Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
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Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
Una vez más abrió la puerta.
Nadie. No había nadie fuera, nadie en la extensa planicie, al igual que las últimas veces. Suspiró.
–Ya volverán –dijo, fingiendo despreocupación–. No importa a lo que se enfrenten, siempre regresan.
Dos semanas desde que el par de elfos emprendieron el viaje para realizar el trabajo de niñeras. Un trabajo que no debió consumir tanto tiempo. «Seguramente metieron sus narices en el conflicto en Sandorái y por eso tardan tanto», pensó. La sonrisa perezosa en sus labios fue esfumándose lentamente.
Sea lo que sea que ocurrió en Sandorái, también había acabado aproximadamente una semana. Tiempo suficiente para que Rauko volviera a su amada cama.
Cerró la puerta.
Al otro día, de nuevo, abrió la puerta. Lo recibió el mismo paisaje de siempre, pero con el añadido de la lluvia. Y dos personas seguían ausentes. Chasqueó la lengua.
–Maldito Rauko, maldita Xana –murmuró–, haciendo que me preocupe así. ¿Quiénes se creen que son? –escupió–. Por lo menos deberían enviarme una carta para decirme qué rayos están haciendo. –Lo que Xana solía hacer en los viajes prolongados, excepto esta vez–. Bueno, como sea, mañana iré a usar su dinero en apuestas –decidió, asintiendo para sí con una media sonrisa–. Si pierdo sus aeros, será su culpa por tardar. Si gano, será gracias a mí y me los quedaré. De cualquier manera, salgo ganando… Bueno, no salgo perdiendo, quiero decir.
Soltó una exhalación profunda mientras su vista se perdía en la planicie. Sus labios dibujaron una línea fina. Alzó la mirada, contemplando el clima que le impedía querer salir.
El frío, la humedad en el aire, el sonido de la lluvia, el olor de la tierra mojada. Igual que hace unos años, que aquella tarde poco después de que el Quinto Círculo muriera.
Su mirada descendió para encontrarse con alguien que no estaba allí, el recuerdo de quien ahora no tenía la altura de aquel entonces.
Un niño perdido, un huérfano abandonado por su familia adoptiva. Alguien que, a pesar de la tragedia que acababa de sufrir, no lloró, como solía ser. Él nunca lloraba.
Hyro nunca pudo acostumbrarse a eso. A pesar de haber criado al pequeño, nunca pudo siquiera comprenderlo. Era normal llorar. Incluso él lo hacía en secreto, en ciertas circunstancias. Creyó que el niño también lloraba cuando él no lo veía, pero sus ojos… sin ningún brillo, le decían que eso no era así. Y esa mirada vacía era la que tenía en aquella tarde años atrás.
«¿Puedo… quedarme aquí un tiempo?», fue lo que entonces le preguntó al brujo, ninguna emoción en su voz.
¿Qué debió responderle? No quería tenerlo en su casa. Quería estar solo e intentar aliviar su propio dolor con el alcohol. Solo, sin que nadie viera su debilidad.
Ese niño era una molestia, otra vez, como muchas veces cuando eran parte del Quinto Círculo.
Pero tenía que hacerse cargo. Después de todo, Danshee le había ordenado que se hiciera cargo del niño y lo guiara por el camino correcto. Le pidió ser un buen… ¿padre adoptivo? No, «padre» era una palabra demasiado grande para él, demasiada responsabilidad, demasiado trabajo y, sobre todo, demasiado sentimentalismo innecesario. «Mentor» sonaba mucho mejor. Y como un buen mentor, y para cumplir con su camarada Danshee, antepondría el bienestar del pequeño por sobre sus propios deseos.
–Por supuesto que sí –musitó Hyro, como aquella vez, sin percatarse de que ya no estaba en el pasado–. Esta es nuestra casa, Rau…
Regresó al presente, abruptamente. Acababa de ocurrir algo extraño e irrisorio. Por un momento… ¿había olvidado el nombre del elfo? ¿El nombre que él mismo le dio? Una débil carcajada escapó del brujo. «Debo estar bastante cansado», supuso, y decidió tomar una siesta.
Cerró la puerta.
Nadie. No había nadie fuera, nadie en la extensa planicie, al igual que las últimas veces. Suspiró.
–Ya volverán –dijo, fingiendo despreocupación–. No importa a lo que se enfrenten, siempre regresan.
Dos semanas desde que el par de elfos emprendieron el viaje para realizar el trabajo de niñeras. Un trabajo que no debió consumir tanto tiempo. «Seguramente metieron sus narices en el conflicto en Sandorái y por eso tardan tanto», pensó. La sonrisa perezosa en sus labios fue esfumándose lentamente.
Sea lo que sea que ocurrió en Sandorái, también había acabado aproximadamente una semana. Tiempo suficiente para que Rauko volviera a su amada cama.
Cerró la puerta.
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Al otro día, de nuevo, abrió la puerta. Lo recibió el mismo paisaje de siempre, pero con el añadido de la lluvia. Y dos personas seguían ausentes. Chasqueó la lengua.
–Maldito Rauko, maldita Xana –murmuró–, haciendo que me preocupe así. ¿Quiénes se creen que son? –escupió–. Por lo menos deberían enviarme una carta para decirme qué rayos están haciendo. –Lo que Xana solía hacer en los viajes prolongados, excepto esta vez–. Bueno, como sea, mañana iré a usar su dinero en apuestas –decidió, asintiendo para sí con una media sonrisa–. Si pierdo sus aeros, será su culpa por tardar. Si gano, será gracias a mí y me los quedaré. De cualquier manera, salgo ganando… Bueno, no salgo perdiendo, quiero decir.
Soltó una exhalación profunda mientras su vista se perdía en la planicie. Sus labios dibujaron una línea fina. Alzó la mirada, contemplando el clima que le impedía querer salir.
El frío, la humedad en el aire, el sonido de la lluvia, el olor de la tierra mojada. Igual que hace unos años, que aquella tarde poco después de que el Quinto Círculo muriera.
Su mirada descendió para encontrarse con alguien que no estaba allí, el recuerdo de quien ahora no tenía la altura de aquel entonces.
Un niño perdido, un huérfano abandonado por su familia adoptiva. Alguien que, a pesar de la tragedia que acababa de sufrir, no lloró, como solía ser. Él nunca lloraba.
