Tinta de otoño. [Privado]
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Tinta de otoño. [Privado]
- "... de las sesenta solo quedaban siete, y aun en su silencio, eran jodidamente ruidosos."-
El primer impacto ni siquiera fue un golpe, pero bastó para acorralarlo contra un majestuoso nogal; el segundo sirvió para terminar de reducirlo así poder sujetarlo contra el mismo; con la situación bajo control, llegó el tercero, que no fue otra cosa que una gracia; pero no fue hasta el cuarto que su mirada se apagó... de nuevo.
Naranja, amarillo, verde; Como casi todos los días del año, el sol anunciaba su partida, hostigando los troncos y tallos de todos los habitantes de la rivera, quienes se preparaban, si no para finalizar, para dar comienzo a una larga e intensa jornada. Como cada atardecer, la brisa irrumpía en la arboleda por las eficaces ramificaciones de los arroyos, llevando y trayendo su salada caricia, cuál cántico nocturno; el cual se vería interrumpido por una seguidilla de choques metálicos, unos pocos gritos y finalmente un estruendo hueco que fue acompañado por una bandada de pájaros huyendo despavoridos.
Marrón, gris, rojo; La tierra y raíces bajo la protección de aquel añoso nogal se vieron mancilladas por el intenso spray de un gargajo. Una pequeña roca, blanca como la que daba indicios de su anuncio en el firmamento, acompañó los fluidos, rebotando contra el suelo hasta dar con la húmeda y deslucida bota de su captor. Un hombre que, de no ser por sus andrajosos ropajes y gritos durante la brevedad del combate, cualquiera confundiría con un oso o un gorila por lo colosal de su figura, le aprisionaba, sosteniéndole por el cuello con su titánico antebrazo contra el inefable muro que formaba el ya mencionado árbol; Los pies del elfo no tocaban el suelo, pero aun así tenían contacto con el mismo a través de un breve, pero constante hilo de sangre, producto de la puñalada que lo entregó a la embestida que lo llevó a estar donde estaba. Aquella criatura sostenía y retorcía la empuñadura con la firmeza y eficiencia que solo un soldado, cualquier clase de soldado, podría; una parte por deber, puesto que no hablaba, eso lo hacían sus dos compañeros, este solo jadeaba, impregnando el rostro de su presa de un intenso, casi tan hiriente como el acero de su pierna, hedor a pescados y cebolla; esa era la otra parte, probablemente, sadismo en el mas puro de los estados.
Rojo, rojo y al final, rojo una vez mas; Sus ojos ardían, puesto que permanecían abiertos hace quien sabe cuantos minutos, atentos a cada movimiento de sus tres captores mas su mirada no estaba allí, vacía, muerta. Sus oídos se hallaban cubiertos por una bruma muy similar a la generada por el granizo en el campo, y aunque algunas voces irrumpían aquel estado de aturdimiento con sus cuándos y dóndes, la realidad es que no estaba ahí en alma, solo en cuerpo.
El mas estirado de los rufianes dejó que sus compañeros, grandes y torpes mastodontes, se encargaran del interrogatorio, juicio y sentencia, mientras él, hastiado por la pérdida de tiempo, y algún que otro corte reciente de menor importancia, puso sus garras sobre el morral del joven; no había verdaderos objetos de valor, no para ellos, pero valía la pena intentar encontrar algo, antes de devolver una vez mas a la oveja a su redil, puesto que por mas negra que esta fuera y que careciera de compañía allí o aquí, una oveja es una oveja y si no da lana para abrigos, dará lana para el asador.
El primer impacto ni siquiera fue un golpe, pero bastó para acorralarlo contra un majestuoso nogal; el segundo sirvió para terminar de reducirlo así poder sujetarlo contra el mismo; con la situación bajo control, llegó el tercero, que no fue otra cosa que una gracia; pero no fue hasta el cuarto que su mirada se apagó... de nuevo.
Naranja, amarillo, verde; Como casi todos los días del año, el sol anunciaba su partida, hostigando los troncos y tallos de todos los habitantes de la rivera, quienes se preparaban, si no para finalizar, para dar comienzo a una larga e intensa jornada. Como cada atardecer, la brisa irrumpía en la arboleda por las eficaces ramificaciones de los arroyos, llevando y trayendo su salada caricia, cuál cántico nocturno; el cual se vería interrumpido por una seguidilla de choques metálicos, unos pocos gritos y finalmente un estruendo hueco que fue acompañado por una bandada de pájaros huyendo despavoridos.
Marrón, gris, rojo; La tierra y raíces bajo la protección de aquel añoso nogal se vieron mancilladas por el intenso spray de un gargajo. Una pequeña roca, blanca como la que daba indicios de su anuncio en el firmamento, acompañó los fluidos, rebotando contra el suelo hasta dar con la húmeda y deslucida bota de su captor. Un hombre que, de no ser por sus andrajosos ropajes y gritos durante la brevedad del combate, cualquiera confundiría con un oso o un gorila por lo colosal de su figura, le aprisionaba, sosteniéndole por el cuello con su titánico antebrazo contra el inefable muro que formaba el ya mencionado árbol; Los pies del elfo no tocaban el suelo, pero aun así tenían contacto con el mismo a través de un breve, pero constante hilo de sangre, producto de la puñalada que lo entregó a la embestida que lo llevó a estar donde estaba. Aquella criatura sostenía y retorcía la empuñadura con la firmeza y eficiencia que solo un soldado, cualquier clase de soldado, podría; una parte por deber, puesto que no hablaba, eso lo hacían sus dos compañeros, este solo jadeaba, impregnando el rostro de su presa de un intenso, casi tan hiriente como el acero de su pierna, hedor a pescados y cebolla; esa era la otra parte, probablemente, sadismo en el mas puro de los estados.
Rojo, rojo y al final, rojo una vez mas; Sus ojos ardían, puesto que permanecían abiertos hace quien sabe cuantos minutos, atentos a cada movimiento de sus tres captores
El mas estirado de los rufianes dejó que sus compañeros, grandes y torpes mastodontes, se encargaran del interrogatorio, juicio y sentencia, mientras él, hastiado por la pérdida de tiempo, y algún que otro corte reciente de menor importancia, puso sus garras sobre el morral del joven; no había verdaderos objetos de valor, no para ellos, pero valía la pena intentar encontrar algo, antes de devolver una vez mas a la oveja a su redil, puesto que por mas negra que esta fuera y que careciera de compañía allí o aquí, una oveja es una oveja y si no da lana para abrigos, dará lana para el asador.
Hathaldir Sil'tharion
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
Olor a lluvia, a viento y otoño. Arygos inspiró profundamente, disfrutando del encanto de volar sobre Sandorai, el viento fresco y húmedo de la temporada de lluvias, la luz tenue del atardecer, que teñía con sus naranjas su cuerpo, y la mimetizaba entre las nubes. La dragona quería dejarse perder en esa placidez, pero el inconfundible olor metálico de la sangre la sacó de su trance.
