El bálsamo negro {Desafío}
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El bálsamo negro {Desafío}
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Mientras y Vulwulfar y Baslodia se encontraban en primera línea del brote descendente desde Dundarak, y dado que Lunargenta era la capital. Esta privilegiada posición, al Suroeste de Verisar, y también la creencia de que la ciudad estaba medio destruida después de la guerra de hace un año contra los nórgedos, hacían de Roilkat la ciudad menos afectada de Verisar por el brote de peste. Aunque ésta también había llegado aquí y cientos de refugiados se encontraban perfectamente controlados.La ciudad vivía tiempos de relativa paz mientras era reconstruida. Se había firmado una paz entre Roilkat y Dalmasca, capital de los nórgedos. Con la nueva sheik, Bashira IV la Justa, al mando de los pueblos nórgedos del desierto, ambas ciudades habían colaborado. Pero aún había gente resentida por los ataques de los nórgedos de hacía sólo un año.
La jeque Bashira llegó en camello a las puertas de Roilkat escoltando, junto a dos hombres de la guardia real, un cargamento procedente del arenal. Cargado por dos mulas. Los guardias hacían un control de cada persona que intentaba acceder a la ciudad, incluso a la propia Sheik, por lo que indicaron que se detuviera.
Esperó su turno como si fuera una más durante más de una hora. Había una multitud de infectados y no infectados que esperaban entrar en la ciudad. De todas las razas y géneros posibles. Roilkat, como todas las ciudades, estaban siendo.
-¡Dejadnos entrar! ¡Mi hija está enferma! – suplicaba un hombre, arrodillado a los guardias. - ¡Se lo ruego, señor! ¡Clemencia! ¡Piedad!
-Tenemos órdenes de no dejar acceder gente infectada a la ciudad. Lo lamento muchísimo. – indicaba el guardia, apartando al tipo y empujándolo fuera.
-¡Esto es indignante! – clamaba otro hombre de la cola. - ¡Nos dejan morir como perros! – el ambiente estaba cada vez más crispado en la puerta.
Tras una larga hora, en los que se dejaron acceder a varias personas y no a otras, llegó el turno de la reina de los nórgedos. A la que ya conocían. También los ciudadanos que esperaban entrar. Había resentimiento por la guerra, y no cesaron de decir a la mujer y su grupo insultos varios que por supuesto ignoró.
-Saludos, guardia. – dijo la nórgeda muy seria, desde lo alto de su montura.
-Saludos, Bashira. – comentó el guardia. De sobra conocían a la líder de los nórgedos. – Disculpa que te abramos la mercancía, pero debemos comprobar que no está contaminada. No podemos hacer excepciones. – inquirió el guardia.
-Haced lo que debáis, guardia. – comentó ella indicando con un elegante gesto al hombre que se dispusiera a abrir los barriles.
El guardia se acercó y los abrió ante la expectativa de todos los buitres que acumulaban en la puerta, esperando su momento de ver algo de comida o incluso algo mejor. El contenido de los barriles era el mismo. Una sustancia viscosa, de color totalmente negro. Ninguno lo había visto.
-¿Qué es esto, milady? – preguntó extrañado. Desprendía un fuerte olor. Muy raro.
-Es un líquido que hemos empezado a encontrar en varios de nuestros pozos. – explicó. – Desconocemos muchas de sus utilidades, pero tiene unas propiedades asombrosas. Y lo hemos probado con algunos enfermos que llegaron a nuestra ciudad. Por ejemplo, cuando se mezcla con arena y se frota, reduce las erupciones cutáneas. Los bulbos de la peste desaparecen por completo. La piel se regenera, y no se cae. La fiebre permanece, pero puede paliarse con otros medicamentos de sobra conocidos. – aseguró la nórgeda. El hombre la miró alzando una ceja. Aquel líquido, a parte de desprender un fuerte olor, no inspiraba ninguna confianza. Pero confiaba en Bashira.
-¿Estáis diciendo que…? – preguntó.
-Que esta es una cura para la peste. Eso es. – terminó la nórgeda, mirando hacia otro lado, desineteresada. - Por eso he venido yo misma en persona, a entregárselo al Lord de la ciudad.
Se hizo el silencio absoluto durante unos instantes. Todo el mundo, contagiados y no, empezaron a mirarse los unos a los otros, sin saber muy bien qué decir.
-¿Y si es la cura por qué no nos la das? – preguntó el hombre de la hija enferma. – Llevas una hora escuchando que hay enfermos y no has dicho nada.
-¡Malditos seáis, guardias! ¡Ayudáis a los nórgedos y no a los humanos como vosotros! – comentó el hombre racista que se había pasando el tiempo insultando a Bashira.
-¡Está mintiendo! – comentó el sacerdote. - ¡Ese líquido lleva el color del diablo! ¡La nórgeda sólo nos trae muerte y destrucción! ¡Prended fuego a ese cargamento!
-¡No! ¡Mi hijo se muere! ¡Necesitamos ese barril, mujer! – gritó el hombre que tenía a su hijo enfermo. - ¡Ayudadnos a distribuirlo!
-La cura debe ser distribuida por el señor de la ciudad, no por mí. - se defendía Bashira entre una muchedumbre ansiosa.
-Ya vale. Calmaos todos. – ordenó la guardia, pero ya no estaba a tiempo. Aquel barril había pasado a ser el centro de atención y ahora todo el mundo quería curarse con él.
- Reina Bashira IV la Justa:
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Tú estás en medio del carro y las gentes, por lo que tendrás que posicionarte en alguno de los bandos. O ser egoísta y tratar de agenciarte alguno de los barriles.
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Ger
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Re: El bálsamo negro {Desafío}
Llevo días viajando, no por gusto, sino por inercia, por costumbre. Desde me separé de Merrigan, no tengo necesidad de ir a ninguna ciudad. Sin ella, nada me llama la atención. Todos los lugares me resultan iguales, tediosos y tristes. No merece la pena viajar, sin embargo lo hago porque siempre lo he hecho. ¿Qué otra cosa puedo hacer si no es viajar? Me he hecho está pregunta ciento de veces. La última vez que me la hice, decidí quedarme en el bosque de las bestias, alejado de todo y de todos. Fue por Idril; cuando desapareció quise quedarme esperándola en el lugar que nos conocimos. Merrigan me enseñó que fue una mala decisión. No podía renunciar a mi vida por querer estar con alguien. Merrigan estuvo conmigo desde entonces. Me llevó a nuevas ciudades, a las fiestas de los humanos y a otros muchos lugares que no conocía. Viajar, para ella, equivale a vivir. Por costumbre, por haber estado viviendo durante meses, camino por un sendero arenoso que me llevará a una nueva ciudad que no conozco.
