El Camino del Forastero [Libre] [+18]
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Re: El Camino del Forastero [Libre] [+18]
Creía que algo iba mal. Su instinto solía decirle que, cuando se le aceleraba el corazón de esa manera, podía pasar algo malo a continuación. Abrió los ojos por un momento mientras la besaba, pero al verla de nuevo confirmó que esa creencia no tenía motivos para existir. Nada iba mal, solo estaba sorprendido de la excitación que ella le estaba provocando. No recordaba haber sentido aquello en ocasiones anteriores. Bueno, quizás en su primera vez.
Probablemente estuviera viviendo ese momento de manera similar a aquella vez. Akanke tenía muchos rasgos que resultaban nuevos para él, pero era afortunado porque al contrario de encontrarlos extraños, los admiraba con pasión, especialmente ahora. Su manera de hablar, los matices de su voz y de su olor, los de su piel, su cabello y sus ojos... Además, seguramente Sein, o más bien ambos, gozaran de un privilegio digno de envidiar para las otras razas: eran más sensibles a todos esos detalles. Y con seguridad, más salvajes.
En una situación así, eso era un regalo de las deidades. Sein notaba con su olfato los cambios placenteros que se manifestaban en el cuerpo de Akanke, y se embriagaba de placer al escuchar sus sonidos. Todo ello le calaba profundo. Poco a poco sus besos se aceleraban, sus caricias se iban convirtiendo en suaves apretones y llegó un momento en que Akanke se dejó guiar por el profundo impulso que la llevó a ponerse encima de él. Eso le sorprendió muy gratamente y abrió su boca sonriendo con picardía.
Sein había notado cierta torpeza por parte de ella cuando comenzó a besarle, pero ahora o bien se había desvanecido, o bien disfrutaba tanto que ya no la notaba. Cada vez tenía más ganas de descubrirla en su totalidad, y mientras sus labios se acariciaban con lujuria tuvo que recorrer su cuerpo para disfrutarlo aún más. Hacía a sus manos viajar por la parte alta de su espalda, luego ascendía por la nuca y acariciaba su cabello hundiendo sus manos en él, inspiró hondo e hizo descender sus manos hasta la parte baja de su espalda. La acariciaba, pero no se quedó ahí. Bajó más sus manos y descubrió una zona posterior de su cuerpo que le regalaba una experiencia sensorial maravillosamente agradable.
Mientras agarraba y masajeaba ahí, ella comenzaba a mover sus besos de lugar. Mientras se dirigía a hacerlo, Sein pensó: "¿Lo va a hacer?". Vaya que sí. Akanke respondió a esa pregunta besándole tras la oreja, en un lugar donde se generaban sensaciones tan placenteras para él que en ocasiones no podía evitar perder el control de su cuerpo. Luego bajó y lamió su cuello. Otro de sus puntos débiles. Comenzaba el momento en el que no podía contener sus gemidos. Soltó uno leve, que sería el primero de muchos si ella continuaba atacando esos y otros puntos.
- ¿Segura que quieres continuar así? Es lugar peligroso para besar - dijo casi susurrando, en un tono desafiante y con la respiración un poco acelerada.
Quiso hacer sonar ese reto como una invitación a continuar, y deseaba que eso hiciera. Sin embargo, llegó un punto en que la excitación era tal que le llevó de manera impulsiva a agarrar de nuevo su cabello con una delicadeza firme y, con el otro brazo, rodear su espalda para acercarla más aún a su cuerpo. Quería fundirse con ella y hacerla sentir lo que ella le provocaba y más, por lo que introdujo su mano dentro de la fina ropa interior que aún permanecía en ella para comenzar a quitársela. La hizo descender hasta donde pudo y dejó que ella continuara deshaciéndose de ella. Mientras, con su otra mano trataba de mover su cabeza para dejar su cuello a disposición y hacer lo mismo que ella le hacía. Saboreó su cuello lamiéndolo como a un manjar, y de la misma manera deleitó su gusto. Dejaba que sus colmillos lo rozaran también, aunque más bien sus colmillos acariciaban con vida propia, como cuando un felino muerde suavemente a un compañero amado.
Se sorprendió gratamente al descubrir un quejido placentero que escapaba por la boca de ella, pues eso parecía revelar que compartían un punto débil. Continuó ahí, y luego ascendió hasta su oreja para darle de su propia medicina. La besó detrás, y con la nariz en ese lugar sintió como el olor de su cabello le hizo rebosar de placer. Soltó él otro suave gemido involuntario que hizo sonar justo en su oreja esperando provocarla, y después de unos instantes quiso aliviar todo ese calor comenzando a quitarse su propio calzón de tela fina.
Probablemente estuviera viviendo ese momento de manera similar a aquella vez. Akanke tenía muchos rasgos que resultaban nuevos para él, pero era afortunado porque al contrario de encontrarlos extraños, los admiraba con pasión, especialmente ahora. Su manera de hablar, los matices de su voz y de su olor, los de su piel, su cabello y sus ojos... Además, seguramente Sein, o más bien ambos, gozaran de un privilegio digno de envidiar para las otras razas: eran más sensibles a todos esos detalles. Y con seguridad, más salvajes.
En una situación así, eso era un regalo de las deidades. Sein notaba con su olfato los cambios placenteros que se manifestaban en el cuerpo de Akanke, y se embriagaba de placer al escuchar sus sonidos. Todo ello le calaba profundo. Poco a poco sus besos se aceleraban, sus caricias se iban convirtiendo en suaves apretones y llegó un momento en que Akanke se dejó guiar por el profundo impulso que la llevó a ponerse encima de él. Eso le sorprendió muy gratamente y abrió su boca sonriendo con picardía.
Sein había notado cierta torpeza por parte de ella cuando comenzó a besarle, pero ahora o bien se había desvanecido, o bien disfrutaba tanto que ya no la notaba. Cada vez tenía más ganas de descubrirla en su totalidad, y mientras sus labios se acariciaban con lujuria tuvo que recorrer su cuerpo para disfrutarlo aún más. Hacía a sus manos viajar por la parte alta de su espalda, luego ascendía por la nuca y acariciaba su cabello hundiendo sus manos en él, inspiró hondo e hizo descender sus manos hasta la parte baja de su espalda. La acariciaba, pero no se quedó ahí. Bajó más sus manos y descubrió una zona posterior de su cuerpo que le regalaba una experiencia sensorial maravillosamente agradable.
