Caminos que cruzan las historias del pasado [Privado] [Eretria]
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Caminos que cruzan las historias del pasado [Privado] [Eretria]
La luna empezaba a asomarse por entre las copas de los árboles. Podía verla a través de la ventana. ¿Qué depararía a esta noche aparentemente tranquila? ¿Otro brujo? ¿Otro ataque? Los elfos del clan Telanadas habían vivido, en poco tiempo, demasiadas penurias. Y aún así seguían manteniendo su cordura y amabilidad. Seguían viéndola como una salvadora, ignorando el hecho de que no era alguien importante. Para ellos sí. Sentada en la cama, esperó. Ingela había partido esa mañana, se suponía que a Lunargenta. Si Helyare se decidía a partir hacia el norte, ambas se reunirían en el puerto de Baslodia. Pero, ¿quería irse? Se le encogía el corazón cada vez que lo pensaba.
De quien sí o sí debía despedirse era de Aranarth. Esa misma mañana marcharía hacia donde estaba el clan Eytherzair, portando el cuerpo calcinado de Shairel. Había sido un plan de Ingela para intentar esquivar la muerte pero, ¿a qué precio? No dejaba de comerse la cabeza pensando en todas las cosas que podrían salir mal.
De pronto, alguien llamó a la puerta con suavidad. Era de noche, el sonido era tímido para no despertar a nadie. Por fin, los miembros del clan podían descansar. Helyare se levantó, se colocó mejor los enormes ropajes que llevaba, cedidos por el clan, y abrió. Ahí estaba, frente a ella, la gallarda figura de Aranarth. Él dibujó una mueca, haciendo las veces de triste sonrisa, la cual ella correspondió. Esas sonrisas intentaban tapar la verdadera emoción que ambos sentían: tristeza.
Se iban a separar para siempre. Si salía bien el plan, no volverían a verse; si salía mal, estarían muertos los dos. Se saludaron, sin tocarse siquiera. Helyare cogió la capa y ambos empezaron a andar, solos. Ni siquiera Nillë había ido con ellos. Caminaron, alejándose paso a paso del clan, pero sin cruzar la linde del bosque.
–Ya mañana… –empezó a comentar la elfa, tratando de romper el hielo. Aunque no era, quizás, la mejor forma de comenzar una conversación. El rubio asintió y no dijo nada más. También le pesaba el tener que separarse de ella, de su arael’sha. Para él lo era. Le había dado algo a Ingela para que le entregara a Helyare una vez estuvieran en el norte las dos, a salvo; no iba a decirle nada a ella. No quería truncar cualquier posibilidad de que la joven elfa no se fuese. Estaba en serio peligro.
Siguieron caminando en silencio un trecho más. Querían alejarse de las miradas. El elfo ni siquiera llevaba puesta la armadura cobriza y esmeralda. Llevaba una camisa blanquecina y unos pantalones marrones, muy simple para lo que estaban acostumbrados a lucir. Pero también más silencioso. Eso sí, él era el único que iba armado.
Se detuvieron en un pequeño claro, rodeado de arbolillos, aunque seguían sin estar en Sandorai.
– ¿Qué tal tu cabeza? –preguntó el rubio, señalando con un gesto la cabeza de la muchacha. Había tenido que darle un golpe con el pomo de la espada para dejarla inconsciente, hacía dos noches, cuando su amiga había quedado “atrapada” en una ilusión y no era capaz de salir por sí misma.
–Bien. Aún duele… –no era ese golpe el que más le dolía –pero no es nada –alzó la vista hacia el chico y sonrió levemente. ¿Por qué era tan guapo? Se parecía tanto a su hermano…
Ambos se sentaron en el suelo, apoyados en el tronco del árbol más grueso, aunque manteniendo cierta distancia, y estuvieron un rato en silencio. Ninguno de los dos era dicho en la palabra, pero ese silencio era un poco incómodo. Los dos querían decirse ciertas cosas que no eran capaces de soltar y, simplemente, se quedaban así, esperando.
