Los niños que lloran [Privado]
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Los niños que lloran [Privado]
-¿Umama?
Sus ojos se entreabrieron con dificultad, aún húmedos e irritados por las lágrimas de la noche anterior. Resignada, la niña suspiró al darse cuenta de que el cálido abrazo de su madre no había sido más que un sueño o, con suerte, la proyección de su amor y su cariño a la distancia. Saber que su familia debía de estar preocupada la llenaba de sentimientos duales que su joven corazón no sabía cómo gestionar. Por un lado se sentía querida. Por el otro...
No quería pensar en eso.
Asomó la cabeza a través del hueco de la enorme madriguera. Ésta pertenecía a una familia de liebres que, muy amablemente, habían accedido a hacerle un espacio para pasar la noche bajo aquel viejo sauce llorón; era su forma de agradecer las raíces que les había ofrecido para llegar a un trato. Inhaló el fresco aire de la mañana, con su fragancia de flores y rocío y, tras sonreír a los roedores como toda despedida, salió de un salto hacia afuera.
Allí, los rayos de sol penetraban dócilmente las largas y finas ramas del sauce para terminar bañando toda la estancia en una luz dorada y sutil. El paisaje era demasiado hermoso como para causarle semejante dolor en el pecho... pero es que ningún lugar en todo el mundo podría ser bello mientras se encontrara perdida. Cruzó cojeando la cortina natural e inhaló una vez más, buscando recoger todos los olores de ese bosque que le era ajeno para ver si lograba encontrar una pista que la guiara a casa.
Evidentemente sus hermanos eran mucho mejores que ella en eso, pues pronto tuvo que darse por vencida al no encontrar señal alguna de su ubicación. Debería resignarse a retomar la tarea del día anterior: recorrer aquel paraje en línea recta sin saber si estaba acercándose o alejándose de su objetivo. El problema era que, en su estado, caminar más de media hora terminaba siendo una proeza. Al ser arrojada del carruaje en movimiento se había torcido un tobillo, su entrepierna ardía y la mandíbula aún le punzaba tras el bofetón que le habían propinado. Tehani era bastante resistente al dolor, dado que los juegos con sus hermanos no eran poca cosa, pero aquello... aquello había sobrepasado todos los límites que conocía.
Con determinación en la mirada se echó a andar, arrastrando los pies sobre el mullido colchón de hojarasca y buscando fuerzas en el canto de las aves que la acompañaban desde las alturas. Todo el bosque era su hogar, pensaba, solo debía prestar atención para encontrar el camino correcto.
Tehani
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Re: Los niños que lloran [Privado]
El muchacho tarareó una canción mientras giraba el conejo empalado junto a su fogata. Había despertado temprano aún en su forma de lobo y se había dedicado a cazar aprovechando el amparo de la luz mortecina del amanecer. Los espíritus habían estado de su lado y no había tardado en atrapar un conejo de buen tamaño antes de que el sol asomase por entre los árboles. Si bien para él comer su presa cruda era tan natural como cocinarla, había algo en el ritual del fuego que le recordaba a su familia y su compañía. Podía imaginarles a su alrededor mientras golpeaba el pedernal pacientemente para crear un cuchillo, o al oler el humo fragante de las ramas de alerce y el suave crepitar del fuego. Ahora el aroma de la carne asada y su ininterrumpido siseo le hacían salivar interrumpiendo su canto. Ya casi estaba listo…
El latigazo seco de una rama al partirse capturó la atención del muchacho quien se irguió dando un respingo, cuchillo de sílex en mano. Con pasos sigilosos trepó el breve muro de roca que rodeaba parte del minúsculo claro y ahogó un grito de sorpresa. Frente a él a unas veinte yardas, entre los árboles y el sotobosque, una niña caminaba con dificultad. Era menor que él, quizás unos ocho o nueve años, su cabeza coronada por una larga melena de indomable cabello rubio. ¿Una cría humana? No. Su piel estaba completamente desnuda, tal como era usual en los lobos de lo más profundo de los bosques. El corazón el muchacho dio un vuelco alegre. Hacía tan sólo momentos se encontraba cantando con nostalgia y ahora los dioses enviaban a uno de los suyos hasta él.
Algo no estaba bien, sin embargo. La niña parecía andar con dificultad y se movía con la rigidez mecánica de quien marcha sin rumbo cierto. ¿Estaría herida? De ser así, ¿por qué caminaba en su piel humana?
“¡Hey!” llamó Gwynn saludando efusivamente con una mano cubierta de sangre seca. “¿Estás bien? ¿Dónde está tu manada?”