Hyro nunca pudo acostumbrarse a eso. A pesar de haber criado al pequeño, nunca pudo siquiera comprenderlo. Era normal llorar. Incluso él lo hacía en secreto, en ciertas circunstancias. Creyó que el niño también lloraba cuando él no lo veía, pero sus ojos… sin ningún brillo, le decían que eso no era así. Y esa mirada vacía era la que tenía en aquella tarde años atrás.
«¿Puedo… quedarme aquí un tiempo?», fue lo que entonces le preguntó al brujo, ninguna emoción en su voz.
¿Qué debió responderle? No quería tenerlo en su casa. Quería estar solo e intentar aliviar su propio dolor con el alcohol. Solo, sin que nadie viera su debilidad.
Ese niño era una molestia, otra vez, como muchas veces cuando eran parte del Quinto Círculo.
Pero tenía que hacerse cargo. Después de todo, Danshee le había ordenado que se hiciera cargo del niño y lo guiara por el camino correcto. Le pidió ser un buen… ¿padre adoptivo? No, «padre» era una palabra demasiado grande para él, demasiada responsabilidad, demasiado trabajo y, sobre todo, demasiado sentimentalismo innecesario. «Mentor» sonaba mucho mejor. Y como un buen mentor, y para cumplir con su camarada Danshee, antepondría el bienestar del pequeño por sobre sus propios deseos.
–Por supuesto que sí –musitó Hyro, como aquella vez, sin percatarse de que ya no estaba en el pasado–. Esta es nuestra casa, Rau…
Regresó al presente, abruptamente. Acababa de ocurrir algo extraño e irrisorio. Por un momento… ¿había olvidado el nombre del elfo? ¿El nombre que él mismo le dio? Una débil carcajada escapó del brujo. «Debo estar bastante cansado», supuso, y decidió tomar una siesta.
Cerró la puerta.
Rauko
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Re: Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
Había ganado, había ganado bastante. La suerte nunca le había sonreído como aquel día. Había triplicado el dinero del elfo, así que ahora estaría más ansioso esperando su regreso.
Pero, entonces, en el último juego lo perdió casi todo.
No fue mala suerte, sino su propia culpa. Un despiste nacido de algo extraño. Los aeros eran de Rauko, lo sabía bien, pero, por un instante, no pudo recordar el nombre ni el rostro del elfo.
En los últimos dos días había sucedido alguna que otra pérdida breve de memoria, pero nunca como en esta ocasión.
Ya no podía negarlo. Algo estaba mal con su mente.
Intentó recordar a otras personas. Su pedante sobrina Mellea, la hermosa Sienna y el caducado abuelo de esta, ciertas personas que le debían aeros o favores… Podía recordarlos perfectamente.
No, faltaba alguien más.
Decidió salir del lugar, ir a donde no hubiera tanto ruido. Caminó con el ceño fruncido, ignorando a los que se burlaban de su aplastante derrota. Cuando logró estar alejado y solo, se concentró más. Cerró los ojos.
¡Xana!
El alivio y satisfacción del logro desapareció casi al instante, siendo reemplazados por la preocupación. «¿Qué demonios pasa conmigo?», se preguntó.
Suspiró con fastidio. El estrés. Asumió que por el estrés de los últimos días estaba así, por lo que fue a visitar a su sobrina y beber su alcohol con o sin ella y con o sin su permiso.
–¿Sabes? Cuando vi a ese elfo problemático traer una elfa a casa, estuve feliz por él –confesó, con la mirada ausente.
Mellea lo observaba al otro lado de la mesa, aburrida, queriendo comer tranquilamente en silencio mientras continuaba leyendo su novela. Ni siquiera se esforzaba en ocultarlo, pero Hyro la ignoró, aun así.
–Creo que, por lo menos, deberías narrar desde el principio –le sugirió al brujo.
–Es mi historia y la contaré como me venga en gana –contestó serenamente.
Mellea suspiró con resignación. «Da igual, continuaré mi lectura y asentiré cada tanto para fingir que lo escucho», decidió.
–Hay dos tipos de personas –prosiguió Hyro–: los que culpan a otros de sus propios errores para no enfrentarse a sí mismos… y los que se culpan en exceso a sí mismos. –Hizo un breve silencio en el que Mellea asintió creyendo que él esperaba alguna reacción de ella–. Ese elfo es del segundo grupo.
Si hubiera sido del primero grupo, a Hyro le hubiera sido mucho más fácil tratar con el elfo. Él mismo era del primero, después de todo. Así que le frustraba que los mayores problemas de Rauko, problemas profundos, nacieran de un sentimiento de culpa irracional.
Demasiado problemático para Hyro. ¿Cómo se suponía que arreglaría a ese elfo?
Nunca pudo arreglarlo. Nunca fue capaz.
Entonces, en otra tarde, mucho tiempo después del fin del Quinto Círculo, mucho después de cuando encontró al elfo solo bajo la lluvia, Hyro abrió la puerta de su casa y, para su sorpresa, lo encontró acompañado por un elfa.
Y, a su pesar, Hyro no tardó en descubrir algo importante: ella también necesitaba ser arreglada.
Un elfo problemático ya era demasiado. Ahora tenía dos en casa.
Sin embargo, aunque ni él mismo entendiera el motivo, creyó que ambos elfos podrían arreglarse el uno al otro.
Pero, entonces, en el último juego lo perdió casi todo.
No fue mala suerte, sino su propia culpa. Un despiste nacido de algo extraño. Los aeros eran de Rauko, lo sabía bien, pero, por un instante, no pudo recordar el nombre ni el rostro del elfo.
En los últimos dos días había sucedido alguna que otra pérdida breve de memoria, pero nunca como en esta ocasión.
Ya no podía negarlo. Algo estaba mal con su mente.
Intentó recordar a otras personas. Su pedante sobrina Mellea, la hermosa Sienna y el caducado abuelo de esta, ciertas personas que le debían aeros o favores… Podía recordarlos perfectamente.
No, faltaba alguien más.
Decidió salir del lugar, ir a donde no hubiera tanto ruido. Caminó con el ceño fruncido, ignorando a los que se burlaban de su aplastante derrota. Cuando logró estar alejado y solo, se concentró más. Cerró los ojos.
¡Xana!
