La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
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La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
Nadie supo que fue lo que le hizo enfadar. Tampoco sabían cómo era posible que hubiese salido de su canción. Pero esto último no le importó a Puccini, madre de dos hijos que llevaban dos días desaparecidos por el hombre que se enfadó con Baslodia. Ni a ella ni a las otras madres que habían perdido a sus hijos.
Todos los días, las madres de Baslodia, se reunían en el centro de Baslodia a llorar y a rezar a los Dioses por sus hijos. ¡Qué los Dioses los tengan en su gloria! No sabían si estaban vivos o muertos. ¿Cómo saberlo? El hombre que se enfadó no parecía un mal tipo pero… Cuando llegó a Baslodia y trajo todas esas ratas con él… Solo con recordarlo Puccini se ponía a llorar. No era la única que lloraba. Todas las mujeres estaban llorando.
Y mientras las mujeres lloraban, los hombres guardaban silencio. Armados con todo aquello que pudiera servir como arma: una legona, un rastrillo, un hacha… viajaron a la búsqueda del hombre que se enfadó. Se había escondido, pero los hombres lo encontrarían y, cuando lo hicieran, lo matarían y recuperarían a los niños. Lo que ese hombre había hecho con el poder su flauta fue terrorífico. Les cambió los niños por las ratas. ¡No hay derecho! Se merecía la muerte. ¡Muerte, muerte y muerte!
Las mujeres, en la plaza central de Baslodia, clamaban a todos los Dioses que conocían la vida de sus hijos y la muerte del flautista.
Hont, aventurero y héroe, llegó a Baslodia con el fin de encontrar a los niños perdidos por el flautista malo. Fue a salvar niños pero se quedó matando ratas. ¡La ciudad estaba llena de ratas! Parecía que cuanto más matase más ratas aparecían de la nada. Algunas de ellas eran casi tan grandes como él. Baslodia estaba invadida por las ratas. Hont nunca había visto algo así. Daba miedo y asco por partes iguales.
Pero lo peor es que las ratas se lo comían todo. Los huertos de la buena gente de Baslodia estaban destrozados por las ratas. Se habían comido hasta la última planta. Y cuando las hortalizas acabaron, las ratas comenzaron a entrar dentro de las casas en busca de los alimentos de las despensas y luego… Luego fue peor. Hont vomitó varias veces al ver el cadáver de un perro que había sido devorado por las ratas. ¡Un perro de los grandes, más grande que Hont!
Hont y algunos hombres más traídos por la Guardia de Lunargenta eran los encargados matar a las ratas. Los hombres de Baslodia habían partido en busca del flautista malo y las mujeres no hacían más que llorar. Hont había conocido grandes guerreras: Windorin, Alanna, Frea… Las mujeres de Baslodia deberían de aprender de ellas sino les pasarían como a los perros grandes.
Y, pasó: una mujer fue devorada por la plaga de ratas mientras dormía. El flautista fue muy pero que muy malo.
* Thiel: Eres uno de los voluntarios que han llegado a Baslodia con la Guardia a matar ratas. Debo señalar que no me importa cómo has llegado a formar parte de esta guarnición, aunque si deseas explicarlo, estás en tu derecho. Yo, por mi parte, no voy a ser estricto con la cronología de tu personaje. Tu deber, en este evento. Cuidar de las mujeres, salvar a los niños y devolver a las ratas y al flautista a su canción. Para ello necesitarás tres cosas: la flauta que te entregué, los niños perdidos y un misterio. El misterio se te revelará en el siguiente turno. En éste, deberás coger los dos primeros objetos. Tienes total libertad en controlar a Hont (su ficha la puedes encontrar [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]) y a los otros voluntarios, además de describir el lugar y la forma en que encuentras a los niños para devolver las ratas y al Flautista a su canción. Al Flautista no lo verás en éste primer turno. Un último consejo: Estaría bien que para que no hayan más desgracias ofrezcas coraje a las mujeres que han perdido a sus niños; te pueden ser de mucha ayuda para el siguiente turno.
Todos los días, las madres de Baslodia, se reunían en el centro de Baslodia a llorar y a rezar a los Dioses por sus hijos. ¡Qué los Dioses los tengan en su gloria! No sabían si estaban vivos o muertos. ¿Cómo saberlo? El hombre que se enfadó no parecía un mal tipo pero… Cuando llegó a Baslodia y trajo todas esas ratas con él… Solo con recordarlo Puccini se ponía a llorar. No era la única que lloraba. Todas las mujeres estaban llorando.
Y mientras las mujeres lloraban, los hombres guardaban silencio. Armados con todo aquello que pudiera servir como arma: una legona, un rastrillo, un hacha… viajaron a la búsqueda del hombre que se enfadó. Se había escondido, pero los hombres lo encontrarían y, cuando lo hicieran, lo matarían y recuperarían a los niños. Lo que ese hombre había hecho con el poder su flauta fue terrorífico. Les cambió los niños por las ratas. ¡No hay derecho! Se merecía la muerte. ¡Muerte, muerte y muerte!
Las mujeres, en la plaza central de Baslodia, clamaban a todos los Dioses que conocían la vida de sus hijos y la muerte del flautista.
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Hont, aventurero y héroe, llegó a Baslodia con el fin de encontrar a los niños perdidos por el flautista malo. Fue a salvar niños pero se quedó matando ratas. ¡La ciudad estaba llena de ratas! Parecía que cuanto más matase más ratas aparecían de la nada. Algunas de ellas eran casi tan grandes como él. Baslodia estaba invadida por las ratas. Hont nunca había visto algo así. Daba miedo y asco por partes iguales.
Pero lo peor es que las ratas se lo comían todo. Los huertos de la buena gente de Baslodia estaban destrozados por las ratas. Se habían comido hasta la última planta. Y cuando las hortalizas acabaron, las ratas comenzaron a entrar dentro de las casas en busca de los alimentos de las despensas y luego… Luego fue peor. Hont vomitó varias veces al ver el cadáver de un perro que había sido devorado por las ratas. ¡Un perro de los grandes, más grande que Hont!