Sus palabras no consiguieron respuesta inmediata y el muchacho pensó, excitado, que quizás se tratase de una loba de las tribus del sur de la Arboleda. Su propia gente.
“Càit a bheil do theaghlach?” intentó usando la lengua de su pueblo. Las palabras parecían ser parte del mismo bosque. ¡Cómo lo extrañaba!
Sin esperar casi respuesta Gwynn gesticuló con la mano a la niña para que se acercase, su rostro esbozando una sonrisa de puro deleite infantil. Con pasos veloces y haciendo gala de su agilidad saltó de roca en roca hasta perderse en el claro. Usando su cuchillo cortó una de las piernas del conejo para volver dando saltos hasta el mismo lugar.
“Quieres un poco?” ofreció extendiendo el trozo de carne hacia ella y haciendo uso nuevamente de la lengua Común.
El latigazo seco de una rama al partirse capturó la atención del muchacho quien se irguió dando un respingo, cuchillo de sílex en mano. Con pasos sigilosos trepó el breve muro de roca que rodeaba parte del minúsculo claro y ahogó un grito de sorpresa. Frente a él a unas veinte yardas, entre los árboles y el sotobosque, una niña caminaba con dificultad. Era menor que él, quizás unos ocho o nueve años, su cabeza coronada por una larga melena de indomable cabello rubio. ¿Una cría humana? No. Su piel estaba completamente desnuda, tal como era usual en los lobos de lo más profundo de los bosques. El corazón el muchacho dio un vuelco alegre. Hacía tan sólo momentos se encontraba cantando con nostalgia y ahora los dioses enviaban a uno de los suyos hasta él.
Algo no estaba bien, sin embargo. La niña parecía andar con dificultad y se movía con la rigidez mecánica de quien marcha sin rumbo cierto. ¿Estaría herida? De ser así, ¿por qué caminaba en su piel humana?
“¡Hey!” llamó Gwynn saludando efusivamente con una mano cubierta de sangre seca. “¿Estás bien? ¿Dónde está tu manada?”
Sus palabras no consiguieron respuesta inmediata y el muchacho pensó, excitado, que quizás se tratase de una loba de las tribus del sur de la Arboleda. Su propia gente.
“Càit a bheil do theaghlach?” intentó usando la lengua de su pueblo. Las palabras parecían ser parte del mismo bosque. ¡Cómo lo extrañaba!
Sin esperar casi respuesta Gwynn gesticuló con la mano a la niña para que se acercase, su rostro esbozando una sonrisa de puro deleite infantil. Con pasos veloces y haciendo gala de su agilidad saltó de roca en roca hasta perderse en el claro. Usando su cuchillo cortó una de las piernas del conejo para volver dando saltos hasta el mismo lugar.
“Quieres un poco?” ofreció extendiendo el trozo de carne hacia ella y haciendo uso nuevamente de la lengua Común.
Gwynn
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Re: Los niños que lloran [Privado]
No había caso: cada fragancia de ese bosque se le hacía ajena y desconocida. Con el pasar de los minutos, su rostro comenzó a traslucir con mayor transparencia el tinte amargo de sus emociones. Apretaba los dientes para soportar el dolor de tobillo, al cual comenzaba a sumársele el de estómago. En su tribu comer era un arte y un ritual que se honraba con devoción: desde aves pequeñas hasta cuadrúpedos que debían cazar de a grupos, todo el tiempo había alimento de sobra para recargar energías y afrontar con renovados ánimos las tareas del día.
Ahora, sin embargo, su pequeño abdomen rugía clamando algo más que insípidas raíces con sabor a tierra.
Intentaba analizar sobre qué lado de las rocas crecía el musgo cuando un grito demasiado cercano la hizo saltar como de espanto tan alto como un lémur. Sus ojos desorbitados se dirigieron hacia la criatura que la llamaba e instintivamente retrajo el labio superior para mostrar sus dientes carentes de filo. O, bueno, los que le quedaban, ya que en el lugar donde debían estar varios de ellos no habían más que huecos que dejaban entrever sus encías o, en el mejor de los casos, la blanca punta del piño permanente que comenzaba a asomar.
El ser comenzó a emitir ruidos que, para ella, sonaban todos iguales. Guturales, secos y carentes de sentido. ¿Acaso algunas palabras no eran parecidas a...? Si bien no creyó percibir agresividad en su tono, el exotismo del lenguaje le impidió entrever sus intenciones y, aún en tensión tras los acontecimientos recientes, su instinto la instó a desconfiar.
