Las guerras Illidenses
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Las guerras Illidenses
Las guerras Illidenses
La guerra de brujos y elfos.
Primera guerra Illidense
Todo comenzó hace 1100 años, en el año 67 según la cuenta de los humanos. La proliferación de la magia había llevado a ambas razas, elfos y brujos, a disentir en muchos ámbitos, entre ellos el uso de la misma. Los elfos basaban su filosofía en la magia de luz, una magia que consistía en ayudar a los demás a cualquier precio. Aquellos elfos, que fueron llamados druidas por el uso de la magia de luz, entraron en un gran conflicto de intereses con los brujos, quienes, por el contrario, basaban su filosofía mágica en una visión más utilitaria, el control de los elementos, del éter mismo.
Los brujos, quienes, en sus inicios, habían vivido en una jerarquía dividida en tribus al igual que los elfos, organizaron un gran Concilio en la que sería su principal urbe, fundada siglos atrás, Teritia, con el fin de centralizar la organización de la nación. Esto se llevó a cabo bajo el mando de un consejo de tribus, liderados por los más ancianos y sabios de cada una de ellas, quienes serían nombrados como el consejo del Heks.
Con la llegada de los primeros humanos más de medio siglo atrás, ambas razas habían tenido que reorganizar sus territorios, haciendo perder a las tribus de brujos del sur los territorios de la Península de Verisar. Esta era una fuente importante de alimentación para la gran capital, ya que la península de Verisar cuenta con el mejor clima y las mejores tierras para el cultivo. La raza de brujos proliferó hasta tal punto que los territorios que tenían no abastecían a la población. Fue entonces cuando el consejo del Heks decidió convocar un concilio junto a las otras tres razas que ahora convivían en Aerandir (obviamente, los vampiros no fueron invitados). Se convocó dicho concilio según las leyes establecidas por sus ancestros, establecidas por los dragones elementales, las cuales decían que los concilios debían de celebrarse la madrugada de un día de luna llena convocando a dos integrantes de cada raza, uno diestro en combate, y otro diestro en la oratoria. De esta manera la luna sería testigo de lo allí discutido y el sol firmaría el pacto.
Y así fue como se convocó el Concilio de Teritia, siendo representados los dragones, los elfos, los brujos y los recién llegados humanos, y como dictaban las leyes, se hizo a la luz de la luna llena. Los convocantes expresaron sus problemas y propusieron una alianza con los elfos. De esta manera los brujos esperaban tomar Sandorai, terreno que les pertenecía a los elfos, a cambio de algunas de sus propias tierras en las montañas. La propuesta no fue del agrado de los elfos, quienes propusieron ceder la parte este de sus tierras en el continente a cambio de un tributo y una condición que sería clave en el concilio: adoptar su filosofía de magia, el darae1 y abandonar la magia de destrucción, el heks2.
Ofendidos por tal sugerencia, los brujos subieron el tono de la discusión. Jamás abandonarían el heks, porque este era para ellos el principio de todas las cosas, el don que les había sido otorgado por los propios dragones elementales y pasarían toda su vida buscando el control absoluto sobre él y, con él, el poder de los elementos.
Por otro lado, todas las demás razas accedieron a la petición formal de los humanos para tomar el territorio de la península de Verisar, territorio que, desmembrado a varias grandes tribus de brujos que vivían allí y cultivaban la tierra en favor de Teritia, ya ocupaban de facto. No obstante, los humanos, quienes habían traído del otro mundo algunas técnicas de agricultura enseñadas por los sajones durante su estadía en las islas británicas, se prestaron a dar un tributo a cambio de asentarse sobre dichas tierras.
Salió el sol y firmó sentencia, y las nuevas fronteras se establecieron, el concilio se dictaminó a favor de los humanos, quienes ganaron su propio lugar en el mapa, y creó aún más asperezas entre brujos y elfos, quienes habían ignorado las propuestas el uno del otro y habían elevado a amenazas el tono de la discusión.
Mapa del reparto de territorios del Concilio de Teritia.