Batió las alas y trazó un giro brusco, a contra viento, ascendió por la corriente que le llevaba el aroma conocido de la sangre, tenía un tinte que la turbaba, y le gritaba en la parte trasera de su cabeza que no se trataba de un animal herido.
Los actores de la truculenta escena se personaron prestos ante sus ojos, tres rufianes, porque la dragona, con los años, había aprendido a reconocer a los de su clase, se la tomaban contra un joven, pagaban contra él sus frustraciones y regiraban entre sus cosas.
Como un halcón se lanzó en picado hacia el más apartado de los hombros, plegó las alas, y extendió las patas traseras, con las garras bien abiertas. El silbido de su caída hizo que los bandidos giraran la cabeza.
—¡Merche! .— Exclamó aquel que hurgaba en el morral del elfo. A punto estaba de soltar algún otro improperio, cuando las garras de Arygos se cerraron sobre sus hombros, batió las alas y volvió a subir hacia el cielo, llevándose consigo su presa. Las pertenencias del cautivo se le escurrieron entre las manos. — ¡Suéltame lagarto, joputa!.— Escupió el ladrón, cuando aún se hallaba a un metro del suelo. Insulto que fue seguido de tantos otros hasta que la altura se hizo tanta que ya no se sacudía para soltarse, sino que intentaba agarrarse a las patas del leviatán para no caerse.— ¡Ayuda! ¡Socorro!.— Cambio el cantar de sus gritos.
Sus compañeros, que habían quedado congelados en el sitio de la sorpresa, rompieron el encanto que los mantenía asidos al lugar. Soltaron al elfo, qué herido, y de apariencia ida, no les parecía peligroso en comparación.
Uno alistó tontamente el puñal, pues la dragona se hallaba lejos de su alcance. El segundo, más avispado, fue a tomar un arco que yacía no muy lejos, perteneciente al pataleante prisionero de la dragona.
—¿Qué mierdas hace aquí un dragón?.— Espetó con voz gruesa y rasposa por el alcohol el hombre más fornido del trío a su compinche.
—¡Y qué coño quieres que sepa?! ¿Te parezco un erudito?!.— Con mano firme apuntó el arco, pero su objetivo se movía bastante, subiendo, cada vez más, hasta que la expresión de horror del larguirucho dejó de poder verse desde el suelo.
—¿A qué esperas? ¡Dispara!
—¡El bicharraco no se queda quieto!
La indecisión de los bandidos fue la perdición de su amigo. Arygos abrió las zarpas. El truhan chillo. Su cuerpo se estrelló contra el suelo. El sonido de los huesos romperse acompaño el húmedo chapoteo de la sangre y la carne martillear contra la piedra. La blanca superficie de la roca se tiño de un oscuro carmesí, salpicado de pedazos de materia gris. La faz distorsionada por el miedo del bandido quedo aplastada, de modo que solo sobrevivió la mitad de su rostro, que observaba con un ojo inyectado en sangre a sus viejos colegas, acusándolos con la mirada.
Batió las alas y trazó un giro brusco, a contra viento, ascendió por la corriente que le llevaba el aroma conocido de la sangre, tenía un tinte que la turbaba, y le gritaba en la parte trasera de su cabeza que no se trataba de un animal herido.
Los actores de la truculenta escena se personaron prestos ante sus ojos, tres rufianes, porque la dragona, con los años, había aprendido a reconocer a los de su clase, se la tomaban contra un joven, pagaban contra él sus frustraciones y regiraban entre sus cosas.
Como un halcón se lanzó en picado hacia el más apartado de los hombros, plegó las alas, y extendió las patas traseras, con las garras bien abiertas. El silbido de su caída hizo que los bandidos giraran la cabeza.
—¡Merche! .— Exclamó aquel que hurgaba en el morral del elfo. A punto estaba de soltar algún otro improperio, cuando las garras de Arygos se cerraron sobre sus hombros, batió las alas y volvió a subir hacia el cielo, llevándose consigo su presa. Las pertenencias del cautivo se le escurrieron entre las manos. — ¡Suéltame lagarto, joputa!.— Escupió el ladrón, cuando aún se hallaba a un metro del suelo. Insulto que fue seguido de tantos otros hasta que la altura se hizo tanta que ya no se sacudía para soltarse, sino que intentaba agarrarse a las patas del leviatán para no caerse.— ¡Ayuda! ¡Socorro!.— Cambio el cantar de sus gritos.
Sus compañeros, que habían quedado congelados en el sitio de la sorpresa, rompieron el encanto que los mantenía asidos al lugar. Soltaron al elfo, qué herido, y de apariencia ida, no les parecía peligroso en comparación.
Uno alistó tontamente el puñal, pues la dragona se hallaba lejos de su alcance. El segundo, más avispado, fue a tomar un arco que yacía no muy lejos, perteneciente al pataleante prisionero de la dragona.
—¿Qué mierdas hace aquí un dragón?.— Espetó con voz gruesa y rasposa por el alcohol el hombre más fornido del trío a su compinche.
—¡Y qué coño quieres que sepa?! ¿Te parezco un erudito?!.— Con mano firme apuntó el arco, pero su objetivo se movía bastante, subiendo, cada vez más, hasta que la expresión de horror del larguirucho dejó de poder verse desde el suelo.
—¿A qué esperas? ¡Dispara!
—¡El bicharraco no se queda quieto!
La indecisión de los bandidos fue la perdición de su amigo. Arygos abrió las zarpas. El truhan chillo. Su cuerpo se estrelló contra el suelo. El sonido de los huesos romperse acompaño el húmedo chapoteo de la sangre y la carne martillear contra la piedra. La blanca superficie de la roca se tiño de un oscuro carmesí, salpicado de pedazos de materia gris. La faz distorsionada por el miedo del bandido quedo aplastada, de modo que solo sobrevivió la mitad de su rostro, que observaba con un ojo inyectado en sangre a sus viejos colegas, acusándolos con la mirada.
Arygos Valnor
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
Un par de manzanas verdes, un humilde saco de almendras, algo de yesca; poco a poco, las pertenencias del elfo allí captivo, fueron cayendo sobre el barro, enrojeciendo los ojos del bandido, que junto al silencio del rehén, parecía comenzar a perder la limitada paciencia de la que era poseedor. Carbonillas envueltas, un rústico vaso de madera, algunos valiosos sacos de especias, y un colador que a duras penas se permitía el lujo de hacerse llamar "camisa". La mayor parte rebotó de forma insulsa e indolora sobre el suelo, y lo poco que parecía contener algo mas de entretenimiento sonoro que el propio silencio, se vio opacado por los quejidos de su dueño, pues la golpiza demostró no tener pronto final; o al menos eso esperaban todos los allí presentes...