-Uma ucabanga ukungilimaza... -Comenzó a advertir en un agudo siseo, mas pronto la criatura desapareció súbitamente por donde había venido.
Curiosa, y con cada músculo en tensión preparado para salir huyendo, dio un paso hacia donde había estado el otro y olisqueó. Nada. Luego unos cuantos más, expectante y medida, hasta que, de estirar el brazo, habría podido tocar la porción de aire donde antes estuviera el ser.
-¡GAH!
No había esperado que volviera. La repentina aparición la hizo caer sentada hacia atrás, levantando una nube de hojas secas que terminaron enganchándose en su enmarañada melena. Entonces lo vio: si algo podía reconocer, era una buena pata de conejo y el gesto de un ofrecimiento amistoso. Tehani no conocía el engaño, o al menos aún no terminaba de asimilarlo, y su primitivo razonamiento la llevó a la conclusión de que aquella criatura, si le ofrecía alimento, no podía ser mala.
Un manotazo bastó para arrancarle la pata de las manos y llevársela a la boca con avidez antes de siquiera pensar en dar las gracias. Su garganta estaba seca, pero eso no le impidió tragar sendos bocados hasta que no hubo más que un hueso delgado y blanco entre sus manos. Solo entonces, con el dolor de estómago paliado a medias, se dignó a agradecer:
-¡Giyabonga!
Se metió un dedo en la boca para quitarse un pedazo de comida de entre los dientes y, tras tragárselo, observó al otro con una sonrisa que no dejaba entrever su cansancio. Lo miró largamente y sin disimulo, pasando desde su rostro hasta sus pies sin omitir ningún detalle. Ambos tenían dos ojos, una boca, un ombligo, y eran lampiños y delgados. Tehani vio en él algo muy parecido a su propio reflejo cuando se asomaba en el riachuelo, aunque el otro llevaba el pelo corto y tenía algo entre las patas que, al verlo, le arrancó un gemido de espanto.
-¡¡Ufana ekilasini!! (¡¡Eres como ellos!!) -Chilló con disgusto, lanzándole el hueso en el rostro al tiempo en que se arrastraba hacia atrás, señalando la “cosa” con el dedo índice.
Ahora, sin embargo, su pequeño abdomen rugía clamando algo más que insípidas raíces con sabor a tierra.
Intentaba analizar sobre qué lado de las rocas crecía el musgo cuando un grito demasiado cercano la hizo saltar como de espanto tan alto como un lémur. Sus ojos desorbitados se dirigieron hacia la criatura que la llamaba e instintivamente retrajo el labio superior para mostrar sus dientes carentes de filo. O, bueno, los que le quedaban, ya que en el lugar donde debían estar varios de ellos no habían más que huecos que dejaban entrever sus encías o, en el mejor de los casos, la blanca punta del piño permanente que comenzaba a asomar.
El ser comenzó a emitir ruidos que, para ella, sonaban todos iguales. Guturales, secos y carentes de sentido. ¿Acaso algunas palabras no eran parecidas a...? Si bien no creyó percibir agresividad en su tono, el exotismo del lenguaje le impidió entrever sus intenciones y, aún en tensión tras los acontecimientos recientes, su instinto la instó a desconfiar.
-Uma ucabanga ukungilimaza... -Comenzó a advertir en un agudo siseo, mas pronto la criatura desapareció súbitamente por donde había venido.
Curiosa, y con cada músculo en tensión preparado para salir huyendo, dio un paso hacia donde había estado el otro y olisqueó. Nada. Luego unos cuantos más, expectante y medida, hasta que, de estirar el brazo, habría podido tocar la porción de aire donde antes estuviera el ser.
-¡GAH!
No había esperado que volviera. La repentina aparición la hizo caer sentada hacia atrás, levantando una nube de hojas secas que terminaron enganchándose en su enmarañada melena. Entonces lo vio: si algo podía reconocer, era una buena pata de conejo y el gesto de un ofrecimiento amistoso. Tehani no conocía el engaño, o al menos aún no terminaba de asimilarlo, y su primitivo razonamiento la llevó a la conclusión de que aquella criatura, si le ofrecía alimento, no podía ser mala.
Un manotazo bastó para arrancarle la pata de las manos y llevársela a la boca con avidez antes de siquiera pensar en dar las gracias. Su garganta estaba seca, pero eso no le impidió tragar sendos bocados hasta que no hubo más que un hueso delgado y blanco entre sus manos. Solo entonces, con el dolor de estómago paliado a medias, se dignó a agradecer:
-¡Giyabonga!
