Ensayo y despedida. [Privado] [+18]

La melodía agridulce y tenue de la lluvia, de las respiraciones entremezcladas que recobraban la calma, de los latidos aún agitados, fue interrumpida por -o, más bien, se agregaron a ella- las palabras del varón. Thiel respiró hasta colmar sus pulmones y cerró los ojos, memorizando aquella voz, su gravedad, su extraño acento, para llevarlos siempre consigo. Adormilando uno de sus sentidos, los otros cobraban aún más importancia y allí, sintiendo el calor de la piel impropia, el húmedo contacto que permanecía conectándolos físicamente, el aroma perfumado de ambos cuerpos, la promesa del hombre cobró más significado del que la muchacha, en un momento más cotidiano, más distante, quizás no hubiese atinado a darle.

Sus ojos se abrieron con el fin de volver a mostrar el afectivo fulgor reservado para su ser querido, y demostró comprender la promesa con un asentimiento suave y cuidadoso, temerosa aún de romper la apacible atmósfera con algún accionar brusco. Meditó durante un instante su respuesta, sin encontrar las palabras adecuadas o, más bien, merecedoras de servir como contestación de tamaño juramento. Acercó sus manos y las ajenas a su propio pecho, apoyándolas con delicadeza al tiempo en que recordaba cierta leyenda de su pueblo que en un pasado muy lejano le había parecido tonta y, ahora, pasaba a brindarle esperanzas antes de la separación.

-Estamos conectados... -Dijo en un trémulo susurro- Aunque nos encontremos lejos, sentiremos si el otro nos necesita. Y yo, al igual que tú, te prometo acudir cuando sienta el llamado.

Entonces se envolvieron en el abrazo que sellaba el pacto y Thiel supo que aquel recuerdo era un regalo, uno que la ayudaría a imponerse a toda calamidad que se cruzase en su camino, a toda noche fría y solitaria y a toda debilidad que amenazase su fuerza de voluntad. Ese abrazo, aún a cientos de kilómetros, seguiría calentándole el alma por mucho tiempo.


El amanecer hizo acto de presencia más pronto de lo deseado; al fin había dejado de llover. Las alhajas enganchadas a su ropa tintinearon cuando se inclinó sobre el hombre durmiente para depositar un casto beso en su mejilla, símbolo melifluo de un adiós premeditado y, más importante aún, temporario. Se apartó con delicadeza para evitar despertarle y, arrebujándose en los ropajes improvisados para soportar el frío durante el largo camino que le esperaba, los pequeños pies la llevaron, antes de que pudiera arrepentirse, a la salida de la derruida -y más acogedora que nunca- casucha.

El viento helado, ese que se convertiría en el recuerdo del ser querido durante el resto de su viaje, le acarició el rostro. Esta vez enfrentó la despedida sin lágrimas ni autocompasión. En vez de eso, una atribulada sonrisa le adornó los labios.