El viento aulló fuerte como si aquella breve arboleda plantara cara al mayor temporal del otoño; las aves abrieron vuelo, despavoridas frente a la amenaza que pendía, cual espada de Damocles, sobre sus hogares, añadiendo un violento y continuo batido de alas al aberrante aullido. Una multitud de plumas y hojas secas colmó el aire como si de copos en invierno se tratase. El pasto comenzó a inclinarse como si un huracán azotara sus breves hojas de sierra, abriendo paso a la bestia que auguraba su llegada; las insípidas ramas en las copas de los arboles cayeron sobre todas las criaturas circundantes, levantando polvo y desatando caos aun sin haberse presentado.
Esa... esa no era otra cosa que la llamada de la muerte a las puertas de las almas de los allí presentes, clamando por su recompensa. Esa, era la despedida de todo aquel que no fuera lo suficientemente pequeño rápido y mundano, como para ocultarse en algún portal al mundo subterráneo. Esa, no era otra cosa, que la llegada de un dragón.
Aquel escaso, pero no menos infame, grupo de mercenarios se dio la vuelta, para atender asuntos de mayor preponderancia que un ya derrotado elfo mudo; liberándolo de sus ataduras hasta así quedar desarmado a los pies de un árbol, cual cría aprendiendo a gatear. Sus ojos permanecieron velados, y su mente aún no había caído en la cuenta de que tanto peligro estaba corriendo en ese instante; o simplemente este ya había llegado a su límite mucho antes de esta nueva e inminente tribulación
Dos viales, que no tardaron en encontrar su fin junto a unas raíces, unos viejos mitones y un trozo de pan. El contenido de su bolso continuó desparramándose fruto de los sacudones que su portador propinaba sobre él, solo que esta vez no fue solo por el suelo, sino también por la copa de los arboles y, prontamente, la rivera. Todo debido a que la bestia que los acechaba se había hecho con aquel larguirucho que, hasta el momento, parecía llevar la situación bajo control y que ahora, levantose por los aires aguardando un único resultado.
Algunos de sus mas preciadas posesiones permanecían en la seguridad del fondo de la bolsa, siendo de las últimas y mas afectadas por la caída. Un precioso cinturón de cuero claro, tallado y con hebilla de bronce, encontró descanso en la copa del nogal que le protegía y hacia de prisión a partes iguales; su vida y memorias, traquetearon entre las ramas y estallaron en una nube de hojas al dar en seco contra las rocas; pero no fue otra cosa que el frío impacto en la nuca de lo que no era mas que un ajado trozo de pedernal, lo devolvió a la realidad.
Sus captores parecían mas entretenidos en la titánica tarea de cazar a un pez en su propio medio, que en cuidar sus espaldas, y así fue que, aún aturdido por la falta de tiempo para aclimatar sus oídos, intento huir. Sus piernas no respondían lo suficientemente bien como para correr, y sería prontamente alcanzado, antes o después de que el nuevo conflicto fuera resuelto, sea por dos rufianes apestosos, o por la cúspide de la cadena alimenticia. Sea como sea, gateó hasta el otro lado del tronco, buscando así, alguna clase de refugio donde poder pensar, y tal vez con algo de suerte, alcanzar la única carta de salvación a su alcance, su siempre fiel Khopesh.
Siempre acusativo, el iris café del esclavista se desprendió de los restos de su dueño, victima dela cruel corriente del destino, rodo torpemente algunos centímetros hasta dar un suave tope contra el filo del plateado y siempre reluciente acero élfico, el cual reflejaba, cual espejo feroz aquel mar de hojas y tinta en lo alto de los cielos; "...Vincent...", "Vincent...", "...Vincent". Una sola lo cubrió, pero el contenido no cambió. Si los ojos de alguien hubieran visto lo que las sátiras del azar dieron por última mirada a aquel orbe, asegurarían que de poderlo se hubiera inyectado en sangre hasta reventar, pero no fue el caso. "Marrón, gris y rojo"
El viento aulló fuerte como si aquella breve arboleda plantara cara al mayor temporal del otoño; las aves abrieron vuelo, despavoridas frente a la amenaza que pendía, cual espada de Damocles, sobre sus hogares, añadiendo un violento y continuo batido de alas al aberrante aullido. Una multitud de plumas y hojas secas colmó el aire como si de copos en invierno se tratase. El pasto comenzó a inclinarse como si un huracán azotara sus breves hojas de sierra, abriendo paso a la bestia que auguraba su llegada; las insípidas ramas en las copas de los arboles cayeron sobre todas las criaturas circundantes, levantando polvo y desatando caos aun sin haberse presentado.
Esa... esa no era otra cosa que la llamada de la muerte a las puertas de las almas de los allí presentes, clamando por su recompensa. Esa, era la despedida de todo aquel que no fuera lo suficientemente pequeño rápido y mundano, como para ocultarse en algún portal al mundo subterráneo. Esa, no era otra cosa, que la llegada de un dragón.
Aquel escaso, pero no menos infame, grupo de mercenarios se dio la vuelta, para atender asuntos de mayor preponderancia que un ya derrotado elfo mudo; liberándolo de sus ataduras hasta así quedar desarmado a los pies de un árbol, cual cría aprendiendo a gatear. Sus ojos permanecieron velados, y su mente aún no había caído en la cuenta de que tanto peligro estaba corriendo en ese instante; o simplemente este ya había llegado a su límite mucho antes de esta nueva e inminente tribulación
Dos viales, que no tardaron en encontrar su fin junto a unas raíces, unos viejos mitones y un trozo de pan. El contenido de su bolso continuó desparramándose fruto de los sacudones que su portador propinaba sobre él, solo que esta vez no fue solo por el suelo, sino también por la copa de los arboles y, prontamente, la rivera. Todo debido a que la bestia que los acechaba se había hecho con aquel larguirucho que, hasta el momento, parecía llevar la situación bajo control y que ahora, levantose por los aires aguardando un único resultado.
Algunos de sus mas preciadas posesiones permanecían en la seguridad del fondo de la bolsa, siendo de las últimas y mas afectadas por la caída. Un precioso cinturón de cuero claro, tallado y con hebilla de bronce, encontró descanso en la copa del nogal que le protegía y hacia de prisión a partes iguales; su vida y memorias, traquetearon entre las ramas y estallaron en una nube de hojas al dar en seco contra las rocas; pero no fue otra cosa que el frío impacto en la nuca de lo que no era mas que un ajado trozo de pedernal, lo devolvió a la realidad.
