Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
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Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Tres días antes de la adivinación
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Yo solo quería descansar las nalgas; después de tantas horas volando sobre Kali[1], mi feo pero majo equino volador, ya sentía que nunca podría volver a caminar de otro modo que con las piernas abiertas, y en mi taller ya no me llamarían «herrero topo» sino «herrero patas de cangrejo». Incluso Xana, aferrada detrás de mí, estaba pálida y callada, contrastando con el buen ánimo que tenía al principio del vuelo. Así que ya habíamos decidido bajar a descansar, aunque fuese en medio de un bosque donde ya habíamos visto un grupo de trasgos rondando; incluso agotados podíamos lidiar con esas cosas.
Pero aquel deseo, ese simple y trivial deseo, se vio pospuesto por un inoportuno problema ajeno, un wendigo atacando a los escoltas de una carromato, lo que despertó mi cargante sentido moral.
Con suma delicadeza hice que Xana se soltara de mí para que se sujetara de Kali. Luego salté hacia el vacío, en vez de haber conducido a la montura hacia el suelo. Giré en el aire mientras desenvainaba mi espada Doppelsäbel. Los giros no se detuvieron como esperé. Empecé a expulsar ráfagas de éter para recuperar el control y desacelerar lo suficiente la caída[2], mientras concentraba una buena porción de éter en mi arma. Y finalmente, como un milagroso relámpago, aterricé y clavé mi espada sobre el wendigo, destrozándolo con la centelleante y explosiva liberación de la energía acumulada[3], porque ser vistoso seguía siendo casi tan importante como ser efectivo.
La entrada sorpresa enmudeció al grupo más de lo que habría esperado. El primero en romper en silencio fue un chico que quedó salpicado de sangre de wendigo.
–¡Qué asqueroso! –exclamó, arrugando de sobremanera su cara por el asco, para nada el agradecimiento que correspondía en esa situación.
Luego de un poco más de ingratitud, aquel grupo conformado por hombres-bestia gato, donde lo que tenían de gato eran apenas las orejas y la cola, me engatusaron con promesas de comida y un techo donde pasar seguro la noche a cambio de acompañarlos a Balam, un pueblo cercano.
Xana apareció entonces, y lo hizo exhibiendo su poco control sobre Kali. Cuando logró aterrizar, vomitó las biusas que con tanto cariño yo le había fabricado. El resto del viaje lo hizo en el carromato, soportando las charlas interminables de una mujer gata encinta.
–¿Sabías que es malo echarte agua dentro de los oídos para lavarte, nyaan? –decía–. Yo empecé a lavar bien adentro, pero empezó a doler y ya no oía tan bien, nyaan. Así que lo dejé.
Para Xana no era problema hablar de tonterías, pues de lo contrario no me habría soportado, pero, por alguna razón, aquel constante «nyaan» se le hacía un poco irritante. La mayor parte del tiempo lo pasó preguntándose por qué la gata usaba tanto aquel «nyaan», por qué era molesto, por qué lo pronunciaba como imitando un maullido socarrón, por qué cuando Xana intentó desviar la conversación hacia el embarazo la gata también desvió el tema lejos de la maternidad, nyaan.
Mientras, estuve a un lado de la carromato, andando junto a mi fiel y siempre feo equino que inquietaba a los caballos del resto. Escuché a los compañeros felinos hablar, sin intervenir. El ensangrentado, de piel pálida y cabello negro, siguió quejándose otro rato de la suciedad, de lo poco gratificante que era esforzarse tanto por bestias peludas que les llamaban «gatos lampiños», de lo tedioso que era encargarse de evitar otra vez que la embarazada muriera por un capricho imprudente, y demás cosas que nadie le preguntó.
Ese sujeto me aburrió. Desvié mi atención hacia un par de chicas gata, ambas morenas y de cabello níveo, hermanas sin lugar a dudas, y también chamanas, la de vestido negro portando un báculo con un pequeño tótem morado y la de vestido blanco con un báculo con un tótem azul.
La primera, con su cara delatando su aburrimiento, también le murmuraba a su hermana que estaba cansada de intentar pacificar a ese pueblo lleno de bárbaros que rechazaban el pacifismo de Deonis. La hermana, siempre erguida en un porte digno, le sonreía con condescendencia y respondía para todos que debían confiar en la verdadera y piadosa voluntad de El Tigre y obtendrían fuerzas para prevalecer, pues, si se rendían, algunos seguirían con las retrógradas costumbres de sacrificios y serían engañados por algún oportunista cait sìth, como el que había en el pueblo hasta que ellos llegaron un mes antes y era venerado como representante de El Tigre.
Me aburrieron también. Y lo peor es que ninguno de ellos parecía querer un curso de herrería gratuito. Así que me dediqué a generar biusas[4] y comerlas, poniendo a prueba mi memoria al pensar en un sabor distinto para cada una, incluyendo ese extraño sabor a maquillaje de la comida de cierta elfa conocida tiempo atrás. Haylisa, recordé que se llamaba, imposible olvidarla.
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Dos días antes de la adivinación
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Dos días antes de la adivinación
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Una sucesión de hechos aleatorios me llevó a terminar trabajando como niñero al día siguiente en Balam. O como cuidador de gatos. ¿Cuidador de niños-gato? Sea como sea, luego de jugar a quién podía saltar más alto, inesperadamente siendo yo siempre el ganador, los niñatos peludos e inusualmente cabezones me hablaron de una adivina que veía el futuro. Hicieron mucho énfasis en lo rara que era y que por eso se parecía a mí, pero ninguno habló sobre si a ella podría interesarle un curso de herrería.
En cualquier caso, desde lo de Vincent salvando el espacio-tiempo siendo bebé y yo convirtiéndome en un viejo sabroso, aprendí habilidades y técnicas que fueron pulidas mediante un largo entrenamiento que nunca hice, como si mi futuro yo me obsequiara con cuentagotas su experiencia a través de alguna brecha temporal sin reparar. Supuse que la adivina quizás podría saber algo, así que decidí visitarla.
Nuevamente, porque el destino es cruel, mi deseo tuvo que posponerse. Los niños me detuvieron cuando empecé a alejarme porque se suponía que debía cuidarlos y demás tonterías. Hasta me amenazaron con delatar mi falta si no seguíamos jugando. No tuve opción. Pero, como venganza, me dediqué a también divertirme con ellos, pero sin darles ningún curso de herrería.
Durante la noche en una choza austera, compartiendo una cama de hierba gatera en la que apenas cabíamos los dos, Xana me habló sobre el «nyaan» y lo nuevo que había aprendido sobre eso.
Jamás me había dormido tan rápido.
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Kali, mi mascotita [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo].
[2] Habi pasiva nvl 4: Vuelo fúlgido.
[3] Habi activa nvl 1: Choque centelleante.
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Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 1/10
Balam, una de las aldeas más remotas de los Reinos de las Bestias, cercana a los lindes occidentales del bosque de Midgard. Llevaba varias semanas recorriendo la frontera oeste, más allá de los territorios atrasados por el fuego. Desde su encuentro con aquel humano en Verisar, sus planes se habían visto en la obligación de ser aligerados, y aquella aldea resultaba ser de las últimas en sus planes de ruta, lo bastante alejada tanto de tierras elfas como vampiras, demarcaba el límite de los territorios preocupantes. No obstante, las habladurías habían situado en ella a una adivina, cuyos seguidores afirmaban que había previsto el ataque a Sandorai con semanas de antelación.
Era la primera vez que se aventuraba en el oeste más salvaje. Había escuchado numerosas historias acerca de las criaturas que tiempo atrás nacieron a manos de los humanos y que ahora, tras años de evolución, habían llegado a alcanzar una categoría de raza, que los igualaba a tantas otras que poblaban el continente. En sus viajes había tenido la fortuna de toparse con algunos de aquellos personajes. Por suerte todos ellos habían resultado ser amistosos y aunque odiaba pecar de pluralista, quiso enfocarse en que la probabilidad de que las gentes de aquella aldea serían, cuanto menos, receptivas. Trató de no sorprenderse cuando llegó al descubrir que los moradores de aquel poblado resultaban conformar una considerable comuna de felinos humanoides. O humanoides felinos, para ser más acertados. Llamemosles Nekos.
A un par de días de conocer la nueva predicción de la adivina, la elfa, ignorante del futuro que se aproximaba, aguardaba el momento oportuno para preguntar por aquella que afirmaba vaticinar presagios y cómo poder tener una audiencia con ella. Se había presentado como una viajera estudiosa de la botánica y nadie se había opuesto a su presencia, aunque debía de ser cuidadosa. No es que a la joven le interesaran tales cuestiones, más bien era bastante abnegada a creer en supuestas adivinanzas, pero dado que la última que atribuía tenía que ver directamente con su pueblo, merecía al menos una mínima atención.
Se encontraba, entonces, disfrutando de un tentempié y el sol de media tarde, ese que aún calienta pero ya comienza a perderse entre las copas de los árboles, en el porche de la casa de huéspedes en la que se alojaba. Distraída, leía por encima un panfleto sobre sucesos locales de la última semana. Parecía que en los días anteriores se habían producido nuevos altercados entre los que el escritor llamaba «bárbaros» y los que nombraba como «fieles». Arqueó una ceja. Los ciudadanos se habían mostrado pacíficos y notablemente hospitalarios, le costaba imaginarlos envueltos en cruzadas idealistas. Un golpecito suave en el tobillo la sacó de sus divagaciones. Bajó la mirada y encontró junto a su pierna una pelota de esparto, alzando la mirada de nuevo descubrió que un pequeño niño-gato rechoncho se aproximaba de una carrera.
—¡Dizculpa! Ffft, ffft.— alcanzó a decir a un escaso metro y medio de la elfa —No ziempre laz cazo al vuelo. Ffft, ffft.
Ella agachó la mano y agarró la bola, que rondaba el tamaño de un huevo de oca, tendiéndosela con amabilidad.
—No es molestia, aquí tienes.— expuso, con cercanía, apartando las páginas de su lectura de ella y centrando ahora su atención en el chiquillo —De todas formas han debido lanzarla muy fuerte sí ha llegado desde tan lejos…— añadió, mientras oteaba los alrededores, comprobando que no parecía haber nadie cerca.
¿A caso estaba jugando solo?
Era la primera vez que se aventuraba en el oeste más salvaje. Había escuchado numerosas historias acerca de las criaturas que tiempo atrás nacieron a manos de los humanos y que ahora, tras años de evolución, habían llegado a alcanzar una categoría de raza, que los igualaba a tantas otras que poblaban el continente. En sus viajes había tenido la fortuna de toparse con algunos de aquellos personajes. Por suerte todos ellos habían resultado ser amistosos y aunque odiaba pecar de pluralista, quiso enfocarse en que la probabilidad de que las gentes de aquella aldea serían, cuanto menos, receptivas. Trató de no sorprenderse cuando llegó al descubrir que los moradores de aquel poblado resultaban conformar una considerable comuna de felinos humanoides. O humanoides felinos, para ser más acertados. Llamemosles Nekos.
A un par de días de conocer la nueva predicción de la adivina, la elfa, ignorante del futuro que se aproximaba, aguardaba el momento oportuno para preguntar por aquella que afirmaba vaticinar presagios y cómo poder tener una audiencia con ella. Se había presentado como una viajera estudiosa de la botánica y nadie se había opuesto a su presencia, aunque debía de ser cuidadosa. No es que a la joven le interesaran tales cuestiones, más bien era bastante abnegada a creer en supuestas adivinanzas, pero dado que la última que atribuía tenía que ver directamente con su pueblo, merecía al menos una mínima atención.
Se encontraba, entonces, disfrutando de un tentempié y el sol de media tarde, ese que aún calienta pero ya comienza a perderse entre las copas de los árboles, en el porche de la casa de huéspedes en la que se alojaba. Distraída, leía por encima un panfleto sobre sucesos locales de la última semana. Parecía que en los días anteriores se habían producido nuevos altercados entre los que el escritor llamaba «bárbaros» y los que nombraba como «fieles». Arqueó una ceja. Los ciudadanos se habían mostrado pacíficos y notablemente hospitalarios, le costaba imaginarlos envueltos en cruzadas idealistas. Un golpecito suave en el tobillo la sacó de sus divagaciones. Bajó la mirada y encontró junto a su pierna una pelota de esparto, alzando la mirada de nuevo descubrió que un pequeño niño-gato rechoncho se aproximaba de una carrera.
—¡Dizculpa! Ffft, ffft.— alcanzó a decir a un escaso metro y medio de la elfa —No ziempre laz cazo al vuelo. Ffft, ffft.
Ella agachó la mano y agarró la bola, que rondaba el tamaño de un huevo de oca, tendiéndosela con amabilidad.
—No es molestia, aquí tienes.— expuso, con cercanía, apartando las páginas de su lectura de ella y centrando ahora su atención en el chiquillo —De todas formas han debido lanzarla muy fuerte sí ha llegado desde tan lejos…— añadió, mientras oteaba los alrededores, comprobando que no parecía haber nadie cerca.
¿A caso estaba jugando solo?
Última edición por Aylizz Wendell el Sáb Mayo 21 2022, 11:49, editado 1 vez
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Un grandioso día antes de la adivinación
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Cuando tuve que reconocer que fingir que dormía no sería suficiente para volver a dormirme genuinamente, entreabrí mis ojos, encontrando primero el techo de paja y una figura borrosa en el borde de la visión. Centré mi atención en esa figura. Reconocí a esa neko (pero qué buen nombre) que seguía, aun viéndome despierto, punzándome una mejilla con la uña afilada de un dedo índice.
–¿Qué…? –dije con la voz ronca. Carraspeé–. ¿Qué quieres, Sayen? ¿Por qué me despiertas de madrugada?
–¿Madrugada? Pero si es casi medio día –repuso.
–Yo nunca negué lo contrario –afirmé, haciéndola entornar sus ojos, los cuales estaban enrojecidos por los bordes.
–¿Dónde está tu compañera? –preguntó entonces, no revelando si entendió o no lo que dije.
Miré hacia mi alrededor. Encontré la ausencia de Xana.
–No está aquí –respondí sin lugar a dudas.
–Ya lo sospechaba –Forzó una sonrisa de dientes inesperadamente puntiagudos. Mientras, una gota amarillenta estaba asomándose por su nariz, pero no tardó en ser aspirada de vuelta–. ¿No tienes idea de dónde podría estar ahora?
Cerré los ojos e intenté pensarlo. Unos segundos después, aún en completo silencio, me pregunté si la neko se iría si continuaba haciéndome el dormido. El regreso de punzadas en la mejilla fue la trágica respuesta.
–Quizás… –respondí con dejadez– esté envuelta en una profunda investigación con la que planea descubrir todos y cada uno de los secretos del enigmático y llamativo «nyaan».
–¿Nyan? –Ladeó la cabeza un momento antes de sacudirla–. Da igual, tú también eres elfo. ¿Puedes hacer algo por mí?
–¿Hacer tu trabajo de niñera otra vez?
–Ño, otra se encargará hoy. Lo que quiero es que me devuelvas la salud con tu magia.
–No puedo. Mi magia sana heridas, no la gripe.
–Ño –gimió sacudiendo la cola.
–Mi compañera tampoco puede, de hecho.
–Ño –gimoteó–. Me habían dicho que tu elfa era botánica.
–Te tomaron el pelo, supongo. En cualquier caso, ¿es que no tienen sanadores en Balam?
–Ahora solo hay una, una chamana, pero está con los fieles y no quiero que me vean con ellos, menos ahora.
–Creí que dijiste que te escabullías con un chico… y que te gustaba porque jamás lo encontrarías con una amante ya que es fiel.
–¿Qué? Ño. Vaya confusión la tuya. Me gusta el chico, pero no que sea de los fieles, o que creen ser fieles a El Tigre. Mi familia no está, digamos, en buenos términos con ellos. Así que no lo menciones mucho, ¿sí?.
–Hmm… –dije, pensativo–. Espera, si el chico está en una relación con un tigre, ¿entonces tú eres la amante?
–Creo que mejor… buscaré a tu compañera –murmuró.
–No hace falta –aseguré cuando se levantó, deteniéndola–. Creo que ya sé quién es esa elfa de la botánica.
Luego de un rato desperezándome demás, le mencioné a una elfa que vi de lejos el día anterior, o que quizás no vi realmente. En este momento con sopor todavía, no discernía si eso sucedió o era parte del extraño sueño que tuve. Solo podía estar seguro de que la lluvia de vacas cayendo en la lejanía sí debió ser real.
Sea como sea, una vez informada, Sayen se fue a buscar a la elfa, sin agradecerme. Apenas si se despidió con un estornudo. Otra ingrata.
Poco después finalmente me animé a salir de la choza. Me percaté de que no había visto a mi siempre feo equino en más de un día, así que emprendí una tranquila caminata para buscar a Xana y preguntarle sobre su negativa a mi propuesta de leernos las mentes, pero me distraje escuchando rumores sobre la adivina y que tendría su siguiente gran predicción al día siguiente, lo que me llevó a notar que algún que otro neko usaba de muletilla «meow» o «miau» en lugar del «nyan». «Espero que nadie se haya comido a Kali», pensé entonces.
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Debido a la inesperada ausencia de un chico que durante aquel día debía encargarse de cuidar a la neko de vientre inflado, y a que Xana eligió el peor momento y lugar para preguntar sobre la adivina, dicha elfa terminó encargándose del cuidado a petición del cacique. Al principio pensó que solo debía acostumbrarse a la muletilla felina y el trabajo sería biusa comida, pero aquella neko aprovechaba cada maldita oportunidad para escabullirse. Y lo peor es que ella, cuando Xana la atrapaba, retomaba la conversación que tenían como si no hubiera pasado nada, aunque evadiendo toda pregunta al respecto.
–Papá empezó a creer que los atrapasueños no protegen de pesadillas –contaba la inflada, andando cerca de las murallas y con Xana detrás vigilando sus movimientos–, pero yo sí lo creo, nyaan. A los espíritus chocarreros no les gustan. Eso me lo dijo una amiga que se lo contó una tía que empezó a verlos cuando empezó a comer hongos mágicos, y mi amiga nunca me miente, nyaan. –Se detuvo en seco y señaló hacia un lado–. ¡Ahí, un bárbaro pervertido está jalando la cola de la muchacha, nyaan!
Xana miró en la dirección señalada. Era cierto, pero parecía que lo de pervertido sobraba: la muchacha estaba atorada en una ventana estrecha, de la cintura para abajo hacia el exterior, y él buscaba sacarla tirando de la cola, una tarea complicada ya que la ventana estaba a dos metros sobre el suelo y la desafortunada no dejaba de patalear.
–Tal vez debería… –alcanzó a decir Xana antes de notar que la inflada huía a hurtadillas–. ¡Dezba, deja de hacer eso!
–Espera, espera, nyaan –dijo Dezba, repentinamente pensativa. Se acercó a Xana y la barrió con una mirada inquisitiva que precedió a una mueca despectiva. Luego forzó una sonrisa–. ¿Cuánto cobras por… ya sabes… aventurillas? –Le dio unos suaves pero torpes codazos al costado de Xana.
–¿Eh?
–Papá dijo que me cuidaras y yo quiero irme de aquí. Ambas cosas pueden hacerse juntas.
–No, el cacique fue específico en que no te dejara salir de Balam de nuevo.
–¿Y si empiezo a pagarte?
–Estarías empezando a perder aeros en vano.
–Pero cómo se nota que no tienes novio.
–¿Eh?
–¡Kyaa, detente, por favor! –gimió una mujer, interrumpiendo la conversación.
Xana se volteó enseguida hacia el origen de la voz. Era la neko de antes, aún atorada en la ventana, esta vez siendo manoseada indecentemente por el que debía ayudarla. Xana generó orbes de éter y se los arrojó al pervertido, espantándolo de aquel lugar. Entonces se recordó de Bezda. Se giró y ya no la encontró. Suspiró exasperada. Se masajeó las sienes, estresada y hasta agotada, sintiendo incluso un incipiente dolor de cabeza. «¿Cómo puede escapar tan rápido con semejante panza?», cruzó por su mente.
–¿Y… ahora quién va a sacarme de aquí? –preguntó la neko atorada, pero Xana ya había emprendido rumbo en busca de Dezba.
Última edición por Rauko el Lun Jul 11 2022, 07:00, editado 1 vez
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 2/10
Había perdido la cuenta de las veces que había lanzado aquella maldita bola de esparto. Quizá siete u ocho, quizá doscientas, quizá mil. Estaba verdaderamente hastiada de lo torpe que podía llegar a ser aquel neko panzudo, aunque empezaba a dudar si el más aburrido era él, que intentaba evitar de nuevo la soledad, alargando como fuese el improvisado juego en el que, sin saber ella cómo, había logrado enredar a la elfa.
—¡Ahora que haga un giro antez de caer! ffft-ffft
—Ajá…— ya ni siquiera le escuchaba.
—¡Oh! ¡Eza fue muy alta! ffft-ffft— acusó, echando a correr tras la pelota.
—Oh, no. Estaba segura de que la alcanzarías.— replicó con ironía y dejadez.
Mientras observaba al chiquillo alejarse, una verdadera maldad se le pasó por la mente. Podía escabullirse antes de que regresara para un siguiente lanzamiento. Rió para sí, negando con la cabeza mientras atisbaba la figura felina volver, bola en mano, asumiendo que no podía ser tan desalmada. Sin embargo, los dioses parecieron apreciar su infinita paciencia y la represión de sus instintos antimaternales, permitiéndole una salida fácil cuando otro sujeto captó la atención del solitario niño-gato.
—¡Zacariaz, haz vuelto!
El muchacho pareció reconocer a un joven neko que en aquel instante aparecía cruzando la escena, pies en polvorosa -aunque el color del rastro que levantaban sus pies no se parecía en nada al rosado-, aparentemente huyendo de… ¿Nadie? No obstante, el velocista hizo caso omiso a su interlocutor, sobrepasándolo sin dejar de correr.
—Ez mi hermano, ffft-fft. Me dijo que ezperaze aquí, que volvía en un miau. ¡Eh! Que ze va zin mí, ¡adioz!
Quedó ligeramente anonadada un momento, antes de permitirse un gesto triunfal cuando comprobó que el chiquillo no tenía intención ninguna de volver. Curiosos seres aquellos nekos.
Por fin comenzaba a apreciar la tranquilidad de pasear sola por las callejuelas de Balam, que parecían más apacibles aquel día que las jornadas anteriores, según había llegado a saber únicamente escuchando los comentarios que los pueblerinos dejaban oír en una u otra esquina, cuando malamente fue interrumpida por las voces de un pregonero.
Al poco, los murmullos comenzaron a dejarse oír entre la nekogente y empezó a verse un movimiento más agitado en las calles. Entonces ató cabos. Fuera lo que fuese aquello que estaba dispuesto, se trataba de un ritual y todo ritual precisa de la dirección de un guía. Quizá fuese aventurado asimilar tal persona a la tan famosa adivina, pero realmente esperaba no estar desencaminada.
Ni se acercó a la verdad.
Siguiendo a varios de los pueblerinos, llegó hasta las cercanías de un riachuelo, donde un cambio de nivel en el cauce provocaba un pequeño salto de agua junto a la orilla, sobre el que, de cuando en cuando, era posible avistar algún pez asomando el lomo al dejarse caer por él. Peces tigre, supuso. Nekos de todas las edades, tamaños, formas y colores se habían reunido en torno al salto. La elfa se acercó curiosa, buscando con la mirada a alguien que pudiese ser la adivina. Difícil tarea, teniendo en cuenta que no tenía de ella ni una mínima descripción.
En un momento dado, entre el tumulto se empezó a formar un estrecho pasillo por el que no tardaron en avanzar dos nekas, que hasta el más escaso en razonamiento habría identificado como las maestras de ceremonia, dada su indumentaria y el respeto hacia ellas mostrado. Se acercó un poco más, escurriéndose entre la gente, alcanzando a escuchar algún que otro cuchicheo revelador por el que supo que las hermanas chamanas recién habían llegado al pueblo en misión de extender la palabra de Dionis y su deseo de paz, habiéndose ganado en poco tiempo el interés de muchos.
—¡Fuera, falhanté!
—¡Engatuhadorá!
Al parecer, no todos los presentes se habían acercado de buena fé y numerosos de aquellos comentarios se hicieron eco entre las filas más atrasadas. Aquello sí se acercaba más a los desencuentros ideológicos que se habían dado en los últimos días. En aquel punto se preguntó ¿por qué no escuchar otras versiones? Tal vez su adivina no se encontraba allí porque no apoyaba a los miausioneros.
—¿Qué ocurre? ¿No les agrada un baño?— preguntó con sutileza, cuando estuvo lo bastante cerca de los dos principales alborotadores, un matrimonio que ya peinaba canas en la cola.
—Lo que nonoh gúhta ehque unah míhticah vengaquín diciendo handéceh. Que hay que purificá el cuerpo dice.— soltó una risotada el esposo.
—Y que mientrah te concentrah en la bañaheon eha, tamié he purifica el alma.— añadió la esposa, en tono jocoso.
—Aquí el hacrificio, como tola vida. La chamana nuehtra eh una bendita que to lo vé y to lo hábe. ¡Y encima noh llaman bárbaroh! Fzt-fzt. Habrahe vihto.
Con cierto esfuerzo, logró entender su repelencia hacia las nuevas chamanas. Pensó que entonces aquella podría ser su oportunidad.
—Oh, ya veo. Si… Las nuevas generaciones queriendo desmontar las tradiciones de toda una vida.— comentó, aireando la mano hacia las hermanas, con gesto desencantado.
—Po hi tú ereh mú joven tamié.
—Eh…— aquel comentario casi la parte en dos —Bueno, así me ven. ¿No saben que los elfos vivimos más de cien años y que lucimos dos veces más jóvenes?
—Joheluí, ¿qué dice lah muchacha ehta?— preguntó de repente la esposa, tocándose la oreja, acercándose al esposo.
—No hé, Mari, no hé. Algo de unoh ehlfo, ¿no veh que tié lah orejah ahín parriba?
Aylizz decidió acabar más pronto que tarde con la absurda conversación que parecía que estaba a punto de acontecer.
—Yo lo que querría…— interrumpió —...es mostrarle mis respetos a tan bendita mujer.
El matrimonio la miró un momento, en silencio, con la sospecha reflejada en su rostro. Ella dibujó una media sonrisa cálida, tratando de suavizar la situación.
—Hupongo que hiempre ehtá dihpuehta a recibí halágo.— fanfarroneó el esposo, finalmente —Paha que ahora tá fuera, he ahuenta devéncuando. Pa mañana he prevé el regreho.
—Tamo ya preparando lah ofrenda de recibimiento y el jolgorio nocturno, pa celebra hu vuelta. Y avé hi duna vé ehpanta a lah malah gatah esah.
Seguir el hilo de aquella escueta conversación se le hizo especialmente denso, por lo que con tal escasa información decidió dar por finalizado aquel intento. Allí dejó a la feliz pareja, echando pestes, aunque sin perderse detalle de lo que ocurría en el ritual. Ella, por el contrario, había perdido todo el interés al descubrir que no podría dar con la adivina hasta la jornada siguiente.
«¿Entonces la chamana se ausenta con asiduidad, recibiendo ofrendas y una celebración cuando regresa? Con buenas nuevas y bendiciones. Casualmente.»
—Disculpa *snif*— un toquecito en el hombro interrumpió sus teorías conspiranoicas —¿Eres tú *snif* la botánica? *snif*
—¡Ahora que haga un giro antez de caer! ffft-ffft
—Ajá…— ya ni siquiera le escuchaba.
—¡Oh! ¡Eza fue muy alta! ffft-ffft— acusó, echando a correr tras la pelota.
—Oh, no. Estaba segura de que la alcanzarías.— replicó con ironía y dejadez.
Mientras observaba al chiquillo alejarse, una verdadera maldad se le pasó por la mente. Podía escabullirse antes de que regresara para un siguiente lanzamiento. Rió para sí, negando con la cabeza mientras atisbaba la figura felina volver, bola en mano, asumiendo que no podía ser tan desalmada. Sin embargo, los dioses parecieron apreciar su infinita paciencia y la represión de sus instintos antimaternales, permitiéndole una salida fácil cuando otro sujeto captó la atención del solitario niño-gato.
—¡Zacariaz, haz vuelto!
El muchacho pareció reconocer a un joven neko que en aquel instante aparecía cruzando la escena, pies en polvorosa -aunque el color del rastro que levantaban sus pies no se parecía en nada al rosado-, aparentemente huyendo de… ¿Nadie? No obstante, el velocista hizo caso omiso a su interlocutor, sobrepasándolo sin dejar de correr.
—Ez mi hermano, ffft-fft. Me dijo que ezperaze aquí, que volvía en un miau. ¡Eh! Que ze va zin mí, ¡adioz!
Quedó ligeramente anonadada un momento, antes de permitirse un gesto triunfal cuando comprobó que el chiquillo no tenía intención ninguna de volver. Curiosos seres aquellos nekos.
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Por fin comenzaba a apreciar la tranquilidad de pasear sola por las callejuelas de Balam, que parecían más apacibles aquel día que las jornadas anteriores, según había llegado a saber únicamente escuchando los comentarios que los pueblerinos dejaban oír en una u otra esquina, cuando malamente fue interrumpida por las voces de un pregonero.
¡Se hace saber, para bien de los convecinos de Balam, que todo se encuentra dispuesto en el Salto del Pez Tigre para el Ritual de Bañaseon! ¡Fieles e indecisos que busquen la paz son bienvenidos!
Al poco, los murmullos comenzaron a dejarse oír entre la nekogente y empezó a verse un movimiento más agitado en las calles. Entonces ató cabos. Fuera lo que fuese aquello que estaba dispuesto, se trataba de un ritual y todo ritual precisa de la dirección de un guía. Quizá fuese aventurado asimilar tal persona a la tan famosa adivina, pero realmente esperaba no estar desencaminada.
Ni se acercó a la verdad.
Siguiendo a varios de los pueblerinos, llegó hasta las cercanías de un riachuelo, donde un cambio de nivel en el cauce provocaba un pequeño salto de agua junto a la orilla, sobre el que, de cuando en cuando, era posible avistar algún pez asomando el lomo al dejarse caer por él. Peces tigre, supuso. Nekos de todas las edades, tamaños, formas y colores se habían reunido en torno al salto. La elfa se acercó curiosa, buscando con la mirada a alguien que pudiese ser la adivina. Difícil tarea, teniendo en cuenta que no tenía de ella ni una mínima descripción.
En un momento dado, entre el tumulto se empezó a formar un estrecho pasillo por el que no tardaron en avanzar dos nekas, que hasta el más escaso en razonamiento habría identificado como las maestras de ceremonia, dada su indumentaria y el respeto hacia ellas mostrado. Se acercó un poco más, escurriéndose entre la gente, alcanzando a escuchar algún que otro cuchicheo revelador por el que supo que las hermanas chamanas recién habían llegado al pueblo en misión de extender la palabra de Dionis y su deseo de paz, habiéndose ganado en poco tiempo el interés de muchos.
—¡Fuera, falhanté!
—¡Engatuhadorá!
Al parecer, no todos los presentes se habían acercado de buena fé y numerosos de aquellos comentarios se hicieron eco entre las filas más atrasadas. Aquello sí se acercaba más a los desencuentros ideológicos que se habían dado en los últimos días. En aquel punto se preguntó ¿por qué no escuchar otras versiones? Tal vez su adivina no se encontraba allí porque no apoyaba a los miausioneros.
—¿Qué ocurre? ¿No les agrada un baño?— preguntó con sutileza, cuando estuvo lo bastante cerca de los dos principales alborotadores, un matrimonio que ya peinaba canas en la cola.
—Lo que nonoh gúhta ehque unah míhticah vengaquín diciendo handéceh. Que hay que purificá el cuerpo dice.— soltó una risotada el esposo.
—Y que mientrah te concentrah en la bañaheon eha, tamié he purifica el alma.— añadió la esposa, en tono jocoso.
—Aquí el hacrificio, como tola vida. La chamana nuehtra eh una bendita que to lo vé y to lo hábe. ¡Y encima noh llaman bárbaroh! Fzt-fzt. Habrahe vihto.
Con cierto esfuerzo, logró entender su repelencia hacia las nuevas chamanas. Pensó que entonces aquella podría ser su oportunidad.
—Oh, ya veo. Si… Las nuevas generaciones queriendo desmontar las tradiciones de toda una vida.— comentó, aireando la mano hacia las hermanas, con gesto desencantado.
—Po hi tú ereh mú joven tamié.
—Eh…— aquel comentario casi la parte en dos —Bueno, así me ven. ¿No saben que los elfos vivimos más de cien años y que lucimos dos veces más jóvenes?
—Joheluí, ¿qué dice lah muchacha ehta?— preguntó de repente la esposa, tocándose la oreja, acercándose al esposo.
—No hé, Mari, no hé. Algo de unoh ehlfo, ¿no veh que tié lah orejah ahín parriba?
Aylizz decidió acabar más pronto que tarde con la absurda conversación que parecía que estaba a punto de acontecer.
—Yo lo que querría…— interrumpió —...es mostrarle mis respetos a tan bendita mujer.