Agudizo la vista y me llevo la mano en la frente para hacer visera. A lo lejos, se alzan los torreones de la nueva ciudad. Son diferentes a las otras ciudades de los humanos, acaban en una semiesfera coronada por una aguja. Las casas también tienen formas extrañas, es como si el material que han utilizado para construirlo hubiera absorbido la arena y el calor del lugar. Pienso en lo incómodo que debe de ser vivir en esas casas. Los humanos deben pasar mucho calor allí dentro.
A parte de las casas y los torreones, veo algo más que me llama la atención: un grupo de personas gritan y levantan las manos con gestos airados. Me recuerdan a los humanos que vi en las murallas de la ciudad de los hombres de metal. Éstos están igual de nerviosos y furiosos. Me pongo la capucha y un pañuelo en la cara para pasar desapercibido entre la multitud. La ropa me da calor, es sofocante. No estoy acostumbrado a los climas áridos. Sin embargo, veo necesario llevar puesta la capucha y el pañuelo, me siento más cómodo. No se me ensucia la cara ni el pelo por la arena. Puedo caminar más ligero sin estar tosiendo, continuamente, por los vendavales de arena y aire caliente.
Estoy a pocos metros de donde se congrega la multitud. Puedo entender qué gritan. No me equivoqué cuando pensé que me recuerdan a las personas de la muralla de los hombres de metal. Están gritando lo mismo que ellos gritaron; quizás porque sean las mismas personas. Los que están enfermos buscan ayuda, los que no lo están quieren protección. Me aprieto el pañuelo en la cara al escuchar que entre los presentes hay infectados.
La multitud se abre como si fuera un par de puertas correderas. Una mujer montada en camello pasa por el camino libre. Las personas de su alrededor se arrodillan ante ella y la tocan como los sacerdotes tocan las estatuas de los Dioses. Me pregunto quién es esa mujer. Desde donde estoy, no puedo verla. Igual que yo, su rostro lo lleva tapado por una capucha y un pañuelo de seda negra.
Camino lentamente hacia el camello y la mujer. Ella llega a los portones de la ciudad y habla con los guardias. Éstos no se arrodillan ni le tocan, pero le miran de la misma manera que lo hacen los infectados. La mujer quita el pañuelo que le tapa la cara; es hermosa. Les dice a los guardias algo sobre una cura. Hay un completo silencio entre la multitud, todos están atentos a las palabras: Cura, bálsamo y enfermos. Pienso en Merrigan. Todos están pidiendo a la mujer que cure a sus familiares o a ellos mismo. Podría pedirle que curase a Merrigan aunque no supiera dónde está.
Me hago paso entre la multitud. Me acerco a la mujer del camello y le toco el muslo para llamar la atención. Ahora que estoy cerca me doy cuenta que soy el único que la ha tocado directamente; los demás que le piden ayuda tocan al animal, temen tocar a la mujer.
-Merrigan está enferma, verde. Pido tu ayuda para curarla-.
La mujer me mira como si fuera culpable de cometer un asesinato. Me da una palmada a la mano con la que le estoy tocando y gira la cabeza para, de nuevo, hablar con los guardias de la puerta.
Los hombres de metal no quisieron ayudar, ella tampoco lo hará. Me doy media vuelta y me alejo de la mujer y el camello.
Otro grupo de personas toman mi lugar. Suben sus manos por encima del camello. Toman a la mujer por la pierna sin la delicadeza y el cuidado con la que yo le había llamado la atención. Dan un tirón y la bajan del camello. Están furiosos con la mujer. En la ciudad de los hombres de metal, hubieran hecho lo mismo de tener a los cibernéticos en frente.
Los guardias desenvainas sus armas, los hombres que han cogido a la mujer hacen lo mismo. Me alejo un par de pasos de la batalla que va a tener lugar. No es asunto mío.
-Norgedos y guardias, proteged a la mercancía y olvidaos de mí. Entregadla al líder de la ciudad. Es importante que la distribuya. Olvidaos de mí, vuestra sheik os lo ordena-.
Un hombre tiene una espada curva en la mano derecho y el pecho de la mujer en la izquierda. Ella está entretenida sujetando los brazos de otro hombre más fuerte y pesado. Cojo mi arco, tenso una flecha y la disparo sin vacilación. El proyectil atraviesa cabeza del hombre de la espada curva, su cuerpo inerte cae encima de la mujer. Otra flecha, y el hombre fuerte y pesado cae de espaldas contra la arena.
La mujer me mira desconcertada durante unos escasos segundos. Es tan hermosa como una hermosa. De no ser por las orejas redondas, podría pasar por una de ellas. Luego, rápidamente, gira su cabeza hacia el carruaje donde lleva la cura. Unos hombres con espadas curvas intentan abrir las puertas, otros, encima del carruaje, arremeten contra cualquiera que se acerca.
Alguien me empuja por la espalda. Le golpeo con la madera del arco en la cara con tanta fuerza que le tumbo en la tierra. Matarlo hubiera sido una pérdida de tiempo, le dejo inconsciente y me dirijo hacia la mujer. Dos hombres, con una vestimenta similar a la que ella lleva, le protegen.
-Elfo, ayuda los que están allí- la mujer señala el carruaje donde se encuentra la cura. - Nadie puede coger lo que está dentro del carruaje. Es muy importante-.
Ella no me ayudó cuando le pedí que sanase a Merrigan. Me dio una palmada en la mano y me alejó con una mirada de odio. ¿Por qué debería ayudarla? Me respondo mentalmente mientras disparo con mi arco. Le ayuda porque es lo justo. Le ayudo porque ella, la persona que ha abierto un camino entre la multitud, me ha pedido que lo haga.
Un grupo de personas encapuchadas se acerca con antorchas al carruaje. Los guardias que estaban subidos arriba han caído al suelo. Al primero le tiraron una roca en la cabeza que le hizo resbalar, al caer, le golpearon hasta matarle. El segundo recibió un disparo en la pierna y luego en el pecho; no estoy seguro si sigue con vida. Los hombres de las antorchas abren las puertas del carruaje, uno de ellos, se dispone a lanzar el fuego en su interior. Éste es el primero en morir, una flecha le atraviesa la cabeza. Los demás, asustados, miran por todos lados buscando al tirador. Soy más rápido. Antes de que me encuentren, dejo caer mi arco y mis flechas. Desenvaino mi cuchillo y mi tomahawk y corro hacia ellos. Corto dedos y rajo gargantas. Los hombres encapuchados se intentan defender blandiendo las antorchas como si fueran una mezcla de escudo y espada. No son rivales para mí.
