Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
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Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
Moritz apareció de la nada cojeando con su parsimonia habitual entre los muros no muy altos que indicaba la entrada al pueblo.
Igor apenas se inmutó al entender quién se acercaba y su figura se movió lo mínimo posible mientras lo veía acercarse, tan solo la sombra de su cuerpo lo seguía de manera apesadumbrada. Cuando por fin alcanzó el lugar exacto donde su compañero lo esperaba, ambos hombres se saludaron con un leve alzamiento de ambas cabezas y tras unos segundos en silencio, Moritz se animó a pronunciar palabra.
-Nada nuevo, espero- dijo el hombre con la carraspera típica de alguien que ha ocupado la mayor parte del día a mojar su garganta a base de ginebra de almendra.
-Nada nuevo, gracias a Imbar- Contesto Igor, cruzando sus brazos y echándose al lado, dejando espacio a su nuevo acompañante para que reposase su cuerpo en el muro bajo donde el mismo se mantenía sentado.
-Esperamos, entonces- dijo Moritz en un intento de captar la conversación de Igor un rato más.
-Siempre esperamos. Y preferimos esperar a simplemente no hacerlo. Creo que ambos sabemos, entre otras muchas cosas, que es inútil cuestionarlo. Lord Aurin no lo hubiese querido así.
Moritz asintió con un gesto de Alivio camuflado en un suspiro.
-A veces me pregunto por qué nos molestamos- dijo comenzando su frase en un tono normal, pero acabándola en un leve susurro- Digo… si no es que vaya a cambiar el futuro. Estamos aquí, y aquí estuvimos ayer. Y posiblemente lo mismo pasará mañana…
Igor lo miro con una sorpresa poco habitual en su cara.
-¿Y acaso eso no te proporciona paz?- dijo alarmado- Imagínate si no estuviesemos esperando aquí mañana… O pasado. Aghh… Moritz a veces me pregunto si piensas lo que dices.
Un denso silencio se apoderó entonces del espacio entre ambos hombres, quienes mantuvieron un semblante fijo en la nada mientras custodiaban la entrada al pueblo.
-Pero mañana es el festival de la cereza- dijo de nuevo Moritz, rompiendo el silencio.
-Ayeee- añadió Igor, coincidiendo
-Y eso solo pasa una vez al año. Una única oportunidad de… Bueno ya sabes.
-Shhhhh- Igor se removió en su asiento, mandando callar a su amigo con los ojos desenfocados y mirando a su alrededor, asegurándose de que nadie los hubiese oído- ¿Te has vuelto loco? El festival será mañana. Y Lord Aurin se asegurará de que seguimos aquí al día siguiente. Y pasado volveremos a la tranquilidad de lo conocido.
-¿Eso esperas?- dijo Moritz cruzando sus brazos y mirando a su compañero.
-Eso espero- Igor lo miro con gesto receloso- Y tú harás lo mismo.Porque es lo que necesitamos hacer..
Ambos hombres se mantuvieron en silencio un par de minutos más, ambos mirando la noche abierta sobre ellos. Ambos lo suficientemente sumidos en la nada como para ser interrumpidos y cuando el reloj dio de manera exacta la media noche, ni un Segundo más ni uno menos, Igor se puso en pie y volvió a dirigirle una mirada a su amigo.
-Nos vemos mañana- dijo con una sonrisa.
-Aquí te espero- añadió Moritz, resignado.
La noche cerrada había tomado a Caoimhe por sorpresa. A la vampiresa a veces se le olvidaba la dificultad para vivir de manera normalizada cuando su esencia tan solo la dejaba habitar la noche. En cualquier otra circunstancia hubiese quizás planeado mejor su viaje de vuelta desde Sacrestic. Cualquier posada la hubiese atendido durante el día con las comodidades mismas que pudiese pagar. Pero había perdido a media Luna hacía exactamente dos semanas. Y aún no se habituaba a su nuevo caballo: Demasiado rápido para permitirse el lujo de llegar de manera tarde a cualquier cita o encuentro. Y llegar demasiado pronto siempre denotaba una necesidad que ella no profesaba.
Pudiese ser, por lo tanto, que tuviese aquella noche libre. O al menos lo que quedaba de la misma. Podría, por supuesto, volver a sacrestic y envolverse del ambiente calmado que precede a una tormenta. Pero el estado de semi ebullición de la capital no le convenía teniendo en cuenta que ella misma aún estaba cauta sobre los movimientos que se habían encadenado en el norte.
Decidió, por lo tanto, explorar los alrededores de las tierras antes habitadas por vampiros. Creía recordar haber leído algo acerca de un festival en particular… Avant upon Avon‘’ se dijo a sí misma.
Pero no era la fascinación por aquella fruta lo que había llamado la atención de la chica con respecto a aquella localidad. Estaba segura de que en una de sus noches en vela entre libros con Magnum habían discutido la posición estratégica de aquella localidad antes de la Guerra de Lunargenta. Y como, de la noche a la mañana, el pueblo se había rendido a las habilidades humanas y cedido la ciudad sin oponer resistencia.
Por supuesto, los humanos habían tomado aquello como un gesto de debilidad vampiro. ‘Incluso ellos mismos saben que no son merecedores de sus tierras’ y según lo que había leído en ‘Aerandir: Éter, poder y sangre’, a pesar de aquella hazaña única,
por algún motivo en particular había dejado de oírse acerca de como el pueblo humano había aprovechado aquella rendición sin lucha y explotado desde entonces todo lo que habían tomado de los vampiros.
A Caoimhe le interesaba entender las costumbres humanas más allá de Lunargenta, y descubrir cuanta verdad había en aquello de que no quedo trazos de vampiros en la ciudad entregada por temor.
No tenía más nada que hacer con su tiempo, al fin y al cabo.
Moscatel giró su caminar bajo el movimiento de las bridas. Y Caoimhe se convirtió en poco más que una sombra que de manera paulatina se acercaba a la entrada en calma de Avant upon Avon.
Moritz se frotó los ojos ante la visión inicial de la chica. Realizo la acción varias veces antes de entender que no era un fantasma aquello que veía… sino alguien real.
Abrió mucho los ojos y miro a ambos lados sin saber muy bien qué hacer. Para cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde… la inercia del momento lo había hecho actuar acercándose a la mujer montada en el caballo.
Él la miró con el gesto algo asustado.
Había dejado de esperar.
Igor apenas se inmutó al entender quién se acercaba y su figura se movió lo mínimo posible mientras lo veía acercarse, tan solo la sombra de su cuerpo lo seguía de manera apesadumbrada. Cuando por fin alcanzó el lugar exacto donde su compañero lo esperaba, ambos hombres se saludaron con un leve alzamiento de ambas cabezas y tras unos segundos en silencio, Moritz se animó a pronunciar palabra.
-Nada nuevo, espero- dijo el hombre con la carraspera típica de alguien que ha ocupado la mayor parte del día a mojar su garganta a base de ginebra de almendra.
-Nada nuevo, gracias a Imbar- Contesto Igor, cruzando sus brazos y echándose al lado, dejando espacio a su nuevo acompañante para que reposase su cuerpo en el muro bajo donde el mismo se mantenía sentado.
-Esperamos, entonces- dijo Moritz en un intento de captar la conversación de Igor un rato más.
-Siempre esperamos. Y preferimos esperar a simplemente no hacerlo. Creo que ambos sabemos, entre otras muchas cosas, que es inútil cuestionarlo. Lord Aurin no lo hubiese querido así.
Moritz asintió con un gesto de Alivio camuflado en un suspiro.
-A veces me pregunto por qué nos molestamos- dijo comenzando su frase en un tono normal, pero acabándola en un leve susurro- Digo… si no es que vaya a cambiar el futuro. Estamos aquí, y aquí estuvimos ayer. Y posiblemente lo mismo pasará mañana…
Igor lo miro con una sorpresa poco habitual en su cara.
-¿Y acaso eso no te proporciona paz?- dijo alarmado- Imagínate si no estuviesemos esperando aquí mañana… O pasado. Aghh… Moritz a veces me pregunto si piensas lo que dices.
Un denso silencio se apoderó entonces del espacio entre ambos hombres, quienes mantuvieron un semblante fijo en la nada mientras custodiaban la entrada al pueblo.
-Pero mañana es el festival de la cereza- dijo de nuevo Moritz, rompiendo el silencio.
-Ayeee- añadió Igor, coincidiendo
-Y eso solo pasa una vez al año. Una única oportunidad de… Bueno ya sabes.
-Shhhhh- Igor se removió en su asiento, mandando callar a su amigo con los ojos desenfocados y mirando a su alrededor, asegurándose de que nadie los hubiese oído- ¿Te has vuelto loco? El festival será mañana. Y Lord Aurin se asegurará de que seguimos aquí al día siguiente. Y pasado volveremos a la tranquilidad de lo conocido.
-¿Eso esperas?- dijo Moritz cruzando sus brazos y mirando a su compañero.
-Eso espero- Igor lo miro con gesto receloso- Y tú harás lo mismo.Porque es lo que necesitamos hacer..
Ambos hombres se mantuvieron en silencio un par de minutos más, ambos mirando la noche abierta sobre ellos. Ambos lo suficientemente sumidos en la nada como para ser interrumpidos y cuando el reloj dio de manera exacta la media noche, ni un Segundo más ni uno menos, Igor se puso en pie y volvió a dirigirle una mirada a su amigo.
-Nos vemos mañana- dijo con una sonrisa.
-Aquí te espero- añadió Moritz, resignado.
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La noche cerrada había tomado a Caoimhe por sorpresa. A la vampiresa a veces se le olvidaba la dificultad para vivir de manera normalizada cuando su esencia tan solo la dejaba habitar la noche. En cualquier otra circunstancia hubiese quizás planeado mejor su viaje de vuelta desde Sacrestic. Cualquier posada la hubiese atendido durante el día con las comodidades mismas que pudiese pagar. Pero había perdido a media Luna hacía exactamente dos semanas. Y aún no se habituaba a su nuevo caballo: Demasiado rápido para permitirse el lujo de llegar de manera tarde a cualquier cita o encuentro. Y llegar demasiado pronto siempre denotaba una necesidad que ella no profesaba.
Pudiese ser, por lo tanto, que tuviese aquella noche libre. O al menos lo que quedaba de la misma. Podría, por supuesto, volver a sacrestic y envolverse del ambiente calmado que precede a una tormenta. Pero el estado de semi ebullición de la capital no le convenía teniendo en cuenta que ella misma aún estaba cauta sobre los movimientos que se habían encadenado en el norte.
Decidió, por lo tanto, explorar los alrededores de las tierras antes habitadas por vampiros. Creía recordar haber leído algo acerca de un festival en particular… Avant upon Avon‘’ se dijo a sí misma.
Pero no era la fascinación por aquella fruta lo que había llamado la atención de la chica con respecto a aquella localidad. Estaba segura de que en una de sus noches en vela entre libros con Magnum habían discutido la posición estratégica de aquella localidad antes de la Guerra de Lunargenta. Y como, de la noche a la mañana, el pueblo se había rendido a las habilidades humanas y cedido la ciudad sin oponer resistencia.