Sus captores parecían mas entretenidos en la titánica tarea de cazar a un pez en su propio medio, que en cuidar sus espaldas, y así fue que, aún aturdido por la falta de tiempo para aclimatar sus oídos, intento huir. Sus piernas no respondían lo suficientemente bien como para correr, y sería prontamente alcanzado, antes o después de que el nuevo conflicto fuera resuelto, sea por dos rufianes apestosos, o por la cúspide de la cadena alimenticia. Sea como sea, gateó hasta el otro lado del tronco, buscando así, alguna clase de refugio donde poder pensar, y tal vez con algo de suerte, alcanzar la única carta de salvación a su alcance, su siempre fiel Khopesh.
Siempre acusativo, el iris café del esclavista se desprendió de los restos de su dueño, victima dela cruel corriente del destino, rodo torpemente algunos centímetros hasta dar un suave tope contra el filo del plateado y siempre reluciente acero élfico, el cual reflejaba, cual espejo feroz aquel mar de hojas y tinta en lo alto de los cielos; "...Vincent...", "Vincent...", "...Vincent". Una sola lo cubrió, pero el contenido no cambió. Si los ojos de alguien hubieran visto lo que las sátiras del azar dieron por última mirada a aquel orbe, asegurarían que de poderlo se hubiera inyectado en sangre hasta reventar, pero no fue el caso. "Marrón, gris y rojo"
Hathaldir Sil'tharion
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
El elfo se escondió, con un avanzar torpe y turbado por su pésimo estado. Habría sido insultantemente sencillo retenerlo, o barrarle el paso, si alguien hubiera estado prestando atención a su intento de escape. Por suerte para el magullado muchacho, los bandidos se encontraban más atentos a la bestia que los había atacado.
Una flecha silbó en el aire, y se perdió más allá de la copa de los árboles, y de la figura del reptil alado, que la esquivó con insultante facilidad. El segundo disparo fue más certero, pues el arquero ya no temía dar con su flecha a su antiguo asociado, que yacía en el suelo, esperando ser vengado.
Arygos intentó un giro imposible, pero la saeta se clavó en la parte superior de su muslo. Las escamas lograron atenuar el daño en gran medida, pero aun así, la cabeza metálica del proyectil se hundió media pulgada en su carne. Dispuesta a no dejarle espació a intentar un tercer disparo, se lanzó en picado hacia el bandido, con las zarpas hacia adelante, y las garras, filosas como puñales, ante sí.
El bandido cayó al suelo, empujado por el tremendo peso del leviatán, y el gran impulso de su caída. Las garras se sumergieron en sus hombros por diferentes puntos, atravesando sin dificultad sus atavíos. Las patas se hundieron sobre su torso, aplastando las costillas, que crujieron como ramas secas. El hombre exhaló en un grito ahogado todo el aire de sus pulmones, y no fue capaz de aspirar de nuevo. La sangre le manaba por dentro tan profusamente como por fuera.
El último de los hombres en pie, aun con la daga en mano, se avanzó por detrás hacia el dragón, haciendo gala una vez más de que se trataba del menos privilegiado de entre sus compadres. La dragona lo empujó de un coletazo, estampándolo contra el árbol contra el que, minutos antes, aprisionaba a su víctima. La daga apenas logro cortar superficialmente a la bestia, chirrió contra su piel, rallo feamente sus escamas, y salió volando, cayendo a unos cuantos metros de su dueño.
Arygos se volteó, gruñó con fuerza, agazapada, acorralando al robusto bandido contra el nogal, acechándolo como un gato. Si su presa se movía hacia un costado, ella serpenteaba en esa dirección y le cortaba el paso. Por el rabillo del ojo buscó al elfo en apuros, solo vio su sombra. Suficiente como para saber que, de soltar su magia elemental contra el árbol, corría riesgo de lastimarlo. Por ello, se decantó por la más brutal de sus herramientas. Alargó el cuello hacia adelante, como una cobra, y mordió. Encerró entre sus fauces la cabeza del aterrado grandullón. Este no llegó siquiera a gritar, solo pudo emitir unos gemidos tortuosos. Sus manos se alzaron hacia el rostro de la dragona, arañándola desesperadamente, sin dejar la menor huella de su paso, y cayeron inertes a sus costados. Las piernas dejaron de sostener su peso. El cuerpo pendió de las fauces como una muñeca de trapo, se sacudió como un pez fuera del agua, presa de los últimos estertores de la muerte, y cayó seco sobre el suelo, descabezado. Un escupitajo lanzó la testa sanguinolenta lejos de sus restos, rodó, llenándose de tierra, y se hundió en el río con un chapoteo, para alimentar a los peces.
Arygos abandonó su forma de dragón, y se limpió la sangre de la cara con las manos. — ¿Te encuentras bien?.— Alzó la voz, teñida de una preocupación genuina e inocente. Cojeando, rodeó el árbol, buscando al elfo.
Donde unos instantes antes había estado un terrible leviatán, ahora se hallaba una doncella de baja estatura, con una esponjosa melena blanca que caía desordenada enmarcando su rostro y cubriendo su espada, como un manto de nubes, de esta sobresalían cuatro cuernos curvados hacia atrás, claros como el alabastro. Tenía los labios enrojecidos por la sangre, y los dedos manchados de igual manera. Iba descalza, y no llevaba consigo alhaja alguna. Ataviada con un sencillo vestido negro, con un corte al costado, de su muslo desnudo sobresalía una flecha. Un hilillo rojo se deslizaba lentamente, trazando un sinuoso camino hacia su rodilla. Detrás de sus piernas se podía intuir tímidamente una larga cola escamosa.
Una flecha silbó en el aire, y se perdió más allá de la copa de los árboles, y de la figura del reptil alado, que la esquivó con insultante facilidad. El segundo disparo fue más certero, pues el arquero ya no temía dar con su flecha a su antiguo asociado, que yacía en el suelo, esperando ser vengado.
Arygos intentó un giro imposible, pero la saeta se clavó en la parte superior de su muslo. Las escamas lograron atenuar el daño en gran medida, pero aun así, la cabeza metálica del proyectil se hundió media pulgada en su carne. Dispuesta a no dejarle espació a intentar un tercer disparo, se lanzó en picado hacia el bandido, con las zarpas hacia adelante, y las garras, filosas como puñales, ante sí.
El bandido cayó al suelo, empujado por el tremendo peso del leviatán, y el gran impulso de su caída. Las garras se sumergieron en sus hombros por diferentes puntos, atravesando sin dificultad sus atavíos. Las patas se hundieron sobre su torso, aplastando las costillas, que crujieron como ramas secas. El hombre exhaló en un grito ahogado todo el aire de sus pulmones, y no fue capaz de aspirar de nuevo. La sangre le manaba por dentro tan profusamente como por fuera.