El consejo del heks se reunió de nuevo con el fin de determinar si respetaban o no el acuerdo establecido. Al no haber llegado a ninguna solución para solventar la falta de recursos de la población, el consejo decidió ignorar el acuerdo. Fue entonces cuando comenzaron las primeras razias hacia el territorio humano, que antaño perteneció a los brujos. Eran pequeños ataques a las aldeas que vivían pacíficamente de la agricultura. De esta manera, las tribus del sur comenzaron a someter a las aldeas de la frontera y a cobrarles por una supuesta protección. Los humanos, que estaban en una clara desventaja por ser la raza más joven que habitaba el continente, rogaron la ayuda de los elfos, que conformaban la nación fuerte del momento. Si bien los elfos accedieron a ayudar a los humanos por un odio racial hacia los brujos, también fue por el tributo que estos se prestaron a pagar a cambio de una protección real ante las demás razas.
Los elfos enviaron un pequeño ejército que se repartió rápidamente por los pueblos colindantes con el territorio de los brujos. De esta manera, ante cualquier ataque, los pueblos asentados allí podrían tener protección inmediata. No obstante, al enviar las milicias más cercanas al territorio de los humanos, dejaron sus propias fronteras descuidadas, creando un blanco fácil para los brujos que aprovecharon rápidamente tal descuido. Atacaron Sandorai de la manera contundente y definitiva: talando y quemando los bosques de la frontera, destruyendo aldeas a su paso y asesinando a todo elfo que se interpusiera en su camino.
Los elfos tardaron en reaccionar, pero ante la amenaza de los brujos mandaron más tropas desde las mismas islas. Estas tardarían en llegar al menos tres días, que fueron suficientes para que los brujos, comandados por Osteios, el más fuerte de los líderes de las tribus, llegaran hasta su más preciado bien, el Árbol Madre. Aquella fue una batalla decisiva. Las tropas de Osteios sediaron el árbol madre durante más de una semana, dejando a los elfos recién llegados y cansados del viaje sin reservas. Jamás hubieran podido imaginar que los brujos los superarían en número, pero la excesiva arrogancia de los elfos les jugó una mala pasada.
Dos semanas después, el general O’Draën, hijo mayor del sacerdote supremo, se disponía a alzar la bandera blanca desde lo alto del Árbol Madre cuando el campamento brujo sufrió un ataque aéreo inesperado. Los dragones elementales, pensaron los elfos en un primer momento, pero no fue así. La ayuda solicitada a los dragones acababa de llegar por la retaguardia de los brujos que anticipaban ya una victoria inminente. El consejo de Dundarak había enviado a veinte de sus mejores monjes dragón, que surcaban el cielo y se dejaban caer en picado sobre el campamento que aún dormía, arrasando con tiendas y hombres desprevenidos que corrían de acá para allá. Osteios, un hombre entrenado en el arte de la guerra desde su infancia, conocía perfectamente las astucias más ruines de la guerra, por lo que en aquel campamento no había mucho más que tiendas vacías y algún soldado raso, bajas al fin y al cabo que no marcarían diferencia. El resto del campamento se desplazaba cada noche al lado contrario del Árbol Madre, lo suficientemente lejos para que los exploradores elfos no los encontraran sin antes ser vistos y atrapados.
Entonces una lluvia de flechas, hielo y fuego calló sobre los dragones que atacaban, desconcertados, un campamento vacío. La estrategia del general Osteios había funcionado y ahora los dragones caían uno a uno, pero no sin antes luchar hasta su último aliento. Fue una batalla dura, pero la superioridad numérica de los brujos era abrumadora. O’Draën tomó una decisión que algunos catalogarían como precipitada teniendo en cuenta la magnitud de la lucha y la desventajosa posición en la que se encontraban tras tantos días de inanición. Hizo bajar a sus arqueros a la planta más baja del Árbol Madre, donde eran totalmente vulnerables a la magia de los brujos, pero la lluvia de flechas sobre los brujos les cogió de sorpresa. Las tropas de O’Draën bajaron a toda prisa al campo de batalla como apoyo a los dragones, pero los brujos seguían siendo más en número.
Quizá el sentimiento de perder un bien tan preciado como Árbol Madre, o las fuerzas inhumanas que produce la adrenalina en el cuerpo, o la sensación de que hicieran lo que hicieran iban a morir, o los dioses. Quién sabe qué fue lo que hizo que aquella mañana de un Yavannië húmedo y nublado, los elfos, contra todo pronóstico, ganaran aquella batalla haciendo retroceder a los brujos a su antiguo campamento.