El alivio y satisfacción del logro desapareció casi al instante, siendo reemplazados por la preocupación. «¿Qué demonios pasa conmigo?», se preguntó.
Suspiró con fastidio. El estrés. Asumió que por el estrés de los últimos días estaba así, por lo que fue a visitar a su sobrina y beber su alcohol con o sin ella y con o sin su permiso.
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–¿Sabes? Cuando vi a ese elfo problemático traer una elfa a casa, estuve feliz por él –confesó, con la mirada ausente.
Mellea lo observaba al otro lado de la mesa, aburrida, queriendo comer tranquilamente en silencio mientras continuaba leyendo su novela. Ni siquiera se esforzaba en ocultarlo, pero Hyro la ignoró, aun así.
–Creo que, por lo menos, deberías narrar desde el principio –le sugirió al brujo.
–Es mi historia y la contaré como me venga en gana –contestó serenamente.
Mellea suspiró con resignación. «Da igual, continuaré mi lectura y asentiré cada tanto para fingir que lo escucho», decidió.
–Hay dos tipos de personas –prosiguió Hyro–: los que culpan a otros de sus propios errores para no enfrentarse a sí mismos… y los que se culpan en exceso a sí mismos. –Hizo un breve silencio en el que Mellea asintió creyendo que él esperaba alguna reacción de ella–. Ese elfo es del segundo grupo.
Si hubiera sido del primero grupo, a Hyro le hubiera sido mucho más fácil tratar con el elfo. Él mismo era del primero, después de todo. Así que le frustraba que los mayores problemas de Rauko, problemas profundos, nacieran de un sentimiento de culpa irracional.
Demasiado problemático para Hyro. ¿Cómo se suponía que arreglaría a ese elfo?
Nunca pudo arreglarlo. Nunca fue capaz.
Entonces, en otra tarde, mucho tiempo después del fin del Quinto Círculo, mucho después de cuando encontró al elfo solo bajo la lluvia, Hyro abrió la puerta de su casa y, para su sorpresa, lo encontró acompañado por un elfa.
Y, a su pesar, Hyro no tardó en descubrir algo importante: ella también necesitaba ser arreglada.
Un elfo problemático ya era demasiado. Ahora tenía dos en casa.
Sin embargo, aunque ni él mismo entendiera el motivo, creyó que ambos elfos podrían arreglarse el uno al otro.
Rauko
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Re: Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
–Ajá, interesante –musitó Mellea, fingiendo estar distraída en su libro. No admitiría que le parecía genuinamente interesante la historia que contaba Hyro sobre el par de elfos. De pronto alzó la mirada al percatarse de algo–. Un momento, dices que conoces muy, pero muy bien a esos dos de orejas picudas, ¿no? –comentó–. Pero ni me has dicho sus nombres, a ver si los reconozco.
–Tú sabes bien quiénes son –contestó el brujo–. Conoces a ambos.
–No estaría mencionando lo de sus nombres si tuviera la más mínima idea de quiénes estás hablando, ¿sabes?
–Por favor, tienes que saber quiénes son. –Sus manos, puestas sobre la mesa y con los dedos entrelazados, se tensaron. Eso no pasó desapercibido para Mellea–. Un elfo peliblanco y una elfa pelinegra.
–Oh, vamos. ¿Sabes cuántos tienen esas características? Pero… vale, si no quieres darme sus nombres…
–Rauko –dijo de golpe– y… la elfa… es…
–Oye, ¿estás bien? –inquirió comenzando a preocuparse–. Tienes cara de estreñido.
–Xana –exhaló–. Xa-na –repitió, enfatizando cada sílaba–. Rauko y Xana. –Finalmente notó la atenta mirada de su sobrina sobre él. Inclinó la cabeza, entonces–. Bueno, he venido para… decirte que tengo un problema –le confesó, al fin–: conozco muy bien a Rauko y a Xana, pero… los estoy olvidando. No sé por qué, pero los estoy olvidado, y más cuando intento siquiera escribir sobre ellos. Así que, por favor, mientras soluciono este problema, ayúdame a siempre recordar lo que te he contado sobre ellos, sobre… Rauko y Xana. –Al alzar la mirada, encontró el rostro ilegible de Mellea–. ¿Qué?
Unos segundos después, ella dijo:
–Dijiste que yo los conocía, y que han vivido bastante tiempo contigo, pero… hoy es la primera vez que escucho hablar de ellos.
Hyro tragó saliva, y eso fue audible para ella.
Lo que dijo le pareció… estúpido. Demasiado estúpido. Y aterrador. ¿La primera vez que escuchó de ellos? Tonterías. Patrañas. ¿Acaso quería tomarle el pelo?
–¿Q-qué… estás diciendo? –masculló Hyro, apretando los puños–. No juegues conmigo.
–Es la verdad, no los conozco –reiteró, seria.
La conocía bien. Mellea podía ser odiosa y mentirosa en muchos momentos, pero cuando ella le hablaba así… decía la verdad.
Pero ¿cómo podría ser esa la verdad? Ella los conocía, lo suficiente como para que olvidarlos de un día a otro fuera absurdo.
Entonces… consideró una terrible posibilidad.
–¿Quién te sacó de Lunargenta? –preguntó a Mellea, tan serio como ella.
–Escapé sola.
Él chasqueó la lengua.
–¿Quiénes vinieron aquí a pedirte ayuda con un trabajo de herrería?
–Un elfo llamado Zelas.
–¡Mentira! –gritó.
No podía ser cierto. Pero… si lo era, si ella los olvidó por completo y él recordaba cada vez menos a ambos, ¿cuántos más los olvidaron?
Salió de inmediato de la cabaña. Caminó con prisa hasta la taberna del pueblo.
–¿Cómo se llamaban los dos elfos que los salvaron de los rufianes genéricos? –interpeló apenas entrar.
Sienna y su abuelo se miraron entre sí, extrañados.
–Zelas era el elfo, el único elfo –contestó ella, y el abuelo asintió–. La señorita Mellea era la que lo acompañaba esa vez.
Mentira. Eso era mentira. ¡¿Por qué nadie recordaba?!
Negó con la cabeza, horrorizado. Se tambaleó cuando las náuseas le atacaron.
–Oiga, ¿está bien? –preguntó una preocupada Sienna.
–Por favor, perdonen a mi tío –dijo Mellea al llegar–. Ya nos vamos. –Agarró a Hyro del brazo.