Por supuesto, los humanos habían tomado aquello como un gesto de debilidad vampiro. ‘Incluso ellos mismos saben que no son merecedores de sus tierras’ y según lo que había leído en ‘Aerandir: Éter, poder y sangre’, a pesar de aquella hazaña única,
por algún motivo en particular había dejado de oírse acerca de como el pueblo humano había aprovechado aquella rendición sin lucha y explotado desde entonces todo lo que habían tomado de los vampiros.
A Caoimhe le interesaba entender las costumbres humanas más allá de Lunargenta, y descubrir cuanta verdad había en aquello de que no quedo trazos de vampiros en la ciudad entregada por temor.
No tenía más nada que hacer con su tiempo, al fin y al cabo.
Moscatel giró su caminar bajo el movimiento de las bridas. Y Caoimhe se convirtió en poco más que una sombra que de manera paulatina se acercaba a la entrada en calma de Avant upon Avon.
Moritz se frotó los ojos ante la visión inicial de la chica. Realizo la acción varias veces antes de entender que no era un fantasma aquello que veía… sino alguien real.
Abrió mucho los ojos y miro a ambos lados sin saber muy bien qué hacer. Para cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde… la inercia del momento lo había hecho actuar acercándose a la mujer montada en el caballo.
Él la miró con el gesto algo asustado.
Había dejado de esperar.
Caoimhe
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Re: Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
Desperté del primer sueño en la posada antes de lo que solía, por lo que estimé que, según mi reloj interno, eran las diez y media en vez de las once de la noche. Me quité las mantas de encima y salí de la cama para volver a ponerme las botas, los pantalones y el jubón. No notaba demasiado el frío del invierno, porque aunque la sala de dormir estaría vacía de no ser por mí —parecía el único huésped— pude taparme con todas las mantas que necesité. Y tenía todo el colchón para mí solo.
Reparé en lo desacostumbrado que estaba a esta situación y me sentí como debería sentirse un noble de alta alcurnia, esos que podían permitirse el privilegio de no compartir su lecho, aunque, dicho sea de paso, tampoco era para tanto. Todas y cada una de las posadas tenían, como habitación para dormir, una estancia y unos colchones comunales que compartías con extraños en tu misma situación. Si tuviese que contar las veces en mi vida que dormí solo, al menos bajo techo, me bastarían los dedos de una mano y me sobrarían unos cuantos: en casa, de niño, todos dormíamos en la misma habitación, por el simple hecho de que no teníamos más, y cuando me reclutaron, lo hacía con el resto de soldados, donde te acostumbran a dormir en cualquier sitio, momento y situación, ya que nunca sabes cuándo será la próxima vez que lo vas a hacer. Aprendes que la gente tiene una personalidad al dormir, y puede ser diferente a la de la vigilia: los hay que no paran de moverse y parece que los está asfixiando una mano invisible mandada por los dioses de abajo, aunque sean mosquitas muertas durante todo el día; los que huelen a río de Lunargenta en pleno verano, tienen costra por la cintura y pescuezo, el pelo con el tacto de las ortigas cuando no aguantas la respiración y que dejaban misteriosas manchas marrones allá donde se sentaban; o los que tienen grandes conversaciones con los fantasmas de la almohada. También te cruzabas con esos a los que tenías que mandar a dormir al establo con los mozos de cuadra porque acaparaban todas las mantas o no dejaban al resto en dormir en paz. La gente que se queja de los ronquidos de los demás, por muy atroces que sean, no sabe lo molesto que es el silencio hasta que lo experimenta.
Me vestí y salí al pasillo de la posada, en dirección a la puerta de la calle, pero antes me desvié hasta la cocina para buscar algo que comer mientras daba una vuelta. Todo estaba en silencio y solo vi a dos allí, en su primer sueño. Eran los suspicaces dueños del local, que me habían atendido al llegar. Un hombre y una mujer mayores, de unos cincuenta años, que dormían acurrucados en el suelo, cerca del hogar, con el fuego lo suficiente vivo como para mantenerlos calientes sin chamuscarles la piel. En breves, se despertarían para continuar con sus quehaceres o charlar un rato. Anduve rebuscando entre los platos, con cuidado de no despertarles antes de la hora, porque, además, me habían dado una cena pasable, y si hay alguien en este mundo con quien no conviene llevarte mal es con la persona que te pone la comida en la mesa. Si eres amable con ellos, es posible que te premien con una ración más grande (o no te penalicen con salsa de flema). Poco había, después de todo, y me conformé con un poco de pan aún blando, porque dar de comer a un huésped tampoco es como alimentar a un regimiento, y menos en una posada con una afluencia de visitantes que rondaría dos cada veinte años. Con suerte.
Salí a la calle embozado con la capa, caminando bajo los soportales para evitar la relente siempre que podía. De vez en cuando, la luna asomaba entre las densas nubes del invierno del occidente, y su luz se filtraba entre los espacios vacíos de las ramas semidesnudas. Tal parecía, si pudiera ser, que aquel era el indicador que los dioses de arriba ponían a los árboles para mudar su ramaje; la luna tenía forma de cuchilla de hoja curva, redondeada, plana a simple vista, clara por la parte convexa, negra por el interior, similar a una hoz de nácar y ébano sin mango, pero que prometía un buen tajo a cualquier planta, o cualquier carne; pero no a las nubes de esta noche, que daban la impresión de ser más densas de lo que podía cortar.
Caminé un buen trecho por la calle, sin ver a nadie, hasta que escuché el bullicio de los corchetes nocturnos al doblar la esquina. Me asomé y vi sus siluetas recortadas por la luz, de espalda a las hogueras, que mantenían tenues con buen criterio. Al no tener otro tipo de iluminación, como sí solía haber en las villas o las capitales, debían recurrir a las hogueras, y el fuego es un elemento hipnótico que te invita a mirarlo directamente hasta quedar deslumbrado e incapaz de ver nada diferente a manchurrones parpadeantes en la nada. Una manera de no perder la visión nocturna era mantenerlo rojo —pero no vivo— en pequeños grupos, sin la hoguera en tu línea de visión. Había otras, como taparlo con el ala del sombrero o, como solíamos hacer en nuestras guardias nocturnas en el ejército, adaptar un ojo a la oscuridad, cubriéndolo con un parche, cuando estabas a la luz y usar el otro. Estos guardias estaban tranquilos y no parecían tener la intención de moverse, porque lejos del fuego hacía frío y ya quedaba poco tiempo para que volviera a haber ajetreo por las calles, así que decidí no acercarme a ellos hasta que no hubiese más afluencia. La autoridad y los forasteros sienten una atracción asimétrica muy fuerte y en un pueblo como este, donde era raro que hubiera extranjeros y la desconfianza con el desconocido era la norma. De no haber habido sitio en la posada, dudaba mucho de que ninguna familia caricativa hubiese cumplido con los derechos de hospitalidad para compartir el extremo de la cama.
Cuando llegué a este pueblo me pararon en la puerta y me cachearon, pero lo cierto es que no tenía queja. Desde mi punto de vista como antiguo guardia militar, de ser yo el responsable de esta o coordinador del personal que registrare las entradas y salidas de la ciudad, hubiera actuado de la misma manera. Que hagas una cosa u otra depende del nivel de Alerta Temprana (NivelAlfa), que indica el grado de preparación y disponibilidad de las fuerzas militares o del orden civil para responder a amenazas de seguridad; pero, por lo general, un mínimo de dos guardias verifica la identificación del personal civil o militar y autoriza el acceso o la salida, levantando las barreras físicas, sobre todo en vista a caballos o coches y diligencias, que también son objeto de registro y verificación. Todo ello (nombre, descripción, hora de entrada/salida, otros datos…) se apunta en libros mayores con páginas numeradas que posteriormente se archivan a la espera de usos administrativos. Uno de ellos es inscribirte en un censo temporal de la población, similar al censo que registra el número de habitantes, con nombres de los mismos, ocupaciones y propiedades (que actualizan catastros, libros de cuentas o registros para recaudación de impuestos). La inspección con perros fue algo más brusca de lo normal: uno se dedicó a olisquearme de arriba abajo dos veces, porque la primera no llegó a agradar al corchete al mando, que por poco me niega la entrada al pueblo, alegando que no estaba claro que no fuera un vampiro, porque el sol ya estaba poniéndose. Al final, pude entrar, porque descubrió mi tatuaje de la Unidad LXXXVII de Justicia Militar, y le gustó que fuera un veterano con cicatrices. Aunque, por alguna razón, me dio la sensación de que, al sacarlo de su rutina habitual, no lo tenía demasiado contento.
Pagué el portazgo y entré a la ciudad —fue el único peaje que tuve que abonar, ya que no tenía materiales para comerciar— y me acompañó a la posada, que yo sospecho fue el motivo por el que me permitieron quedarme —y para tenerme controlado— y me habló del adiestramiento específico de estos perros para detectar vampiros: el que estos tengan una dieta exclusiva de sangre hace que su metabolismo sea diferente al nuestro y produzcan olores distintivos que excretan a través de la piel, el sudor y el aliento. ¿Nunca sangraste por la boca? Ese sabor metálico, a cobre, se debe a su alto contenido el hierro —como me había explicado en su momento cierto doctorando en Medicina de la Universidad de Baslodia— que ellos detectan con su sentido del olfato, que supera con mucho al de los humanos.
Luego me habló del pueblo, que se llama Avant Upon Avon. Me gustó. Ocupa una pequeña región en el oeste, en medio de unas tierras deshabitadas rodeadas de bosque salvaje que, poco a poco, estaba retrocediendo para dejar paso al progreso y la civilización. Antes de ir a la posada, me enseñó rápidamente las murallas, donde pude ver el trayecto que hice para llegar a la puerta de entrada, a través de los campos de cultivo. Me pareció muy pequeño en comparación con los pueblos y ciudades de Verisar, en los que los campos de cultivo extramuros se extienden casi hasta donde alcanza la vista; aquí, menos, y aunque no divisaba todo el contorno y estaba oscureciendo, me podía hacer una idea. Calculé a ojo la extensión del terreno disponible dedicado al cultivo y deduje que habría unas 1.500 hectáreas. Luego, sabiendo que una familia de cinco personas puede trabajar de media unas 12,5 hectáreas de terreno, unos 1,25 km2, tocarían a 2,5 ha por persona. Si se divide el número de hectáreas por las hectáreas por persona, el número que obtendrías sería seiscientos. Ahí estaba el número de habitantes que yo suponía tenía el lugar; sometidos a variaciones, con niños, mujeres, ancianos… de todas maneras, me valía. Bastante pequeño, sí.