Mientras agarraba y masajeaba ahí, ella comenzaba a mover sus besos de lugar. Mientras se dirigía a hacerlo, Sein pensó: "¿Lo va a hacer?". Vaya que sí. Akanke respondió a esa pregunta besándole tras la oreja, en un lugar donde se generaban sensaciones tan placenteras para él que en ocasiones no podía evitar perder el control de su cuerpo. Luego bajó y lamió su cuello. Otro de sus puntos débiles. Comenzaba el momento en el que no podía contener sus gemidos. Soltó uno leve, que sería el primero de muchos si ella continuaba atacando esos y otros puntos.
- ¿Segura que quieres continuar así? Es lugar peligroso para besar - dijo casi susurrando, en un tono desafiante y con la respiración un poco acelerada.
Quiso hacer sonar ese reto como una invitación a continuar, y deseaba que eso hiciera. Sin embargo, llegó un punto en que la excitación era tal que le llevó de manera impulsiva a agarrar de nuevo su cabello con una delicadeza firme y, con el otro brazo, rodear su espalda para acercarla más aún a su cuerpo. Quería fundirse con ella y hacerla sentir lo que ella le provocaba y más, por lo que introdujo su mano dentro de la fina ropa interior que aún permanecía en ella para comenzar a quitársela. La hizo descender hasta donde pudo y dejó que ella continuara deshaciéndose de ella. Mientras, con su otra mano trataba de mover su cabeza para dejar su cuello a disposición y hacer lo mismo que ella le hacía. Saboreó su cuello lamiéndolo como a un manjar, y de la misma manera deleitó su gusto. Dejaba que sus colmillos lo rozaran también, aunque más bien sus colmillos acariciaban con vida propia, como cuando un felino muerde suavemente a un compañero amado.
Se sorprendió gratamente al descubrir un quejido placentero que escapaba por la boca de ella, pues eso parecía revelar que compartían un punto débil. Continuó ahí, y luego ascendió hasta su oreja para darle de su propia medicina. La besó detrás, y con la nariz en ese lugar sintió como el olor de su cabello le hizo rebosar de placer. Soltó él otro suave gemido involuntario que hizo sonar justo en su oreja esperando provocarla, y después de unos instantes quiso aliviar todo ese calor comenzando a quitarse su propio calzón de tela fina.
Sein Isånd
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Akanke se sentía en un delicioso trance, como si flotara en un sueño maravilloso. Sus manos se movían solas, acariciando el cuerpo generoso de Sein. Deslizaba las yemas de sus dedos con delicadeza sobre su tersa piel, aunque por momentos lo hacía con las uñas, sin lastimarlo, con suave firmeza que podía dejar líneas rojas a su paso.
Estando sobre él, sus sentidos se atiborraban de estímulos que solo aumentaban su excitación y deleite. Quedar completamente desnuda ante él no fue extraño pues ella solía estar a torso descubierto cuando su cuerpo era mitad caballo y mitad humana. Akanke nunca entendió el pudor ni por qué debía avergonzarse de su cuerpo, pero aprendió a cubrirlo para mantener tranquilos a quienes se escandalizaban al verla totalmente desprovista de ropa.
Ahora, sin embargo, él también estaba desnudo y no parecía incómodo o avergonzado. Muy por el contrario, parecía orgulloso y regio de poder mostrarle sus virtudes. Ella se detuvo un momento para observarlo, ansiosa por conocer todas sus formas y curvas.
El pecho de Sein era ancho, al igual que su espalda, y cubierto de pelo, se veían con claridad las manchas típicas de los tigres de las nieves. Estaba coronado por hombros redondos y brazos poderosos que terminaban en manos grandes que la sostenían con firmeza, con sus dedos que le apretaban las carnes y la jalaban más hacia él.
Su rostro era armonioso y varonil, de nariz y quijada rectas, pómulos definidos y cejas pobladas que acentuaban su mirada, enmarcado por una barba espesa, haciéndolo ver quizás más maduro y rudo de lo que realmente era. Pero todo lo suavizaba con esa sonrisa atractiva, cálida y pícara que esbozaban sus labios carnosos y perfectamente formados que la invitaban a besarlos.
Y luego estaban sus ojos, esos que la miraban y llegaban a ver hasta lo más profundo de su ser, escudriñando en su alma; esos ojos ojos pardos, intensos y profundos que la marcaban como fuego cuando la veían de esa manera penetrante y seductora.
Embriagada de deseo, Akanke soltó el control de su cuerpo y se entregó a él con desenfreno. Su virilidad la penetró despacio, con un poco de dolor al principio pues ella jamás había recibido macho alguno en su ser. Pero, estando tan excitada, aquel dolor pronto desapareció en el olvido y sintió el placer más sublime que jamás hubiese sentido.
Aquella gruta se llenó de los gemidos de la Sacerdotisa, su eco retumbaba, haciéndoles coro a aquella sublime sinfonía que ambos componían. Sus cuerpos eran uno solo que se movían al mismo ritmo del gozo y placer.
Estando sobre él, sus sentidos se atiborraban de estímulos que solo aumentaban su excitación y deleite. Quedar completamente desnuda ante él no fue extraño pues ella solía estar a torso descubierto cuando su cuerpo era mitad caballo y mitad humana. Akanke nunca entendió el pudor ni por qué debía avergonzarse de su cuerpo, pero aprendió a cubrirlo para mantener tranquilos a quienes se escandalizaban al verla totalmente desprovista de ropa.
Ahora, sin embargo, él también estaba desnudo y no parecía incómodo o avergonzado. Muy por el contrario, parecía orgulloso y regio de poder mostrarle sus virtudes. Ella se detuvo un momento para observarlo, ansiosa por conocer todas sus formas y curvas.
El pecho de Sein era ancho, al igual que su espalda, y cubierto de pelo, se veían con claridad las manchas típicas de los tigres de las nieves. Estaba coronado por hombros redondos y brazos poderosos que terminaban en manos grandes que la sostenían con firmeza, con sus dedos que le apretaban las carnes y la jalaban más hacia él.