–Por favor, por favor, recuérdenlos –rogó el brujo–. Los dos han luchado, una y otra vez, por el bien de otros. Han salido heridos, una y otra vez, por el bien de otros. Han renunciado a su propio bienestar, una y otra vez, por el bien de otros. Son héroes, capaces que hacer actos altruistas que están más allá de lo que yo estaría dispuesto a hacer. Son personas que no merecen… no merecen ser olvidados como si nunca hubieran existido. Así que, por favor, recuerden a…
Sus ojos se abrieron de par en par.
¿Cuáles eran sus nombres?
–Tú sabes bien quiénes son –contestó el brujo–. Conoces a ambos.
–No estaría mencionando lo de sus nombres si tuviera la más mínima idea de quiénes estás hablando, ¿sabes?
–Por favor, tienes que saber quiénes son. –Sus manos, puestas sobre la mesa y con los dedos entrelazados, se tensaron. Eso no pasó desapercibido para Mellea–. Un elfo peliblanco y una elfa pelinegra.
–Oh, vamos. ¿Sabes cuántos tienen esas características? Pero… vale, si no quieres darme sus nombres…
–Rauko –dijo de golpe– y… la elfa… es…
–Oye, ¿estás bien? –inquirió comenzando a preocuparse–. Tienes cara de estreñido.
–Xana –exhaló–. Xa-na –repitió, enfatizando cada sílaba–. Rauko y Xana. –Finalmente notó la atenta mirada de su sobrina sobre él. Inclinó la cabeza, entonces–. Bueno, he venido para… decirte que tengo un problema –le confesó, al fin–: conozco muy bien a Rauko y a Xana, pero… los estoy olvidando. No sé por qué, pero los estoy olvidado, y más cuando intento siquiera escribir sobre ellos. Así que, por favor, mientras soluciono este problema, ayúdame a siempre recordar lo que te he contado sobre ellos, sobre… Rauko y Xana. –Al alzar la mirada, encontró el rostro ilegible de Mellea–. ¿Qué?
Unos segundos después, ella dijo:
–Dijiste que yo los conocía, y que han vivido bastante tiempo contigo, pero… hoy es la primera vez que escucho hablar de ellos.
Hyro tragó saliva, y eso fue audible para ella.
Lo que dijo le pareció… estúpido. Demasiado estúpido. Y aterrador. ¿La primera vez que escuchó de ellos? Tonterías. Patrañas. ¿Acaso quería tomarle el pelo?
–¿Q-qué… estás diciendo? –masculló Hyro, apretando los puños–. No juegues conmigo.
–Es la verdad, no los conozco –reiteró, seria.
La conocía bien. Mellea podía ser odiosa y mentirosa en muchos momentos, pero cuando ella le hablaba así… decía la verdad.
Pero ¿cómo podría ser esa la verdad? Ella los conocía, lo suficiente como para que olvidarlos de un día a otro fuera absurdo.
Entonces… consideró una terrible posibilidad.
–¿Quién te sacó de Lunargenta? –preguntó a Mellea, tan serio como ella.
–Escapé sola.
Él chasqueó la lengua.
–¿Quiénes vinieron aquí a pedirte ayuda con un trabajo de herrería?
–Un elfo llamado Zelas.
–¡Mentira! –gritó.
No podía ser cierto. Pero… si lo era, si ella los olvidó por completo y él recordaba cada vez menos a ambos, ¿cuántos más los olvidaron?
Salió de inmediato de la cabaña. Caminó con prisa hasta la taberna del pueblo.
–¿Cómo se llamaban los dos elfos que los salvaron de los rufianes genéricos? –interpeló apenas entrar.
Sienna y su abuelo se miraron entre sí, extrañados.
–Zelas era el elfo, el único elfo –contestó ella, y el abuelo asintió–. La señorita Mellea era la que lo acompañaba esa vez.
Mentira. Eso era mentira. ¡¿Por qué nadie recordaba?!
Negó con la cabeza, horrorizado. Se tambaleó cuando las náuseas le atacaron.
–Oiga, ¿está bien? –preguntó una preocupada Sienna.
–Por favor, perdonen a mi tío –dijo Mellea al llegar–. Ya nos vamos. –Agarró a Hyro del brazo.
–Por favor, por favor, recuérdenlos –rogó el brujo–. Los dos han luchado, una y otra vez, por el bien de otros. Han salido heridos, una y otra vez, por el bien de otros. Han renunciado a su propio bienestar, una y otra vez, por el bien de otros. Son héroes, capaces que hacer actos altruistas que están más allá de lo que yo estaría dispuesto a hacer. Son personas que no merecen… no merecen ser olvidados como si nunca hubieran existido. Así que, por favor, recuerden a…
Sus ojos se abrieron de par en par.
¿Cuáles eran sus nombres?
Rauko
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Re: Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
Luego de que el elfo empezara a vivir con Hyro, este lo envió a hacer trabajos de mercenario; sabía que así el pequeño de orejas picudas lograría desahogar toda esa furia y tristeza contenida dentro de sí. El elfo solía quejarse y decir que prefería trabajos sencillos que no requirieran esforzarse, pero ¿por qué nunca rechazó los trabajos, entonces? En el fondo siempre aceptaba porque lo necesitaba, aunque durante una larga temporada intentó mentirse a sí mismo negando aquella verdad.
Sin embargo, aquello no era el remedio. Tal vez el elfo se desahogaba, pero en cada aventura acumulaba más y más, rompiéndolo más y más, perdiendo la cordura más y más, lentamente.
Al brujo le desagradaba verlo, pero… ¿qué más podía hacer? Nunca fue capaz de arreglarlo antes, de todas maneras. Era un fracaso de mentor. Le había fallado a Danshee: no pudo protegerla a ella ni tampoco al elfo. Había fracasado, de nuevo, así como fracasó en tener una vida exitosa y así como fracasó en encontrar el amor y tener un hijo.
Patético y decepcionante. Él era eso. De joven huyó de casa para no escucharle a su familia llamarle así, pero hubiera preferido eso antes que descubrir que lo era cuando personas dependían de él.
Aun así, siguió intentándolo. Quiso arreglar al elfo. Aunque fracasara una y otra vez en todo, debía seguir intentando hasta lograr algo. Se lo prometió a Danshee.