Antes de morir por mi tomahawk, uno de los hombres encapuchados lanza su antorcha al interior del carruaje. Doy un brinco y entro yo también. Me quito la chaqueta y la camisa y las uso para asfixiar el fuego. Me quemo las manos, estoy sudando. Así es como se deben sentir los hombres de esta ciudad viviendo en sus casas calientes de arena y tierra. Por doble fortuna, el hombre no apuntó bien y su antorcha cayó en el suelo del carruaje sin dar a los barriles, además fui rápido, consigo ahogar el fuego con mi ropa. Lo único que lamento es haber perdido la camiseta que me regaló Idril.
Agudizo la vista y me llevo la mano en la frente para hacer visera. A lo lejos, se alzan los torreones de la nueva ciudad. Son diferentes a las otras ciudades de los humanos, acaban en una semiesfera coronada por una aguja. Las casas también tienen formas extrañas, es como si el material que han utilizado para construirlo hubiera absorbido la arena y el calor del lugar. Pienso en lo incómodo que debe de ser vivir en esas casas. Los humanos deben pasar mucho calor allí dentro.
A parte de las casas y los torreones, veo algo más que me llama la atención: un grupo de personas gritan y levantan las manos con gestos airados. Me recuerdan a los humanos que vi en las murallas de la ciudad de los hombres de metal. Éstos están igual de nerviosos y furiosos. Me pongo la capucha y un pañuelo en la cara para pasar desapercibido entre la multitud. La ropa me da calor, es sofocante. No estoy acostumbrado a los climas áridos. Sin embargo, veo necesario llevar puesta la capucha y el pañuelo, me siento más cómodo. No se me ensucia la cara ni el pelo por la arena. Puedo caminar más ligero sin estar tosiendo, continuamente, por los vendavales de arena y aire caliente.
Estoy a pocos metros de donde se congrega la multitud. Puedo entender qué gritan. No me equivoqué cuando pensé que me recuerdan a las personas de la muralla de los hombres de metal. Están gritando lo mismo que ellos gritaron; quizás porque sean las mismas personas. Los que están enfermos buscan ayuda, los que no lo están quieren protección. Me aprieto el pañuelo en la cara al escuchar que entre los presentes hay infectados.
La multitud se abre como si fuera un par de puertas correderas. Una mujer montada en camello pasa por el camino libre. Las personas de su alrededor se arrodillan ante ella y la tocan como los sacerdotes tocan las estatuas de los Dioses. Me pregunto quién es esa mujer. Desde donde estoy, no puedo verla. Igual que yo, su rostro lo lleva tapado por una capucha y un pañuelo de seda negra.
Camino lentamente hacia el camello y la mujer. Ella llega a los portones de la ciudad y habla con los guardias. Éstos no se arrodillan ni le tocan, pero le miran de la misma manera que lo hacen los infectados. La mujer quita el pañuelo que le tapa la cara; es hermosa. Les dice a los guardias algo sobre una cura. Hay un completo silencio entre la multitud, todos están atentos a las palabras: Cura, bálsamo y enfermos. Pienso en Merrigan. Todos están pidiendo a la mujer que cure a sus familiares o a ellos mismo. Podría pedirle que curase a Merrigan aunque no supiera dónde está.
Me hago paso entre la multitud. Me acerco a la mujer del camello y le toco el muslo para llamar la atención. Ahora que estoy cerca me doy cuenta que soy el único que la ha tocado directamente; los demás que le piden ayuda tocan al animal, temen tocar a la mujer.
-Merrigan está enferma, verde. Pido tu ayuda para curarla-.
La mujer me mira como si fuera culpable de cometer un asesinato. Me da una palmada a la mano con la que le estoy tocando y gira la cabeza para, de nuevo, hablar con los guardias de la puerta.
Los hombres de metal no quisieron ayudar, ella tampoco lo hará. Me doy media vuelta y me alejo de la mujer y el camello.
Otro grupo de personas toman mi lugar. Suben sus manos por encima del camello. Toman a la mujer por la pierna sin la delicadeza y el cuidado con la que yo le había llamado la atención. Dan un tirón y la bajan del camello. Están furiosos con la mujer. En la ciudad de los hombres de metal, hubieran hecho lo mismo de tener a los cibernéticos en frente.
Los guardias desenvainas sus armas, los hombres que han cogido a la mujer hacen lo mismo. Me alejo un par de pasos de la batalla que va a tener lugar. No es asunto mío.
-Norgedos y guardias, proteged a la mercancía y olvidaos de mí. Entregadla al líder de la ciudad. Es importante que la distribuya. Olvidaos de mí, vuestra sheik os lo ordena-.
Un hombre tiene una espada curva en la mano derecho y el pecho de la mujer en la izquierda. Ella está entretenida sujetando los brazos de otro hombre más fuerte y pesado. Cojo mi arco, tenso una flecha y la disparo sin vacilación. El proyectil atraviesa cabeza del hombre de la espada curva, su cuerpo inerte cae encima de la mujer. Otra flecha, y el hombre fuerte y pesado cae de espaldas contra la arena.
La mujer me mira desconcertada durante unos escasos segundos. Es tan hermosa como una hermosa. De no ser por las orejas redondas, podría pasar por una de ellas. Luego, rápidamente, gira su cabeza hacia el carruaje donde lleva la cura. Unos hombres con espadas curvas intentan abrir las puertas, otros, encima del carruaje, arremeten contra cualquiera que se acerca.
Alguien me empuja por la espalda. Le golpeo con la madera del arco en la cara con tanta fuerza que le tumbo en la tierra. Matarlo hubiera sido una pérdida de tiempo, le dejo inconsciente y me dirijo hacia la mujer. Dos hombres, con una vestimenta similar a la que ella lleva, le protegen.
-Elfo, ayuda los que están allí- la mujer señala el carruaje donde se encuentra la cura. - Nadie puede coger lo que está dentro del carruaje. Es muy importante-.
Ella no me ayudó cuando le pedí que sanase a Merrigan. Me dio una palmada en la mano y me alejó con una mirada de odio. ¿Por qué debería ayudarla? Me respondo mentalmente mientras disparo con mi arco. Le ayuda porque es lo justo. Le ayudo porque ella, la persona que ha abierto un camino entre la multitud, me ha pedido que lo haga.
Un grupo de personas encapuchadas se acerca con antorchas al carruaje. Los guardias que estaban subidos arriba han caído al suelo. Al primero le tiraron una roca en la cabeza que le hizo resbalar, al caer, le golpearon hasta matarle. El segundo recibió un disparo en la pierna y luego en el pecho; no estoy seguro si sigue con vida. Los hombres de las antorchas abren las puertas del carruaje, uno de ellos, se dispone a lanzar el fuego en su interior. Éste es el primero en morir, una flecha le atraviesa la cabeza. Los demás, asustados, miran por todos lados buscando al tirador. Soy más rápido. Antes de que me encuentren, dejo caer mi arco y mis flechas. Desenvaino mi cuchillo y mi tomahawk y corro hacia ellos. Corto dedos y rajo gargantas. Los hombres encapuchados se intentan defender blandiendo las antorchas como si fueran una mezcla de escudo y espada. No son rivales para mí.