Su rostro era armonioso y varonil, de nariz y quijada rectas, pómulos definidos y cejas pobladas que acentuaban su mirada, enmarcado por una barba espesa, haciéndolo ver quizás más maduro y rudo de lo que realmente era. Pero todo lo suavizaba con esa sonrisa atractiva, cálida y pícara que esbozaban sus labios carnosos y perfectamente formados que la invitaban a besarlos.
Y luego estaban sus ojos, esos que la miraban y llegaban a ver hasta lo más profundo de su ser, escudriñando en su alma; esos ojos ojos pardos, intensos y profundos que la marcaban como fuego cuando la veían de esa manera penetrante y seductora.
Embriagada de deseo, Akanke soltó el control de su cuerpo y se entregó a él con desenfreno. Su virilidad la penetró despacio, con un poco de dolor al principio pues ella jamás había recibido macho alguno en su ser. Pero, estando tan excitada, aquel dolor pronto desapareció en el olvido y sintió el placer más sublime que jamás hubiese sentido.
Aquella gruta se llenó de los gemidos de la Sacerdotisa, su eco retumbaba, haciéndoles coro a aquella sublime sinfonía que ambos componían. Sus cuerpos eran uno solo que se movían al mismo ritmo del gozo y placer.
Akanke
Sacerdotisa del Templo de los Monos
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Moviendo sus piernas hizo que ahora su ropa interior aguardara chafada bajo los abrigos de piel hasta que volviera a ser útil, pues, ahora, era de todo menos eso. Lo que sí agradecía era la porción del abrigo que se interponía entre su espalda y la fría y tosca roca. Al ver, con sus ojos ardiendo en deseo, lo que estaba a punto de hacer Akanke, supo que iban a necesitarlo para amortiguar.
La unión de sus cuerpos se hizo real, y al principio fue precavido y le dejó a ella las riendas, pero tenía muy claro que esas riendas volverían a sus manos en cuanto ella estuviera preparada. De momento, sin embargo, dirigía su atención al profundo placer que invadía a su cuerpo entero, alimentado por la visión de los embelesadores labios de ella que se abrían y gesticulaban con cada leve embestida para dar salida a esos irresistibles sonidos, y de su mirada, que parecía el espejo de los propios ojos de él por cómo expresaba placer. Sin duda, ella vería en el rostro de Sein algo muy similar, y percibiría lo mismo que él en los suaves y profundos gemidos que inconscientemente brotaban hacia arriba de su amplio pecho felino.
Poco a poco se fue construyendo un éxtasis en sus carnes que le impulsó sin remedio a querer aumentar la intensidad. Separó su espalda del abrigo y acercó su torso al de ella, apoyando una mano sobre el abrigo para poder sostenerse. Su otra mano cargaba con intenciones más perversas. La movió en un suave recorrido desde la rodilla de una de las piernas de Akanke, ascendiendo poco a poco, poro a poro, hasta una zona próxima a su centro. Mientras, aprovechando la nueva posición, quiso jugar con su aliento. Comenzó a exhalar un cálido aire sobre la cúspide de uno de sus pechos, procurando apuntar bien a causa de sus vaivenes. Luego, pasó al otro.
Seguidamente levantó su rostro y la miró a los ojos, dedicándole una sonrisa que, junto con su mirada, denotaba peligro. Al haber contemplado sus expresiones de nuevo, algo se movió en sus entrañas. El ansia le arrebató el control. De un momento a otro se vio con sus labios sobre los de ella, muy hambriento, con deseos de devorarla. La mano que acariciaba en la parte más alta de su muslo, ahora agarraba con más codicia, y sus besos no eran como los de antes. De vez en cuando, ese ansia que ella le provocaba le llevaba al punto de morderla en su labio inferior, cosa que hacía con una mesura difícil de controlar, pero controlada. Los gemidos que abandonaban su garganta se mezclaban con los de ella, pero ahora deseaba escucharla mejor, sin obstáculos. Atrasó su rostro y quiso examinar sus sutiles gestos durante un momento más antes de comenzar a devorarla por otras partes.
Primero, su cuello. Se acercó despacio, procurando contenerse, pero en cuanto sus ardientes labios rozaron su piel comenzaron a besarla con una suavidad inevitablemente impetuosa, bajando con paciencia hasta un preciso lugar en el que, al contrario que antes, ahora no había huecos que dejaran salir a su cálido hálito. Su cuidadosa lengua y sus labios se deleitaron a lo grande con ese gusto, esa jugosidad y esas texturas mientras su oído seguía atento a los melodiosos sonidos que ella profería desde lo más profundo de sus pulmones.
Inmerso en ese festín de sabores salados, esencias dulces, sensaciones y melodías que Akanke le regalaba, decidió que era el momento de hacer pasear a su mano libre por otras zonas para acaparar tantos más estímulos como pudiera, pero, tan pronto como tomó esa decisión, una ferviente pulsión asaltó el control de los músculos de su hombro y condujo su brazo hacia la espalda de ella, haciendo que la rodeara y empotrara su oscuro torso contra el claro de él con una pasión desmedida. Profirió un gemido notablemente más ronco mientras continuaba con su deleite para el paladar, y se despidió con un último lametón que ascendió de nuevo hasta su cuello, desembocando justo en su oreja. Aprovechó ese instante para echar más leña al fuego, esta vez con un susurro ronco como la leña seca.
- Si me llevas a templo, podré ser trono para ti siempre que quieras, sacerdotisa - provocó con picardía. Tras lo cual separó del suelo la mano en la que se apoyaba y la abrazó con ambos brazos para mantener sus torsos cálidos pegados mientras volvía a hacer que su espalda descansara sobre el suave pelaje del abrigo. - ... y trono puede ser de muchas formas - insinuó en un tono que intentaba crear expectativas en ella.
Y esas palabras no eran en vano. Poco después de pronunciarlas procuró manejar el cuerpo de la sacerdotisa con delicadeza para dejarle espacio a él, porque lo que ahora deseaba y ansiaba hacer era deslizarse entre sus muslos hasta colocar su rostro debajo de la divinidad que, de esa manera, podía admirar al igual que hacía con las enormes montañas del norte desde sus faldas. Le fascinaba sentirse pequeño bajo entidades tan dignas de admirar por su hermosura, y su corazón respondía a eso galopando con más ímpetu. La parte interna de sus muslos le llamaba a gritos, y con cortesía sus insaciables labios atendieron a su llamada. - Baila sobre mí - Y levantó sus brazos para guiar lentamente sus caderas, haciendo de su lengua finalmente, como prometió, un trono.