–Lo lamento –dijo el rubio, al cabo de unos minutos. No sabía si se refería al golpe, o al tener que abandonar a su amiga.
–No pasa nada –repitió ella en tono suave.
–No te lo pregunté pero, ¿qué veías?
–Pues… Aran, veo las guerras de elfos y brujos. ¡Son horribles! Escuchaba las voces, pisé la sangre, vi elfos calcinándose cuando su armadura se quemaba. Era tan… agónico. Pude ver cómo gritaban mientras el hierro se fundía con la carne –se detuvo, angustiada. Tenía miedo. Encogió las rodillas, abrazándoselas y permaneció en silencio. El elfo tenía ganas de rodear su pequeño cuerpo entre sus brazos. Él también había visto cosas la noche de Samhain: ese amasijo de tierra que se dirigía hacia la elfa y cada vez se hacía más grande. Pero él no veía las guerras, no había escuchado los gritos de quienes luchaban.
Estuvieron en silencio durante unos minutos, sin saber bien qué decir o qué hacer. Era una situación difícil e incómoda, pues ninguno de los dos podía decir lo que verdaderamente quería soltar en ese momento. Helyare, por su parte, fue la primera en hablar. Había algo que reconcomía su cabeza a todas horas: el plan de la dragona.
–Aran, tengo miedo.
–Estarás a salvo. Ingela tuvo un buen plan.
–No por mí –que también –sino por ti. No quiero que te hagan daño por mi culpa. Ingela no está –se levantó de golpe y se plantó frente a él, acuclillada en el suelo para estar a su misma altura –, por favor, no lleves a cabo el plan –el trató de hablar, pero la elfa no le dejó –. No te arriesgues a esto por alguien como yo. ¿Por qué lo haces? –instó. Pero no obtuvo respuesta. Aran no se atrevía a dársela. Tan solo la miraba y en su cabeza parecía haber un choque enorme de opiniones. Cada vez que la miraba sentía ganas de rodearla con sus brazos, besar sus labios. Pero, ¡no! Era considerada una traidora, ¿qué podían pensar de él? Se pasó la mano por el pelo, lo llevaba suelto esa noche, y se lo echó para atrás.
Salvado por un ruido, al instante se incorporó y posó la mano en el pomo de su espada. Helyare también se puso de pie, ambos miraron en todas direcciones, tratando de descubrir el origen del ruido. Ninguno tenía miedo y, posiblemente, fuera un animalito del bosque. Pero había sido una gran excusa para que el elfo no tuviera que enfrentarse a sus pensamientos ante la pregunta de la joven.
¿Por qué lo hacía? Ni él podía explicarlo… o más bien: no quería explicarlo. No podía luchar contra quien era, contra su status. Y, sin embargo, lo estaba haciendo al cumplir el plan de Ingela. Se estaba arriesgando demasiado. Y también le dolía la separación, tanto como a ella.
Atentos al ruido, dándole mucha más importancia de la que podría llegar a tener, ambos trataban de ignorar la incomodidad que les creaba el pensar que en unas horas se separarían.
Una imperceptible caricia por parte de él a la joven parecía ser la única respuesta a su pregunta. En realidad, ese roce había sido tan disimulado, mientras él dirigía la mano para sujetar la vaina de la espada, que era imposible decir si había sido adrede o no. Pero aun así, un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven, que rápidamente se distanció un par de pasos.
–Si quieres volver… –ella empezó a sentir algo de miedo por todo lo que había vivido en el bosque. Últimamente estaba en sobrealerta.
–Kael, tranquila, no ha sido nada. Posiblemente algún animalillo del bosque –concluyó en tono amable, frente a la joven. Quería quedarse más con ella en ese lugar. Era su última noche juntos.
De quien sí o sí debía despedirse era de Aranarth. Esa misma mañana marcharía hacia donde estaba el clan Eytherzair, portando el cuerpo calcinado de Shairel. Había sido un plan de Ingela para intentar esquivar la muerte pero, ¿a qué precio? No dejaba de comerse la cabeza pensando en todas las cosas que podrían salir mal.