Intentó mostrarle al elfo una vida mejor, tentándolo con placeres mundanos e instándolo a encontrar el amor por cualquier medio. Pero el elfo era demasiado problemático. Nada lo llenaba y, además, ni siquiera mostraba interés sexual por las mujeres o por… lo que fuera, al menos, pues tenía tanto apetito sexual como una patata madura.
Luego, cuando la elfa apareció, intentó forzar la relación amorosa entre ella y el elfo. Nunca funcionaba, pero no perdía nada en intentarlo.
Entonces… descubrió algo: la elfa había hecho cambiar al elfo, mejorar, y él la mejoraba a ella. Juntos fueron reparándose. Muy lentamente, pero mucho más rápido de lo que el brujo pudo solo.
Al verlo, Hyro decidió relajarse y dejar que los elfos tomaran las riendas de sus propias vidas.
Pero… qué terrible y decepcionante fue descubrir que la elfa quería convertirse en una estúpida heroína junto al elfo.
Eso no era ningún remedio. Eso era simplemente andar juntos hacia un final trágico.
A pesar de saber eso, desde entonces Hyro no se esforzó demasiado en hacerles cambiar de rumbo, creyendo que con un poco más de tiempo irían a mejor.
Idiota. Idiota. Idiota.
Él sabía que no irían a mejor. Esos dos elfos estaban condenados y, aun así, él… no quiso esforzarse al máximo por ellos. Se había rendido, después de tanto. Se dijo que no era capaz de corregirlos, así que dejó que los elfos vieran las consecuencias de sus propios actos. Se dijo que ya había hecho mucho por ambos, que él ya no era responsable de esos dos. Los elfos ya no eran niños que debían ser cuidados.
Idiota. Idiota. Idiota cobarde.
Nunca quiso admitir que le dolería demasiado que esos dos elfos tuvieran un mal final, y mucho, mucho, mucho más si eso sucedía con él habiéndose esforzado realmente por ellos. Podía vivir con el remordimiento que traería cualquier otro fracaso, pero fracasar en ayudar al elfo, a quien se suponía era su protegido… Era más fácil creer que el elfo moriría por su propia culpa y no porque su mentor fracasó en hacer lo único realmente importante que Danshee le pidió hacer: guiar a ese niño huérfano.
Además, había algo mucho más importante, algo que ahora el dolor en su pecho le impedía seguir negando.
Tal vez fracasó en encontrar al amor de su vida, pero… no en tener un hijo. ¿Qué era el elfo para él? Ya no podía decir que era solo un compañero, un amigo cualquiera o un niño problemático al que le pidieron cuidar como niñera.
Había vivido mucho con el elfo, lo vio crecer, lo educó e incluso le dio un nombre –aunque nunca esperó que el nombre que sugirió lo tomaran en serio–.
Era… lo más cercano a un hijo. No, ese elfo era su hijo, aunque no lo hubiera engendrado. Eso era lo que dictaba su corazón.
Por eso ahora no podía mantenerse al margen de la vida del elfo. Como su mentor… No, como el padre que sentía que debía ser, tendría que recordar, sin importar lo difícil que fuera, y encontrarlo. Ya no se trataría de cumplir con una petición de Danshee, sino en salvar a alguien que realmente le importaba.
Abrió los ojos, percatándose de que su visión era borrosa por las lágrimas contenidas. Se levantó de la cama rápidamente, sorprendiendo a Mellea, que había estado en una silla, a su lado, perdida hasta entonces en un libro.
–O-oye, tranquilo –dijo la bruja–. Que te haya permitido descansar en mi cama luego de que casi te desmayaras en la taberna no significa que ahora tengas la energía de un joven vigoroso, así que tranquilízate, ¿vale?
–No –contestó, con una seriedad impropia del jocoso y despreocupado Hyro–. Tengo mucho que hacer. Rau… –Chasqueó la lengua, frustrado–. El elfo del que te hablé, tengo que recordarlo, y hacer que los demás lo recuerden, y encontrarlo donde sea que esté.
–Ahm… Pues, vale, como digas, pero… ¿«el elfo», en singular? ¿No eran dos personas las que debíamos recordar?
El corazón de Hyro se detuvo un instante.
–¿D-dos?
Sin embargo, aquello no era el remedio. Tal vez el elfo se desahogaba, pero en cada aventura acumulaba más y más, rompiéndolo más y más, perdiendo la cordura más y más, lentamente.
Al brujo le desagradaba verlo, pero… ¿qué más podía hacer? Nunca fue capaz de arreglarlo antes, de todas maneras. Era un fracaso de mentor. Le había fallado a Danshee: no pudo protegerla a ella ni tampoco al elfo. Había fracasado, de nuevo, así como fracasó en tener una vida exitosa y así como fracasó en encontrar el amor y tener un hijo.
Patético y decepcionante. Él era eso. De joven huyó de casa para no escucharle a su familia llamarle así, pero hubiera preferido eso antes que descubrir que lo era cuando personas dependían de él.
Aun así, siguió intentándolo. Quiso arreglar al elfo. Aunque fracasara una y otra vez en todo, debía seguir intentando hasta lograr algo. Se lo prometió a Danshee.
Intentó mostrarle al elfo una vida mejor, tentándolo con placeres mundanos e instándolo a encontrar el amor por cualquier medio. Pero el elfo era demasiado problemático. Nada lo llenaba y, además, ni siquiera mostraba interés sexual por las mujeres o por… lo que fuera, al menos, pues tenía tanto apetito sexual como una patata madura.
Luego, cuando la elfa apareció, intentó forzar la relación amorosa entre ella y el elfo. Nunca funcionaba, pero no perdía nada en intentarlo.
Entonces… descubrió algo: la elfa había hecho cambiar al elfo, mejorar, y él la mejoraba a ella. Juntos fueron reparándose. Muy lentamente, pero mucho más rápido de lo que el brujo pudo solo.
Al verlo, Hyro decidió relajarse y dejar que los elfos tomaran las riendas de sus propias vidas.
Pero… qué terrible y decepcionante fue descubrir que la elfa quería convertirse en una estúpida heroína junto al elfo.
Eso no era ningún remedio. Eso era simplemente andar juntos hacia un final trágico.