La mayor parte de las tierras estaban en barbecho —esta era la época del año que se dedicaba a la recuperación de sus propiedades, para que no enfermase y estuviera dispuesta cuando llegase la primavera—, pero había una pequeña parte en la que medraba el trigo y el centeno que habían plantado en el otoño, cuando el suelo no estaba congelado aún. Vi que hacían acopio de combustible con el que calentarse y mantener activos los hornos y las fraguas, y eso significaba que tenían intención de hacer crecer el pueblo en la región para así lograr que apareciese en los mapas como un punto fijo. La madera la usarían para crear vigas sobre las que edificar casas, construir barcos, herramientas y utiles de trabajo, y armas (escudos, arcos o las vilipendiadas ballestas). Esto no me hubiera llamado la atención per se, porque es lo que sucede en todos los sitios: llegan los hombres, se asientan y se expanden; pero lo que sí resultaba extraño es que lo hiciesen en esta región de vampiros, a no demasiados días de viaje de Sacrestic Ville, después del conflicto con Lunargenta, que aún se mantenía como un recuerdo extraordinariamente intenso tanto en la mente como en el panorama político de Verisar.
Mientras pensaba en todo esto, llegué a un patio de pavimento empedrado en una plaza circular rodeada de árboles que me protegían de la helada. Me acerqué a la bomba de agua y accioné la palanca para echar un trago, el pan me había dejado la boca seca y pastosa. El agua salió por el tubo, fría como el hielo, y me lavé la cara para espabilarme. Contemplé el panorama sentado en uno de los bancos que había allí mientras me limpiaba las migas que se me habían quedado entre los dientes con una biznaga que arranqué de la hierba. Cerca vi el pozo, sellado con barrotes; solo lo podría abrir el alguacil de la ciudad cuando era de día; tal era la precaución que el pueblo se tomaba para con los vampiros que ni el acceso al agua del pozo era libre, salvo que se usara la fuente.
Me pareció una situación insostenible a largo plazo si los gobiernos de Lunargenta y la Autoridad Nacional Vampírica —cuya autoridad es demasiado endeble por sí sola—, que era la organización administrativa autónoma que intentaba gobernar Sacrestic Ville tras el vacío de poder que se había generado tras el conflicto, no se ponían de acuerdo. Pero, en el fondo, aunque no dudo del propósito real de Lunargenta, no veo otra opción que la devolución de las tierras colonizadas a Sacrestic previo pacto. Ambos tenían mucho que perder si el conflicto se mantenía en esta línea; la colonización del oeste iba a ser costosa, tanto en medios como el vidas, porque no había un asentamiento real de humanos cerca, y mover los medios desde Verisar iba a costar más dinero del que entraba en las arcas del rey y del que sacarían por mantener las colonias. Subir los impuestos a una población ya sobreexplotada por la burguesía y la nobleza aumentaría el riesgo de hacer arder las calles en la península. Y en el caso de las tribus de vampiros, se dedicarían a competir entre sí, generando una masa considerable de refugiados, saqueos y de señores de la guerra que convertiría el país en un erial.
El Trono de Lunargenta debería reconocer a la ANV como organismo oficial de Sacrestic Ville e interlocutor válido con el que negociar y llevar a cabo juramentos de ratificación de alianzas, prohibiendo represalias y enfrentamientos; en caso de que hubiese problemas de convivencia y volviera la sombra de un conflicto armado, quizá podrían proponer un arbitraje neutral y vinculante. No todos los tratados de paz eran idénticos: algunos ponían fin a las hostilidades en las que una de las partes fue aniquilada a conciencia; otros imponen condiciones durísimas a un enemigo derrotado pero todavía en armas, y estos tratados siembran las semillas para guerras futuras, porque humillan y enfurecen a los perdedores sin acabar con su capacidad de venganza. Otro tipo, el tercero, termina con un conflicto largo en el que ambas partes se dan cuenta de los enormes costes y peligros de un enfrentamiento prolongado y de las virtudes de la paz, sin que haya habido un vencedor indiscutible en el campo de batalla. Este persigue la garantía de un intento de evitar el recrudecimiento del conflicto, y debe reflejar con precisión la verdadera situación política y militar. Y, de paso, afianzaría la delicada posición de la ANV en su país, que fomentaría las políticas beneficiosas para Lunargenta.
En fin, que me estaba quedando frío y me levanté. Decidí dar una vuelta para desperezarme, pero no por el barrio de los oficios, que ahora reviviría un breve lapso de actividad recreativa. Por las zonas de culto tampoco me interesaba pasar, así que me fui a la muralla. A lo mejor algún guardia de la puerta me podría dar algo de palique, ya que, pese a su desconfianza inicial, si eran como su jefe, en el fondo tendrían ganas de charlar con alguien. Me interesaba conocer cuál era el estado de ánimo predominante en los lugareños. Pensé que estarían dándose el relevo del primer sueño. Caminé sin darme prisa en esa dirección, con la esperanza de coincidir con los de la ronda siguiente, desandando los pasos que hice al entrar. No vi a nadie, salvo a un hombre anciano que iba, bastón en mano, con toda la parsimonia del mundo unos veinte metros por delante de mí, como alguien que recorre por primera vez una ruta, sin reparar en nadie. Las destartaladas contraventanas de las casas estaban cerradas a cal y canto, con las barras que las sostenían atornilladas sólidamente a la madera, sin apenas dejar ver iluminación en el interior, que junto a las rejas herrumbrosas y sin postigo daban a la calle un toque tenebroso lleno de sombras extrañas. Incluso la luna había desaparecido del cielo. Era de noche cerrada.
El viejo enfiló por la calle de entrada a la ciudad, que era larga y en pendiente, y yo reduje la velocidad para darle tiempo a recuperar el aliento mientras se acomodaba y se ponía al día con otro que lo estaba esperando allí. Era un hombre, bastante más joven que el viejo pero adulto, tranquilo, aguardando sin propósito, sin hacer nada diferente a tomar el aire y pasar el rato. Reunirse con tus familiares y amigos no era nada que no hiciera una persona normal a esas horas, formaba parte de la vida social de después de cenar y echar el primer sueño. El viejo se acercó al joven e hicieron unos comentarios inexpresivos; mientras hablaban, los costados se movían de arriba abajo, con gestos desdejados de conversación rutinaria, relajados.
Todo era normal hasta que, unos minutos después, el viejo se apartó unos centímetros caminando encorvado. Su lenguaje corporal decía «¿Qué está pasando? No lo entiendo». El otro no se movió para seguirlo. Como el sonido viaja mejor en entornos fríos, a mi distancia el aire anticipó la presencia de un caballo antes de que mis ojos lo advirtieran entre la oscuridad. Caminé tranquilamente en su dirección y vi que su jinete era pequeño y montaba el caballo con postura fina, elegante, estilizada, grácil. Una mujer, por su figura, de curvas delineadas y bien definidas, peligrosas para los ojos incluso ocultas bajo la ropa.
Mientras me allegaba a su altura, me pregunté si habría algún local abierto para invitarla a un aperitivo. O a un trago.
Reparé en lo desacostumbrado que estaba a esta situación y me sentí como debería sentirse un noble de alta alcurnia, esos que podían permitirse el privilegio de no compartir su lecho, aunque, dicho sea de paso, tampoco era para tanto. Todas y cada una de las posadas tenían, como habitación para dormir, una estancia y unos colchones comunales que compartías con extraños en tu misma situación. Si tuviese que contar las veces en mi vida que dormí solo, al menos bajo techo, me bastarían los dedos de una mano y me sobrarían unos cuantos: en casa, de niño, todos dormíamos en la misma habitación, por el simple hecho de que no teníamos más, y cuando me reclutaron, lo hacía con el resto de soldados, donde te acostumbran a dormir en cualquier sitio, momento y situación, ya que nunca sabes cuándo será la próxima vez que lo vas a hacer. Aprendes que la gente tiene una personalidad al dormir, y puede ser diferente a la de la vigilia: los hay que no paran de moverse y parece que los está asfixiando una mano invisible mandada por los dioses de abajo, aunque sean mosquitas muertas durante todo el día; los que huelen a río de Lunargenta en pleno verano, tienen costra por la cintura y pescuezo, el pelo con el tacto de las ortigas cuando no aguantas la respiración y que dejaban misteriosas manchas marrones allá donde se sentaban; o los que tienen grandes conversaciones con los fantasmas de la almohada. También te cruzabas con esos a los que tenías que mandar a dormir al establo con los mozos de cuadra porque acaparaban todas las mantas o no dejaban al resto en dormir en paz. La gente que se queja de los ronquidos de los demás, por muy atroces que sean, no sabe lo molesto que es el silencio hasta que lo experimenta.
Me vestí y salí al pasillo de la posada, en dirección a la puerta de la calle, pero antes me desvié hasta la cocina para buscar algo que comer mientras daba una vuelta. Todo estaba en silencio y solo vi a dos allí, en su primer sueño. Eran los suspicaces dueños del local, que me habían atendido al llegar. Un hombre y una mujer mayores, de unos cincuenta años, que dormían acurrucados en el suelo, cerca del hogar, con el fuego lo suficiente vivo como para mantenerlos calientes sin chamuscarles la piel. En breves, se despertarían para continuar con sus quehaceres o charlar un rato. Anduve rebuscando entre los platos, con cuidado de no despertarles antes de la hora, porque, además, me habían dado una cena pasable, y si hay alguien en este mundo con quien no conviene llevarte mal es con la persona que te pone la comida en la mesa. Si eres amable con ellos, es posible que te premien con una ración más grande (o no te penalicen con salsa de flema). Poco había, después de todo, y me conformé con un poco de pan aún blando, porque dar de comer a un huésped tampoco es como alimentar a un regimiento, y menos en una posada con una afluencia de visitantes que rondaría dos cada veinte años. Con suerte.
Salí a la calle embozado con la capa, caminando bajo los soportales para evitar la relente siempre que podía. De vez en cuando, la luna asomaba entre las densas nubes del invierno del occidente, y su luz se filtraba entre los espacios vacíos de las ramas semidesnudas. Tal parecía, si pudiera ser, que aquel era el indicador que los dioses de arriba ponían a los árboles para mudar su ramaje; la luna tenía forma de cuchilla de hoja curva, redondeada, plana a simple vista, clara por la parte convexa, negra por el interior, similar a una hoz de nácar y ébano sin mango, pero que prometía un buen tajo a cualquier planta, o cualquier carne; pero no a las nubes de esta noche, que daban la impresión de ser más densas de lo que podía cortar.
Caminé un buen trecho por la calle, sin ver a nadie, hasta que escuché el bullicio de los corchetes nocturnos al doblar la esquina. Me asomé y vi sus siluetas recortadas por la luz, de espalda a las hogueras, que mantenían tenues con buen criterio. Al no tener otro tipo de iluminación, como sí solía haber en las villas o las capitales, debían recurrir a las hogueras, y el fuego es un elemento hipnótico que te invita a mirarlo directamente hasta quedar deslumbrado e incapaz de ver nada diferente a manchurrones parpadeantes en la nada. Una manera de no perder la visión nocturna era mantenerlo rojo —pero no vivo— en pequeños grupos, sin la hoguera en tu línea de visión. Había otras, como taparlo con el ala del sombrero o, como solíamos hacer en nuestras guardias nocturnas en el ejército, adaptar un ojo a la oscuridad, cubriéndolo con un parche, cuando estabas a la luz y usar el otro. Estos guardias estaban tranquilos y no parecían tener la intención de moverse, porque lejos del fuego hacía frío y ya quedaba poco tiempo para que volviera a haber ajetreo por las calles, así que decidí no acercarme a ellos hasta que no hubiese más afluencia. La autoridad y los forasteros sienten una atracción asimétrica muy fuerte y en un pueblo como este, donde era raro que hubiera extranjeros y la desconfianza con el desconocido era la norma. De no haber habido sitio en la posada, dudaba mucho de que ninguna familia caricativa hubiese cumplido con los derechos de hospitalidad para compartir el extremo de la cama.