Hont y algunos hombres más traídos por la Guardia de Lunargenta eran los encargados matar a las ratas. Los hombres de Baslodia habían partido en busca del flautista malo y las mujeres no hacían más que llorar. Hont había conocido grandes guerreras: Windorin, Alanna, Frea… Las mujeres de Baslodia deberían de aprender de ellas sino les pasarían como a los perros grandes.
Y, pasó: una mujer fue devorada por la plaga de ratas mientras dormía. El flautista fue muy pero que muy malo.
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ESTROFA: Canción-ven-erte
¿no es la leche estar vivo?
Para contemplar la muerte
Cuando las ratas están aquí mismo.
RESPUESTA: ¡Canción-ven-cinco!
¡Incluso cuando los niños han desaparecido!
Ver el mundo y recorrerlo
Te hace sentir contento de estar vivo.
¿no es la leche estar vivo?
Para contemplar la muerte
Cuando las ratas están aquí mismo.
RESPUESTA: ¡Canción-ven-cinco!
¡Incluso cuando los niños han desaparecido!
Ver el mundo y recorrerlo
Te hace sentir contento de estar vivo.
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* Thiel: Eres uno de los voluntarios que han llegado a Baslodia con la Guardia a matar ratas. Debo señalar que no me importa cómo has llegado a formar parte de esta guarnición, aunque si deseas explicarlo, estás en tu derecho. Yo, por mi parte, no voy a ser estricto con la cronología de tu personaje. Tu deber, en este evento. Cuidar de las mujeres, salvar a los niños y devolver a las ratas y al flautista a su canción. Para ello necesitarás tres cosas: la flauta que te entregué, los niños perdidos y un misterio. El misterio se te revelará en el siguiente turno. En éste, deberás coger los dos primeros objetos. Tienes total libertad en controlar a Hont (su ficha la puedes encontrar [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]) y a los otros voluntarios, además de describir el lugar y la forma en que encuentras a los niños para devolver las ratas y al Flautista a su canción. Al Flautista no lo verás en éste primer turno. Un último consejo: Estaría bien que para que no hayan más desgracias ofrezcas coraje a las mujeres que han perdido a sus niños; te pueden ser de mucha ayuda para el siguiente turno.
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Re: La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
El viaje de Lunargenta a Baslodia no había sido tan largo como los que sus pies estaban acostumbrados a recorrer. No obstante, pese a la corta distancia pocas personas se habían unido como voluntarias a la Guardia puesto que la tarea a realizar distaba mucho de las misiones que los hombres tanto esperaban con el fin de conseguir honor y fama. No iban a luchar a una guerra, a conquistar territorios, o a hacer uso de sus magníficas habilidades en la batalla. Iban a matar ratas.
Thiel, sin embargo, no dudó en prestar su ayuda cuando un guardia vociferaba el reclute en la plaza. No sonaba difícil y estaría contenta de ayudar, más aún cuando supo que había niños involucrados en la desgracia. Se alistó inmediatamente, ya tenía consigo todo lo que necesitaba: su vieja daga y su gran corazón; y además, entre los pliegues de su ropa, la pequeña flauta que había llegado a sus manos por casualidad.
La ciudad amurallada de Baslodia se veía más pobre y miserable de lo que había escuchado en los rumores. Las huertas devastadas y las calles repletas de cadáveres de ratas contribuían mucho a esto. El pútrido olor de los roedores junto con los despojos que dejaban a su paso obligaron a unos cuantos voluntarios, incluso algunos guardias, a detenerse para vomitar. Thiel no fue la excepción, aunque estaban urgidos a reanudar el paso prontamente. Llegaron a la plaza central de la urbe donde encontraron al montón de mujeres que gemían y lloraban los nombres de sus hijos perdidos; la imagen fue desoladora y pudo sentir cómo la boca de su estómago se retorcía de disgusto. Sin embargo, poco tardó en sentir enfado. Sabía que perder un hijo debía ser la peor desgracia, ¿pero por qué derrochaban el tiempo derramando lágrimas si tenían que estar deshaciéndose de las ratas? ¿Cómo podían dejar que su ciudad fuese arrasada por enfermizos roedores? Sin esperanza no podía existir fortaleza, y esas mujeres no tenían ni la una, ni la otra, cosa que la preocupó sobremanera.
Tras cruzar palabras con las pocas damas que podían dejar de rezongar para descubrir los detalles de la historia, los voluntarios se dispusieron a separarse en pequeños grupos para comenzar a luchar con la plaga. Algunos con sus propias armas, otros a patadas, y unos pocos avispados utilizaron redes que servían para arrear peces pequeños, por lo cual también roedores, que tras ser atrapados eran golpeados repetidas veces contra el suelo hasta que la masa dejaba de retorcerse. Entre los involucrados pudo avistar a un pequeño hombre-bestia que, por su tamaño, parecía tener dificultades con las ratas más grandes. Thiel lo observó largamente antes de acercarse a él.
-Se me ocurre que hay una tarea que están descuidando y nosotros podríamos tomar parte, ¿no crees? –El joven la miró desde abajo, deteniendo sus quehaceres. Parecía confundido, aunque una sonrisa por parte suya le indicó a la muchacha que podía contar con él- Soy Thiel, ¿querrías ayudarme, eh…? –Hont. –Interrumpió el jovencito- Me llamo Hont. Y claro que sí.
La tarea a la cual se refería era la de subir la moral de la gente. Al menos una treintena de madres desesperanzadas estaban desperdiciando el tiempo en lloriqueos que, aunque sin duda eran justificados, no servían para nada si sus fuerzas podían utilizarse para otras faenas.