De pronto, alguien llamó a la puerta con suavidad. Era de noche, el sonido era tímido para no despertar a nadie. Por fin, los miembros del clan podían descansar. Helyare se levantó, se colocó mejor los enormes ropajes que llevaba, cedidos por el clan, y abrió. Ahí estaba, frente a ella, la gallarda figura de Aranarth. Él dibujó una mueca, haciendo las veces de triste sonrisa, la cual ella correspondió. Esas sonrisas intentaban tapar la verdadera emoción que ambos sentían: tristeza.
Se iban a separar para siempre. Si salía bien el plan, no volverían a verse; si salía mal, estarían muertos los dos. Se saludaron, sin tocarse siquiera. Helyare cogió la capa y ambos empezaron a andar, solos. Ni siquiera Nillë había ido con ellos. Caminaron, alejándose paso a paso del clan, pero sin cruzar la linde del bosque.
–Ya mañana… –empezó a comentar la elfa, tratando de romper el hielo. Aunque no era, quizás, la mejor forma de comenzar una conversación. El rubio asintió y no dijo nada más. También le pesaba el tener que separarse de ella, de su arael’sha. Para él lo era. Le había dado algo a Ingela para que le entregara a Helyare una vez estuvieran en el norte las dos, a salvo; no iba a decirle nada a ella. No quería truncar cualquier posibilidad de que la joven elfa no se fuese. Estaba en serio peligro.
Siguieron caminando en silencio un trecho más. Querían alejarse de las miradas. El elfo ni siquiera llevaba puesta la armadura cobriza y esmeralda. Llevaba una camisa blanquecina y unos pantalones marrones, muy simple para lo que estaban acostumbrados a lucir. Pero también más silencioso. Eso sí, él era el único que iba armado.
Se detuvieron en un pequeño claro, rodeado de arbolillos, aunque seguían sin estar en Sandorai.
– ¿Qué tal tu cabeza? –preguntó el rubio, señalando con un gesto la cabeza de la muchacha. Había tenido que darle un golpe con el pomo de la espada para dejarla inconsciente, hacía dos noches, cuando su amiga había quedado “atrapada” en una ilusión y no era capaz de salir por sí misma.
–Bien. Aún duele… –no era ese golpe el que más le dolía –pero no es nada –alzó la vista hacia el chico y sonrió levemente. ¿Por qué era tan guapo? Se parecía tanto a su hermano…
Ambos se sentaron en el suelo, apoyados en el tronco del árbol más grueso, aunque manteniendo cierta distancia, y estuvieron un rato en silencio. Ninguno de los dos era dicho en la palabra, pero ese silencio era un poco incómodo. Los dos querían decirse ciertas cosas que no eran capaces de soltar y, simplemente, se quedaban así, esperando.
–Lo lamento –dijo el rubio, al cabo de unos minutos. No sabía si se refería al golpe, o al tener que abandonar a su amiga.
–No pasa nada –repitió ella en tono suave.
–No te lo pregunté pero, ¿qué veías?
–Pues… Aran, veo las guerras de elfos y brujos. ¡Son horribles! Escuchaba las voces, pisé la sangre, vi elfos calcinándose cuando su armadura se quemaba. Era tan… agónico. Pude ver cómo gritaban mientras el hierro se fundía con la carne –se detuvo, angustiada. Tenía miedo. Encogió las rodillas, abrazándoselas y permaneció en silencio. El elfo tenía ganas de rodear su pequeño cuerpo entre sus brazos. Él también había visto cosas la noche de Samhain: ese amasijo de tierra que se dirigía hacia la elfa y cada vez se hacía más grande. Pero él no veía las guerras, no había escuchado los gritos de quienes luchaban.
Estuvieron en silencio durante unos minutos, sin saber bien qué decir o qué hacer. Era una situación difícil e incómoda, pues ninguno de los dos podía decir lo que verdaderamente quería soltar en ese momento. Helyare, por su parte, fue la primera en hablar. Había algo que reconcomía su cabeza a todas horas: el plan de la dragona.
–Aran, tengo miedo.