Definitivamente, los brujos habían perdido demasiados efectivos para organizar un nuevo ataque a Árbol Madre, a pesar de la evidente debilidad de los elfos, aunque ahora respaldados por los dragones. No obstante, tras la deforestación de los territorios élficos de la periferia, estos fueron abandonados por los clanes que allí vivían, desplazándose hacia los terrenos colindantes del centro del bosque. Así que se estableció una nueva frontera para los brujos que fue muy ventajosa, ya que ganaron un territorio totalmente virgen en el que poder cultivar.
Aquel apoderamiento de las tierras ajenas no fue firmado por ningún pacto, fueron tierras ganadas por el derecho de la guerra, tampoco se firmaron pactos de no agresión, por lo que comenzó una carrera armamentística en ambas razas, un periodo de tensión en las fronteras. Comenzaron a fortificar poblados y a hacer y deshacer alianzas. Pero, esta vez, las demás razas, dragones y humanos, prefirieron quedarse al margen.
Los brujos, quienes, en sus inicios, habían vivido en una jerarquía dividida en tribus al igual que los elfos, organizaron un gran Concilio en la que sería su principal urbe, fundada siglos atrás, Teritia, con el fin de centralizar la organización de la nación. Esto se llevó a cabo bajo el mando de un consejo de tribus, liderados por los más ancianos y sabios de cada una de ellas, quienes serían nombrados como el consejo del Heks.
Con la llegada de los primeros humanos más de medio siglo atrás, ambas razas habían tenido que reorganizar sus territorios, haciendo perder a las tribus de brujos del sur los territorios de la Península de Verisar. Esta era una fuente importante de alimentación para la gran capital, ya que la península de Verisar cuenta con el mejor clima y las mejores tierras para el cultivo. La raza de brujos proliferó hasta tal punto que los territorios que tenían no abastecían a la población. Fue entonces cuando el consejo del Heks decidió convocar un concilio junto a las otras tres razas que ahora convivían en Aerandir (obviamente, los vampiros no fueron invitados). Se convocó dicho concilio según las leyes establecidas por sus ancestros, establecidas por los dragones elementales, las cuales decían que los concilios debían de celebrarse la madrugada de un día de luna llena convocando a dos integrantes de cada raza, uno diestro en combate, y otro diestro en la oratoria. De esta manera la luna sería testigo de lo allí discutido y el sol firmaría el pacto.
Y así fue como se convocó el Concilio de Teritia, siendo representados los dragones, los elfos, los brujos y los recién llegados humanos, y como dictaban las leyes, se hizo a la luz de la luna llena. Los convocantes expresaron sus problemas y propusieron una alianza con los elfos. De esta manera los brujos esperaban tomar Sandorai, terreno que les pertenecía a los elfos, a cambio de algunas de sus propias tierras en las montañas. La propuesta no fue del agrado de los elfos, quienes propusieron ceder la parte este de sus tierras en el continente a cambio de un tributo y una condición que sería clave en el concilio: adoptar su filosofía de magia, el darae1 y abandonar la magia de destrucción, el heks2.
Ofendidos por tal sugerencia, los brujos subieron el tono de la discusión. Jamás abandonarían el heks, porque este era para ellos el principio de todas las cosas, el don que les había sido otorgado por los propios dragones elementales y pasarían toda su vida buscando el control absoluto sobre él y, con él, el poder de los elementos.
Por otro lado, todas las demás razas accedieron a la petición formal de los humanos para tomar el territorio de la península de Verisar, territorio que, desmembrado a varias grandes tribus de brujos que vivían allí y cultivaban la tierra en favor de Teritia, ya ocupaban de facto. No obstante, los humanos, quienes habían traído del otro mundo algunas técnicas de agricultura enseñadas por los sajones durante su estadía en las islas británicas, se prestaron a dar un tributo a cambio de asentarse sobre dichas tierras.
Salió el sol y firmó sentencia, y las nuevas fronteras se establecieron, el concilio se dictaminó a favor de los humanos, quienes ganaron su propio lugar en el mapa, y creó aún más asperezas entre brujos y elfos, quienes habían ignorado las propuestas el uno del otro y habían elevado a amenazas el tono de la discusión.
Mapa del reparto de territorios del Concilio de Teritia.