Indicó a Hont que le ayudara a recoger las flores que crecían a un costado de la plaza. Pertenecían a plantas espinosas que parecían causarles rechazo a las ratas. Una a una, ambos recolectaron suficientes para repartirlas a cada mujer y, bajo instrucciones de la joven, se acercaron a ellas para entregarlas. Al principio, las damas los observaron con curiosidad y rechazo a partes iguales. ¿Por qué ese par de niños ilusos creía que podrían consolarlas así? La respuesta llegó pronto cuando Thiel, parada en el medio del tumulto con el pequeño Hont a su lado, habló en voz alta. –Cada una de ustedes tiene en sus manos una flor recién arrancada. Yo les prometo, madres, que antes de que esas flores se marchiten y pierdan su último pétalo tendrán a sus niños de vuelta. Hasta entonces, todos debemos ayudar para deshacernos de estos bichos, ¡no pierdan las esperanzas!
La promesa suscitó en la muchedumbre susurros e inquietud. Las miradas eran intercambiadas y varias veces vueltas a poner sobre la licántropa que se mantenía estoica en su posición, con el porte más seguro del mundo, aunque incluso su bajito ayudante la miraba con escepticismo. Por dentro, sólo podía albergar la fe de que conseguirían resolver el dilema lo más pronto posible y que los críos estaban a salvo. A decir verdad, no tenía ni la más mínima idea de cómo lograrían hacerlo y ocultaba sus manos tras la espalda para que nadie notase que estaba temblando.
Su nerviosismo amainó cuando vio cómo algunas mujeres parecían aceptar el juramento. En el cabello, en los bolsillos de sus delantales o detrás de la oreja, cada una depositó la flor que le fue otorgada y lentamente se dispersaron, dispuestas a sumar sus fuerzas donde fuesen necesitadas.
-¡Estás loca! ¿Cómo puedes hacer un juramento así? ¿Qué tal si no…? –Hont vociferaba desde abajo con gesto contrariado. Ella se encogió de hombros y le dedicó las mismas palabras que se repetía internamente a sí misma una y otra vez para no ser devorada por los nervios causados por la responsabilidad que acababa de ponerse encima- Podremos, yo sé que podremos. ¿Me acompañarás? –El jovencito escrutó el suelo durante unos instantes, pensativo, y Thiel estuvo segura de que iba a abandonar hasta que lo vio alzar la vista con renovados ánimos y declaró- ¡Por supuesto!
Sonrió ampliamente antes de darse la media vuelta para recorrer el entorno con la mirada. Fue entonces cuando vio a un niño de unos ocho años caminando cabizbajo por una callejuela, esquivando a las ratas con expresión compungida. ¿Cómo es que estaba allí? ¿No se suponía que todos los infantes habían sido secuestrados? Corrió hacia el pequeño, que al tener la mirada clavada en el suelo no advirtió la presencia de la muchacha hasta tenerla a un metro de distancia. Pegó un respingo y la observó, aunque más que susto en sus ojos Thiel creyó encontrar hastío- ¡Hola! –Se agachó para quedar a su altura y le dedicó una sonrisa que tuvo que forzar dada la situación. El chiquillo la miró, absorto, como sin creer que alguien le estuviese dirigiendo la palabra- ¿Cómo es que estás aquí? ¿Por qué tú no… –No supo cómo preguntar por qué no había sido secuestrado al igual que sus contemporáneos… al menos sin que sonase espantoso. Carraspeó, pero cuando quiso seguir hablando una mujer que parecía apurada por llegar a algún sitio le habló sin parar de caminar- Es Timoteo el huérfano, niña. Y no te va a responder, está sordo como una tapia.
Thiel lo volvió a mirar, evidentemente el chiquillo no había escuchado ni una palabra, aunque a juzgar por su expresión parecía entender que, probablemente como muchas otras veces, su presencia había sido desestimada. Frunció el ceño y pateó una rata que le pasaba por al lado, y ante esto la joven loba suspiró. Con razón estaba allí, ¡no había podido escuchar la flauta! Pensó, no obstante, que probablemente no era ajeno a toda la situación; tenía que haber visto algo. Se acuclilló frente a él y tomó una ramita que yacía a un costado. Ella apenas sabía escribir, y dudaba que el niño pudiese leer. De la mejor manera que pudo, garabateó en el polvoriento suelo una hilera de niños detrás de un hombre con una flauta en los labios… todo con palos y círculos, muy elemental. Al ver su propio dibujo resopló pensando que el crío jamás podría interpretar los ideogramas. No obstante, sintió como la infantil mano tomaba la propia y, urgido, el pequeño sordo la tironeaba y señalaba hacia la gran puerta de la ciudad. ¡Parecía haber entendido! Thiel a su vez tomó de la mano a Hont para llevarlo consigo y, trastabillando, comenzó a seguir al infante.
Thiel, sin embargo, no dudó en prestar su ayuda cuando un guardia vociferaba el reclute en la plaza. No sonaba difícil y estaría contenta de ayudar, más aún cuando supo que había niños involucrados en la desgracia. Se alistó inmediatamente, ya tenía consigo todo lo que necesitaba: su vieja daga y su gran corazón; y además, entre los pliegues de su ropa, la pequeña flauta que había llegado a sus manos por casualidad.
La ciudad amurallada de Baslodia se veía más pobre y miserable de lo que había escuchado en los rumores. Las huertas devastadas y las calles repletas de cadáveres de ratas contribuían mucho a esto. El pútrido olor de los roedores junto con los despojos que dejaban a su paso obligaron a unos cuantos voluntarios, incluso algunos guardias, a detenerse para vomitar. Thiel no fue la excepción, aunque estaban urgidos a reanudar el paso prontamente. Llegaron a la plaza central de la urbe donde encontraron al montón de mujeres que gemían y lloraban los nombres de sus hijos perdidos; la imagen fue desoladora y pudo sentir cómo la boca de su estómago se retorcía de disgusto. Sin embargo, poco tardó en sentir enfado. Sabía que perder un hijo debía ser la peor desgracia, ¿pero por qué derrochaban el tiempo derramando lágrimas si tenían que estar deshaciéndose de las ratas? ¿Cómo podían dejar que su ciudad fuese arrasada por enfermizos roedores? Sin esperanza no podía existir fortaleza, y esas mujeres no tenían ni la una, ni la otra, cosa que la preocupó sobremanera.