El matrimonio la miró un momento, en silencio, con la sospecha reflejada en su rostro. Ella dibujó una media sonrisa cálida, tratando de suavizar la situación.
—Hupongo que hiempre ehtá dihpuehta a recibí halágo.— fanfarroneó el esposo, finalmente —Paha que ahora tá fuera, he ahuenta devéncuando. Pa mañana he prevé el regreho.
—Tamo ya preparando lah ofrenda de recibimiento y el jolgorio nocturno, pa celebra hu vuelta. Y avé hi duna vé ehpanta a lah malah gatah esah.
Seguir el hilo de aquella escueta conversación se le hizo especialmente denso, por lo que con tal escasa información decidió dar por finalizado aquel intento. Allí dejó a la feliz pareja, echando pestes, aunque sin perderse detalle de lo que ocurría en el ritual. Ella, por el contrario, había perdido todo el interés al descubrir que no podría dar con la adivina hasta la jornada siguiente.
«¿Entonces la chamana se ausenta con asiduidad, recibiendo ofrendas y una celebración cuando regresa? Con buenas nuevas y bendiciones. Casualmente.»
—Disculpa *snif*— un toquecito en el hombro interrumpió sus teorías conspiranoicas —¿Eres tú *snif* la botánica? *snif*
Última edición por Aylizz Wendell el Mar Jun 28 2022, 10:46, editado 1 vez
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
–No entiendo –me contestó la neko, una madurita voluptuosa, mirándome curiosa mientras su cola serpenteaba–. ¿Dices que si te saco las semillas también podré hacer mis propias biusas, meow?
–¿Qué? Eso no tiene nada que ver con lo que dije –repliqué enseguida.
–¿Pero no y que la abejita debía poner la semillita para que nazca el fruto del amor?
–¿Eh? –Arrugué la nariz–. ¿«Fruto del amor»? ¿De qué hablas? Lo que estaba explicándote sobre las biusas y las abejas mágicas es… ¿Y ahora por qué estás desvistiéndote?
–¡¿Entonzez eze ez el «Ezpíritu Fantazma» que te vizitó haze ziete miauñoz, Miriam?!
Nos giramos hacia el nuevo neko que irrumpió en la choza, un gordinflón chaparro, con la ira y la indignación enrojeciendo su rostro, acompañado por un niño neko rechoncho y desconcertado que sostenía una bola de esparto en sus manitas.
–No es lo que piensas, Józef –se apresuró en responder la neko mientras volvía a acomodarse la falda, con los nervios entorpeciendo sus movimientos–. El elfo quiere ayudar con la comida porque dije que faltaba, meow.
–¡Y enzima me dejaz como mal proveedor! No ez mi culpa que hay mal ezpíritu dañando la cozecha, pero ahora vaz a ver. Ffft, ffft.
Suspiré, ya cansado de aquel triste desenlace de lo que debió haber sido una buena plática sobre biusas. Me transformé en un ser intangible hecho de luz y ascendí[1], decidido a reanudar la búsqueda de… lo que sea que estaba buscando. Eso desencadenó exclamaciones de asombro en la instancia.
–¡Perdoname, oh, gran ezpíritu! –rogó de pronto el gordinflón–. ¡Perdona mi falta de fe! Prometo cuidar a tu hijo y nunca volver a dudar de la minina que elegizte para dar luz a tu divinidad.
Una vez fuera flotando sobre el techo, advertí un establo donde, para mi buena fortuna, se encontraba mi siempre feo equino. La neko embarazada estaba también, esforzándose y fallando en montar un caballo que no era feo. Fui hacia Kali y me materialicé en el camino. Cuando la neko me vio acercarme, posó sus manos en las caderas, sacó panza, más, y me miró directamente.
–Quiero empezar a montarme, nyaan –dijo, y luego no hizo más que mirarme.
–Ah, pues… vale, te doy permiso –respondí para eliminar el silencio incómodo, pero eso hizo fruncir su ceño.
–¿Y por qué te quedas ahí parado? –interpeló–. Ayuda.
Comprendí al fin. Me acerqué dispuesto a cargarla. Pero me empujó de golpe.
–No empieces a tocarme, pervertido –espetó–. Haz crecer un arbolito, para subir como en una escalera, nyaan.
–Creo que me estás confundiendo. No soy uno de esos elfos abraza árboles.
De pronto contrajo su rostro y empezó a soltar gemidos de dolor. «Ay, no, va a desinflarse», temí. «¿Qué hago ahora? ¿Debería rajarle la panza para arrancarle al bebé y luego sanarla con mi magia?», consideré tomando en cuenta mi gran velocidad y mi precisión con la espada.
–¡Deberías empezar a llevarme a casa! –logró decir con esfuerzo–. ¡Nyaan! –Ni en medio del sufrimiento olvidó su muletilla.
En cualquier caso, le obedecí, y esta vez no se resistió a que la cargara en mis brazos. La inesperada misión fue cumplida con éxito, pero, al final de todo, la inflada no se desinfló, y eso me dejó confundido el resto del día.
Debido a la ceremonia que realizaban las hermanas chamanas, no había muchos que pudieran presenciar e interrumpir la paliza que el grupo de bárbaros empezaron a darle a un joven neko en uno de los extremos de Balam. Uno de ellos hasta se atrevió a confesar que iba matarlo.
Por desgracia para los nekovándalos, sería una elfa la que tendría una participación estelar en la escena.
Dos pequeñas estrellas azules chocaron sobre la víctima y provocaron una explosión carmesí.[2] Los malhechores, y solo ellos, salieron dolorosamente impelidos. Aun así, lograron reincorporarse pronto y huir. Xana pensó en perseguirlos, pero fue incapaz de no quedarse para atender al herido.
–¿Estás bien? –le preguntó a él en un susurro, preocupada y siempre tatuada. Le bastó verlo para saber la respuesta, así que decidió usar su magia para sanarlo.[3]
Más tarde, medianamente recuperado, él volvía a su casa acompañado por Xana.
–Ezoz bárbaroz zon unoz zalvajez –seguía quejándose–. Rezaré para que lez dé chancroz abajo de la cola, a ver zi al fin, al fin, al fin aprenden que zon tonteríaz lo de que el fuerte gobierna al débil. Ffft, ffft.
–¿Y por qué te tienen manía?
–¡Porque zon unoz quejicaz! Quidel y su grupito y que iban a caztigarme por andar viendo deznuda a la hija de Hauzini zin permizo –admitió sin timidez–. ¿Puedez creerlo? Ffft, ffft.
–¡¿Eh?! –se sorprendió Xana–. ¿Hiciste eso?
–Zí, mira, no era mi idea. Yo eztaba ezpiando a familiaz de cazadorez porque el cazique me pidió que huzmeara zobre el meowllo de un azunto… –Se calló y miró a la elfa–. Ezaz zon cozaz privadaz, metiche.
Xana forzó una sonrisa mientras intentaba dejar pasar el insulto gratuito.
–Como sea –suspiró–, ¿no sabes dónde está Dezba?
–Uff, nu, nu, nu –negó él sacudiendo una mano–. Ni quiero zaber. Ffft, ffft. Cuando me tocó cuidarla haze una zemana, terminamoz perdidoz en el bozque y huyendo de una pelea entre un mono chizpaz chizpaz rabioso y una eeenorme pelota rara de metal viva que daba mucho miedo.
Y mientras tanto seguían hablando, nadie había salvado aún a la neko atorada en la ventana.
Luego de un largo día investigando en vano dónde había quedado el techo de nuestra choza, pues cuando despertamos ya no estaba, Xana y yo nos acercamos al centro de Balam, una pequeña plaza en cuyo centro, en un montículo, se alzaba un enorme tótem hecho con solo figuras de felinos tallados. La madera tenía rastros de éter, especialmente en la base. Era una energía un tanto ominosa capaz de incomodarme. Tuve el presentimiento de que los comentados sacrificios se habían llevado a cabo en ese lugar.
No éramos los únicos presentes. Al parecer, la adivina venía a adivinar, y por ello se había congregado una gran cantidad de nekos, algunos más emocionados que otros, pero todos igual de raros. Entre ellos no se encontraban las chamanas, sin embargo. Según decían algunos, cuando la adivina llegó en la mañana, tuvo un problemático encuentro con las chamanas, algo que convenció al cacique de ordenarles a las hermanas no andar de fastidiosas.
Se estaba tardando en aparecer en la plaza la adivina. Había demasiados murmullos, ronroneos y maullidos sonando desde todas partes, algunos destacando la incógnita de por qué Hauzini había asistido sin su hija, fueran quienes fueran ellas. Había calor y mi ropa se pegaba a mi piel sudorosa. Y los mosquitos no dudaban en buscar mis fosas nasales para fastidiarme.
Xana estuvo primero a mi lado, cada tanto pidiendo biusas de colores distintos que se le antojaban. Poco después terminó sentada sobre mis hombros porque quería aire fresco, y se entretuvo haciéndome trenzas.
Y al fin apareció alguien y subió al montículo, pero no era la adivina. Era el cacique, un neko bastante fortachón, quizás cincuentón y con algunas cicatrices adornando su pecho descubierto. Le acompañaba la inflada aún no desinflada, pero ella no adivinaba, así que no importaba.
Los murmullos murieron con la presencia del cacique. Él emitió un sonoro ronroneo. Casi todos respondieron con otro igual. Xana ronroneó también, un poco atrasada, para no sentirse excluida. Entonces me pregunté qué explicación podría tener la lluvia de vacas.
–Amados y amadas, felinos y mininas –empezó el cacique, con una voz ronca, profunda y con tono paternal–, hoy nos hemos reunido para ser honrados por la gran adivina, que nos revelará los designios que conoció de las estrellas de El Tigre. Bla, bla, bla…
Sí, dejé de escuchar en ese punto porque no dejó de dar vueltas y divagar en vez de ir al grano durante un rato.
En una breve pausa atrajo a Dezba hacia él y con un brazo rodeó los hombros de ella, ignorando la incomodidad de la neko.
–Hace un miauño –prosiguió con un tono más solemne y nostálgico– Wawatam ascendió y se convirtió en una estrella. Fue un gran guerrero, bendecido por El Tigre, valiente como ninguno. Pensé que él era digno de heredar el liderazgo de Balam, pero… no fue su destino. –Se inclinó y, con parsimonia y ternura, posó una mano sobre la panza de Dezba–. Pero no se ha ido sin dejar algo –dijo con calma. Volvió a erguirse–. No –declaró con mayor convicción–. Él sabía que moriría joven por su enfermedad o luchando por Balam. Lo sabía. También sabía que Dezba, mi querida minina, no querría vivir si él ya no estaba en su futuro.
» Pero él no le tuvo miedo a la muerte. Porque sabía su destino, él le dio la semilla para un nuevo futuro. Creó una nueva vida, un ser sin los remordimientos de sus ancestros. Una esperanza que le daría a Dezba un motivo para vivir y pelear. Incluso si perdemos nuestros recuerdos, del vientre de Dezba saldrá la prueba de que Wawatam vivió y la amó como ella lo amó a él. Y esa..
Xana empezó a tirar con fuerza creciente un mechón de mi cabello.
–¿Qué te pasa, saca canas? –inquirí.
Xana apartó las manos al instante y con una se frotó los ojos. Entonces no supe que los tenía húmedos porque en mi ángulo era imposible verlos.
Eso, quizás, podría hacer que alguien me pregunte: «¿Y cómo sabes ese detalle si no lo viste?». Bueno, seguro será alguien que no me ha leído antes, porque nunca necesité alguna excusa para narrar cosas que nunca vi.
–... También será mucho más –seguía el cacique–, porque hace medio miauño la adivina profetizó que el bebé traería grandes cambios en Balam.
–¡Cállehe ya, viejo habroho! –gritó una mujer–. ¡Allí ya viene la adivina!
–¿Qué? Eso no tiene nada que ver con lo que dije –repliqué enseguida.
–¿Pero no y que la abejita debía poner la semillita para que nazca el fruto del amor?
–¿Eh? –Arrugué la nariz–. ¿«Fruto del amor»? ¿De qué hablas? Lo que estaba explicándote sobre las biusas y las abejas mágicas es… ¿Y ahora por qué estás desvistiéndote?
–¡¿Entonzez eze ez el «Ezpíritu Fantazma» que te vizitó haze ziete miauñoz, Miriam?!
Nos giramos hacia el nuevo neko que irrumpió en la choza, un gordinflón chaparro, con la ira y la indignación enrojeciendo su rostro, acompañado por un niño neko rechoncho y desconcertado que sostenía una bola de esparto en sus manitas.
–No es lo que piensas, Józef –se apresuró en responder la neko mientras volvía a acomodarse la falda, con los nervios entorpeciendo sus movimientos–. El elfo quiere ayudar con la comida porque dije que faltaba, meow.
–¡Y enzima me dejaz como mal proveedor! No ez mi culpa que hay mal ezpíritu dañando la cozecha, pero ahora vaz a ver. Ffft, ffft.
Suspiré, ya cansado de aquel triste desenlace de lo que debió haber sido una buena plática sobre biusas. Me transformé en un ser intangible hecho de luz y ascendí[1], decidido a reanudar la búsqueda de… lo que sea que estaba buscando. Eso desencadenó exclamaciones de asombro en la instancia.
–¡Perdoname, oh, gran ezpíritu! –rogó de pronto el gordinflón–. ¡Perdona mi falta de fe! Prometo cuidar a tu hijo y nunca volver a dudar de la minina que elegizte para dar luz a tu divinidad.
Una vez fuera flotando sobre el techo, advertí un establo donde, para mi buena fortuna, se encontraba mi siempre feo equino. La neko embarazada estaba también, esforzándose y fallando en montar un caballo que no era feo. Fui hacia Kali y me materialicé en el camino. Cuando la neko me vio acercarme, posó sus manos en las caderas, sacó panza, más, y me miró directamente.
–Quiero empezar a montarme, nyaan –dijo, y luego no hizo más que mirarme.
–Ah, pues… vale, te doy permiso –respondí para eliminar el silencio incómodo, pero eso hizo fruncir su ceño.
–¿Y por qué te quedas ahí parado? –interpeló–. Ayuda.
Comprendí al fin. Me acerqué dispuesto a cargarla. Pero me empujó de golpe.
–No empieces a tocarme, pervertido –espetó–. Haz crecer un arbolito, para subir como en una escalera, nyaan.
–Creo que me estás confundiendo. No soy uno de esos elfos abraza árboles.
De pronto contrajo su rostro y empezó a soltar gemidos de dolor. «Ay, no, va a desinflarse», temí. «¿Qué hago ahora? ¿Debería rajarle la panza para arrancarle al bebé y luego sanarla con mi magia?», consideré tomando en cuenta mi gran velocidad y mi precisión con la espada.
–¡Deberías empezar a llevarme a casa! –logró decir con esfuerzo–. ¡Nyaan! –Ni en medio del sufrimiento olvidó su muletilla.
En cualquier caso, le obedecí, y esta vez no se resistió a que la cargara en mis brazos. La inesperada misión fue cumplida con éxito, pero, al final de todo, la inflada no se desinfló, y eso me dejó confundido el resto del día.
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Debido a la ceremonia que realizaban las hermanas chamanas, no había muchos que pudieran presenciar e interrumpir la paliza que el grupo de bárbaros empezaron a darle a un joven neko en uno de los extremos de Balam. Uno de ellos hasta se atrevió a confesar que iba matarlo.
Por desgracia para los nekovándalos, sería una elfa la que tendría una participación estelar en la escena.
Dos pequeñas estrellas azules chocaron sobre la víctima y provocaron una explosión carmesí.[2] Los malhechores, y solo ellos, salieron dolorosamente impelidos. Aun así, lograron reincorporarse pronto y huir. Xana pensó en perseguirlos, pero fue incapaz de no quedarse para atender al herido.
–¿Estás bien? –le preguntó a él en un susurro, preocupada y siempre tatuada. Le bastó verlo para saber la respuesta, así que decidió usar su magia para sanarlo.[3]
Más tarde, medianamente recuperado, él volvía a su casa acompañado por Xana.
–Ezoz bárbaroz zon unoz zalvajez –seguía quejándose–. Rezaré para que lez dé chancroz abajo de la cola, a ver zi al fin, al fin, al fin aprenden que zon tonteríaz lo de que el fuerte gobierna al débil. Ffft, ffft.
–¿Y por qué te tienen manía?
–¡Porque zon unoz quejicaz! Quidel y su grupito y que iban a caztigarme por andar viendo deznuda a la hija de Hauzini zin permizo –admitió sin timidez–. ¿Puedez creerlo? Ffft, ffft.
–¡¿Eh?! –se sorprendió Xana–. ¿Hiciste eso?
–Zí, mira, no era mi idea. Yo eztaba ezpiando a familiaz de cazadorez porque el cazique me pidió que huzmeara zobre el meowllo de un azunto… –Se calló y miró a la elfa–. Ezaz zon cozaz privadaz, metiche.
Xana forzó una sonrisa mientras intentaba dejar pasar el insulto gratuito.
–Como sea –suspiró–, ¿no sabes dónde está Dezba?
–Uff, nu, nu, nu –negó él sacudiendo una mano–. Ni quiero zaber. Ffft, ffft. Cuando me tocó cuidarla haze una zemana, terminamoz perdidoz en el bozque y huyendo de una pelea entre un mono chizpaz chizpaz rabioso y una eeenorme pelota rara de metal viva que daba mucho miedo.
Y mientras tanto seguían hablando, nadie había salvado aún a la neko atorada en la ventana.
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Por fin, el día de la gran adivinación
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Por fin, el día de la gran adivinación
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Luego de un largo día investigando en vano dónde había quedado el techo de nuestra choza, pues cuando despertamos ya no estaba, Xana y yo nos acercamos al centro de Balam, una pequeña plaza en cuyo centro, en un montículo, se alzaba un enorme tótem hecho con solo figuras de felinos tallados. La madera tenía rastros de éter, especialmente en la base. Era una energía un tanto ominosa capaz de incomodarme. Tuve el presentimiento de que los comentados sacrificios se habían llevado a cabo en ese lugar.
No éramos los únicos presentes. Al parecer, la adivina venía a adivinar, y por ello se había congregado una gran cantidad de nekos, algunos más emocionados que otros, pero todos igual de raros. Entre ellos no se encontraban las chamanas, sin embargo. Según decían algunos, cuando la adivina llegó en la mañana, tuvo un problemático encuentro con las chamanas, algo que convenció al cacique de ordenarles a las hermanas no andar de fastidiosas.
Se estaba tardando en aparecer en la plaza la adivina. Había demasiados murmullos, ronroneos y maullidos sonando desde todas partes, algunos destacando la incógnita de por qué Hauzini había asistido sin su hija, fueran quienes fueran ellas. Había calor y mi ropa se pegaba a mi piel sudorosa. Y los mosquitos no dudaban en buscar mis fosas nasales para fastidiarme.
Xana estuvo primero a mi lado, cada tanto pidiendo biusas de colores distintos que se le antojaban. Poco después terminó sentada sobre mis hombros porque quería aire fresco, y se entretuvo haciéndome trenzas.
Y al fin apareció alguien y subió al montículo, pero no era la adivina. Era el cacique, un neko bastante fortachón, quizás cincuentón y con algunas cicatrices adornando su pecho descubierto. Le acompañaba la inflada aún no desinflada, pero ella no adivinaba, así que no importaba.
Los murmullos murieron con la presencia del cacique. Él emitió un sonoro ronroneo. Casi todos respondieron con otro igual. Xana ronroneó también, un poco atrasada, para no sentirse excluida. Entonces me pregunté qué explicación podría tener la lluvia de vacas.
–Amados y amadas, felinos y mininas –empezó el cacique, con una voz ronca, profunda y con tono paternal–, hoy nos hemos reunido para ser honrados por la gran adivina, que nos revelará los designios que conoció de las estrellas de El Tigre. Bla, bla, bla…
Sí, dejé de escuchar en ese punto porque no dejó de dar vueltas y divagar en vez de ir al grano durante un rato.
En una breve pausa atrajo a Dezba hacia él y con un brazo rodeó los hombros de ella, ignorando la incomodidad de la neko.
–Hace un miauño –prosiguió con un tono más solemne y nostálgico– Wawatam ascendió y se convirtió en una estrella. Fue un gran guerrero, bendecido por El Tigre, valiente como ninguno. Pensé que él era digno de heredar el liderazgo de Balam, pero… no fue su destino. –Se inclinó y, con parsimonia y ternura, posó una mano sobre la panza de Dezba–. Pero no se ha ido sin dejar algo –dijo con calma. Volvió a erguirse–. No –declaró con mayor convicción–. Él sabía que moriría joven por su enfermedad o luchando por Balam. Lo sabía. También sabía que Dezba, mi querida minina, no querría vivir si él ya no estaba en su futuro.
» Pero él no le tuvo miedo a la muerte. Porque sabía su destino, él le dio la semilla para un nuevo futuro. Creó una nueva vida, un ser sin los remordimientos de sus ancestros. Una esperanza que le daría a Dezba un motivo para vivir y pelear. Incluso si perdemos nuestros recuerdos, del vientre de Dezba saldrá la prueba de que Wawatam vivió y la amó como ella lo amó a él. Y esa..
Xana empezó a tirar con fuerza creciente un mechón de mi cabello.
–¿Qué te pasa, saca canas? –inquirí.
Xana apartó las manos al instante y con una se frotó los ojos. Entonces no supe que los tenía húmedos porque en mi ángulo era imposible verlos.
Eso, quizás, podría hacer que alguien me pregunte: «¿Y cómo sabes ese detalle si no lo viste?». Bueno, seguro será alguien que no me ha leído antes, porque nunca necesité alguna excusa para narrar cosas que nunca vi.
–... También será mucho más –seguía el cacique–, porque hace medio miauño la adivina profetizó que el bebé traería grandes cambios en Balam.
–¡Cállehe ya, viejo habroho! –gritó una mujer–. ¡Allí ya viene la adivina!
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Habi raukística nvl 3: Ente esplendente.
[2] Habi xanitaria nvl 5: Idilio de estrellas.
[3] Habi xanitaria racial: Imposición de manos.
[G] Wawatam, según mi fuente, significa algo como «pequeño ganso», lo cual no es importante para la trama, pero ahí dejo el dato.
[C] Antes yo era una persona normal que hacía post de menos de 600 palabras. Pero de pronto Aylizz apareció y se convirtió en una mala influencia con sus posts de 3000 palabras.
[2] Habi xanitaria nvl 5: Idilio de estrellas.
[3] Habi xanitaria racial: Imposición de manos.
[G] Wawatam, según mi fuente, significa algo como «pequeño ganso», lo cual no es importante para la trama, pero ahí dejo el dato.
[C] Antes yo era una persona normal que hacía post de menos de 600 palabras. Pero de pronto Aylizz apareció y se convirtió en una mala influencia con sus posts de 3000 palabras.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 3/10
Seguimos en el día de antes de la adivinaseon…
Extrañada, se giró hacia la neko que había requerido su atención. Ya había olvidado por completo su tapadera y durante los primeros segundos la miró con una ceja levantada, pensando cuán desubicada parecía estar la miauchacha. Sin embargo, la neurona apagada titileo de repente, arrojando luz en la mente de la elfa, que al momento cambió el gesto. Resultó que la desubicada era ella.
—¡Oh! Eh, si, si. ¿Qué puedo hacer por tí?— terminó de volverse hacia ella, mostrándose ahora atenta a sus palabras.
Antes de contestar, se frotó la nariz con el dorsal de la mano. Entonces se fijó en su rostro y advirtió que se esforzaba por contener la mucosidad dentro de sus fosas nasales. Aquello podía significar muchas cosas, desde un simple resfriado o una alergia.
—Ño me encuentro muy bien… Nada me huele, nada me sabe.— comenzó a explicar, algo nerviosa, aunque también parecía molesta —Es como si mi cara se hubiese hinchado, los ojos me pican… sniff— con sus manos indicó la parte superior de los carrillos, más cercana al puente de la nariz y después se agarró las sienes —Es como si mi cabeza estuviera creciendo de dentro a fuera…
—Vaya, ya veo… ¿Cuánto hace que te sientes así?—
—Esta mañana, realmente… Pero yo nunca enfermo y esto es sniff como una muerte lenta y agónica.
La elfa río para sí ante la dramatización de la gatuna mujer. Fuere lo que fuera, si aquel era el primer día en que mostraba síntomas y era capaz de mantenerse en pie, no parecía nada que no pudiera atajarse a tiempo.
—Siempre hay una primera vez para todo. Podría prepararte algún remedio, aunque necesitaría un lugar adecuado para prepararlo… ¿Una cocina? Me podría valer.
—Si, no hay problema. Lo que sea necesario para sniff volver a la vida.
La neko encaminó la dirección a su vivienda, no tardando en irrumpir a gritos en la misma para anunciar su llegada. Sin embargo, el silencio fue todo lo que recibió como respuesta, al encontrar la choza vacía.
—Parece que el elfo desmayado marchó por fin a sus quehaceres.— expuso, al tiempo que azuzaba las mantas revueltas sobre un camastro vacío, antes de hacer con ellas una gran bola de telas, con intención de salir al exterior para airearlas —Ahí está la lumbre y mis latosos cacharros de cocinar, siéntete libre para utilizarlos sniff.—
Arqueando una ceja, aquel primer comentario no pasó inadvertido. ¿Cómo hacerlo? No creía que fuese algo habitual ver viajeros de su sangre tan lejos de los bosques orientales.
—¿Cómo? ¿Tienes a uno de los míos alojado aquí?— inquirió curiosa, mientras prendía las brasas bajo el caldero indicado.
—Ño, tengo a dos. Meter a Dezba en vereda no es moco de pavo…
—¿Dezba?
—Ajá, la hija del jefe. Lleva un bebé dentro pero ño es algo que parezca preocuparla, ni los kilos de más se interponen en su camino a la desobediencia… Así es que su padre paga a los tuyos para su cuidado.— explicó, dejando escapar una ligera risa al final, antes de añadir —Lo mismo da, que da lo mismo. Dezba no sólo sigue en su línea, sino que los enreda para que sigan su juego...—
«¿Para esto hemos quedado? ¿Un pueblo abocado al éxodo y a cuidar gatos?»
El agua del cazo comenzaba ya a borbotear y la elfa rebuscó entre los bolsillos de la túnica los virales con muestras que pudieran ser de utilidad. No le fue difícil decidirse, atendiendo a las afecciones descritas por la miauchacha, la mejor solución para expulsar la mucosidad pasaba por inhalar los vapores de la Urtica Lycium¹ infusionada. Sacando de un saquito de tela fina unas cuantas hojas, tratadas antes de haber sido guardadas y ya listas para su uso, escogió las de menor tamaño y las introdujo en el agua, removiéndolas con suavidad durante unos minutos. Mientras tanto, la neko seguía comentando chascarrillos sobre los que nadie había preguntado.
—...al último que ocupó su lugar ño se le ve hará dos días, seguro que salió espantado.— la gata rió entre jadeos mocosos —La última vez que hablé con él andaba con un humor de perros. Que si la encintada se había perdido en el bosque al regresar de una excursión… Que si una noche armó tanto escándalo que acabó alterado a los Wendigos salvajes… Que si…
—Esto casi está listo, es un remedio sencillo pero tampoco es necesario mucho más para lo que te ocurre.— interrumpió para evitar que aquella exposición de anécdotas se alargase hasta el amanecer —Cuanto más respires, más expulsarás. Cuando baje la congestión, la presión de la cabeza lo hará también…— calló de repente cuando recapituló mentalmente sus palabras —Espera, ¿Wendigos dices?—
—Si, ¿nunca viste uno? Ño es difícil por estos bosques, tan cerca de las tierras de los nocturnos pueden encontrar fácilmente restos de presas para carroñar.
Guardó silencio un momento. Recordaba haber hablado algo sobre ellos en alguno de los numerosos manuales que había estudiado, en su interés por conocer antídotos, remedios o contrarrestos alquímicos a los ataques de criaturas salvajes. Bien era cierto que no se trataban de seres animales, mas se había encontrado varios escritos aludiendo a la transmisión de enfermedades que provocaban.
—Y ese escolta… ¿Se enfrentó a uno de esos?
Apartándose del fuego, abrió con sutileza la distancia que la separaba de la miauchacha. Hasta el momento, sólo le había visto moquear pero, si sus suposiciones eran ciertas, un estornudo demasiado fuerte, demasiado cerca…
—Ño sé. sniff Sólo dijo que acabó pringado. Y que quería vacaciones.
—¿Hace dos días te dijo eso?
La neka asintió genuina, aunque al advertir el ceño fruncido en el rostro de la elfa, cambió su gesto al de preocupación.
—¿Y? Entonces respiro estos valores ¿y todo bien?
La elfa asintió y aguardó unos minutos en silencio, dándole tiempo a la miauchacha para que tomase aire con calma. La observó mientras discurría sobre cómo abordar el tema del Wendigo nuevamente.
—Siendo tan habituales los avistamientos de esas criaturas… Deberíais estar también familiarizados con los contagios que provocan.
Se decidió por ser directa y clara, sólo perderían el tiempo si se andaba con rodeos. Por supuesto, aquella afirmación no podía ser más falsa. La despreocupación con la que había expuesto los hechos denotaba clara evidencia de su ignorancia, sin embargo, no podía adoptar una postura acusadora si quería información, debía colocarse a la altura que ellos creían estar.
—¿Eh? Ah bueno, nosotros ño nos preocupamos mucho por esas cosas. Lo que aprendemos en esta vida, nos servirá en la siguiente. Y lo que ño, pues tenemos tiempo de aprenderlo.
La elfa parpadeó, perpleja, ante aquella filosofía de vida. ¿Hablaba de varias vidas? Dudó un momento sobre si aquello podía significar que los felinoides contaban con una gran longevidad y aquel era uno de tantos enfoques para combatir la eternidad. Pero no… Viera como lo viese, aquello implicaba sólo una vida, por muy larga que fuese. ¿Entonces?
—Ah, oh, vosotros creéis en la reencarnación y cosas así…— asumió, como única opción posible.
—¿Qué? ¡Ño! Todo el mundo sabe que El Tigre nos brinda siete oportunidades. Y si fallamos en una, empezamos la siguiente desde el error.— rió, atragantándose en el intento por culpa de la congestión, que ya empezaba a expectorar —Reencarnaciones…— masculló entre dientes, negando con la cabeza y mirada compasiva, antes de volver a inhalar los vapores.
Sin embargo, la elfa casi rompió en un estallido de risa, más fuerte que la suya. ¿De verdad caminaban por la vida convencidos de tener siete? Aunque… Si se paraba a pensarlo, los escritos sobre el mundo hablaba del origen de las bestias humanoides como experimentos de los visitantes. ¿Y si a esta especie resultó ser especialmente resistente? Había animales cuyo instinto de supervivencia resultaba ser, precisamente, parecer muertos. Pero lo más importante, ¿qué podía importarle todo aquello a la elfa?
—En cualquier caso… Deberías hablar con tu amigo. Si él también estuviera enfermo, bueno… Me temo que se habría extendido a más vecinos.
La neka calló durante unos minutos, aunque Aylizz pudo ver en su rostro la creciente preocupación. Tras un nuevo arranque de tos, con la que finalmente comenzó a expulsar mucosidad, se volvió a la elfa con gesto ensombrecido. Entre sus temblorosas manos sostenía el pañuelo con el que se había limpiado la boca.
—Hace dos días que ño lo veo…— volvió a decir, aunque esta vez no se mostraba esquiva, al contrario, mostraba la tela manchada con restos negruzcos —Puedo… Puedo llevarte a su casa.—
—No… No es necesario, basta con que me digas dónde vive. Es mejor para ti que te quedes aquí, tomando los vapores que aún emana el puchero. Después intenta descansar, no salgas, no… te conviene hacer esfuerzos.
Quiso buscar la forma menos alarmante de mantenerla aislada al advertir el nerviosismo que emanaba por los poros de la miauchacha. Un par de indicaciones después, la elfa salió de la cabaña y encaminó la del neko. Y no sólo debía buscarlo a él, la mujer-gata había comentado que alojaba en su casa a dos elfos, aunque a ellos sería más fácil encontrarlos. Destacarían.
Al llegar a la vivienda indicada, desde fuera podía parecer que estaba cerrada a cal y canto. Tras llamar con varios golpes firmes a la puerta y sólo obtener silencio como respuesta, rodeó la choza, buscando alguna ventana entreabierta o resquicio entre las maderas por el que pudiera ver el interior. Se medio asomó, pero no llegó a ver nada o a nadie. Si realmente no estaba en casa, podría ser un problema. Sacó de su zurrón un pedazo de pergamino arrugado y con un carboncillo escribió «Contagio por Wendigo. Si estás dentro, no salgas. Si acabas de volver, enciérrate. Estamos buscando un remedio.» Estamos ¿quienes? Nadie en particular, pero pensó que sería más convincente y apaciguador hacer aquello parte de un todo y no explicarle que una elfa viajera estaba convencida de que un catarro no era un catarro.