Antes de morir por mi tomahawk, uno de los hombres encapuchados lanza su antorcha al interior del carruaje. Doy un brinco y entro yo también. Me quito la chaqueta y la camisa y las uso para asfixiar el fuego. Me quemo las manos, estoy sudando. Así es como se deben sentir los hombres de esta ciudad viviendo en sus casas calientes de arena y tierra. Por doble fortuna, el hombre no apuntó bien y su antorcha cayó en el suelo del carruaje sin dar a los barriles, además fui rápido, consigo ahogar el fuego con mi ropa. Lo único que lamento es haber perdido la camiseta que me regaló Idril.
Sarez
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Re: El bálsamo negro {Desafío}
De entre todos los presentes en aquella larga cola de entrada a la ciudad de Roilkat, el elfo Sarez fue el único valiente capaz de ayudar a los guardias y hacer frente a los alborotadores que querían sabotear la mercancía de los nórgedos. Sus acciones no pasaron desapercibidas para una Bashira que se defendía tratando de dialogar, de aquellos que trataban de acusarla por todos los crímenes pasados.
Cuando Sarez apagó el fuego que había caído sobre el barril, la nórgeda enfureció. Aquellos pueblerinos habían llegado demasiado lejos. Había tratado de convencerlos por las buenas, sin utilizar la violencia, dados todos los prejuicios que los humanos tenían para los nórgedos, no quería dar una imagen similar a la que éstos criticaban. Pero incluso un hombre le pegó un puñetazo. Ya era suficiente.
-Ya basta. – el sonido a metal cuando desenfundó su alfanje. Los campesinos se alejaron y callaron en el acto. Bashira dio una vuelta a su arma con gran soltura de duelista y la envió al frente, moviéndola varias veces en horizontal, con rostro serio. – He puesto fin a una guerra absurda. Os ofrezco mi ayuda y la de los pueblos nórgedos para los enfermos. Os ofrezco una posible cura. Y aún me increpáis. ¿Qué más queréis que haga? – preguntó estirando ambos brazos. Con un rostro compungido.
Después de unos instantes sin que nadie respondiera, guardó su arma. Miró al carro donde estaba Sarez, empotrado entre varios barriles que había derribado por salvarlos. Todos estaban cerrados y no hubo ninguna pérdida. La nórgeda se acercó al elfo, le tendió su mano y le ayudó a levantarse. No sabía si estaba infectado, pero tampoco le importaba.
-Este hombre. – le señaló. – No es como vosotros. Ni como yo. Él es un hombre de los bosques. Un elfo, ¿así os llaman, no? – la sheik le limpió un poco el polvo que tenía en la ropa con la mano. Luego se giró hacia el pueblo. – Me ha dicho que tiene a un ser querido enfermo. Como muchos de vosotros. – fue señalando aleatoriamente a muchos de los allí presentes, que se reunían en corrillo. – Sin conocerme, me ha ayudado. – se señaló a sí misma. – Os ha ayudado. – hizo lo propio con el pueblo. – Porque sabe que tengo algo que, tal vez, podría curar a su familia. O a las vuestras. – relató. - ¿Qué más da si tengo la piel de tez morena? ¿O si vivo dentro de un árbol? ¿Si creo en un dios o en otro? – fue mirando a los distintos colectivos que la habían acusado. - Hay una epidemia de peste que nos contagia a todos. Y ante eso, todos. Absolutamente todos. – giró su mano en círculos. – Somos iguales. – los espectadores se miraron los unos a los otros. Sabían que la nórgeda tenía razón. Bashira puso las manos en su cinturón y se recolocó el pañuelo un poco. – Tendréis noticias de esta cura pronto. Si funciona, habrá para todos. Tan solo tened paciencia. – pidió, aseverando con confianza y pidiendo a los guardias con una elegante señal que le abrieran la puerta.
Dio un golpe a Sarez en el brazo y le miró con agradecimiento, le había agradecido al haber conseguido liberar la mercancía. Montó de nuevo a camello, pero para cuando quiso ordenar al nórgedo que tiraba del carro, una bella mujer elfa salió de entre el público.
-No’vah ná, solina. – la elfa hizo un saludo en el idioma de los bosques y una reverencia a la reina nórgeda, arrodillándose ante ella. - ¿Cómo podéis pedirnos paciencia, mi reina, cuando todos los miembros de mi clan están enfermos? – se dirigió a ella con toda la educación del mundo, y Bashira, que siempre tendía a hablar con la gente siempre espoleó al camello para quedar girando frente a ella. – He viajado desde Sandorai con la esperanza de poder curar a mi familia. Ni siquiera sé si siguen vivos. Y con todos mis respetos, mi reina, ¿pero me pedís paciencia?
Aquella mujer era bella. Y tenía un gran parecido con otra elfa que Sarez, una vez, había conocido. Era muy parecida a Merrigan, la joven a la que quería salvar. Sus ojos, su cabello, todo lo recordaba a ella. ¿Pero y su historia? Difería considerablemente.
-Milady elfa, tu historia es conmovedora, pero entenderás que no puedo entregarte un barril y priorizar tu caso ante el de mucha gente que está en tus mismas circunstancias. – respondió con el mismo respeto. – Además, estas no son mis tierras. No me corresponde decidir a mí a quién debe entregarse. Y la travesía por el desierto es muy dura y los enfermos no sobrevivirían hasta llegar a Dalmasca. – capital de los nórgedos. - Traeremos a Roilkat todo el bálsamo negro que nos sea posible y negociaremos con el Lord cómo distribuirla. Desconocemos si en la ciudad hay gente que la necesita con mayor prioridad ahora mismo. – sentenció la elfa.
-Pero… ¿y mi marido? ¿y mis hijos? – la elfa que parecía Merrigan sollozaba. Cayó de rodillas hundida ante la negativa de Bashira. ¿Acaso no era ella una reina "justa"?
-¡Entréganos los barriles, Bashira, por favor! – le suplicaba todo el pueblo. - ¡Te lo rogamos!
Bashira los escuchó pero no insistió. Tenía muy clara que no era a ella a quien correspondía esa decisión. Y quería mostrar el contenido antes a Lord Roiland para que éste diera su autorización a su distribución de una manera equitativa y coherente. Bashira esperó a que abrieran la puerta los guardias, se miraron entre ellos, y tardaron más de la cuenta.
-¿Vais a negarme la entrada, guardia? – preguntó ella.