–Estarás a salvo. Ingela tuvo un buen plan.
–No por mí –que también –sino por ti. No quiero que te hagan daño por mi culpa. Ingela no está –se levantó de golpe y se plantó frente a él, acuclillada en el suelo para estar a su misma altura –, por favor, no lleves a cabo el plan –el trató de hablar, pero la elfa no le dejó –. No te arriesgues a esto por alguien como yo. ¿Por qué lo haces? –instó. Pero no obtuvo respuesta. Aran no se atrevía a dársela. Tan solo la miraba y en su cabeza parecía haber un choque enorme de opiniones. Cada vez que la miraba sentía ganas de rodearla con sus brazos, besar sus labios. Pero, ¡no! Era considerada una traidora, ¿qué podían pensar de él? Se pasó la mano por el pelo, lo llevaba suelto esa noche, y se lo echó para atrás.
Salvado por un ruido, al instante se incorporó y posó la mano en el pomo de su espada. Helyare también se puso de pie, ambos miraron en todas direcciones, tratando de descubrir el origen del ruido. Ninguno tenía miedo y, posiblemente, fuera un animalito del bosque. Pero había sido una gran excusa para que el elfo no tuviera que enfrentarse a sus pensamientos ante la pregunta de la joven.
¿Por qué lo hacía? Ni él podía explicarlo… o más bien: no quería explicarlo. No podía luchar contra quien era, contra su status. Y, sin embargo, lo estaba haciendo al cumplir el plan de Ingela. Se estaba arriesgando demasiado. Y también le dolía la separación, tanto como a ella.
Atentos al ruido, dándole mucha más importancia de la que podría llegar a tener, ambos trataban de ignorar la incomodidad que les creaba el pensar que en unas horas se separarían.
Una imperceptible caricia por parte de él a la joven parecía ser la única respuesta a su pregunta. En realidad, ese roce había sido tan disimulado, mientras él dirigía la mano para sujetar la vaina de la espada, que era imposible decir si había sido adrede o no. Pero aun así, un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven, que rápidamente se distanció un par de pasos.
–Si quieres volver… –ella empezó a sentir algo de miedo por todo lo que había vivido en el bosque. Últimamente estaba en sobrealerta.
–Kael, tranquila, no ha sido nada. Posiblemente algún animalillo del bosque –concluyó en tono amable, frente a la joven. Quería quedarse más con ella en ese lugar. Era su última noche juntos.
- Aclaraciones:
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Helyare
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Re: Caminos que cruzan las historias del pasado [Privado] [Eretria]
─ No llores, deja de compadecerte de mí. ─ Era insoportable, y también doloroso, como si el bordado infundido por trazos del pasado volviese a resurgir con fuerzas, la llama que lo aviva atraviesa la carcasa de mi alma y lacera, todo arde en una aflicción materna, porque nada duele más que ver a tu madre con los luceros tristes, repletos de lágrimas donde la culpable y razón de ser, son la misma persona. ─ Siempre haces lo mismo. ─ Y siempre obtiene la misma respuesta, bajo un techo semi abierto, cubierta entre pieles y cojines rellenados descansan dos elfas, una mayor que la otra observando lo centelleante que pueden ser las estrellas, el resplandor de la luna y como la brisa magnifíca la reunión entre madre e hija. Los demás duermen, otros hacen guardia en las puertas del poblado, tengo la entrada prohibida en general a todo el bosque, no obstante, las restricciones no sirven en contra de mi afán y mucho menos si hay algo por lo que luchar.
─ Cada vez te reconozco menos. ─ Puse los ojos en blanco mientras escuchaba a la rubia de rasgos marcados suspirar, cuando salí por esa puerta, cambiada de pies a cabeza, ¿qué se esperaba? Refunfuñé en bajo, nunca dejará de tener esperanzas y eso la está matando. Las caricias en mi cabello no cesan, son mimos que dos o tres veces al año tengo el privilegio de experimentar en secreto. Porque en realidad no estoy, sigo en paradero desconocido para muchos, suele pasar cuando la gente corrupta tiende a hacer tratos. El tragar cada vez es más complicado, los minutos vuelan de entre mis dedos y esos fragmentos de un atado pasado retornan bajo pieles distintas, rostros ajados y una melena larga contorneada por los rayos del sol, cada vez que la veo en mis sueños sigue brillando como su sonrisa, como los cruces de miradas y el jardín esmaltado bajo el hechizo llamado amor. Arzhak.