Cuando llegué a este pueblo me pararon en la puerta y me cachearon, pero lo cierto es que no tenía queja. Desde mi punto de vista como antiguo guardia militar, de ser yo el responsable de esta o coordinador del personal que registrare las entradas y salidas de la ciudad, hubiera actuado de la misma manera. Que hagas una cosa u otra depende del nivel de Alerta Temprana (NivelAlfa), que indica el grado de preparación y disponibilidad de las fuerzas militares o del orden civil para responder a amenazas de seguridad; pero, por lo general, un mínimo de dos guardias verifica la identificación del personal civil o militar y autoriza el acceso o la salida, levantando las barreras físicas, sobre todo en vista a caballos o coches y diligencias, que también son objeto de registro y verificación. Todo ello (nombre, descripción, hora de entrada/salida, otros datos…) se apunta en libros mayores con páginas numeradas que posteriormente se archivan a la espera de usos administrativos. Uno de ellos es inscribirte en un censo temporal de la población, similar al censo que registra el número de habitantes, con nombres de los mismos, ocupaciones y propiedades (que actualizan catastros, libros de cuentas o registros para recaudación de impuestos). La inspección con perros fue algo más brusca de lo normal: uno se dedicó a olisquearme de arriba abajo dos veces, porque la primera no llegó a agradar al corchete al mando, que por poco me niega la entrada al pueblo, alegando que no estaba claro que no fuera un vampiro, porque el sol ya estaba poniéndose. Al final, pude entrar, porque descubrió mi tatuaje de la Unidad LXXXVII de Justicia Militar, y le gustó que fuera un veterano con cicatrices. Aunque, por alguna razón, me dio la sensación de que, al sacarlo de su rutina habitual, no lo tenía demasiado contento.
Pagué el portazgo y entré a la ciudad —fue el único peaje que tuve que abonar, ya que no tenía materiales para comerciar— y me acompañó a la posada, que yo sospecho fue el motivo por el que me permitieron quedarme —y para tenerme controlado— y me habló del adiestramiento específico de estos perros para detectar vampiros: el que estos tengan una dieta exclusiva de sangre hace que su metabolismo sea diferente al nuestro y produzcan olores distintivos que excretan a través de la piel, el sudor y el aliento. ¿Nunca sangraste por la boca? Ese sabor metálico, a cobre, se debe a su alto contenido el hierro —como me había explicado en su momento cierto doctorando en Medicina de la Universidad de Baslodia— que ellos detectan con su sentido del olfato, que supera con mucho al de los humanos.
Luego me habló del pueblo, que se llama Avant Upon Avon. Me gustó. Ocupa una pequeña región en el oeste, en medio de unas tierras deshabitadas rodeadas de bosque salvaje que, poco a poco, estaba retrocediendo para dejar paso al progreso y la civilización. Antes de ir a la posada, me enseñó rápidamente las murallas, donde pude ver el trayecto que hice para llegar a la puerta de entrada, a través de los campos de cultivo. Me pareció muy pequeño en comparación con los pueblos y ciudades de Verisar, en los que los campos de cultivo extramuros se extienden casi hasta donde alcanza la vista; aquí, menos, y aunque no divisaba todo el contorno y estaba oscureciendo, me podía hacer una idea. Calculé a ojo la extensión del terreno disponible dedicado al cultivo y deduje que habría unas 1.500 hectáreas. Luego, sabiendo que una familia de cinco personas puede trabajar de media unas 12,5 hectáreas de terreno, unos 1,25 km2, tocarían a 2,5 ha por persona. Si se divide el número de hectáreas por las hectáreas por persona, el número que obtendrías sería seiscientos. Ahí estaba el número de habitantes que yo suponía tenía el lugar; sometidos a variaciones, con niños, mujeres, ancianos… de todas maneras, me valía. Bastante pequeño, sí.
La mayor parte de las tierras estaban en barbecho —esta era la época del año que se dedicaba a la recuperación de sus propiedades, para que no enfermase y estuviera dispuesta cuando llegase la primavera—, pero había una pequeña parte en la que medraba el trigo y el centeno que habían plantado en el otoño, cuando el suelo no estaba congelado aún. Vi que hacían acopio de combustible con el que calentarse y mantener activos los hornos y las fraguas, y eso significaba que tenían intención de hacer crecer el pueblo en la región para así lograr que apareciese en los mapas como un punto fijo. La madera la usarían para crear vigas sobre las que edificar casas, construir barcos, herramientas y utiles de trabajo, y armas (escudos, arcos o las vilipendiadas ballestas). Esto no me hubiera llamado la atención per se, porque es lo que sucede en todos los sitios: llegan los hombres, se asientan y se expanden; pero lo que sí resultaba extraño es que lo hiciesen en esta región de vampiros, a no demasiados días de viaje de Sacrestic Ville, después del conflicto con Lunargenta, que aún se mantenía como un recuerdo extraordinariamente intenso tanto en la mente como en el panorama político de Verisar.
Mientras pensaba en todo esto, llegué a un patio de pavimento empedrado en una plaza circular rodeada de árboles que me protegían de la helada. Me acerqué a la bomba de agua y accioné la palanca para echar un trago, el pan me había dejado la boca seca y pastosa. El agua salió por el tubo, fría como el hielo, y me lavé la cara para espabilarme. Contemplé el panorama sentado en uno de los bancos que había allí mientras me limpiaba las migas que se me habían quedado entre los dientes con una biznaga que arranqué de la hierba. Cerca vi el pozo, sellado con barrotes; solo lo podría abrir el alguacil de la ciudad cuando era de día; tal era la precaución que el pueblo se tomaba para con los vampiros que ni el acceso al agua del pozo era libre, salvo que se usara la fuente.
Me pareció una situación insostenible a largo plazo si los gobiernos de Lunargenta y la Autoridad Nacional Vampírica —cuya autoridad es demasiado endeble por sí sola—, que era la organización administrativa autónoma que intentaba gobernar Sacrestic Ville tras el vacío de poder que se había generado tras el conflicto, no se ponían de acuerdo. Pero, en el fondo, aunque no dudo del propósito real de Lunargenta, no veo otra opción que la devolución de las tierras colonizadas a Sacrestic previo pacto. Ambos tenían mucho que perder si el conflicto se mantenía en esta línea; la colonización del oeste iba a ser costosa, tanto en medios como el vidas, porque no había un asentamiento real de humanos cerca, y mover los medios desde Verisar iba a costar más dinero del que entraba en las arcas del rey y del que sacarían por mantener las colonias. Subir los impuestos a una población ya sobreexplotada por la burguesía y la nobleza aumentaría el riesgo de hacer arder las calles en la península. Y en el caso de las tribus de vampiros, se dedicarían a competir entre sí, generando una masa considerable de refugiados, saqueos y de señores de la guerra que convertiría el país en un erial.
El Trono de Lunargenta debería reconocer a la ANV como organismo oficial de Sacrestic Ville e interlocutor válido con el que negociar y llevar a cabo juramentos de ratificación de alianzas, prohibiendo represalias y enfrentamientos; en caso de que hubiese problemas de convivencia y volviera la sombra de un conflicto armado, quizá podrían proponer un arbitraje neutral y vinculante. No todos los tratados de paz eran idénticos: algunos ponían fin a las hostilidades en las que una de las partes fue aniquilada a conciencia; otros imponen condiciones durísimas a un enemigo derrotado pero todavía en armas, y estos tratados siembran las semillas para guerras futuras, porque humillan y enfurecen a los perdedores sin acabar con su capacidad de venganza. Otro tipo, el tercero, termina con un conflicto largo en el que ambas partes se dan cuenta de los enormes costes y peligros de un enfrentamiento prolongado y de las virtudes de la paz, sin que haya habido un vencedor indiscutible en el campo de batalla. Este persigue la garantía de un intento de evitar el recrudecimiento del conflicto, y debe reflejar con precisión la verdadera situación política y militar. Y, de paso, afianzaría la delicada posición de la ANV en su país, que fomentaría las políticas beneficiosas para Lunargenta.
En fin, que me estaba quedando frío y me levanté. Decidí dar una vuelta para desperezarme, pero no por el barrio de los oficios, que ahora reviviría un breve lapso de actividad recreativa. Por las zonas de culto tampoco me interesaba pasar, así que me fui a la muralla. A lo mejor algún guardia de la puerta me podría dar algo de palique, ya que, pese a su desconfianza inicial, si eran como su jefe, en el fondo tendrían ganas de charlar con alguien. Me interesaba conocer cuál era el estado de ánimo predominante en los lugareños. Pensé que estarían dándose el relevo del primer sueño. Caminé sin darme prisa en esa dirección, con la esperanza de coincidir con los de la ronda siguiente, desandando los pasos que hice al entrar. No vi a nadie, salvo a un hombre anciano que iba, bastón en mano, con toda la parsimonia del mundo unos veinte metros por delante de mí, como alguien que recorre por primera vez una ruta, sin reparar en nadie. Las destartaladas contraventanas de las casas estaban cerradas a cal y canto, con las barras que las sostenían atornilladas sólidamente a la madera, sin apenas dejar ver iluminación en el interior, que junto a las rejas herrumbrosas y sin postigo daban a la calle un toque tenebroso lleno de sombras extrañas. Incluso la luna había desaparecido del cielo. Era de noche cerrada.
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El viejo enfiló por la calle de entrada a la ciudad, que era larga y en pendiente, y yo reduje la velocidad para darle tiempo a recuperar el aliento mientras se acomodaba y se ponía al día con otro que lo estaba esperando allí. Era un hombre, bastante más joven que el viejo pero adulto, tranquilo, aguardando sin propósito, sin hacer nada diferente a tomar el aire y pasar el rato. Reunirse con tus familiares y amigos no era nada que no hiciera una persona normal a esas horas, formaba parte de la vida social de después de cenar y echar el primer sueño. El viejo se acercó al joven e hicieron unos comentarios inexpresivos; mientras hablaban, los costados se movían de arriba abajo, con gestos desdejados de conversación rutinaria, relajados.