A pesar de saber eso, desde entonces Hyro no se esforzó demasiado en hacerles cambiar de rumbo, creyendo que con un poco más de tiempo irían a mejor.
Idiota. Idiota. Idiota.
Él sabía que no irían a mejor. Esos dos elfos estaban condenados y, aun así, él… no quiso esforzarse al máximo por ellos. Se había rendido, después de tanto. Se dijo que no era capaz de corregirlos, así que dejó que los elfos vieran las consecuencias de sus propios actos. Se dijo que ya había hecho mucho por ambos, que él ya no era responsable de esos dos. Los elfos ya no eran niños que debían ser cuidados.
Idiota. Idiota. Idiota cobarde.
Nunca quiso admitir que le dolería demasiado que esos dos elfos tuvieran un mal final, y mucho, mucho, mucho más si eso sucedía con él habiéndose esforzado realmente por ellos. Podía vivir con el remordimiento que traería cualquier otro fracaso, pero fracasar en ayudar al elfo, a quien se suponía era su protegido… Era más fácil creer que el elfo moriría por su propia culpa y no porque su mentor fracasó en hacer lo único realmente importante que Danshee le pidió hacer: guiar a ese niño huérfano.
Además, había algo mucho más importante, algo que ahora el dolor en su pecho le impedía seguir negando.
Tal vez fracasó en encontrar al amor de su vida, pero… no en tener un hijo. ¿Qué era el elfo para él? Ya no podía decir que era solo un compañero, un amigo cualquiera o un niño problemático al que le pidieron cuidar como niñera.
Había vivido mucho con el elfo, lo vio crecer, lo educó e incluso le dio un nombre –aunque nunca esperó que el nombre que sugirió lo tomaran en serio–.
Era… lo más cercano a un hijo. No, ese elfo era su hijo, aunque no lo hubiera engendrado. Eso era lo que dictaba su corazón.
Por eso ahora no podía mantenerse al margen de la vida del elfo. Como su mentor… No, como el padre que sentía que debía ser, tendría que recordar, sin importar lo difícil que fuera, y encontrarlo. Ya no se trataría de cumplir con una petición de Danshee, sino en salvar a alguien que realmente le importaba.
Abrió los ojos, percatándose de que su visión era borrosa por las lágrimas contenidas. Se levantó de la cama rápidamente, sorprendiendo a Mellea, que había estado en una silla, a su lado, perdida hasta entonces en un libro.
–O-oye, tranquilo –dijo la bruja–. Que te haya permitido descansar en mi cama luego de que casi te desmayaras en la taberna no significa que ahora tengas la energía de un joven vigoroso, así que tranquilízate, ¿vale?
–No –contestó, con una seriedad impropia del jocoso y despreocupado Hyro–. Tengo mucho que hacer. Rau… –Chasqueó la lengua, frustrado–. El elfo del que te hablé, tengo que recordarlo, y hacer que los demás lo recuerden, y encontrarlo donde sea que esté.
–Ahm… Pues, vale, como digas, pero… ¿«el elfo», en singular? ¿No eran dos personas las que debíamos recordar?
El corazón de Hyro se detuvo un instante.
–¿D-dos?
Rauko
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Re: Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
–Esto tiene que ser suficiente para probar que vivieron aquí –sentenció, mientras rebuscaba con prisa en la habitación de ese alguien. ¿Y qué buscaba? Ni él estaba seguro. Tal vez… algo que le hiciera recordar mucho. Tenía el presentimiento de que ese algo estaba en ese lugar, y era pequeño.
Mellea también estaba allí, recostada en el marco de la puerta. No cuestionaba, ni apoyaba. Esperaría que Hyro por sí mismo llegara a la verdad. En el fondo, quería creer que, tal vez, su tío no mentía. Sin embargo, estaba mucho más segura de que él estaba perdiendo la cordura. Sea como sea, se limitó a observar, aunque no pudiendo evitar que su mano derecha se aferrase a su collar.
–He escuchado… –empezó ella– que aquí, hace tiempo, vivió un herrero.
«Herrero», resonó en la mente de Hyro, con un destello fugaz que iluminó recuerdos que no tardaron en perderse en el olvido otra vez.
–Pero él quiso ser un aventurero –siguió ella–, así que abandonó su hogar para ir en busca de aventuras. Entonces… al día siguiente murió.
Hyro se estremeció, pero al instante dedujo de quién hablaba.
–No, sé quién es ese –le respondió–, es el que vivió aquí antes que yo. Pero ese no es…
«¿No es quién?»
Se llevó una mano a la cabeza y gruñó una, dos, tres veces, cada vez con más fuerza. Entonces volvió a buscar, más rápido, más desesperado.
Tenía poco tiempo. Muy poco antes de que fuera demasiado tarde.
Ya no recordaba el nombre, la raza, el rostro, el cabello, la vestimenta habitual…
Ni siquiera podía recordar algún momento en que estuvo con ese alguien.
Lo único que lo impulsaba ahora no eran más que los sentimientos que sentía hacia ese alguien, porque sabía que no podía permitirse olvidar, que no podía fallar, porque fallar sería el peor error de su vida. Incluso morir inmediatamente era mucho menos terrorífico que olvidar a…
–Mellea, ¿cómo se llamaba? –pidió saber, su voz tensa–. Te dije su nombre y su raza. ¿Cuáles eran? –Abrió una cómoda y sacó lo pocos cachivaches que había dentro. Los examinó rápidamente, deseando, rogando que le ayudasen a recordar.
Nada útil. Nada le impedía seguir olvidado. Chasqueó la lengua, gesto que precedió a un sollozo.
¿De verdad no podría evitarlo? ¿De verdad fallaría?
Sacudió la cabeza.
Aún no. Aún no. Aún no. ¡Aún no!
–¡Mellea! –gritó.
Ella dio un paso atrás cuando Hyro la miró. Los ojos de ese brujo… Era la primera vez que ella vio los ojos de su tío incapaces de contener las lágrimas. Tal vista la dejó boquiabierta, y se mordió el labio al percatarse de que ella ni siquiera podía cumplir con lo único que él le pidió.
–Yo… –empezó, arqueando las cejas hacia arriba y agarrando su collar con más fuerza– no lo recuerdo.
Se estremeció ante el grito ahogado de Hyro.
Él continuó buscando. Se dirigió a la cama. Levantó la almohada, acto cuyo resultado determinaría si el brujo se rompería o no.