El consejo del heks se reunió de nuevo con el fin de determinar si respetaban o no el acuerdo establecido. Al no haber llegado a ninguna solución para solventar la falta de recursos de la población, el consejo decidió ignorar el acuerdo. Fue entonces cuando comenzaron las primeras razias hacia el territorio humano, que antaño perteneció a los brujos. Eran pequeños ataques a las aldeas que vivían pacíficamente de la agricultura. De esta manera, las tribus del sur comenzaron a someter a las aldeas de la frontera y a cobrarles por una supuesta protección. Los humanos, que estaban en una clara desventaja por ser la raza más joven que habitaba el continente, rogaron la ayuda de los elfos, que conformaban la nación fuerte del momento. Si bien los elfos accedieron a ayudar a los humanos por un odio racial hacia los brujos, también fue por el tributo que estos se prestaron a pagar a cambio de una protección real ante las demás razas.
Los elfos enviaron un pequeño ejército que se repartió rápidamente por los pueblos colindantes con el territorio de los brujos. De esta manera, ante cualquier ataque, los pueblos asentados allí podrían tener protección inmediata. No obstante, al enviar las milicias más cercanas al territorio de los humanos, dejaron sus propias fronteras descuidadas, creando un blanco fácil para los brujos que aprovecharon rápidamente tal descuido. Atacaron Sandorai de la manera contundente y definitiva: talando y quemando los bosques de la frontera, destruyendo aldeas a su paso y asesinando a todo elfo que se interpusiera en su camino.
Los elfos tardaron en reaccionar, pero ante la amenaza de los brujos mandaron más tropas desde las mismas islas. Estas tardarían en llegar al menos tres días, que fueron suficientes para que los brujos, comandados por Osteios, el más fuerte de los líderes de las tribus, llegaran hasta su más preciado bien, el Árbol Madre. Aquella fue una batalla decisiva. Las tropas de Osteios sediaron el árbol madre durante más de una semana, dejando a los elfos recién llegados y cansados del viaje sin reservas. Jamás hubieran podido imaginar que los brujos los superarían en número, pero la excesiva arrogancia de los elfos les jugó una mala pasada.
Dos semanas después, el general O’Draën, hijo mayor del sacerdote supremo, se disponía a alzar la bandera blanca desde lo alto del Árbol Madre cuando el campamento brujo sufrió un ataque aéreo inesperado. Los dragones elementales, pensaron los elfos en un primer momento, pero no fue así. La ayuda solicitada a los dragones acababa de llegar por la retaguardia de los brujos que anticipaban ya una victoria inminente. El consejo de Dundarak había enviado a veinte de sus mejores monjes dragón, que surcaban el cielo y se dejaban caer en picado sobre el campamento que aún dormía, arrasando con tiendas y hombres desprevenidos que corrían de acá para allá. Osteios, un hombre entrenado en el arte de la guerra desde su infancia, conocía perfectamente las astucias más ruines de la guerra, por lo que en aquel campamento no había mucho más que tiendas vacías y algún soldado raso, bajas al fin y al cabo que no marcarían diferencia. El resto del campamento se desplazaba cada noche al lado contrario del Árbol Madre, lo suficientemente lejos para que los exploradores elfos no los encontraran sin antes ser vistos y atrapados.
Entonces una lluvia de flechas, hielo y fuego calló sobre los dragones que atacaban, desconcertados, un campamento vacío. La estrategia del general Osteios había funcionado y ahora los dragones caían uno a uno, pero no sin antes luchar hasta su último aliento. Fue una batalla dura, pero la superioridad numérica de los brujos era abrumadora. O’Draën tomó una decisión que algunos catalogarían como precipitada teniendo en cuenta la magnitud de la lucha y la desventajosa posición en la que se encontraban tras tantos días de inanición. Hizo bajar a sus arqueros a la planta más baja del Árbol Madre, donde eran totalmente vulnerables a la magia de los brujos, pero la lluvia de flechas sobre los brujos les cogió de sorpresa. Las tropas de O’Draën bajaron a toda prisa al campo de batalla como apoyo a los dragones, pero los brujos seguían siendo más en número.
Quizá el sentimiento de perder un bien tan preciado como Árbol Madre, o las fuerzas inhumanas que produce la adrenalina en el cuerpo, o la sensación de que hicieran lo que hicieran iban a morir, o los dioses. Quién sabe qué fue lo que hizo que aquella mañana de un Yavannië húmedo y nublado, los elfos, contra todo pronóstico, ganaran aquella batalla haciendo retroceder a los brujos a su antiguo campamento.