Todo era normal hasta que, unos minutos después, el viejo se apartó unos centímetros caminando encorvado. Su lenguaje corporal decía «¿Qué está pasando? No lo entiendo». El otro no se movió para seguirlo. Como el sonido viaja mejor en entornos fríos, a mi distancia el aire anticipó la presencia de un caballo antes de que mis ojos lo advirtieran entre la oscuridad. Caminé tranquilamente en su dirección y vi que su jinete era pequeño y montaba el caballo con postura fina, elegante, estilizada, grácil. Una mujer, por su figura, de curvas delineadas y bien definidas, peligrosas para los ojos incluso ocultas bajo la ropa.
Mientras me allegaba a su altura, me pregunté si habría algún local abierto para invitarla a un aperitivo. O a un trago.
Mánasvin
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Re: Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
Mina respiró profundamente, saboreando el aire fresco de la noche mientras se acercaba a las puertas del pequeño pueblo de Avant upon Avon. Había escuchado rumores sobre el Festival de la Cereza que se llevaba a cabo allí, nada específico, pero la idea de un día de descanso y diversión era exactamente lo que necesitaba para distraerse de sus preocupaciones. Porque eso eran los festivales, instancias de recreación y esparcimiento. ¿Cierto? Además, Tina no paró de insistir en ir desde que se enteró del festival porque seguramente habrían muchas cerezas y a ella le encantaban las cerezas.
Aprovechando que estaban en una villa cercana, el par de dos emprendió camino cerca del medio día en una carreta que las dejó a un par de kilómetros, los cuales recorrieron a pie. Llegaron ya de noche, con la luna alta en el cielo, pues su marcha fue de todo menos rápida. Disfrutaron el paisaje y el camino, apreciando las pequeñas cosas de la vida. A Mina no le quedaba de otra desde que perdió su magia.
Mientras se acercaban, notaron que el pueblo estaba envuelto en una tenue penumbra, iluminada solo por las farolas que bordeaban las calles adoquinadas. A medida que Mina y Tina avanzaban, Tina no pudo evitar notar una sensación extraña que le apretaba el estómago, un escalofrío que recorrió su espalda y le erizó el peluche de la nuca. Era difícil describirlo, como un presagio que se aferraba a ella, pero decidió ignorarlo, atribuyéndolo al cansancio del viaje.
Al llegar a la entrada del pueblo, se fijaron en la figura montada a caballo y los dos hombres a su lado; todos mantenían un extraño silencio, con miradas tan frías como la brisa nocturna. Tina sintió un leve temblor en su interior, pero mantuvo la compostura y se acercó con una sonrisa educada.
-Buenas noches- saludó Mina con su encanto y coquetería habituales. -Hemos venido para el festival. ¿Podrían indicarnos la mejor posada del lugar?- preguntó con una sonrisa y miró uno a uno a los presentes, buscando a quien le respondería.
Tina estaba junto a Mina, muy pegada a ella, con esa extraña sensación en el estómago. Algo le decía que esta visita a Avant upon Avon posiblemente no sería lo que esperaba. Pero había insistido tanto que decidió dejar de lado las preocupaciones e ignorar a su instinto que le urgía a salir corriendo de allí.
Aprovechando que estaban en una villa cercana, el par de dos emprendió camino cerca del medio día en una carreta que las dejó a un par de kilómetros, los cuales recorrieron a pie. Llegaron ya de noche, con la luna alta en el cielo, pues su marcha fue de todo menos rápida. Disfrutaron el paisaje y el camino, apreciando las pequeñas cosas de la vida. A Mina no le quedaba de otra desde que perdió su magia.
Mientras se acercaban, notaron que el pueblo estaba envuelto en una tenue penumbra, iluminada solo por las farolas que bordeaban las calles adoquinadas. A medida que Mina y Tina avanzaban, Tina no pudo evitar notar una sensación extraña que le apretaba el estómago, un escalofrío que recorrió su espalda y le erizó el peluche de la nuca. Era difícil describirlo, como un presagio que se aferraba a ella, pero decidió ignorarlo, atribuyéndolo al cansancio del viaje.
Al llegar a la entrada del pueblo, se fijaron en la figura montada a caballo y los dos hombres a su lado; todos mantenían un extraño silencio, con miradas tan frías como la brisa nocturna. Tina sintió un leve temblor en su interior, pero mantuvo la compostura y se acercó con una sonrisa educada.
-Buenas noches- saludó Mina con su encanto y coquetería habituales. -Hemos venido para el festival. ¿Podrían indicarnos la mejor posada del lugar?- preguntó con una sonrisa y miró uno a uno a los presentes, buscando a quien le respondería.
Tina estaba junto a Mina, muy pegada a ella, con esa extraña sensación en el estómago. Algo le decía que esta visita a Avant upon Avon posiblemente no sería lo que esperaba. Pero había insistido tanto que decidió dejar de lado las preocupaciones e ignorar a su instinto que le urgía a salir corriendo de allí.
Mina Harker
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Re: Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
Podría haber girado sobre si misma en el momento exacto en el que alcanzó la entrada a aquel lugar. La quietud propia que vaticina a la tormenta debería haber sido suficiente para alertar a sus instintos de lo extraño en lo apacible de la noche.
Pero no lo hizo. Y tras ella aparecieron dos figuras femeninas a pie. No le preocupó en demasía de dónde habían salido. Caoimhe más bien se preguntó cuánto tiempo llevaban allí. Los ropajes de ambas mujeres lucían lo suficientemente limpios como para adivinar que llevasen tiempo andando. Sus gestos moldeados con la certitud de una época de bonanza se alejaba del aspecto enfermo de aquellos que había encontrado en los caminos colindantes.
Ulmer estaba marcada por el fuego y la desolación. Ninguna de aquellas dos chicas parecía haber visto penumbra en sus vidas. Caoimhe tensó las gridas y Moscatel bufó parando en seco su camino.
En parte se alegró de que aquellas recién llegadas tomasen la voz cantante en aquel intercambio de conversación: Caoimhe no era una para conversaciones banales y la naturaleza de aquel primer encuentro no daba mucho margen a la obtención de información útil, último objetivo de aquel su viaje.
Una de ellas habló sobre el festival y como aquel era el motivo exacto de su visita. La otra, algo más bajita y también tímida corroboró aquello con una mirada gentil a aquel que guardaba la entrada.
El hombre las miró como se observa un dulce después de una comida copiosa y su gesto se sonrojó al tomar más tiempo del necesario en analizar si aquellas mujeres decían o no la verdad.
-Lo cierto es que llegáis bastante tarde.- dijo Moritz, quitándose el sombrero en signo de respeto mientras se dirigía a Mina y Tina.- -El registro de visitantes cerró hace al menos… cuatro horas- añadió el hombre.
Reparó entonces por vez primera en Caoimhe, montada a caballo. La chica aprovechó para ocultar su cara con la capucha y desviar un poco la atención.
--Es que… ni siquiera tengo los perros- dijo el hombre ante la inminente queja de las recién llegadas- -No sé si podría dejaros pasar… Ni siquiera sé si puedo hacer una excepción… Tal vez en la mañana… si regresáis cuando esté mi jefe yo… yo…-
Una leve brisa flotó en el aire y el perfume femenino de Tina y Mina pareció envolver a Moritz quién se quedó unos minutos callados antes de volver a decir.
--¿Venís al festival seguro?- dijo. El hombre apenas dio tiempo para que contestasen y volvió a hablar, más convenciéndose a si mismo que al resto-- Entonces… Bueno. No veo problema alguno con que hagáis registro un poco antes… dejadme tan solo Bueno… dejadme tan solo apuntar vuestros nombres y… Bueno… ¿me prometéis que… que en unas horas pasaréis por la seguridad de los perros y mis compañeros? y… Bueno, aquí no habrá problema alguno. Aquí seguirá sin pasar nada- dijo el hombre.
Se alejó unos metros hasta buscar un pequeño zurrón con un cuaderno de piel curtida tosco y desgastado y un trozo de grafito pelado. Moritz se acercó a Mina y tras limpiarse las manos en su desgastada camisa le entregó el libro a la bruja para que apuntase su nombre. Una sonrisa dulce y tímida se posó en sus labios destacando sus ojos azules mientras observaba curioso el nombre que escribía la chica.
Caoimhe reparó entonces en una figura masculina al otro lado del muro. Para cualquier otro ojo oculto casi en su totalidad por la oscuridad de la noche y las sombras que proyectaban los muros de aquel pueblo en ruinas sobre él. Parecía acercarse de manera paulatina.
Su interés en aquella figura se volvió pasajera al notar como alguien le pasaba aquel cuaderno de registro para que también escribiese su nombre.
--Con respecto a posada… eso es un poco más difícil. Estamos llenos desde hace dos noches. Los invitados no han llegado- se apresuró a aclarar Moritz-- Peeeero estoy seguro de que lo harán mañana. Siempre se hacen esperar- dijo el chico
Caoimhe agarró el libro y observó nombres escritos de manera ordenada en líneas paralelas. Con una caligrafía pulcra escribió ‘Lilith Crisol’ Le entregó el cuaderno al chico.
--… Pero podéis quedaros en mi casa- dijo el chico, de nuevo ruborizado mirando a Mina. -- No es mucho… pero tengo algún colchón de paja extra y justo terminé de airear unas mantas de piel de oveja que Bueno…- cesó un momento en su discurso- -Tan solo hasta que… Bueno tan solo hasta que encontréis un lugar más cómodo y digno de señoritas como ustedes - añadió.
El hombre miró hacia un lado y se percató entonces del encapuchado que al fin había alcanzado donde se encontraban. Lo miró con sorpresa, pero su enfoque fue más bien los alrededores al asegurarse que nadie más supiese que estaba a punto de abandonar su puesto.
--Por supuesto, tan solo tengo dos camas, así que tendréis que compartir colchón… Yo me puedo retirar a mi establo al fin y al cabo no voy a dormir demasi…-
Por un momento el hombre se percató que Caoimhe no lo seguía.
--Em… Si me sigues puedo también enseñaros el lugar exacto donde podéis cenar, aunque sea tan…
-No hará falta - dijo Caoimhe, molesta por el interés de aquel hombre en controlar sus movimientos y sus intenciones- - Creo que me uniré a mi amigo desde aquí. Gracias. - - dijo.
Apremió a Moscatel a girar sobre si mismo y se apartó apenas dos metros de Moritz y las dos mujeres. Cuando alcanzó al hombre se bajó del caballo con total parsimonia, como si de hecho ya conociese a aquel hombre y aquello fuese una mera formalidad. Sus movimientos certeros y naturales.
- -Espero que no hayas estado esperando mucho- dijo Caoimhe desvelando al fin un poco de su rostro y analizando la expresión del hombre con sus ojos heterocromos-- Lo cierto es, que, el viaje se me ha hecho más largo de lo esperado. No veo la hora de ahogar mis penas en esa copa de vino que me debes- le dijo al desconocido de manera socarrona
Dio la espalda a Moritz fingiendo buscar algo en el zurrón que cargaba. Sacó de él dos monedas de oro de manera disimulada. Posó su mano en el hombre del hombre en un gesto amigable tan solo para ocultar que había dejado allí las dos monedas.
Aquello debería hacerle entender.