Y sus ojos brillaron, ladeó la cabeza y sonrió al encontrar su anhelada salvación: el diario de ese alguien.
Dejó caer la almohada y de inmediato tomó el cuaderno, que tenía escrito el nombre de Rauko. Chasqueó de nuevo la lengua, frustrado por la dificultad al abrirlo debido al temblor de sus manos.
Finalmente, finalmente había conseguido lo que necesitaba, lo que contenía escrito las aventuras y desventuras de ese alguien, ¡recuerdos que seguirían materializados incluso si su memoria fallaba!
–¿Qué… sucede? –se atrevió a preguntar Mellea, cuando Hyro se detuvo antes de siquiera abrir el cuaderno.
El tiempo se había agotado.
Mellea también estaba allí, recostada en el marco de la puerta. No cuestionaba, ni apoyaba. Esperaría que Hyro por sí mismo llegara a la verdad. En el fondo, quería creer que, tal vez, su tío no mentía. Sin embargo, estaba mucho más segura de que él estaba perdiendo la cordura. Sea como sea, se limitó a observar, aunque no pudiendo evitar que su mano derecha se aferrase a su collar.
–He escuchado… –empezó ella– que aquí, hace tiempo, vivió un herrero.
«Herrero», resonó en la mente de Hyro, con un destello fugaz que iluminó recuerdos que no tardaron en perderse en el olvido otra vez.
–Pero él quiso ser un aventurero –siguió ella–, así que abandonó su hogar para ir en busca de aventuras. Entonces… al día siguiente murió.
Hyro se estremeció, pero al instante dedujo de quién hablaba.
–No, sé quién es ese –le respondió–, es el que vivió aquí antes que yo. Pero ese no es…
«¿No es quién?»
Se llevó una mano a la cabeza y gruñó una, dos, tres veces, cada vez con más fuerza. Entonces volvió a buscar, más rápido, más desesperado.
Tenía poco tiempo. Muy poco antes de que fuera demasiado tarde.
Ya no recordaba el nombre, la raza, el rostro, el cabello, la vestimenta habitual…
Ni siquiera podía recordar algún momento en que estuvo con ese alguien.
Lo único que lo impulsaba ahora no eran más que los sentimientos que sentía hacia ese alguien, porque sabía que no podía permitirse olvidar, que no podía fallar, porque fallar sería el peor error de su vida. Incluso morir inmediatamente era mucho menos terrorífico que olvidar a…
–Mellea, ¿cómo se llamaba? –pidió saber, su voz tensa–. Te dije su nombre y su raza. ¿Cuáles eran? –Abrió una cómoda y sacó lo pocos cachivaches que había dentro. Los examinó rápidamente, deseando, rogando que le ayudasen a recordar.
Nada útil. Nada le impedía seguir olvidado. Chasqueó la lengua, gesto que precedió a un sollozo.
¿De verdad no podría evitarlo? ¿De verdad fallaría?
Sacudió la cabeza.
Aún no. Aún no. Aún no. ¡Aún no!
–¡Mellea! –gritó.
Ella dio un paso atrás cuando Hyro la miró. Los ojos de ese brujo… Era la primera vez que ella vio los ojos de su tío incapaces de contener las lágrimas. Tal vista la dejó boquiabierta, y se mordió el labio al percatarse de que ella ni siquiera podía cumplir con lo único que él le pidió.
–Yo… –empezó, arqueando las cejas hacia arriba y agarrando su collar con más fuerza– no lo recuerdo.
Se estremeció ante el grito ahogado de Hyro.
Él continuó buscando. Se dirigió a la cama. Levantó la almohada, acto cuyo resultado determinaría si el brujo se rompería o no.
Y sus ojos brillaron, ladeó la cabeza y sonrió al encontrar su anhelada salvación: el diario de ese alguien.
Dejó caer la almohada y de inmediato tomó el cuaderno, que tenía escrito el nombre de Rauko. Chasqueó de nuevo la lengua, frustrado por la dificultad al abrirlo debido al temblor de sus manos.
Finalmente, finalmente había conseguido lo que necesitaba, lo que contenía escrito las aventuras y desventuras de ese alguien, ¡recuerdos que seguirían materializados incluso si su memoria fallaba!
–¿Qué… sucede? –se atrevió a preguntar Mellea, cuando Hyro se detuvo antes de siquiera abrir el cuaderno.
El tiempo se había agotado.
Rauko
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Re: Sentimientos que no desaparecerán [Solitario]
Suspiró. Ya era el momento.
Tomó el bolso, que apenas contenía unas cuantas cosas que creyó necesarias, y lo colgó en su espalda.
–Sienna está afuera con su abuelo –avisó Mellea entrando en la habitación–, la caravana que consiguieron saldrá pronto.
–Oh, qué rápido –comentó Hyro con una leve sonrisa. La verdad, no le habría molestado que se hubieran tardado un poco más.
–Por supuesto, Sienna tiene que ser rápida para cumplir mis mandados, si es que quiere considerarse mi aprendiz. –Sonrió con suficiencia.
Hyro dejó escapar una carcajada. Se acercó a su sobrina y colocó el brazo sobre los hombros de ella.
–¿Extrañarás a tu querido tío? –preguntó sonriendo con arrogancia, obteniendo como respuesta un despreocupado encogimiento de hombros–. Tomaré eso como un rotundo sí. –Rio–. Bueno, ya me voy yendo.
Empezaron a caminar hacia la salida, sin ninguna prisa.
–¿Volverás? –preguntó Mellea, con una ligera dificultad para sonar casual. Y la respuesta que obtuvo de Hyro fue un encogimiento de hombros. Eso le arrancó una pequeña sonrisa–. Cuídate, ¿vale? –pidió, genuinamente. Tras dudar unos segundos, se permitió darle un abrazo que tomó por sorpresa al brujo.
–V-vale… Lo haré –logró responder. Ella hundió el rostro en el pecho de Hyro, haciendo que este se conmoviera y decidiera musitar con ternura–: Cuídate tú también.
La extrañaría, y ella lo extrañaría a él, pero ninguno lo confesaría con palabras. No eran esa clase de personas, y por eso él no admitiría el por qué quería marcharse.