-Escucha, Bashira. No sabíamos que traías una cura. - le susurró el hombre, también con educación. – Mi mujer también está enferma. Está muy grave y no puedo atenderla porque necesito el pan para traerla a casa. – el hombre comenzó a llorar. La mujer se bajó del camello y le tomó por el hombro. - ¿No podrías darnos un poco de esa cura? ¿Aunque sólo fuera una cantimplora? – la nórgeda empezó a mirarlos a todos con lástima, y comenzó a reflexionar. Después de tanto pesimismo, se comenzaba a plantear cambiar de idea.
Sarez: Has hecho una buena elección y has salvado los barriles. Ahora el pueblo ha cambiado la estrategia y pide educadamente a Bashira la cura. La nórgeda duda. Piensa en los guardias, o en esa elfa que se parece a Merrigan. ¿Y si hay gente dentro que la necesita más? ¿Salvar a 20-30 personas de fuera que a saber si todos la necesitan, o a 2000 que pueda haber en la ciudad? Tendrás que convencer a la justa nórgeda para que mantenga su postura, o bien terminar de convencerla para que ceda a las exigencias del pueblo y entregarles los barriles, a ellos, y también a ti para Merrigan. Eso sí, tus razones deberán ser convincentes. De nuevo, puedes ir por libre y tratar de “robar” un barril con la medicina y quedártelo tú o entregárselo a alguien.
Cuando Sarez apagó el fuego que había caído sobre el barril, la nórgeda enfureció. Aquellos pueblerinos habían llegado demasiado lejos. Había tratado de convencerlos por las buenas, sin utilizar la violencia, dados todos los prejuicios que los humanos tenían para los nórgedos, no quería dar una imagen similar a la que éstos criticaban. Pero incluso un hombre le pegó un puñetazo. Ya era suficiente.
-Ya basta. – el sonido a metal cuando desenfundó su alfanje. Los campesinos se alejaron y callaron en el acto. Bashira dio una vuelta a su arma con gran soltura de duelista y la envió al frente, moviéndola varias veces en horizontal, con rostro serio. – He puesto fin a una guerra absurda. Os ofrezco mi ayuda y la de los pueblos nórgedos para los enfermos. Os ofrezco una posible cura. Y aún me increpáis. ¿Qué más queréis que haga? – preguntó estirando ambos brazos. Con un rostro compungido.
Después de unos instantes sin que nadie respondiera, guardó su arma. Miró al carro donde estaba Sarez, empotrado entre varios barriles que había derribado por salvarlos. Todos estaban cerrados y no hubo ninguna pérdida. La nórgeda se acercó al elfo, le tendió su mano y le ayudó a levantarse. No sabía si estaba infectado, pero tampoco le importaba.
-Este hombre. – le señaló. – No es como vosotros. Ni como yo. Él es un hombre de los bosques. Un elfo, ¿así os llaman, no? – la sheik le limpió un poco el polvo que tenía en la ropa con la mano. Luego se giró hacia el pueblo. – Me ha dicho que tiene a un ser querido enfermo. Como muchos de vosotros. – fue señalando aleatoriamente a muchos de los allí presentes, que se reunían en corrillo. – Sin conocerme, me ha ayudado. – se señaló a sí misma. – Os ha ayudado. – hizo lo propio con el pueblo. – Porque sabe que tengo algo que, tal vez, podría curar a su familia. O a las vuestras. – relató. - ¿Qué más da si tengo la piel de tez morena? ¿O si vivo dentro de un árbol? ¿Si creo en un dios o en otro? – fue mirando a los distintos colectivos que la habían acusado. - Hay una epidemia de peste que nos contagia a todos. Y ante eso, todos. Absolutamente todos. – giró su mano en círculos. – Somos iguales. – los espectadores se miraron los unos a los otros. Sabían que la nórgeda tenía razón. Bashira puso las manos en su cinturón y se recolocó el pañuelo un poco. – Tendréis noticias de esta cura pronto. Si funciona, habrá para todos. Tan solo tened paciencia. – pidió, aseverando con confianza y pidiendo a los guardias con una elegante señal que le abrieran la puerta.
Dio un golpe a Sarez en el brazo y le miró con agradecimiento, le había agradecido al haber conseguido liberar la mercancía. Montó de nuevo a camello, pero para cuando quiso ordenar al nórgedo que tiraba del carro, una bella mujer elfa salió de entre el público.
-No’vah ná, solina. – la elfa hizo un saludo en el idioma de los bosques y una reverencia a la reina nórgeda, arrodillándose ante ella. - ¿Cómo podéis pedirnos paciencia, mi reina, cuando todos los miembros de mi clan están enfermos? – se dirigió a ella con toda la educación del mundo, y Bashira, que siempre tendía a hablar con la gente siempre espoleó al camello para quedar girando frente a ella. – He viajado desde Sandorai con la esperanza de poder curar a mi familia. Ni siquiera sé si siguen vivos. Y con todos mis respetos, mi reina, ¿pero me pedís paciencia?
Aquella mujer era bella. Y tenía un gran parecido con otra elfa que Sarez, una vez, había conocido. Era muy parecida a Merrigan, la joven a la que quería salvar. Sus ojos, su cabello, todo lo recordaba a ella. ¿Pero y su historia? Difería considerablemente.
-Milady elfa, tu historia es conmovedora, pero entenderás que no puedo entregarte un barril y priorizar tu caso ante el de mucha gente que está en tus mismas circunstancias. – respondió con el mismo respeto. – Además, estas no son mis tierras. No me corresponde decidir a mí a quién debe entregarse. Y la travesía por el desierto es muy dura y los enfermos no sobrevivirían hasta llegar a Dalmasca. – capital de los nórgedos. - Traeremos a Roilkat todo el bálsamo negro que nos sea posible y negociaremos con el Lord cómo distribuirla. Desconocemos si en la ciudad hay gente que la necesita con mayor prioridad ahora mismo. – sentenció la elfa.
-Pero… ¿y mi marido? ¿y mis hijos? – la elfa que parecía Merrigan sollozaba. Cayó de rodillas hundida ante la negativa de Bashira. ¿Acaso no era ella una reina "justa"?
-¡Entréganos los barriles, Bashira, por favor! – le suplicaba todo el pueblo. - ¡Te lo rogamos!
Bashira los escuchó pero no insistió. Tenía muy clara que no era a ella a quien correspondía esa decisión. Y quería mostrar el contenido antes a Lord Roiland para que éste diera su autorización a su distribución de una manera equitativa y coherente. Bashira esperó a que abrieran la puerta los guardias, se miraron entre ellos, y tardaron más de la cuenta.
-¿Vais a negarme la entrada, guardia? – preguntó ella.