Se metió un dedo en la boca para quitarse un pedazo de comida de entre los dientes y, tras tragárselo, observó al otro con una sonrisa que no dejaba entrever su cansancio. Lo miró largamente y sin disimulo, pasando desde su rostro hasta sus pies sin omitir ningún detalle. Ambos tenían dos ojos, una boca, un ombligo, y eran lampiños y delgados. Tehani vio en él algo muy parecido a su propio reflejo cuando se asomaba en el riachuelo, aunque el otro llevaba el pelo corto y tenía algo entre las patas que, al verlo, le arrancó un gemido de espanto.
-¡¡Ufana ekilasini!! (¡¡Eres como ellos!!) -Chilló con disgusto, lanzándole el hueso en el rostro al tiempo en que se arrastraba hacia atrás, señalando la “cosa” con el dedo índice.
Tehani
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Re: Los niños que lloran [Privado]
“¡Ugh! ¡Lo siento!” se disculpó con una mueca de conmiseración. No pretendía asustar a la niña, pero la excitación a veces podía hacerle algo impulsivo. Su sonrisa volvió rápidamente cuando la chica se inclinó hacia él para aceptar su pequeño ofrecimiento.
Gwynn lamió la grasa de sus dedos y rió satisfecho al observar a la niña devorar la pata de conejo como si esta pudiese desaparecer en cualquier instante.
“Tenías hambre, ¿no?” preguntó ladeando la cabeza. La chica le ignoró concentrada en su desayuno y sólo volvió a dedicarle su atención cuando de la pata de conejo no quedaba nada más que huesos delgados y los ligamentos más resistentes. Una única exclamación escapó de los labio de la niña y Gwynn soltó una risita.
“¿Quiere eso decir que te gusta? Pues hay más, si quieres. No mucho, pero podemos compartirlo,” ofreció encogiéndose de hombros.
La pequeña rubia se limitó a observarle con atención y el muchacho optó por hacer lo mismo. La chica se veía sana, no parecía haber padecido hambre salvo quizá recientemente. Su piel, sin embargo, estaba salpicada por cardenales de buen tamaño y algunos rasguños en su cuello. Gwynn frunció el ceño. Aquellas no eran heridas sufridas en la caza o defendiéndote de otros animales; de hecho, sólo había un animal que dejaba marcas como aquella.
“¿Quién ha hecho eso?” preguntó apuntando tímidamente a la piel de la chica. Un de sus tobillos parecía estar también herido; inflamado y rojo como una pequeña manzana sobre su pie. No podría haber caminado muy lejos así. Gwynn sintió un escalofrío recorrer su espalda y oteó los alrededores como si quienquiera hubiese atacado a la chica pudiese estar aún allí entre los árboles acechando en silencio. Si se encontraba sola, ¿quería eso decir que algo le había sucedido a su manada?
De pronto y sin ninguna advertencia la niña lanzó un chillido arrojando los restos de conejo directamente a su rostro.
“¡Ow! ¿Por qué..? ¿Qué sucede?” exclamó el muchacho llevándose una mano a la mejilla allí donde le golpeara el hueso. “¡No entiendo lo que dices!” continuó elevando la voz en su frustración.
La chica se arrastraba alejándose de él apuntando a su vientre con expresión acusadora. Gwynn agachó la cabeza inspeccionando su propio cuerpo, confusión pintada en su ceño fruncido. ¿Qué sucedía? ¡No tenía nada extraño encima! A no ser que… jamás hubiese visto a un chico. ¡Pero eso era imposible! ¿No era acaso una loba? Quizá estaba equivocado, quizá era una humana, o… algo. O quizá su en su manada sólo hubiesen mujeres. Había oído historias de grupos así, pero aún así…
“¡Espera! ¡Tranquila! No pasa nada, ¿ves?” dijo elevando las manos en señal de paz. Una parte de sí se preguntaba si no sería mejor bajarlas y ocultar la parte ofensora de su anatomía, pero su orgullo se lo impedía. ¡Se vería estúpido! Además, la situación no hacía sentido alguno.
“No te preocupes, no te haré daño,” continuó avanzando lentamente hacia ella. Tras un par de pasos optó por detenerse.
“Umm, tengo más conejo junto al fuego,” dijo señalando con un dedo tras de sí. “Puedes comer lo que quieras y, ah, haremos algo sobre tu tobillo. Seguro debe doler, ¿no?”
Sabía que sus palabras carecerían de sentido para ella, pero la necesidad de comunicarse le hacía hablar aún más, como si su voz por sí misma pudiese comunicar lo que su lengua no podía.