Tras cruzar palabras con las pocas damas que podían dejar de rezongar para descubrir los detalles de la historia, los voluntarios se dispusieron a separarse en pequeños grupos para comenzar a luchar con la plaga. Algunos con sus propias armas, otros a patadas, y unos pocos avispados utilizaron redes que servían para arrear peces pequeños, por lo cual también roedores, que tras ser atrapados eran golpeados repetidas veces contra el suelo hasta que la masa dejaba de retorcerse. Entre los involucrados pudo avistar a un pequeño hombre-bestia que, por su tamaño, parecía tener dificultades con las ratas más grandes. Thiel lo observó largamente antes de acercarse a él.
-Se me ocurre que hay una tarea que están descuidando y nosotros podríamos tomar parte, ¿no crees? –El joven la miró desde abajo, deteniendo sus quehaceres. Parecía confundido, aunque una sonrisa por parte suya le indicó a la muchacha que podía contar con él- Soy Thiel, ¿querrías ayudarme, eh…? –Hont. –Interrumpió el jovencito- Me llamo Hont. Y claro que sí.
La tarea a la cual se refería era la de subir la moral de la gente. Al menos una treintena de madres desesperanzadas estaban desperdiciando el tiempo en lloriqueos que, aunque sin duda eran justificados, no servían para nada si sus fuerzas podían utilizarse para otras faenas.
Indicó a Hont que le ayudara a recoger las flores que crecían a un costado de la plaza. Pertenecían a plantas espinosas que parecían causarles rechazo a las ratas. Una a una, ambos recolectaron suficientes para repartirlas a cada mujer y, bajo instrucciones de la joven, se acercaron a ellas para entregarlas. Al principio, las damas los observaron con curiosidad y rechazo a partes iguales. ¿Por qué ese par de niños ilusos creía que podrían consolarlas así? La respuesta llegó pronto cuando Thiel, parada en el medio del tumulto con el pequeño Hont a su lado, habló en voz alta. –Cada una de ustedes tiene en sus manos una flor recién arrancada. Yo les prometo, madres, que antes de que esas flores se marchiten y pierdan su último pétalo tendrán a sus niños de vuelta. Hasta entonces, todos debemos ayudar para deshacernos de estos bichos, ¡no pierdan las esperanzas!
La promesa suscitó en la muchedumbre susurros e inquietud. Las miradas eran intercambiadas y varias veces vueltas a poner sobre la licántropa que se mantenía estoica en su posición, con el porte más seguro del mundo, aunque incluso su bajito ayudante la miraba con escepticismo. Por dentro, sólo podía albergar la fe de que conseguirían resolver el dilema lo más pronto posible y que los críos estaban a salvo. A decir verdad, no tenía ni la más mínima idea de cómo lograrían hacerlo y ocultaba sus manos tras la espalda para que nadie notase que estaba temblando.
Su nerviosismo amainó cuando vio cómo algunas mujeres parecían aceptar el juramento. En el cabello, en los bolsillos de sus delantales o detrás de la oreja, cada una depositó la flor que le fue otorgada y lentamente se dispersaron, dispuestas a sumar sus fuerzas donde fuesen necesitadas.
-¡Estás loca! ¿Cómo puedes hacer un juramento así? ¿Qué tal si no…? –Hont vociferaba desde abajo con gesto contrariado. Ella se encogió de hombros y le dedicó las mismas palabras que se repetía internamente a sí misma una y otra vez para no ser devorada por los nervios causados por la responsabilidad que acababa de ponerse encima- Podremos, yo sé que podremos. ¿Me acompañarás? –El jovencito escrutó el suelo durante unos instantes, pensativo, y Thiel estuvo segura de que iba a abandonar hasta que lo vio alzar la vista con renovados ánimos y declaró- ¡Por supuesto!
Sonrió ampliamente antes de darse la media vuelta para recorrer el entorno con la mirada. Fue entonces cuando vio a un niño de unos ocho años caminando cabizbajo por una callejuela, esquivando a las ratas con expresión compungida. ¿Cómo es que estaba allí? ¿No se suponía que todos los infantes habían sido secuestrados? Corrió hacia el pequeño, que al tener la mirada clavada en el suelo no advirtió la presencia de la muchacha hasta tenerla a un metro de distancia. Pegó un respingo y la observó, aunque más que susto en sus ojos Thiel creyó encontrar hastío- ¡Hola! –Se agachó para quedar a su altura y le dedicó una sonrisa que tuvo que forzar dada la situación. El chiquillo la miró, absorto, como sin creer que alguien le estuviese dirigiendo la palabra- ¿Cómo es que estás aquí? ¿Por qué tú no… –No supo cómo preguntar por qué no había sido secuestrado al igual que sus contemporáneos… al menos sin que sonase espantoso. Carraspeó, pero cuando quiso seguir hablando una mujer que parecía apurada por llegar a algún sitio le habló sin parar de caminar- Es Timoteo el huérfano, niña. Y no te va a responder, está sordo como una tapia.
Thiel lo volvió a mirar, evidentemente el chiquillo no había escuchado ni una palabra, aunque a juzgar por su expresión parecía entender que, probablemente como muchas otras veces, su presencia había sido desestimada. Frunció el ceño y pateó una rata que le pasaba por al lado, y ante esto la joven loba suspiró. Con razón estaba allí, ¡no había podido escuchar la flauta! Pensó, no obstante, que probablemente no era ajeno a toda la situación; tenía que haber visto algo. Se acuclilló frente a él y tomó una ramita que yacía a un costado. Ella apenas sabía escribir, y dudaba que el niño pudiese leer. De la mejor manera que pudo, garabateó en el polvoriento suelo una hilera de niños detrás de un hombre con una flauta en los labios… todo con palos y círculos, muy elemental. Al ver su propio dibujo resopló pensando que el crío jamás podría interpretar los ideogramas. No obstante, sintió como la infantil mano tomaba la propia y, urgido, el pequeño sordo la tironeaba y señalaba hacia la gran puerta de la ciudad. ¡Parecía haber entendido! Thiel a su vez tomó de la mano a Hont para llevarlo consigo y, trastabillando, comenzó a seguir al infante.