Tras su fallido intento, vagó por las calles de Balam sin rumbo, no sin preguntar a los vecinos cercanos al neko en cuestión si lo habían visto. A nadie parecía parecerle extraña su ausencia, muchos lo describían como un trasnochador y aseguraban que andaría durmiendo la mona. Curioso que un gato duerma monos. Sin más, llevó sus pasos por unas y otras calles, en las que pudo escuchar a varias gentes hablar sobre el regreso de la adivina, esperado para el día siguiente. Se distrajo un momento de su búsqueda para afinar el oído e interesarse, sutilmente y sin intervenir, por la conversación.
—...y va a encontrarse una sorpresa con las dos que buscan rapiñar seguidores.
—Sabrá ponerlas en su sitio, es sabia y El Tigre le habrá advertido. Digo.
De modo que sería una jornada intensa la que aguardaba a la vuelta de la vidente… Otras voces se cruzaron entonces a su espalda y no habrían llamado su atención de no haber pronunciado un nombre familiar. Algo entonces golpeó desde el interior de su cráneo, generando en ella una nueva deducción. Si el neko hubiera enfermado mientras cuidaba de la encintada… Oh Dioses. Se volteó repentinamente en busca de quién había mentado a Dezba.
—¡Disculpa!
Llamó la atención de una muchacha que paseaba junto a un malherido hombre-gato, habiendo identificado una voz femenina y otra masculina respondiendo a su pregunta, elevando la voz para interrumpir su marcha mientras se acercaba a ellos. Al volverse ellos, advirtió las facciones que diferenciaban a la fémina. Aylizz abrió los ojos en gesto de sorpresa, parecía que la fortuna ahora le sonreía.
—Debes de ser la inquilina de Sayen, ¿verdad? Me habló de dos elfos a quien presta alojamiento.— estaba exaltada, acelerada, tenía cosas importantes que exponerle pero no quería avasallarla —Perdona, yo soy Aylizz, ella buscó mis servicios al caer enferma. También me habló de Dezba, aunque no la he visto por aquí. Y a propósito de ella… Deberíamos hablar en un lugar más discreto. ¿Nos disculpas?— se dirigió al neko y antes de esperar su respuesta, se echó a un lado, controlando los alrededores de soslayo, esperando a que la elfa se acercase.
—Eh…— ella le dedicó una mirada de arriba a abajo, con el gesto desencajado, sin parecer que tuviera intención de acercarse —Perdona tú, pero si no sabes dónde encontrarla ahora mismo no me interesa otra cosa que puedas decirme. Lo siento, ¿quizá después? Si la encuentro… Si lo haces tú, ¡tráemela!
—Pero…— murmuró, contrariada al ver cómo a su congénere no parecía importarle lo más mínimo lo que tuviera que decir, ni pareció inmutarse por encontrar una de las suyas en aquellas tierras —¡Pero es que…— alzó la voz de nuevo, mientras ellos se alejaban.
—¡Si, si, tranquila! ¡Su padre pagará lo que sea que haya estropeado!
Tuvo la intención de ir tras ella, pues no era el momento ni el lugar para ponerse a dar gritos sobre la situación clínica, mas alguien interrumpió su marcha.
—¡Oye! Eres la botánica, ¿no? ¿Tendrás por ahí unas yerbitas para el asado?
¿De verdad? Resopló. Ahora no tenía tiempo para nimiedades como aquella.
Y ya llegó el día de la adivinaseon…
Aquel día se sentía el ambiente más ajetreado. La gran mayoría se alegraba por la vuelta de su guía espiritual y protectora, aunque muchos otros murmuraban dudosos tras las semanas bajo el cuidado de las hermanas, quienes habían tenido que lidiar con las continuas rencillas entre unos y otros seguidores y, a pesar de todo, habían dado la talla cuidando de los aldeanos.
Sin embargo, ninguna de las chamanas pareció dejarse ver en la recepción. La elfa en su lugar tampoco lo habría hecho. Quién sí lo hizo fue la elfa que le había rehuido la tarde anterior y a la que más que hizo por volver a encontrar, no lo logró. Ahora se alzaba por encima de las cabezas de la marabunta que se apiñaba en la plaza, donde el Cacique amenizaba la espera con palabrería. Fue entonces cuando, por fin, le puso rostro a la tal Dezba. Realmente su menudez contrastaba con lo grande que cargaba ya el vientre. Un desagradable recuerdo azotó su mente cuando pasó los ojos, de soslayo, por la barriga hinchada. No volvería a asistir jamás un parto, si volvía a darse la ocasión tendría que hacer lo posible por volverse humo.
Volviendo a la elfa escurridiza…
No pudo controlar el gesto de sorpresa que se le dibujó en el rostro cuando reconoció al que sostenía a su buscada sobre los hombros.
«Ese elfo deboracremas… Ruko… Riko… ¡Rauko!»
Haciéndose paso entre la gente avanzó hasta que pudo estirar el brazo para alcanzar la espalda de la elfa.
—¿Qué te parece si hablamos ahora? Dezba parece bien vigilada.
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Complicación 1. Brote de Wendigonía en la aldea (se transmite al contacto con la sangre o saliva).
Última edición por Aylizz Wendell el Dom Jul 17 2022, 22:35, editado 1 vez
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Xana, que había estado concentrada en la llegada de la adivina, dio un respingo cuando sintió el toque en la espalda. La sacudida me hizo tambalearme, lo que me obligó a fortalecerme acrecentando mi éter para mantener el equilibrio, mientras Xana me arrancaba gruñidos aferrándose a mi hermoso cabello.
Una vez que aquella peligrosa situación pudo resolverse sin fatales consecuencias, Xana descendió, con cautelosa lentitud, de su trono improvisado. Al menos pude quitarme un peso de encima, y nunca mejor dicho. Me giré, y mis cejas se alzaron cuando reconocí a la elfa salvaje que casi ocasionó un terrible accidente.
–Así que no habías sido solo parte del sueño –comenté con una sonrisa torpe, sin cuestionarme esa elección de saludo–. ¿Te hiciste algo en la cara? Siento que te ves mej…
–Callenhe, abraha árboleh –nos interrumpió un neko a nuestro lado.
Xana, sin ánimo para seguir retrasando lo que la insistencia de la elfa maquillada sentenciaba como una conversación inevitable en el momento en que resultaba menos oportuno… Vaya cantidad de palabras para decir poco. Normal que escriba tanto texto siempre.
Como sea, Xana suspiró resignada.
–Vale, hablemos en otro sitio –le susurró a nuestra congénere de malos gustos gastronómicos–. Quédate aquí para que me cuentes de la adivina –me pidió antes de marcharse.
Volví la vista hacia la famosa adivina. Ella se acercó a la base del gran tótem con pasos calmados y mesurados, con el semblante de su rostro joven y pálido tallado por la dignidad. Iba envuelta en un atuendo de una sola pieza que la cubría de la cabeza a los pies, apenas dejando un agujero para su rostro, y que aparentaba una sola cosa: un ridículo pero suave disfraz de gato blanco, con orejas y cola falsas incluidas como si temiera mostrar las reales bajo ellas. Pude verle un ligero rastro de éter, pero eso no me aseguró que su clarividencia fuese real. Ella se detuvo delante del tótem, se volvió hacia el público en un majestuoso movimiento, quizás demasiado teatral, y sacudió la cola. Un espectáculo extraño ante mis ojos, pero que mantuvo sin palabras a los nekos.
–Tiene ojos de gato y no es gato –empezó la adivina con una voz cantarina–, orejas de gato y no es gato, patas de gato y no es gato, cola de gato y no es gato, maúlla y no es gato. ¿Qué es?
–¡La gata! –gritó un entusiasta.
La adivina respondió mostrando un pulgar arriba.
–¿Cuál es el animal que es dos veces animal?
–¡El gato, porque es gato, y araña! –Esta vez la persona entusiasta no estaba lejos de mí: era yo.
La adivina me recompensó con una sonrisa complacida.
–No es cama, ni es un león. Pero desaparece en cualquier rincón. ¿Qué es?
Tras unos segundos de silencio, alguien le respondió:
–¿El gato?
La adivina negó con la cabeza, decepcionada.
–El camaleón –reveló ella misma en ausencia de más respuestas.
–¿Camaleón? –murmuró alguien cerca de mí–. ¿Y esho qué esh?
–Dijo la adivina que eho dehaparehe en cualquier rincón –le susurró un neko a su lado–. Debe her un ehpíritu. No me cabe duda, miau.
La adivina dio un aplauso, acallando al público, antes de continuar.
–Su nombre es jaguar y de esta semana no va a pasar. ¿Qué es?
–¿El gato? –repitió el neko.
–Que no siempre la respuesta es un gato, miauerda –soltó ella en una fugaz pérdida de la compostura–. Digo, no, lo siento –prosiguió, con su sonrisa dejando que se asomara la tristeza–. La respuesta es aquí.
«Otra catástrofe que debo evitar», entendí con amargura. Miré a mi alrededor para saber las reacciones de la nekogente, pero ninguno parecía preocupado, sino confundidos. La adivina pareció entenderlo también, así que explicó:
–Balam significa Jaguar o algo así en un idioma antiguo, así que… quiero decir que en una semana este pueblo estará destruido.
Ahora sí estallaron las murmuraciones, exclamaciones y maullidos envueltos de desconcierto y temor. La adivina hizo gestos solicitando silencio, sin resultado. Los nekos, en una cacofonía de voces, rogaron respuestas sin dar oportunidad de obtenerlas. El cacique entonces rugió con una potencia sobrehumana, y tras eso siguió el silencio.
–Lo vi hace un mes –dijo la adivina–. Me conecté con El Tigre y esperé que me mostrara el futuro de Balam. Pero apenas pude ver. Es como si él los hubiera abandonado o algo. Pero, porque me preocupo mucho por ustedes, insistí y lo agarré por la cola.
» Entonces vi cosas, cosas difíciles de explicar y que prefiero no mencionar. Pero después vi este tótem detrás de mí y cada cara en él estaba llorando sangre. En la tierra había dos flores, una marchita y otra de nieve, y sus raíces crecían en todas direcciones y mataban a las otras plantas. Las estrellas parpadearon y luego se apagaron. El cielo se llenó de plegarias desesperadas y se rompió. Y un árbol perdió todas sus hojas, pero aún tenía un fruto dorado, su único fruto, y la rama que lo tenía se levantó para dárselo a El Tigre, pero la rama se rompió por las flores, la fruta cayó y el mundo acabó.
–¿Y ezo qué quiere dezir? ¡No entiendo nada! Fft, fft –se quejó una neko.
–Yo tampoco –lamentó la adivina–. El Tigre no me permitió entender. Solo sé que Balam no estará luego de esta semana si no se deshace lo que sea que le ha hecho enojar desde hace un mes. Quizás si empiezan despidiendo a las dos chamanas pirujas, podría ser. Pero ahora… –Dio un aplauso y dos nekos vestidos como ella en versión negro se le acercaron con dos enormes sacos cada uno–. Es el momento de las ofrendas. Recuerden que El Tigre bendice al dador generoso, así que den en abundancia. Quizás hasta él los proteja de su furia.
Dezba se encorvó, empezó a gemir adolorida y se apoyó en el tótem. El cacique enseguida la tomó en sus brazos.
–¡Llamen a la chama…!
Su orden murió antes de terminar. Miró, vacilante, a la adivina. Sus ojos rogaban por el bienestar de su hija inflada. La adivina le respondió algo que no llegó mis oídos. El cacique gruñó y se llevó a Dezba a la choza más cercana.
Mi instinto de metiche me hizo seguirlo. En el camino volví a ver a Xana, que lucía casi tan preocupada como el cacique, y se me adelantó. Aceleré mis pasos.
Dentro encontré a Dezba acostaba boca arriba en el suelo. La chamana de magia azul estaba arrodillada a su lado recitando algo. La hermana estaba detrás de esta, observando de brazos cruzados y la frente fruncida.
–¿Qué le sucede a mi minina, chamana Yara? –pidió saber con urgencia el cacique.
–¿No ve que mi hermana ya está en medio de un ritual para que se recupere? –contestó secamente la otra neko–. No interrumpa, viejo.
–¿Y esa magia elimina solo el dolor o también sana algún otro mal que tenga? –preguntó Xana.
–Sí, sí, sana todo si la dejan trabajar en paz.
–¿Y si le abro la panza para sacarle el bebé y luego la sanamos? –sugerí.
–¡Salgan todos de aquí, malditos necios! –espetó y sacudió delante de nosotros su báculo, que pensé que no cargaba cuando entré, arreándonos hacia la salida.
–Jaci, por favor –intervino la chamana sanadora–, tranquila. Recuerda que somos el ejemplo a seguir.
–¿Qué eztán haziendo? –interpeló indignada otra neko metiche recién aparecida en la puerta, parecida a Sayen, aunque más fornida y madura–. ¡Que ze vayan lejoz eztaz doz pirujaz! Fzt, fzt. –le ordenó al cacique mientras señalaba a las chamanas.
–No tengo tiempo para tus lloriqueos, Hauzini –le contestó él malhumorándose cada vez más.
–¿Ez que ya eztáz zenil? Fzt, fzt –seguía Hauzini–. ¡Ez obvio que todo lo malo que eztá pazando ez culpa de eztaz doz pirujaz! La mala cozecha, loz monztruoz que cada vez zon máz afuera y la maldizión de Wendigo. ¡Y la adivina ya lo dijo, con fechaz y todo, y en tu cara de viejete! Fzt, fzt.
–¿La adivina dijo qué? –Ahora también se había ofendido Jaci.
–¿Maldición de Wendigo? –El cacique ignoró a la chamana.
–No me digaz que erez el cazique y no lo zabez. –Hauzini sacó de su falda una bola de pergamino y la desenrolló delante del cacique. Era un texto en el que se hablaba de un contagio por Wendigo y que varios buscaban un remedio.
Me asaltó el recuerdo del neko bañado en sangre de Wendigo… por mi culpa. También recordé lo inútil que fui para detener la pandemia que una vez se originó en Dundarak y asoló gran parte de Aerandir.
«No otra vez», deseé mientras volvía a abrumarme. «Esta vez debo detenerlo a cualquier precio», me dije con la mandíbula tensa. No podría perdonarme si volvía a fallar. No podría. Ni lo merecería si inició por mí. No tenía más opción que vencer en esta segunda oportunidad.
–… ¿Y dejas que la gente crea esas mentiras? –le reprochaba Jaci al cacique cuando salí de mi ensimismamiento–. Si hay una enfermedad, es mi hermana la que podrá sanarlos a todos, tanto a fieles como a bárbaros. Será la heroína que necesitan y todos abrazarán nuestra filosofía al fin. ¿Y, a pesar de todo, aún ni intentas defendernos?
Él dudó un instante antes de contestar.
–Sanen a mi hija. Es lo que ahora importa.
–¡¿Qué dices, viejo ingrato?!
–¡A mí no me hables así! –rugió él, haciéndola retroceder un paso.
Las palabras recitadas por Yara eran opacadas por los crecientes gemidos de Dezba.
–¿Qué sucede? –le preguntó Jaci con premura a la chamana.
–No lo sé –tartamudeó esta–. Ya debió cerrarse cualquier herida y eliminarse cualquier enfermedad, y tampoco va a dar a luz aún. No sé qué le pasa.
–Porque ezto ez un caztigo de El Tigre, no una enfermedad normal –siseó Hauzini–. Cazique, tú ya zabez lo que hay que hazer. ¡Debemoz zacrificar para que El Tigre perdone a nueztra aldea pronto! Fzt, fzt.
Xana se llevó una mano a la cabeza y se tambaleó. Enseguida me acerqué e hice que se apoyara en mí. Ella estaba empapada en sudor.
–Estoy bien, estoy bien –musitó.
Mi corazón empezó martillar mi pecho. Nada estaba bien.
Xana se reincorporó y, adoptando un semblante serio, le habló al cacique.
–Esta enfermedad, o lo que sea, puede ser muy contagiosa y matar en cuestión de días si no se trata. La botánica me dijo que se contagia muy fácil, mediante la saliva o la sangre. Antes de hacer nada, debemos saber quiénes están enfermos, aislarlos antes de que enfermen a otros y...
–¡Hauzini! –llamó alguien desde fuera.
Hauzini gruñó, se giró y, al ver quién la había llamado, fue hacia él.
Otro neko, que Xana reconoció como al que había rescatado el día anterior, irrumpió en la choza, cojeando, y se apresuró directo al cacique.
–Encontré a Yolotzin –le susurró con gravedad. Tragó saliva–. Eztá muerto, cazique.
–¿Cómo murió? –inquirí al instante, sobresaltándolo.
–No lo zé –balbuceó–. No tiene heridaz, pero parece que botó mucha zangre por loz ojoz, nariz, boca y orejaz. ¡Muy horrible!
Hubo un momento en que solo se escuchaban los gemidos de Dezba, que, por fin, fueron apaciguándose hasta desaparecer. Su mejora brindó un pequeño consuelo a las chamanas y al cacique. Cuando pasó, otro sonido, proveniente del exterior, pudo escucharse.
Sollozos. Sollozos de una mujer.
Una vez que aquella peligrosa situación pudo resolverse sin fatales consecuencias, Xana descendió, con cautelosa lentitud, de su trono improvisado. Al menos pude quitarme un peso de encima, y nunca mejor dicho. Me giré, y mis cejas se alzaron cuando reconocí a la elfa salvaje que casi ocasionó un terrible accidente.
–Así que no habías sido solo parte del sueño –comenté con una sonrisa torpe, sin cuestionarme esa elección de saludo–. ¿Te hiciste algo en la cara? Siento que te ves mej…
–Callenhe, abraha árboleh –nos interrumpió un neko a nuestro lado.
Xana, sin ánimo para seguir retrasando lo que la insistencia de la elfa maquillada sentenciaba como una conversación inevitable en el momento en que resultaba menos oportuno… Vaya cantidad de palabras para decir poco. Normal que escriba tanto texto siempre.
Como sea, Xana suspiró resignada.
–Vale, hablemos en otro sitio –le susurró a nuestra congénere de malos gustos gastronómicos–. Quédate aquí para que me cuentes de la adivina –me pidió antes de marcharse.
Volví la vista hacia la famosa adivina. Ella se acercó a la base del gran tótem con pasos calmados y mesurados, con el semblante de su rostro joven y pálido tallado por la dignidad. Iba envuelta en un atuendo de una sola pieza que la cubría de la cabeza a los pies, apenas dejando un agujero para su rostro, y que aparentaba una sola cosa: un ridículo pero suave disfraz de gato blanco, con orejas y cola falsas incluidas como si temiera mostrar las reales bajo ellas. Pude verle un ligero rastro de éter, pero eso no me aseguró que su clarividencia fuese real. Ella se detuvo delante del tótem, se volvió hacia el público en un majestuoso movimiento, quizás demasiado teatral, y sacudió la cola. Un espectáculo extraño ante mis ojos, pero que mantuvo sin palabras a los nekos.
–Tiene ojos de gato y no es gato –empezó la adivina con una voz cantarina–, orejas de gato y no es gato, patas de gato y no es gato, cola de gato y no es gato, maúlla y no es gato. ¿Qué es?
–¡La gata! –gritó un entusiasta.
La adivina respondió mostrando un pulgar arriba.
–¿Cuál es el animal que es dos veces animal?
–¡El gato, porque es gato, y araña! –Esta vez la persona entusiasta no estaba lejos de mí: era yo.
La adivina me recompensó con una sonrisa complacida.
–No es cama, ni es un león. Pero desaparece en cualquier rincón. ¿Qué es?
Tras unos segundos de silencio, alguien le respondió:
–¿El gato?
La adivina negó con la cabeza, decepcionada.
–El camaleón –reveló ella misma en ausencia de más respuestas.
–¿Camaleón? –murmuró alguien cerca de mí–. ¿Y esho qué esh?
–Dijo la adivina que eho dehaparehe en cualquier rincón –le susurró un neko a su lado–. Debe her un ehpíritu. No me cabe duda, miau.
La adivina dio un aplauso, acallando al público, antes de continuar.
–Su nombre es jaguar y de esta semana no va a pasar. ¿Qué es?
–¿El gato? –repitió el neko.
–Que no siempre la respuesta es un gato, miauerda –soltó ella en una fugaz pérdida de la compostura–. Digo, no, lo siento –prosiguió, con su sonrisa dejando que se asomara la tristeza–. La respuesta es aquí.
«Otra catástrofe que debo evitar», entendí con amargura. Miré a mi alrededor para saber las reacciones de la nekogente, pero ninguno parecía preocupado, sino confundidos. La adivina pareció entenderlo también, así que explicó:
–Balam significa Jaguar o algo así en un idioma antiguo, así que… quiero decir que en una semana este pueblo estará destruido.
Ahora sí estallaron las murmuraciones, exclamaciones y maullidos envueltos de desconcierto y temor. La adivina hizo gestos solicitando silencio, sin resultado. Los nekos, en una cacofonía de voces, rogaron respuestas sin dar oportunidad de obtenerlas. El cacique entonces rugió con una potencia sobrehumana, y tras eso siguió el silencio.
–Lo vi hace un mes –dijo la adivina–. Me conecté con El Tigre y esperé que me mostrara el futuro de Balam. Pero apenas pude ver. Es como si él los hubiera abandonado o algo. Pero, porque me preocupo mucho por ustedes, insistí y lo agarré por la cola.
» Entonces vi cosas, cosas difíciles de explicar y que prefiero no mencionar. Pero después vi este tótem detrás de mí y cada cara en él estaba llorando sangre. En la tierra había dos flores, una marchita y otra de nieve, y sus raíces crecían en todas direcciones y mataban a las otras plantas. Las estrellas parpadearon y luego se apagaron. El cielo se llenó de plegarias desesperadas y se rompió. Y un árbol perdió todas sus hojas, pero aún tenía un fruto dorado, su único fruto, y la rama que lo tenía se levantó para dárselo a El Tigre, pero la rama se rompió por las flores, la fruta cayó y el mundo acabó.
–¿Y ezo qué quiere dezir? ¡No entiendo nada! Fft, fft –se quejó una neko.
–Yo tampoco –lamentó la adivina–. El Tigre no me permitió entender. Solo sé que Balam no estará luego de esta semana si no se deshace lo que sea que le ha hecho enojar desde hace un mes. Quizás si empiezan despidiendo a las dos chamanas pirujas, podría ser. Pero ahora… –Dio un aplauso y dos nekos vestidos como ella en versión negro se le acercaron con dos enormes sacos cada uno–. Es el momento de las ofrendas. Recuerden que El Tigre bendice al dador generoso, así que den en abundancia. Quizás hasta él los proteja de su furia.
Dezba se encorvó, empezó a gemir adolorida y se apoyó en el tótem. El cacique enseguida la tomó en sus brazos.
–¡Llamen a la chama…!
Su orden murió antes de terminar. Miró, vacilante, a la adivina. Sus ojos rogaban por el bienestar de su hija inflada. La adivina le respondió algo que no llegó mis oídos. El cacique gruñó y se llevó a Dezba a la choza más cercana.
Mi instinto de metiche me hizo seguirlo. En el camino volví a ver a Xana, que lucía casi tan preocupada como el cacique, y se me adelantó. Aceleré mis pasos.
Dentro encontré a Dezba acostaba boca arriba en el suelo. La chamana de magia azul estaba arrodillada a su lado recitando algo. La hermana estaba detrás de esta, observando de brazos cruzados y la frente fruncida.
–¿Qué le sucede a mi minina, chamana Yara? –pidió saber con urgencia el cacique.
–¿No ve que mi hermana ya está en medio de un ritual para que se recupere? –contestó secamente la otra neko–. No interrumpa, viejo.
–¿Y esa magia elimina solo el dolor o también sana algún otro mal que tenga? –preguntó Xana.
–Sí, sí, sana todo si la dejan trabajar en paz.
–¿Y si le abro la panza para sacarle el bebé y luego la sanamos? –sugerí.
–¡Salgan todos de aquí, malditos necios! –espetó y sacudió delante de nosotros su báculo, que pensé que no cargaba cuando entré, arreándonos hacia la salida.
–Jaci, por favor –intervino la chamana sanadora–, tranquila. Recuerda que somos el ejemplo a seguir.
–¿Qué eztán haziendo? –interpeló indignada otra neko metiche recién aparecida en la puerta, parecida a Sayen, aunque más fornida y madura–. ¡Que ze vayan lejoz eztaz doz pirujaz! Fzt, fzt. –le ordenó al cacique mientras señalaba a las chamanas.
–No tengo tiempo para tus lloriqueos, Hauzini –le contestó él malhumorándose cada vez más.
–¿Ez que ya eztáz zenil? Fzt, fzt –seguía Hauzini–. ¡Ez obvio que todo lo malo que eztá pazando ez culpa de eztaz doz pirujaz! La mala cozecha, loz monztruoz que cada vez zon máz afuera y la maldizión de Wendigo. ¡Y la adivina ya lo dijo, con fechaz y todo, y en tu cara de viejete! Fzt, fzt.
–¿La adivina dijo qué? –Ahora también se había ofendido Jaci.
–¿Maldición de Wendigo? –El cacique ignoró a la chamana.
–No me digaz que erez el cazique y no lo zabez. –Hauzini sacó de su falda una bola de pergamino y la desenrolló delante del cacique. Era un texto en el que se hablaba de un contagio por Wendigo y que varios buscaban un remedio.
Me asaltó el recuerdo del neko bañado en sangre de Wendigo… por mi culpa. También recordé lo inútil que fui para detener la pandemia que una vez se originó en Dundarak y asoló gran parte de Aerandir.
«No otra vez», deseé mientras volvía a abrumarme. «Esta vez debo detenerlo a cualquier precio», me dije con la mandíbula tensa. No podría perdonarme si volvía a fallar. No podría. Ni lo merecería si inició por mí. No tenía más opción que vencer en esta segunda oportunidad.
–… ¿Y dejas que la gente crea esas mentiras? –le reprochaba Jaci al cacique cuando salí de mi ensimismamiento–. Si hay una enfermedad, es mi hermana la que podrá sanarlos a todos, tanto a fieles como a bárbaros. Será la heroína que necesitan y todos abrazarán nuestra filosofía al fin. ¿Y, a pesar de todo, aún ni intentas defendernos?
Él dudó un instante antes de contestar.
–Sanen a mi hija. Es lo que ahora importa.
–¡¿Qué dices, viejo ingrato?!
–¡A mí no me hables así! –rugió él, haciéndola retroceder un paso.
Las palabras recitadas por Yara eran opacadas por los crecientes gemidos de Dezba.
–¿Qué sucede? –le preguntó Jaci con premura a la chamana.
–No lo sé –tartamudeó esta–. Ya debió cerrarse cualquier herida y eliminarse cualquier enfermedad, y tampoco va a dar a luz aún. No sé qué le pasa.
–Porque ezto ez un caztigo de El Tigre, no una enfermedad normal –siseó Hauzini–. Cazique, tú ya zabez lo que hay que hazer. ¡Debemoz zacrificar para que El Tigre perdone a nueztra aldea pronto! Fzt, fzt.
Xana se llevó una mano a la cabeza y se tambaleó. Enseguida me acerqué e hice que se apoyara en mí. Ella estaba empapada en sudor.
–Estoy bien, estoy bien –musitó.
Mi corazón empezó martillar mi pecho. Nada estaba bien.
Xana se reincorporó y, adoptando un semblante serio, le habló al cacique.
–Esta enfermedad, o lo que sea, puede ser muy contagiosa y matar en cuestión de días si no se trata. La botánica me dijo que se contagia muy fácil, mediante la saliva o la sangre. Antes de hacer nada, debemos saber quiénes están enfermos, aislarlos antes de que enfermen a otros y...
–¡Hauzini! –llamó alguien desde fuera.
Hauzini gruñó, se giró y, al ver quién la había llamado, fue hacia él.
Otro neko, que Xana reconoció como al que había rescatado el día anterior, irrumpió en la choza, cojeando, y se apresuró directo al cacique.
–Encontré a Yolotzin –le susurró con gravedad. Tragó saliva–. Eztá muerto, cazique.
–¿Cómo murió? –inquirí al instante, sobresaltándolo.
–No lo zé –balbuceó–. No tiene heridaz, pero parece que botó mucha zangre por loz ojoz, nariz, boca y orejaz. ¡Muy horrible!
Hubo un momento en que solo se escuchaban los gemidos de Dezba, que, por fin, fueron apaciguándose hasta desaparecer. Su mejora brindó un pequeño consuelo a las chamanas y al cacique. Cuando pasó, otro sonido, proveniente del exterior, pudo escucharse.
Sollozos. Sollozos de una mujer.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 4/10
Ante el peculiar saludo del elfo rebuscamochilas no pudo hacer más que arquear una ceja, con gesto de extrañeza ante su comentario, pues les fue ordenado guardar silencio antes de poder responder. Algo tenía que ver ella con un sueño, pero no era momento de averiguar qué tipo de pensamientos le dedicaba aquel jovenzuelo de pelo trenzado. La elfa que lo acompañaba, por su parte, accedió a terminar la conversación pendiente no sin dejar una órden bien dada a su compañero. Aylizz arrugó la nariz un instante, hubiese preferido que ambos hubieran atendido a sus palabras, pero menos daba una piedra. Apartándose del tumulto de nekogente, trató de explicarle la situación a Xana de la manera menos alarmante que supo. No obstante, conociendo sus estrechos contactos de los últimos días, procuró que entendiese concienzudamente los hechos. Y no acercarse demasiado. Sin embargo, las alarmas parecieron saltar por otro lado.
Ante los presagios de la adivina, el bullicio se empezó a revolucionar y la conversación comenzó a ser torpedeada por las exclamaciones y los augurios. Desvió la atención hacia la adivina cuando el cacique alzó la voz, poniendo fin al ajetreo, dejando que la mujer enfundada en un mono de gato explicara más detalladamente sus presagios. Enarcó una ceja, ligeramente impactada por el atuendo de la fémina, considerándolo una manera demasiado forzada para hacerse ver como una más, que no hacía más que dejar claro que no resultaba ser una Neko como lo eran sus fieles, quienes paradójicamente resultaban ser aquellos denominados «bárbaros» por los simpatizantes de las chamanas. Nadie quedó indiferente ante la visión relatada, no obstante, la elfa casi terminó por reír, escéptica, ante la ocurrencia que la adivina pareció tener al sugerir el deshacerse de las que se habían convertido en su competencia por la fé del pueblo de Balam. A esa falsa gata se le empezaban a ver las garras.
Por si fuera poco el revuelo, los alaridos de dolor de Dezba terminaron de desajustar los planes establecidos para la bienvenida de la adivina. El
Encaminando el montículo que presidía el tótem, trató de hacerse hueco entre los que ordenaban filas, cargados con cestos repletos de víveres u objetos de valor. Resopló, inquieta. Ante sus ojos se aglomeraban los presentes y no parecía fácil encontrar espacios por los que escabullirse. Finalmente, desistió de intentar ir de frente, buscando otra manera de emboscar a la adivina. Haciéndose a un lado, no pudo contener una mueca divertida al contemplar desde una perspectiva más alejada la imagen de las filas y filas de pares de orejas puntiagudas y rabos larguiruchos, estirados y serpenteantes, que avanzaban con buen paso hasta depositar sus ofrendas a los pies del Tótem. Un pequeño ejército-comuna de fieles semipeluditos.
En fin, volviendo al tema.
Bordeó la loma hasta situarse en un extremo a espaldas del Tótem. En un momento dado, el tumulto habría perdido de vista a la adivina tras su despedida, pudiendo encontrarla la elfa oculta tras unos matojos cercanos, en la ardua tarea de recolocarse el traje.
—Válganme los Dioses, esto sí que es sacrificio…— a medida que se acercaba, la elfa podía entender los renegados murmullos de la vidente —¿Que le habría costado al sastre hacerle una abertura? ¡¿Que?! No, que cuando una necesita liberarse, vaya si lo hace… ¡Enterita! Te lo pones, te lo quitas, te lo pones otra vez. ¡Pues no! Una costurita, así, en el medio, discreto… Y este incordio de rabo…— resopló, apartándose un mechón de la cara antes de colocarse la capucha orejuda.
—Si, estoy de acuerdo.— interrumpió la elfa, manteniendo aún cierta distancia, comedida.
La falsa neka se volvió repentinamente, como si hubiese sido sorprendida cometiendo una maldad, aunque pareció recomponerse al contemplar un segundo a su interlocutora.
—Oh, sí, tenía entendido que Balam acogía visitantes. ¿Qué te hace tan solitaria y apartada del jolgorio, querida?
Su tono se alejó ahora del socarrón de hacía un momento, aunque no para acercarse al cínico y altivo mostrado sobre el montículo durante su pantomima. Más bien se tornó a uno compasivo y atento. La elfa entrecerró un momento los ojos, dubitativa, antes de terminar de acercarse.
—¿La verdad? Una oportunidad de conversar con aquella que, se dice, predijo el ataque a mi país.
—¿Eso se dice? ¡Digo! Bueno, si… Cuánto lamento aquello. ¡Una tragedia!— dramatizó —Ojalá tuviera el control sobre mis presagios pero, querida, no lo tengo. Mal que me pese, los dones son los dones.