El último de los hombres en pie, aun con la daga en mano, se avanzó por detrás hacia el dragón, haciendo gala una vez más de que se trataba del menos privilegiado de entre sus compadres. La dragona lo empujó de un coletazo, estampándolo contra el árbol contra el que, minutos antes, aprisionaba a su víctima. La daga apenas logro cortar superficialmente a la bestia, chirrió contra su piel, rallo feamente sus escamas, y salió volando, cayendo a unos cuantos metros de su dueño.
Arygos se volteó, gruñó con fuerza, agazapada, acorralando al robusto bandido contra el nogal, acechándolo como un gato. Si su presa se movía hacia un costado, ella serpenteaba en esa dirección y le cortaba el paso. Por el rabillo del ojo buscó al elfo en apuros, solo vio su sombra. Suficiente como para saber que, de soltar su magia elemental contra el árbol, corría riesgo de lastimarlo. Por ello, se decantó por la más brutal de sus herramientas. Alargó el cuello hacia adelante, como una cobra, y mordió. Encerró entre sus fauces la cabeza del aterrado grandullón. Este no llegó siquiera a gritar, solo pudo emitir unos gemidos tortuosos. Sus manos se alzaron hacia el rostro de la dragona, arañándola desesperadamente, sin dejar la menor huella de su paso, y cayeron inertes a sus costados. Las piernas dejaron de sostener su peso. El cuerpo pendió de las fauces como una muñeca de trapo, se sacudió como un pez fuera del agua, presa de los últimos estertores de la muerte, y cayó seco sobre el suelo, descabezado. Un escupitajo lanzó la testa sanguinolenta lejos de sus restos, rodó, llenándose de tierra, y se hundió en el río con un chapoteo, para alimentar a los peces.
Arygos abandonó su forma de dragón, y se limpió la sangre de la cara con las manos. — ¿Te encuentras bien?.— Alzó la voz, teñida de una preocupación genuina e inocente. Cojeando, rodeó el árbol, buscando al elfo.
Donde unos instantes antes había estado un terrible leviatán, ahora se hallaba una doncella de baja estatura, con una esponjosa melena blanca que caía desordenada enmarcando su rostro y cubriendo su espada, como un manto de nubes, de esta sobresalían cuatro cuernos curvados hacia atrás, claros como el alabastro. Tenía los labios enrojecidos por la sangre, y los dedos manchados de igual manera. Iba descalza, y no llevaba consigo alhaja alguna. Ataviada con un sencillo vestido negro, con un corte al costado, de su muslo desnudo sobresalía una flecha. Un hilillo rojo se deslizaba lentamente, trazando un sinuoso camino hacia su rodilla. Detrás de sus piernas se podía intuir tímidamente una larga cola escamosa.
Arygos Valnor
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
"Vincent dice que no debemos...", "... desearía poder hacer mas por...", "... no volveré a pisar una ciudad humana."; Como hojas en el viento, las paginas del diario se arremolinaban en el aire alrededor de la mas reciente de las bestias. Fieles y vehementes espectadores, se bañaron en el abundante salpicar de la dantesca situación que solo un altercado podría generar; poco a poco, los fluidos humedecieron el papel, resquebrajándolo y desvaneciendo parcialmente la tinta que guarnecía sus memorias, y con ello, su pasado, presente y futuro; en definitiva, lo que se desvanecía frente a los ojos ignorantes de los presentes, no era otra cosa, que él mismo.
De alguna manera, el destino había permitido que en tan solo una oportunidad, su vida corriera peligro en mas de una forma, y aunque su mente no le permitía dilucidar la gravedad de la situación, su alma clamaba a gritos por una solución. Fue por ello que en cuanto se vio verdaderamente liberado de sus captores, y la criatura se distrajera con el último de sus captores, correría. Y así fué, corrio... corrió tanto y, por sobre todo, como pudo, buscando alcanzar, probablemente en vano, su espada.
"... acabo de regresar, no hay caza, no hay comida.", "... nto árbol madre ¡Que mel...", "... junto al lago Heimdal" - Como si del mas obtuso de los campesinos mas aterrados del continente se tratase, arrojose torpemente sobre el arma, rebotando de forma tosca sobre las rocas donde yacía el primero de los mercenarios caídos. Su costillar derecho crujió como pocas veces se había odio; escupió un húmedo y sonoro quejido, su nariz y cejas se arrugaron tanto como estas le permitían, sus ojos se vieron enceguecidos por las ya conocidas lagrimas que solo las aflicciones mas intensas pueden fabricar; De alguna manera, pareció ignorar todo lo que acababa de suceder, y levantose de la misma forma en la que llego, haciendo gala de una ordinaria y descoordinada guardia, la única que sus heridas le permitían en esa situación. Sacudió aquel extraño mandoble con su brazo derecho, despojándolo de algunos de los restos del mas largo de los humanos, y partiendo una de sus preciadas paginas en el proceso. Inhalo tanto como su dañada caja torácica le permitió, y mientras se deshacía de todo ese aire con la mayor de las lentitudes, fue recomponiendo su postura, colocando su filo entre la recién llegada, y él.
- ¡No te acerques! - Exclamó tajante, haciendo uso de una injustificada potencia. Su voz, que aunque gozaba de una gravedad inusual para su especie, se presentaba inconstante, rasgada. Parpadeó tantas veces como pudo, tanto para librarse de las lagrimas que lo enceguecían, como para asegurarse de que lo que yacía frente a él no era algún tipo de ilusión de la criatura, o un mero engaño de su mente en sus últimos momentos. Aunque deseaba que toda su atención estuviera colocada en aquella muchacha, lo cierto es que sus ojos no paraban de buscar los restos de su diario, como si de alguna manera, tuviera la certeza de que iba a superar este obstáculo; necesitaba superarlo... lo necesitaba tanto como aquellas condenadas páginas.
De alguna manera, el destino había permitido que en tan solo una oportunidad, su vida corriera peligro en mas de una forma, y aunque su mente no le permitía dilucidar la gravedad de la situación, su alma clamaba a gritos por una solución. Fue por ello que en cuanto se vio verdaderamente liberado de sus captores, y la criatura se distrajera con el último de sus captores, correría. Y así fué, corrio... corrió tanto y, por sobre todo, como pudo, buscando alcanzar, probablemente en vano, su espada.
"... acabo de regresar, no hay caza, no hay comida.", "... nto árbol madre ¡Que mel...", "... junto al lago Heimdal" - Como si del mas obtuso de los campesinos mas aterrados del continente se tratase, arrojose torpemente sobre el arma, rebotando de forma tosca sobre las rocas donde yacía el primero de los mercenarios caídos. Su costillar derecho crujió como pocas veces se había odio; escupió un húmedo y sonoro quejido, su nariz y cejas se arrugaron tanto como estas le permitían, sus ojos se vieron enceguecidos por las ya conocidas lagrimas que solo las aflicciones mas intensas pueden fabricar; De alguna manera, pareció ignorar todo lo que acababa de suceder, y levantose de la misma forma en la que llego, haciendo gala de una ordinaria y descoordinada guardia, la única que sus heridas le permitían en esa situación. Sacudió aquel extraño mandoble con su brazo derecho, despojándolo de algunos de los restos del mas largo de los humanos, y partiendo una de sus preciadas paginas en el proceso. Inhalo tanto como su dañada caja torácica le permitió, y mientras se deshacía de todo ese aire con la mayor de las lentitudes, fue recomponiendo su postura, colocando su filo entre la recién llegada, y él.