Definitivamente, los brujos habían perdido demasiados efectivos para organizar un nuevo ataque a Árbol Madre, a pesar de la evidente debilidad de los elfos, aunque ahora respaldados por los dragones. No obstante, tras la deforestación de los territorios élficos de la periferia, estos fueron abandonados por los clanes que allí vivían, desplazándose hacia los terrenos colindantes del centro del bosque. Así que se estableció una nueva frontera para los brujos que fue muy ventajosa, ya que ganaron un territorio totalmente virgen en el que poder cultivar.
Aquel apoderamiento de las tierras ajenas no fue firmado por ningún pacto, fueron tierras ganadas por el derecho de la guerra, tampoco se firmaron pactos de no agresión, por lo que comenzó una carrera armamentística en ambas razas, un periodo de tensión en las fronteras. Comenzaron a fortificar poblados y a hacer y deshacer alianzas. Pero, esta vez, las demás razas, dragones y humanos, prefirieron quedarse al margen.
Segunda guerra Illidense
La segunda guerra illidense ocurrió algo más de un siglo después, en el año 186 según la cuenta de los humanos. La carrera armamentística había llegado a su fin, ambos bandos habían pasado cien años adoctrinando jóvenes y creando máquinas de matar. Los elfos, quienes habían sido denominados druidas antaño por sus dotes curativas, habían encauzado la magia del darae hacia técnicas que contradecían su propia existencia. Crearon flechas de luz, utilizaron la propia naturaleza para destruir la vida, alterando su magia.
La chispa que hizo saltar las alarmas de guerra fue la muerte del príncipe elfo Gaender en una incursión a tierras de los brujos. Las crónicas élficas nos hablan de un asesinato brutal de la mano de los brujos, mientras que los brujos afirman que aquello fue obra de los perros salvajes que habitaban las tierras y que atacaron al príncipe por no encender un fuego aquella noche. Fuera como fuese, el mismo día que recibieron la noticia, los elfos enviaron sus tropas a las fronteras. Pero los brujos, que ya estaban alertados de lo sucedido, tenían bien dispuestas sus defensas. Dos semanas después, ambos ejércitos se encontraron cara a cara en lo que antaño fue parte del bosque de Sandorai y que ahora era un valle de rojas amapolas.
Fue el propio O’Draën, que seguía al mando de las tropas élficas, quien guio a los elfos hasta el campo de batalla, mientras que las tropas de los brujos eran lideradas por Osteios, hijo de Osteios, quien se encontraba demasiado mayor para seguir el ritmo de la batalla. Ambos jinetes llevaban un comunicado de sus dirigentes, así que se acercaron con sus armaduras de batalla y con sus cascos retirados sobre el brazo en señal de paz, al menos momentánea. El mensaje era claro, era todo a una, tantos años de preparación para aquel día, un único día, una única batalla, el mismo número de tropas. Quien ganara, ganaba no solo la hegemonía racial, sino el bosque de Sandorai, y si perdían los brujos, ellos perderían la mitad de sus territorios en favor de los elfos, quienes harían arder sus cultivos y abonarían con sal sus campos para que jamás, jamás, volvieran a pisar terreno sagrado.
Los caballos de ambos relinchaban, notando la tensión de sus jinetes. La batalla comenzaría al alba, y se firmaría según las leyes de los dragones, al finalizar el día solar. Dos días tenían los ejércitos para preparar aquella masacre, para despedirse de sus parejas, de sus familias, porque se avecinaba una muerte asegurada para todos ellos. Pero aquella batalla era por lo que habían nacido, vivido y ahora morirían. Por un futuro para sus hijos que ellos no podrían ver.
Tras los dos días, ambos ejércitos volvieron a encontrarse cara a cara en el mismo lugar, el sol asomó por el este, igualando a ambos ejércitos, casi calculado, como el rigoroso número de tropas elegidas para el acontecimiento. Los mejores de los mejores de cada casa, pero también los mejores hijos, los mejores padres y maridos. Tanto Osteios como O’Draën levantaron la mano a sus arqueros esperando el momento indicado en el que el sol, en su completa figura, saliera de la tierra.
Cuando la última curva del orbe de fuego asomó, una lluvia de flechas cayó en ambas direcciones, dando comienzo una sangrienta lucha. Primero la caballería, luego los soldados rasos. Horas y horas de ataques y embestidas, de cabalgadas sobre cuerpos sin vida, hombres mutilados que clamaban acabar con su sufrimiento. Ambos generales se buscaban espada con espada, desmembrando, asesinando. Hasta que el atardecer naranja llegó, la luz se apagaba como la vida de aquellos soldados. De ambos bandos, caían a cada segundo decenas de hombres, de vidas.