La unión de sus cuerpos se hizo real, y al principio fue precavido y le dejó a ella las riendas, pero tenía muy claro que esas riendas volverían a sus manos en cuanto ella estuviera preparada. De momento, sin embargo, dirigía su atención al profundo placer que invadía a su cuerpo entero, alimentado por la visión de los embelesadores labios de ella que se abrían y gesticulaban con cada leve embestida para dar salida a esos irresistibles sonidos, y de su mirada, que parecía el espejo de los propios ojos de él por cómo expresaba placer. Sin duda, ella vería en el rostro de Sein algo muy similar, y percibiría lo mismo que él en los suaves y profundos gemidos que inconscientemente brotaban hacia arriba de su amplio pecho felino.
Poco a poco se fue construyendo un éxtasis en sus carnes que le impulsó sin remedio a querer aumentar la intensidad. Separó su espalda del abrigo y acercó su torso al de ella, apoyando una mano sobre el abrigo para poder sostenerse. Su otra mano cargaba con intenciones más perversas. La movió en un suave recorrido desde la rodilla de una de las piernas de Akanke, ascendiendo poco a poco, poro a poro, hasta una zona próxima a su centro. Mientras, aprovechando la nueva posición, quiso jugar con su aliento. Comenzó a exhalar un cálido aire sobre la cúspide de uno de sus pechos, procurando apuntar bien a causa de sus vaivenes. Luego, pasó al otro.
Seguidamente levantó su rostro y la miró a los ojos, dedicándole una sonrisa que, junto con su mirada, denotaba peligro. Al haber contemplado sus expresiones de nuevo, algo se movió en sus entrañas. El ansia le arrebató el control. De un momento a otro se vio con sus labios sobre los de ella, muy hambriento, con deseos de devorarla. La mano que acariciaba en la parte más alta de su muslo, ahora agarraba con más codicia, y sus besos no eran como los de antes. De vez en cuando, ese ansia que ella le provocaba le llevaba al punto de morderla en su labio inferior, cosa que hacía con una mesura difícil de controlar, pero controlada. Los gemidos que abandonaban su garganta se mezclaban con los de ella, pero ahora deseaba escucharla mejor, sin obstáculos. Atrasó su rostro y quiso examinar sus sutiles gestos durante un momento más antes de comenzar a devorarla por otras partes.
Primero, su cuello. Se acercó despacio, procurando contenerse, pero en cuanto sus ardientes labios rozaron su piel comenzaron a besarla con una suavidad inevitablemente impetuosa, bajando con paciencia hasta un preciso lugar en el que, al contrario que antes, ahora no había huecos que dejaran salir a su cálido hálito. Su cuidadosa lengua y sus labios se deleitaron a lo grande con ese gusto, esa jugosidad y esas texturas mientras su oído seguía atento a los melodiosos sonidos que ella profería desde lo más profundo de sus pulmones.
Inmerso en ese festín de sabores salados, esencias dulces, sensaciones y melodías que Akanke le regalaba, decidió que era el momento de hacer pasear a su mano libre por otras zonas para acaparar tantos más estímulos como pudiera, pero, tan pronto como tomó esa decisión, una ferviente pulsión asaltó el control de los músculos de su hombro y condujo su brazo hacia la espalda de ella, haciendo que la rodeara y empotrara su oscuro torso contra el claro de él con una pasión desmedida. Profirió un gemido notablemente más ronco mientras continuaba con su deleite para el paladar, y se despidió con un último lametón que ascendió de nuevo hasta su cuello, desembocando justo en su oreja. Aprovechó ese instante para echar más leña al fuego, esta vez con un susurro ronco como la leña seca.
- Si me llevas a templo, podré ser trono para ti siempre que quieras, sacerdotisa - provocó con picardía. Tras lo cual separó del suelo la mano en la que se apoyaba y la abrazó con ambos brazos para mantener sus torsos cálidos pegados mientras volvía a hacer que su espalda descansara sobre el suave pelaje del abrigo. - ... y trono puede ser de muchas formas - insinuó en un tono que intentaba crear expectativas en ella.
Y esas palabras no eran en vano. Poco después de pronunciarlas procuró manejar el cuerpo de la sacerdotisa con delicadeza para dejarle espacio a él, porque lo que ahora deseaba y ansiaba hacer era deslizarse entre sus muslos hasta colocar su rostro debajo de la divinidad que, de esa manera, podía admirar al igual que hacía con las enormes montañas del norte desde sus faldas. Le fascinaba sentirse pequeño bajo entidades tan dignas de admirar por su hermosura, y su corazón respondía a eso galopando con más ímpetu. La parte interna de sus muslos le llamaba a gritos, y con cortesía sus insaciables labios atendieron a su llamada. - Baila sobre mí - Y levantó sus brazos para guiar lentamente sus caderas, haciendo de su lengua finalmente, como prometió, un trono.
Sein Isånd
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La cueva era un refugio cálido y seguro, un contraste absoluto con la fría ventisca que había azotado el bosque durante la noche. Afuera, el amanecer comenzaba a teñir el horizonte, y los primeros rayos del sol se reflejaban en el manto de nieve, creando un paisaje resplandeciente y sereno.
Akanke se encontraba a horcajadas sobre la cara de Sein, sintiendo su lengua recorrer a su antojo su intimidad, regalándole sensaciones que le hacían delirar de placer y la hacían entregarse a él completamente. Sus manos se dirigieron inconscientemente hacia sus pechos y los apretó, tocándose, acariciando su propio cuerpo. Él yacía sobre los gruesos abrigos que los protegían del frío de la roca, apretando sus muslos para mantenerla prácticamente sentada sobre él.
En aquel momento sublime se dio cuenta que aquello era completamente diferente a cualquier otra experiencia que hubiera vivido. Ella, que nunca había conocido el amor romántico ni sentido el deseo carnal, se había entregado a un hombre que apenas conocía, pero con quien sentía una conexión tan profunda y auténtica que la dejaba sin palabras.