En las noches de regreso al hogar, oculta y maldita cual paría lo único que me hace vibrar de temor, agrío como el vacío y profundo como el océano, es él, el que dirá, si sigue añorando el sonar de una voz que lo recuerda en silencio. Si entre imaginaciones ilícitas rememora el sabor de mis piernas o el aliento cálido recorrer cada palmo de su exquisita piel, pues sobre la imperiosa necesidad de volver a empezar, Arzhak terminó siendo la única espina que aún acarreo muy dentro. ─ Tu hermana no está, pero le diré que estás bien. ─ Asentí un tanto descuidada o mejor dicho, atendiendo otros menesteres. ─ Volveré en unos meses, por lo visto tu caudillo en la asamblea me ha contado con los dientes cerrados que me necesitarán pronto. Aún me parece increíble que se crean mejores por vivir encerrados y sin el derecho de ser libres.
Un buen tortazo me cayó en la frente. ─ Han sido criados así, no los culpes. ─ El humor tibio del momento se acaloró de inmediato debido a las palabras nacidas por mi madre. ─ ¿En serio? Será que yo nací para ser un peón más sacrificado y luego ser botada cual perro muerto por vuestras crianzas. ¿Sabes qué? Se hace tarde. ─ Lo odio, odio el líquido acumulado en mi boca, el escalofrío que me enerva y que sigan justificándose con tal de no arrepentirse. Hasta la sangre de mi sangre, viva el orgullo y a su vez la estupidez. No tardé en ponerme de pie, recoger mis cosas y dejar que ella me diese un beso de despedida, la hilera que enlazan mis dedos en plena neurosis saben a donde quieren ir, por ejemplo a un cuello, o a una pierna. En general un lugar donde puedan apretar hasta dejar salir la cólera y hallar un razonar desde la tumba más oscura.
No me gusta volver, la maldición se hace más fuerte y rara vez no pierdo el control de mi ser, porque antes de ser una elfa soy alguien que no controla sus impulsos, y no dudaré en demostrarlo con el primero que se me atraviese saliendo del poblado. Con el pecho húmedo y los músculos tensados voy enterrando cualquier tipo de optimismo, la mente se me nubla entre desgracias que recrear y estímulos encarnizados. Jadeo, el aire se me escapa y lo gozo, porque una cosa sumada a la electricidad que me asfixia mientras camino da igual a la exaltación, una que disfruto. Dichosa como es ella en su forma de sensación a mi me fascina, y como todos los días, le doy la bienvenida a esta esencia renegrida.
Los sentidos se me reducen a un hambre atroz sustento en malicias, la luna tan ancha ilumina los senderos entre la madre naturaleza y los animales que se acercan huyen despavoridos, sienten el infierno mismo recreando esta piel exótica, una que va siendo desgarrada por momentos. A lo lejos diviso a una elfa un tanto consumida, su cabello no brilla como el de las otras y por esa misma razón, una que sirva como excusa sonrío mientras le piso los talones. Desde el árbol más cercano la contemplo, no parece alguien que dure más de tres golpes seguidos. ─ Toc toc. ─ Tarareé en alto, ah, que divertido. ─ ¿Quién es? ─ Pregunté, en su acompañante aún no he caído, pues de los dos, la pelirroja fue quien llamó mi atención.
Sentada en una de las ramas más gruesas voy echándoles miradas soberbias, la pierna izquierda la mantengo colgada mientras voy pasando la yema del pulgar por el filo de una de las dagas, está perfectamente afilada. Aguardé una respuesta, un algo que avivase la situación, pues si he de matar primero seré como la gata que juega con su presa, finiquitándola cuando me aburra.