Finalmente, espada con espada, en una batalla que había parecido eterna, ambos generales se encontraron, arrojaron sus yelmos ensangrentados y encomendaron sus almas a sus dioses. Espadazo a espadazo, cada cual más cansado, aquel agónico rechinar del acero parecía que no iba a acabar nunca. Pero la espada de luz de O’Draën cayó al suelo junto a su cuerpo inerte, atravesado por la espada de hielo de Osteios, hijo de aquel hombre que una vez también pudo haberlo matado, pero no lo hizo. Y ahora el cuerpo del elfo reposaba sobre las amapolas, con gesto sorprendido pero ya sin brillo en los ojos.
Con la puesta de sol, se firmó la victoria de los brujos y los pocos elfos de Sandorai que quedaban se retiraron hacia las islas. No hubo celebración, demasiadas muertes se habían contado de ambos bandos y ya no quedaban amigos con quienes brindar. El bando ganador pasó a recoger a sus muertos y a sus heridos tras haberlo hecho los perdedores. Las armas, un bien muy preciado, fueron recogidas y arrancadas en muchos de los casos de los cuerpos sin vida de amigos y enemigos.
El bosque de Sandorai era suyo por fin, pero a qué precio. Los brujos habían conseguido la hegemonía territorial y del poder. Eran la nación dominante en ese instante de la historia. Pero no se contentaban con eso. El consejo del Heks rompió el trato, ordenó a sus tropas seguir a los elfos renegados hasta las islas y así lo hicieron, pero no bajo el mando de Osteios, quien se negó rotundamente a infringir las leyes de sus ancestros. Fue exiliado a las montañas, donde nunca más se supo de él.
Las tropas siguieron a los debilitados elfos hasta las islas, donde los asediaron durante días. El cansancio se notaba demasiado en ambos bandos. E en Illdani, principal ciudad del archipiélago, no había ni fuerzas ni recursos para mantener el asedio, así que se acabó por ondear la bandera de tregua y se hizo llamar al embajador del consejo para firmar un acuerdo de paz. Los elfos, bastante disgustados por la violación del tratado anterior, ofrecieron a los brujos una tregua que consistía en la cesión de las islas, importantísimo foco de éter, a cambio del bosque de Sandorai que acababan de perder apenas semanas atrás. Era una oferta tentadora, pero no suficiente para contentar al consejo. Los elfos les darían sus actuales territorios, más fértiles que los que tenían ellos, a cambio del bosque de Sandorai. Al principio los elfos, quienes poseían una gran extensión de tierras, se negaron rotundos a la petición, pero tras estudiar su posición de clara desventaja ante el asedio que podría alargarse durante meses, aceptaron el trato.
Días más tarde, bajo la supervisión del ejército de brujos, los elfos fueron evacuados de las islas y fueron exiliados al bosque de Sandorai, obteniendo así los brujos la hegemonía total sobre las demás razas, además de grandes extensiones de terreno donde cultivar tanto en las islas como en el continente.
Pasaron los siglos, hasta que con la aparición los licántropos, el resurgir de los vampiros y la expansión de otras razas, poco a poco los brujos fueron perdiendo terrenos en el continente. Habían fundado Beltrexus, en el sur de la gran isla, y habían movido su capital allí, dejando Tertia deshabitada y a merced de la floresta. Se alejaban así del resto de razas, que creían inferiores, y poco a poco aquel gran nombre de los brujos se redujo a la extensión de las islas, donde tan solo ellos mismos recordarían su grandeza.
La chispa que hizo saltar las alarmas de guerra fue la muerte del príncipe elfo Gaender en una incursión a tierras de los brujos. Las crónicas élficas nos hablan de un asesinato brutal de la mano de los brujos, mientras que los brujos afirman que aquello fue obra de los perros salvajes que habitaban las tierras y que atacaron al príncipe por no encender un fuego aquella noche. Fuera como fuese, el mismo día que recibieron la noticia, los elfos enviaron sus tropas a las fronteras. Pero los brujos, que ya estaban alertados de lo sucedido, tenían bien dispuestas sus defensas. Dos semanas después, ambos ejércitos se encontraron cara a cara en lo que antaño fue parte del bosque de Sandorai y que ahora era un valle de rojas amapolas.