—Em… Si, los dones… ¿Y cómo es eso? El Tigre se entromete en los mundos de otros Dioses o es usted la que puede conectar con unos y otros.
—Comprendo tu escepticismo, querida.— «querida», «querida», empezaba a resultar irritante. —Es habitual en aquellos que no han sentido en sí mismos la caricia de los seres superiores.
La elfa puso los ojos en blanco, hastiada, al contemplar cómo la vidente elevó los brazos con fervor, elevando el tono en sus últimas palabras, con gesto grandilocuente.
«Menuda petarda.»
—Y dime, ¿qué respuestas buscas en claro intento por apaciguar tu alma tras dichos acontecimientos?
—¿Por qué? ¿Para saber decirme lo que quiero escuchar?
—Querida, no tengo tiempo ni ganas para rabietas, mis fieles me esperan. ¿Quieres algo o no?
—Si, si… Eh… Aquella predicción, ¿se lo contó a alguien? ¿Se corrió la voz? O esta pobre gente es tan crédula que asumió su mera palabra al decir que lo presagió.
—Ah, bueno… Tu gente es muy comedida en cuanto a extranjeros se refiere, no llegué a cruzar vuestra frontera… Aunque sí traté de hacerme oír por las aldeas cercanas al río, pero me tomaron por loca. ¿Qué esperabas? Y ahora si me disculpas, he de recoger mis ¡las! ofrendas. Para El Tigre. Eso. Si.
Mientras la adivina se alejaba, la elfa confirmó dos cosas en su mente. La primera y más evidente, aquella no era más que una de muchas codiciosas farsantes. Que no es que pensase que alguna de las muchas gentes que afirmaban ver el futuro no lo fuese, pero aquella lo dejaba claro con tan sólo ver su estampa. La segunda, que si bien ella no era una neka, tampoco era una elfa, de lo contrario no habría tenido problema alguno para adentrarse en Sandorai.
Asumió pues que nada podía interesarle de lo que aquella señora dijese o hubiese dicho sobre cualquier predicción del ataque al Pueblo Elfo. Contempló entonces que poco más le quedaba por hacer allí. Balam, más allá de sus peculiaridades internas, no parecía ni cercano a nada que tuviese que ver con los Malditos, por lo que podría decirse que sus objetivos en aquel viaje estaban más que cumplidos. Sin embargo… No podía no preocuparse una última vez por la situación que acarreaba la aldea. De haberse tratado de meras redencillas entre los pueblerinos, sin preocupaciones habría tomado el camino de regreso, pero una cuestión de salud pública era más complejo. Y sobretodo, que podía extenderse sin distinguir razas ni fronteras.
Al desandar la distancia tomada hasta la loma y acercarse de nuevo a la cabaña donde Dezba había sido atendida, el revuelo a las puertas no pasaba inadvertido. Haciéndose hueco entre la nekogente amontonada, alcanzó a ver desde un extremo del semicírculo el interior de la choza, cuando el Cacique quiso asomarse para rebajar el ajetreo.
—¡Un poco de calma! Todo está bien, ¡Calma he dicho! El retoño de mi hija se prepara para su llegada a este mundo, eso es todo. ¡Anden! Todo bien, todo bien.
—¡Pero el muerto!
—¿Qué muerto, ni qué muerto? ¡Un borracho inconsciente es lo que es! Daqui a unas horas, seguro que despierta de la mona. ¡Ale! Marchen a sus quehaceres. ¡Sigue siendo noche de celebración!
El Cacique trató de apaciguar los ánimos, restándole importancia al asunto, pero la elfa supo a quién se estaba refiriendo en cuanto escuchó sus palabras. Y si alguien había creído verlo muerto, no dudaba en que lo estaba. Entonces trató de asomarse al interior de la choza, nerviosa. No alcanzó a ver mucho, a Dezba recostada sobre un camastro en el que ahora parecía tranquila, aunque continuaba inflada, y el perfil de Rauko sosteniendo a Xana.
«El tiempo nos corre en contra.»
Se apresuró a cruzar la puerta, pero un fornido neko pardo se interpuso en su camino, negándole la entrada. Trató de apartarlo, pero un empujón bastó para comprender que no se trataba de un pueblerino cualquiera y el mazo tras de sí advertía que se trataba del escolta del jefe.
—¡Rauko!— alzó la voz para llamar la atención del elfo antes de retroceder —¡Ella tiene tres días! ¡Volved con Sayen!—
Ella misma lo hizo tras advertirlo, esperando que no tardasen en reunirse en la morada de la mencionada neko. Esperaba que su improvisado remedio hubiese, sino mitigado, retardado el avance de la enfermedad. De haberlo hecho, podría usarlo también con Xana y ganar tiempo para dar con una solución más efectiva.
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
«¿Pero por qué hay tantos gatos?», cruzó mi mente al mirar al exterior y ver a la creciente multitud. Quise salir, aun así, para ver el origen del llanto, que sospeché podría ser de Hauzini, pero el cacique se adelantó, casi me atropelló, obstaculizó la entrada con su cuerpo macizo y se dedicó a impedir entrar a la nekogente y a intentar apaciguarlos mediante mentiras. Exhalé con una ligera irritación, pero luego consideré que quizás era mejor no añadir una nueva preocupación a la nekogente que los motivara a huir, lo que extendería la enfermedad fuera de Balam.
–¿Se encuentra bien? –escuché detrás, una voz eclipsada por las del exterior. Me volteé y encontré a la chamana Yara acercándose a Xana para examinarla. Mi compañera, por un breve instante, desvió la mirada hacia mí antes de responder.
–Sí, no es nada. –Sacudió una mano para restarle importancia.
–Pues no lo parece –replicó la chamana Jaci–. ¿Segura que Dezba no está enferma por tu culpa?
–Somos elfos, no dragones –intervine.
–Ni si quiera entiendo qué tiene que ver.
–Te falta historia, eso pasa. –Sacudí la cabeza. «Céntrate», me dije.
–No tiene sentido discutir entre nosotros –señaló Yara antes de que yo soltara más tonterías–. Ahora lo importante es salvar a Balam. Esa es nuestra única misión en este momento.
–Pero, hermana, ¿no lo ves? –replicó Jaci–. Ellos aparecen y empieza una enfermedad. Yolotzin es el cuidador de la hija del cacique, desaparece y es reemplazado por esa elfa, que ahora se ve que sana no está. Y también está la otra elfa, la botánica, que quizás podría sanar a Dezba de algo que ni tú puedes sanar. ¿Coincidencia? Yo no lo creo. Aquí hay gato encerrado.
Entorné los ojos. No me gustaba a dónde quería llegar.
–¿Dizez que la flor marchita y la flor de nieve, laz de la profetizazión, zon elloz? –inquirió el neko cojo, y ahora ceñudo, que yo no recordaba que seguía en el sitio–. Pero no lo compro. Cuando dezaparezió Yolotzin, ezta elfa eztaba con Bezba y el cazique, el elfo eztaba cuidando niñoz y la botánica jugaba con mi hermanito. Eztoy informado de ezo. Ffft. ffft –añadió, y Jaci entreabrió la boca para decir algo, pero nada pronunció, sino que le tembló el labio inferior–. Ademáz, ¿por qué ezta elfa zigue viva y Yolotzin no? Ffft, ffft.
–¡Porque son elfos! De tanto abrazar árboles tienen más vitalidad que cualquiera, y no son tan ineptos para morir por la enfermedad que ellos mismos traigan. También tienen magias extrañas para hacer cosas imposibles para nosotros. ¿Tu padre no andaba diciendo que apareció en tu casa un espíritu de luz que volaba, que atravesó el techo y, según entiendo, intentó embarazar a tu madre? Pues este elfo se parece al espíritu que describió, el que intentó embarazar a tu madre, Zacaríaz, a tu madre. Y la profecía es falsa, por cierto.
–¿Eh? –dije arrugando la nariz, extrañado, demasiado–. Podían acusarme de asesino de vacas, de bailar desnudo frente a alguien inconsciente, de lanzar flatulencias de luz explosiva, de ser ganso, de ser inconsistente con mi personalidad como si fuese personaje mal escrito, de tentar a los dioses buscando ser nalgueado por ellos, de ser un exagerado en las peleas, pero nunca de querer embarazar a viejas.
Para mi desgracia, el infeliz pareció considerar las palabras de Jaci. Todos se dejaban manipular con facilidad en ese asqueroso pueblo. ¡Un fastidio! No me habría sorprendido si las chamanas también se hubieran aprovechado de eso.
De hecho, finalmente lo pensé, tomando en cuenta la actitud que pude ver de Jaci y, además, que me parecía más lógico que Yolotzin, siendo de los fieles, hubiera acudido a las chamanas por sanación y que ellas lo eliminaran en lugar de que él desapareciera por cuenta propia.
–Te aseguro que te equivocas sobre nosotros, chamana –aseveró Xana adoptando un semblante serio–. Nosotros no… no trajimos ninguna enferme… –De pronto se dobló hacia adelante y vomitó el almuerzo. Qué inoportuno.
Me acerqué a Xana, pero no supe qué hacer. Solo coloqué suavemente una mano en su espalda. También noté que nadie más habló dentro de la cabaña, pero sus miradas dijeron suficiente. Xana se apoyó en mí y los miró compungida.
Fue entonces cuando Aylizz nos llamó. Todos nos volteamos hacia ella. Le respondí levantando una mano con un pulgar arriba, un gesto desenfadado, aunque me sentía sumamente incómodo. Todo iba empeorando por tonterías.
–No considero correcto que salgas así –le dijo Yara, aparentemente preocupada, a Xana–. Por favor, permanece aquí. Resolveremos todo esto de la mejor manera.
Noté el éter, uno maldito, acumularse en el tótem de Jaci.
–Lo lamento, por ahora no me parece que sea fructífero estar juntos –respondió Xana con una sonrisa triste, notando lo mismo que yo–. Pero te prometo por las estrellas que las ayudaré a salvar al pueblo y que sus ideales pacifistas permanezcan, quizás más de lo que lo hace tu hermana.
Creó dos orbes de luz y las disparó hacia los lados. Atravesaron las paredes sin dejar huella y Xana desapareció intercambiando su lugar con una de esas esferas, la cual se esfumó poco después.[1]
–Pero avísame primero –me quejé antes de también huir haciéndome etéreo y desplazarme bajo tierra.[2]
Más tarde me reencontré con Xana de camino a nuestra reunión donde Sayen. Xana avanzaba cabizbaja, apretando y relajando uno de sus puños una y otra vez. Esperé que me dijera algo sobre su comportamiento y su salud, pero solo me brindó silencio.
En el camino vimos a algunos nekos, la mayoría en buena forma física, dirigirse a un mismo sitio con cierta premura. No les di importancia antes de escuchar a un par hablar, con buen humor, de que Hauzini repentinamente entendió que nunca debió disolver algo llamado «La Miaufia». Luego de eso, seguí caminando sin darle importancia.
–Hola, Aliss –saludé agitando una mano cuando llegamos a nuestro destino, donde ella ya nos esperaba–, qué bueno que llegaste, te estábamos esperando. –Sonreí, o al menos lo intenté–. ¿Y bien? ¿Qué tal tu día?
Miré a la otra persona en el lugar: Sayen, felizmente recostada en una camita de hierba gatera y abrigada con una manta de lana, aunque con la nariz enrojecida, ojeras y ojos inyectados en sangre. Pero todavía no había techo.
–Al menos está viva –comenté–. Debí imaginar que, además de envenenar comida, también podías hacer remedios –añadí y miré a Aylizz–. Por cierto, Xana también…
–Yo estoy bie… –interrumpió Xana, pero se detuvo y apretó los labios. Entonces suspiró con resignación–. Vale, quiero que me veas, por favor, si no te molesta –murmuró.
«¿Pero qué le pasa?», me pregunté. Recordé lo sucedido con las chamanas y eso me llevó a priorizar algo más.
–Haylis, también hay otro problema –dije. Cavilé por unos segundos sobre cómo explicarlo–. ¿Crees posible que la adivina no esté equivocada sobre las chamanas, o al menos sobre la de negro, Jaci? –pregunté. «¿Y cómo Haylisa va a saber eso si ni sabe hacer cremas sabrosas?», me reproché internamente. Negué con la cabeza–. No, quizás no deba preocuparte con eso también. Yo me encargaré de ellas.
–No –soltó Xana con brusquedad, haciéndome dar un respingo y mirarla ceñudo–. No es momento para que juegues al justiciero, sobre todo cuando ni estás seguro de que ella haya hecho algo.
–¿De qué hablas? Si es culpable de la enfermedad, ¿esperas que la deje seguir impune?
–Tampoco dije eso. Lo que quiero decir es que será mejor que seas discreto.
–¿Por?
–No te importa lo que piensen de ti al final, pero las chamanas han hecho un gran bien a este pueblo y todo podría dañarse si les dices a todos que ellas son culpables de la enfermedad o si las asesinas.
–¿Por?
–Ño creo que sean culpables de nada –dijo Sayen con voz ronca, y ese esfuerzo desencadenó en ella un breve ataque de tos y escupir una bola de pelos–. Han sido buenas, ño dañarían a nadie. La chamana Jaci parece malhumorada, pero es que ño sabe hablar con la gente. –Asintió con débiles movimiento de cabeza–. Y son muy fuertes. Y aquí solo se obedece al más fuerte. Por eso ellas pueden con sus mensajes de paz salvar a Balam de sí mismo. Lo sé. Yo lo sé.
«El fuerte gobierna sobre el débil», recordé haber escuchado de algún neko. «Eso solo lo hace más sencillo. Xana y yo somos los más fuertes aquí. Juntos podemos con todo. Sin embargo, la verdadera paz solo existirá donde haya justicia», pensé, sabiendo qué había que hacer, aunque el camino pudiera desagradarle a Xana.
–¿Se encuentra bien? –escuché detrás, una voz eclipsada por las del exterior. Me volteé y encontré a la chamana Yara acercándose a Xana para examinarla. Mi compañera, por un breve instante, desvió la mirada hacia mí antes de responder.
–Sí, no es nada. –Sacudió una mano para restarle importancia.
–Pues no lo parece –replicó la chamana Jaci–. ¿Segura que Dezba no está enferma por tu culpa?
–Somos elfos, no dragones –intervine.
–Ni si quiera entiendo qué tiene que ver.
–Te falta historia, eso pasa. –Sacudí la cabeza. «Céntrate», me dije.
–No tiene sentido discutir entre nosotros –señaló Yara antes de que yo soltara más tonterías–. Ahora lo importante es salvar a Balam. Esa es nuestra única misión en este momento.
–Pero, hermana, ¿no lo ves? –replicó Jaci–. Ellos aparecen y empieza una enfermedad. Yolotzin es el cuidador de la hija del cacique, desaparece y es reemplazado por esa elfa, que ahora se ve que sana no está. Y también está la otra elfa, la botánica, que quizás podría sanar a Dezba de algo que ni tú puedes sanar. ¿Coincidencia? Yo no lo creo. Aquí hay gato encerrado.
Entorné los ojos. No me gustaba a dónde quería llegar.
–¿Dizez que la flor marchita y la flor de nieve, laz de la profetizazión, zon elloz? –inquirió el neko cojo, y ahora ceñudo, que yo no recordaba que seguía en el sitio–. Pero no lo compro. Cuando dezaparezió Yolotzin, ezta elfa eztaba con Bezba y el cazique, el elfo eztaba cuidando niñoz y la botánica jugaba con mi hermanito. Eztoy informado de ezo. Ffft. ffft –añadió, y Jaci entreabrió la boca para decir algo, pero nada pronunció, sino que le tembló el labio inferior–. Ademáz, ¿por qué ezta elfa zigue viva y Yolotzin no? Ffft, ffft.
–¡Porque son elfos! De tanto abrazar árboles tienen más vitalidad que cualquiera, y no son tan ineptos para morir por la enfermedad que ellos mismos traigan. También tienen magias extrañas para hacer cosas imposibles para nosotros. ¿Tu padre no andaba diciendo que apareció en tu casa un espíritu de luz que volaba, que atravesó el techo y, según entiendo, intentó embarazar a tu madre? Pues este elfo se parece al espíritu que describió, el que intentó embarazar a tu madre, Zacaríaz, a tu madre. Y la profecía es falsa, por cierto.
–¿Eh? –dije arrugando la nariz, extrañado, demasiado–. Podían acusarme de asesino de vacas, de bailar desnudo frente a alguien inconsciente, de lanzar flatulencias de luz explosiva, de ser ganso, de ser inconsistente con mi personalidad como si fuese personaje mal escrito, de tentar a los dioses buscando ser nalgueado por ellos, de ser un exagerado en las peleas, pero nunca de querer embarazar a viejas.
Para mi desgracia, el infeliz pareció considerar las palabras de Jaci. Todos se dejaban manipular con facilidad en ese asqueroso pueblo. ¡Un fastidio! No me habría sorprendido si las chamanas también se hubieran aprovechado de eso.
De hecho, finalmente lo pensé, tomando en cuenta la actitud que pude ver de Jaci y, además, que me parecía más lógico que Yolotzin, siendo de los fieles, hubiera acudido a las chamanas por sanación y que ellas lo eliminaran en lugar de que él desapareciera por cuenta propia.
–Te aseguro que te equivocas sobre nosotros, chamana –aseveró Xana adoptando un semblante serio–. Nosotros no… no trajimos ninguna enferme… –De pronto se dobló hacia adelante y vomitó el almuerzo. Qué inoportuno.
Me acerqué a Xana, pero no supe qué hacer. Solo coloqué suavemente una mano en su espalda. También noté que nadie más habló dentro de la cabaña, pero sus miradas dijeron suficiente. Xana se apoyó en mí y los miró compungida.
Fue entonces cuando Aylizz nos llamó. Todos nos volteamos hacia ella. Le respondí levantando una mano con un pulgar arriba, un gesto desenfadado, aunque me sentía sumamente incómodo. Todo iba empeorando por tonterías.
–No considero correcto que salgas así –le dijo Yara, aparentemente preocupada, a Xana–. Por favor, permanece aquí. Resolveremos todo esto de la mejor manera.
Noté el éter, uno maldito, acumularse en el tótem de Jaci.
–Lo lamento, por ahora no me parece que sea fructífero estar juntos –respondió Xana con una sonrisa triste, notando lo mismo que yo–. Pero te prometo por las estrellas que las ayudaré a salvar al pueblo y que sus ideales pacifistas permanezcan, quizás más de lo que lo hace tu hermana.
Creó dos orbes de luz y las disparó hacia los lados. Atravesaron las paredes sin dejar huella y Xana desapareció intercambiando su lugar con una de esas esferas, la cual se esfumó poco después.[1]
–Pero avísame primero –me quejé antes de también huir haciéndome etéreo y desplazarme bajo tierra.[2]
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Más tarde me reencontré con Xana de camino a nuestra reunión donde Sayen. Xana avanzaba cabizbaja, apretando y relajando uno de sus puños una y otra vez. Esperé que me dijera algo sobre su comportamiento y su salud, pero solo me brindó silencio.
En el camino vimos a algunos nekos, la mayoría en buena forma física, dirigirse a un mismo sitio con cierta premura. No les di importancia antes de escuchar a un par hablar, con buen humor, de que Hauzini repentinamente entendió que nunca debió disolver algo llamado «La Miaufia». Luego de eso, seguí caminando sin darle importancia.
–Hola, Aliss –saludé agitando una mano cuando llegamos a nuestro destino, donde ella ya nos esperaba–, qué bueno que llegaste, te estábamos esperando. –Sonreí, o al menos lo intenté–. ¿Y bien? ¿Qué tal tu día?
Miré a la otra persona en el lugar: Sayen, felizmente recostada en una camita de hierba gatera y abrigada con una manta de lana, aunque con la nariz enrojecida, ojeras y ojos inyectados en sangre. Pero todavía no había techo.
–Al menos está viva –comenté–. Debí imaginar que, además de envenenar comida, también podías hacer remedios –añadí y miré a Aylizz–. Por cierto, Xana también…
–Yo estoy bie… –interrumpió Xana, pero se detuvo y apretó los labios. Entonces suspiró con resignación–. Vale, quiero que me veas, por favor, si no te molesta –murmuró.
«¿Pero qué le pasa?», me pregunté. Recordé lo sucedido con las chamanas y eso me llevó a priorizar algo más.
–Haylis, también hay otro problema –dije. Cavilé por unos segundos sobre cómo explicarlo–. ¿Crees posible que la adivina no esté equivocada sobre las chamanas, o al menos sobre la de negro, Jaci? –pregunté. «¿Y cómo Haylisa va a saber eso si ni sabe hacer cremas sabrosas?», me reproché internamente. Negué con la cabeza–. No, quizás no deba preocuparte con eso también. Yo me encargaré de ellas.
–No –soltó Xana con brusquedad, haciéndome dar un respingo y mirarla ceñudo–. No es momento para que juegues al justiciero, sobre todo cuando ni estás seguro de que ella haya hecho algo.
–¿De qué hablas? Si es culpable de la enfermedad, ¿esperas que la deje seguir impune?
–Tampoco dije eso. Lo que quiero decir es que será mejor que seas discreto.
–¿Por?
–No te importa lo que piensen de ti al final, pero las chamanas han hecho un gran bien a este pueblo y todo podría dañarse si les dices a todos que ellas son culpables de la enfermedad o si las asesinas.
–¿Por?
–Ño creo que sean culpables de nada –dijo Sayen con voz ronca, y ese esfuerzo desencadenó en ella un breve ataque de tos y escupir una bola de pelos–. Han sido buenas, ño dañarían a nadie. La chamana Jaci parece malhumorada, pero es que ño sabe hablar con la gente. –Asintió con débiles movimiento de cabeza–. Y son muy fuertes. Y aquí solo se obedece al más fuerte. Por eso ellas pueden con sus mensajes de paz salvar a Balam de sí mismo. Lo sé. Yo lo sé.
«El fuerte gobierna sobre el débil», recordé haber escuchado de algún neko. «Eso solo lo hace más sencillo. Xana y yo somos los más fuertes aquí. Juntos podemos con todo. Sin embargo, la verdadera paz solo existirá donde haya justicia», pensé, sabiendo qué había que hacer, aunque el camino pudiera desagradarle a Xana.
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Habis de Xana: Luceros duales y Permuta sidérea.
[2] Habi de Rauko: Ente esplendente.
[2] Habi de Rauko: Ente esplendente.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 5/10
Atendió a Sayen mientras esperaba que la pareja de elfos acudiera a su encuentro, que no fue mucho en comparación con lo que ellos tuvieron que aguardar ellos para ser atendidos de vuelta. Cautelosa, procuraba examinar a la neko tumbada sobre el camastro sin acercarse más de lo necesario, precavida ante la más mínima seña de estornudo, tos o secreción nasal que pudieran alcanzarla. Los síntomas parecían mantenerse sin empeorar, aunque no remitían y su aspecto lucía cada vez más demacrado, aunque la minina manifestaba conformarse no sentir dolor y poder dormir un poco, quejándose de haber quedado agotada tras los esfuerzos abdominales a causa de la expectoración de los vapores. Sin embargo, la elfa recomendó no cerrar los ojos todavía, pues podrían necesitar algo más de información.
Rauko pareció animado a su encuentro, considerando las circunstancias que los habían llevado a juntarse. Xana, a su lado, mostraba un aspecto muy alejado al disfrute. Antes de terminar de acercarse evaluó con una rápida mirada a la elfa, advirtiendo que, si bien denotaba cierta palidez, no parecía compartir más síntomas con la neko postrada. Colocó entonces dos sillas junto a la lumbre y la invitó a sentarse con ella para cumplir con su petición. Sin embargo, al comenzar a caminar, trastabilló con sus propios pies al sufrir un ligero vahído que hizo abalanzarse a la elfa sobre ella para sostenerla.
—Quizá prefieras tumbarte.— sugirió, al tiempo que la acompañaba hacia un pequeño sofá en el que pudo reclinarse.
Se quedó observándola un momento, todavía sin saber cómo proceder. Xana se revolvió un segundo y reprimió una arcada antes de mirarla con una expresión que la elfa no logró diferenciar entre preocupación y temor. Carraspeó un momento y desvió la mirada alrededor, fijándose en una jarra que aún contenía algo de agua. Sirviendola en un vaso, se acercó hasta la elfa y sentándose a su lado, se lo tendió.
—No parece que tengas fiebre.— comentó mientras ella bebía, posando suavemente el dorso de la mano en la frente y pómulos.
—Bueno.— asintió, bajando el vaso hasta posarlo en el suelo —Yo me encuentro bien, pero es como si por momentos desfalleciera. Mi cabeza da vueltas, mi estómago da vueltas. Y entonces, pues, ya me ves.— suspiró.
—¿Hace mucho que no comes?—
—Sayen nos atendió bien.— explicó escuetamente tras negar con la cabeza.
—Ya veo…
La observó en un nuevo silencio, algo tensa, intentando convencerse de que no mostraba el mismo malestar que los otros contagiados, aunque tampoco podía tratarse de una mera indigestión, alguno de los dos se habría dado cuenta antes de algo tan simple ¿no? Miró un momento al elfo cuando escuchó como si alguien revolviera entre chismes a su espalda, comprobando que sus mejunjes continuaban a salvo. No sería la primera vez. Volvió a Xana.
—Sólo para cerciorarme, quiero… Digamos… Examinar tus energías. ¿Por qué eso ha sonado horrible? Quiero comprobar que no haya ningún resto mágico extraño en tu cuerpo.
Xana la miró extrañada, o acobardada, de nuevo le resultó difícil entender su gesto. Pero asintió sutilmente con el mentón y Aylizz tomó aquello como suficiente consentimiento para proceder. Como en lo que en otras realidades se llamaría la práctica del reiki, que no Reike, extendió la palma de sus manos sobre la frente de la elfa, a escasos centímetros de la piel pero sin llegar a tocarla, concentrándose en sentir su maná vital y visualizar mentalmente las corrientes del mismo en su cuerpo¹.
—Puedo prepararte algo para los mareos, quizá eso sea lo que produce el malestar del estóma…— había ido moviendo con suavidad las manos, siguiendo los recorridos de su energía, que parecía descender y fluctuar hacia el vientre, donde entonces percibió una pequeña acumulación de éter distinto, que comenzaba a mezclarse con el suyo. —...go.— terminó la frase finalmente y volviendo a mirarla.
La joven se enderezó sobre el sillón, creo que estaba en un sillón, ahora no recuerdo pero no me apetece volver al principio y entonces sí pudo entender a la perfección lo que quisieron decir aquel rostro ojiplático, que desvió la mirada un segundo hacia Rauko, apretando los labios con temor, antes de volver a mirarla a ella. Ayl parpadeó un instante, comprendiendo aunque sin terminar de dar por hecho la situación. Sólo una cosa estaba clara y no parecía que su acompañado lo supiera.
Entonces Rauko rompió el silencio, dirigiéndose a ella directamente, pero generando un debate común. ¿Adivina o chamanas? La elfa soltó una pequeña risa condescendiente. En ningún momento se había planteado tomar partido por los bandos que se enfrentaban en una tierra que no era la suya, pero no pudo no responder.
—Desconozco las intenciones de las hermanas pero, por los Dioses, a esa adivina se le ve la piel bajo el falso pelo.
Se apartó de Xana, tras haber dejado a un lado la preocupación por ella al comprobar que su mal no se trataba de ninguna enfermedad, poniendo entonces toda su atención a los planteamientos del elfo.
—Y más allá de eso…— añadió a las palabras de la nyan, que se esforzaba por mantenerse al tono de la conversación —Por lo que he podido saber, la enfermedad que se expande no es ningún castigo divino.— concluyó. Miró a Rauko, con un suspiro, antes de continuar. —Parece que hay wendigos merodeando por esta zona. El primer contagio se produjo al poco de darse el contacto con su sangre pero no hay remedios conocidos contra ello. Aún así, parece que atender los síntomas con remedios concretos para cada uno ha ralentizado su afectación.— miró a Sayen un momento —Considerando que los wendigos se alimentan de muerte… No me extrañaría que hubiera parásitos además de veneno en sus fluidos.— se frotó el mentón un instante, pensativa. —Hay hongos autóctonos que bien tratados pueden usarse como potentes purgantes. En la teoría, provoca un estado tan horrible de vómitos y otras secreciones que se termina expulsando todo mal del organismo².
—Ño sé yo si resultará sencillo dar con esos hongos… Las últimas cosechas fueron desastrosas y las tierras silvestres tampoco vieron crecer tanto en esta temporada. Ya lo advirtió la adivina cuando llegó, pero ño le dimos crédito a sus palabras entonces… El Tigre nos castigó con nuestra necedad, dijo.
—Vaya… Eso sí me parecen demasiadas coincidencias. De cualquier modo, por tratar de dar con ellos no perdemos nada. Peor situación no podemos tener…
Antes de prepararse para la búsqueda y recolección, se acercó de últimas a Xana nuevamente, en un momento que la vio apartada de todos. Rebuscó entre los bártulos de su zurrón hasta dar con un saquito que guardaba a muy buen recaudo, del que tomó un buen puñado de hojas secas que envolvió en un pedazo de tela para tendérselo a la elfa.
—Creo que las dos sabemos cuál es el origen de tus males. Y no es algo en lo que quiera entrometerme pero… Bueno… Una infusión de artemisa bien cargada puede ser una alternativa, si lo necesitaras.³
__________________Rauko pareció animado a su encuentro, considerando las circunstancias que los habían llevado a juntarse. Xana, a su lado, mostraba un aspecto muy alejado al disfrute. Antes de terminar de acercarse evaluó con una rápida mirada a la elfa, advirtiendo que, si bien denotaba cierta palidez, no parecía compartir más síntomas con la neko postrada. Colocó entonces dos sillas junto a la lumbre y la invitó a sentarse con ella para cumplir con su petición. Sin embargo, al comenzar a caminar, trastabilló con sus propios pies al sufrir un ligero vahído que hizo abalanzarse a la elfa sobre ella para sostenerla.
—Quizá prefieras tumbarte.— sugirió, al tiempo que la acompañaba hacia un pequeño sofá en el que pudo reclinarse.
Se quedó observándola un momento, todavía sin saber cómo proceder. Xana se revolvió un segundo y reprimió una arcada antes de mirarla con una expresión que la elfa no logró diferenciar entre preocupación y temor. Carraspeó un momento y desvió la mirada alrededor, fijándose en una jarra que aún contenía algo de agua. Sirviendola en un vaso, se acercó hasta la elfa y sentándose a su lado, se lo tendió.
—No parece que tengas fiebre.— comentó mientras ella bebía, posando suavemente el dorso de la mano en la frente y pómulos.
—Bueno.— asintió, bajando el vaso hasta posarlo en el suelo —Yo me encuentro bien, pero es como si por momentos desfalleciera. Mi cabeza da vueltas, mi estómago da vueltas. Y entonces, pues, ya me ves.— suspiró.
—¿Hace mucho que no comes?—
—Sayen nos atendió bien.— explicó escuetamente tras negar con la cabeza.
—Ya veo…
La observó en un nuevo silencio, algo tensa, intentando convencerse de que no mostraba el mismo malestar que los otros contagiados, aunque tampoco podía tratarse de una mera indigestión, alguno de los dos se habría dado cuenta antes de algo tan simple ¿no? Miró un momento al elfo cuando escuchó como si alguien revolviera entre chismes a su espalda, comprobando que sus mejunjes continuaban a salvo. No sería la primera vez. Volvió a Xana.
—Sólo para cerciorarme, quiero… Digamos… Examinar tus energías. ¿Por qué eso ha sonado horrible? Quiero comprobar que no haya ningún resto mágico extraño en tu cuerpo.
Xana la miró extrañada, o acobardada, de nuevo le resultó difícil entender su gesto. Pero asintió sutilmente con el mentón y Aylizz tomó aquello como suficiente consentimiento para proceder. Como en lo que en otras realidades se llamaría la práctica del reiki, que no Reike, extendió la palma de sus manos sobre la frente de la elfa, a escasos centímetros de la piel pero sin llegar a tocarla, concentrándose en sentir su maná vital y visualizar mentalmente las corrientes del mismo en su cuerpo¹.
—Puedo prepararte algo para los mareos, quizá eso sea lo que produce el malestar del estóma…— había ido moviendo con suavidad las manos, siguiendo los recorridos de su energía, que parecía descender y fluctuar hacia el vientre, donde entonces percibió una pequeña acumulación de éter distinto, que comenzaba a mezclarse con el suyo. —...go.— terminó la frase finalmente y volviendo a mirarla.
La joven se enderezó sobre el sillón, creo que estaba en un sillón, ahora no recuerdo pero no me apetece volver al principio y entonces sí pudo entender a la perfección lo que quisieron decir aquel rostro ojiplático, que desvió la mirada un segundo hacia Rauko, apretando los labios con temor, antes de volver a mirarla a ella. Ayl parpadeó un instante, comprendiendo aunque sin terminar de dar por hecho la situación. Sólo una cosa estaba clara y no parecía que su acompañado lo supiera.