--Que… pasen buena noche- dijo Caoimhe dirigiéndose a las mujeres.- - No dejéis de probar la compota de cereza de… - Caoimhe llevó un dedo a sus labios fingiendo que se había olvidado el nombre.Miró al desconocido, apremiándolo y esperando que entendiese –- ¿Cómo decías que se llamaba el lugar...?
-El año pasado no salí del recinto en todo el festival y ahora se me olvida el nombre- dijo con una sonrisa falsa fácilmente recreable en su rostro perfecto. - Bueno… esto no es tan grande. Si os apetece recomendación de compota… no dejéis de buscarme- dijo- buscarnos- aclaró recordando que no estaba sola.
Se giró y caminó tirando del caballo alejándose de Moritz y fingiendo que sabía su rumbo.
-No te preocupes- le dijo al desconocido acercándose un poco a él mientras caminaban- -Tan solo unos metros más y te prometo que te libero.
--No os imagináis el tiempo que llevamos preparando el festival- La voz de Moritz se animaba a medida que se alejaba de su puesto de guardia y avanzaba de manera descuidada hablando con Mina y Tina. -- Meses…- añadió. -No solo hemos limpiado de manera intensa el blanco impoluto del ayuntamiento- añadió- sino que hemos gastado un total de tres cargamentos de cal para mantenerlo así- añadió el hombre contento.- [color#33ffff]-Y por el ritual.. Bueno ni os preocupeis[/color]- dijo hinchando el pecho sintiéndose importante- -Tan solo afecta a los vampiros… Pero ciertamente no os he visto colmillos alguno bajo esos carnosos labios que..- el hombre se sonrojó
--¿Por supuesto esos son por menores de los que uno se olvida cuando está emocionado por algo, Cierto? Pero la verdad es que espero que todo salga bien. Nuestro señor Awskar está seguro de que va a salir bien. ¿Pero no bien como el año pasado sabes? No… bien de verdad. Bien de… Bueno, bien de al fin tener algo que contar al día siguiente.
El hombre las guio por algunos callejones mientras seguía charlando.
--Me perdí el del año pasado, ¿Sabes?- dijo y alzó su muñeca enseñando una cicatriz de una circunferencia-- Viruela del Maíz- dijo algo resentido- -Pero… de la grave. De la que no puedes salir de la cama. Pero este año es diferente, ¿cierto?- dijo el hombre emocionado- -Este año Bueno… estáis vosotras - dijo
Camino content y giro en un recoveco de calle
--Tan solo unos metros más y llegamos. Puedo prepararos algo de comer. ¿ Quizás teneis hambre?- dijo- Pero no puedo quedarme mucho. Nada puede pasar en mi ausencia del muro- añadió de manera solemne.
Pero no lo hizo. Y tras ella aparecieron dos figuras femeninas a pie. No le preocupó en demasía de dónde habían salido. Caoimhe más bien se preguntó cuánto tiempo llevaban allí. Los ropajes de ambas mujeres lucían lo suficientemente limpios como para adivinar que llevasen tiempo andando. Sus gestos moldeados con la certitud de una época de bonanza se alejaba del aspecto enfermo de aquellos que había encontrado en los caminos colindantes.
Ulmer estaba marcada por el fuego y la desolación. Ninguna de aquellas dos chicas parecía haber visto penumbra en sus vidas. Caoimhe tensó las gridas y Moscatel bufó parando en seco su camino.
En parte se alegró de que aquellas recién llegadas tomasen la voz cantante en aquel intercambio de conversación: Caoimhe no era una para conversaciones banales y la naturaleza de aquel primer encuentro no daba mucho margen a la obtención de información útil, último objetivo de aquel su viaje.
Una de ellas habló sobre el festival y como aquel era el motivo exacto de su visita. La otra, algo más bajita y también tímida corroboró aquello con una mirada gentil a aquel que guardaba la entrada.
El hombre las miró como se observa un dulce después de una comida copiosa y su gesto se sonrojó al tomar más tiempo del necesario en analizar si aquellas mujeres decían o no la verdad.
-Lo cierto es que llegáis bastante tarde.- dijo Moritz, quitándose el sombrero en signo de respeto mientras se dirigía a Mina y Tina.- -El registro de visitantes cerró hace al menos… cuatro horas- añadió el hombre.
Reparó entonces por vez primera en Caoimhe, montada a caballo. La chica aprovechó para ocultar su cara con la capucha y desviar un poco la atención.
--Es que… ni siquiera tengo los perros- dijo el hombre ante la inminente queja de las recién llegadas- -No sé si podría dejaros pasar… Ni siquiera sé si puedo hacer una excepción… Tal vez en la mañana… si regresáis cuando esté mi jefe yo… yo…-
Una leve brisa flotó en el aire y el perfume femenino de Tina y Mina pareció envolver a Moritz quién se quedó unos minutos callados antes de volver a decir.
--¿Venís al festival seguro?- dijo. El hombre apenas dio tiempo para que contestasen y volvió a hablar, más convenciéndose a si mismo que al resto-- Entonces… Bueno. No veo problema alguno con que hagáis registro un poco antes… dejadme tan solo Bueno… dejadme tan solo apuntar vuestros nombres y… Bueno… ¿me prometéis que… que en unas horas pasaréis por la seguridad de los perros y mis compañeros? y… Bueno, aquí no habrá problema alguno. Aquí seguirá sin pasar nada- dijo el hombre.
Se alejó unos metros hasta buscar un pequeño zurrón con un cuaderno de piel curtida tosco y desgastado y un trozo de grafito pelado. Moritz se acercó a Mina y tras limpiarse las manos en su desgastada camisa le entregó el libro a la bruja para que apuntase su nombre. Una sonrisa dulce y tímida se posó en sus labios destacando sus ojos azules mientras observaba curioso el nombre que escribía la chica.
Caoimhe reparó entonces en una figura masculina al otro lado del muro. Para cualquier otro ojo oculto casi en su totalidad por la oscuridad de la noche y las sombras que proyectaban los muros de aquel pueblo en ruinas sobre él. Parecía acercarse de manera paulatina.
Su interés en aquella figura se volvió pasajera al notar como alguien le pasaba aquel cuaderno de registro para que también escribiese su nombre.
--Con respecto a posada… eso es un poco más difícil. Estamos llenos desde hace dos noches. Los invitados no han llegado- se apresuró a aclarar Moritz-- Peeeero estoy seguro de que lo harán mañana. Siempre se hacen esperar- dijo el chico
Caoimhe agarró el libro y observó nombres escritos de manera ordenada en líneas paralelas. Con una caligrafía pulcra escribió ‘Lilith Crisol’ Le entregó el cuaderno al chico.
--… Pero podéis quedaros en mi casa- dijo el chico, de nuevo ruborizado mirando a Mina. -- No es mucho… pero tengo algún colchón de paja extra y justo terminé de airear unas mantas de piel de oveja que Bueno…- cesó un momento en su discurso- -Tan solo hasta que… Bueno tan solo hasta que encontréis un lugar más cómodo y digno de señoritas como ustedes - añadió.
El hombre miró hacia un lado y se percató entonces del encapuchado que al fin había alcanzado donde se encontraban. Lo miró con sorpresa, pero su enfoque fue más bien los alrededores al asegurarse que nadie más supiese que estaba a punto de abandonar su puesto.
--Por supuesto, tan solo tengo dos camas, así que tendréis que compartir colchón… Yo me puedo retirar a mi establo al fin y al cabo no voy a dormir demasi…-
Por un momento el hombre se percató que Caoimhe no lo seguía.
--Em… Si me sigues puedo también enseñaros el lugar exacto donde podéis cenar, aunque sea tan…
-No hará falta - dijo Caoimhe, molesta por el interés de aquel hombre en controlar sus movimientos y sus intenciones- - Creo que me uniré a mi amigo desde aquí. Gracias. - - dijo.
Apremió a Moscatel a girar sobre si mismo y se apartó apenas dos metros de Moritz y las dos mujeres. Cuando alcanzó al hombre se bajó del caballo con total parsimonia, como si de hecho ya conociese a aquel hombre y aquello fuese una mera formalidad. Sus movimientos certeros y naturales.
- -Espero que no hayas estado esperando mucho- dijo Caoimhe desvelando al fin un poco de su rostro y analizando la expresión del hombre con sus ojos heterocromos-- Lo cierto es, que, el viaje se me ha hecho más largo de lo esperado. No veo la hora de ahogar mis penas en esa copa de vino que me debes- le dijo al desconocido de manera socarrona
Dio la espalda a Moritz fingiendo buscar algo en el zurrón que cargaba. Sacó de él dos monedas de oro de manera disimulada. Posó su mano en el hombre del hombre en un gesto amigable tan solo para ocultar que había dejado allí las dos monedas.
Aquello debería hacerle entender.
--Que… pasen buena noche- dijo Caoimhe dirigiéndose a las mujeres.- - No dejéis de probar la compota de cereza de… - Caoimhe llevó un dedo a sus labios fingiendo que se había olvidado el nombre.Miró al desconocido, apremiándolo y esperando que entendiese –- ¿Cómo decías que se llamaba el lugar...?
-El año pasado no salí del recinto en todo el festival y ahora se me olvida el nombre- dijo con una sonrisa falsa fácilmente recreable en su rostro perfecto. - Bueno… esto no es tan grande. Si os apetece recomendación de compota… no dejéis de buscarme- dijo- buscarnos- aclaró recordando que no estaba sola.
Se giró y caminó tirando del caballo alejándose de Moritz y fingiendo que sabía su rumbo.
-No te preocupes- le dijo al desconocido acercándose un poco a él mientras caminaban- -Tan solo unos metros más y te prometo que te libero.
--No os imagináis el tiempo que llevamos preparando el festival- La voz de Moritz se animaba a medida que se alejaba de su puesto de guardia y avanzaba de manera descuidada hablando con Mina y Tina. -- Meses…- añadió. -No solo hemos limpiado de manera intensa el blanco impoluto del ayuntamiento- añadió- sino que hemos gastado un total de tres cargamentos de cal para mantenerlo así- añadió el hombre contento.- [color#33ffff]-Y por el ritual.. Bueno ni os preocupeis[/color]- dijo hinchando el pecho sintiéndose importante- -Tan solo afecta a los vampiros… Pero ciertamente no os he visto colmillos alguno bajo esos carnosos labios que..- el hombre se sonrojó
--¿Por supuesto esos son por menores de los que uno se olvida cuando está emocionado por algo, Cierto? Pero la verdad es que espero que todo salga bien. Nuestro señor Awskar está seguro de que va a salir bien. ¿Pero no bien como el año pasado sabes? No… bien de verdad. Bien de… Bueno, bien de al fin tener algo que contar al día siguiente.
El hombre las guio por algunos callejones mientras seguía charlando.
