Deseos de dos estrellas fugaces [Solitario]
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Deseos de dos estrellas fugaces [Solitario]
–¿Cómo que debemos entrar juntos? –tartamudeé.
–Sí, es lo más prudente –señaló Hyro–. Mira, al bañarse, puede que el jugo de superbiusas se ensucie con la maldición de uno y ya no tendrá sus efectos sanadores para el siguiente. Por eso considero que lo ideal es que ambos aprovechen el jugo mientras está limpio.
–Pero… –Eso no terminaba de convencerme.
–Además –siguió, acercando su rostro al mío–, sé lo que pasó entre tú y Xana antes de ir al Oblivion, y también sé que eso no ha avanzado desde entonces. Una pena, porque no es así como funciona la relación que ella deseó tener contigo.
–Todo se hizo complicado desde la batalla contra los jinetes oscuros –murmuré, mi expresión vuelta sombría.
–Ah, ¿sí? –Alzó una ceja–. ¿Desde cuándo eres superficial?
–¿Yo, superficial? –Solté una carcajada carente de humor–. No, su aspecto no es relevante, no para mí.
–Lo sé, Rauko, nunca lo ha sido para ti. ¿Entonces qué… te… detiene?
–Yo… –Ni siquiera era capaz de explicárselo.
–Mira, ni hace falta que me lo digas porque ya me doy una idea –dijo mientras colocaba una mano en mi hombro–. Así que ahora te preguntaría si quieres ser feliz, pero tal vez me responderías algo raro porque eres… pues, ya sabes, raro, muy raro. Así que te preguntaré algo más: ¿quieres que ella sea feliz?
–Por supuesto –fue mi respuesta inmediata.
–Entonces deberás hablar con ella. Te conozco demasiado bien, también un poco a ella, así que te aconsejo confesarle lo que sientes en vez de guardártelo.
–Ella ya tiene demasiadas cosas encima como para que yo la abrume más.
–Créeme, elfo necio, hablarlo les ayudará a ambos a avanzar de una buena vez. Y si quieres lo mejor para ella, no debes posponerlo más.
Vacilé antes de asentir con la cabeza.
–Excelente –dijo con una media sonrisa–, ahora ve y dale una nalgada en mi nombre.
Fui empujado dentro de la habitación y Hyro se quedó fuera para cerrar la puerta enseguida. Dentro había una bañera. Esta estaba llena de un líquido espeso, de colores variados y brillantes y que impedía ver lo que había bajo la superficie.
Y Xana estaba en su interior, asomando solo la mitad superior de la cabeza; de no ser porque necesitaba respirar, ella se habría sumergido entera para evitar mi mirada sobre ella, sobre su cuerpo maldito.
Normalmente mis mejillas arderían de vergüenza por estar en esta situación, así como lo estaban las de ella, pero esta vez era diferente.
Permanecimos durante un largo momento sin movernos o siquiera hablar, a pesar de la incomodidad que aumentaba con cada segundo. Apenas si cruzamos nuestras miradas un par de veces, y en las dos ocasiones las apartamos enseguida.
–¡Rauko, entra ya, maldita sea! –gritó Hyro al otro lado de la puerta–. ¿Acaso esperan pasar toda la noche así? Entra o yo mismo te meteré a la fuerza y te obligaré a…
–Ya entendí –le corté–, así que, por favor, ¡deja de escuchar lo que hacemos! No ayudas así.
–Claro, pero primero…
Repentinamente mi ropa se derritió y se alejó deslizándose hacia un rincón. Enseguida me cubrí cierta «zona» con mis manos. Xana alzó su cabeza tras casi ahogarse con el jugo y luego hizo un esfuerzo para mantener su vista apartada de mí, aunque no consiguió un éxito rotundo en eso último.
–Listo –canturreó el odioso de Hyro–, ahora báñense, preferiblemente antes de que amanezca.
Lo escuché alejarse, pero sabía que podría estar engañándonos. Por el bien de mi dignidad, si es que aún la tenía, obedecí. Me acerqué a la bañera, a pasos lentos, y entré con cautela mientras Xana se acomodaba para darme espacio. Dentro, ambos tuvimos que recoger nuestras piernas para que no se tocaran.
–Bien hecho, ahora sí me voy a dormir –informó Hyro. Lo escuché alejándose de nuevo, tal vez de verdad.