-Escucha, Bashira. No sabíamos que traías una cura. - le susurró el hombre, también con educación. – Mi mujer también está enferma. Está muy grave y no puedo atenderla porque necesito el pan para traerla a casa. – el hombre comenzó a llorar. La mujer se bajó del camello y le tomó por el hombro. - ¿No podrías darnos un poco de esa cura? ¿Aunque sólo fuera una cantimplora? – la nórgeda empezó a mirarlos a todos con lástima, y comenzó a reflexionar. Después de tanto pesimismo, se comenzaba a plantear cambiar de idea.
* * * * * * * * * * *
Sarez: Has hecho una buena elección y has salvado los barriles. Ahora el pueblo ha cambiado la estrategia y pide educadamente a Bashira la cura. La nórgeda duda. Piensa en los guardias, o en esa elfa que se parece a Merrigan. ¿Y si hay gente dentro que la necesita más? ¿Salvar a 20-30 personas de fuera que a saber si todos la necesitan, o a 2000 que pueda haber en la ciudad? Tendrás que convencer a la justa nórgeda para que mantenga su postura, o bien terminar de convencerla para que ceda a las exigencias del pueblo y entregarles los barriles, a ellos, y también a ti para Merrigan. Eso sí, tus razones deberán ser convincentes. De nuevo, puedes ir por libre y tratar de “robar” un barril con la medicina y quedártelo tú o entregárselo a alguien.
Ger
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Re: El bálsamo negro {Desafío}
Me quedo inmóvil cuando la mujer del velo negro me señala. Habla despacio y con palabras simples para que todos los hombres y mujeres, los mismos que han intentado atacarla, le entiendan. Asiento con la cabeza cuando dice que soy un hombre del bosque y niego cuando me llama elfo. Sin interrumpir su habla, paso dos dedos por mi cicatriz del ojo, la marca de desterrado. Es la respuesta que le doy, creo que la entenderá. La mujer no me mira directamente, tiene los ojos clavados en el público, parece que les esté vigilando. Les cuenta que le pedí ayuda para que curase a Merrigan y que ella me negó la ayuda. A pesar de ello, fui a socorrerle. Sigue hablando, añade que durante los días de enfermedad y contagios todos somos iguales. Asiento con la cabeza.
Una elfa, que se parece a Idril y a Merrigan, apremia a la mujer del velo negro. Le pide medicinas con la educación que yo pedí para Merrigan. Observo la escena a unos metros de distancia. La mujer, montada de nuevo en su camello, le niega las medicinas con la educación con la que a mí no me habló. No se lo tengo en cuenta. Ella parece una mujer importante, si su vestido fuera blanca parecería una sacerdotisa, no debe de hablar con alguien como yo.
Detrás de la elfa pelirroja, una voz se alza entre la multitud para pedir los barriles. ¿Pedir? Repito, mentalmente, las palabras exactas que ha dicho la voz. “Entréganos los barriles”. No es una petición, es una orden. Le están ordenando que les den la medicina, como si éstas no le pertenecieran a ella sino a los enfermos. Es la misma escena que vi en la ciudad de los hombres de metal. Todos gritaban, no pedían nada, ordenaban que les atendiese. Amenazaban con lanzar piedras tras los muros de la ciudad. Fue entonces cuando los hombres de metal salieron de sus puertas. Hubo peleas, sangre y muerte. Merrigan y yo tuvimos la desgracia de ver aquella masacre. El prado del exterior de las murallas, antes verde, se tiñó de rojo por la sangre y de negro por las moscas. Merrigan me estiró de la manga de la camiseta, no pudo soportar ver aquella escena, tenía miedo. Decidimos irnos de allí.
Ahora, en los muros de la ciudad de arena, no hay nadie que me tire de la manga de la camiseta. Miro de refilón a la mujer elfa que se parece a Idril y Merrigan, con la mirada le pido que me lleve lejos. Sé cómo acabará este asunto, no será agradable. Ella tiene otros asuntos que atender, no ha notado que le estoy mirando. Lo agradezco.
Los guardias se interponen entre el camello de la mujer del velo negro y la puerta. Ellos también obligan a que se les de la cura de la enfermedad. Todos tienen a un familiar enfermo, un hermano, un padre o una hija (Merrigan) que cuidar. Les comprendo. De estar en su lugar haría lo mismo. Minutos antes lo hice. Le pedí, le ordené a la mujer de velo negro que me ofreciera su ayuda para salvarla.
Agacho la cabeza y pienso en las personas que cuidan todas las familias y en los pocos barriles que vi en el interior del carro. No hay suficiente. Son las tres palabras que más repitieron los hombres de metal aquel desdichado día: No hay suficiente.
Doy un paso vacilante hacia la mujer del velo negro. Aunque esté callada impone, su presencia impone. No puedo evitar volver a pensar en las sacerdotisas elfas. Trago saliva a la vez que doy un segundo paso. Un hombre, entre la multitud, pone una mano en mi espalda para indicarme que me apartase que no le dejaba pasar hacia la mujer del velo negro. Me giro para ver de cerca al hombre, su cara está repleta de pústulas negras. Infectado.
-No hay suficiente- le digo con voz seca y apagada. El hombre se dio la vuelta y se perdió entre los demás.
Llego a los pies del camello. Tengo que hacer paso empujando a los hombres y mujeres que obligan a la mujer del velo negro a que les de la cura. Al mi lado izquierdo quedan los guardias y al derecho la elfa que se parece a Idril y Merrigan. Ella ha caído y está de rodillas suplicando por sus hijos y su marido. Llora sin lágrimas, igual que lo hace Merrigan. Los guardias han dejado caer sus armas al suelo y están acariciando al camello sin apartar los ojos de la mujer del velo negro. Ella se lleva una mano en la cabeza, está cansada. Pongo una mano encima de su muslo, igual que hice la primera vez que llame su atención. Me mira durante unos segundos, sin decir palabra, asiente con la mano.
-La sacerdotisa de arena tiene que entrar.- les digo a los guardias con voz seria. Ellos se miran entre ellos, parecen no entender qué estoy diciendo. - Es como en la ciudad de los hombres de metal. Los médicos entraban para trabajar en la cura y los demás se quedaban atrás para no molestar-.
-Mire señor elfo, agradecemos que haya ayudado a contener a los rebeldes, pero no le vamos a permitir que nos hable como si fuéramos ganado. Mire toda esta gente, necesita las medicinas y nosotros también. Antes le he oído decir que tenía una hija enferma. ¿Usted no haría cualquier cosa por ella? Dígame, señor elfo. ¿No es su hija lo más importante para usted?-
Hija. Esa palabra resuena en mi cabeza como si fuera un martillo dándome golpes. El hombre la usa como excusa para obligarme a decir algo que no quiero decir. Merrigan, mi hija y la persona más importante para mí, me explicó que lo que el guardia hace se le llama hacer chantaje. Cierro mi mano y le doy un puñetazo en la cara del guardia. Está mal, no debo hacerlo. Pero él lo ha dicho, por Merrigan soy capaz de hacer cualquier cosa.