--Me perdí el del año pasado, ¿Sabes?- dijo y alzó su muñeca enseñando una cicatriz de una circunferencia-- Viruela del Maíz- dijo algo resentido- -Pero… de la grave. De la que no puedes salir de la cama. Pero este año es diferente, ¿cierto?- dijo el hombre emocionado- -Este año Bueno… estáis vosotras - dijo
Camino content y giro en un recoveco de calle
--Tan solo unos metros más y llegamos. Puedo prepararos algo de comer. ¿ Quizás teneis hambre?- dijo- Pero no puedo quedarme mucho. Nada puede pasar en mi ausencia del muro- añadió de manera solemne.
Caoimhe
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Re: Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
No sé cuántas guardias habré tenido que comerme en mi vida, pero a los porteros los habrían colgado de los cojones en cualquier matacán por lo que yo estaba viendo aquí. Y es que diría que no había ningún centinela —a no ser que en el mundo civil estos dos mindundis fueran el perfil de guardia de la puerta—, y abandonar el puesto durante el servicio era una falta grave que en el Código Penal estaba tipificada como delito militar. En tiempos de paz podría ser un simple arresto entre seis meses y tres años, pero en tiempos de guerra, lo que incluía estos lapsos de calma tensa tan cerca de Sacrestic Ville, serían mucho más severos: prisión militar mayor, trabajos forzados, escarnio público o ejecución. No hay que ser el cuchillo más afilado de la cocina, lo único que hay que entender es que el centinela tiene que poner toda su atención en la consigna encomendada sin que le distraiga absolutamente nada de su cometido y nunca moverse hasta haber sido debidamente relevado. En el caso de verse amenazada la seguridad de su puesto, persona o cumplimiento del deber, previa las conminaciones dirigidas al agresor para que abandone su actitud y dé advertencia de que se halla ante un centinela, podrá hacer uso de la fuerza. Por eso no puedes acariciar a los caballos de los oficiales de guardia sin que te suelten un mordisco. Pero ninguno de ellos lo hizo, porque como decían los viejos cuando yo era pequeño, tiran más dos tetas que dos carretas.
Además, lo más importante que uno aprende cuando se tiene el culo pelado de hacer guardias es que cualquiera que aparece a las puertas después de ponerse el sol, no te trae ni vino ni cantares ni amor —como decía aquel verso del romance—, solo problemas, y más si es una mujer; aunque, siendo honestos, había que entender el comportamiento de estos dos, porque puedo asegurar que era la primera vez que veían una así. Parecía como si se hubiera escapado de un fresco de la Capilla Baslodina, vestida con la ropa del camino pero sin el cansancio de la jornada; su rostro de belleza morena, casi gitana, aclaraba aún más su piel blanquísima y resaltaba el delineado casi adolescente de sus mejillas, de su nariz elegante, delicada, y la sensualidad suculenta de sus labios; y unos ojos inteligentes y serenos, no faltos de ese brillo de mujer rápida y calculadora, con un exceso de colores en la mirada. Me dio la sensación de que me vieron sin mirarme: uno lo noté con ese centelleo ambarino que tiene la miel a la luz de la antorcha y el otro, con el gris duro de la sal cruda.
Su sonrisa flotaba en el aire mientras me acercaba. Entre ella se distinguía su voz, que era maravillosa, y que ocultaba en su aparente timidez su falta de honradez y su malicia. Le permitía contarte la más trivial de las boberías y lograr hacerte sentir como si te hubiera confesado un secreto que ahora solo tú compartías. Cada gesto, incluso los reproches a esos hombres, producía pasmo en ellos. Era como si los pudiese tener encandilados para toda la vida con su sola presencia, como si mientras ella estuviese, fueran las personas más afortunadas del mundo, que podrían tener un trocito de ella. Pero no entendían lo que significaba, no; en ellos no hacía más que entreverse la decadencia de lo carnal reducido a un fatuo apetito lascivo de desesperanza que les impedía ser conscientes de la molestia creciente que pesaba sobre los párpados de ella. Para el más joven era muy doloroso y confuso ir entendiéndolo poco a poco. Tanto que la sombra de violencia cruzó su cara al sospechar el rechazo y al sucumbir a su propia frustración cuando ella no siguió a nadie; y cuando me puso las manos en el hombro como si me conociera de toda la vida: el chico desinfló sus costados, desvió su mirada apretando los labios y sacudió la cabeza lamentando su suerte, desechando —y durante un suspiro, sopesando— alguna otra posibilidad que su buen instinto de autoconservación descartó al instante.
Pero ahí estaba.
Era algo que yo había visto muchas veces en cientos de hombres antes que en él, porque me había pasado la vida persiguiendo soldados huidos por Baslodia (y, a veces, Verisar). Había, por lo general, dos tipos de impulso en los desertores. El primero es aquel en el que los detenidos sienten alivio. No es nada raro: la mayoría no están hechos para la vida de fugitivo porque están ligados a un lugar y a una familia; además, el estrés de estar en constante movimiento, malviviendo, escondiéndose para no ser capturado, es agotador psicológicamente, y saben que, eventualmente, nadie escapa por siempre. Puede darse el caso de que, incluso en aquellos con delitos de sangre, el remordimiento y la culpa constantes representen una carga tal que deseen que se les detenga para aliviarla y purgarla. La segunda es el caso de los que no lo aceptan, y aquí hubo algo de ello: piensa que el adiestramiento militar está diseñado de tal manera que hasta el tonto del pueblo pueda reducir a alguien de manera eficiente, táctica y mecánica, reduciendo al mínimo la posibilidad de error para convertir un impulso reactivo en algo calculado, instintivo y pulido. Pero lo peor es que cuando se activa su instinto de supervivencia, no hace planes a largo plazo, porque la respuesta del cerebro es innata. Piensa en una abeja que, cuando se siente amenazada de muerte, te clava el aguijón aún a sabiendas de que eso se cobrará su propia vida; o en un lobo o un oso que se mutila para escapar del cepo, reduciendo sus posibilidades de sobrevivir a cero. Si quieres empeorarlo, suma al frágil ego de un hombre con espada la atracción de una mujer en edad de merecer: tendrás a un violador en potencia que no piensa en más allá de lo que dura una erección.
Por fortuna, ninguno de los dos hombres que allí estaban iba a tener problemas para desayunar alimentos sólidos al día siguiente.
—No gastan mucho en carteles en este lugar, pero algo de movimiento vi por ahí. — les dije a modo de réplica a las mujeres sobre la posada cuando entendí lo que me estaba pidiendo la que se me había acercado y guardé las monedas en bolso. Oí el suave roce de la ropa de la mujer morena a mi lado con sus pasos, a la vez que ella se giraba con un ademán de despedida, tranquilo, muy rápido pero muy natural.
—No te preocupes, tan solo unos metros más y te prometo que te libero —me dijo en voz baja con gesto de complicidad. Yo asentí, sonriendo por la situación.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunté mientras caminábamos acompañados por el resonar uniforme de los cascos del caballo en el empedrado medio levantado de las calles a la luz de los faroles.
A medida que avanzábamos, quedaba patente el urbanismo desbocado y aleatorio de Avant Upon Avon, haciéndose sus calles cada vez más angostas, confusas y mal iluminadas. Lejos estaban del lujo civilizado de las grandes ciudades de Lunargenta o Baslodia, pero mantenían el mismo espíritu de sus cascos antiguos —como llaman a ese emporio del robo tomado por mercaderes, comerciantes y otros traficantes, llenos de sucias tiendas en las que se exponían todo tipo de cosas bajo grandes tendederos colgantes de ropa ondeando desde las ventanas— durante la noche.
Llegamos a un bodegón que estaba lo bastante lejos de cualquier guardia y nos detuvimos un poco antes, sin llegar a estar delante de la puerta, en un pequeño cruce de caminos. No estaba muy transitado. Antes de nada, saqué del bolso las monedas que ella me dio en el punto de control de la puerta.
—Toma —le dije, poniéndole las monedas en la mano—, puedo ser un trotamundos, pero no un vagabundo. No necesito dinero.
»Puedes irte ahora, los guardias de la puerta no te darán problema de momento. Si sigues por ahí —señalé por el camino de la derecha en la bifurcación— vas a encontrar una posada; no está mal, pero, como la mayoría de las pocas que sirven comida, solo lo hacen a huéspedes, aunque si pides una cama, no tendrás que compartirla con nadie. El único huésped en el primer sueño era yo.
Por alguna razón, recordé al otro par de mujeres que llegó mientras estábamos a la entrada de Avant Upon Avon. Se habían quedado con aquellos dos guardias civiles, pero no temía que corrieran peligro después de todo. Tal vez más tarde, cuando los relevaran, saliesen a desfogar del trabajo y a tomarse un trago para recuperar su valor a costa de su cordura, que es lo que suele pasar con los hombres que se intimidan en estos casos, que necesitan de la bebida. Lo cierto es que había pocas posibilidades igualmente, porque la violación no suele ocurrir en lugares aislados, lejos del hogar, como si fuera una ilusión disociada de la vida cotidiana. Todo lo contrario. Casi ningún caso se debía al riesgo por sí mismo —a no ser en una situación de indefensión completa. Por eso a las prisioneras las vigilan otras mujeres—: suelen darse en el entorno doméstico cercano de la víctima, en su propia casa o cerca de ella. Aunque, tratándose de otra mujer que aparece en mitad de la noche, solo acompañada de otra, sin ningún grupo, ni acompañantes, ni guardias y entera, o se trata de una mujer de compañía desesperada por entrar para no quedar a merced de cualquiera extramuros, con lo cual ganará unos aeros o… en fin, otra cosa inusual. Ya me enteraría si hay movimiento en el pueblo. Yo ahora quería resguardarme del frío.
»Pero si no tienes nada mejor que hacer, ahí —señalé a la izquierda, por el otro camino— hay un bodegón que abren tras el primer sueño. Te invito a beber algo caliente. Podrías explicarme cómo se hace un festival de fruta de primavera a las puertas del invierno. Y, de paso, si todas las vampiras soléis viajar solas en plena noche para entrar en ciudades humanas.
Además, lo más importante que uno aprende cuando se tiene el culo pelado de hacer guardias es que cualquiera que aparece a las puertas después de ponerse el sol, no te trae ni vino ni cantares ni amor —como decía aquel verso del romance—, solo problemas, y más si es una mujer; aunque, siendo honestos, había que entender el comportamiento de estos dos, porque puedo asegurar que era la primera vez que veían una así. Parecía como si se hubiera escapado de un fresco de la Capilla Baslodina, vestida con la ropa del camino pero sin el cansancio de la jornada; su rostro de belleza morena, casi gitana, aclaraba aún más su piel blanquísima y resaltaba el delineado casi adolescente de sus mejillas, de su nariz elegante, delicada, y la sensualidad suculenta de sus labios; y unos ojos inteligentes y serenos, no faltos de ese brillo de mujer rápida y calculadora, con un exceso de colores en la mirada. Me dio la sensación de que me vieron sin mirarme: uno lo noté con ese centelleo ambarino que tiene la miel a la luz de la antorcha y el otro, con el gris duro de la sal cruda.