Thiel
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Re: La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
Aunque no pudiera escuchar nada, era una condena ver a la gente llorar. Una auténtica condena. Algunas de las madres de sus amigos le miraban con desprecio. Gritaban. Aunque no les pudiera escuchar, sabía, por como movían la boca escupiendo saliva y llorando, que le estaban gritando. Y quienes no le gritaban, hacían como si no existiese.
Timoteo también lloró y escupió saliva con sus gritos, pero estos no iban hacia nadie más que el flautista que se llevó a sus amigos. No podía culpar a otras personas por hacer lo mismo lo que él hacía.
Gran Pa, un hombre gordo muy amable que ayudaba a los niños sin padres como Timoteo, le dijo, con lenguaje de signos, que las madres necesitaban culpar a alguien. Si no podían culpar al flautista porque había desaparecido, culpaban al niño por ser sordo y no poder estar con el resto. Como Timoteo tuviera la culpa de haber nacido siendo sordo y sin tener padres que le llorasen.
La única persona que podría llamar papá sin serlo de verdad, era el Gran Pa, el hombre gordo y amable que ayudaba a todos. Tan bueno era el hombre que, cuando llegaron las ratas, Gran Pa, pasaba los días haciendo todas las tareas posibles para ayudar a gente. Ya no tenía tiempo para estar con Timoteo.
Y el niño lloró y gritó escupiendo saliva. Estaba solo y sufría de marginación por ser el único niño que se salvó del flautista. Era una auténtica condena.
Entonces vino ella, una chica joven y guapa que le sonrió. Tenía una sonrisa sincera y pura. ¡Qué guapa era! Timoteo se enamoró de ella. No sabía si era por su belleza o porque era la primera persona que le sonrió desde hacía mucho tiempo o por ambas cosas al mismo tiempo. Pero sabía que le gustaba la chica. ¡Dio gracias que la chica estuviera con él!
La chica dibujó algo en la tierra: unas figuras pequeñas y otra más grande con un palo en la boca. ¡Los niños y el flautista! Timoteo tuvo que resistir no llorar en cuanto comprendió la imagen. Asintió a la chica y, luego, dibujo un círculo con un agujero al lado de donde estaba dibujado el flautista en el suelo. Era una cueva, mal dibujada pero una cueva al fin al cabo.
Cuando terminó el dibujo, saltó y abrazó a la chica. –Gracias- dijo entre lágrimas –muchas gracias-. Fue lo primero que decía desde hacía semanas.
Cuando terminó de abrazar a la chica, cogió un trozo de madera comenzó a darle golpes con un par de palos como si fuera un tambor. Esperaba a que la chica lo entendiera.
* Thiel: Me gustó la idea del niño sordo, ha sido muy interesante y te la aplaudo. Él sabe cuál es el misterio que antes no te desvelé. Es la música. Debes de hacer una canción capaz de atraer a las ratas y llevarlas a la cueva donde está el flautista con los niños. Tu flauta forma parte de esa canción, pero no es suficiente. Las mujeres, agradecidas por la promesa que les has hecho, te ayudarán a formar la canción. No voy a decir que salves a los niños. Sé que lo harás.
Timoteo también lloró y escupió saliva con sus gritos, pero estos no iban hacia nadie más que el flautista que se llevó a sus amigos. No podía culpar a otras personas por hacer lo mismo lo que él hacía.
Gran Pa, un hombre gordo muy amable que ayudaba a los niños sin padres como Timoteo, le dijo, con lenguaje de signos, que las madres necesitaban culpar a alguien. Si no podían culpar al flautista porque había desaparecido, culpaban al niño por ser sordo y no poder estar con el resto. Como Timoteo tuviera la culpa de haber nacido siendo sordo y sin tener padres que le llorasen.
La única persona que podría llamar papá sin serlo de verdad, era el Gran Pa, el hombre gordo y amable que ayudaba a todos. Tan bueno era el hombre que, cuando llegaron las ratas, Gran Pa, pasaba los días haciendo todas las tareas posibles para ayudar a gente. Ya no tenía tiempo para estar con Timoteo.
Y el niño lloró y gritó escupiendo saliva. Estaba solo y sufría de marginación por ser el único niño que se salvó del flautista. Era una auténtica condena.
Entonces vino ella, una chica joven y guapa que le sonrió. Tenía una sonrisa sincera y pura. ¡Qué guapa era! Timoteo se enamoró de ella. No sabía si era por su belleza o porque era la primera persona que le sonrió desde hacía mucho tiempo o por ambas cosas al mismo tiempo. Pero sabía que le gustaba la chica. ¡Dio gracias que la chica estuviera con él!
La chica dibujó algo en la tierra: unas figuras pequeñas y otra más grande con un palo en la boca. ¡Los niños y el flautista! Timoteo tuvo que resistir no llorar en cuanto comprendió la imagen. Asintió a la chica y, luego, dibujo un círculo con un agujero al lado de donde estaba dibujado el flautista en el suelo. Era una cueva, mal dibujada pero una cueva al fin al cabo.
Cuando terminó el dibujo, saltó y abrazó a la chica. –Gracias- dijo entre lágrimas –muchas gracias-. Fue lo primero que decía desde hacía semanas.
Cuando terminó de abrazar a la chica, cogió un trozo de madera comenzó a darle golpes con un par de palos como si fuera un tambor. Esperaba a que la chica lo entendiera.
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* Thiel: Me gustó la idea del niño sordo, ha sido muy interesante y te la aplaudo. Él sabe cuál es el misterio que antes no te desvelé. Es la música. Debes de hacer una canción capaz de atraer a las ratas y llevarlas a la cueva donde está el flautista con los niños. Tu flauta forma parte de esa canción, pero no es suficiente. Las mujeres, agradecidas por la promesa que les has hecho, te ayudarán a formar la canción. No voy a decir que salves a los niños. Sé que lo harás.