- ¡No te acerques! - Exclamó tajante, haciendo uso de una injustificada potencia. Su voz, que aunque gozaba de una gravedad inusual para su especie, se presentaba inconstante, rasgada. Parpadeó tantas veces como pudo, tanto para librarse de las lagrimas que lo enceguecían, como para asegurarse de que lo que yacía frente a él no era algún tipo de ilusión de la criatura, o un mero engaño de su mente en sus últimos momentos. Aunque deseaba que toda su atención estuviera colocada en aquella muchacha, lo cierto es que sus ojos no paraban de buscar los restos de su diario, como si de alguna manera, tuviera la certeza de que iba a superar este obstáculo; necesitaba superarlo... lo necesitaba tanto como aquellas condenadas páginas.
Hathaldir Sil'tharion
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
La compasión y la preocupación se pintaban en el rostro de la dragona con tanta claridad como un manantial, haciendo un potente contraste con la sangre que salpicaba sus facciones, huella de los recientes acontecimientos.
Sus ojos, de un azul hielo, claro y penetrante, seguían el discurrir de las lágrimas sobre el hermoso rostro del elfo. Durante un segundo, Arygos se quedó sin aliento, observando al aterrorizado muchacho. Había una belleza casi cruel en aquella imagen.
El grito la sacó de su ensimismamiento.
—¡No te acerques!
Los pasos de la dragona se detuvieron, como presa de un embrujo, ante la firma orden del elfo. Alzó las manos, son las palmas hacia fuera, en un gesto aprendido, advirtiendo la sangre que manchaba sus dedos. ¡Qué horrible apariencia debo tener! Se percató, limpiando en el vestido negro las manos, y pasándolas, una vez ya limpias, por su rostro, deshaciéndose en gran medida de las acusadoras manchas carmesíes.
—No voy a hacerte daño.— Habló con seguridad, pero en un medido tono, intentando no asustarle aún más.— Vine a ayudarte.— Se explicó, bajando las manos un tanto, sin saber qué hacer con ellas.
Una página, con la tinta emborronada, cayó lentamente hasta posarse sobre sus palmas. Los ojos de la dragona se abrieron mucho, con realización, y se alzaron, contemplando el reguero de papeles y cosas que pendían de las ramas del nogal, y llovían cuando el viento las sacudía con suficiente violencia, para arrastrarse por el suelo.
—Mierda… Lo siento mucho.— Con gran cuidado tomó la hoja, y se acercó a otra que se zarandeaba en una rama baja, intentando librarse de la presa de madera que la retenía. — No quería romper tus cosas…— La dragona le dio el costado. Esperaba que el hombre, aunque iba armado, supiera reconocer la ayuda que le había proporcionado, y, si no se sobreponía al miedo, que por lo menos renunciara a cualquier deseo de atacarla. Esperaba, pero no confiaba en ello, por eso, tampoco le dio la espada.
El papel arrugado, malmetido por el reciente maltrato, tenía una parte del texto que resultaba ilegible.— Creo que puedo arreglarlo.— Musitó dudosa.— Con arcanos… estoy aprendiendo, pero quizás pueda reparar tu libro.— Se ofreció. La culpa por el destino del documento establecía un particular efecto en comparación con la insensibilidad que mostraba por los hombres cuyas vidas había segado. Cojeó hasta el tronco, se agarró de un saliente, y, usando el cuerpo sin cabeza del más robusto de los hombres como escalón, logró alcanzar una cuarta página.
Sus ojos, de un azul hielo, claro y penetrante, seguían el discurrir de las lágrimas sobre el hermoso rostro del elfo. Durante un segundo, Arygos se quedó sin aliento, observando al aterrorizado muchacho. Había una belleza casi cruel en aquella imagen.
El grito la sacó de su ensimismamiento.
—¡No te acerques!
Los pasos de la dragona se detuvieron, como presa de un embrujo, ante la firma orden del elfo. Alzó las manos, son las palmas hacia fuera, en un gesto aprendido, advirtiendo la sangre que manchaba sus dedos. ¡Qué horrible apariencia debo tener! Se percató, limpiando en el vestido negro las manos, y pasándolas, una vez ya limpias, por su rostro, deshaciéndose en gran medida de las acusadoras manchas carmesíes.
—No voy a hacerte daño.— Habló con seguridad, pero en un medido tono, intentando no asustarle aún más.— Vine a ayudarte.— Se explicó, bajando las manos un tanto, sin saber qué hacer con ellas.
Una página, con la tinta emborronada, cayó lentamente hasta posarse sobre sus palmas. Los ojos de la dragona se abrieron mucho, con realización, y se alzaron, contemplando el reguero de papeles y cosas que pendían de las ramas del nogal, y llovían cuando el viento las sacudía con suficiente violencia, para arrastrarse por el suelo.
—Mierda… Lo siento mucho.— Con gran cuidado tomó la hoja, y se acercó a otra que se zarandeaba en una rama baja, intentando librarse de la presa de madera que la retenía. — No quería romper tus cosas…— La dragona le dio el costado. Esperaba que el hombre, aunque iba armado, supiera reconocer la ayuda que le había proporcionado, y, si no se sobreponía al miedo, que por lo menos renunciara a cualquier deseo de atacarla. Esperaba, pero no confiaba en ello, por eso, tampoco le dio la espada.
El papel arrugado, malmetido por el reciente maltrato, tenía una parte del texto que resultaba ilegible.— Creo que puedo arreglarlo.— Musitó dudosa.— Con arcanos… estoy aprendiendo, pero quizás pueda reparar tu libro.— Se ofreció. La culpa por el destino del documento establecía un particular efecto en comparación con la insensibilidad que mostraba por los hombres cuyas vidas había segado. Cojeó hasta el tronco, se agarró de un saliente, y, usando el cuerpo sin cabeza del más robusto de los hombres como escalón, logró alcanzar una cuarta página.
Arygos Valnor
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
La primera cubrió, cual manto, los restos magullados del último de los actores; la tercera se dejó llevar por los matices inefables de la brisa, que junto con la sexta y séptima, terminaron por dar con el rio y su perpetua corriente; la decima aguardó, presa de su indefensa e inútil composición, a que su ingenua y brutal depredadora diera con ella. Una a una, las danzantes hojas del tomo fueron encontrando su destino, algunas con uno mas pronto y definitivo que otras, pero al fin y al cabo, siempre escrito.