Volvimos a permanecer en silencio, por más tiempo que la vez anterior. Durante ese rato no noté alguna mejora en nuestros aspectos, lo que presagiaba que la desoblivionación sería demasiado lenta.
Me tentaba la idea de posponer la conversación, pero la posibilidad de que no posponerla le haría bien a Xana no me permitía estar en paz. Además, tras unos minutos reflexionando sobre ello, concluí también que sería inevitable hablarlo en algún momento. Así que me resigné.
–Lo lamento –dije, mi mirada deslizándose por los lugares alejados de Xana. Ella me miró de soslayo, confusa–. Yo… debí…
–No sigas –dijo entonces–, ya sé lo que dirás, y no hace falta. Te mortificas demasiado por algo que es consecuencia de mis propias decisiones.
–No, no me refiero a que me acompañaras al Oblivion y que ambos tengamos esta maldición.
Intrigada, ladeó la cabeza.
–Luego de eso, de Sandorái –proseguí–, ni siquiera hice el esfuerzo de… mencionar lo de nuestra relación.
Se sumergió un poco más en la bañera, su cabeza inclinada hacia adelante.
–Ya –murmuró–. Mira, no… no hace falta que lo digas. Es… –Apretó los labios–. Quiero decir, yo… te entiendo. No te pediré que hagas más sobre esto –agregó, su voz haciéndose gradualmente más ronca, aferrándose a una firmeza tambaleante–. Sé que aceptaste mi amor y que aquella vez estuviste de acuerdo en que fuéramos pareja, así que… puedo conformarme con eso.
La miré y alcé mis cejas, sorprendido por aquella tontería, y luego fruncí el ceño con indignación.
–¿De qué hablas? –quise saber–. Lo dices como si hacer más significara un sacrificio para mí, y no lo es.
–No mientas –dijo toscamente–. Lo sé más que nadie. Mi apariencia… –Tragó saliva–. Ni siquiera yo misma puedo mirarme sin sentir asco –masculló, sus ojos tornándose desolados. Esa imagen de ella me torturaba.
–Xana, pero yo…
–¿Sabes? Esto es lo que ha sido más doloroso.
–Xana…
–De todo lo que sacrifiqué, haber perdido la oportunidad de que fuéramos algo más, después de todo lo que esperé para reunir el valor para confesarte mis sentimientos… –Llevó las manos a sus mejillas, deslizando la yema de los dedos sobre su tez marchita–. Antes nunca me viste como una mujer, así que ¿cómo lo harías ahora, cuando me veo… así? –Negó con la cabeza–. Siquiera desear que vuelvas a besarme es demasiado egoísta de mi parte.
Me odié por no haberlo comprendido antes, mucho antes.
–Xana –empecé, mi voz siendo suave. Xana dejó de respirar y tensó la mandíbula–, jamás me darías asco –declaré. Ella se estremeció–. Si creíste que mi falta de iniciativa era porque tu aspecto me repelía, te equivocaste, y mucho –expliqué–. El motivo por el que nunca hice nada más es, sencillamente, porque yo no te merezco –admití en un murmuro, rencor y vergüenza tiñendo mi confesión.
Su mirada regresó a mi rostro y yo dejé que la mía bajara hacia la bañera.
–¿Qué? –alcanzó a articular–. Tú… ¿cómo puedes pensar que no me mereces? –inquirió después con una mezcla de sorpresa e indignación.
–Después de la primera vez que te salvé, cada vez que tu vida estuvo en peligro fue porque te involucré en mis aventuras y…
–Pero yo decidí involucrarme –interrumpió–. Dioses, creí que ya habíamos superado esto.
–No lo entiendes. El problema ya no se trata de si es mi culpa o no que te lances al peligro –mascullé–. El problema es que, cuando has estado en peligro al acompañarme, lo que he decidido hacer entonces ha sido abandonarte.
Silencio.
–Te salvé de la maldición mortal de Amaterasu –proseguí–, pero eso no habría sido necesario si hubiera decidido rescatarte antes de que ella te maldijera. En el Oblivion estuviste atrapada en un torbellino y esa vez no fui a ayudarte hasta que ya fue derrotado el jinete oscuro. –Solté un suspiro trémulo–. Siempre, siempre que lo crea necesario, elegiré sacrificarte para salvar a la mayoría. Y ambos sabemos que algún día te sacrificaré y ya no tendrás la suerte para sobrevivir. No importa si eso me romperá. Soy capaz de desechar mis sentimientos por ti y matarte, ¿entiendes? Así que… ¿cómo alguien así podría merecer tu amor?