Su mente volvía una y otra vez al momento en que sus ojos se encontraron por primera vez, la intensidad en su mirada, la sensación de que él podía ver más allá de su apariencia, más allá de la mujer bestia que todos veían. Sein era diferente. Desde el primer instante, algo en él había resonado con una parte de ella que nunca antes había despertado.
No era solo su fuerza o su presencia lo que la atraía, sino algo mucho más sutil, algo que no podía nombrar pero que sentía en lo más profundo de su ser. Era como si sus espíritus estuvieran entrelazados por hilos invisibles, un vínculo que no necesitaba palabras para existir. Por primera vez en su vida, Akanke se sintió comprendida, vista y aceptada tal como era.
El calor de Sein le brindaba una sensación de seguridad que nunca había experimentado. Sus pensamientos iban y venían entre el delirio del placer, mezclando la sorpresa con una extraña serenidad y seguridad. ¿Cómo había sucedido todo tan rápido? Apenas ayer, él era un extraño, y ahora, después de una noche compartida, sentía que lo conocía desde siempre, como si sus almas hubieran estado esperando este encuentro durante siglos.
Akanke cerró los ojos por un momento, dejando que las sensaciones la envolvieran. No era solo el placer físico lo que la embriagaba, sino una la profunda paz, una extraña calma inundaba su corazón mientras él la sostenía. No solo se trataba de deseo, al menos no del modo en que siempre había escuchado hablar de él. Sentía entremedio una mezcla de veneración y respeto, una entrega mutua que trascendía lo carnal para convertirse en algo sagrado.
Con la luz del amanecer bañando la cueva en tonos dorados, Akanke supo que nada volvería a ser igual. Sein había cambiado algo dentro de ella, había despertado en su corazón algo que jamás pensó que llegaría a conocer. Era un amor que no entendía del todo, pero que sentía con cada fibra de su ser, un amor que le daba fuerzas y, al mismo tiempo, la llenaba de una dulce vulnerabilidad.
Ella abrió los ojos y miró al techo de la cueva, sin dejar de moverse y jadear o de permitirse sentir todo el gozo que él le regalaba. Se preguntó cómo era posible que un solo día hubiera cambiado tanto en su vida. En ese instante, Akanke comprendió que su conexión con Sein no era algo que pudiera explicarse con palabras. Era un vínculo profundo, forjado por algo mucho más grande que ellos, y que ahora los uniría en cualquier desafío que el destino les tuviera preparado.
El sol continuaba su ascenso, y mientras el bosque nevado se iluminaba con la promesa de un nuevo día, Akanke sonrió para sí misma. Mordiéndose el labio inferior, cerró los ojos y calló todos aquellos pensamientos, que, aunque hermosos y esperanzadores, la distraían del momento.
Si bien había encontrado algo hermoso y desconocido, algo que la llenaba de ilusión y de una fuerza renovada, haciéndola sentir completa por primera vez en su vida, también deseaba vivir a plenitud el presente y dejarse llevar por los instintos carnales de su cuerpo.
En un arrebato instintivo, se inclinó sobre Sein, apoyó una mano sobre el suelo y la otra la usó para agarrar con delicadeza su virilidad y guiarla hacia su boca.
Sus labios se acercaron a él con una intención clara y un deseo palpable, rozando su piel con la suavidad de un suspiro, explorando lentamente, como si cada milímetro fuera un tesoro que su lengua descubría lentamente. Akanke sintió los poros de su piel erizarse por una electricidad sutil, mientras comenzaba un juego de ida y vuelta entre el anhelo y el deleite.
Sus movimientos eran precisos, cargados de una sensualidad que se despliega como una flor al amanecer. Con cada caricia de sus labios, la suavidad de su boca se entrelazaba con la firmeza de su deseo, y en esa fusión, el mundo se redujo a un único punto de placer y conexión.
Los cuerpos se estremecían al unísono, en un vaivén que se volvía más urgente, más profundo. Cada gesto era una invitación a perderse más hondamente en el otro, a entregarse sin reservas.
El ritmo se intensificaba, como una ola que crece y se rompe, liberando todo su poder en un instante de pura, incontrolable pasión.
Akanke se encontraba a horcajadas sobre la cara de Sein, sintiendo su lengua recorrer a su antojo su intimidad, regalándole sensaciones que le hacían delirar de placer y la hacían entregarse a él completamente. Sus manos se dirigieron inconscientemente hacia sus pechos y los apretó, tocándose, acariciando su propio cuerpo. Él yacía sobre los gruesos abrigos que los protegían del frío de la roca, apretando sus muslos para mantenerla prácticamente sentada sobre él.
En aquel momento sublime se dio cuenta que aquello era completamente diferente a cualquier otra experiencia que hubiera vivido. Ella, que nunca había conocido el amor romántico ni sentido el deseo carnal, se había entregado a un hombre que apenas conocía, pero con quien sentía una conexión tan profunda y auténtica que la dejaba sin palabras.
Su mente volvía una y otra vez al momento en que sus ojos se encontraron por primera vez, la intensidad en su mirada, la sensación de que él podía ver más allá de su apariencia, más allá de la mujer bestia que todos veían. Sein era diferente. Desde el primer instante, algo en él había resonado con una parte de ella que nunca antes había despertado.
No era solo su fuerza o su presencia lo que la atraía, sino algo mucho más sutil, algo que no podía nombrar pero que sentía en lo más profundo de su ser. Era como si sus espíritus estuvieran entrelazados por hilos invisibles, un vínculo que no necesitaba palabras para existir. Por primera vez en su vida, Akanke se sintió comprendida, vista y aceptada tal como era.
El calor de Sein le brindaba una sensación de seguridad que nunca había experimentado. Sus pensamientos iban y venían entre el delirio del placer, mezclando la sorpresa con una extraña serenidad y seguridad. ¿Cómo había sucedido todo tan rápido? Apenas ayer, él era un extraño, y ahora, después de una noche compartida, sentía que lo conocía desde siempre, como si sus almas hubieran estado esperando este encuentro durante siglos.
Akanke cerró los ojos por un momento, dejando que las sensaciones la envolvieran. No era solo el placer físico lo que la embriagaba, sino una la profunda paz, una extraña calma inundaba su corazón mientras él la sostenía. No solo se trataba de deseo, al menos no del modo en que siempre había escuchado hablar de él. Sentía entremedio una mezcla de veneración y respeto, una entrega mutua que trascendía lo carnal para convertirse en algo sagrado.