─ Cada vez te reconozco menos. ─ Puse los ojos en blanco mientras escuchaba a la rubia de rasgos marcados suspirar, cuando salí por esa puerta, cambiada de pies a cabeza, ¿qué se esperaba? Refunfuñé en bajo, nunca dejará de tener esperanzas y eso la está matando. Las caricias en mi cabello no cesan, son mimos que dos o tres veces al año tengo el privilegio de experimentar en secreto. Porque en realidad no estoy, sigo en paradero desconocido para muchos, suele pasar cuando la gente corrupta tiende a hacer tratos. El tragar cada vez es más complicado, los minutos vuelan de entre mis dedos y esos fragmentos de un atado pasado retornan bajo pieles distintas, rostros ajados y una melena larga contorneada por los rayos del sol, cada vez que la veo en mis sueños sigue brillando como su sonrisa, como los cruces de miradas y el jardín esmaltado bajo el hechizo llamado amor. Arzhak.
En las noches de regreso al hogar, oculta y maldita cual paría lo único que me hace vibrar de temor, agrío como el vacío y profundo como el océano, es él, el que dirá, si sigue añorando el sonar de una voz que lo recuerda en silencio. Si entre imaginaciones ilícitas rememora el sabor de mis piernas o el aliento cálido recorrer cada palmo de su exquisita piel, pues sobre la imperiosa necesidad de volver a empezar, Arzhak terminó siendo la única espina que aún acarreo muy dentro. ─ Tu hermana no está, pero le diré que estás bien. ─ Asentí un tanto descuidada o mejor dicho, atendiendo otros menesteres. ─ Volveré en unos meses, por lo visto tu caudillo en la asamblea me ha contado con los dientes cerrados que me necesitarán pronto. Aún me parece increíble que se crean mejores por vivir encerrados y sin el derecho de ser libres.
Un buen tortazo me cayó en la frente. ─ Han sido criados así, no los culpes. ─ El humor tibio del momento se acaloró de inmediato debido a las palabras nacidas por mi madre. ─ ¿En serio? Será que yo nací para ser un peón más sacrificado y luego ser botada cual perro muerto por vuestras crianzas. ¿Sabes qué? Se hace tarde. ─ Lo odio, odio el líquido acumulado en mi boca, el escalofrío que me enerva y que sigan justificándose con tal de no arrepentirse. Hasta la sangre de mi sangre, viva el orgullo y a su vez la estupidez. No tardé en ponerme de pie, recoger mis cosas y dejar que ella me diese un beso de despedida, la hilera que enlazan mis dedos en plena neurosis saben a donde quieren ir, por ejemplo a un cuello, o a una pierna. En general un lugar donde puedan apretar hasta dejar salir la cólera y hallar un razonar desde la tumba más oscura.
No me gusta volver, la maldición se hace más fuerte y rara vez no pierdo el control de mi ser, porque antes de ser una elfa soy alguien que no controla sus impulsos, y no dudaré en demostrarlo con el primero que se me atraviese saliendo del poblado. Con el pecho húmedo y los músculos tensados voy enterrando cualquier tipo de optimismo, la mente se me nubla entre desgracias que recrear y estímulos encarnizados. Jadeo, el aire se me escapa y lo gozo, porque una cosa sumada a la electricidad que me asfixia mientras camino da igual a la exaltación, una que disfruto. Dichosa como es ella en su forma de sensación a mi me fascina, y como todos los días, le doy la bienvenida a esta esencia renegrida.
Los sentidos se me reducen a un hambre atroz sustento en malicias, la luna tan ancha ilumina los senderos entre la madre naturaleza y los animales que se acercan huyen despavoridos, sienten el infierno mismo recreando esta piel exótica, una que va siendo desgarrada por momentos. A lo lejos diviso a una elfa un tanto consumida, su cabello no brilla como el de las otras y por esa misma razón, una que sirva como excusa sonrío mientras le piso los talones. Desde el árbol más cercano la contemplo, no parece alguien que dure más de tres golpes seguidos. ─ Toc toc. ─ Tarareé en alto, ah, que divertido. ─ ¿Quién es? ─ Pregunté, en su acompañante aún no he caído, pues de los dos, la pelirroja fue quien llamó mi atención.