Chasqueé la lengua. Me maldije interiormente por haber obedecido a Hyro, por ser tan idiota y también a los problemáticos sentimientos de Xana hacia mí. «Tal vez habría sido mejor que ella siguiera pensando que morí en el templo de Sandorái», concluí en ese instante, «así ella seguiría sola. Lo lamentaría, le dolería, pero lo superaría y viviría alejada de alguien dispuesto a asesinarla, libre para buscar un mejor amor».
–Entiendo –dijo en voz baja tras un largo silencio. Mis ojos se alzaron, finalmente encontrándose con los suyos–. No te mentiré: no quiero morir. En el Oblivion descubrí amargamente que me aterroriza la idea de morir ahora. También me duele que me digas que me matarás si hace falta, y más cuando sé que tus palabras son ciertas. Solo si aún no me conociera tan bien y no me valorara a mí misma, ahora te diría que nada de eso me importa y que seguiré a tu lado sin temer.
Asentí con la cabeza. Lo reconoció al fin. La conversación podría terminar en la conclusión correcta.
–Aun así, no quiero que mi vida se extienda si significa el fin de otras –añadió sin vacilación, desconcertándome el rumbo que tomó–. El sacrificio es el destino de los que buscan vivir como héroes, así que ya sé que tener una larga vida es casi un sueño absurdo para nosotros. Pero, si realmente me amas, por favor, no debes negarme el vivir y morir ayudando a otros.
Tras tantear durante un par de segundos, encontró mis manos en el jugo y las agarró.
–Además –continuó–, ya te he dicho que prefiero vivir un día contigo antes que una eternidad sin ti. A pesar de todo, sigo siendo capaz de amarte como en la noche en que te lo dije por primera vez. Deseo compartir mi vida contigo. Y ahora… ahora puedo ver que he perdido demasiado tiempo preocupándome por tonterías cuando la vida es corta, sobre todo para nosotros.
Se inclinó hacia adelante, sus ojos fijos en los míos, sin temor a estar tan expuesta ante mí.
–Ahora me gustaría decirte que mereces mi amor más que nadie –prosiguió con una sonrisa triste–, pero ya sé que esas palabras no te harán cambiar de opinión. Es así como eres. Pero, ¿sabes?, a pesar de todo, nada me impedirá estar junto a ti –aseguró, ensanchando su sonrisa y acariciando con sus pulgares el dorso de mis manos–. Entonces, si te sientes indigno, puedes acompañarme lamentándolo o esforzarte para sentirte digno mediante una compensación. Así que ¿por qué no elegir ayudarme a que consigamos en una vida efímera la felicidad que otros tendrían en una eternidad? Seamos… un par estrellas fugaces que brillen con más intensidad que el sol, esforzándonos para hacer realidad nuestros deseos, viviendo en el esplendor de un idilio que se extinga cuando debamos apagarnos. Así, cuando llegue el momento, no habrá arrepentimientos. Estaré satisfecha y aceptaré el final sabiendo que tuvimos una vida maravillosa de sueños alcanzados.
Esta vez fui yo el que había olvidado respirar. No esperé su respuesta, y saber que no podría hacerla cambiar de opinión era doloroso.
Aun así, me vi obligado a aceptar que esa resolución, si no era la mejor, sería la que la haría más feliz. Y mi mayor y más intenso deseo era hacerla feliz, un deseo que por fin comprendí que tenía más posibilidades de ser alcanzado si permanecía junto a Xana en vez de alejarla de mí. El futuro no cambiaría si escogía este camino, pero ya no parecía tan terrorífico. Tenía la oportunidad de compensarla si aprovechaba nuestro presente. Al ser consciente de ello, una calidez acarició mi corazón, arropándome en alivio y esperanza.
–Parece que yo también he perdido demasiado tiempo –reconocí, y luego la determinación brilló en mis ojos–. Xana, dime cuáles son tus deseos y los haremos realidad.
–Ah, pues… –tartamudeó–. No lo sé –sonrió–. Quiero decir, ahora que lo dices, muchas cosas se me vienen a la mente, pero, al pensarlo bien, parecen… tontas.