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Re: La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
Fue evidente que el niño era consciente de toda la situación y había entendido lo que Thiel intentó decirle. Al igual que ella había hecho, el pequeño hizo un dibujo en el suelo luego de haber demostrado entusiasmo y una gran implicación en el asunto; poco tardó en plasmar a sus pies el boceto de lo que parecía una cueva que contenía al flautista. ¡Así que allí estaban! Dejó escapar un profuso suspiro de alivio al pensar que por suerte Timoteo había dibujado una cueva, y no un río o un acantilado. Tenían que estar a salvo. Secuestrados y aterrados, pero a salvo.
De pronto se vio envuelta en el abrazo del infante. Su voz quebrada bastó para que los ojos de Thiel se empañasen en lágrimas, sobrecogida por la actitud del niño. Lo apretó fuertemente entre sus brazos y le revolvió el cabello antes de volver a erguirse para observar que su menudo interlocutor parecía tener algo más que aportar… y sí que lo tenía. Cuando percutió el trozo de madera con dos improvisadas baquetas, los ojos de la muchacha se abrieron de par en par y llevó una mano a la flauta que descansaba junto a su pequeña daga.
¡Claro! Si el flautista se los había llevado con música, con música volverían los niños y se desharían de las ratas.
Con el fluctuante ritmo siendo marcado por Timoteo, Thiel se aprestó a llevarse el instrumento a los labios. Ella no tenía idea de cómo tocar la flauta, pero algo en su fuero interno la instó a, por lo menos, intentarlo. Su instinto solía tener la razón, y ésta vez le quemaba las entrañas clamándole que lo siguiese. Sopló. Primero brotaron horribles chillidos que, por mágicos o por espantosos, llamaron la atención de algunas de las ratas que pasaban cerca haciéndolas detenerse y alzar las pequeñas orejas mientras olisqueaban el aire. Tal como hizo la primera vez que probó la flauta, siguió intentando hasta controlar mejor el flujo del aire y lograr sacar sonidos más sedosos y apacibles. Se parecían a los cantos de las aves de todo el continente, mezclándose y dividiéndose formando interesantes melodías. Los roedores más próximos terminaron deteniéndose por completo y acercándose a la flautista, no obstante los animales más lejanos no parecían caer bajo el efecto de la música.
Los bellos sonidos finalizaron abruptamente cuando Thiel despejó sus labios para indicar a Hont, que la había estado mirando perplejo, cómo podía ayudarla- ¡Las ratas reaccionan a la música! Pero yo sola no soy suficiente. Ayúdame, Hont, ¡que Baslodia sea una sola melodía! –Antes de que los roedores pudiesen dispersarse, retomó la improvisada composición y se dispuso a caminar por las calles hacia la salida de la ciudad amurallada. El joven-bestia no tardó en prestar su ayuda. Caminando detrás de Thiel, comenzó a vociferar con su desafinada, aniñada, pero potente voz:
Un par de regordetas mujeres miraron al trío con escepticismo. La joven loba les hizo un gesto con la cabeza para que se uniesen y, añadiendo las señas hechas por Hont con sus diminutas manos, las damas terminaron sumándose al grupo. Tímidas, comenzaron a repetir las estrofas cantadas por la zarigüella.
Thiel, Hont y el pequeño tamborilero sordo cruzaron lentamente la ciudad. A su paso, tanto ratas como mujeres con flores se sumaban a la procesión llamadas por sus compañeras.
La melodía funcionaba como una especie de mantra. Sin principio ni fin, era una canción continua y monótona, no por ello aburrida, que avanzaba junto con la multitud. El sonido vibraba homogéneo, ninguna voz sobresalía por encima de la flauta.
Sin apuro y sin descanso, terminaron llegando a las afueras de Baslodia. Las extensas tierras, afortunadamente, no tenían muchas cuevas. Thiel encaró a la más cercana y la que tenía la boca más grande. Tras ella sus dos compañeros, las madres y un interminable manchón oscuro que se movía como un mar tras la multitud: las ratas.
Se acercaron a la caverna hasta detenerse a unos tres metros de la salida. La música se metía y retumbaba en su interior hasta ser devuelta afuera, distorsionada. Thiel no detenía la melodía; largos minutos pasaron sin que nadie se moviese de su lugar. ¿Sería allí? ¿Había sido lo correcto seguir ciegamente al niño sordo? Había llevado consigo a todas las mujeres de la ciudad, dicha responsabilidad le pesó en los hombros. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si los críos habían tenido un destino mucho peor que el que imaginaba?
Su exhalación temblequeó y la flauta gimió. Miró hacia atrás con gesto perturbado, no obstante lo que encontró acalló sus inquietudes. Todas las mujeres cantaban sin parar, con los puños apretados y el ceño fruncido. No pensaban detenerse hasta ver a sus niños. Su esperanza, esa que Thiel no había podido encontrar en su llegada a la ciudad, ahora era más fuerte que sus dudas.
Volvió a entonar con su instrumento la melodía al tiempo en que daba un par de pasos más hacia la entrada de la cueva. Sopló y sopló. Y entonces la canción sufrió un exabrupto, como un respingo generalizado, cuando una cabecita rubia y llena de tierra se asomó a la salida. La música pronto fue retomada, excepto por una de las madres que se desprendió de la multitud para salir corriendo y estrechar a ese niño en un abrazo. Los dos lloraron. Luego, cuando fueron saliendo otros niños, lloraron muchos más.
Así, uno a uno, los infantes fueron expelidos por la oscura caverna. De todas las edades, flacos, rellenos, altos, bajitos, los que reían de felicidad y los que lloraban por el mismo motivo. La muchedumbre se agitaba entre abrazos, gritos de júbilo, llanto y risas. Thiel, Hont y Timoteo siguieron tocando su música hasta que el último infante hubo salido. Incluso lo siguieron haciendo cuando vieron cómo un hombre delgado, ceñudo y con ropas muy peculiares se asomó también a la boca de la cueva. Tenía una flauta en la boca y soplaba de modo histérico al ver que ya nadie le hacía caso. Bueno, casi nadie. Las ratas, como un oleaje embravecido, se abalanzaron sobre el hombre mientras ingresaban a la caverna. La música malvada cesó y los gritos se perdieron entre los chillidos de los roedores.