“Mi nombre es Gwynn. Gwynn,” repitió lentamente señalando su pecho. “Y soy un chico, ¿ves?” continuó con cuidado, señalando su propio cuerpo. “Los chicos se ven así, um, ¿entiendes?”
El muchacho se llevó una mano a la nuca algo incómodo. Se sentía estúpido explicando algo tan obvio, pero la reacción de la niña era simplemente bizarra.
“Pero no importa,” dijo suavemente, intentando tranquilizar en lo posible a la chica con su tono. Su mano le invitó a seguirle nuevamente antes de girarse y echar a andar lentamente hacia la fogata en el claro. “Ven, comeremos algo. Tengo hambre. ¡Creo que podría comer dos conejos!”
Gwynn lamió la grasa de sus dedos y rió satisfecho al observar a la niña devorar la pata de conejo como si esta pudiese desaparecer en cualquier instante.
“Tenías hambre, ¿no?” preguntó ladeando la cabeza. La chica le ignoró concentrada en su desayuno y sólo volvió a dedicarle su atención cuando de la pata de conejo no quedaba nada más que huesos delgados y los ligamentos más resistentes. Una única exclamación escapó de los labio de la niña y Gwynn soltó una risita.
“¿Quiere eso decir que te gusta? Pues hay más, si quieres. No mucho, pero podemos compartirlo,” ofreció encogiéndose de hombros.
La pequeña rubia se limitó a observarle con atención y el muchacho optó por hacer lo mismo. La chica se veía sana, no parecía haber padecido hambre salvo quizá recientemente. Su piel, sin embargo, estaba salpicada por cardenales de buen tamaño y algunos rasguños en su cuello. Gwynn frunció el ceño. Aquellas no eran heridas sufridas en la caza o defendiéndote de otros animales; de hecho, sólo había un animal que dejaba marcas como aquella.
“¿Quién ha hecho eso?” preguntó apuntando tímidamente a la piel de la chica. Un de sus tobillos parecía estar también herido; inflamado y rojo como una pequeña manzana sobre su pie. No podría haber caminado muy lejos así. Gwynn sintió un escalofrío recorrer su espalda y oteó los alrededores como si quienquiera hubiese atacado a la chica pudiese estar aún allí entre los árboles acechando en silencio. Si se encontraba sola, ¿quería eso decir que algo le había sucedido a su manada?
De pronto y sin ninguna advertencia la niña lanzó un chillido arrojando los restos de conejo directamente a su rostro.
“¡Ow! ¿Por qué..? ¿Qué sucede?” exclamó el muchacho llevándose una mano a la mejilla allí donde le golpeara el hueso. “¡No entiendo lo que dices!” continuó elevando la voz en su frustración.
La chica se arrastraba alejándose de él apuntando a su vientre con expresión acusadora. Gwynn agachó la cabeza inspeccionando su propio cuerpo, confusión pintada en su ceño fruncido. ¿Qué sucedía? ¡No tenía nada extraño encima! A no ser que… jamás hubiese visto a un chico. ¡Pero eso era imposible! ¿No era acaso una loba? Quizá estaba equivocado, quizá era una humana, o… algo. O quizá su en su manada sólo hubiesen mujeres. Había oído historias de grupos así, pero aún así…
“¡Espera! ¡Tranquila! No pasa nada, ¿ves?” dijo elevando las manos en señal de paz. Una parte de sí se preguntaba si no sería mejor bajarlas y ocultar la parte ofensora de su anatomía, pero su orgullo se lo impedía. ¡Se vería estúpido! Además, la situación no hacía sentido alguno.
“No te preocupes, no te haré daño,” continuó avanzando lentamente hacia ella. Tras un par de pasos optó por detenerse.
“Umm, tengo más conejo junto al fuego,” dijo señalando con un dedo tras de sí. “Puedes comer lo que quieras y, ah, haremos algo sobre tu tobillo. Seguro debe doler, ¿no?”
Sabía que sus palabras carecerían de sentido para ella, pero la necesidad de comunicarse le hacía hablar aún más, como si su voz por sí misma pudiese comunicar lo que su lengua no podía.
“Mi nombre es Gwynn. Gwynn,” repitió lentamente señalando su pecho. “Y soy un chico, ¿ves?” continuó con cuidado, señalando su propio cuerpo. “Los chicos se ven así, um, ¿entiendes?”
El muchacho se llevó una mano a la nuca algo incómodo. Se sentía estúpido explicando algo tan obvio, pero la reacción de la niña era simplemente bizarra.