Miró a su alrededor. Las habitaciones, el pasillo, la cocina… No tenía recuerdos de momentos fantásticos de esos lugares, pero, aun así, con tan solo mirarlos su corazón se encogía.
¿Por qué?
El no poder responder esa pregunta también le incomodaba, como si esta ignorancia fuera un error imperdonable. Le frustraba no saber por qué amaba tanto ese hogar que se convirtió en una casa fría desde un mes atrás. Por ello, aunque le doliera marcharse, prefirió despedirse y empezar de nuevo, lejos de ese preciado lugar que, de alguna manera, significaba mucho para él.
De pronto fue consciente del nudo en su garganta. Qué irrisorio. ¿Es que acaso era una casa con alguna maldición de melancolía y nostalgia absurda?
Una triste sonrisa se asomó en sus labios. De cualquier forma, ya no importaría cuando se fuera.
Respiró profundamente. Entonces, por fin, volvieron a partir hacia la salida. Y Hyro solo pudo lograr tal acto al aferrarse a su fuerza de voluntad.
Por última vez, abrió la puerta.
–¡Pero qué cosas tan feas! –exclamó asqueado al ver a las dos figuras encapuchadas que encontró fuera junto a Sienna y el abuelo de esta. Antes de hacer nada más, las dos cosas les lanzaron una nube de polvo a todos–. ¡¿Pero qué demonios?! –Materializó una daga de oro y bronce en cada mano–. ¿Uh?
Soltó las dagas, que se desvanecieron antes de tocar el suelo. Fijó su mirada en el par de engendros.
Con la misma fuerza que miles de imágenes, sonidos, olores, sensaciones y sabores golpearon y llenaron su mente, un torrente de emociones erupcionó desde su pecho, quebrando barreras. Antes de darse cuenta, a Hyro, a un brujo que solía preferir ocultar lo que sentía, le ardían los ojos en lágrimas, frente a todos.
–¿Podemos… quedarnos aquí? –preguntó un feo elfo, atónito al verlo llorar, tan atónito como lo estaba el resto por este inesperado y extraño reencuentro.
¿Qué debió responderle? Esta vez no había duda alguna de cuál era la única respuesta que quería dar, y lo que haría a partir de este momento.
–Por supuesto que sí –musitó con la sonrisa más sincera que había mostrado alguna vez–. Esta es nuestra casa, Rauko y Xana.
Tomó el bolso, que apenas contenía unas cuantas cosas que creyó necesarias, y lo colgó en su espalda.
–Sienna está afuera con su abuelo –avisó Mellea entrando en la habitación–, la caravana que consiguieron saldrá pronto.
–Oh, qué rápido –comentó Hyro con una leve sonrisa. La verdad, no le habría molestado que se hubieran tardado un poco más.
–Por supuesto, Sienna tiene que ser rápida para cumplir mis mandados, si es que quiere considerarse mi aprendiz. –Sonrió con suficiencia.
Hyro dejó escapar una carcajada. Se acercó a su sobrina y colocó el brazo sobre los hombros de ella.
–¿Extrañarás a tu querido tío? –preguntó sonriendo con arrogancia, obteniendo como respuesta un despreocupado encogimiento de hombros–. Tomaré eso como un rotundo sí. –Rio–. Bueno, ya me voy yendo.
Empezaron a caminar hacia la salida, sin ninguna prisa.
–¿Volverás? –preguntó Mellea, con una ligera dificultad para sonar casual. Y la respuesta que obtuvo de Hyro fue un encogimiento de hombros. Eso le arrancó una pequeña sonrisa–. Cuídate, ¿vale? –pidió, genuinamente. Tras dudar unos segundos, se permitió darle un abrazo que tomó por sorpresa al brujo.
–V-vale… Lo haré –logró responder. Ella hundió el rostro en el pecho de Hyro, haciendo que este se conmoviera y decidiera musitar con ternura–: Cuídate tú también.
La extrañaría, y ella lo extrañaría a él, pero ninguno lo confesaría con palabras. No eran esa clase de personas, y por eso él no admitiría el por qué quería marcharse.
Miró a su alrededor. Las habitaciones, el pasillo, la cocina… No tenía recuerdos de momentos fantásticos de esos lugares, pero, aun así, con tan solo mirarlos su corazón se encogía.
¿Por qué?
El no poder responder esa pregunta también le incomodaba, como si esta ignorancia fuera un error imperdonable. Le frustraba no saber por qué amaba tanto ese hogar que se convirtió en una casa fría desde un mes atrás. Por ello, aunque le doliera marcharse, prefirió despedirse y empezar de nuevo, lejos de ese preciado lugar que, de alguna manera, significaba mucho para él.
De pronto fue consciente del nudo en su garganta. Qué irrisorio. ¿Es que acaso era una casa con alguna maldición de melancolía y nostalgia absurda?
Una triste sonrisa se asomó en sus labios. De cualquier forma, ya no importaría cuando se fuera.
Respiró profundamente. Entonces, por fin, volvieron a partir hacia la salida. Y Hyro solo pudo lograr tal acto al aferrarse a su fuerza de voluntad.
Por última vez, abrió la puerta.
–¡Pero qué cosas tan feas! –exclamó asqueado al ver a las dos figuras encapuchadas que encontró fuera junto a Sienna y el abuelo de esta. Antes de hacer nada más, las dos cosas les lanzaron una nube de polvo a todos–. ¡¿Pero qué demonios?! –Materializó una daga de oro y bronce en cada mano–. ¿Uh?
Soltó las dagas, que se desvanecieron antes de tocar el suelo. Fijó su mirada en el par de engendros.
Con la misma fuerza que miles de imágenes, sonidos, olores, sensaciones y sabores golpearon y llenaron su mente, un torrente de emociones erupcionó desde su pecho, quebrando barreras. Antes de darse cuenta, a Hyro, a un brujo que solía preferir ocultar lo que sentía, le ardían los ojos en lágrimas, frente a todos.
–¿Podemos… quedarnos aquí? –preguntó un feo elfo, atónito al verlo llorar, tan atónito como lo estaba el resto por este inesperado y extraño reencuentro.
¿Qué debió responderle? Esta vez no había duda alguna de cuál era la única respuesta que quería dar, y lo que haría a partir de este momento.
–Por supuesto que sí –musitó con la sonrisa más sincera que había mostrado alguna vez–. Esta es nuestra casa, Rauko y Xana.
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