Con la luz del amanecer bañando la cueva en tonos dorados, Akanke supo que nada volvería a ser igual. Sein había cambiado algo dentro de ella, había despertado en su corazón algo que jamás pensó que llegaría a conocer. Era un amor que no entendía del todo, pero que sentía con cada fibra de su ser, un amor que le daba fuerzas y, al mismo tiempo, la llenaba de una dulce vulnerabilidad.
Ella abrió los ojos y miró al techo de la cueva, sin dejar de moverse y jadear o de permitirse sentir todo el gozo que él le regalaba. Se preguntó cómo era posible que un solo día hubiera cambiado tanto en su vida. En ese instante, Akanke comprendió que su conexión con Sein no era algo que pudiera explicarse con palabras. Era un vínculo profundo, forjado por algo mucho más grande que ellos, y que ahora los uniría en cualquier desafío que el destino les tuviera preparado.
El sol continuaba su ascenso, y mientras el bosque nevado se iluminaba con la promesa de un nuevo día, Akanke sonrió para sí misma. Mordiéndose el labio inferior, cerró los ojos y calló todos aquellos pensamientos, que, aunque hermosos y esperanzadores, la distraían del momento.
Si bien había encontrado algo hermoso y desconocido, algo que la llenaba de ilusión y de una fuerza renovada, haciéndola sentir completa por primera vez en su vida, también deseaba vivir a plenitud el presente y dejarse llevar por los instintos carnales de su cuerpo.
En un arrebato instintivo, se inclinó sobre Sein, apoyó una mano sobre el suelo y la otra la usó para agarrar con delicadeza su virilidad y guiarla hacia su boca.
Sus labios se acercaron a él con una intención clara y un deseo palpable, rozando su piel con la suavidad de un suspiro, explorando lentamente, como si cada milímetro fuera un tesoro que su lengua descubría lentamente. Akanke sintió los poros de su piel erizarse por una electricidad sutil, mientras comenzaba un juego de ida y vuelta entre el anhelo y el deleite.
Sus movimientos eran precisos, cargados de una sensualidad que se despliega como una flor al amanecer. Con cada caricia de sus labios, la suavidad de su boca se entrelazaba con la firmeza de su deseo, y en esa fusión, el mundo se redujo a un único punto de placer y conexión.
Los cuerpos se estremecían al unísono, en un vaivén que se volvía más urgente, más profundo. Cada gesto era una invitación a perderse más hondamente en el otro, a entregarse sin reservas.
El ritmo se intensificaba, como una ola que crece y se rompe, liberando todo su poder en un instante de pura, incontrolable pasión.
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Re: El Camino del Forastero [Libre] [+18]
Y la sacerdotisa ocupó su lugar en su asiento privilegiado, mezclando su melódica voz con la de las alegres aves que celebraban el nacimiento de un nuevo día, un nuevo ciclo. Quizá, pensó Sein, aquello era el presagio de algo grande por venir. Algo que comenzaba a forjarse en ese preciso momento, pues así lo sentía él, y así lo sentían el sol, las aves y las almas danzantes de júbilo que se expresaban haciendo de la escena algo digno de ser cantado por los juglares. De soslayo atisbó el rutilante púrpura de su tótem dando fe de ello.
Alguna explicación debía tener, se atrevió a pensar, que de entre tantas experiencias, en esta estuviera sintiendo el placer de aquella forma. Como por arte de lo sagrado, lo que brindaba como acto de gozo hacia ella retornaba a él en forma de una plenitud de espíritu embriagante. Aquello, de manera irremediable y sobrecogedora, le estaba convirtiendo en un amante no sólo entregado, sino responsable de la conexión más profunda entre dos almas puras, al servicio del placer pasional como manifestación de una unión sagrada.
Y la otra responsable de aquella conexión era Akanke.
En aquel momento los Sagrados del amor orquestaban, y Akanke y Sein efectuaban la melodía. Él vio cómo ella se inclinaba, y donde no podía imaginar un regocijo mayor encontró una unión, si cabía, más plena y más desbordantemente placentera. Llegó a sorprenderse con la capacidad de su cuerpo para albergar tanto placer, cuerpo que acababa respondiendo con pequeños estremecimientos a medida que recibía abajo el roce de sus labios tiernos, en señal de liberación de esas sensaciones deliciosamente insostenibles. Ahora, su voz también se mezclaba con la de las aves.
Sentía que eran emisarios de un placer superior a lo mundano mientras se fundían en una danza impúdica y, a su vez, armoniosamente perfecta. Tales ideas le rondaban por la cabeza, y cerraba los ojos con fuerza mientras la echaba hacia atrás. Aunque no quería, a veces se veía obligado a detener el suave baile de su lengua sedienta preso de lo que sentía, pues le resultaba tan delicioso como insostenible. Dudaba incluso de si sería capaz de sostenerlo bajo el juicio de los Sagrados, de si lograría ser su cuerpo un digno cáliz del placer divino, hasta que llegó un momento en el que, simplemente, se dejó llevar. Se entregó sin preocupaciones, sin cavilaciones y sin cadenas. En medio del éxtasis, se dio cuenta. Le invadió una paz inesperada, el mensaje de que estaba haciendo lo correcto, sentir y otorgar. Sin menos, y sin más. Un acto puro a la vista de unos pocos, solo de aquellos que llegaban a conocer la dicha de la pasión sagrada, ajena a juicios racionales y expectativas.
Tan lejos como cerca de llegar al culmen, la abrazó con intensidad en un arrebato de ansias de unión profunda. Un brazo rodeando su espalda, y el otro uno de sus muslos para amasar uno de sus glúteos, recolocándola estratégicamente, de paso, para poder enseñarle las estrellas con más facilidad. Aunque ella estuviera encima, iba a hacerla suya. Eso se propuso, y eso hizo. Habían cruzado la línea.
Tan acalorada y dominante era su actitud, tan delicado y preciso era el cariño de su lengua y sus labios. Poco a poco, sin embargo, más preciso y travieso que antes. Todas las demás sensaciones se desvanecieron. Ya no oía pájaros, ya no olía las flores de su cabello. Todo esto se vio forzado a apartarse para dar cabida a la inmensidad del gozo físico y espiritual, a la unión más profunda que podía existir. Durante un momento, nada ajeno a sus dos puros cuerpos existía. Solo ellos dos y su sinfonía.