“Pero no importa,” dijo suavemente, intentando tranquilizar en lo posible a la chica con su tono. Su mano le invitó a seguirle nuevamente antes de girarse y echar a andar lentamente hacia la fogata en el claro. “Ven, comeremos algo. Tengo hambre. ¡Creo que podría comer dos conejos!”
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Re: Los niños que lloran [Privado]
La pequeña se mordió el labio inferior y comenzó a palpar el suelo en búsqueda de alguna roca que le sirviese como proyectil. Había perdido su cuchillo al ser lanzada del carro y sus uñas estaban demasiado gastadas como para servir de algo. Sin su arma, y frente a lo que veía como una amenaza real por apenas segunda vez en su vida, se sintió pequeña y vulnerable como los cervatillos que solía cazar en manada. Nunca envidió tanto como entonces las garras y los colmillos de sus hermanos.
El chico levantó los brazos en un ademán tranquilizador, parecido al que hacían los cachorros cuando se cansaban de jugar, o bien intuían que la falsa pelea estaba llegando demasiado lejos. Quizás no podían entenderse con palabras, pero quiso creer que los gestos seguían siendo comunes a todos los habitantes de los bosques. Además... había algo conciliador en su tono, aunque aquello fue algo que supo de manera más bien instintiva.
Dejó entonces de retroceder y permitió que se acercara un poco más para someterlo a un largo escrutinio, siempre manteniendo la guardia desde su posición desventajosa en el suelo. No podía decidir en qué categoría etiquetar a aquel individuo. Sí, se parecía a los malvados hijos de Odín por aquel detalle de su fisionomía, pero también guardaba cosas en común con quienes Tchkea denominaba despectivamente los “lampiños buenos”, los que eran como ella. Si miraba bien, volvía a pensar que se parecían bastante: el color de pelo y de ojos era similar, la falta de vello, las rodillas repletas de cicatrices hechas en la infancia...
Y él tampoco llevaba ropa. Ni filosos palos de metal. Este último detalle le trajo algo de calma, aunque no dejaba de ponerle nerviosa la manera en que seguía balbuceando ruidos que era incapaz de entender. ¿Por qué hablaba así? ¿Acaso era tonto? Pensó que quizás no había sido lo suficientemente inteligente como para aprender el lenguaje del bosque. Tal vez había inventado su propia lengua para sentirse mejor. Como fuera, no parecía que pudieran entenderse. Lo miró con una mueca de frustración y pena e inhaló profusamente, angustiada por su incapacidad de afrontar semejante situación.
Entonces lo notó. Al inspirar, ya teniéndolo más cerca, captó un olor familiar. No igual; parecido. Olía a bosque, a barro, a humo y a pelo, junto a esa fragancia tan sutil que exudaban los cachorros antes de llegar a la plenitud de su madurez.
Olía como uno de los suyos.
Ignoró por completo los sonidos del chico, pues de todas maneras no comprendía ni una sola palabra, y con un brillo de renovada confianza iluminándole el rostro se impulsó con las manos para ponerse de pie. Comenzó primero a olisquear el aire y luego se acercó tanto que podía sentir el calor ajeno sin llegar a tocar su piel. Poniéndose de puntillas, al menos del pie bueno, procedió a olfatearle los hombros, el cuello y por último el mentón, ya que por la diferencia de altura no podía llegar más allá. Hubiese intentado con su retaguardia, pero era de mala educación ir hacia allá si el otro no se ofrecía y, fuese como fuese, con eso era suficiente para entender que este ser no olía ni un poco como los que la habían alejado de su familia; todo lo contrario.
-¿Nawe uyindo dana ka-Tchkea? ¿Nawe uyindo?
Preguntó, dando un paso atrás y clavando la mirada directamente en los ojos ajenos. Sus labios se tensaron en una fina línea de expectación y esperanza. Necesitaba saberlo; necesitaba saber si el chico era también parte del clan de la Costa Este, si era, como ella, un protegido de Tchkea.
Tehani
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Re: Los niños que lloran [Privado]
Gwynn guardó silencio al sentir la cercanía de la chica y se congeló en su sitio al darse cuenta que se afanaba en percibir su aroma. Resultaba algo extraño; por supuesto el olfato era un medio de comunicación importante para los lobos, pero solía ser dejado de lado en su forma humana, de la misma manera en que no se preocupaba de apreciar un atardecer sobre cuatro patas siendo incapaz en esa forma de percibir el rojo del cielo y sus distintas tonalidades.