Sentada en una de las ramas más gruesas voy echándoles miradas soberbias, la pierna izquierda la mantengo colgada mientras voy pasando la yema del pulgar por el filo de una de las dagas, está perfectamente afilada. Aguardé una respuesta, un algo que avivase la situación, pues si he de matar primero seré como la gata que juega con su presa, finiquitándola cuando me aburra.
Eretria Noorgard
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Re: Caminos que cruzan las historias del pasado [Privado] [Eretria]
Como si estuviera cometiendo el peor de los delitos, Helyare se apartó de su compañero, dispuesta a regresar a la aldea para descansar. No podía evitarlo, tenía miedo. Estaban peligrosamente cerca de Sandorai, apenas unos metros los separaban del bosque de los elfos y, tan solo, pensar el destino que les depararía si los dioses hacían que se encontraran con quien no debían, la hacía temblar. Poco quedaba ya de la elfa altanera y vivaz que siempre acompañaba a Aranarth. Este la contemplaba con cierta lástima, ya apenas podía reconocerla. Parecía imposible que esa chica, encogida, que se abrazaba a sí misma, nerviosa y mirando para todos lados, fuera la misma que había comandado a los guardias tan bien. Parecía diminuta y frágil, como si se fuera a romper. Aunque parecía estar hecha pedazos ya. Posiblemente, Aran no fuera capaz de ver el peligro que suponía estar a su lado, o no quisiera verlo. En su cabeza aún estaba viendo a Kaeltha, aunque le costase. No podía olvidarse de ella así, porque sí.
Él trató de buscar su mirada, pero ni sus ojos verdes parecían los mismos que había conocido por años. Estos eran esquivos. Para tranquilizarla, hizo ademán de colocar su mano en el hombro de su amiga, pero ésta dio un paso hacia atrás para apartarse y negó. Luego le dedicó una mueca que hacía las veces sonrisa, aunque más que un gesto de afecto era para mostrar la evidencia de lo inmoral que era el gesto que había estado a punto de hacer.
Por desgracia para el elfo, se había equivocado. No era un animalillo del bosque. Ambos alzaron la vista para encontrarse a alguien, una mujer, subida en la rama del árbol donde habían estado apoyados. No eran capaces de distinguirla, estaba tapada completamente. Al instante, Helyare se echó la capucha por encima, aunque fuera inútil, y Aran volvió a apoyar la mano en el pomo de la espada, sacándola un poco de la vaina.
–¿Quién eres y por qué estás espiándonos? –preguntó el rubio, con su habitual tono soberbio, mirándola fijamente. Lo cierto es que esa voz le resultaba familiar, pero no era capaz de acordarse de dónde la había escuchado.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –siguió Helyare, empleando un tono serio, disimulando su angustia al pensar que esa persona había podido estar escuchándolos desde hacía un rato. Todo su plan… ¿¡Por qué no se habían dado cuenta de que estaba ahí!? O, ¿acaso es que había aparecido en ese momento? Estaba rezando mentalmente a todos los dioses del panteón élfico para que fuese la segunda opción.
A la elfa también le sonaba la voz, pero no tenía idea de dónde la había escuchado anteriormente, aunque no la podría reconocer tanto como su compañero, quien sí había vivido más tiempo con esa elfa desconocida, aunque aún no era capaz de distinguirla.
Ambos, atentos a la daga que portaba, la miraban desconfiados. Un sutil brillo empezó a verse rodeando la espada del rubio, su molestia estaba siendo más que evidente en su arma. Helyare, por su parte, ni siquiera portaba la daga. Y Nillë se había quedado en la aldea durmiendo, no la había despertado porque quería pasar la última noche que les quedaba juntos, con Aran. Sin su hada dando vueltas y molestando. Querían estar solos. Lo necesitaban. Pero parecía que los dioses no iban a permitirlo. ¿Les guardaría Anar si tenían que pelear contra esa mujer?