No sabía cuánto más iba a aguantar, pero esa preocupación era una de las que había abandonado su mente. Lo que sí tenía claro en el ardor del deseo era que, de una manera o de otra, le iba a demostrar que las tornas habían cambiado. Que el momento en el que su lado más bestial, en el que no iba a poder esquivar el irrefrenable impulso de poseerla sin piedad, había llegado.
Con una llave experta consiguió hacer que ella estuviera debajo. Giró sobre sí mismo para colocar su rostro sobre el de ella y plantar en sus labios un beso fiero, dulce, abrasador. - Ahora eres mía - anunció, lacónico, con una mirada de leopardo hambriento que atravesaba a esos ojos dulces de ámbar. Siguió mirándola durante un instante más antes de acariciar una de sus mejillas con la mano. Descendió esa mano hasta su cuello y luego su hombro, para finalmente rodear toda su espalda. Con su brazo la pegó a su cuerpo ardiente e hizo que ambos se incorporaran, y luego la puso de espaldas a él. Ambos estaban de rodillas. Acechó por un momento su espalda, su nuca, sus hombros, y se lanzó a devorarlos, abrazándola por detrás hasta poder deleitarse con el tacto afrodisíaco de sus senos. Aún sentía el placer que ella le acababa de regalar con su boca y, aunque hubiera sucedido hacía segundos, ya lo añoraba. Una pulsión primaria guiada por esa añoranza fue la viciosa culpable de elevar la yema de su dedo índice hasta esos labios jugosos como un bollo de miel, tirando del inferior hacia abajo para observar cómo se rendía a su tacto. Y una parte de él se derretía con esas sensaciones, más con la sensualidad con la que ella respondió a esa provocación, pero otra parte más fuerte y dominante continuaba pugnando para llevarle hacia el lado más puro de su naturaleza. Colocando una mano en su cintura y otra en su espalda, terminó haciendo que su cuerpo se inclinara frente a él, dejándola en una posición que era imposible que le invitara más. La posición de las bestias.
Se aferró firmemente a su cintura con ambas manos como destino de unas caricias que habían comenzado en la parte más baja de su espalda. Despacio, se adelantó sobre ella. Quiso provocarla, alimentar su sed por él con roces de sus cálidos labios en toda la parte alta de su espalda, besos y, mientras, más abajo, húmedos roces cargados con malicia. Quería hacerse de rogar, pero, ¿a quién quería engañar? Si era él el que en sus adentros rogaba por derretirse en ella. Si, frente a sus ojos candentes, era ella la que le obligaba, sin ruegos, a poseerla, rezumando una sensualidad divina por cada una de sus curvas, cicatrices y músculos que se estremecían visiblemente gracias a los rayos rasantes de sol que comenzaban a arroparlos. Naturalmente, poco le duraron las provocaciones. - Deja que te muestre todo mi agradecimiento - anunció sin olvidar lo del templo, enfatizando el "todo" con una arrogancia sumamente provocadora. Volvió a aferrarse de su cintura y, al fin, obedeció a sus impulsos más primitivos y sagrados.
Esa nueva unión entre ambos le invadió el cuerpo entero de un placer sin parangón, y sintió cómo hasta su alma se tornaba tangible dentro de él y se embadurnaba de gozo. Expulsó sin darse cuenta un ronco gemido revelador, el primero de muchos, antes de comenzar un suave vaivén que no tardaría en acelerarse. Embestida tras embestida, el ritmo iba creciendo, viéndose tirado por una fuerza ajena y superior a él como cuando se ensimismaba en los ritos azotando el tambor de piel. Y así sonaban. Cadencia intensa, pero no brusca. Una danza elegante de caderas sueltas, pero salvaje, como un jinete experto al galope. Agarraba en cualquier rincón disponible de su ser, desde su acolchado cabello hasta sus danzantes glúteos, con ansias insaciables de fundirse con ella, esclavo del trance que le empujaba a empotrarla cada vez con más y más intensidad.
Era increíble cómo los quejidos de aquella mujer que acababa de conocer le invitaban a perderse en el placer con ella. Sentía como si fuera una gran compañera de tribu junto a la que había crecido, y con su voz le estuviera invitando a seguirla a través de una densa nevada en medio de un juego de persecución. Tal era la confianza que despertaba en él. Momentos más tarde, cuando su raciocinio no estuviera secuestrado por la lujuria, desearía que la oferta del templo fuera cierta y le acompañara hasta él para repetir esos "juegos", una y otra vez, y con el férreo convencimiento de nunca llegar a aburrirse con ella.
Pero ahora no existía el futuro.
Alguna explicación debía tener, se atrevió a pensar, que de entre tantas experiencias, en esta estuviera sintiendo el placer de aquella forma. Como por arte de lo sagrado, lo que brindaba como acto de gozo hacia ella retornaba a él en forma de una plenitud de espíritu embriagante. Aquello, de manera irremediable y sobrecogedora, le estaba convirtiendo en un amante no sólo entregado, sino responsable de la conexión más profunda entre dos almas puras, al servicio del placer pasional como manifestación de una unión sagrada.
Y la otra responsable de aquella conexión era Akanke.
En aquel momento los Sagrados del amor orquestaban, y Akanke y Sein efectuaban la melodía. Él vio cómo ella se inclinaba, y donde no podía imaginar un regocijo mayor encontró una unión, si cabía, más plena y más desbordantemente placentera. Llegó a sorprenderse con la capacidad de su cuerpo para albergar tanto placer, cuerpo que acababa respondiendo con pequeños estremecimientos a medida que recibía abajo el roce de sus labios tiernos, en señal de liberación de esas sensaciones deliciosamente insostenibles. Ahora, su voz también se mezclaba con la de las aves.