–Si esas cosas te harán feliz, no son tontas –repuse.
–Es que me darían más felicidad a mí que a ti. Prefiero que lo que hagamos nos dé felicidad a ambos.
–No te preocupes –dije enseguida–. Tu felicidad será mi felicidad.
–Ay, Rauko –suspiró, de nuevo una sonrisa triste en su rostro–. Algún día deberás ver que tu felicidad no vale menos que la de los demás. Ese es mi mayor deseo –agregó con su voz baja e inusualmente maternal. Llevó una mano a una de mis mejillas, obsequiándome una caricia suave. Pero lentamente dejó de sonreír. Convirtió sus labios en una delgada línea. Tragó saliva–. Rauko –musitó, dubitativa–, ¿de verdad… no te doy asco?
Sorprendí a Xana atrayéndola hacia mí, terminando con mis brazos rodeando su cintura, nuestras narices casi rozando, cada uno sintiendo el aliento del otro. Y luego mis labios encontraron los suyos en un beso que le arrancó un gemido gutural.
De pronto ella se alejó y me miró a los ojos, sus labios ligeramente separados, su respiración lenta y profunda.
–¿Qué sucede? –pregunté, temiendo haberme equivocado al ser tan osado. «Fue muy repentino… o tal vez le desagrada mi aspecto», supuse, y me golpeó la vergüenza.
Entonces Xana agarró mi rostro entre sus dos manos y me besó, con más intensidad y pasión que antes.
A la mañana siguiente desperté en mi cama. Abrí los ojos de par en par al recordar lo que había sucedido durante la noche. Miré hacia un lado. Ahí estaba Xana, durmiendo aún, sin nada más que una sábana cubriendo su cuerpo. Mis mejillas ardieron. La vergüenza, sin embargo, fue reemplazada al instante por la sorpresa y una alegría desbordante al descubrir que la maldición ya no estaba en ella, ni en mí.
Ansié despertarla y darle la buena noticia, pero me detuve un momento, necesitando contemplarla, admirar todo lo que era Xana Alúe, la exnigromante, la heroína, la estrella más radiante.
En varias ocasiones me pregunté si lo que yo sentía por ella realmente era amor.
En este momento ya no había dudas.
Yo amaba a Xana Alúe.
–Sí, es lo más prudente –señaló Hyro–. Mira, al bañarse, puede que el jugo de superbiusas se ensucie con la maldición de uno y ya no tendrá sus efectos sanadores para el siguiente. Por eso considero que lo ideal es que ambos aprovechen el jugo mientras está limpio.
–Pero… –Eso no terminaba de convencerme.
–Además –siguió, acercando su rostro al mío–, sé lo que pasó entre tú y Xana antes de ir al Oblivion, y también sé que eso no ha avanzado desde entonces. Una pena, porque no es así como funciona la relación que ella deseó tener contigo.
–Todo se hizo complicado desde la batalla contra los jinetes oscuros –murmuré, mi expresión vuelta sombría.
–Ah, ¿sí? –Alzó una ceja–. ¿Desde cuándo eres superficial?
–¿Yo, superficial? –Solté una carcajada carente de humor–. No, su aspecto no es relevante, no para mí.
–Lo sé, Rauko, nunca lo ha sido para ti. ¿Entonces qué… te… detiene?
–Yo… –Ni siquiera era capaz de explicárselo.
–Mira, ni hace falta que me lo digas porque ya me doy una idea –dijo mientras colocaba una mano en mi hombro–. Así que ahora te preguntaría si quieres ser feliz, pero tal vez me responderías algo raro porque eres… pues, ya sabes, raro, muy raro. Así que te preguntaré algo más: ¿quieres que ella sea feliz?
–Por supuesto –fue mi respuesta inmediata.
–Entonces deberás hablar con ella. Te conozco demasiado bien, también un poco a ella, así que te aconsejo confesarle lo que sientes en vez de guardártelo.
–Ella ya tiene demasiadas cosas encima como para que yo la abrume más.
–Créeme, elfo necio, hablarlo les ayudará a ambos a avanzar de una buena vez. Y si quieres lo mejor para ella, no debes posponerlo más.
Vacilé antes de asentir con la cabeza.
–Excelente –dijo con una media sonrisa–, ahora ve y dale una nalgada en mi nombre.