Helyare se cubrió un poco más la cara, tratando de que no pudiese verla y, usando la oscuridad de la noche para ello. Ojalá hubiera tenido su arco en ese momento, pero no. Estaba hecho añicos ya. Si lo hubiera tenido habría enseñado a esa mujer a no espiar. Tan siquiera la daga, si la hubiera tenido… Bueno, si hubiera estado Nillë no la habría dejado siquiera hablar. A pesar de desear una noche tranquila con su compañero, ahora deseaba con más fuerza que estuviera su hada ahí. Pero no.
–Vete, aquí no pintas nada –Aranarth dio un paso adelante, mirando a la mujer de forma desafiante. Estaba claro que aún no la había reconocido, pero el filo de su espada brillaba un poco más cuando hizo ademán de sacarla un poco más, a modo de ultimátum.
Él trató de buscar su mirada, pero ni sus ojos verdes parecían los mismos que había conocido por años. Estos eran esquivos. Para tranquilizarla, hizo ademán de colocar su mano en el hombro de su amiga, pero ésta dio un paso hacia atrás para apartarse y negó. Luego le dedicó una mueca que hacía las veces sonrisa, aunque más que un gesto de afecto era para mostrar la evidencia de lo inmoral que era el gesto que había estado a punto de hacer.
Por desgracia para el elfo, se había equivocado. No era un animalillo del bosque. Ambos alzaron la vista para encontrarse a alguien, una mujer, subida en la rama del árbol donde habían estado apoyados. No eran capaces de distinguirla, estaba tapada completamente. Al instante, Helyare se echó la capucha por encima, aunque fuera inútil, y Aran volvió a apoyar la mano en el pomo de la espada, sacándola un poco de la vaina.
–¿Quién eres y por qué estás espiándonos? –preguntó el rubio, con su habitual tono soberbio, mirándola fijamente. Lo cierto es que esa voz le resultaba familiar, pero no era capaz de acordarse de dónde la había escuchado.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –siguió Helyare, empleando un tono serio, disimulando su angustia al pensar que esa persona había podido estar escuchándolos desde hacía un rato. Todo su plan… ¿¡Por qué no se habían dado cuenta de que estaba ahí!? O, ¿acaso es que había aparecido en ese momento? Estaba rezando mentalmente a todos los dioses del panteón élfico para que fuese la segunda opción.
A la elfa también le sonaba la voz, pero no tenía idea de dónde la había escuchado anteriormente, aunque no la podría reconocer tanto como su compañero, quien sí había vivido más tiempo con esa elfa desconocida, aunque aún no era capaz de distinguirla.
Ambos, atentos a la daga que portaba, la miraban desconfiados. Un sutil brillo empezó a verse rodeando la espada del rubio, su molestia estaba siendo más que evidente en su arma. Helyare, por su parte, ni siquiera portaba la daga. Y Nillë se había quedado en la aldea durmiendo, no la había despertado porque quería pasar la última noche que les quedaba juntos, con Aran. Sin su hada dando vueltas y molestando. Querían estar solos. Lo necesitaban. Pero parecía que los dioses no iban a permitirlo. ¿Les guardaría Anar si tenían que pelear contra esa mujer?
Helyare se cubrió un poco más la cara, tratando de que no pudiese verla y, usando la oscuridad de la noche para ello. Ojalá hubiera tenido su arco en ese momento, pero no. Estaba hecho añicos ya. Si lo hubiera tenido habría enseñado a esa mujer a no espiar. Tan siquiera la daga, si la hubiera tenido… Bueno, si hubiera estado Nillë no la habría dejado siquiera hablar. A pesar de desear una noche tranquila con su compañero, ahora deseaba con más fuerza que estuviera su hada ahí. Pero no.
–Vete, aquí no pintas nada –Aranarth dio un paso adelante, mirando a la mujer de forma desafiante. Estaba claro que aún no la había reconocido, pero el filo de su espada brillaba un poco más cuando hizo ademán de sacarla un poco más, a modo de ultimátum.
Helyare
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