Thiel, al fin, alejó el instrumento de sus labios para tomar una gran bocanada de aire. Sentía un gran acongojo en el pecho y apenas entonces se dio cuenta de que por sus mejillas también habían estado corriendo las lágrimas. Se limpió el rostro con una mano y se arrodilló en el suelo para estrechar en un fuerte abrazo a sus dos pequeños ayudantes y, así, dar por terminada la aventura.
La gente retornó alegremente a sus hogares, tomándose de las manos y cantando la canción que los había llevado hasta allí. Al llegar se encontraron con los hombres que habían salido a buscar a sus hijos sin éxito. Les contaron lo sucedido y los jubilosos niños les enseñaron la canción. Sin duda, la composición del peculiar trío se seguiría cantando en Baslodia por mucho tiempo.
De pronto se vio envuelta en el abrazo del infante. Su voz quebrada bastó para que los ojos de Thiel se empañasen en lágrimas, sobrecogida por la actitud del niño. Lo apretó fuertemente entre sus brazos y le revolvió el cabello antes de volver a erguirse para observar que su menudo interlocutor parecía tener algo más que aportar… y sí que lo tenía. Cuando percutió el trozo de madera con dos improvisadas baquetas, los ojos de la muchacha se abrieron de par en par y llevó una mano a la flauta que descansaba junto a su pequeña daga.
¡Claro! Si el flautista se los había llevado con música, con música volverían los niños y se desharían de las ratas.
Con el fluctuante ritmo siendo marcado por Timoteo, Thiel se aprestó a llevarse el instrumento a los labios. Ella no tenía idea de cómo tocar la flauta, pero algo en su fuero interno la instó a, por lo menos, intentarlo. Su instinto solía tener la razón, y ésta vez le quemaba las entrañas clamándole que lo siguiese. Sopló. Primero brotaron horribles chillidos que, por mágicos o por espantosos, llamaron la atención de algunas de las ratas que pasaban cerca haciéndolas detenerse y alzar las pequeñas orejas mientras olisqueaban el aire. Tal como hizo la primera vez que probó la flauta, siguió intentando hasta controlar mejor el flujo del aire y lograr sacar sonidos más sedosos y apacibles. Se parecían a los cantos de las aves de todo el continente, mezclándose y dividiéndose formando interesantes melodías. Los roedores más próximos terminaron deteniéndose por completo y acercándose a la flautista, no obstante los animales más lejanos no parecían caer bajo el efecto de la música.
Los bellos sonidos finalizaron abruptamente cuando Thiel despejó sus labios para indicar a Hont, que la había estado mirando perplejo, cómo podía ayudarla- ¡Las ratas reaccionan a la música! Pero yo sola no soy suficiente. Ayúdame, Hont, ¡que Baslodia sea una sola melodía! –Antes de que los roedores pudiesen dispersarse, retomó la improvisada composición y se dispuso a caminar por las calles hacia la salida de la ciudad amurallada. El joven-bestia no tardó en prestar su ayuda. Caminando detrás de Thiel, comenzó a vociferar con su desafinada, aniñada, pero potente voz:
¡Con el tambor y con la flauta,
roedores hambrientos irán
al trueque con el flautista,
niños por ratas serán!
roedores hambrientos irán
al trueque con el flautista,
niños por ratas serán!
Un par de regordetas mujeres miraron al trío con escepticismo. La joven loba les hizo un gesto con la cabeza para que se uniesen y, añadiendo las señas hechas por Hont con sus diminutas manos, las damas terminaron sumándose al grupo. Tímidas, comenzaron a repetir las estrofas cantadas por la zarigüella.
¡El flautista está en la cueva
en la cueva los niños están!
¡La flautista ya nos lleva
sus niños a salvo tendrán!
en la cueva los niños están!
¡La flautista ya nos lleva
sus niños a salvo tendrán!
Thiel, Hont y el pequeño tamborilero sordo cruzaron lentamente la ciudad. A su paso, tanto ratas como mujeres con flores se sumaban a la procesión llamadas por sus compañeras.
La melodía funcionaba como una especie de mantra. Sin principio ni fin, era una canción continua y monótona, no por ello aburrida, que avanzaba junto con la multitud. El sonido vibraba homogéneo, ninguna voz sobresalía por encima de la flauta.
Sin apuro y sin descanso, terminaron llegando a las afueras de Baslodia. Las extensas tierras, afortunadamente, no tenían muchas cuevas. Thiel encaró a la más cercana y la que tenía la boca más grande. Tras ella sus dos compañeros, las madres y un interminable manchón oscuro que se movía como un mar tras la multitud: las ratas.
Se acercaron a la caverna hasta detenerse a unos tres metros de la salida. La música se metía y retumbaba en su interior hasta ser devuelta afuera, distorsionada. Thiel no detenía la melodía; largos minutos pasaron sin que nadie se moviese de su lugar. ¿Sería allí? ¿Había sido lo correcto seguir ciegamente al niño sordo? Había llevado consigo a todas las mujeres de la ciudad, dicha responsabilidad le pesó en los hombros. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si los críos habían tenido un destino mucho peor que el que imaginaba?
Su exhalación temblequeó y la flauta gimió. Miró hacia atrás con gesto perturbado, no obstante lo que encontró acalló sus inquietudes. Todas las mujeres cantaban sin parar, con los puños apretados y el ceño fruncido. No pensaban detenerse hasta ver a sus niños. Su esperanza, esa que Thiel no había podido encontrar en su llegada a la ciudad, ahora era más fuerte que sus dudas.