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Fui empujado dentro de la habitación y Hyro se quedó fuera para cerrar la puerta enseguida. Dentro había una bañera. Esta estaba llena de un líquido espeso, de colores variados y brillantes y que impedía ver lo que había bajo la superficie.
Y Xana estaba en su interior, asomando solo la mitad superior de la cabeza; de no ser porque necesitaba respirar, ella se habría sumergido entera para evitar mi mirada sobre ella, sobre su cuerpo maldito.
Normalmente mis mejillas arderían de vergüenza por estar en esta situación, así como lo estaban las de ella, pero esta vez era diferente.
Permanecimos durante un largo momento sin movernos o siquiera hablar, a pesar de la incomodidad que aumentaba con cada segundo. Apenas si cruzamos nuestras miradas un par de veces, y en las dos ocasiones las apartamos enseguida.
–¡Rauko, entra ya, maldita sea! –gritó Hyro al otro lado de la puerta–. ¿Acaso esperan pasar toda la noche así? Entra o yo mismo te meteré a la fuerza y te obligaré a…
–Ya entendí –le corté–, así que, por favor, ¡deja de escuchar lo que hacemos! No ayudas así.
–Claro, pero primero…
Repentinamente mi ropa se derritió y se alejó deslizándose hacia un rincón. Enseguida me cubrí cierta «zona» con mis manos. Xana alzó su cabeza tras casi ahogarse con el jugo y luego hizo un esfuerzo para mantener su vista apartada de mí, aunque no consiguió un éxito rotundo en eso último.
–Listo –canturreó el odioso de Hyro–, ahora báñense, preferiblemente antes de que amanezca.
Lo escuché alejarse, pero sabía que podría estar engañándonos. Por el bien de mi dignidad, si es que aún la tenía, obedecí. Me acerqué a la bañera, a pasos lentos, y entré con cautela mientras Xana se acomodaba para darme espacio. Dentro, ambos tuvimos que recoger nuestras piernas para que no se tocaran.
–Bien hecho, ahora sí me voy a dormir –informó Hyro. Lo escuché alejándose de nuevo, tal vez de verdad.
Volvimos a permanecer en silencio, por más tiempo que la vez anterior. Durante ese rato no noté alguna mejora en nuestros aspectos, lo que presagiaba que la desoblivionación sería demasiado lenta.
Me tentaba la idea de posponer la conversación, pero la posibilidad de que no posponerla le haría bien a Xana no me permitía estar en paz. Además, tras unos minutos reflexionando sobre ello, concluí también que sería inevitable hablarlo en algún momento. Así que me resigné.
–Lo lamento –dije, mi mirada deslizándose por los lugares alejados de Xana. Ella me miró de soslayo, confusa–. Yo… debí…
–No sigas –dijo entonces–, ya sé lo que dirás, y no hace falta. Te mortificas demasiado por algo que es consecuencia de mis propias decisiones.
–No, no me refiero a que me acompañaras al Oblivion y que ambos tengamos esta maldición.
Intrigada, ladeó la cabeza.
–Luego de eso, de Sandorái –proseguí–, ni siquiera hice el esfuerzo de… mencionar lo de nuestra relación.
Se sumergió un poco más en la bañera, su cabeza inclinada hacia adelante.
–Ya –murmuró–. Mira, no… no hace falta que lo digas. Es… –Apretó los labios–. Quiero decir, yo… te entiendo. No te pediré que hagas más sobre esto –agregó, su voz haciéndose gradualmente más ronca, aferrándose a una firmeza tambaleante–. Sé que aceptaste mi amor y que aquella vez estuviste de acuerdo en que fuéramos pareja, así que… puedo conformarme con eso.
La miré y alcé mis cejas, sorprendido por aquella tontería, y luego fruncí el ceño con indignación.
–¿De qué hablas? –quise saber–. Lo dices como si hacer más significara un sacrificio para mí, y no lo es.
–No mientas –dijo toscamente–. Lo sé más que nadie. Mi apariencia… –Tragó saliva–. Ni siquiera yo misma puedo mirarme sin sentir asco –masculló, sus ojos tornándose desolados. Esa imagen de ella me torturaba.
–Xana, pero yo…
–¿Sabes? Esto es lo que ha sido más doloroso.