De forma casi imperceptible, las manos del espadachín comenzaron a temblar, debilitando aun mas su guardia, fruto del dolor físico, la incertidumbre sufrida por la reciente amenaza que suponía aquella pequeña, pero brutal hechicera, y por sobre todas las cosas, el fatal sino que corría en ese mismo instante la llave de toda su vida reciente y futura. Su inquieta mirada intentó, en vano, mantener el control de cada página a su alcance, mas el torbellino alegórico que yacía sobre él era notoriamente mas impetuoso que el real a su alrededor.
Una mezcla de cabezonería y temor, tomaron el control de él, y aunque no iba a hacer algo estúpido como atacar a un rival evidentemente mas capaz, lo cierto es que no se desharía de su guardia ante las dulces palabras de lo que hasta el momento se presentaba como poco mas que una burda ilusión de fragilidad, solo bastaba aguardar al momento indicado, y para ello necesitaba mas tiempo. Lo que hasta hace unos instantes era poco mas que un altercado violento, ahora parecía tomar la forma de una negociación, y es por ello, que decidió ceder algo de terreno. Bajo los hombros y aflojó el agarre, soltando levemente los dedos con los que atenazaba la empuñadura de su siempre fiel khopesh; de forma suave y controlada, el extremo redondeado de este último fue cediendo hasta prácticamente dar con el suelo; sin duda alguna no se había deshecho de su guardia, y de hecho, recuperarla no sería una inconveniente, mas no era momento para mostrarse amenazante, ni mucho menos indefenso.
- ¿Quién te envía? ¿Eres amiga de Vince? - Escupió las preguntas con la misma inmediatez con la que se deshizo a posteriori de la sangre que teñía sus dientes. Ahora no solo se hallaba atemorizado, sino también confundido. Un sin fin de preguntas se figuraron a su alrededor, ¿Quién lo estaba buscando y para qué?, ¿Cómo sabían que estaba allí?, ¿Por qué había un maldito dragón frente a él, y que clase de burla irónica le hacía verse como una niña?, aunque sin duda alguna, la mas ruidosa de todas era: ¿Por qué ese interés tan repentino sobre los restos magullados de su diario? Esta última le generó un profuso escalofrío, uno que lo llevo a tomar la imprudencia de dar un paso al frente, adelantando la diestra como quien busca detener a alguien a toda costa, mas quien lo hizo a medio gesto fue él, pues aunque le era difícil, sabía que aún no era el momento para alarmar a la bestia. - No tengo nada de valor...- Exclamó con apuro, una parte por instinto, la otra simplemente intentó distraerla de su tarea. - ... mira, no sé quienes eran, ni qué querían, por lo que no puedo ayudarte con ningún tipo de conocimiento, si es que eso es lo que buscas. Solo soy un viajero y no tengo mucho mas que algunas cuantas monedas, si lo que buscas es una recompensa, puedes quedártelas. - Devolvió la mano a su cinto recorriéndolo y palpándolo con repetida y notoria amplitud, mucha mas de la esperada, si bien su mirada no se despegó de la aparente doncella en ningún momento, lo cierto es que en su gestualidad podía observarse la impaciencia de quien busca y no encuentra.
Un día caminas por el bosque buscando algo de madera con la que hacer fuego y de un momento al otro llegan unos bandidos, te apalean e interrogan, y cuando crees que todo esta por acabarse, un maldito dragón decide usarlos como juguete y tentempié, y nuevamente, cuando crees que has tocado fondo, te das cuenta que el saco donde guardabas tus ultimas monedas tiene un agujero y ya no queda mas nada. Sin dudas, ni reproches, Hathaldir estaba teniendo un día excepcional.
De forma casi imperceptible, las manos del espadachín comenzaron a temblar, debilitando aun mas su guardia, fruto del dolor físico, la incertidumbre sufrida por la reciente amenaza que suponía aquella pequeña, pero brutal hechicera, y por sobre todas las cosas, el fatal sino que corría en ese mismo instante la llave de toda su vida reciente y futura. Su inquieta mirada intentó, en vano, mantener el control de cada página a su alcance, mas el torbellino alegórico que yacía sobre él era notoriamente mas impetuoso que el real a su alrededor.
Una mezcla de cabezonería y temor, tomaron el control de él, y aunque no iba a hacer algo estúpido como atacar a un rival evidentemente mas capaz, lo cierto es que no se desharía de su guardia ante las dulces palabras de lo que hasta el momento se presentaba como poco mas que una burda ilusión de fragilidad, solo bastaba aguardar al momento indicado, y para ello necesitaba mas tiempo. Lo que hasta hace unos instantes era poco mas que un altercado violento, ahora parecía tomar la forma de una negociación, y es por ello, que decidió ceder algo de terreno. Bajo los hombros y aflojó el agarre, soltando levemente los dedos con los que atenazaba la empuñadura de su siempre fiel khopesh; de forma suave y controlada, el extremo redondeado de este último fue cediendo hasta prácticamente dar con el suelo; sin duda alguna no se había deshecho de su guardia, y de hecho, recuperarla no sería una inconveniente, mas no era momento para mostrarse amenazante, ni mucho menos indefenso.
- ¿Quién te envía? ¿Eres amiga de Vince? - Escupió las preguntas con la misma inmediatez con la que se deshizo a posteriori de la sangre que teñía sus dientes. Ahora no solo se hallaba atemorizado, sino también confundido. Un sin fin de preguntas se figuraron a su alrededor, ¿Quién lo estaba buscando y para qué?, ¿Cómo sabían que estaba allí?, ¿Por qué había un maldito dragón frente a él, y que clase de burla irónica le hacía verse como una niña?, aunque sin duda alguna, la mas ruidosa de todas era: ¿Por qué ese interés tan repentino sobre los restos magullados de su diario? Esta última le generó un profuso escalofrío, uno que lo llevo a tomar la imprudencia de dar un paso al frente, adelantando la diestra como quien busca detener a alguien a toda costa, mas quien lo hizo a medio gesto fue él, pues aunque le era difícil, sabía que aún no era el momento para alarmar a la bestia. - No tengo nada de valor...- Exclamó con apuro, una parte por instinto, la otra simplemente intentó distraerla de su tarea. - ... mira, no sé quienes eran, ni qué querían, por lo que no puedo ayudarte con ningún tipo de conocimiento, si es que eso es lo que buscas. Solo soy un viajero y no tengo mucho mas que algunas cuantas monedas, si lo que buscas es una recompensa, puedes quedártelas. - Devolvió la mano a su cinto recorriéndolo y palpándolo con repetida y notoria amplitud, mucha mas de la esperada, si bien su mirada no se despegó de la aparente doncella en ningún momento, lo cierto es que en su gestualidad podía observarse la impaciencia de quien busca y no encuentra.