Entonces Rauko rompió el silencio, dirigiéndose a ella directamente, pero generando un debate común. ¿Adivina o chamanas? La elfa soltó una pequeña risa condescendiente. En ningún momento se había planteado tomar partido por los bandos que se enfrentaban en una tierra que no era la suya, pero no pudo no responder.
—Desconozco las intenciones de las hermanas pero, por los Dioses, a esa adivina se le ve la piel bajo el falso pelo.
Se apartó de Xana, tras haber dejado a un lado la preocupación por ella al comprobar que su mal no se trataba de ninguna enfermedad, poniendo entonces toda su atención a los planteamientos del elfo.
—Y más allá de eso…— añadió a las palabras de la nyan, que se esforzaba por mantenerse al tono de la conversación —Por lo que he podido saber, la enfermedad que se expande no es ningún castigo divino.— concluyó. Miró a Rauko, con un suspiro, antes de continuar. —Parece que hay wendigos merodeando por esta zona. El primer contagio se produjo al poco de darse el contacto con su sangre pero no hay remedios conocidos contra ello. Aún así, parece que atender los síntomas con remedios concretos para cada uno ha ralentizado su afectación.— miró a Sayen un momento —Considerando que los wendigos se alimentan de muerte… No me extrañaría que hubiera parásitos además de veneno en sus fluidos.— se frotó el mentón un instante, pensativa. —Hay hongos autóctonos que bien tratados pueden usarse como potentes purgantes. En la teoría, provoca un estado tan horrible de vómitos y otras secreciones que se termina expulsando todo mal del organismo².
—Ño sé yo si resultará sencillo dar con esos hongos… Las últimas cosechas fueron desastrosas y las tierras silvestres tampoco vieron crecer tanto en esta temporada. Ya lo advirtió la adivina cuando llegó, pero ño le dimos crédito a sus palabras entonces… El Tigre nos castigó con nuestra necedad, dijo.
—Vaya… Eso sí me parecen demasiadas coincidencias. De cualquier modo, por tratar de dar con ellos no perdemos nada. Peor situación no podemos tener…
Antes de prepararse para la búsqueda y recolección, se acercó de últimas a Xana nuevamente, en un momento que la vio apartada de todos. Rebuscó entre los bártulos de su zurrón hasta dar con un saquito que guardaba a muy buen recaudo, del que tomó un buen puñado de hojas secas que envolvió en un pedazo de tela para tendérselo a la elfa.
—Creo que las dos sabemos cuál es el origen de tus males. Y no es algo en lo que quiera entrometerme pero… Bueno… Una infusión de artemisa bien cargada puede ser una alternativa, si lo necesitaras.³
¹ Uso de habilidad racial: Don mágico.
² Ingrediente fundamental para la cura: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
³ Remedio abortivo, por si lo que sea…: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Como era de esperarse de Aylizz, supo maquillar la situación, a pesar de la mala pinta de Xana. Por suerte, la observé atentamente como lo haría un murciélago sordo y, antes de que mi despiste me diera tregua por un instante para permitirme indagar más en la embarazosa situación de Xana, la gata no quiso seguir como pintada en la pared, así que habló para pintarnos una mejor imagen de las chamanas de blanco y negro, para que yo no viera todo en blanco o negro, sino que había grises, aunque a la amargada de negro, Jaci, sí que le hacía falta un poco más de color en su vida.
Luego de este colorido e innecesario resumen de fiabilidad cuestionable y con nulo aporte a la historia, proseguiré con lo posterior, lo cual sucede tras lo anterior.
–Está bien –concedí, aunque no recuerdo de qué estábamos hablando aquella vez–, vayamos a por esos hongos para estreñidos. –Ya recordé lo suficiente–. No esperaba que el fin de los tiempos pudiera evitarse con una solución escatológica, pero no me sorprende. Ya era momento de que Bio no fuera el único que resolviera todo causando diarrea colectiva.
–¿Quién hace qué por qué? –murmuró, extrañadísima, la neko enferma.
–Quizás... no quieras saber.
Tosió y escupió otra bola de pelos, y no preguntó más, pues ella ya no podía hablar sin pelos en la lengua.
–Bueno, y... –Me volteé hacia Xana, pero ella, sospechosamente retraída e incómoda, tenía una discreta conversación con Aymisa. Combatí mi curiosidad y, por el momento, opté por enfocarme en otra cosa para darle privacidad– ¿te gustan las biusas? –terminé preguntándole a la neko.
Mientras tanto, ajeno mi conocimiento, Xana se debatía entre aceptar, aunque con profunda indignación, la hierba rara de la elfa Ahíesnifa o rechazarla con remordimiento y pesar que enterraría en el corazón. No obstante, fue recordar mi presencia lo que la impulsó a tomar y guardar la artemisa antes de que pudieran surgir preguntas indeseadas.
Sus labios se separaron para una respuesta que jamás nació. Xana, sin saber qué decir entre todo lo que revoloteaba en su mente levantando vergüenza, miedo y frustración, requirió de unos segundos para musitar, al fin, algo.
–Gracias, creo. –Apretó los labios. Por un momento, apartó la mirada antes de decidir acercarse un poco más a Aysila y, dubitativa, pedirle–: Por favor, no le digas nada.
Dicho eso, sus ojos me buscaron por un instante y luego se desviaron al suelo, viendo entonces algo más, algo existente solo en sus pensamientos, que les robaba el brillo.
–Y bien –soltó de pronto con parte del buen ánimo aparentemente recuperado, atrapando mi atención–, ¿qué estamos esperando? No es tiempo para biusas, Rauko. Debemos salvar a Balam.
–Vale, pues vamos, sin miedo al éxito.
Pero Xana sí le tuvo miedo al éxito y se quedó con la excusa de cuidar a Sayen o algo así.
Una larga e infructífera búsqueda nos condujo a un lugar apartado y solitario, sepultado por un bosque que lo devoraba con sus ramas, raíces y hojas podridas.
Aspiré el aire frío y húmedo. Podía oler la tierra mojada, la vegetación y algo más que no era solo caca de gato. Un maullido remoto rasgó la noche, seguido de otros más próximos y diversos. Parecían voces de animales y bestias fantásticas que se llamaban entre sí con un lenguaje ancestral y siniestro.
Sentí un escalofrío. Miré a mi alrededor, buscando alguna señal de vida gatuna. Nada a la vista.
Dejé que los maullidos dirigieran mis pasos hacia ellos. Cauteloso y listo para enfrentar lo desconocido, me adentré a las oscuras entrañas del bosque.
Entonces los vi.
Un grupo de jóvenes nekos recreándose con alucinógenos y hablando de tentáculos «cariñosos».
Me di media vuelta y me marché.
–¿Tuviste suerte? –pregunté al reencontrarme con Ahílehice en la entrada de Balam–. Yo encontré unos cuantos, pero no sé si todos sean los correctos; algunos brillan y otros tienen algo parecido a una carita triste, como si supieran lo que piensas hacer con ellos.
Por su parte, la elfa tuvo mejor suerte, quizás por sí saber identificar los hongos. Sin embargo, no recogió tanto como lo que ella había estimado que necesitaríamos si se extendía la enfermedad. «Si no es suficiente, entonces...», me negué a pensar en lo que habría que hacer en el peor de los casos. «Bastará, no hay que preocuparse, bastará», me dije, esperando aplacar toda incipiente desesperación que pudiera engendrar planes oscuros.
En ese momento vimos un carruaje acercarse a nosotros, es decir, a la salida, llevado por dos caballos con sombreros de paja. Eso activó mis alarmas, y me refiero al hecho de que personas potencialmente enfermas salieran, no a los sombreros.
–Hongofílica –llamé a media voz a mi compañera, sin apartar la vista del problema, y no lo pensé más para posicionarme en medio del camino para detener el carruaje.
Un neko rechoncho conducía, y pude reconocerlo: era Józef, el tontito que me confundió con alguna deidad. De nuevo me vio de esa manera; sus ojos brillaron y se removió en su puesto.
–¡Gran ezpíritu! –saludó, obsequiándome una diminuta pero muy notable lluvia de saliva que repelí con éter, incomodándome sin notar lo que hizo–. Oh, por favor, le pido que honre a mi familia con zu bendizión, para eztar protegidoz en nueztro viaje. Ffft, ffft.
«Viaje», retumbó en mi mente. Suspiré intentando mantener la calma y di un veloz vistazo a los pasajeros: la madurita y su hijo rechoncho, ninguno con señales de la enfermedad, por ahora.
–¿Puedo saber a dónde quieren ir? –pregunté.
–Uff, al abizmo de loz tormentoz.
–¿Eh?
–A la aldea natal de mi mujer, a la caza de mi zuegra –añadió viendo mi confusión–. Azí de dezesperado eztoy, imagíneze. Ffft, ffft.
–¿Por...? –empecé, pensando en cómo persuadirlo para que se quedara, y él abrió los ojos de par en par.
–¡Oh, gran ezpíritu! –exclamó repentinamente, sobresaltándome–. Le ruego su amiuda. Ffft, ffft.
–Era justo lo que...
–La Miaufia eztá otra vez –volvió a interrumpirme, gesticulando con teatralidad que no supe si era fingida y ridícula o solo ridícula–. Me lo dijo mi hijo, Zacaríaz. –Se acercó a mí, lo más que podía sin caerse de su puesto–: Ezte no –añadió en un susurro, señalando al neko rechonchito de atrás–, sino el otro, el que zí ez útil. Ffft, ffft. –Volvió a su postura anterior–. La hija de Hauzini murió hoy –dijo con gravedad, y recordé los llantos de una mujer que entonces no había podido identificar–. Hauzini dize que fue caztigo de El Tigre o algo azí, no zé, pero que debe reztaurar las viejas coztumbrez. –Se estremeció–. Todo mal, todo va mal. No quiero eztar máz aquí.
«Si la hija murió por la enfermedad, su familia también estará contagiada», cavilé, ignorando el mundo fuera de mis pensamientos. «¿Cuántos estarán contagiados ahora?».
–Zi me ayudaraz para protegerme aquí... –balbuceó Józef, devolviéndome a mis sentidos–. No, perdón, creo que mejor ya no zigo con eztos gatoz zalvajes. Zí, ez lo mejor... Perdón, te eztoy haziendo perder tiempo. Por favor, dame tu bendizión. Me iré con la cola entre laz pataz.
El neko rechonchito, con una destreza sublime que brillaba en él por su completa ausencia, cayó al lado de su padre y agitó las manos para saludar a alguien. Una bolita de esparto colgaba de uno de sus dedos.
–Orejaz raraz –llamó, y supe que se dirigía a Aynicha–. voy a caza de abuela. Ez aburrido allí, pero ze come zabrozo. ¿Me vizitaráz para que juguemoz? Te daremoz comida rica, ffft-ffft. –No parecía consciente de ningún problema que se cernía en Balam; inocente, y... vulnerable, incapaz de hacerle siquiera algún rasguño a cualquiera que amenazara a su vida.
«Si se quedan aquí, quizás no pueda protegerlos», pensé. Una vez más los observé, no notando ningún rastro de enfermedad. «Quizás... lo mejor es dejar que se vayan mientras puedan».
El niño estornudó.
Luego de este colorido e innecesario resumen de fiabilidad cuestionable y con nulo aporte a la historia, proseguiré con lo posterior, lo cual sucede tras lo anterior.
–Está bien –concedí, aunque no recuerdo de qué estábamos hablando aquella vez–, vayamos a por esos hongos para estreñidos. –Ya recordé lo suficiente–. No esperaba que el fin de los tiempos pudiera evitarse con una solución escatológica, pero no me sorprende. Ya era momento de que Bio no fuera el único que resolviera todo causando diarrea colectiva.
–¿Quién hace qué por qué? –murmuró, extrañadísima, la neko enferma.
–Quizás... no quieras saber.
Tosió y escupió otra bola de pelos, y no preguntó más, pues ella ya no podía hablar sin pelos en la lengua.
–Bueno, y... –Me volteé hacia Xana, pero ella, sospechosamente retraída e incómoda, tenía una discreta conversación con Aymisa. Combatí mi curiosidad y, por el momento, opté por enfocarme en otra cosa para darle privacidad– ¿te gustan las biusas? –terminé preguntándole a la neko.
Mientras tanto, ajeno mi conocimiento, Xana se debatía entre aceptar, aunque con profunda indignación, la hierba rara de la elfa Ahíesnifa o rechazarla con remordimiento y pesar que enterraría en el corazón. No obstante, fue recordar mi presencia lo que la impulsó a tomar y guardar la artemisa antes de que pudieran surgir preguntas indeseadas.
Sus labios se separaron para una respuesta que jamás nació. Xana, sin saber qué decir entre todo lo que revoloteaba en su mente levantando vergüenza, miedo y frustración, requirió de unos segundos para musitar, al fin, algo.
–Gracias, creo. –Apretó los labios. Por un momento, apartó la mirada antes de decidir acercarse un poco más a Aysila y, dubitativa, pedirle–: Por favor, no le digas nada.
Dicho eso, sus ojos me buscaron por un instante y luego se desviaron al suelo, viendo entonces algo más, algo existente solo en sus pensamientos, que les robaba el brillo.
–Y bien –soltó de pronto con parte del buen ánimo aparentemente recuperado, atrapando mi atención–, ¿qué estamos esperando? No es tiempo para biusas, Rauko. Debemos salvar a Balam.
–Vale, pues vamos, sin miedo al éxito.
Pero Xana sí le tuvo miedo al éxito y se quedó con la excusa de cuidar a Sayen o algo así.
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Una larga e infructífera búsqueda nos condujo a un lugar apartado y solitario, sepultado por un bosque que lo devoraba con sus ramas, raíces y hojas podridas.
Aspiré el aire frío y húmedo. Podía oler la tierra mojada, la vegetación y algo más que no era solo caca de gato. Un maullido remoto rasgó la noche, seguido de otros más próximos y diversos. Parecían voces de animales y bestias fantásticas que se llamaban entre sí con un lenguaje ancestral y siniestro.
Sentí un escalofrío. Miré a mi alrededor, buscando alguna señal de vida gatuna. Nada a la vista.
Dejé que los maullidos dirigieran mis pasos hacia ellos. Cauteloso y listo para enfrentar lo desconocido, me adentré a las oscuras entrañas del bosque.
Entonces los vi.
Un grupo de jóvenes nekos recreándose con alucinógenos y hablando de tentáculos «cariñosos».
Me di media vuelta y me marché.
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–¿Tuviste suerte? –pregunté al reencontrarme con Ahílehice en la entrada de Balam–. Yo encontré unos cuantos, pero no sé si todos sean los correctos; algunos brillan y otros tienen algo parecido a una carita triste, como si supieran lo que piensas hacer con ellos.
Por su parte, la elfa tuvo mejor suerte, quizás por sí saber identificar los hongos. Sin embargo, no recogió tanto como lo que ella había estimado que necesitaríamos si se extendía la enfermedad. «Si no es suficiente, entonces...», me negué a pensar en lo que habría que hacer en el peor de los casos. «Bastará, no hay que preocuparse, bastará», me dije, esperando aplacar toda incipiente desesperación que pudiera engendrar planes oscuros.
En ese momento vimos un carruaje acercarse a nosotros, es decir, a la salida, llevado por dos caballos con sombreros de paja. Eso activó mis alarmas, y me refiero al hecho de que personas potencialmente enfermas salieran, no a los sombreros.
–Hongofílica –llamé a media voz a mi compañera, sin apartar la vista del problema, y no lo pensé más para posicionarme en medio del camino para detener el carruaje.
Un neko rechoncho conducía, y pude reconocerlo: era Józef, el tontito que me confundió con alguna deidad. De nuevo me vio de esa manera; sus ojos brillaron y se removió en su puesto.
–¡Gran ezpíritu! –saludó, obsequiándome una diminuta pero muy notable lluvia de saliva que repelí con éter, incomodándome sin notar lo que hizo–. Oh, por favor, le pido que honre a mi familia con zu bendizión, para eztar protegidoz en nueztro viaje. Ffft, ffft.
«Viaje», retumbó en mi mente. Suspiré intentando mantener la calma y di un veloz vistazo a los pasajeros: la madurita y su hijo rechoncho, ninguno con señales de la enfermedad, por ahora.
–¿Puedo saber a dónde quieren ir? –pregunté.
–Uff, al abizmo de loz tormentoz.
–¿Eh?
–A la aldea natal de mi mujer, a la caza de mi zuegra –añadió viendo mi confusión–. Azí de dezesperado eztoy, imagíneze. Ffft, ffft.
–¿Por...? –empecé, pensando en cómo persuadirlo para que se quedara, y él abrió los ojos de par en par.
–¡Oh, gran ezpíritu! –exclamó repentinamente, sobresaltándome–. Le ruego su amiuda. Ffft, ffft.
–Era justo lo que...
–La Miaufia eztá otra vez –volvió a interrumpirme, gesticulando con teatralidad que no supe si era fingida y ridícula o solo ridícula–. Me lo dijo mi hijo, Zacaríaz. –Se acercó a mí, lo más que podía sin caerse de su puesto–: Ezte no –añadió en un susurro, señalando al neko rechonchito de atrás–, sino el otro, el que zí ez útil. Ffft, ffft. –Volvió a su postura anterior–. La hija de Hauzini murió hoy –dijo con gravedad, y recordé los llantos de una mujer que entonces no había podido identificar–. Hauzini dize que fue caztigo de El Tigre o algo azí, no zé, pero que debe reztaurar las viejas coztumbrez. –Se estremeció–. Todo mal, todo va mal. No quiero eztar máz aquí.
«Si la hija murió por la enfermedad, su familia también estará contagiada», cavilé, ignorando el mundo fuera de mis pensamientos. «¿Cuántos estarán contagiados ahora?».
–Zi me ayudaraz para protegerme aquí... –balbuceó Józef, devolviéndome a mis sentidos–. No, perdón, creo que mejor ya no zigo con eztos gatoz zalvajes. Zí, ez lo mejor... Perdón, te eztoy haziendo perder tiempo. Por favor, dame tu bendizión. Me iré con la cola entre laz pataz.
El neko rechonchito, con una destreza sublime que brillaba en él por su completa ausencia, cayó al lado de su padre y agitó las manos para saludar a alguien. Una bolita de esparto colgaba de uno de sus dedos.
–Orejaz raraz –llamó, y supe que se dirigía a Aynicha–. voy a caza de abuela. Ez aburrido allí, pero ze come zabrozo. ¿Me vizitaráz para que juguemoz? Te daremoz comida rica, ffft-ffft. –No parecía consciente de ningún problema que se cernía en Balam; inocente, y... vulnerable, incapaz de hacerle siquiera algún rasguño a cualquiera que amenazara a su vida.
«Si se quedan aquí, quizás no pueda protegerlos», pensé. Una vez más los observé, no notando ningún rastro de enfermedad. «Quizás... lo mejor es dejar que se vayan mientras puedan».
El niño estornudó.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 6/10
Una larga e infructífera búsqueda los condujo a un lugar apartado y solitario, sepultado por un bosque que lo devoraba con sus ramas, raíces y hojas podridas. Ambos elfos se separaron con esperanzas de minimizar la búsqueda al menor tiempo, aunque aquello no sirvió para encontrar más ejemplares.
—No sé si lo llamaría suerte…— comentó, echando un vistazo a los hongos que él había encontrado, alzando una ceja y suspirando, resignada. —Conseguí algunos, podría decirse que la tuve a medias. Pero me temo que haya más contagios que remedios, a estas alturas.— guardó silencio un momento, apretando los labios, cuando un halo de desesperanza la invadió. —Quizá tengamos que elegir a quien darle prioridad en la sanación.— añadió contemplativa, mirando los hongos recolectados. —Está gente tiene que entender que evitar que la enfermedad se expanda debe ser la prioridad.— concluyó.
Aguardó a que el carromato que se escuchaba cerca se dejase ver, mostrando a una familia de nekos. Alzó una ceja cuando de entre los adultos escuchó una voz conocida, la del pequeño neko rechoncho, que parecía haber simpatizado con ella.
—¿Eh? Oh, ah vaya. Pues que lo disfrutes.— respondió sin demasiado interés, dispuesta a retomar la marcha hacia el pueblo del que ellos se marchaban. Quizá sería lo mejor, alejarse antes de que los contagios se descontrolaran.
Pero antes de que se apartaran del camino y los elfos retomasen el viaje, el nekochoncho estornudó. La elfa tragó saliva y el tiempo pareció detenerse un momento en el que aprovechó para mirar de soslayo a Rauko. La carreta, sin embargo, no se detuvo.
«Maldita sea.»
—¡Es una lástima que no podáis quedaros al espectáculo de esta noche!— alzó la voz, casi sin pensar en lo que decía, llamando la atención de la familia en la distancia. El pequeño pareció encandilado con aquella nueva información.
—¡¿Ezpectáculo?! ffft-ffft ¡Ezpera paá!— comenzó a darle tirones en el brazo a su padre hasta que le hizo parar el carro —¿Qué ezpectáculo ez eze, orejaz largaz?
Claro. Podría haberse esperado aquella pregunta, Dioses, ella misma la habría formulado de estar en su lugar. Ah, pero la tomó por sorpresa, por un instante al menos. No obstante, un pensamiento fugaceó en su cabeza como una posibilidad.
—Oh, pues, eh, verás…— carraspeó la garganta —En realidad no debería haber dicho nada, pero puestos a acusarme de chismosa que sea con buena razón. Esta noche se celebrará en el salón público un pequeño espectáculo, aunque será a puerta cerrada, tan sólo para unos cuantos (des)afortunados. Algo así como mágico… Exótico… ¿No te preguntabas qué podían hacer dos elfos tan lejos de sus mágicos bosques?— hacia el final del discurso, fue adquiriendo unos aires teatrales que lograron encandilar al chico —¡La Compañía Sandorina Errante!— terminó con una pose y un codazo sutil a su compañero —Un duo de variedades.— puntualizó.
Podría considerarse asombrosa la facilidad con la que el chiquillo convenció al cabeza de familia de dar la vuelta y aguardar hasta la siguiente mañana para partir, aunque bien mirado, papineko tutururututu, no se mostraba muy entusiasmado de mover su trasero carreta arriba y abajo, abandonando la reconfortante y complaciente forma del sillón que, con los años, se había amoldado a su voluptuosidad. Estaba el señor Don Neko sentadito en su butaca, marramamiau. Siendo tan pocas las objeciones mostradas por la familia a quedarse, casi le pareció innecesario exponer la preocupación por la salud del más retoño sin haber descartado primero otras causalidades. Así, acompañados por el clan Garfield, aunque salvando las distancias prudenciales, llegaron de nuevo a la aldea.
—Bien, bueno, ya tenemos motivo para encerrar a todos aquellos que muestren síntomas en un mismo lugar, cerrado y sin razón para querer huir. Sólo nos falta un espectáculo y una marmita gigante de plasma de Ayite. ¿Crees que podrían creerse que es una pócima élfica de la longevidad o algo así?— suspiró, frotándose la frente y llevándose el pelo hacia atrás. —Esto va a terminar en desastre… Y me niego a darle la razón a esa farsante, mala agorera.
En cuestión de unas horas la elfa había preparado una considerable perola, la más grande que pudo encontrar en casa de Sayen, cuya cocina ocupó para la tarea y quién, por cierto, lucía de apoco mejor que aquella mañana. Siendo consciente del desagradable sabor que dejaba adivinar el crudo olor que desprendía el caldero, a pesar de ser escasos los ejemplares micológicos, aderezó la mezcla con otros ingredientes al uso de cualquier alacena, que de paso de dejar una mejor sensación al paladar sirvieran asimismo de remedios caseros para el malestar general. Y aunque no quedó del todo satisfecha con el brebaje resultante, debería confiar en su poder de persuasión para hacerlo pasar por alguna bebida espirituosa de muy muy lejano.
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SOLUCIÓN 1
Encerrar a todos los contagiados y administrarles el remedio de hongos de Ayite: purgante que puede expulsar parásitos, lombrices y venenos. Y rezarle a los Dioses para que funcione.
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Luego de que una larga e infructífera búsqueda nos condujera a un lugar apartado y solitario, sepultado por un bosque que lo devoraba con sus ramas, raíces y hojas podridas, volvimos para ser partícipes en una escena con una tensión que, aunque invisible, trascendía lo intangible para manifestarse como un espectro pesado sobre nuestros hombros, deleitándose con la creciente preocupación engendrándose dentro de nuestros corazones y con las rebuscadas y hasta retorcidas maquinaciones en nuestras mentes ansiosas por alguna solución, ya fuese moral o amoral.
Fue la elfa, bendecida con una ingeniosa idea, quien logró, una vez más, maquillar la situación, esta vez tiñendo el futuro oscuro con mentiras blancas.
Mientras que yo aún intentaba asimilar la situación, ella me instó a unirme a su acto mediante un codazo, tomándome desprevenido. Di un respingo y, sin pensarlo, despedí un par de haces de luz y los hice serpentear a nuestro alrededor, trazando espirales y florituras resplandecientes y fugaces en el aire. Entonces forcé una sonrisa y realicé una teatral reverencia con una ligera torpeza.
Los ojos del papineko brillaron, en parte por reflejar mi espectáculo de luces, en parte por sus ridículas creencias teológicas que giraban en torno a mí. No fue difícil que su nekohijo, entusiasmado, le convenciera para quedarse.
La nekomadre, sin embargo, tenía un brillo distinto en su mirada fijada en mí, uno desconocido por la santidad. Preferí no adivinar la perversa intención que ardía tras esos ojos.
La diosa fortuna no me abandonó; pudimos continuar nuestro camino a Balam, acompañados por la nekofamilia, sin más innecesarias complicaciones. Pero no fue hasta que nos separamos de ellos que pude, con un suspiro de alivio, deshacerme de una parte del peso vinculado a nuestra responsabilidad autoimpuesta.
Aylizz, entonces, me compartió más detalles de su plan en desarrollo. Ladeé la cabeza y presioné mis labios con mi pulgar derecho, sopesando las posibilidades.
–Si quisiéramos, creo que hasta podemos convencerlos de que somos hijos de algún dios de las biusas –dije, medio en broma–. El problema –añadí, con la seriedad retornando a mi semblante– es evitar que alguien los convenza de otra cosa. –Me crucé de brazos, cavilando sobre la adivina–. En cualquier caso, le pediré algo de ayuda a algunos gatos de confianza. –Relajé mi postura y sonreí perezosamente–. Nos ayudarán a llevar las buenas nuevas –aseguré, aun sabiendo que, según lo que había visto en Balam, «gato de confianza» era un oxímoron.
En cuestión de unas horas el elfo, es decir, yo, había convencido a varios nekoniños, aquellos a los que cuidé al llegar a Balam, para que llevaran la noticia del espectáculo élfico con promesas de que, durante aquel improvisado evento, sus paladares conocerían el sabor de la divinidad manifestada en forma de un caldito casero restaurador de las siete vidas. Hice énfasis en qué características debían tener aquellos que debían recibir la invitación, aunque nada me aseguró que los neko niños entendieron por completo.
Y mientras recorría Balam blandiendo palabras para engatusar a los gatos, fue inevitable no notar algunas miradas de nekos recelosos. Sus conversaciones se refugiaban en cuchicheos que jamás alcanzaban mis oídos.
–¿Qué hazez? Ffft, ffft –dijo de pronto una voz conocida, haciéndome dar un nuevo respingo.
–¿Eh? –balbuceé apenas me recuperé de la sorpresa, y luego lo reconocí: era Zacaríaz, el nekocojo.
–Mi familia no ze fue –dijo con ceño fruncido y la cola sacudiéndose–. Fue por ti y la botaniña. Ezcuché ezo de que unoz orejaz largaz harían cozaz raraz en nueztro gran zalón y que querían que nueztra gente les bebiera un jugo eztraño. Ffft, ffft.
–Ah, sí, es verdad –pude responderle al fin, esbozando una media sonrisa–. Les obsequiaremos un caldo mágico que los rejuvenecerá y…
–Me eztáz mintiendo, ¿no? –cortó, mirándome a los ojos–. Ffft, ffft –añadió, porque sin esa muletilla la nekogente se sentiría como una anomalía en el universo.
–No es mentira que les permitirá vivir más que si no lo beben –repuse, sosteniendo su mirada y correspondiendo su seriedad–. De lo contrario, habría permitido a tu familia marcharse.
Un silencio sepulcral se asentó entre nosotros por unos efímeros segundos que pesaron como largos minutos.
–Loz ayudaré –suspiró, y los movimientos de su cola cambiaron a suaves balanceos–. Ffft, ffft –agregó de nuevo, y esta vez se me hizo divertido, lo cual gatilló una leve sonrisa en mis labios.
–Gracias, toda ayuda será valiosa.
–No dez graziaz todavía. Ffft, ffft. La chamana Jazi anda maullando salvajemente acuzándolos de conzpirazionez o cozaz azí. No zé zi pueda calmarla de ezo, pero intentaré que loz fielez que yo crea que eztán «malitoz» vayan a beberte tu jugo rarito. Ffft, ffft.
Se giró sobre sus talones y emprendió su marcha, mientras que la chamana Jaci invadía mis siguientes pensamientos envenenados con frustración, hastío y ansias de castigarla.
–Ah, cuidado con la adivina –dijo de pronto Zacarías, deteniéndose un momento–. Tampoco ve con buenoz ojoz lo de uztedez. Ffft, ffft.
–Lo tendré en cuenta –murmuré.
Nuevamente sumido en cavilaciones, opté por regresar donde Aylizz para informarle de lo ocurrido.
En contra de mis deseos, Xana se aventuró hacia una de las cabañas de mayor tamaño en Balam, el hogar de una de las figuras con autoridad en el lugar y representante de una época anterior que enarbolaba la violencia y los sacrificios gatunos.
Fue recibida con miradas aceradas de grandes nekos, armados con lanzas arcaicas, aunque estas parecían accesorios innecesarios en las manos de quienes parecían armas vivientes de carne y hueso. A pesar de la aversión, le permitieron atravesar el umbral de la cabaña en cuanto una voz femenina y ronca, proveniente del interior, concedió el permiso a la elfa.
Xana se encontró con un gran número de nekos armados, sus siluetas apenas visibles por la escasa iluminación que se filtraba con timidez desde el exterior. Aun así, gracias a sus ojos, pudo distinguir sus rostros, notando a la mayoría rondar los treinta años; otros les superaban en décadas, aunque la experiencia solo endureció sus miradas, pese al desgaste de sus cuerpos; algunos eran apenas infantes, pero sus ojos reflejaban una infancia perdida en pos de forjar demonios de guerra, conociendo el arte de matar sin conocer el valor de la vida. Entre todos ellos, aunque arropados por la oscuridad y el silencio, destacaron ante los ojos de Xana los que pugnaban en vano por ocultar los síntomas de la inminente fatalidad obsequiada por el Wendigo.
Estaban congregados alrededor de lo que parecía un altar improvisado con huesos de bestias irreconocibles, en la que estaba postrada una neko de músculos esculpidos con precisión y con una piel ébano marcada con cicatrices antiguas, pruebas de su vida guerrera, y en su rostro juvenil había líneas de sangre seca que nacieron de los ojos, la boca, y de los agujeros de la nariz y de los oídos. Era el retrato de decenas de años arrebatados por una enfermedad.
Cerca de la cabeza estaba Hauzini, de pie y con los ojos incapaces de apartarse de su hija. Su rostro tenía una expresión en la que se asomaban furia y cansancio que quedaron tras horas de dolor y llanto.
–¿Qué quiere el cazique? Fzt, fzt –inquirió Hauzini con voz gutural.
–No lo sé –contestó Xana, intentando que su incomodidad no se escapara en sus palabras–. Vine por mí misma. –Esperó, pensando que Hauzini diría algo, pero no habló–. Mañana, en el gran salón, mis dos compañeros de orejas largas…
–¿Vienez para invitarnoz a ezo? –interrumpió Hauzini. Finalmente, su mirada se levantó del cadáver y se clavó en Xana. Sus ojos carecían de todo brillo–. Zi quierez vivir, vete.
Xana, tras vacilar un instante, negó con la cabeza. Siguió firme aun cuando sintió una oleada de sed de sangre rozarla desde todas direcciones.
–Lo de mañana será importante –dijo Xana–. Con lo que haremos, sobreviviremos a esta semana. Pero solo las personas elegidas pueden participar para que el ritual funcione. Y si es interrumpido, los dioses no estarán contentos.
–Y dime, ¿hay «fielez» entre ezoz elegidoz que dizez? Fzt, fzt –siseó Hauzini, inclinándose ligeramente hacia Xana, como un depredador preparándose para abalanzarse sobre su presa.
«Esto no va bien», pensó Xana, esforzándose en mantener la calma. «Debo ir en otra dirección».
–Sé lo que piensas –dijo–. Piensas que ellos están equivocados y que deben morir, que eso es lo que El Tigre desea. Yo no lo sé, quizás tengas razón. «El fuerte gobierna al débil», eso tiene sentido con lo que he visto en mis viajes.
»Por eso lo de mañana debe ocurrir. Si tienes razón, lo de mañana no funcionará y todos entenderemos, incluso los pacifistas más tercos, cuál es la verdadera voluntad de El Tigre. Entonces habrás ganado. Así que solo deberás esperar un poco y todo se resolverá a tu manera.