Fue el propio O’Draën, que seguía al mando de las tropas élficas, quien guio a los elfos hasta el campo de batalla, mientras que las tropas de los brujos eran lideradas por Osteios, hijo de Osteios, quien se encontraba demasiado mayor para seguir el ritmo de la batalla. Ambos jinetes llevaban un comunicado de sus dirigentes, así que se acercaron con sus armaduras de batalla y con sus cascos retirados sobre el brazo en señal de paz, al menos momentánea. El mensaje era claro, era todo a una, tantos años de preparación para aquel día, un único día, una única batalla, el mismo número de tropas. Quien ganara, ganaba no solo la hegemonía racial, sino el bosque de Sandorai, y si perdían los brujos, ellos perderían la mitad de sus territorios en favor de los elfos, quienes harían arder sus cultivos y abonarían con sal sus campos para que jamás, jamás, volvieran a pisar terreno sagrado.
Los caballos de ambos relinchaban, notando la tensión de sus jinetes. La batalla comenzaría al alba, y se firmaría según las leyes de los dragones, al finalizar el día solar. Dos días tenían los ejércitos para preparar aquella masacre, para despedirse de sus parejas, de sus familias, porque se avecinaba una muerte asegurada para todos ellos. Pero aquella batalla era por lo que habían nacido, vivido y ahora morirían. Por un futuro para sus hijos que ellos no podrían ver.
Tras los dos días, ambos ejércitos volvieron a encontrarse cara a cara en el mismo lugar, el sol asomó por el este, igualando a ambos ejércitos, casi calculado, como el rigoroso número de tropas elegidas para el acontecimiento. Los mejores de los mejores de cada casa, pero también los mejores hijos, los mejores padres y maridos. Tanto Osteios como O’Draën levantaron la mano a sus arqueros esperando el momento indicado en el que el sol, en su completa figura, saliera de la tierra.
Cuando la última curva del orbe de fuego asomó, una lluvia de flechas cayó en ambas direcciones, dando comienzo una sangrienta lucha. Primero la caballería, luego los soldados rasos. Horas y horas de ataques y embestidas, de cabalgadas sobre cuerpos sin vida, hombres mutilados que clamaban acabar con su sufrimiento. Ambos generales se buscaban espada con espada, desmembrando, asesinando. Hasta que el atardecer naranja llegó, la luz se apagaba como la vida de aquellos soldados. De ambos bandos, caían a cada segundo decenas de hombres, de vidas.
Finalmente, espada con espada, en una batalla que había parecido eterna, ambos generales se encontraron, arrojaron sus yelmos ensangrentados y encomendaron sus almas a sus dioses. Espadazo a espadazo, cada cual más cansado, aquel agónico rechinar del acero parecía que no iba a acabar nunca. Pero la espada de luz de O’Draën cayó al suelo junto a su cuerpo inerte, atravesado por la espada de hielo de Osteios, hijo de aquel hombre que una vez también pudo haberlo matado, pero no lo hizo. Y ahora el cuerpo del elfo reposaba sobre las amapolas, con gesto sorprendido pero ya sin brillo en los ojos.
Con la puesta de sol, se firmó la victoria de los brujos y los pocos elfos de Sandorai que quedaban se retiraron hacia las islas. No hubo celebración, demasiadas muertes se habían contado de ambos bandos y ya no quedaban amigos con quienes brindar. El bando ganador pasó a recoger a sus muertos y a sus heridos tras haberlo hecho los perdedores. Las armas, un bien muy preciado, fueron recogidas y arrancadas en muchos de los casos de los cuerpos sin vida de amigos y enemigos.
El bosque de Sandorai era suyo por fin, pero a qué precio. Los brujos habían conseguido la hegemonía territorial y del poder. Eran la nación dominante en ese instante de la historia. Pero no se contentaban con eso. El consejo del Heks rompió el trato, ordenó a sus tropas seguir a los elfos renegados hasta las islas y así lo hicieron, pero no bajo el mando de Osteios, quien se negó rotundamente a infringir las leyes de sus ancestros. Fue exiliado a las montañas, donde nunca más se supo de él.