-Lo es-.
-Malditos seas tú y tus Dioses del bosque-. Dice el guardia mientras se limpia con el brazo la sangre del labio.
-No te consiento que hables así del hombre que me ha salvado la vida y ha salvado el contenido de los barriles.- dice la mujer de velo negro- Él nos ha enseñado una valiosa lección a todos nosotros. ¡Miradlo! Apenas parece entender qué es lo que nos ha enseñado. – desenvaina su arma y la apunta hacia el guardia- Atrás, te lo advierto. No te acerques al elfo o lo pagarás con tu sangre-.
-Señora, ayúdenos- dice una voz desde lo lejos. Creo reconocer que es el hombre de las pústulas negras.
- He tomado una decisión.- -la mujer del velo negro levantó los brazos- Si os entrego la cura ahora, no habrá más. Vosotros no lo sabéis, pero estáis molestando. Sin embargo, si entro con ella a la ciudad, los médicos podrán estudiar y repartirla en masa por toda Aerandir-.
-¡Tardaréis meses, moriremos antes!-
-Merrigan morirá,- digo pensativo; acabo la frase varios segundos después- pero muchos otros vivirán-.
Una elfa, que se parece a Idril y a Merrigan, apremia a la mujer del velo negro. Le pide medicinas con la educación que yo pedí para Merrigan. Observo la escena a unos metros de distancia. La mujer, montada de nuevo en su camello, le niega las medicinas con la educación con la que a mí no me habló. No se lo tengo en cuenta. Ella parece una mujer importante, si su vestido fuera blanca parecería una sacerdotisa, no debe de hablar con alguien como yo.
Detrás de la elfa pelirroja, una voz se alza entre la multitud para pedir los barriles. ¿Pedir? Repito, mentalmente, las palabras exactas que ha dicho la voz. “Entréganos los barriles”. No es una petición, es una orden. Le están ordenando que les den la medicina, como si éstas no le pertenecieran a ella sino a los enfermos. Es la misma escena que vi en la ciudad de los hombres de metal. Todos gritaban, no pedían nada, ordenaban que les atendiese. Amenazaban con lanzar piedras tras los muros de la ciudad. Fue entonces cuando los hombres de metal salieron de sus puertas. Hubo peleas, sangre y muerte. Merrigan y yo tuvimos la desgracia de ver aquella masacre. El prado del exterior de las murallas, antes verde, se tiñó de rojo por la sangre y de negro por las moscas. Merrigan me estiró de la manga de la camiseta, no pudo soportar ver aquella escena, tenía miedo. Decidimos irnos de allí.
Ahora, en los muros de la ciudad de arena, no hay nadie que me tire de la manga de la camiseta. Miro de refilón a la mujer elfa que se parece a Idril y Merrigan, con la mirada le pido que me lleve lejos. Sé cómo acabará este asunto, no será agradable. Ella tiene otros asuntos que atender, no ha notado que le estoy mirando. Lo agradezco.
Los guardias se interponen entre el camello de la mujer del velo negro y la puerta. Ellos también obligan a que se les de la cura de la enfermedad. Todos tienen a un familiar enfermo, un hermano, un padre o una hija (Merrigan) que cuidar. Les comprendo. De estar en su lugar haría lo mismo. Minutos antes lo hice. Le pedí, le ordené a la mujer de velo negro que me ofreciera su ayuda para salvarla.
Agacho la cabeza y pienso en las personas que cuidan todas las familias y en los pocos barriles que vi en el interior del carro. No hay suficiente. Son las tres palabras que más repitieron los hombres de metal aquel desdichado día: No hay suficiente.
Doy un paso vacilante hacia la mujer del velo negro. Aunque esté callada impone, su presencia impone. No puedo evitar volver a pensar en las sacerdotisas elfas. Trago saliva a la vez que doy un segundo paso. Un hombre, entre la multitud, pone una mano en mi espalda para indicarme que me apartase que no le dejaba pasar hacia la mujer del velo negro. Me giro para ver de cerca al hombre, su cara está repleta de pústulas negras. Infectado.
-No hay suficiente- le digo con voz seca y apagada. El hombre se dio la vuelta y se perdió entre los demás.
Llego a los pies del camello. Tengo que hacer paso empujando a los hombres y mujeres que obligan a la mujer del velo negro a que les de la cura. Al mi lado izquierdo quedan los guardias y al derecho la elfa que se parece a Idril y Merrigan. Ella ha caído y está de rodillas suplicando por sus hijos y su marido. Llora sin lágrimas, igual que lo hace Merrigan. Los guardias han dejado caer sus armas al suelo y están acariciando al camello sin apartar los ojos de la mujer del velo negro. Ella se lleva una mano en la cabeza, está cansada. Pongo una mano encima de su muslo, igual que hice la primera vez que llame su atención. Me mira durante unos segundos, sin decir palabra, asiente con la mano.
-La sacerdotisa de arena tiene que entrar.- les digo a los guardias con voz seria. Ellos se miran entre ellos, parecen no entender qué estoy diciendo. - Es como en la ciudad de los hombres de metal. Los médicos entraban para trabajar en la cura y los demás se quedaban atrás para no molestar-.
-Mire señor elfo, agradecemos que haya ayudado a contener a los rebeldes, pero no le vamos a permitir que nos hable como si fuéramos ganado. Mire toda esta gente, necesita las medicinas y nosotros también. Antes le he oído decir que tenía una hija enferma. ¿Usted no haría cualquier cosa por ella? Dígame, señor elfo. ¿No es su hija lo más importante para usted?-
Hija. Esa palabra resuena en mi cabeza como si fuera un martillo dándome golpes. El hombre la usa como excusa para obligarme a decir algo que no quiero decir. Merrigan, mi hija y la persona más importante para mí, me explicó que lo que el guardia hace se le llama hacer chantaje. Cierro mi mano y le doy un puñetazo en la cara del guardia. Está mal, no debo hacerlo. Pero él lo ha dicho, por Merrigan soy capaz de hacer cualquier cosa.
-Lo es-.
-Malditos seas tú y tus Dioses del bosque-. Dice el guardia mientras se limpia con el brazo la sangre del labio.
-No te consiento que hables así del hombre que me ha salvado la vida y ha salvado el contenido de los barriles.- dice la mujer de velo negro- Él nos ha enseñado una valiosa lección a todos nosotros. ¡Miradlo! Apenas parece entender qué es lo que nos ha enseñado. – desenvaina su arma y la apunta hacia el guardia- Atrás, te lo advierto. No te acerques al elfo o lo pagarás con tu sangre-.