»Pero si lo de mañana funciona, significará que El Tigre acepta una vida sin sacrificios y violencia. Entonces habrás ganado también, sin hacer nada, porque podrán vivir sin volver a sacrificar a ningún amigo, a ningún padre o madre, a ningún hermano…, a ningún hijo.
Xana observó, ahora en silencio, escudriñando las reacciones de los oyentes. Nadie dijo más durante los siguientes segundos que aspiraban a la eternidad.
Tragó saliva, preparándose para continuar su discurso. Aunque ellos fueran «salvajes», Xana debía lograr algún acuerdo para, al menos, evitar que interrumpieran la curación, y así el progreso de los ideales pacifistas de las chamanas no sería perjudicado. O eso creía ella.
–El fuerte gobierna zobre el débil –recitó Hauzini–. Ez la ley de nueztraz vidaz. Fzt, fzt.
–Entonces reto a un duelo al más fuerte de ustedes –dijo Xana, envolviendo sus palabras en seguridad, aunque la opción le aterrorizaba por un pequeño motivo en crecimiento–. Si gano, aceptarán lo que les pida, ¿no?
Hauzini se paralizó un instante antes de soltar una débil y ronca carcajada. Llevó una mano a la espalda, donde colgaba una lanza en cuya punta se exhibía un gran colmillo.
–Yo lo haré –intervino otro neko–. Hauzini, permítame tomar zu lugar. Zi no ez capaz de venzerme, entonzez no mereze zu tiempo. Fzt, fzt.
Tras meditarlo un momento, Hauzini sacudió una mano con desgana, un gesto que entendieron como aprobación.
Xana y neko salieron, seguidos atentamente por las miradas del resto, todos expectantes en el preludio de un combate que se presagiaba sangriento.
El neko, armado con dos hachas, se disparó hacia Xana sin previo aviso. Alzó sus armas y las hizo descender sobre la cabeza de la elfa. Encontraron un repentino torbellino de estrellas, las cuales castigaron al neko golpeándolo y estallando en cada parte de su cuerpo.[1] Cuando la última estrella cometió el suicidio explosivo, la lanza de Xana atravesó el corazón del neko, despojándolo de consciencia con la única herida significativa y, sin embargo, la única falsa.[2]
–No se preocupen por él –dijo Xana mientras recostaba con delicadeza al neko en el suelo–, mi lanza no puede matar. Él se recuperará pronto. –Sonriendo, se volvió hacia el resto, que observaban perplejos–. Muy bien, los elegidos entre ustedes para ir mañana al ritual serán…
Xana extendió una mano hacia el primer (des)afortunado, obcecada por un ingenuo optimismo alejado del terrible futuro que se acercaba.
Fue la elfa, bendecida con una ingeniosa idea, quien logró, una vez más, maquillar la situación, esta vez tiñendo el futuro oscuro con mentiras blancas.
Mientras que yo aún intentaba asimilar la situación, ella me instó a unirme a su acto mediante un codazo, tomándome desprevenido. Di un respingo y, sin pensarlo, despedí un par de haces de luz y los hice serpentear a nuestro alrededor, trazando espirales y florituras resplandecientes y fugaces en el aire. Entonces forcé una sonrisa y realicé una teatral reverencia con una ligera torpeza.
Los ojos del papineko brillaron, en parte por reflejar mi espectáculo de luces, en parte por sus ridículas creencias teológicas que giraban en torno a mí. No fue difícil que su nekohijo, entusiasmado, le convenciera para quedarse.
La nekomadre, sin embargo, tenía un brillo distinto en su mirada fijada en mí, uno desconocido por la santidad. Preferí no adivinar la perversa intención que ardía tras esos ojos.
La diosa fortuna no me abandonó; pudimos continuar nuestro camino a Balam, acompañados por la nekofamilia, sin más innecesarias complicaciones. Pero no fue hasta que nos separamos de ellos que pude, con un suspiro de alivio, deshacerme de una parte del peso vinculado a nuestra responsabilidad autoimpuesta.
Aylizz, entonces, me compartió más detalles de su plan en desarrollo. Ladeé la cabeza y presioné mis labios con mi pulgar derecho, sopesando las posibilidades.
–Si quisiéramos, creo que hasta podemos convencerlos de que somos hijos de algún dios de las biusas –dije, medio en broma–. El problema –añadí, con la seriedad retornando a mi semblante– es evitar que alguien los convenza de otra cosa. –Me crucé de brazos, cavilando sobre la adivina–. En cualquier caso, le pediré algo de ayuda a algunos gatos de confianza. –Relajé mi postura y sonreí perezosamente–. Nos ayudarán a llevar las buenas nuevas –aseguré, aun sabiendo que, según lo que había visto en Balam, «gato de confianza» era un oxímoron.
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En cuestión de unas horas el elfo, es decir, yo, había convencido a varios nekoniños, aquellos a los que cuidé al llegar a Balam, para que llevaran la noticia del espectáculo élfico con promesas de que, durante aquel improvisado evento, sus paladares conocerían el sabor de la divinidad manifestada en forma de un caldito casero restaurador de las siete vidas. Hice énfasis en qué características debían tener aquellos que debían recibir la invitación, aunque nada me aseguró que los neko niños entendieron por completo.
Y mientras recorría Balam blandiendo palabras para engatusar a los gatos, fue inevitable no notar algunas miradas de nekos recelosos. Sus conversaciones se refugiaban en cuchicheos que jamás alcanzaban mis oídos.
–¿Qué hazez? Ffft, ffft –dijo de pronto una voz conocida, haciéndome dar un nuevo respingo.
–¿Eh? –balbuceé apenas me recuperé de la sorpresa, y luego lo reconocí: era Zacaríaz, el nekocojo.
–Mi familia no ze fue –dijo con ceño fruncido y la cola sacudiéndose–. Fue por ti y la botaniña. Ezcuché ezo de que unoz orejaz largaz harían cozaz raraz en nueztro gran zalón y que querían que nueztra gente les bebiera un jugo eztraño. Ffft, ffft.
–Ah, sí, es verdad –pude responderle al fin, esbozando una media sonrisa–. Les obsequiaremos un caldo mágico que los rejuvenecerá y…
–Me eztáz mintiendo, ¿no? –cortó, mirándome a los ojos–. Ffft, ffft –añadió, porque sin esa muletilla la nekogente se sentiría como una anomalía en el universo.
–No es mentira que les permitirá vivir más que si no lo beben –repuse, sosteniendo su mirada y correspondiendo su seriedad–. De lo contrario, habría permitido a tu familia marcharse.
Un silencio sepulcral se asentó entre nosotros por unos efímeros segundos que pesaron como largos minutos.
–Loz ayudaré –suspiró, y los movimientos de su cola cambiaron a suaves balanceos–. Ffft, ffft –agregó de nuevo, y esta vez se me hizo divertido, lo cual gatilló una leve sonrisa en mis labios.
–Gracias, toda ayuda será valiosa.
–No dez graziaz todavía. Ffft, ffft. La chamana Jazi anda maullando salvajemente acuzándolos de conzpirazionez o cozaz azí. No zé zi pueda calmarla de ezo, pero intentaré que loz fielez que yo crea que eztán «malitoz» vayan a beberte tu jugo rarito. Ffft, ffft.
Se giró sobre sus talones y emprendió su marcha, mientras que la chamana Jaci invadía mis siguientes pensamientos envenenados con frustración, hastío y ansias de castigarla.
–Ah, cuidado con la adivina –dijo de pronto Zacarías, deteniéndose un momento–. Tampoco ve con buenoz ojoz lo de uztedez. Ffft, ffft.
–Lo tendré en cuenta –murmuré.
Nuevamente sumido en cavilaciones, opté por regresar donde Aylizz para informarle de lo ocurrido.
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En contra de mis deseos, Xana se aventuró hacia una de las cabañas de mayor tamaño en Balam, el hogar de una de las figuras con autoridad en el lugar y representante de una época anterior que enarbolaba la violencia y los sacrificios gatunos.
Fue recibida con miradas aceradas de grandes nekos, armados con lanzas arcaicas, aunque estas parecían accesorios innecesarios en las manos de quienes parecían armas vivientes de carne y hueso. A pesar de la aversión, le permitieron atravesar el umbral de la cabaña en cuanto una voz femenina y ronca, proveniente del interior, concedió el permiso a la elfa.
Xana se encontró con un gran número de nekos armados, sus siluetas apenas visibles por la escasa iluminación que se filtraba con timidez desde el exterior. Aun así, gracias a sus ojos, pudo distinguir sus rostros, notando a la mayoría rondar los treinta años; otros les superaban en décadas, aunque la experiencia solo endureció sus miradas, pese al desgaste de sus cuerpos; algunos eran apenas infantes, pero sus ojos reflejaban una infancia perdida en pos de forjar demonios de guerra, conociendo el arte de matar sin conocer el valor de la vida. Entre todos ellos, aunque arropados por la oscuridad y el silencio, destacaron ante los ojos de Xana los que pugnaban en vano por ocultar los síntomas de la inminente fatalidad obsequiada por el Wendigo.
Estaban congregados alrededor de lo que parecía un altar improvisado con huesos de bestias irreconocibles, en la que estaba postrada una neko de músculos esculpidos con precisión y con una piel ébano marcada con cicatrices antiguas, pruebas de su vida guerrera, y en su rostro juvenil había líneas de sangre seca que nacieron de los ojos, la boca, y de los agujeros de la nariz y de los oídos. Era el retrato de decenas de años arrebatados por una enfermedad.
Cerca de la cabeza estaba Hauzini, de pie y con los ojos incapaces de apartarse de su hija. Su rostro tenía una expresión en la que se asomaban furia y cansancio que quedaron tras horas de dolor y llanto.
–¿Qué quiere el cazique? Fzt, fzt –inquirió Hauzini con voz gutural.
–No lo sé –contestó Xana, intentando que su incomodidad no se escapara en sus palabras–. Vine por mí misma. –Esperó, pensando que Hauzini diría algo, pero no habló–. Mañana, en el gran salón, mis dos compañeros de orejas largas…
–¿Vienez para invitarnoz a ezo? –interrumpió Hauzini. Finalmente, su mirada se levantó del cadáver y se clavó en Xana. Sus ojos carecían de todo brillo–. Zi quierez vivir, vete.
Xana, tras vacilar un instante, negó con la cabeza. Siguió firme aun cuando sintió una oleada de sed de sangre rozarla desde todas direcciones.
–Lo de mañana será importante –dijo Xana–. Con lo que haremos, sobreviviremos a esta semana. Pero solo las personas elegidas pueden participar para que el ritual funcione. Y si es interrumpido, los dioses no estarán contentos.
–Y dime, ¿hay «fielez» entre ezoz elegidoz que dizez? Fzt, fzt –siseó Hauzini, inclinándose ligeramente hacia Xana, como un depredador preparándose para abalanzarse sobre su presa.
«Esto no va bien», pensó Xana, esforzándose en mantener la calma. «Debo ir en otra dirección».
–Sé lo que piensas –dijo–. Piensas que ellos están equivocados y que deben morir, que eso es lo que El Tigre desea. Yo no lo sé, quizás tengas razón. «El fuerte gobierna al débil», eso tiene sentido con lo que he visto en mis viajes.
»Por eso lo de mañana debe ocurrir. Si tienes razón, lo de mañana no funcionará y todos entenderemos, incluso los pacifistas más tercos, cuál es la verdadera voluntad de El Tigre. Entonces habrás ganado. Así que solo deberás esperar un poco y todo se resolverá a tu manera.
»Pero si lo de mañana funciona, significará que El Tigre acepta una vida sin sacrificios y violencia. Entonces habrás ganado también, sin hacer nada, porque podrán vivir sin volver a sacrificar a ningún amigo, a ningún padre o madre, a ningún hermano…, a ningún hijo.
Xana observó, ahora en silencio, escudriñando las reacciones de los oyentes. Nadie dijo más durante los siguientes segundos que aspiraban a la eternidad.
Tragó saliva, preparándose para continuar su discurso. Aunque ellos fueran «salvajes», Xana debía lograr algún acuerdo para, al menos, evitar que interrumpieran la curación, y así el progreso de los ideales pacifistas de las chamanas no sería perjudicado. O eso creía ella.
–El fuerte gobierna zobre el débil –recitó Hauzini–. Ez la ley de nueztraz vidaz. Fzt, fzt.
–Entonces reto a un duelo al más fuerte de ustedes –dijo Xana, envolviendo sus palabras en seguridad, aunque la opción le aterrorizaba por un pequeño motivo en crecimiento–. Si gano, aceptarán lo que les pida, ¿no?
Hauzini se paralizó un instante antes de soltar una débil y ronca carcajada. Llevó una mano a la espalda, donde colgaba una lanza en cuya punta se exhibía un gran colmillo.
–Yo lo haré –intervino otro neko–. Hauzini, permítame tomar zu lugar. Zi no ez capaz de venzerme, entonzez no mereze zu tiempo. Fzt, fzt.
Tras meditarlo un momento, Hauzini sacudió una mano con desgana, un gesto que entendieron como aprobación.
Xana y neko salieron, seguidos atentamente por las miradas del resto, todos expectantes en el preludio de un combate que se presagiaba sangriento.
El neko, armado con dos hachas, se disparó hacia Xana sin previo aviso. Alzó sus armas y las hizo descender sobre la cabeza de la elfa. Encontraron un repentino torbellino de estrellas, las cuales castigaron al neko golpeándolo y estallando en cada parte de su cuerpo.[1] Cuando la última estrella cometió el suicidio explosivo, la lanza de Xana atravesó el corazón del neko, despojándolo de consciencia con la única herida significativa y, sin embargo, la única falsa.[2]
–No se preocupen por él –dijo Xana mientras recostaba con delicadeza al neko en el suelo–, mi lanza no puede matar. Él se recuperará pronto. –Sonriendo, se volvió hacia el resto, que observaban perplejos–. Muy bien, los elegidos entre ustedes para ir mañana al ritual serán…
Xana extendió una mano hacia el primer (des)afortunado, obcecada por un ingenuo optimismo alejado del terrible futuro que se acercaba.
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Habi nvl 2: Tertulia de astros (1/2), para rodearse con un torbellino de bolitas de luz explosiva que se lanzan sobre un enemigo que le ataque.
[2] Encantamiento de la lanza Wehmut: Castigo, para que la lanza solo haga heridas que duran un turno.
[2] Encantamiento de la lanza Wehmut: Castigo, para que la lanza solo haga heridas que duran un turno.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 7/10
No se sorprendió cuando Rauko le compartió el descontento que manifestaban tanto la adivina como las chamanas sobre su espectáculo y que se había hecho eco entre no pocos aldeanos. Cualquiera en su lugar se habría visto amenazado, pese a que ninguno de los elfos había mostrado interés ninguno por actuar como guías del nekoclan, considerando que ninguna de ellas tenía todavía un hueco bien asentado en la comuna. Y aun así, ambas parecían muy lejos de estar verdaderamente preocupadas por el porvenir de los nekos, porque a tales alturas resultaba increíble que no se hubieran percatado de la enfermedad incipiente. Entonces se detuvo un instante para remover el caldero al que le faltaban apenas dos minutos para estar listo, cayendo en la cuenta de algo. Miró al elfo, que terminaba de ponerle al tanto de las nuevas, informando que su compañera había hecho correr también la voz. ¿Sería que se había tomado en serio lo de anunciar que sus Dioses tenían algo que ver con aquello? Cerró los ojos lentamente, en un suspiro áspero. De modo que las religiosas sí tenían motivos para verlos como la competencia, después de todo.
Sin intención de discutir, asumió que no le quedaba más remedio que esperar lo inevitable, de un momento a otro. La interrupción de la reunión, de alguna forma, por alguna de ellas, si no, la irrupción de su propia persona en el salón comunitario. Así que no servía de nada dedicarle más pensamientos al asunto, mejor centrarse únicamente en su verdadera intención, evitar que la enfermedad borrase aquella aldea del mapa. Y peor, llegara a extenderse por las aledañas. Rió con sorna para sí, cuando cayó en la ironía que resultaba que las palabras de una farsante pudieran acabar siendo ciertas por la mera cotidianidad del mundo, aunque aquello significase que no quedarían fieles que venerasen sus predicaciones. Y por un momento, un pensamiento se cruzó por su cabeza. Un ¿y si…? de aquellos que surgen cuando no se confía en las casualidades. No resultaba descabellado del todo pensar que alguien que dedica su vida a la clarividencia, o más bien a las alabanzas que se reciben por ello, ponga lo que pueda de su parte para facilitar la ocurrencia de sucesos que una misma haya predicho.
—...cho, orejas largaz? ffft-ffft.— unos tirones del largo de la blusa la sacaron de sus cavilaciones.
—Eh, ¿qué? Ah… Eres tú.— resopló, advirtiendo al pequeño neko rechoncho con un cuenco vacío en la mano, que la miraba con ojos demandantes.
—Digo, que zi falta mucho, orejaz largaz. Ffft-ffft.— repitió con ligera impaciencia en la voz.
—No.— echó un último vistazo de soslayo hacia el puchero borboteante —De hecho, ya está listo. Anda, ¿por qué no ayudas a repartir los cuencos que faltan? En cuanto lleguen todos, empezamos la velada ¿si?
Aquello lo mantendría entretenido.
El gran salón de la aldea todavía albergaba capacidad para un buen grupo de espectadores, aunque a medida que el tiempo avanzaba se despejaban las dudas sobre si todavía llegarían rezagados. Resultaba obvio que no lo harían. Y los presentes comenzaban a impacientarse, sólo les faltaba comenzar a profesar cánticos increpando a quienes les hacían esperar para ver el espectáculo. ¿Y qué espectáculo? ¡Ah! Buena pregunta. Pensó que algo podría ocurrírsele para ganar tiempo en tanto que servía a los comensales, que incluso llegaban a bufarse ante la posible amenaza de que alguno más espabilado se agenciara un lugar más privilegiado para presenciar el acontecimiento, pero vaya, que tampoco se le ocurría nada que no pasase por exhibir alguna danza élfica. Quizá el hacer surgir florecillas de la nada o enredar con sus raíces a un valiente voluntario podría estar bien, pero ¿cuánto tiempo captaría eso su atención? Y aún debían idear la forma de convencerlos para mantenerse allí, sin pensar en volver a sus moradas… Porque se mantenía firmemente convencida de que hacer por encerrarlos resultaría excesivo y por supuesto, nada bien recibido. Algo así causaría tal entuerto que de poco valdría considerarlo un malentendido.
—¡Cuidao que miras, amansao!
—¿Khé dize tú? ¿Eh?
—¿Qué digo? ¡Qué mas tirao el berbaje este! ¡Amansao! ¡Que tan lavao los instintos esas dos malantes!
—¡Peo khé mete agora a la muchacha con la zopa! Tendrá que ver argo, ¿digo? Zi que ni eztán qui.
—¡Pueso digo! Que na las importa que vengan dos fulanos de pallí a darnos berbajes. Que poco protegen a sus fieles, que sus llaman a vosotros, ¡amansaos! ¡Que sois unos amansaos!
—¡Anda, bocazurrahpa! ¿Y khé de la divina esa? ¿Eh? Khe na má que habla pa deci cosa mala, ¡na má!
La elfa alzó una ceja cuando centró su atención en el revuelo que empezaba a formarse alrededor de los dos torpones que habían hecho caer, el uno contra el otro, el cuenco rebosante de plasma recién servido. Sin embargo, la disputa que se iniciaba poco o nada tenía que ver con el berbaje, que más bien había resultado la excusa necesaria para que, el que más exaltado parecía, se sintiera en la libertad de expresar sus desavenencias con las chamanas y aquellos que las seguían, de la peor forma posible y sugiriendo que en cualquier momento podrían darse algo más que acaloradas palabras. Pues bueno, una distracción tan buena como cualquier otra. Incluso notó cierta satisfacción al advertir que quienes se encontraban absortos en el rifirrafe, bebían casi de forma inconsciente y sin mayor preocupación que la de no perderse detalle del toma y daca. ¿Lo malo? Que no tardaron en unirse otros brabucones al debate, a uno y otro bando. Lo siguiente fue un cuenco volador, que terminó aterrizando sobre la cabeza de una pobre criatura que nada tenía que ver con aquello, ni edad siquiera para comprender la naturaleza de la disputa. Y un «¡Esa es mi hija, maldito!» que se escuchó a continuación marcó el inicio del que se convirtió en el verdadero espectáculo.
Ahora es cuando empieza a sonar el estribillo de Can Can de Offenbach.
Aylizz Wendell
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Todo era luz, fuego, destrucción, como dice cierta canción mal traducida, pero sin luz, fuego ni destrucción. Si algo había era un angustiante derramamiento de medicina limitada, una tormentosa cacofonía de maullidos y una lamentable exhibición de estupidez, elementos de una receta para la fatalidad.
–Pero serán imbéciles… –mascullé con los ojos bien abiertos, horrorizado e indignado.
Sin pensarlo, algo que debí hacer para resolverlo todo con más facilidad y en menos tiempo, me lancé con rapidez hacia adelante y atrapé un cuenco que aún tenía sopa. Un suspiro de alivio salió de mis labios al salvarlo y fue interrumpido cuando vi otro volando.
Salté de nuevo, más alto esta vez, pasando sobre varias cabezas, y atrapé el tazón en el aire. Y sin caer, me propulsé con magia[1] para agarrar varios más y hasta a un bebé neko volador, usando todas mis extremidades para sostenerlo todo, con un equilibrio que jamás creí posible.
Finalmente, aterricé convertido en un estante de cuencos, sin haber derramado demasiado, y con el bebé en mi cabeza tirando de mi cabello.
–¡Gugu gaga! –gritó entre risas–. Ffft, ffft –añadió; al parecer, la muletilla venía de nacimiento.
–¡Oiga, devolveme mi tezoro, meow! –exigió una mujer clavándome una mirada acerada.
–Espera un momento y te daré a tu bebé –pedí mientras, con sumo cuidado, hacía que todos los cuencos sobre mis brazos y piernas dobladas se deslizaran al suelo sin derramar nada más.
–¡¿Qué bebé ni qué nada?! Deme mi anillo, que ze me quedó en la zopa eza –replicó y señaló con sus labios fruncidos a un punto donde ni siquiera había nada.
–¿Eh?
Decidí que ya era suficiente.
Libre de sopas, alcé mi mano derecha. El guante en ella irradió un brillo frío y su forma cambió a la de una espada azul celeste.[2] La tomé, le entregué poder y respondió creando tras de mí un fugaz torbellino de viento gélido y magia, que dio nacimiento a una criatura ancestral de éter solidificado.[3] Todos los nekos, incluso el bebé sobre mi cabeza, contemplaron, boquiabiertos, al majestuoso dragón de hielo erigido tras mi espalda mientras el aire perdía su calidez.
Pero no duraría mucho, así que, con delicadeza, tomé al bebé, lo arrojé al aire y ejecuté seis veloces tajos, la hoja de mi espada desprendiendo una estela de luz efímera, trazando líneas refulgentes que formaron una estrella de seis puntas que dividió al dragón.[4] Y este, en vez de caer despedazado, recibió el éter que descargué en mis ataques y estalló como una ventisca invernal, marcando con escarcha el suelo donde estuvo y obsequiándonos un espectáculo de partículas de hielo resplandecientes deslizarse con suavidad en el viento.
Entonces atrapé al bebé, evitando que cayera de una manera que arruinara el espectáculo. Y él volvió a tirar de mi cabello.
–¿Pero y mi anillo qué? –balbuceó la neko de antes. Una colleja fue la respuesta que recibió del neko a su lado.
«Bien, tengo la atención de todos… ¿Qué hago ahora para mantenerlos tranquilos?», me pregunté, haciendo mi mejor esfuerzo para sonreír con naturalidad.
–De veritaz que ez el Gran Ezpíritu. Ffft, ffft –exclamó el papineko rechoncho.
–Y aún hay más que podemos mostrarles –dije, aprovechando el inesperado rumbo de la conversación–. Por favor, tomen sus sopas y…
–¡Laz zopaz eztán bendezidas con zu poder ezpiritual! –interrumpió él mientras alzaba su cuenco, cuyo brebaje ahora estaba salpicado de puntos de luz.
«¿Qué?», estuve cerca de soltar.
–¡A la miauerda laz zamanas y la adivina eza! El ezpíritu guía de eztoz rezpetablez afeminadoz orejaz largaz abraza árbolez noz zalvarán a todoz. Ffft, ffft –aseguró alguien más antes de aspirar, con increíble velocidad, su sopa, algo que los demás empezaron a imitar.
–Uff, ze me puzo la piel de gallina, meow –dijo otro tras acabar su sopa.
–Ez que eztáz zintiendo zu poder, ffft, ffft –explicó papineko.
–E vedad, e vedad –reafirmó alguien más–. También lo etoy zintiendo. Ffft, ffft.
«Ehm… ¿Qué?», apenas pude pensar, anonadado por las conclusiones sin fundamento. «Da igual, a upelero regalado no se le ve el colmillo», me dije, viendo el lado positivo.
–Y así es como todos caen engañados por la belleza de la flor blanca que anuncié en mi profecía.
Aquella voz atrajo la mayoría de las miradas hacia la entrada de la casa. Allí, parada de brazos cruzados, estaba la adivina, acompañada por Hauzini y un neko fortachón que no reconocí, estos dos últimos armados con lanzas.
Pero no estaban solos; las voces de más nekos se escuchaban desde el exterior, meros murmullos cuyos significados se perdían antes de llegar a mis oídos, pero que delataban la presencia de un gran grupo. ¿Cuándo habían llegado? ¿Tanto fue el revuelo anterior que no los noté llegar? Intenté ver a quienes estaban fuera. Algunos estaban… armados con arcos y flechas y otros… con antorchas que, quizás, no estaban pensadas para iluminar.
Comprendí por qué eran tan pocos los «bárbaros» que habían asistido a nuestra espectacular velada. Las acciones de Xana… no fueron suficientes para disuadirlos, no cuando había alguien más hábil en la manipulación de nekos.
–¿Flor? ¿De qué habla? –cuestioné esforzándome en mantener la calma y pensar en contramedidas para lo que podría venir–. Hice una estrella, una de seis puntas.
–¿Estrella, dices? –bufó la adivina–. ¿Cuándo se ha visto una estrella con puntas? Todos sabemos que las estrellas de verdad son puntos brillantes. Pero, bueno, se ve que hasta en eso mientes.
–Záqueze de aquí, que uted nunca noz hizo zentir poder como eztoz orejaz largaz –le recriminó alguien dentro de la cabaña, y se encogió enseguida al ver la amenaza implícita en la mirada de Hauzini–. Zon ziempre bienvenidaz, pazen.
La adivina se adentró un par de pasos, le arrebató la sopa al neko más cercano y lo observó con una mueca de desagrado.
–Como lo suponía –dijo–, esta… cosa… está hecha con los hongos que El Tigre, a través de mí, les ordenó que eliminaran de Balam. –Se volvió hacia Hauzini–. Los elfos condenaron a esta gente, como nos advirtió el chico Quidel –aseguró y echó andar, premurosa, hacia afuera, sin soltar la sopa–. Recae en ti y en tus guerreros salvar Balam, Hauzini, como lo quiere El Tigre. Que el fuego consuma la sangre corrupta.
Todo iba según lo planeado, o eso pensaba Xana, presa de un ingenuo optimismo, mientras se dirigía hacia la choza de Dezba para hablar con las chamanas. Si algo faltaba, o eso creía ella, era asegurar que la chamana Yara usara su magia sanadora en quienes no pudieran consumir el remedio de Aylizz o, por lo menos, que las chamanas no interfirieran para mal. Quizás si hablaba con ellas otra vez hasta podría ganar algo más «para todos», o eso se decía para ocultar su deseo más personal. Las chamanas trajeron una filosofía pacifista que estaba, aunque paulatinamente, cambiando al pueblo de Balam. Predicaban y lograban la transformación que Xana jamás pudo conseguir por sí misma, ni siquiera en la persona con la que más tiempo pasaba.
Se percató de que tenía su mano puesta sobre su vientre. Apretó los labios en una tensa línea, sintiendo un peso frío en sus hombros. ¿Qué futuro le esperaba si seguía sin lograr nada? No quería saberlo. Y si las chamanas pudieron lograr un cambio hacia la paz, entonces Xana también.
–¡Kyaa, detente, por favor! –rogó una mujer, interrumpiendo en Xana los pensamientos alejados de la realidad.
Xana, primero confundida, luego asaltada por una mezcla de sorpresa, vergüenza y pena por la persona a quien reconoció, se acercó hacia la ventana donde estaba la neko atorada.
–¿Estás bien? –fue la primera pregunta que se le ocurrió decir.
–De maravilla –contestó secamente la neko–, pero creo que estaría mucho, mucho, mucho mejor si me hubieras sacado de aquí hace días, miau –añadió, aumentando la coloración en las mejillas de la elfa.
–Perdón, no volverá a pasar. Te sacaré ahora mismo.
–Ya era hora, miau.
Entonces Xana notó algo extraño. Ciertamente, estar atorada por días en una ventana era raro, aunque no tanto como el hecho de que no parecía afectada por estar tanto sin comer o tomar agua. Pero lo que Xana notó poco tenía que ver con ello, sino con un neko conocido.
Era Zacaríaz, el neko cojo, andando con prisa desde la calle que llevaba a la choza de Dezba. Xana frunció el ceño, preocupada, al verlo agitado, con el rostro pálido y perlado de sudor.
–¿Por qué aún no me sacas de aquí? –refunfuñó la neko de la ventana.
Sus palabras pasaron inadvertidas para Xana, pero no para el neko cojo; él se volvió, sobresaltado, hacia la ventana. Abrió los ojos ampliamente al reconocer a la elfa, y gritó:
–¡Es Jaci! ¡Ella…!
Su voz fue apagada por una flecha perforándole el cuello. Los bordes de la visión de Xana se oscurecieron, destacando a Zacaríaz en el centro cayendo de bruces en el suelo. El mundo, tornándose incomprensible, se ralentizó para Xana. El corazón de ella martilló su pecho convirtiendo sus latidos en sonidos que eclipsaban a todo lo demás, excepto a la siguiente voz en escucharse.
–Ya lo vez, por fin. Fzt, fzt. La curiozidad ziempre mata a loz gatoz, de verdad de veritaz.
«¿De quién es la voz?», apenas logró pensar Xana mientras su cerebro se esforzaba en asimilar la situación. La respuesta la golpeó, desatando mareos que la obligaron a arrodillarse, cuando vio al arquero aparecer. «Quidel», recordó, uno de los nekos vándalos que ella tuvo que espantar cuando conoció a Zacaríaz.
–Pero serán imbéciles… –mascullé con los ojos bien abiertos, horrorizado e indignado.
Sin pensarlo, algo que debí hacer para resolverlo todo con más facilidad y en menos tiempo, me lancé con rapidez hacia adelante y atrapé un cuenco que aún tenía sopa. Un suspiro de alivio salió de mis labios al salvarlo y fue interrumpido cuando vi otro volando.
Salté de nuevo, más alto esta vez, pasando sobre varias cabezas, y atrapé el tazón en el aire. Y sin caer, me propulsé con magia[1] para agarrar varios más y hasta a un bebé neko volador, usando todas mis extremidades para sostenerlo todo, con un equilibrio que jamás creí posible.
Finalmente, aterricé convertido en un estante de cuencos, sin haber derramado demasiado, y con el bebé en mi cabeza tirando de mi cabello.
–¡Gugu gaga! –gritó entre risas–. Ffft, ffft –añadió; al parecer, la muletilla venía de nacimiento.
–¡Oiga, devolveme mi tezoro, meow! –exigió una mujer clavándome una mirada acerada.
–Espera un momento y te daré a tu bebé –pedí mientras, con sumo cuidado, hacía que todos los cuencos sobre mis brazos y piernas dobladas se deslizaran al suelo sin derramar nada más.
–¡¿Qué bebé ni qué nada?! Deme mi anillo, que ze me quedó en la zopa eza –replicó y señaló con sus labios fruncidos a un punto donde ni siquiera había nada.
–¿Eh?
Decidí que ya era suficiente.
Libre de sopas, alcé mi mano derecha. El guante en ella irradió un brillo frío y su forma cambió a la de una espada azul celeste.[2] La tomé, le entregué poder y respondió creando tras de mí un fugaz torbellino de viento gélido y magia, que dio nacimiento a una criatura ancestral de éter solidificado.[3] Todos los nekos, incluso el bebé sobre mi cabeza, contemplaron, boquiabiertos, al majestuoso dragón de hielo erigido tras mi espalda mientras el aire perdía su calidez.
Pero no duraría mucho, así que, con delicadeza, tomé al bebé, lo arrojé al aire y ejecuté seis veloces tajos, la hoja de mi espada desprendiendo una estela de luz efímera, trazando líneas refulgentes que formaron una estrella de seis puntas que dividió al dragón.[4] Y este, en vez de caer despedazado, recibió el éter que descargué en mis ataques y estalló como una ventisca invernal, marcando con escarcha el suelo donde estuvo y obsequiándonos un espectáculo de partículas de hielo resplandecientes deslizarse con suavidad en el viento.