Volvió a entonar con su instrumento la melodía al tiempo en que daba un par de pasos más hacia la entrada de la cueva. Sopló y sopló. Y entonces la canción sufrió un exabrupto, como un respingo generalizado, cuando una cabecita rubia y llena de tierra se asomó a la salida. La música pronto fue retomada, excepto por una de las madres que se desprendió de la multitud para salir corriendo y estrechar a ese niño en un abrazo. Los dos lloraron. Luego, cuando fueron saliendo otros niños, lloraron muchos más.
Así, uno a uno, los infantes fueron expelidos por la oscura caverna. De todas las edades, flacos, rellenos, altos, bajitos, los que reían de felicidad y los que lloraban por el mismo motivo. La muchedumbre se agitaba entre abrazos, gritos de júbilo, llanto y risas. Thiel, Hont y Timoteo siguieron tocando su música hasta que el último infante hubo salido. Incluso lo siguieron haciendo cuando vieron cómo un hombre delgado, ceñudo y con ropas muy peculiares se asomó también a la boca de la cueva. Tenía una flauta en la boca y soplaba de modo histérico al ver que ya nadie le hacía caso. Bueno, casi nadie. Las ratas, como un oleaje embravecido, se abalanzaron sobre el hombre mientras ingresaban a la caverna. La música malvada cesó y los gritos se perdieron entre los chillidos de los roedores.
Thiel, al fin, alejó el instrumento de sus labios para tomar una gran bocanada de aire. Sentía un gran acongojo en el pecho y apenas entonces se dio cuenta de que por sus mejillas también habían estado corriendo las lágrimas. Se limpió el rostro con una mano y se arrodilló en el suelo para estrechar en un fuerte abrazo a sus dos pequeños ayudantes y, así, dar por terminada la aventura.
La gente retornó alegremente a sus hogares, tomándose de las manos y cantando la canción que los había llevado hasta allí. Al llegar se encontraron con los hombres que habían salido a buscar a sus hijos sin éxito. Les contaron lo sucedido y los jubilosos niños les enseñaron la canción. Sin duda, la composición del peculiar trío se seguiría cantando en Baslodia por mucho tiempo.
Thiel
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Re: La Canción del Flautista [Megaevento: Historial del juglar]
Aunque no pudiera escuchar nada, podía imaginarse la música. No con sonidos pues, al ser sordo de nacimiento, no conocía lo que era. La música se la imaginaba con colores y sonrisas. En su ilusión, una enorme nube con todos los colores del arcoíris, flotaba por allá que fuera la chica con la flauta y las otras mujeres de Baslodia, todas ellas con una sonrisa en la boca y otra en el corazón; Timoteo también imaginó corazones con sonrisas. Toda aquella visión era la imagen de lo que para él era la alegría y la esperanza. ¡Una gran alegría!
Timoteo levantó sus manos y gritó de alegría. Iban a salvar a los niños, estaba convencido de que no podían fallar. Con la chica guapa de su parte era imposible fracasar.
La música que no escuchaba pero sabía que colores tenía, llegó hacia la cueva que había intentado dibujar. Los niños salieron al escuchar lo que Timoteo no podía. Las madres gritaron de alegría, lo supo por cómo movían sus bocas, los niños también lo hicieron y todos, madres e hijos, se abrazaron mientras el malvado flautista se quedaba con las ratas. Todos a excepción de Timoteo quien no tenía madre a quién abrazar.
Por un momento, estuvo a punto de echarse a llorar. Tenía envidia de los niños. Sí, habían sido secuestrados por un tipo muy malo y habían sufrido cosas terribles; pero al final, tenían a alguien a quien abrazar. Alguien que iba a estar siempre con ellos.
Sin pensarlo dos veces, en un acto de puro egoísmo infantil, el niño abrazó a la chica que había salvado Baslodía; de pie, apenas llegaba a su cintura. El hombre bestia que les había acompañados saltó encima de su cabeza y se unió en el abrazo. Él fue quien habló primero, Timoteo vio sus labios. No le hizo falta escucharlo para saber lo que dijo:
-Gracias- repitió Timoteo lo que estaba seguro que había dicho el hombrecillo bestia.
* Thiel: Felicidades por el tema, no solo has salvado a los niños y devuelto al flautista y a las ratas a su canción sino que has hecho un nuevo amigo. Bien hecho.
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Objeto: Flauta de Harmelín
Timoteo levantó sus manos y gritó de alegría. Iban a salvar a los niños, estaba convencido de que no podían fallar. Con la chica guapa de su parte era imposible fracasar.
La música que no escuchaba pero sabía que colores tenía, llegó hacia la cueva que había intentado dibujar. Los niños salieron al escuchar lo que Timoteo no podía. Las madres gritaron de alegría, lo supo por cómo movían sus bocas, los niños también lo hicieron y todos, madres e hijos, se abrazaron mientras el malvado flautista se quedaba con las ratas. Todos a excepción de Timoteo quien no tenía madre a quién abrazar.
Por un momento, estuvo a punto de echarse a llorar. Tenía envidia de los niños. Sí, habían sido secuestrados por un tipo muy malo y habían sufrido cosas terribles; pero al final, tenían a alguien a quien abrazar. Alguien que iba a estar siempre con ellos.
Sin pensarlo dos veces, en un acto de puro egoísmo infantil, el niño abrazó a la chica que había salvado Baslodía; de pie, apenas llegaba a su cintura. El hombre bestia que les había acompañados saltó encima de su cabeza y se unió en el abrazo. Él fue quien habló primero, Timoteo vio sus labios. No le hizo falta escucharlo para saber lo que dijo:
-Gracias- repitió Timoteo lo que estaba seguro que había dicho el hombrecillo bestia.
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Objeto: Flauta de Harmelín
- Flauta de Harmelín:
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¿Acaso esperabas otra recompensa que no fuera la flauta? Me temo que no puedo ser muy original con un objeto como éste. Su habilidad, obviamente, es la de poder atraer e hipnotizar a cualquier animal tal como el flautista hace con las ratas. Perros, gatos, osos y, por su puesto ratas, estarán a tu merced con este objeto. Esta habilidad la podrás utilizar un máximo de tres veces, una vez realizados los usos, te quedará una simple flauta normal y corriente.
Sigel
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