Su sonrisa flotaba en el aire mientras me acercaba. Entre ella se distinguía su voz, que era maravillosa, y que ocultaba en su aparente timidez su falta de honradez y su malicia. Le permitía contarte la más trivial de las boberías y lograr hacerte sentir como si te hubiera confesado un secreto que ahora solo tú compartías. Cada gesto, incluso los reproches a esos hombres, producía pasmo en ellos. Era como si los pudiese tener encandilados para toda la vida con su sola presencia, como si mientras ella estuviese, fueran las personas más afortunadas del mundo, que podrían tener un trocito de ella. Pero no entendían lo que significaba, no; en ellos no hacía más que entreverse la decadencia de lo carnal reducido a un fatuo apetito lascivo de desesperanza que les impedía ser conscientes de la molestia creciente que pesaba sobre los párpados de ella. Para el más joven era muy doloroso y confuso ir entendiéndolo poco a poco. Tanto que la sombra de violencia cruzó su cara al sospechar el rechazo y al sucumbir a su propia frustración cuando ella no siguió a nadie; y cuando me puso las manos en el hombro como si me conociera de toda la vida: el chico desinfló sus costados, desvió su mirada apretando los labios y sacudió la cabeza lamentando su suerte, desechando —y durante un suspiro, sopesando— alguna otra posibilidad que su buen instinto de autoconservación descartó al instante.
Pero ahí estaba.
Era algo que yo había visto muchas veces en cientos de hombres antes que en él, porque me había pasado la vida persiguiendo soldados huidos por Baslodia (y, a veces, Verisar). Había, por lo general, dos tipos de impulso en los desertores. El primero es aquel en el que los detenidos sienten alivio. No es nada raro: la mayoría no están hechos para la vida de fugitivo porque están ligados a un lugar y a una familia; además, el estrés de estar en constante movimiento, malviviendo, escondiéndose para no ser capturado, es agotador psicológicamente, y saben que, eventualmente, nadie escapa por siempre. Puede darse el caso de que, incluso en aquellos con delitos de sangre, el remordimiento y la culpa constantes representen una carga tal que deseen que se les detenga para aliviarla y purgarla. La segunda es el caso de los que no lo aceptan, y aquí hubo algo de ello: piensa que el adiestramiento militar está diseñado de tal manera que hasta el tonto del pueblo pueda reducir a alguien de manera eficiente, táctica y mecánica, reduciendo al mínimo la posibilidad de error para convertir un impulso reactivo en algo calculado, instintivo y pulido. Pero lo peor es que cuando se activa su instinto de supervivencia, no hace planes a largo plazo, porque la respuesta del cerebro es innata. Piensa en una abeja que, cuando se siente amenazada de muerte, te clava el aguijón aún a sabiendas de que eso se cobrará su propia vida; o en un lobo o un oso que se mutila para escapar del cepo, reduciendo sus posibilidades de sobrevivir a cero. Si quieres empeorarlo, suma al frágil ego de un hombre con espada la atracción de una mujer en edad de merecer: tendrás a un violador en potencia que no piensa en más allá de lo que dura una erección.
Por fortuna, ninguno de los dos hombres que allí estaban iba a tener problemas para desayunar alimentos sólidos al día siguiente.
—No gastan mucho en carteles en este lugar, pero algo de movimiento vi por ahí. — les dije a modo de réplica a las mujeres sobre la posada cuando entendí lo que me estaba pidiendo la que se me había acercado y guardé las monedas en bolso. Oí el suave roce de la ropa de la mujer morena a mi lado con sus pasos, a la vez que ella se giraba con un ademán de despedida, tranquilo, muy rápido pero muy natural.
—No te preocupes, tan solo unos metros más y te prometo que te libero —me dijo en voz baja con gesto de complicidad. Yo asentí, sonriendo por la situación.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunté mientras caminábamos acompañados por el resonar uniforme de los cascos del caballo en el empedrado medio levantado de las calles a la luz de los faroles.
A medida que avanzábamos, quedaba patente el urbanismo desbocado y aleatorio de Avant Upon Avon, haciéndose sus calles cada vez más angostas, confusas y mal iluminadas. Lejos estaban del lujo civilizado de las grandes ciudades de Lunargenta o Baslodia, pero mantenían el mismo espíritu de sus cascos antiguos —como llaman a ese emporio del robo tomado por mercaderes, comerciantes y otros traficantes, llenos de sucias tiendas en las que se exponían todo tipo de cosas bajo grandes tendederos colgantes de ropa ondeando desde las ventanas— durante la noche.
Llegamos a un bodegón que estaba lo bastante lejos de cualquier guardia y nos detuvimos un poco antes, sin llegar a estar delante de la puerta, en un pequeño cruce de caminos. No estaba muy transitado. Antes de nada, saqué del bolso las monedas que ella me dio en el punto de control de la puerta.
—Toma —le dije, poniéndole las monedas en la mano—, puedo ser un trotamundos, pero no un vagabundo. No necesito dinero.
»Puedes irte ahora, los guardias de la puerta no te darán problema de momento. Si sigues por ahí —señalé por el camino de la derecha en la bifurcación— vas a encontrar una posada; no está mal, pero, como la mayoría de las pocas que sirven comida, solo lo hacen a huéspedes, aunque si pides una cama, no tendrás que compartirla con nadie. El único huésped en el primer sueño era yo.
Por alguna razón, recordé al otro par de mujeres que llegó mientras estábamos a la entrada de Avant Upon Avon. Se habían quedado con aquellos dos guardias civiles, pero no temía que corrieran peligro después de todo. Tal vez más tarde, cuando los relevaran, saliesen a desfogar del trabajo y a tomarse un trago para recuperar su valor a costa de su cordura, que es lo que suele pasar con los hombres que se intimidan en estos casos, que necesitan de la bebida. Lo cierto es que había pocas posibilidades igualmente, porque la violación no suele ocurrir en lugares aislados, lejos del hogar, como si fuera una ilusión disociada de la vida cotidiana. Todo lo contrario. Casi ningún caso se debía al riesgo por sí mismo —a no ser en una situación de indefensión completa. Por eso a las prisioneras las vigilan otras mujeres—: suelen darse en el entorno doméstico cercano de la víctima, en su propia casa o cerca de ella. Aunque, tratándose de otra mujer que aparece en mitad de la noche, solo acompañada de otra, sin ningún grupo, ni acompañantes, ni guardias y entera, o se trata de una mujer de compañía desesperada por entrar para no quedar a merced de cualquiera extramuros, con lo cual ganará unos aeros o… en fin, otra cosa inusual. Ya me enteraría si hay movimiento en el pueblo. Yo ahora quería resguardarme del frío.
»Pero si no tienes nada mejor que hacer, ahí —señalé a la izquierda, por el otro camino— hay un bodegón que abren tras el primer sueño. Te invito a beber algo caliente. Podrías explicarme cómo se hace un festival de fruta de primavera a las puertas del invierno. Y, de paso, si todas las vampiras soléis viajar solas en plena noche para entrar en ciudades humanas.
Mánasvin
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Re: Ahora que somos felices...[Libre] [Noche]
Cuando el hombre giró en una esquina, Mina agarró a Tina y tomaron la calle opuesta. -Ni locas nos vamos con ese hombre tan extraño- dijo en voz muy baja la bruja quien apresuraba sus pasos haciendo el menor ruido posible. Soldado que huye, sirve para otra guerra.
-Esto es lo que pasa cuando te hago caso y acepto tus planes, terminamos en situaciones demasiado extrañas- sentenció, con el estómago apretado. -¿Qué nombres pusiste en el registro?- quiso saber Tina mientras recorrían las calles vacías de aquel extraño lugar.
-Lath'oya Ben'quaid-hi y Diónica Laqu'aisha- respondió Mina, causando que ambas ahogaran una risilla. -¿Cómo se te ocurren esas cosas?- preguntó de nuevo la chicadreja, logrando que la tensión del momento pasara. Llegaron a una calle más amplia, mejor iluminada y más transitada, para la tranquilidad del par de dos.
Avanzaron otro poco, admirando la arquitectura de lo que supusieron era el centro del pueblo, pues los edificios no solo eran de materiales más sólidos, también se veían más decadentes que los que estaban en el círculo más externo. -Mira, si será mentiroso ese tipo. ¡Cuántos locales abiertos!- comentó Tina. -Hmm... sí, dos.- añadió Mina, observando las tascas iluminadas, una frente a la otra, separadas por la calle.
Se encaminaron hacia la de la izquierda -porque a la derecha, jamás- pero frenaron en seco y se giraron apenas un borracho salió del local y vomitó profusamente todo el contenido de su estómago. Con total despreocupación, la bruja empujó la puerta de vaivén y entró, seguida de cerca de Tina. -Una taberna exactamente igual a todas las tabernas- comentó Mina con desdén, bastante arrepentida de haber viajado a ese lugar. -Más vale que la famosa compota sea buena- murmuró.
Se sentaron en una mesa y una sorprendida camarera apareció, mirando con extrañeza a las recién llegadas. -¿Qué van a querer?- preguntó sin dejar de mirarlas con desconfianza. -Dos cosas: que me cuentes del festival y una habitación solamente para mi amiga y para mí- dijo, pasándole un par de brillantes monedas.
-Esto es lo que pasa cuando te hago caso y acepto tus planes, terminamos en situaciones demasiado extrañas- sentenció, con el estómago apretado. -¿Qué nombres pusiste en el registro?- quiso saber Tina mientras recorrían las calles vacías de aquel extraño lugar.
-Lath'oya Ben'quaid-hi y Diónica Laqu'aisha- respondió Mina, causando que ambas ahogaran una risilla. -¿Cómo se te ocurren esas cosas?- preguntó de nuevo la chicadreja, logrando que la tensión del momento pasara. Llegaron a una calle más amplia, mejor iluminada y más transitada, para la tranquilidad del par de dos.
Avanzaron otro poco, admirando la arquitectura de lo que supusieron era el centro del pueblo, pues los edificios no solo eran de materiales más sólidos, también se veían más decadentes que los que estaban en el círculo más externo. -Mira, si será mentiroso ese tipo. ¡Cuántos locales abiertos!- comentó Tina. -Hmm... sí, dos.- añadió Mina, observando las tascas iluminadas, una frente a la otra, separadas por la calle.
Se encaminaron hacia la de la izquierda -porque a la derecha, jamás- pero frenaron en seco y se giraron apenas un borracho salió del local y vomitó profusamente todo el contenido de su estómago. Con total despreocupación, la bruja empujó la puerta de vaivén y entró, seguida de cerca de Tina. -Una taberna exactamente igual a todas las tabernas- comentó Mina con desdén, bastante arrepentida de haber viajado a ese lugar. -Más vale que la famosa compota sea buena- murmuró.
Se sentaron en una mesa y una sorprendida camarera apareció, mirando con extrañeza a las recién llegadas. -¿Qué van a querer?- preguntó sin dejar de mirarlas con desconfianza. -Dos cosas: que me cuentes del festival y una habitación solamente para mi amiga y para mí- dijo, pasándole un par de brillantes monedas.
Mina Harker
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