Entonces atrapé al bebé, evitando que cayera de una manera que arruinara el espectáculo. Y él volvió a tirar de mi cabello.
–¿Pero y mi anillo qué? –balbuceó la neko de antes. Una colleja fue la respuesta que recibió del neko a su lado.
«Bien, tengo la atención de todos… ¿Qué hago ahora para mantenerlos tranquilos?», me pregunté, haciendo mi mejor esfuerzo para sonreír con naturalidad.
–De veritaz que ez el Gran Ezpíritu. Ffft, ffft –exclamó el papineko rechoncho.
–Y aún hay más que podemos mostrarles –dije, aprovechando el inesperado rumbo de la conversación–. Por favor, tomen sus sopas y…
–¡Laz zopaz eztán bendezidas con zu poder ezpiritual! –interrumpió él mientras alzaba su cuenco, cuyo brebaje ahora estaba salpicado de puntos de luz.
«¿Qué?», estuve cerca de soltar.
–¡A la miauerda laz zamanas y la adivina eza! El ezpíritu guía de eztoz rezpetablez afeminadoz orejaz largaz abraza árbolez noz zalvarán a todoz. Ffft, ffft –aseguró alguien más antes de aspirar, con increíble velocidad, su sopa, algo que los demás empezaron a imitar.
–Uff, ze me puzo la piel de gallina, meow –dijo otro tras acabar su sopa.
–Ez que eztáz zintiendo zu poder, ffft, ffft –explicó papineko.
–E vedad, e vedad –reafirmó alguien más–. También lo etoy zintiendo. Ffft, ffft.
«Ehm… ¿Qué?», apenas pude pensar, anonadado por las conclusiones sin fundamento. «Da igual, a upelero regalado no se le ve el colmillo», me dije, viendo el lado positivo.
–Y así es como todos caen engañados por la belleza de la flor blanca que anuncié en mi profecía.
Aquella voz atrajo la mayoría de las miradas hacia la entrada de la casa. Allí, parada de brazos cruzados, estaba la adivina, acompañada por Hauzini y un neko fortachón que no reconocí, estos dos últimos armados con lanzas.
Pero no estaban solos; las voces de más nekos se escuchaban desde el exterior, meros murmullos cuyos significados se perdían antes de llegar a mis oídos, pero que delataban la presencia de un gran grupo. ¿Cuándo habían llegado? ¿Tanto fue el revuelo anterior que no los noté llegar? Intenté ver a quienes estaban fuera. Algunos estaban… armados con arcos y flechas y otros… con antorchas que, quizás, no estaban pensadas para iluminar.
Comprendí por qué eran tan pocos los «bárbaros» que habían asistido a nuestra espectacular velada. Las acciones de Xana… no fueron suficientes para disuadirlos, no cuando había alguien más hábil en la manipulación de nekos.
–¿Flor? ¿De qué habla? –cuestioné esforzándome en mantener la calma y pensar en contramedidas para lo que podría venir–. Hice una estrella, una de seis puntas.
–¿Estrella, dices? –bufó la adivina–. ¿Cuándo se ha visto una estrella con puntas? Todos sabemos que las estrellas de verdad son puntos brillantes. Pero, bueno, se ve que hasta en eso mientes.
–Záqueze de aquí, que uted nunca noz hizo zentir poder como eztoz orejaz largaz –le recriminó alguien dentro de la cabaña, y se encogió enseguida al ver la amenaza implícita en la mirada de Hauzini–. Zon ziempre bienvenidaz, pazen.
La adivina se adentró un par de pasos, le arrebató la sopa al neko más cercano y lo observó con una mueca de desagrado.
–Como lo suponía –dijo–, esta… cosa… está hecha con los hongos que El Tigre, a través de mí, les ordenó que eliminaran de Balam. –Se volvió hacia Hauzini–. Los elfos condenaron a esta gente, como nos advirtió el chico Quidel –aseguró y echó andar, premurosa, hacia afuera, sin soltar la sopa–. Recae en ti y en tus guerreros salvar Balam, Hauzini, como lo quiere El Tigre. Que el fuego consuma la sangre corrupta.
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Todo iba según lo planeado, o eso pensaba Xana, presa de un ingenuo optimismo, mientras se dirigía hacia la choza de Dezba para hablar con las chamanas. Si algo faltaba, o eso creía ella, era asegurar que la chamana Yara usara su magia sanadora en quienes no pudieran consumir el remedio de Aylizz o, por lo menos, que las chamanas no interfirieran para mal. Quizás si hablaba con ellas otra vez hasta podría ganar algo más «para todos», o eso se decía para ocultar su deseo más personal. Las chamanas trajeron una filosofía pacifista que estaba, aunque paulatinamente, cambiando al pueblo de Balam. Predicaban y lograban la transformación que Xana jamás pudo conseguir por sí misma, ni siquiera en la persona con la que más tiempo pasaba.
Se percató de que tenía su mano puesta sobre su vientre. Apretó los labios en una tensa línea, sintiendo un peso frío en sus hombros. ¿Qué futuro le esperaba si seguía sin lograr nada? No quería saberlo. Y si las chamanas pudieron lograr un cambio hacia la paz, entonces Xana también.
–¡Kyaa, detente, por favor! –rogó una mujer, interrumpiendo en Xana los pensamientos alejados de la realidad.
Xana, primero confundida, luego asaltada por una mezcla de sorpresa, vergüenza y pena por la persona a quien reconoció, se acercó hacia la ventana donde estaba la neko atorada.
–¿Estás bien? –fue la primera pregunta que se le ocurrió decir.
–De maravilla –contestó secamente la neko–, pero creo que estaría mucho, mucho, mucho mejor si me hubieras sacado de aquí hace días, miau –añadió, aumentando la coloración en las mejillas de la elfa.
–Perdón, no volverá a pasar. Te sacaré ahora mismo.
–Ya era hora, miau.
Entonces Xana notó algo extraño. Ciertamente, estar atorada por días en una ventana era raro, aunque no tanto como el hecho de que no parecía afectada por estar tanto sin comer o tomar agua. Pero lo que Xana notó poco tenía que ver con ello, sino con un neko conocido.
Era Zacaríaz, el neko cojo, andando con prisa desde la calle que llevaba a la choza de Dezba. Xana frunció el ceño, preocupada, al verlo agitado, con el rostro pálido y perlado de sudor.
–¿Por qué aún no me sacas de aquí? –refunfuñó la neko de la ventana.
Sus palabras pasaron inadvertidas para Xana, pero no para el neko cojo; él se volvió, sobresaltado, hacia la ventana. Abrió los ojos ampliamente al reconocer a la elfa, y gritó:
–¡Es Jaci! ¡Ella…!
Su voz fue apagada por una flecha perforándole el cuello. Los bordes de la visión de Xana se oscurecieron, destacando a Zacaríaz en el centro cayendo de bruces en el suelo. El mundo, tornándose incomprensible, se ralentizó para Xana. El corazón de ella martilló su pecho convirtiendo sus latidos en sonidos que eclipsaban a todo lo demás, excepto a la siguiente voz en escucharse.
–Ya lo vez, por fin. Fzt, fzt. La curiozidad ziempre mata a loz gatoz, de verdad de veritaz.
«¿De quién es la voz?», apenas logró pensar Xana mientras su cerebro se esforzaba en asimilar la situación. La respuesta la golpeó, desatando mareos que la obligaron a arrodillarse, cuando vio al arquero aparecer. «Quidel», recordó, uno de los nekos vándalos que ella tuvo que espantar cuando conoció a Zacaríaz.
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Habi nvl 4: Vuelo fúlgido.
[2] Encantamiento de la espada Retniw: Arma cambiante.
[3] Habi épica de Retniw: No tiene nombre.
[4] Habi nvl 6: Hexatajo rutilante.
[2] Encantamiento de la espada Retniw: Arma cambiante.
[3] Habi épica de Retniw: No tiene nombre.
[4] Habi nvl 6: Hexatajo rutilante.
Rauko
Honorable
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Cantidad de envíos : : 997
Nivel de PJ : : 10
Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Turno 8/10
Rauko parecía un auténtico acróbata de circo, no pudiendo evitar reírse cuando, tras un florido aterrizaje, la miaumá del bebé neko lo increpó, con intenciones muy alejadas del agradecimiento por haber alcanzado al retoño volador en mitad del trayecto. Resultaba perturbador pensar en cómo se habría dado el caso de acabar por los aires. La elfa se acercó para recoger los cuencos, en tanto que el malabarista los depositaba, uno a uno en el suelo. Entonces no fue capaz de hacer más por no soltar una carcajada, al advertir que aquello que tanto le preocupaba a la felina no era la peluda criatura. De modo que alguien había aprovechado el descontrol para deshacerse del tormento. Porque de haber sido una bendición no lo habrían soltado. ¿No?
Sin embargo, risas y llantos cesaron por igual, cuando la invocación dracónida se alzó tras el elfo. Tras contemplar su nueva actuación, ella aplaudió satisfecha al comprobar que la trifulca se había detenido en seco y a los suyos se sumaron los aplausos de los no pocos habitantes de Balam, que esperaban boquiabiertos el gran final. Entonces cayó en la cuenta. Si se habían vendido como un dúo… Y él se había tomado su papel en serio… ¿Debería hacer ella lo mismo? De repente aquello dejó de parecer divertido. Aunque quizá fuera suficiente con el argumento de que su labor correspondía a ofrecer el perfecto aperitivo para acompañar cada espectáculo. Pese a sus divagaciones, fue rápida en captar el mensaje de las sopas bendecidas que comenzaba a resonar entre los presentes y no perdió tiempo en volver a repartir las que todavía no habían sido desparramadas.
Un escalofrío recorrió entonces su espalda, cuando una voz más que conocida resonó tras abrirse los portones, reconociéndose por encima de tantas otras que chismorreaban. La figura de la adivina se presentó solemne, incluso amenazadora. Nada parecida a la falsa libertadora con la que había cruzado vagas palabras anteriormente. Comprendió al ver a cuantos la acompañaban, que su coraje venía respaldado y motivado por su no poco numerosa escolta. Sin dejar que su persona sobresaliera entre las filas de nekos que repentinamente se formaron frente a la farsante, la elfa observó sus movimientos con detalle mientras escuchaba el discurso. Así pues, no se perdió el detalle del cuenco sustraído, antes de abandonar el salón y dejar a la tal Hazumi al mando. Se la llevaron los demonios cuando no hizo ni el ademán de ocultar que se llevaba la sopa, no fuese a ser que la cosa resultara verdaderamente poderosa, ¿verdad? Por si los Nousis.
»Psé. Farandulera…
Siguiendo a la no-neko con mirada inquisidora, hasta que desapareció tras la puerta, con lentos movimientos se fue haciendo hueco entre la nekogente. Algo había notado extraño la forma en que había rememorado su órden de acabar con los hongos. Podría haber sido una medida preventiva a que los Balamiauenses se intoxicaran por error, si los recolectaban pensando ser alimento pero… A juzgar por su actitud condescendiente, poco parecía importarle el bienestar de aquellos mininos. Entonces, aquella parte de sí que le hacía ponerse en lo peor, que desconfiaba y esperaba lo peor de cada intención, le expuso una cuestión. ¿Por qué eliminar la posible cura para una enfermedad vaticinada? A menos que le saliera a cuenta dejar que se propagara o que ella misma la hubiese provocado, a saber El Tigre por qué, carecía de sentido.
Sin dar explicación alguna, la elfa consiguió escabullirse hasta la salida trasera de la cabaña comunitaria. En ningún caso habría pensado que salir tras la farsante por la puerta principal, ahora asediada, hubiera sido viable. Menos cuando ella resultaba ser una de los orejas largas que habían sido públicamente señalados como el enemigo. Y en aquel punto, era inutil tratar de ocultar las evidencias de su identidad entre una multitud de peluches. Decidió tomarse un momento para sosegarse, encontrando un buen lugar tras la edificación desde el que fijar en su punto de mira a la adivina, sentada en un banco del callejón colindante. Allí, la seññññiora se zampaba sin miramientos el brebaje de propia creación.
»Ahí se te indigeste…
Como si sus deseos se hicieran voluntad de manera inconsciente, la maleza se revolvió en la distancia, alrededor de la sinvergüenza y para cuando quiso darse cuenta de que ella misma era quien los controlaba, varios brotes robustos de raíces, nacidos de los árboles cercanos, se dejaban asomar tras su figura. No obstante, pudo revertir aquel arranque antes de que alcanzaran a envolverla en su abrazo constructor. La falsa neko no pareció ni inmutarse, aunque sí ladeó momentáneamente la cabeza por encima del hombro al, supuso, notar la brisa residual por el movimiento airado de las raíces. Entonces la elfa comenzó a caminar hacia ella, con determinación, aunque sin que sus pasos lucieron garbosos.
—¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto?— preguntó con una amplia sonrisa en el rostro, cuando se paró frente a ella, señalando el cuenco que cubría casi por entero el rostro de la mujer.
La adivina contuvo un atragantamiento al escuchar su voz, apartándose el plato de la boca en un sobresalto. Aclarándose la garganta tras un mal trago, usó la tela de una manga para limpiarse los restos de brebaje del buche.
—No, digo, como veo que sorbe hasta la última gota de sopa, que le falta lamer el plato como harían los lugareños, pues imagino que algo de bien le habrá sabido.— matizó con esmerada formalidad, ocultando toda sorna y altivez.
—Si, bueno. Está bien.— respondió, con cierto atropello. —Tan sólo me aseguraba que no estuviera envenenado.— añadió, recuperando la compostura y el tono repelente que acostumbraba. —No es personal querida, pero una servidora se deja los cuernos por la gente allá donde va, ¡con el desgaste que implica cada conexión mística!— replicó con dramatismo —Para que venga cualquiera, de repente, a poner remedio a un porvenir que fuerzas muy por encima de su control, o mera comprensión, han determinado.
—¿Cualquiera… Yo? ¿O cualquiera… de las dos chamanas que, he oído, llegaron al pueblo no mucho después que usted y poco antes que nosotros?— inquirió, de manera aparentemente inocente y desinteresada.
—Cualquiera, cualquiera. Pero sí, en especial esas dos arpías. No te ofendas, bonita, pero tu intromisión en todo esto no me preocupa en absoluto. Para mí representas la misma amenaza que una margarita.— soltó una pequeña risita socarrona.
—¿De veras?— entonces cruzó los brazos, alzando una ceja, dejando ver su contrariedad. —Y si no resultamos una amenaza, ¿por qué nos ha echado a las garras de esa Hazumi? ¿Y quién es ese Quidel que tanto dice saber de nuestras intenciones?
—Ay ¡ya!. Ya valió con tantas preguntas. Demasiado estoy tardando en dar el aviso de tu presencia aquí fuera para que te linchen.— replicó, azuzando los brazos en señal de molestia. —Si yo me alegro de que tu preparado funcione, de veras. Esta enfermedad se ha extendido como el fuego en un secarral, no lo hubiera pensado... ¡Quiero decir! Que pese a las advertencias divinas, ni yo había creído que tendría tal alcance. El Tigre debe estar absolutamente desencantado con esta gente…
—Si, ya. El Tigre. Señora, seamos claras, esto no es ninguna plaga por castigo. Y tengo la firme intuición de que su implicación en esto va mucho más allá de ser su mensajera. Que la verdad, aparte del hecho de que esté jugando con vidas inocentes, a qué dedique su vida y los engaños que cometa me son indiferentes. Pero ya ve, no soporto que se me tome por tonta.
A la elfa se le iluminó la mirada cuando percibió en la adivina una disposición a responder con toda claridad y sin más rodeos. No obstante, antes de que pudiera decir nada, la voz a gritos de Xana irrumpió en la escena, corriendo de forma atropellada hacia ellas. No hizo falta observar con mucho detalle para advertir que algo cargaba a la espalda, un bulto cuyas proporciones no eran del todo opacadas por el cuerpo de la elfa. Se le veía pesado, la pobre avanzaba cheposa, tratando de no acabar de bruces contra el suelo. Y por si fuera poco, tras ella, a corta distancia, se dejaba adivinar la figura de otro minino a la carrera.
—¡Lo han matado! ¡Silenciado! ¡Las chamanas!— apenas podía enlazar tres palabras sin ahogarse, jadeosa trataba de explicarse en la distancia, sin esperar a llegar a su encuentro.
—¿Qué demonios está pasando?— se cuestionó en voz alta, obviando por completo a la adivina, que se mantenía expectante a los acontecimientos, aunque con un reflejo triunfal en el rostro.
Aylizz se apresuró, acortando las distancias hasta encontrarse con Xana, que pudo acortar su carrera. Sin poder hacer más esfuerzo, dejó caer el cuerpo sin vida. Antes de que pudieran cruzar palabra, el silbido de una flecha cortando el aire se hizo presente, aunque fallando en su objetivo final, al quedar clavada en el suelo a escaso medio metro de ellas.
—Ese Quidel…— señaló en la dirección de la que provenía el proyectil, donde ya se dejaba ver a todas luces la presencia del asesino. —Apareció para silenciar lo que este pobre tuviera que decir...— trataba de explicarse con mayor detalle, a pesar de que intentaba reponer el aire de sus pulmones a la vez. —Sólo llegó a mencionar un nombre… Jaci… Antes de quedar mudo para los restos…
—¡Ajá! De modo que finalmente han mostrado su verdadera caradura.— exclamó la adivina, poniendo la oreja ante lo que hablaban las elfas —Ya lo ven, les advertí que no eran trigo limpio.— continuaba jactándose, faltando que se diera golpes de orgullo en el pecho. —Qué os voy a decir, orejas largas, si me queréis acusar de algo, no puede ser de ordenar la muerte de nadie. Al contrario que ocurre con esas dos chamanas.— concluyó, examinando un poco más de cerca el cuerpo. —Vaya, vaya. Tch, tch, tch, tch. Pobre Zacariaz. Y pobre de su familia, cuando se lo hagáis saber. Si, si, vosotras. De ese modo, yo puedo explicarle a Hazumi que ya he comprendido que no suponéis una amenaza, porque se ha descubierto la verdadera. ¡Ajiiiiiiii!— exclamó con clara emoción —Qué bien, qué bien, que finalmente todos llegarán al acuerdo de largarlas con viento fresco. Y con suerte, antes de que Dezbita expulse al condenado retoño. Si…— masculló al final.
Aylizz sopesó la propuesta de la adivina, resignándose a asentir. Si bien seguía desconfiando de toda su palabrería, no se equivocaba en que las gentes de Balam debían saber la última jugada. Llevó la mirada una última vez hasta el arquero, que parecía haber decidido virar su recorrido y alejarse del lugar cuando estuvo a distancia de ver a las tres junto al difunto. La elfa resopló y pegó un pisotón en el suelo en dirección a la huida, haciendo que las raíces bajo los pies del mercenario brotasen y lo enroscaran, inmovilizándolo.1
—¿Pues qué vas a hacer con ese pobre diablo?— quiso saber la adivina, cuando Quidel quedó amarrado, advirtiendo la elfa que los dos intercambiaban una sospechosa mirada.
—Si alguien tiene información que compartir, es él. Quien responde a órdenes directas, por lo visto. De ahí no se moverá, les diremos que vengan a buscarlo.— después, medio levantó el cuerpo sin vida y miró a Xana —Te ayudaré a cargarlo, vamos…
—¿Y qué tanto interés en ese bebé…?— añadió su prestada acompañante, en un susurró.
Aylizz alzó una ceja, dubitativa. Si… El Dezbebé…
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1 Habilidad: Enraizar.
Sin embargo, risas y llantos cesaron por igual, cuando la invocación dracónida se alzó tras el elfo. Tras contemplar su nueva actuación, ella aplaudió satisfecha al comprobar que la trifulca se había detenido en seco y a los suyos se sumaron los aplausos de los no pocos habitantes de Balam, que esperaban boquiabiertos el gran final. Entonces cayó en la cuenta. Si se habían vendido como un dúo… Y él se había tomado su papel en serio… ¿Debería hacer ella lo mismo? De repente aquello dejó de parecer divertido. Aunque quizá fuera suficiente con el argumento de que su labor correspondía a ofrecer el perfecto aperitivo para acompañar cada espectáculo. Pese a sus divagaciones, fue rápida en captar el mensaje de las sopas bendecidas que comenzaba a resonar entre los presentes y no perdió tiempo en volver a repartir las que todavía no habían sido desparramadas.
Un escalofrío recorrió entonces su espalda, cuando una voz más que conocida resonó tras abrirse los portones, reconociéndose por encima de tantas otras que chismorreaban. La figura de la adivina se presentó solemne, incluso amenazadora. Nada parecida a la falsa libertadora con la que había cruzado vagas palabras anteriormente. Comprendió al ver a cuantos la acompañaban, que su coraje venía respaldado y motivado por su no poco numerosa escolta. Sin dejar que su persona sobresaliera entre las filas de nekos que repentinamente se formaron frente a la farsante, la elfa observó sus movimientos con detalle mientras escuchaba el discurso. Así pues, no se perdió el detalle del cuenco sustraído, antes de abandonar el salón y dejar a la tal Hazumi al mando. Se la llevaron los demonios cuando no hizo ni el ademán de ocultar que se llevaba la sopa, no fuese a ser que la cosa resultara verdaderamente poderosa, ¿verdad? Por si los Nousis.
»Psé. Farandulera…
Siguiendo a la no-neko con mirada inquisidora, hasta que desapareció tras la puerta, con lentos movimientos se fue haciendo hueco entre la nekogente. Algo había notado extraño la forma en que había rememorado su órden de acabar con los hongos. Podría haber sido una medida preventiva a que los Balamiauenses se intoxicaran por error, si los recolectaban pensando ser alimento pero… A juzgar por su actitud condescendiente, poco parecía importarle el bienestar de aquellos mininos. Entonces, aquella parte de sí que le hacía ponerse en lo peor, que desconfiaba y esperaba lo peor de cada intención, le expuso una cuestión. ¿Por qué eliminar la posible cura para una enfermedad vaticinada? A menos que le saliera a cuenta dejar que se propagara o que ella misma la hubiese provocado, a saber El Tigre por qué, carecía de sentido.
Sin dar explicación alguna, la elfa consiguió escabullirse hasta la salida trasera de la cabaña comunitaria. En ningún caso habría pensado que salir tras la farsante por la puerta principal, ahora asediada, hubiera sido viable. Menos cuando ella resultaba ser una de los orejas largas que habían sido públicamente señalados como el enemigo. Y en aquel punto, era inutil tratar de ocultar las evidencias de su identidad entre una multitud de peluches. Decidió tomarse un momento para sosegarse, encontrando un buen lugar tras la edificación desde el que fijar en su punto de mira a la adivina, sentada en un banco del callejón colindante. Allí, la seññññiora se zampaba sin miramientos el brebaje de propia creación.
»Ahí se te indigeste…
Como si sus deseos se hicieran voluntad de manera inconsciente, la maleza se revolvió en la distancia, alrededor de la sinvergüenza y para cuando quiso darse cuenta de que ella misma era quien los controlaba, varios brotes robustos de raíces, nacidos de los árboles cercanos, se dejaban asomar tras su figura. No obstante, pudo revertir aquel arranque antes de que alcanzaran a envolverla en su abrazo constructor. La falsa neko no pareció ni inmutarse, aunque sí ladeó momentáneamente la cabeza por encima del hombro al, supuso, notar la brisa residual por el movimiento airado de las raíces. Entonces la elfa comenzó a caminar hacia ella, con determinación, aunque sin que sus pasos lucieron garbosos.
—¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto?— preguntó con una amplia sonrisa en el rostro, cuando se paró frente a ella, señalando el cuenco que cubría casi por entero el rostro de la mujer.
La adivina contuvo un atragantamiento al escuchar su voz, apartándose el plato de la boca en un sobresalto. Aclarándose la garganta tras un mal trago, usó la tela de una manga para limpiarse los restos de brebaje del buche.
—No, digo, como veo que sorbe hasta la última gota de sopa, que le falta lamer el plato como harían los lugareños, pues imagino que algo de bien le habrá sabido.— matizó con esmerada formalidad, ocultando toda sorna y altivez.
—Si, bueno. Está bien.— respondió, con cierto atropello. —Tan sólo me aseguraba que no estuviera envenenado.— añadió, recuperando la compostura y el tono repelente que acostumbraba. —No es personal querida, pero una servidora se deja los cuernos por la gente allá donde va, ¡con el desgaste que implica cada conexión mística!— replicó con dramatismo —Para que venga cualquiera, de repente, a poner remedio a un porvenir que fuerzas muy por encima de su control, o mera comprensión, han determinado.
—¿Cualquiera… Yo? ¿O cualquiera… de las dos chamanas que, he oído, llegaron al pueblo no mucho después que usted y poco antes que nosotros?— inquirió, de manera aparentemente inocente y desinteresada.
—Cualquiera, cualquiera. Pero sí, en especial esas dos arpías. No te ofendas, bonita, pero tu intromisión en todo esto no me preocupa en absoluto. Para mí representas la misma amenaza que una margarita.— soltó una pequeña risita socarrona.
—¿De veras?— entonces cruzó los brazos, alzando una ceja, dejando ver su contrariedad. —Y si no resultamos una amenaza, ¿por qué nos ha echado a las garras de esa Hazumi? ¿Y quién es ese Quidel que tanto dice saber de nuestras intenciones?
—Ay ¡ya!. Ya valió con tantas preguntas. Demasiado estoy tardando en dar el aviso de tu presencia aquí fuera para que te linchen.— replicó, azuzando los brazos en señal de molestia. —Si yo me alegro de que tu preparado funcione, de veras. Esta enfermedad se ha extendido como el fuego en un secarral, no lo hubiera pensado... ¡Quiero decir! Que pese a las advertencias divinas, ni yo había creído que tendría tal alcance. El Tigre debe estar absolutamente desencantado con esta gente…
—Si, ya. El Tigre. Señora, seamos claras, esto no es ninguna plaga por castigo. Y tengo la firme intuición de que su implicación en esto va mucho más allá de ser su mensajera. Que la verdad, aparte del hecho de que esté jugando con vidas inocentes, a qué dedique su vida y los engaños que cometa me son indiferentes. Pero ya ve, no soporto que se me tome por tonta.
A la elfa se le iluminó la mirada cuando percibió en la adivina una disposición a responder con toda claridad y sin más rodeos. No obstante, antes de que pudiera decir nada, la voz a gritos de Xana irrumpió en la escena, corriendo de forma atropellada hacia ellas. No hizo falta observar con mucho detalle para advertir que algo cargaba a la espalda, un bulto cuyas proporciones no eran del todo opacadas por el cuerpo de la elfa. Se le veía pesado, la pobre avanzaba cheposa, tratando de no acabar de bruces contra el suelo. Y por si fuera poco, tras ella, a corta distancia, se dejaba adivinar la figura de otro minino a la carrera.
—¡Lo han matado! ¡Silenciado! ¡Las chamanas!— apenas podía enlazar tres palabras sin ahogarse, jadeosa trataba de explicarse en la distancia, sin esperar a llegar a su encuentro.
—¿Qué demonios está pasando?— se cuestionó en voz alta, obviando por completo a la adivina, que se mantenía expectante a los acontecimientos, aunque con un reflejo triunfal en el rostro.
Aylizz se apresuró, acortando las distancias hasta encontrarse con Xana, que pudo acortar su carrera. Sin poder hacer más esfuerzo, dejó caer el cuerpo sin vida. Antes de que pudieran cruzar palabra, el silbido de una flecha cortando el aire se hizo presente, aunque fallando en su objetivo final, al quedar clavada en el suelo a escaso medio metro de ellas.
—Ese Quidel…— señaló en la dirección de la que provenía el proyectil, donde ya se dejaba ver a todas luces la presencia del asesino. —Apareció para silenciar lo que este pobre tuviera que decir...— trataba de explicarse con mayor detalle, a pesar de que intentaba reponer el aire de sus pulmones a la vez. —Sólo llegó a mencionar un nombre… Jaci… Antes de quedar mudo para los restos…
—¡Ajá! De modo que finalmente han mostrado su verdadera caradura.— exclamó la adivina, poniendo la oreja ante lo que hablaban las elfas —Ya lo ven, les advertí que no eran trigo limpio.— continuaba jactándose, faltando que se diera golpes de orgullo en el pecho. —Qué os voy a decir, orejas largas, si me queréis acusar de algo, no puede ser de ordenar la muerte de nadie. Al contrario que ocurre con esas dos chamanas.— concluyó, examinando un poco más de cerca el cuerpo. —Vaya, vaya. Tch, tch, tch, tch. Pobre Zacariaz. Y pobre de su familia, cuando se lo hagáis saber. Si, si, vosotras. De ese modo, yo puedo explicarle a Hazumi que ya he comprendido que no suponéis una amenaza, porque se ha descubierto la verdadera. ¡Ajiiiiiiii!— exclamó con clara emoción —Qué bien, qué bien, que finalmente todos llegarán al acuerdo de largarlas con viento fresco. Y con suerte, antes de que Dezbita expulse al condenado retoño. Si…— masculló al final.
Aylizz sopesó la propuesta de la adivina, resignándose a asentir. Si bien seguía desconfiando de toda su palabrería, no se equivocaba en que las gentes de Balam debían saber la última jugada. Llevó la mirada una última vez hasta el arquero, que parecía haber decidido virar su recorrido y alejarse del lugar cuando estuvo a distancia de ver a las tres junto al difunto. La elfa resopló y pegó un pisotón en el suelo en dirección a la huida, haciendo que las raíces bajo los pies del mercenario brotasen y lo enroscaran, inmovilizándolo.1
—¿Pues qué vas a hacer con ese pobre diablo?— quiso saber la adivina, cuando Quidel quedó amarrado, advirtiendo la elfa que los dos intercambiaban una sospechosa mirada.
—Si alguien tiene información que compartir, es él. Quien responde a órdenes directas, por lo visto. De ahí no se moverá, les diremos que vengan a buscarlo.— después, medio levantó el cuerpo sin vida y miró a Xana —Te ayudaré a cargarlo, vamos…
—¿Y qué tanto interés en ese bebé…?— añadió su prestada acompañante, en un susurró.
Aylizz alzó una ceja, dubitativa. Si… El Dezbebé…
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Aylizz Wendell
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Con la tensión envolviendo cada alma dentro de aquella maldita choza, las gargantas se hicieron estériles para las palabras. Pero aquel silencio estaba destinado a morir como preludio de noticias nefastas.
Xana y Aylizz regresaron, aunque con una mirada que había visto algo terrible. Llamaron a los padres de Zacaríaz, pero yo les seguí por metiche. Nos dirigimos hacia una de las habitaciones de la choza, cada paso alimentando la tensión que intuía una revelación trágica.
Y en nuestro destino encontramos sobre una cama el cadáver de un neko. Uno que, a mi pesar, reconocí.
–No –exhaló Miriam con dificultad, mientras que Józef, el papi neko, permanecía preso en la perplejidad–. No es él –dijo ella, con su voz casi rompiéndose–. Mi minino… –siguió con un hilo de voz mientras se acercaba, dubitativa.
Miriam se quedó paralizada al estar a un par de metros de aquel cuerpo sin vida. Un segundo, hizo una mueca de dolor. Dos segundos, soltó un débil gimoteo y las lágrimas dibujaron dos surcos húmedos en las mejillas. Cuatro segundos, un grito desgarrador atravesó nuestros oídos como primera nota de un réquiem de lágrimas y lamentos maternales.
Decidí escapar de allí. Había que calmar a los otros nekos que habrían escuchado aquello sin entender nada.
–¿Y qué zantaz peluzaz le pazó a eze penco? Fzt, fzt –preguntó Hauzini, obstaculizándome la entrada de la habitación, exhibiendo su lado metiche como yo.
Recibió una fulminante mirada de Xana. Hauzini y yo mismo vimos un escalofriante instinto asesino que nadie esperó ver arder en la negrura de sus pupilas. Esta, sin embargo, cambió aquello por tristeza.
–¡Hauzini! –escuchamos desde el exterior. Era la adivina.
Hauzini observó con una expresión inescrutable el cadáver y luego se marchó con largas zancadas.
Miriam continuó en silencio sus sollozos, con Józef a su lado mostrando una torpeza en sus intentos de consolarla cuando él mismo necesitaba consuelo.
Xana, luego de explicar lo poco que sabía sobre el motivo por el que Zacaríaz fue asesinado, se mantuvo apartada, recostada de espalda en una pared.
–¿Por qué? Ffft, ffft.
La pregunta inesperada transmitida en un susurro me arrancó de mi ensimismamiento. Era Józef, cuyos ojos delataban la necesidad que lo había acercado en busca de respuestas para su pérdida.
–¿Por qué tenía que pasar ezto? Erez el Gran Ezpíritu. Debíaz protegernoz. Ffft, ffft.
Apreté los labios y me crucé de brazos. El juego había perdido su esencia de diversión. Ellos necesitaban un justiciero.
Yo necesitaba serlo o no podría enfrentar su mirada.
–No morirá en vano –aseguré–. Su espíritu ahora es parte de algo más grande. Y los responsables de su partida pagarán con sus propias vidas. Los que asesinan inocentes… merecen la muerte; esa es la justicia verdadera y por la que lucho.