A pesar de ello el componente ritual de aquella comunicación era algo que el muchacho entendía plenamente. Se inclinó sobre ella lentamente cuidando de que sus movimientos no fuesen demasiado bruscos y se dedicó a reflejar las acciones de la niña. Sus hombros, su pecho, su cuello, su rostro. Su piel estaba impregnada por los aromas de su entorno, tal como era de esperar en alguien que vivía en esos bosques. Por encima había un olor delicado, una capa de tierra húmeda, fresca, como si se hubiera arrastrado en ella recientemente. Al pasar su nariz sobre sus mejillas creyó notar una nota de sal. ¿Lágrimas? Sus ojos estaban algo irritados. ¿Qué había sucedido? Su olfato lupino podría sin duda descubrir un universo de información sobre su piel, pero comenzaba a sospechar que no se trataba de una licántropo. Si ese era el caso la transformación seguramente le aterraría.
La chica se separó de él finalmente dando un paso atrás y preguntó algo con urgencia. Gwynn rascó su vientre nuevamente frustrado por la imposibilidad de comunicarse con ella. No eran sólo las palabras. Estaba acostumbrado a prescindir de ellas completamente, pero en aquellas instancias podía valerse de otros sentidos; el olfato, la vista, el tacto. Como licántropo prestaba atención de manera instintiva también al lenguaje corporal, pero sólo reconocía en el de la chica rasgos elementales, universales.
Sin saber de qué otra manera atravesar la barrera que les separaba cogió con cuidado la mano de la niña y la presionó sobre su propio pecho.
“Gwynn,” intentó nuevamente con gentileza, sosteniendo la mirada expectante de esos ojos verdosos. “Gwynn.”
El muchacho suspiró pesadamente y estalló en carcajadas. Se sentía algo ridículo, pero al mismo tiempo intentar comunicarse con la chica ofrecía un desafío lúdico, como los juegos que solía jugar con sus hermanos en los cuales debía describir con su cuerpo y sus movimientos diferentes animales y fenómenos del bosque para que otros lo adivinasen. Esto sería similar.
“Ven,” dijo echando a andar sin soltar la mano de la niña, lentamente para no dañar aún más su tobillo. Le condujo con cuidado de vuelta al claro, hasta su pequeña fogata y el conejo asado.
“Seguro querrás un poco más,” murmuró separándose de ella y cogiendo el resto del conejo se sentó sobre la hierba cortando trozos con su cuchillo de sílex.
“¡Conejo! ¡Yum!” exclamó sonriente señalando la carne sobre el suelo junto a él, cogiendo un trozo y arrojándolo al aire para recibirlo con su boca al caer. El truco acabó en fiasco cuando la carne golpeó sonoramente su mejilla dejando una mancha de grasa en el lugar. Gwynn estalló en carcajadas y arrojó otro trozo hacia la chica.
A pesar de ello el componente ritual de aquella comunicación era algo que el muchacho entendía plenamente. Se inclinó sobre ella lentamente cuidando de que sus movimientos no fuesen demasiado bruscos y se dedicó a reflejar las acciones de la niña. Sus hombros, su pecho, su cuello, su rostro. Su piel estaba impregnada por los aromas de su entorno, tal como era de esperar en alguien que vivía en esos bosques. Por encima había un olor delicado, una capa de tierra húmeda, fresca, como si se hubiera arrastrado en ella recientemente. Al pasar su nariz sobre sus mejillas creyó notar una nota de sal. ¿Lágrimas? Sus ojos estaban algo irritados. ¿Qué había sucedido? Su olfato lupino podría sin duda descubrir un universo de información sobre su piel, pero comenzaba a sospechar que no se trataba de una licántropo. Si ese era el caso la transformación seguramente le aterraría.
La chica se separó de él finalmente dando un paso atrás y preguntó algo con urgencia. Gwynn rascó su vientre nuevamente frustrado por la imposibilidad de comunicarse con ella. No eran sólo las palabras. Estaba acostumbrado a prescindir de ellas completamente, pero en aquellas instancias podía valerse de otros sentidos; el olfato, la vista, el tacto. Como licántropo prestaba atención de manera instintiva también al lenguaje corporal, pero sólo reconocía en el de la chica rasgos elementales, universales.
Sin saber de qué otra manera atravesar la barrera que les separaba cogió con cuidado la mano de la niña y la presionó sobre su propio pecho.
“Gwynn,” intentó nuevamente con gentileza, sosteniendo la mirada expectante de esos ojos verdosos. “Gwynn.”
El muchacho suspiró pesadamente y estalló en carcajadas. Se sentía algo ridículo, pero al mismo tiempo intentar comunicarse con la chica ofrecía un desafío lúdico, como los juegos que solía jugar con sus hermanos en los cuales debía describir con su cuerpo y sus movimientos diferentes animales y fenómenos del bosque para que otros lo adivinasen. Esto sería similar.