-Señora, ayúdenos- dice una voz desde lo lejos. Creo reconocer que es el hombre de las pústulas negras.
- He tomado una decisión.- -la mujer del velo negro levantó los brazos- Si os entrego la cura ahora, no habrá más. Vosotros no lo sabéis, pero estáis molestando. Sin embargo, si entro con ella a la ciudad, los médicos podrán estudiar y repartirla en masa por toda Aerandir-.
-¡Tardaréis meses, moriremos antes!-
-Merrigan morirá,- digo pensativo; acabo la frase varios segundos después- pero muchos otros vivirán-.
Sarez
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Re: El bálsamo negro {Desafío}
Por instantes pareció que Bashira se planteaba entregar el bálsamo negro a aquellos hombres que con tanta desesperación se la pedían, casi se lo rogaban. Afortunadamente, la acción de Sarez de golpear al guardia y sus palabras la hicieron huir de aquella mala idea. Si un elfo que, como él, había renunciado a curar a su propia hija por realizar un reparto justo y equitativo. ¿Lo han oído? ¡Si alguien como Sarez estaba dispuesto a perder a su propia hija por salvar a la mayor cantidad de gente posible! ¿Cómo iba entonces la nórgeda permitirse doblegar su inexpugnable voluntad de hierro y torcer el brazo a favor de aquellos que le rogaban la cura?
Simplemente no podía. Bashira entregaría la cura a las autoridades y ésta se emplearía bajo las condiciones de seguridad que decidieran médicos y autoridades, que eran quienes verdaderamente conocían la manera en que debía ser utilizada.
La reina pidió que abrieran las puertas y, finalmente, los guardias accedieron a permitirle el acceso a la ciudad. Entre abucheos de la gente, entró junto a un Sarez que no se encontraba contagiado. También accedió el carro de bueyes, con los barriles con el bálsamo negro perfectamente salvadas gracias al buen hacer de Sarez. Él iba a pie. Ella, como reina que era, lo hacía a lomos de su esbelto dromedario.
-Admiro tu valentía. Aceptar la muerte de una hija con la naturalidad con la que tú lo has hecho. Aceptar su muerte por el bien común... – le miró de reojo, pensativa. - …es algo que tal vez yo misma me vería incapaz de llegar hacer. – La nobleza de aquel elfo llegó a su corazón, la nórgeda acercó su mano a su órgano vital. – Toma a cargo de mi gratitud este medallón, valiente elfo, que siempre me protegió. Mas considero que hoy lo mereces llevar tú. Yo he dudado en mi deber. – Miró al sol de frente, dolida por haberse planteado entregar la cura. Se descolgó entonces su collar con una media luna que siempre llevaba colgando la princesa. – No podemos dejarnos llevar por los intereses particulares. En cualquier sociedad, la libertad y la justicia está por encima de todas las cosas. Y el colectivo, por encima de los individuos. Si esta cura es repartida de manera justa y lógica, la inmensa mayoría de los buenos hombres y mujeres de la puerta terminarán sanos. – aseguró. – Buen viaje allá donde vayas, buen amigo. Y espero que tu hija tenga una pronta recuperación.
Y tras entregar el colgante, la sheik hizo una reverencia al elfo y continuó su camino hacia el palacio del gobernador de la ciudad.
* * * * * * * * * * * * *
Sarez: En el primer turno salvaste una mercancía y en el segundo convenciste a población, guardia y a Bashira de que lo mejor era entregar la cura a las autoridades. No te quepa duda de que muchos de los que hoy la suplicaban ya están muertos, pero muchos más se han salvado de los que lo hubieran hecho. Hoy puedes dormir tranquilo: Ya has hecho la buena acción del día.
Recompensas:
- 5 ptos de experiencia (2 por la calidad del texto + 3 por la originalidad del usuario). Ya se han sumado a tu perfil.
Medallón de nobleza nórgedo. - Objeto. Raro.
Simplemente no podía. Bashira entregaría la cura a las autoridades y ésta se emplearía bajo las condiciones de seguridad que decidieran médicos y autoridades, que eran quienes verdaderamente conocían la manera en que debía ser utilizada.
La reina pidió que abrieran las puertas y, finalmente, los guardias accedieron a permitirle el acceso a la ciudad. Entre abucheos de la gente, entró junto a un Sarez que no se encontraba contagiado. También accedió el carro de bueyes, con los barriles con el bálsamo negro perfectamente salvadas gracias al buen hacer de Sarez. Él iba a pie. Ella, como reina que era, lo hacía a lomos de su esbelto dromedario.
-Admiro tu valentía. Aceptar la muerte de una hija con la naturalidad con la que tú lo has hecho. Aceptar su muerte por el bien común... – le miró de reojo, pensativa. - …es algo que tal vez yo misma me vería incapaz de llegar hacer. – La nobleza de aquel elfo llegó a su corazón, la nórgeda acercó su mano a su órgano vital. – Toma a cargo de mi gratitud este medallón, valiente elfo, que siempre me protegió. Mas considero que hoy lo mereces llevar tú. Yo he dudado en mi deber. – Miró al sol de frente, dolida por haberse planteado entregar la cura. Se descolgó entonces su collar con una media luna que siempre llevaba colgando la princesa. – No podemos dejarnos llevar por los intereses particulares. En cualquier sociedad, la libertad y la justicia está por encima de todas las cosas. Y el colectivo, por encima de los individuos. Si esta cura es repartida de manera justa y lógica, la inmensa mayoría de los buenos hombres y mujeres de la puerta terminarán sanos. – aseguró. – Buen viaje allá donde vayas, buen amigo. Y espero que tu hija tenga una pronta recuperación.
Y tras entregar el colgante, la sheik hizo una reverencia al elfo y continuó su camino hacia el palacio del gobernador de la ciudad.
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Sarez: En el primer turno salvaste una mercancía y en el segundo convenciste a población, guardia y a Bashira de que lo mejor era entregar la cura a las autoridades. No te quepa duda de que muchos de los que hoy la suplicaban ya están muertos, pero muchos más se han salvado de los que lo hubieran hecho. Hoy puedes dormir tranquilo: Ya has hecho la buena acción del día.
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Medallón de nobleza nórgedo. - Objeto. Raro.
- Medallón de nobleza Nórgedo:
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Misterioso medallón de la Sheik Bashira IV. Tiene forma de luna creciente con un corazón verde en su interior. La próxima maldición que Sarez reciba, será absorbida por el mismo, tiñéndose el corazón de negro. El medallón comenzará a vibrar fuertemente en el resto de la misión y, en el hilo cronológicamente posterior romperá, descargando su maldición en el personaje (usuario o NPC) que se encuentre junto a él.
Ger
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