–Xana…
–De todo lo que sacrifiqué, haber perdido la oportunidad de que fuéramos algo más, después de todo lo que esperé para reunir el valor para confesarte mis sentimientos… –Llevó las manos a sus mejillas, deslizando la yema de los dedos sobre su tez marchita–. Antes nunca me viste como una mujer, así que ¿cómo lo harías ahora, cuando me veo… así? –Negó con la cabeza–. Siquiera desear que vuelvas a besarme es demasiado egoísta de mi parte.
Me odié por no haberlo comprendido antes, mucho antes.
–Xana –empecé, mi voz siendo suave. Xana dejó de respirar y tensó la mandíbula–, jamás me darías asco –declaré. Ella se estremeció–. Si creíste que mi falta de iniciativa era porque tu aspecto me repelía, te equivocaste, y mucho –expliqué–. El motivo por el que nunca hice nada más es, sencillamente, porque yo no te merezco –admití en un murmuro, rencor y vergüenza tiñendo mi confesión.
Su mirada regresó a mi rostro y yo dejé que la mía bajara hacia la bañera.
–¿Qué? –alcanzó a articular–. Tú… ¿cómo puedes pensar que no me mereces? –inquirió después con una mezcla de sorpresa e indignación.
–Después de la primera vez que te salvé, cada vez que tu vida estuvo en peligro fue porque te involucré en mis aventuras y…
–Pero yo decidí involucrarme –interrumpió–. Dioses, creí que ya habíamos superado esto.
–No lo entiendes. El problema ya no se trata de si es mi culpa o no que te lances al peligro –mascullé–. El problema es que, cuando has estado en peligro al acompañarme, lo que he decidido hacer entonces ha sido abandonarte.
Silencio.
–Te salvé de la maldición mortal de Amaterasu –proseguí–, pero eso no habría sido necesario si hubiera decidido rescatarte antes de que ella te maldijera. En el Oblivion estuviste atrapada en un torbellino y esa vez no fui a ayudarte hasta que ya fue derrotado el jinete oscuro. –Solté un suspiro trémulo–. Siempre, siempre que lo crea necesario, elegiré sacrificarte para salvar a la mayoría. Y ambos sabemos que algún día te sacrificaré y ya no tendrás la suerte para sobrevivir. No importa si eso me romperá. Soy capaz de desechar mis sentimientos por ti y matarte, ¿entiendes? Así que… ¿cómo alguien así podría merecer tu amor?
Chasqueé la lengua. Me maldije interiormente por haber obedecido a Hyro, por ser tan idiota y también a los problemáticos sentimientos de Xana hacia mí. «Tal vez habría sido mejor que ella siguiera pensando que morí en el templo de Sandorái», concluí en ese instante, «así ella seguiría sola. Lo lamentaría, le dolería, pero lo superaría y viviría alejada de alguien dispuesto a asesinarla, libre para buscar un mejor amor».
–Entiendo –dijo en voz baja tras un largo silencio. Mis ojos se alzaron, finalmente encontrándose con los suyos–. No te mentiré: no quiero morir. En el Oblivion descubrí amargamente que me aterroriza la idea de morir ahora. También me duele que me digas que me matarás si hace falta, y más cuando sé que tus palabras son ciertas. Solo si aún no me conociera tan bien y no me valorara a mí misma, ahora te diría que nada de eso me importa y que seguiré a tu lado sin temer.
Asentí con la cabeza. Lo reconoció al fin. La conversación podría terminar en la conclusión correcta.
–Aun así, no quiero que mi vida se extienda si significa el fin de otras –añadió sin vacilación, desconcertándome el rumbo que tomó–. El sacrificio es el destino de los que buscan vivir como héroes, así que ya sé que tener una larga vida es casi un sueño absurdo para nosotros. Pero, si realmente me amas, por favor, no debes negarme el vivir y morir ayudando a otros.
Tras tantear durante un par de segundos, encontró mis manos en el jugo y las agarró.
–Además –continuó–, ya te he dicho que prefiero vivir un día contigo antes que una eternidad sin ti. A pesar de todo, sigo siendo capaz de amarte como en la noche en que te lo dije por primera vez. Deseo compartir mi vida contigo. Y ahora… ahora puedo ver que he perdido demasiado tiempo preocupándome por tonterías cuando la vida es corta, sobre todo para nosotros.
Se inclinó hacia adelante, sus ojos fijos en los míos, sin temor a estar tan expuesta ante mí.