Un día caminas por el bosque buscando algo de madera con la que hacer fuego y de un momento al otro llegan unos bandidos, te apalean e interrogan, y cuando crees que todo esta por acabarse, un maldito dragón decide usarlos como juguete y tentempié, y nuevamente, cuando crees que has tocado fondo, te das cuenta que el saco donde guardabas tus ultimas monedas tiene un agujero y ya no queda mas nada. Sin dudas, ni reproches, Hathaldir estaba teniendo un día excepcional.
Hathaldir Sil'tharion
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Re: Tinta de otoño. [Privado]
Sin dejar de hacer acopio de las maltrechas páginas, la dragona le observaba de reojo. En sus movimientos entraban en conflicto la precaución de un animal alerta, que nunca pierde de vista un potencial peligro, con los intentos de un ser civilizado de tranquilizar a otro, e intentar mostrarse inofensivo.
— ¿Quién te envía? ¿Eres amiga de Vince? - Arygos ladeó la cabeza, desconcertada.— No conozco a ningún Vince, lo siento. ¿Es un amigo tuyo? ¿Necesitas ayuda para encontrarlo?.— La joven miró a su alrededor, buscando algún otro viajero herido, o cadáver que pudiesen darle pistas de ese ese tal Vince. El vaivén de su testa hacía balancearse graciosamente los bucles blancos sobre sus hombros. La melena blanca se deslizaba, alborotada pero sedosa, sobre su piel pecosa, y permitía atisbar durante breves momentos la horrible y vieja quemadura que manchaba uno de ellos.
— No tengo nada de valor...— Los celestinos ojos de la muchacha, claros como el hielo, pasearon del elfo a la pila, creciente de papeles en sus manos.— ¿Pero esto no es valioso para ti?… — Si no era importante para el sujeto, quizás no valía la pena recolectar y recomponer el manuscrito, pero de alguna forma, algo la compungía cuando veía el estropicio en el que se había convertido aquel tomo.
— ... Mira, no sé quiénes eran, ni qué querían, por lo que no puedo ayudarte con ningún tipo de conocimiento, si es que eso es lo que buscas. Solo soy un viajero y no tengo mucho más que algunas cuantas monedas, si lo que buscas es una recompensa, puedes quedártelas. — Aquel último gesto hizo que la losa de la comprensión golpease violentamente a la muchacha. Sus delicadas facciones se contrajeron en una mueca de tristeza y compasión. Un suspiro largo escapó de entre los labios, rojos de sangre, de la joven, y sus parpados cayeron hasta casi cerrarse por completo.
—No te quiero robar.-Aseveró, espiándolo tras la espesa cortina de sus pestañas.— Ni herir, ni interrogar, ni… lo que sea que quisieran hacer estos. -Su pie golpeó debajo de sí, un par de veces, señalando el cadáver que aún usaba como escalón para encaramarse al árbol.
—No necesito Aeros tampoco, si te los han quitado, deben de tenerlos los cuerpos. Solo intentaba ayudar.— Su voz se fue debilitando, y termino en un hilillo lastimero. Frunció los labios e inspiró profundamente.— No te haré nada, ... mira.— Se concentró un segundo, y los cuernos desaparecieron, y con ellos la cola, y cualquier otro rasgo de su sangre draconiana. - Asi soy tan blandita e inofensiva como tu.
Su equilibrio salió perdiendo, se balanceó, y estiró el brazo, para engancharse con las uñas de la corteza. Con un crack se desprendió, y la muchacha cayó de culo en el pasto, con las rodillas arqueadas sobre las piernas del bandido, y las páginas del diario del elfo apretado protectoramente contra el pecho para que no salieran volando de vuelta.
Arygos siseó y miró hacia su muslo, donde la saeta aún emergía dolorosamente de la carne blanca.
— ¿Quién te envía? ¿Eres amiga de Vince? - Arygos ladeó la cabeza, desconcertada.— No conozco a ningún Vince, lo siento. ¿Es un amigo tuyo? ¿Necesitas ayuda para encontrarlo?.— La joven miró a su alrededor, buscando algún otro viajero herido, o cadáver que pudiesen darle pistas de ese ese tal Vince. El vaivén de su testa hacía balancearse graciosamente los bucles blancos sobre sus hombros. La melena blanca se deslizaba, alborotada pero sedosa, sobre su piel pecosa, y permitía atisbar durante breves momentos la horrible y vieja quemadura que manchaba uno de ellos.
— No tengo nada de valor...— Los celestinos ojos de la muchacha, claros como el hielo, pasearon del elfo a la pila, creciente de papeles en sus manos.— ¿Pero esto no es valioso para ti?… — Si no era importante para el sujeto, quizás no valía la pena recolectar y recomponer el manuscrito, pero de alguna forma, algo la compungía cuando veía el estropicio en el que se había convertido aquel tomo.
— ... Mira, no sé quiénes eran, ni qué querían, por lo que no puedo ayudarte con ningún tipo de conocimiento, si es que eso es lo que buscas. Solo soy un viajero y no tengo mucho más que algunas cuantas monedas, si lo que buscas es una recompensa, puedes quedártelas. — Aquel último gesto hizo que la losa de la comprensión golpease violentamente a la muchacha. Sus delicadas facciones se contrajeron en una mueca de tristeza y compasión. Un suspiro largo escapó de entre los labios, rojos de sangre, de la joven, y sus parpados cayeron hasta casi cerrarse por completo.
—No te quiero robar.-Aseveró, espiándolo tras la espesa cortina de sus pestañas.— Ni herir, ni interrogar, ni… lo que sea que quisieran hacer estos. -Su pie golpeó debajo de sí, un par de veces, señalando el cadáver que aún usaba como escalón para encaramarse al árbol.
—No necesito Aeros tampoco, si te los han quitado, deben de tenerlos los cuerpos. Solo intentaba ayudar.— Su voz se fue debilitando, y termino en un hilillo lastimero. Frunció los labios e inspiró profundamente.— No te haré nada, ... mira.— Se concentró un segundo, y los cuernos desaparecieron, y con ellos la cola, y cualquier otro rasgo de su sangre draconiana. - Asi soy tan blandita e inofensiva como tu.
Su equilibrio salió perdiendo, se balanceó, y estiró el brazo, para engancharse con las uñas de la corteza. Con un crack se desprendió, y la muchacha cayó de culo en el pasto, con las rodillas arqueadas sobre las piernas del bandido, y las páginas del diario del elfo apretado protectoramente contra el pecho para que no salieran volando de vuelta.
Arygos siseó y miró hacia su muslo, donde la saeta aún emergía dolorosamente de la carne blanca.
Arygos Valnor
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