Las tropas siguieron a los debilitados elfos hasta las islas, donde los asediaron durante días. El cansancio se notaba demasiado en ambos bandos. E en Illdani, principal ciudad del archipiélago, no había ni fuerzas ni recursos para mantener el asedio, así que se acabó por ondear la bandera de tregua y se hizo llamar al embajador del consejo para firmar un acuerdo de paz. Los elfos, bastante disgustados por la violación del tratado anterior, ofrecieron a los brujos una tregua que consistía en la cesión de las islas, importantísimo foco de éter, a cambio del bosque de Sandorai que acababan de perder apenas semanas atrás. Era una oferta tentadora, pero no suficiente para contentar al consejo. Los elfos les darían sus actuales territorios, más fértiles que los que tenían ellos, a cambio del bosque de Sandorai. Al principio los elfos, quienes poseían una gran extensión de tierras, se negaron rotundos a la petición, pero tras estudiar su posición de clara desventaja ante el asedio que podría alargarse durante meses, aceptaron el trato.
Días más tarde, bajo la supervisión del ejército de brujos, los elfos fueron evacuados de las islas y fueron exiliados al bosque de Sandorai, obteniendo así los brujos la hegemonía total sobre las demás razas, además de grandes extensiones de terreno donde cultivar tanto en las islas como en el continente.
Pasaron los siglos, hasta que con la aparición los licántropos, el resurgir de los vampiros y la expansión de otras razas, poco a poco los brujos fueron perdiendo terrenos en el continente. Habían fundado Beltrexus, en el sur de la gran isla, y habían movido su capital allí, dejando Tertia deshabitada y a merced de la floresta. Se alejaban así del resto de razas, que creían inferiores, y poco a poco aquel gran nombre de los brujos se redujo a la extensión de las islas, donde tan solo ellos mismos recordarían su grandeza.
Tercera guerra Illidense
La tercera guerra illidense fue la última hasta el momento. Tuvo lugar después de la gran guerra con los terrestres, hace ya más de un siglo. En torno al año 1172, surgió entre los elfos, muy fragmentados en pequeñas comunidades, un movimiento racial e independentista que reclamaba los territorios que habían pertenecido a sus ancestros. En un intento de paz, los brujos llevaron como ofrenda a Sandorai, restos de lo que fue la antigua Illdani, pero esto solo agravó la situación, al tomarse como un insulto por los miembros de esta corriente.
El resurgimiento élfico no duró mucho. Tuvo varios focos en el sur de Sandorai, tribus que se alzaron contra los brujos y que viajaron hasta las islas para atacar Beltrexus, intentos frustrados de asedios a la ciudad, que acabaron en un amplio número de bajas entre las filas élficas.
Este movimiento tuvo como respuesta de los brujos ataques al bosque de Sandorai desde el sur, con el fin de erradicar los focos de animadversión. Los grandes clanes élficos hacía ya siglos que habían firmado la paz con los brujos, por lo que estaban exentos de aquellas guerrillas que otras tribus de elfos habían iniciado contra los brujos. Poco a poco, el movimiento perdió fuerza gradualmente, al ver que era inútil intentar llegar hasta las islas, tanto por la orografía escarpada de las mismas como por el sistema de contención ideado por los brujos en sus costas y los continuos ataques que llevaban a cabo desde la playa de Sandorai. Aún así, muchos clanes desaparecieron tras este movimiento que en algunas crónicas se ha llamado tercera guerra illidense.
El resurgimiento élfico no duró mucho. Tuvo varios focos en el sur de Sandorai, tribus que se alzaron contra los brujos y que viajaron hasta las islas para atacar Beltrexus, intentos frustrados de asedios a la ciudad, que acabaron en un amplio número de bajas entre las filas élficas.
Este movimiento tuvo como respuesta de los brujos ataques al bosque de Sandorai desde el sur, con el fin de erradicar los focos de animadversión. Los grandes clanes élficos hacía ya siglos que habían firmado la paz con los brujos, por lo que estaban exentos de aquellas guerrillas que otras tribus de elfos habían iniciado contra los brujos. Poco a poco, el movimiento perdió fuerza gradualmente, al ver que era inútil intentar llegar hasta las islas, tanto por la orografía escarpada de las mismas como por el sistema de contención ideado por los brujos en sus costas y los continuos ataques que llevaban a cabo desde la playa de Sandorai. Aún así, muchos clanes desaparecieron tras este movimiento que en algunas crónicas se ha llamado tercera guerra illidense.
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1 Darae: El nombre en élfico de la magia de luz.
2 Heks: La magia de destrucción o magia elemental.
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