacer dinero, no, tenía una misión que cumplir.
Elevó su cabeza, como si mirara a las personas, aunque el velo blanco sobre sus ojos dejaba en claro que no podía ver. Daba igual, aún podía escuchar a su alrededor, sentía el murmullo incesante, las conversaciones sin sentido que se llevaban a cabo, los pasos de gente apurada por llegar a algún lugar que no se movería. Todo allì era superfluo, pero allì es donde debía estar.
"Ciudadanos de Lunargenta", comenzó a decir con voz temblorosa. ¿Hacía cuánto que no hablaba fuerte?, "La oscuridad se acerca, el enemigo no duerme, sólo espera, y sus agentes se pasean impunes por nuestro mundo".
Puso una de sus manos sobre sus ojos inertes.
"Mis ojos... cuando era joven renuncié voluntariamente a ellos, no para dejar de ver, sino para ver más allá, para ver la oscuridad. Sólo aquel que conoce de las sombras puede ver los movimientos de los agentes del enemigo, los presagios son claros, la nevada de este año fue más fría que las anteriores, el volcán allende el mar ruge como nunca, los vientos del norte llegan cargados de azufre y muerte. No os confundáis, esto no es sólo el clima, se vienen tiempos oscuros, llegará el día en que las madres ahogarán a sus pequeños para ahorrarles el dolor, en que los hermanos tendrán que acabar con los suyos, o lo que quede de ellos, los días aciagos están a la vuelta, ¡no seáis ciegos!".
Escuchó las risas, oyó cuando lo trataron de loco, de mendigo, de enfermo. No era nada de eso, no, los siglos de existencia que acreditaba su barba y sus años contemplando la oscuridad desde las altas montañas no eran en vano. No estaba loco, ni enfermo, estaba allí para dar un mensaje.
"Id, id al norte, ayudad a preparar las defensas, pues el enemigo no tarda ni las sombras duermen. No sólo Dundarak caerá cuando el volcán despierte, el mundo entero debe unirse, hacer causa común, el elfo debe sanar al brujo, el vampiro pelear espalda con espalda con el licántropo, pues cuando la noche llegue las razas serán una sola. ¿Acaso creéis que Térpoli fue casualidad?, ¿que fue un grupo de locos descarriados?, no, eso fue sólo una pequeña muestra del peligro que se avecina".
Poco a poco notó que entre quienes se reían había otros en silencio, oídos atentos. Era muy poco, había tan poco tiempo, debía tomar medidas más desesperadas si quería que el mundo supiera del peligro inminente.
Se inclinó, mientras su piel parecía tomar un tono opaco. Su quejido resonó en la plaza, mientras enormes alas crecían desde su espalda. Algunos transeúntes cayeron, otros contemplaban lo ocurrido. ¿Por qué uno de los sabios de la raza bendita del norte estaba allí, tan lejos de las montañas?.
El dragón de escamas resecas extendió sus alas y se elevó, tomando rumbo hacia un destino, uno que se elevaba por sobre el resto de la ciudad, con sus torres y banderas. El castillo de Lunargenta.
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