Sentía que eran emisarios de un placer superior a lo mundano mientras se fundían en una danza impúdica y, a su vez, armoniosamente perfecta. Tales ideas le rondaban por la cabeza, y cerraba los ojos con fuerza mientras la echaba hacia atrás. Aunque no quería, a veces se veía obligado a detener el suave baile de su lengua sedienta preso de lo que sentía, pues le resultaba tan delicioso como insostenible. Dudaba incluso de si sería capaz de sostenerlo bajo el juicio de los Sagrados, de si lograría ser su cuerpo un digno cáliz del placer divino, hasta que llegó un momento en el que, simplemente, se dejó llevar. Se entregó sin preocupaciones, sin cavilaciones y sin cadenas. En medio del éxtasis, se dio cuenta. Le invadió una paz inesperada, el mensaje de que estaba haciendo lo correcto, sentir y otorgar. Sin menos, y sin más. Un acto puro a la vista de unos pocos, solo de aquellos que llegaban a conocer la dicha de la pasión sagrada, ajena a juicios racionales y expectativas.
Tan lejos como cerca de llegar al culmen, la abrazó con intensidad en un arrebato de ansias de unión profunda. Un brazo rodeando su espalda, y el otro uno de sus muslos para amasar uno de sus glúteos, recolocándola estratégicamente, de paso, para poder enseñarle las estrellas con más facilidad. Aunque ella estuviera encima, iba a hacerla suya. Eso se propuso, y eso hizo. Habían cruzado la línea.
Tan acalorada y dominante era su actitud, tan delicado y preciso era el cariño de su lengua y sus labios. Poco a poco, sin embargo, más preciso y travieso que antes. Todas las demás sensaciones se desvanecieron. Ya no oía pájaros, ya no olía las flores de su cabello. Todo esto se vio forzado a apartarse para dar cabida a la inmensidad del gozo físico y espiritual, a la unión más profunda que podía existir. Durante un momento, nada ajeno a sus dos puros cuerpos existía. Solo ellos dos y su sinfonía.
No sabía cuánto más iba a aguantar, pero esa preocupación era una de las que había abandonado su mente. Lo que sí tenía claro en el ardor del deseo era que, de una manera o de otra, le iba a demostrar que las tornas habían cambiado. Que el momento en el que su lado más bestial, en el que no iba a poder esquivar el irrefrenable impulso de poseerla sin piedad, había llegado.
Con una llave experta consiguió hacer que ella estuviera debajo. Giró sobre sí mismo para colocar su rostro sobre el de ella y plantar en sus labios un beso fiero, dulce, abrasador. - Ahora eres mía - anunció, lacónico, con una mirada de leopardo hambriento que atravesaba a esos ojos dulces de ámbar. Siguió mirándola durante un instante más antes de acariciar una de sus mejillas con la mano. Descendió esa mano hasta su cuello y luego su hombro, para finalmente rodear toda su espalda. Con su brazo la pegó a su cuerpo ardiente e hizo que ambos se incorporaran, y luego la puso de espaldas a él. Ambos estaban de rodillas. Acechó por un momento su espalda, su nuca, sus hombros, y se lanzó a devorarlos, abrazándola por detrás hasta poder deleitarse con el tacto afrodisíaco de sus senos. Aún sentía el placer que ella le acababa de regalar con su boca y, aunque hubiera sucedido hacía segundos, ya lo añoraba. Una pulsión primaria guiada por esa añoranza fue la viciosa culpable de elevar la yema de su dedo índice hasta esos labios jugosos como un bollo de miel, tirando del inferior hacia abajo para observar cómo se rendía a su tacto. Y una parte de él se derretía con esas sensaciones, más con la sensualidad con la que ella respondió a esa provocación, pero otra parte más fuerte y dominante continuaba pugnando para llevarle hacia el lado más puro de su naturaleza. Colocando una mano en su cintura y otra en su espalda, terminó haciendo que su cuerpo se inclinara frente a él, dejándola en una posición que era imposible que le invitara más. La posición de las bestias.
Se aferró firmemente a su cintura con ambas manos como destino de unas caricias que habían comenzado en la parte más baja de su espalda. Despacio, se adelantó sobre ella. Quiso provocarla, alimentar su sed por él con roces de sus cálidos labios en toda la parte alta de su espalda, besos y, mientras, más abajo, húmedos roces cargados con malicia. Quería hacerse de rogar, pero, ¿a quién quería engañar? Si era él el que en sus adentros rogaba por derretirse en ella. Si, frente a sus ojos candentes, era ella la que le obligaba, sin ruegos, a poseerla, rezumando una sensualidad divina por cada una de sus curvas, cicatrices y músculos que se estremecían visiblemente gracias a los rayos rasantes de sol que comenzaban a arroparlos. Naturalmente, poco le duraron las provocaciones. - Deja que te muestre todo mi agradecimiento - anunció sin olvidar lo del templo, enfatizando el "todo" con una arrogancia sumamente provocadora. Volvió a aferrarse de su cintura y, al fin, obedeció a sus impulsos más primitivos y sagrados.
Esa nueva unión entre ambos le invadió el cuerpo entero de un placer sin parangón, y sintió cómo hasta su alma se tornaba tangible dentro de él y se embadurnaba de gozo. Expulsó sin darse cuenta un ronco gemido revelador, el primero de muchos, antes de comenzar un suave vaivén que no tardaría en acelerarse. Embestida tras embestida, el ritmo iba creciendo, viéndose tirado por una fuerza ajena y superior a él como cuando se ensimismaba en los ritos azotando el tambor de piel. Y así sonaban. Cadencia intensa, pero no brusca. Una danza elegante de caderas sueltas, pero salvaje, como un jinete experto al galope. Agarraba en cualquier rincón disponible de su ser, desde su acolchado cabello hasta sus danzantes glúteos, con ansias insaciables de fundirse con ella, esclavo del trance que le empujaba a empotrarla cada vez con más y más intensidad.
Era increíble cómo los quejidos de aquella mujer que acababa de conocer le invitaban a perderse en el placer con ella. Sentía como si fuera una gran compañera de tribu junto a la que había crecido, y con su voz le estuviera invitando a seguirla a través de una densa nevada en medio de un juego de persecución. Tal era la confianza que despertaba en él. Momentos más tarde, cuando su raciocinio no estuviera secuestrado por la lujuria, desearía que la oferta del templo fuera cierta y le acompañara hasta él para repetir esos "juegos", una y otra vez, y con el férreo convencimiento de nunca llegar a aburrirse con ella.
Pero ahora no existía el futuro.
Sein Isånd
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