“Ven,” dijo echando a andar sin soltar la mano de la niña, lentamente para no dañar aún más su tobillo. Le condujo con cuidado de vuelta al claro, hasta su pequeña fogata y el conejo asado.
“Seguro querrás un poco más,” murmuró separándose de ella y cogiendo el resto del conejo se sentó sobre la hierba cortando trozos con su cuchillo de sílex.
“¡Conejo! ¡Yum!” exclamó sonriente señalando la carne sobre el suelo junto a él, cogiendo un trozo y arrojándolo al aire para recibirlo con su boca al caer. El truco acabó en fiasco cuando la carne golpeó sonoramente su mejilla dejando una mancha de grasa en el lugar. Gwynn estalló en carcajadas y arrojó otro trozo hacia la chica.
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Re: Los niños que lloran [Privado]
El muchacho insistió con el mismo sonido que antes como toda respuesta, y Tehani frunció el entrecejo en un tosco mohín de enfado. Si no sabía hablar el idioma de la tribu significaba que no pertenecía a esta; sin embargo encontró cierto consuelo al ver que al menos conocía la manera de presentarse mediante el olfato, tal como ella había hecho con él. Eso le permitía, al menos, terminar por asociarlo más a los suyos que a los brutales hijos de Odín.
Reculó instintivamente al ver que le cogía la mano, mas pronto se relajó y accedió a tocar el pecho ajeno en cuanto vio que el gesto no conllevaba hostilidad. La piel del chico era tan suave como la propia y resultaba reconfortante sentir los tenues latidos de su corazón sobre su palma. Su mirada encontró la ajena y permanecieron así durante segundos que parecieron eternos. No necesitó más para entenderle. De pronto, guiada por cierto brillo fugaz en los ojos del niño, creyó intuir qué intentaba decir con aquel dulce sonido.
-Gw... -Comenzó a decir, pero el niño estalló en carcajadas, suscitando una mueca de expectación por su parte. ¿Qué era tan gracioso? Para ella, ser incapaces de entenderse comenzaba a resultar desesperante. ¿Cómo le preguntaría si sabía la manera de regresar con su familia? ¿De qué manera podría relacionarse con él?
Se mordió el labio inferior mientras se dejaba guiar a través del bosque. El aroma del conejo asado era cada vez más fuerte y la niña, lejos de estar satisfecha con la pata, comenzó a salivar. Pronto llegaron al claro y no dudó en sentarse junto al chico cuando éste comenzó a trocear el conejo, tan atenta como cuando, en la tribu, los adultos repartían a los más jovenes sus respectivas piezas de caza. Observó con interés el cuchillo ajeno, preguntándose si algún día podría encontrar el suyo. Quizás mañana volvería sobre sus pasos para buscarlo de nuevo.
El comportamiento del muchacho era, cuanto menos, sumamente interesante. Era amable, compartía sus alimentos y su simpatía resultaba contagiosa. Tehani relajó sus pequeños hombros y exhaló en un intento inconsciente por librarse de la tensión producto de los acontecimientos recientes. Incluso se permitió reír cuando su nuevo compañero demostró no ser muy hábil atrapando cosas con la boca.
Ella, por otra parte, cogió la carne al vuelo y la tragó sin apenas masticar.
-¡Coneho! ¡Ium! -Intentó imitar, aunque su acento era notablemente distinto. Entonces volvió a reposar la mirada sobre el otro y, señalándolo con el puño cerrado, balbuceó:
-Güi... Wy...nn... ¿Gw...ynn?
Se inclinó suavemente y estiró el brazo con cautela para tomar otro trozo de conejo. No sabía hasta qué punto el chico estaba dispuesto a compartir, pero el hambre era más fuerte que el temor de recibir un mordisco en la mano. Lo agarró con rapidez y se lo llevó a la boca de inmediato, temiendo que le fuera quitado y, solo tras volver a tragar, procedió a hablar de nuevo.
-Tehani. -Dijo arrastrando las sílabas para ver si la entendía. Se golpeó el pecho dos veces y, mirándolo con fijeza, repitió: -Te-ha-ni.
Los pájaros que reposaban sobre sus cabezas parloteaban alegremente, disfrutando la brisa y el sol matutino que acariciaba las copas de los árboles. Tehani alzó la vista y los observó mientras se rascaba el puente de la nariz y se preguntaba, nostálgica, si todas las aves del mundo hablaban el mismo idioma o, como ellos dos, solo conocían unas pocas melodías que cambiaban según el lugar.
Tehani
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