–Ahora me gustaría decirte que mereces mi amor más que nadie –prosiguió con una sonrisa triste–, pero ya sé que esas palabras no te harán cambiar de opinión. Es así como eres. Pero, ¿sabes?, a pesar de todo, nada me impedirá estar junto a ti –aseguró, ensanchando su sonrisa y acariciando con sus pulgares el dorso de mis manos–. Entonces, si te sientes indigno, puedes acompañarme lamentándolo o esforzarte para sentirte digno mediante una compensación. Así que ¿por qué no elegir ayudarme a que consigamos en una vida efímera la felicidad que otros tendrían en una eternidad? Seamos… un par estrellas fugaces que brillen con más intensidad que el sol, esforzándonos para hacer realidad nuestros deseos, viviendo en el esplendor de un idilio que se extinga cuando debamos apagarnos. Así, cuando llegue el momento, no habrá arrepentimientos. Estaré satisfecha y aceptaré el final sabiendo que tuvimos una vida maravillosa de sueños alcanzados.
Esta vez fui yo el que había olvidado respirar. No esperé su respuesta, y saber que no podría hacerla cambiar de opinión era doloroso.
Aun así, me vi obligado a aceptar que esa resolución, si no era la mejor, sería la que la haría más feliz. Y mi mayor y más intenso deseo era hacerla feliz, un deseo que por fin comprendí que tenía más posibilidades de ser alcanzado si permanecía junto a Xana en vez de alejarla de mí. El futuro no cambiaría si escogía este camino, pero ya no parecía tan terrorífico. Tenía la oportunidad de compensarla si aprovechaba nuestro presente. Al ser consciente de ello, una calidez acarició mi corazón, arropándome en alivio y esperanza.
–Parece que yo también he perdido demasiado tiempo –reconocí, y luego la determinación brilló en mis ojos–. Xana, dime cuáles son tus deseos y los haremos realidad.
–Ah, pues… –tartamudeó–. No lo sé –sonrió–. Quiero decir, ahora que lo dices, muchas cosas se me vienen a la mente, pero, al pensarlo bien, parecen… tontas.
–Si esas cosas te harán feliz, no son tontas –repuse.
–Es que me darían más felicidad a mí que a ti. Prefiero que lo que hagamos nos dé felicidad a ambos.
–No te preocupes –dije enseguida–. Tu felicidad será mi felicidad.
–Ay, Rauko –suspiró, de nuevo una sonrisa triste en su rostro–. Algún día deberás ver que tu felicidad no vale menos que la de los demás. Ese es mi mayor deseo –agregó con su voz baja e inusualmente maternal. Llevó una mano a una de mis mejillas, obsequiándome una caricia suave. Pero lentamente dejó de sonreír. Convirtió sus labios en una delgada línea. Tragó saliva–. Rauko –musitó, dubitativa–, ¿de verdad… no te doy asco?
Sorprendí a Xana atrayéndola hacia mí, terminando con mis brazos rodeando su cintura, nuestras narices casi rozando, cada uno sintiendo el aliento del otro. Y luego mis labios encontraron los suyos en un beso que le arrancó un gemido gutural.
De pronto ella se alejó y me miró a los ojos, sus labios ligeramente separados, su respiración lenta y profunda.
–¿Qué sucede? –pregunté, temiendo haberme equivocado al ser tan osado. «Fue muy repentino… o tal vez le desagrada mi aspecto», supuse, y me golpeó la vergüenza.
Entonces Xana agarró mi rostro entre sus dos manos y me besó, con más intensidad y pasión que antes.
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A la mañana siguiente desperté en mi cama. Abrí los ojos de par en par al recordar lo que había sucedido durante la noche. Miré hacia un lado. Ahí estaba Xana, durmiendo aún, sin nada más que una sábana cubriendo su cuerpo. Mis mejillas ardieron. La vergüenza, sin embargo, fue reemplazada al instante por la sorpresa y una alegría desbordante al descubrir que la maldición ya no estaba en ella, ni en mí.
Ansié despertarla y darle la buena noticia, pero me detuve un momento, necesitando contemplarla, admirar todo lo que era Xana Alúe, la exnigromante, la heroína, la estrella más radiante.
En varias ocasiones me pregunté si lo que yo sentía por ella realmente era amor.
En este momento ya no había dudas.
Yo amaba a Xana Alúe.
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