Noté la mirada de Xana puesta en mí, pero también decidí huir de ella. Me di la vuelta y salí de la habitación.
Me detuve en seco.
El neko rechonchito estaba allí, observando, aún protegido por la inocencia de la incomprensión, un velo que empezaba a caerse como tiras desgarradas por los sollozos de su madre.
Me alejé de la habitación antes de que también tuviera que ver su mirada afligida.
–¿Oh? ¿Y este pobre chico que hace ahí? –preguntó Yara, compadeciéndose del asesino aprisionado en las ramas al que se acercaban.
–No lo sé –murmuró, repentinamente tensa, su hermana Jaci.
–Bueno, no te preocupes, hermana. Hemos resuelto problemas peores.
Ambas continuaron caminando hacia él, incómodas por las atentas miradas de los demás nekos en el área, nekos bárbaros. Entonces advirtieron la presencia de la adivina, que las esperaba con una amplia sonrisa. Casi ni notaron a Xana, al lado de Quidel, ni a mí en la puerta trasera de la casa comunal, bloqueándole la salida a Miriam y a otros nekos metiches que, al enterarse del final de Zacaríaz, estaban deseosos de cobrar venganza.
–Entonces… no fuimos llamadas para colaborar en la curación de nadie –comprendió Yara con una sonrisa triste–. Por favor, no queremos problemas con ustedes. Únicamente queremos ayudarlos, especialmente sanarlos de la enfermedad que los está matando. –No se dejó perturbar por los improperios que sonaron.
–¿De qué eztá hablando eza piruja? Fzt, fzt –siseó uno de los nekos detrás de mí. Pero no necesitó que le respondieran. Los siguientes murmullos que sonaron tras de mí me confirmaron que dedujeron la terrible verdad que corría por sus venas.
Recubrí mi piel con una delgada capa de éter que repeliera cualquier infección que se deslizara en el aire.
–Pero si no quieren nuestra ayuda –prosiguió Yara–, permítannos ayudar a quienes sí lo desean; Dezba y su bebé nos necesitan.
–¡Ya basta de mentiras! –vociferó la adivina–. Sabemos lo que han hecho.
Yara sacudió las orejas, confusa, y miró a Jaci por si sabía algo. Esta ni le devolvió la mirada.
–Sea lo que sea que les haya dicho Quidel, es mentira –aseguró Jaci.
–¿Quidel? –murmuró Yara–. Hermana, ¿qué sucede? Parece que aquí hay gato encerrado.
–Caímos en alguna trampa. Nos calumnian para sacarnos de aquí.
–No –negó Quidel–, nunca dije nada malo de tu hermanita blanquita, zino de ti. Fzt, fzt.
–¡Quidel, deja de hablar o no saldrás bien parado!
–Ay, vaya, ¡una amenaza! –dijo la adivina señalando a Jaci–. ¿Lo ven, gente de Balam? ¿Esa es la actitud de una mensajera de la paz? No, no, no. –Dio unas cuantas zancadas hasta situarse a un lado de Quidel y le dio a este una palmada en la espalda–. Este chico ha estado metido en cosas turbias por órdenes de directas de esa sucia gata negra. Ella lo forzó a cometer los peores pecados contra su propia gente.
–Yo jamás lo forcé a nada –replicó Jaci.
–Hermana, recuerda: siempre calmada –le susurró Yara, aunque esta misma tenía dificultades para no sucumbir a los nervios.
–Habla, joven Quidel –pidió la adivina–, confiesa lo que hiciste. Hazlo para hallar tu salvación.
«¿Salvación?», me indigné. «Morirá de un modo u otro», decidí, con el llanto de una madre aún reverberando desde mi memoria.
Unos segundos transcurrieron mientras Quidel se hacía el interesante.
–Zí, bueno, verán –empezó–, unoz díaz atráz, cuando llegaron loz orejaz largaz, Yolotzin también llegó azí como que raro. Raro, bien raro. Fzt, fzt. Puez eztaba enfermo… Digo, maldito ya. Fui a dezirle que deje de mirarle la colita a mi linda y prezioza Zayen, como ziempre, pero ze fue a reunir con Jazi, y dije yo: «Yo por ahí no pazo. Fzt, fzt». Un día dezpuéz, la propia Jazi me vizita y me haze una propuezta indizente. Me amenazó con amenazaz terriblez, de verdad de veritaz. Fzt, fzt. Ezo para que yo le diera matarile a Yolotzin y dejara el cuerpo escondidito por ahí, pero en el río para que contaminara el agua para ezo de la bañeashion. Azí todoz uztedez ze contagiarán también y así Yara ze haría la bonita zanándoloz a todoz, para que crean que ya la adivina no tiene nada que hazer en Balam. Como zi no fuera zufiziente, imagínenze, me pidió meter zizaña para que la adivina ze peleara con los orejaz largaz, que también le faztidiaban sus planez malévoloz.
»Mala zuerte fue que Zacaríaz metía zuz narizez en todoz ladoz y me ezcuchó ziendo zhantajeado otra vez por Jazi haze un ratote, de verdad de veritaz. Fzt, fzt. Jazi me obligó a ir traz zu colita y darle matarile también… Fzt, fzt.
Su confesión terminó y los murmullos comenzaron. Yara contempló el público del que pululaba el odio y la decepción, y respiró profundo.
–Señora adivina –empezó con tono cordial–, no voy a enojarme por esto, pero le advierto que las mentiras se descubren tarde o temprano. En algún momento todos descubrirán que el joven Quidel está mintiendo, pues Jaci y yo somos incapaces de esto… –Se volvió hacia su hermana y la mirada de esta desvió sus pensamientos–. ¿Hermana?
–Ah, sí, somos inocentes –contestó Jaci con las manos y labios temblorosos, y con los ojos humedecidos.
–¿Hermana? –repitió Yara, empezando a preocuparse por lo que entrevía en la mirada de su hermana, esa mirada que muy bien conocía, una mirada cargada de culpa. Yara abrió los ojos y sus cejas se arquearon–. Dime que no es cierto –pidió, casi un ruego–. Por favor, hermana, mírame a los ojos y dime que no es verdad nada de lo que dice.
Jaci al fin se atrevió a mirar a los ojos de Yara. Encontrar en Yara sospechas y un inmerecido deseo de creer en su sangre derribó sus defensas. Jaci ya no pudo contener las lágrimas.
–No, no, no… –negaba Yara, retrocediendo con una mezcla de emociones perforándole el interior–. ¿Qué hiciste, Jaci? –preguntó con un hilo de voz. Las lágrimas se desbordaron también de sus ojos–. ¡¿Qué estupidez hiciste?!
–¡Yo no lo obligué a nada! –balbuceó Jaci en una torpe defensa–. No quería que matara a nadie. Todos iban a ser sanados por ti y todo estaría bien. Pero todo se salió de control, y Quidel se excedió por sus malditos celos y… –El nudo en su garganta obstruyó sus palabras.
–Aun así, ¿tampoco lo detuviste…?
Jaci no respondió. Ese silencio fue incluso más doloroso para Yara que cualquier mentira obvia.
–Siempre salvamos los pueblos mediante la paz, sin recurrir… a esto.
–¿Mediante la paz? –farfulló de pronto Jaci, sobresaltando a su hermana–. ¿De verdad crees que las palabras y tu magia son suficientes? No sigas siendo ingenua. ¡Tus predicaciones jamás bastaron! Mira a tu alrededor: la mayoría sigue creyendo aquí en las viejas costumbres porque aún no hice mi trabajo. Siempre, siempre… Yo siempre completé lo que intentabas. Cada conflicto que resolviste, cada mal que eliminaste… Yo avivé cada chispa que había para que apagaras el incendio.
–¡¿Pero por qué ir tan lejos?! –chilló Yara–. No… ¡no tiene sentido! Tú solo…
–Yo me encargué de acabar con el odio y el egoísmo de las personas. Nadie entiende realmente a nadie si no ha sufrido algo similar. Nadie aceptará la vida pacífica que promovemos si no ha sentido en sus carnes el peor dolor de la guerra. Quemé los deseos de gloria de los guerreros y la fe de quienes creían en dioses macabros. Gracias a mí, ¡gracias a mí…!, las personas adoptaron nuestra paz. El dolor es el único maestro que nunca se olvida.
Yara mantenía sus puños apretados y los hombros le temblaban.
–No, Jaci –logró articular–. El sufrimiento solo genera más sufrimiento. Deberías saberlo. Nuestra madre…
–Murió porque nadie sintió su dolor.
–Murió porque nadie la ayudó como noso… como yo hago. –Endureció su mirada y la fijó en Jaci–. Debemos ser la salvación. Sanarlos a todos, protegerlos a todos, guiarlos con amor, sacrificándonos por los demás.
–No, hermana. Ese camino de mártir está mal. Si sigues sobreprotegiendo a los demás como siempre haces, serás tú quien no terminará bien. Y yo no voy a permitir que eso te suceda.
Tomó su tótem, que respondió al tacto desprendiendo un aura violeta terrorífica, y lo apuntó a la adivina, causando conmoción. Xana y yo nos preparamos para atacarla. No obstante, los nekos detrás de mí se agitaron pretendiendo salir, especialmente Miriam.
–¡Cálmense! –les dije, interponiéndome en el umbral–. ¿Qué piensan que van a hacer? Es peligroso salir.
–¿Para quiénez? Ffft, ffft –replicó un neko justo antes de doblarse en un ataque de tos. Algunas gotas de sangre tocaron el suelo, avivando sus temores.
–Para ezo noz enzerraron –abdujo otro–. Para dejarnoz morir ahí zin pegarle la mugre a nadie máz. Fzt, fzt. ¡Veo que ezta enfermedad ez máz fuerte que todoz loz guerreroz y le tienen miedo!
–Queremos sanarlos a todos al mismo tiempo –repliqué–. Para eso es la sopa mágica.
–¡Y ezperaz que te creamoz, orejaz largaz! Ni te comozemoz. A laz chamanaz zí creímoz que laz conocíamoz y zon embuzteraz. ¡Noz quieren muertoz a todoz! Debemoz zalir de Balam antez de que noz maten aquí.
Paralelamente, Xana fue impedida por su propia contrariedad que desembocó en mareos. Nunca antes había odiado la vida en su vientre. Pero esa vida significaba el fin, al menos temporal, de su vida como aventurera, de estar con la persona a la que pretendía salvar guiándolo por un mejor camino. Eso lo sabía muy bien. Por eso ella había deseado… Pero no podía pensar en eso ahora. Debía esforzarse en mantenerse en pie para intervenir en el problema que también se gestaba delante de ella, un problema que, a su pesar, consumía inexorablemente toda posibilidad de pacificar Balam.
–Jamás forcé a Quidel a asesinar –se defendió Jaci, su figura difuminándose dentro del fuego púrpura que la envolvía–; fue él quien se excedió cuando le pedí encargarse. Pero a ti, farsante, sí te mataré yo misma porque tú…
–¡No se queden mirando con el hocico abierto! –chilló una aterrada adivina–. ¡Atáquenla!
Nekos se abalanzaron y fueron abatidos por el sufrimiento proveído por la magia de tormento, magia alimentada por los recuerdos y las cicatrices en el alma de Jaci y su madre. Los gritos contaminaron el aire y las estrellas se perdieron tras un manto de nubes. Los dioses apartaban la mirada.
Amplifiqué todo mi éter, fortaleciendo y sobrecargando mi cuerpo. Mis músculos protestaron por la energía ardiente que los imbuía. Apreté los dientes y me convertí en un muro frente a los nekos de la casa comunal, pero sus espíritus no se doblegaban ante mí. Querían escapar, querían buscar la salvación fuera, y Miriam quería solamente matar con sus propias garras a los dos que le arrebataron a su hijo, sin importarle nada más.
«Escaparán», temía, «escaparán, contagiarán a otros y la enfermedad matará a muchos». Esa posibilidad me aterraba. Yo fracasaría de nuevo. No quería eso. Quería gritar. Quería llorar. Quería tener la fuerza para detenerlo todo.
Acrecenté aún más mi poder. El dolor castigó mi cuerpo. Y derribé a casi todo el grupo de nekos delante de mí.
Entonces una única neko corrió por un lado aprovechando la abertura que dejé. Me interpuse de un salto veloz. Ella aceleró el paso, alzó sus manos convertidas en garras, con su mirada atrapada en el frenesí bestial de su raza, y rugió.
El rugido murió casi al instante, interrumpido por una tos con la que también escapó sangre.
Instintivamente, supe que esa sangre podría enfermarme y matarme.
Instintivamente, me protegí liberando mi poder en una poderosa onda explosiva.[1]
La energía pulverizó la sangre y golpeó con brutalidad el rostro de la neko. El impacto la impelió, haciéndola girar hacia atrás, y cayó con su cabeza desprendiendo humo y con su cuello en un ángulo imposible.
¿Qué…?
¿Qué había hecho?
Yo…
¿Yo…?
¿Yo acababa de…?
«No mires», me ordenó el lado más frío dentro de mí, con su dureza buscando protegerme de la realidad. «No mires quién es, ni quiénes son los dos que la llorarán. Mira la oportunidad».
Aquellos nekos se habían callado y nadie más intentó correr. Me miraban, con la cautela inspirada por el terror y la sorpresa.
–Yo soy el más fuerte –anuncié con gravedad, y con mi cuerpo empezando a irradiar luz y poder– y ningún mal podrá siquiera tocarme. Mientras estén conmigo, estarán a salvo. Si me desafían, morirán.
Adentrándose en el frenesí característico de su raza, Jaci movió su tótem y conjuró una saeta etérea y feroz que garantizaba muerte. La adivina era su presa.
–¡Desaparece, engatusadora! –rugió Jaci.
–¡No! –exclamó Yara alzando su propio tótem.
Una cálida barrera de fuego azul se levantó entre la adivina y Jaci. La saeta desaceleró y se difuminó al adentrarse en ella, pero persistía deseosa de robar la vida de la adivina.
–Jaci, yo… –mascullaba Yara con un esfuerzo sobrehumano– no dejaré… que sigas… este camino… Yo… ¡te protegeré de ti misma!
En respuesta al ferviente amor fraternal en sus palabras, la barrera refulgió con mayor intensidad y repelió la saeta mágica.
Nadie pudo prever que el proyectil se desviaría entonces hacia el corazón desprotegido de la propia Yara.
El relampagueante sufrimiento concentrado que la azotó detuvo su corazón para siempre. Su cuerpo cayó de bruces y su magia se extinguió junto con su vida.
–Hermana… –balbuceó Jaci volviendo en sí misma, su mirada atrapada en el nuevo cadáver, aún incapaz de asimilar el desenlace.
Xana atravesó el cráneo de Jaci con la lanza benigna[2], arrojando a la chamana al indoloro mundo de la inconsciencia y posponiendo así el sufrimiento que la esperaría hasta su despertar.
Xana y Aylizz regresaron, aunque con una mirada que había visto algo terrible. Llamaron a los padres de Zacaríaz, pero yo les seguí por metiche. Nos dirigimos hacia una de las habitaciones de la choza, cada paso alimentando la tensión que intuía una revelación trágica.
Y en nuestro destino encontramos sobre una cama el cadáver de un neko. Uno que, a mi pesar, reconocí.
–No –exhaló Miriam con dificultad, mientras que Józef, el papi neko, permanecía preso en la perplejidad–. No es él –dijo ella, con su voz casi rompiéndose–. Mi minino… –siguió con un hilo de voz mientras se acercaba, dubitativa.
Miriam se quedó paralizada al estar a un par de metros de aquel cuerpo sin vida. Un segundo, hizo una mueca de dolor. Dos segundos, soltó un débil gimoteo y las lágrimas dibujaron dos surcos húmedos en las mejillas. Cuatro segundos, un grito desgarrador atravesó nuestros oídos como primera nota de un réquiem de lágrimas y lamentos maternales.
Decidí escapar de allí. Había que calmar a los otros nekos que habrían escuchado aquello sin entender nada.
–¿Y qué zantaz peluzaz le pazó a eze penco? Fzt, fzt –preguntó Hauzini, obstaculizándome la entrada de la habitación, exhibiendo su lado metiche como yo.
Recibió una fulminante mirada de Xana. Hauzini y yo mismo vimos un escalofriante instinto asesino que nadie esperó ver arder en la negrura de sus pupilas. Esta, sin embargo, cambió aquello por tristeza.
–¡Hauzini! –escuchamos desde el exterior. Era la adivina.
Hauzini observó con una expresión inescrutable el cadáver y luego se marchó con largas zancadas.
Miriam continuó en silencio sus sollozos, con Józef a su lado mostrando una torpeza en sus intentos de consolarla cuando él mismo necesitaba consuelo.
Xana, luego de explicar lo poco que sabía sobre el motivo por el que Zacaríaz fue asesinado, se mantuvo apartada, recostada de espalda en una pared.
–¿Por qué? Ffft, ffft.
La pregunta inesperada transmitida en un susurro me arrancó de mi ensimismamiento. Era Józef, cuyos ojos delataban la necesidad que lo había acercado en busca de respuestas para su pérdida.
–¿Por qué tenía que pasar ezto? Erez el Gran Ezpíritu. Debíaz protegernoz. Ffft, ffft.
Apreté los labios y me crucé de brazos. El juego había perdido su esencia de diversión. Ellos necesitaban un justiciero.
Yo necesitaba serlo o no podría enfrentar su mirada.
–No morirá en vano –aseguré–. Su espíritu ahora es parte de algo más grande. Y los responsables de su partida pagarán con sus propias vidas. Los que asesinan inocentes… merecen la muerte; esa es la justicia verdadera y por la que lucho.
Noté la mirada de Xana puesta en mí, pero también decidí huir de ella. Me di la vuelta y salí de la habitación.
Me detuve en seco.
El neko rechonchito estaba allí, observando, aún protegido por la inocencia de la incomprensión, un velo que empezaba a caerse como tiras desgarradas por los sollozos de su madre.
Me alejé de la habitación antes de que también tuviera que ver su mirada afligida.
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–¿Oh? ¿Y este pobre chico que hace ahí? –preguntó Yara, compadeciéndose del asesino aprisionado en las ramas al que se acercaban.
–No lo sé –murmuró, repentinamente tensa, su hermana Jaci.
–Bueno, no te preocupes, hermana. Hemos resuelto problemas peores.
Ambas continuaron caminando hacia él, incómodas por las atentas miradas de los demás nekos en el área, nekos bárbaros. Entonces advirtieron la presencia de la adivina, que las esperaba con una amplia sonrisa. Casi ni notaron a Xana, al lado de Quidel, ni a mí en la puerta trasera de la casa comunal, bloqueándole la salida a Miriam y a otros nekos metiches que, al enterarse del final de Zacaríaz, estaban deseosos de cobrar venganza.
–Entonces… no fuimos llamadas para colaborar en la curación de nadie –comprendió Yara con una sonrisa triste–. Por favor, no queremos problemas con ustedes. Únicamente queremos ayudarlos, especialmente sanarlos de la enfermedad que los está matando. –No se dejó perturbar por los improperios que sonaron.
–¿De qué eztá hablando eza piruja? Fzt, fzt –siseó uno de los nekos detrás de mí. Pero no necesitó que le respondieran. Los siguientes murmullos que sonaron tras de mí me confirmaron que dedujeron la terrible verdad que corría por sus venas.
Recubrí mi piel con una delgada capa de éter que repeliera cualquier infección que se deslizara en el aire.
–Pero si no quieren nuestra ayuda –prosiguió Yara–, permítannos ayudar a quienes sí lo desean; Dezba y su bebé nos necesitan.
–¡Ya basta de mentiras! –vociferó la adivina–. Sabemos lo que han hecho.
Yara sacudió las orejas, confusa, y miró a Jaci por si sabía algo. Esta ni le devolvió la mirada.
–Sea lo que sea que les haya dicho Quidel, es mentira –aseguró Jaci.
–¿Quidel? –murmuró Yara–. Hermana, ¿qué sucede? Parece que aquí hay gato encerrado.
–Caímos en alguna trampa. Nos calumnian para sacarnos de aquí.
–No –negó Quidel–, nunca dije nada malo de tu hermanita blanquita, zino de ti. Fzt, fzt.
–¡Quidel, deja de hablar o no saldrás bien parado!
–Ay, vaya, ¡una amenaza! –dijo la adivina señalando a Jaci–. ¿Lo ven, gente de Balam? ¿Esa es la actitud de una mensajera de la paz? No, no, no. –Dio unas cuantas zancadas hasta situarse a un lado de Quidel y le dio a este una palmada en la espalda–. Este chico ha estado metido en cosas turbias por órdenes de directas de esa sucia gata negra. Ella lo forzó a cometer los peores pecados contra su propia gente.
–Yo jamás lo forcé a nada –replicó Jaci.
–Hermana, recuerda: siempre calmada –le susurró Yara, aunque esta misma tenía dificultades para no sucumbir a los nervios.
–Habla, joven Quidel –pidió la adivina–, confiesa lo que hiciste. Hazlo para hallar tu salvación.
«¿Salvación?», me indigné. «Morirá de un modo u otro», decidí, con el llanto de una madre aún reverberando desde mi memoria.
Unos segundos transcurrieron mientras Quidel se hacía el interesante.
–Zí, bueno, verán –empezó–, unoz díaz atráz, cuando llegaron loz orejaz largaz, Yolotzin también llegó azí como que raro. Raro, bien raro. Fzt, fzt. Puez eztaba enfermo… Digo, maldito ya. Fui a dezirle que deje de mirarle la colita a mi linda y prezioza Zayen, como ziempre, pero ze fue a reunir con Jazi, y dije yo: «Yo por ahí no pazo. Fzt, fzt». Un día dezpuéz, la propia Jazi me vizita y me haze una propuezta indizente. Me amenazó con amenazaz terriblez, de verdad de veritaz. Fzt, fzt. Ezo para que yo le diera matarile a Yolotzin y dejara el cuerpo escondidito por ahí, pero en el río para que contaminara el agua para ezo de la bañeashion. Azí todoz uztedez ze contagiarán también y así Yara ze haría la bonita zanándoloz a todoz, para que crean que ya la adivina no tiene nada que hazer en Balam. Como zi no fuera zufiziente, imagínenze, me pidió meter zizaña para que la adivina ze peleara con los orejaz largaz, que también le faztidiaban sus planez malévoloz.
»Mala zuerte fue que Zacaríaz metía zuz narizez en todoz ladoz y me ezcuchó ziendo zhantajeado otra vez por Jazi haze un ratote, de verdad de veritaz. Fzt, fzt. Jazi me obligó a ir traz zu colita y darle matarile también… Fzt, fzt.
Su confesión terminó y los murmullos comenzaron. Yara contempló el público del que pululaba el odio y la decepción, y respiró profundo.
–Señora adivina –empezó con tono cordial–, no voy a enojarme por esto, pero le advierto que las mentiras se descubren tarde o temprano. En algún momento todos descubrirán que el joven Quidel está mintiendo, pues Jaci y yo somos incapaces de esto… –Se volvió hacia su hermana y la mirada de esta desvió sus pensamientos–. ¿Hermana?
–Ah, sí, somos inocentes –contestó Jaci con las manos y labios temblorosos, y con los ojos humedecidos.
–¿Hermana? –repitió Yara, empezando a preocuparse por lo que entrevía en la mirada de su hermana, esa mirada que muy bien conocía, una mirada cargada de culpa. Yara abrió los ojos y sus cejas se arquearon–. Dime que no es cierto –pidió, casi un ruego–. Por favor, hermana, mírame a los ojos y dime que no es verdad nada de lo que dice.
Jaci al fin se atrevió a mirar a los ojos de Yara. Encontrar en Yara sospechas y un inmerecido deseo de creer en su sangre derribó sus defensas. Jaci ya no pudo contener las lágrimas.
–No, no, no… –negaba Yara, retrocediendo con una mezcla de emociones perforándole el interior–. ¿Qué hiciste, Jaci? –preguntó con un hilo de voz. Las lágrimas se desbordaron también de sus ojos–. ¡¿Qué estupidez hiciste?!
–¡Yo no lo obligué a nada! –balbuceó Jaci en una torpe defensa–. No quería que matara a nadie. Todos iban a ser sanados por ti y todo estaría bien. Pero todo se salió de control, y Quidel se excedió por sus malditos celos y… –El nudo en su garganta obstruyó sus palabras.
–Aun así, ¿tampoco lo detuviste…?
Jaci no respondió. Ese silencio fue incluso más doloroso para Yara que cualquier mentira obvia.
–Siempre salvamos los pueblos mediante la paz, sin recurrir… a esto.
–¿Mediante la paz? –farfulló de pronto Jaci, sobresaltando a su hermana–. ¿De verdad crees que las palabras y tu magia son suficientes? No sigas siendo ingenua. ¡Tus predicaciones jamás bastaron! Mira a tu alrededor: la mayoría sigue creyendo aquí en las viejas costumbres porque aún no hice mi trabajo. Siempre, siempre… Yo siempre completé lo que intentabas. Cada conflicto que resolviste, cada mal que eliminaste… Yo avivé cada chispa que había para que apagaras el incendio.
–¡¿Pero por qué ir tan lejos?! –chilló Yara–. No… ¡no tiene sentido! Tú solo…
–Yo me encargué de acabar con el odio y el egoísmo de las personas. Nadie entiende realmente a nadie si no ha sufrido algo similar. Nadie aceptará la vida pacífica que promovemos si no ha sentido en sus carnes el peor dolor de la guerra. Quemé los deseos de gloria de los guerreros y la fe de quienes creían en dioses macabros. Gracias a mí, ¡gracias a mí…!, las personas adoptaron nuestra paz. El dolor es el único maestro que nunca se olvida.
Yara mantenía sus puños apretados y los hombros le temblaban.
–No, Jaci –logró articular–. El sufrimiento solo genera más sufrimiento. Deberías saberlo. Nuestra madre…
–Murió porque nadie sintió su dolor.
–Murió porque nadie la ayudó como noso… como yo hago. –Endureció su mirada y la fijó en Jaci–. Debemos ser la salvación. Sanarlos a todos, protegerlos a todos, guiarlos con amor, sacrificándonos por los demás.
–No, hermana. Ese camino de mártir está mal. Si sigues sobreprotegiendo a los demás como siempre haces, serás tú quien no terminará bien. Y yo no voy a permitir que eso te suceda.
Tomó su tótem, que respondió al tacto desprendiendo un aura violeta terrorífica, y lo apuntó a la adivina, causando conmoción. Xana y yo nos preparamos para atacarla. No obstante, los nekos detrás de mí se agitaron pretendiendo salir, especialmente Miriam.
–¡Cálmense! –les dije, interponiéndome en el umbral–. ¿Qué piensan que van a hacer? Es peligroso salir.
–¿Para quiénez? Ffft, ffft –replicó un neko justo antes de doblarse en un ataque de tos. Algunas gotas de sangre tocaron el suelo, avivando sus temores.
–Para ezo noz enzerraron –abdujo otro–. Para dejarnoz morir ahí zin pegarle la mugre a nadie máz. Fzt, fzt. ¡Veo que ezta enfermedad ez máz fuerte que todoz loz guerreroz y le tienen miedo!
–Queremos sanarlos a todos al mismo tiempo –repliqué–. Para eso es la sopa mágica.
–¡Y ezperaz que te creamoz, orejaz largaz! Ni te comozemoz. A laz chamanaz zí creímoz que laz conocíamoz y zon embuzteraz. ¡Noz quieren muertoz a todoz! Debemoz zalir de Balam antez de que noz maten aquí.
♆ ✧
Paralelamente, Xana fue impedida por su propia contrariedad que desembocó en mareos. Nunca antes había odiado la vida en su vientre. Pero esa vida significaba el fin, al menos temporal, de su vida como aventurera, de estar con la persona a la que pretendía salvar guiándolo por un mejor camino. Eso lo sabía muy bien. Por eso ella había deseado… Pero no podía pensar en eso ahora. Debía esforzarse en mantenerse en pie para intervenir en el problema que también se gestaba delante de ella, un problema que, a su pesar, consumía inexorablemente toda posibilidad de pacificar Balam.
–Jamás forcé a Quidel a asesinar –se defendió Jaci, su figura difuminándose dentro del fuego púrpura que la envolvía–; fue él quien se excedió cuando le pedí encargarse. Pero a ti, farsante, sí te mataré yo misma porque tú…
–¡No se queden mirando con el hocico abierto! –chilló una aterrada adivina–. ¡Atáquenla!
Nekos se abalanzaron y fueron abatidos por el sufrimiento proveído por la magia de tormento, magia alimentada por los recuerdos y las cicatrices en el alma de Jaci y su madre. Los gritos contaminaron el aire y las estrellas se perdieron tras un manto de nubes. Los dioses apartaban la mirada.
☬ ❈ ✾
Amplifiqué todo mi éter, fortaleciendo y sobrecargando mi cuerpo. Mis músculos protestaron por la energía ardiente que los imbuía. Apreté los dientes y me convertí en un muro frente a los nekos de la casa comunal, pero sus espíritus no se doblegaban ante mí. Querían escapar, querían buscar la salvación fuera, y Miriam quería solamente matar con sus propias garras a los dos que le arrebataron a su hijo, sin importarle nada más.
«Escaparán», temía, «escaparán, contagiarán a otros y la enfermedad matará a muchos». Esa posibilidad me aterraba. Yo fracasaría de nuevo. No quería eso. Quería gritar. Quería llorar. Quería tener la fuerza para detenerlo todo.
Acrecenté aún más mi poder. El dolor castigó mi cuerpo. Y derribé a casi todo el grupo de nekos delante de mí.
Entonces una única neko corrió por un lado aprovechando la abertura que dejé. Me interpuse de un salto veloz. Ella aceleró el paso, alzó sus manos convertidas en garras, con su mirada atrapada en el frenesí bestial de su raza, y rugió.
El rugido murió casi al instante, interrumpido por una tos con la que también escapó sangre.
Instintivamente, supe que esa sangre podría enfermarme y matarme.
Instintivamente, me protegí liberando mi poder en una poderosa onda explosiva.[1]
La energía pulverizó la sangre y golpeó con brutalidad el rostro de la neko. El impacto la impelió, haciéndola girar hacia atrás, y cayó con su cabeza desprendiendo humo y con su cuello en un ángulo imposible.
¿Qué…?
¿Qué había hecho?
Yo…
¿Yo…?
¿Yo acababa de…?
«No mires», me ordenó el lado más frío dentro de mí, con su dureza buscando protegerme de la realidad. «No mires quién es, ni quiénes son los dos que la llorarán. Mira la oportunidad».
Aquellos nekos se habían callado y nadie más intentó correr. Me miraban, con la cautela inspirada por el terror y la sorpresa.
–Yo soy el más fuerte –anuncié con gravedad, y con mi cuerpo empezando a irradiar luz y poder– y ningún mal podrá siquiera tocarme. Mientras estén conmigo, estarán a salvo. Si me desafían, morirán.
♆ ✧
Adentrándose en el frenesí característico de su raza, Jaci movió su tótem y conjuró una saeta etérea y feroz que garantizaba muerte. La adivina era su presa.
–¡Desaparece, engatusadora! –rugió Jaci.
–¡No! –exclamó Yara alzando su propio tótem.
Una cálida barrera de fuego azul se levantó entre la adivina y Jaci. La saeta desaceleró y se difuminó al adentrarse en ella, pero persistía deseosa de robar la vida de la adivina.
–Jaci, yo… –mascullaba Yara con un esfuerzo sobrehumano– no dejaré… que sigas… este camino… Yo… ¡te protegeré de ti misma!
En respuesta al ferviente amor fraternal en sus palabras, la barrera refulgió con mayor intensidad y repelió la saeta mágica.
Nadie pudo prever que el proyectil se desviaría entonces hacia el corazón desprotegido de la propia Yara.
El relampagueante sufrimiento concentrado que la azotó detuvo su corazón para siempre. Su cuerpo cayó de bruces y su magia se extinguió junto con su vida.
–Hermana… –balbuceó Jaci volviendo en sí misma, su mirada atrapada en el nuevo cadáver, aún incapaz de asimilar el desenlace.
Xana atravesó el cráneo de Jaci con la lanza benigna[2], arrojando a la chamana al indoloro mundo de la inconsciencia y posponiendo así el sufrimiento que la esperaría hasta su despertar.
(☞°∀°)☞ OFFROL ☜(°∀°☜)
[1] Habi activa nvl 1: Choque centelleante, una onda de choque potente de corto alcance.
[2] Encantamiento de Wehmut: Castigo, para que la lanza solo cause una muerte que dura un turno.
[2] Encantamiento de Wehmut: Castigo, para que la lanza solo cause una muerte que dura un turno.
Rauko
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Re: Plegarias gatunas, nyan~ [Trabajo]
Pareció que el tiempo se detuviese por unos instantes en el silencio que siguió a los desgarradores gritos de Miriam. Quién no habría comprendido que hubiera querido negar lo evidente en un básico instinto por no aceptar una insoportable verdad. No obstante, Hauzini volvió a ponerlo en marcha cuando irrumpió en la sala con afán de captar la atención, aunque la marionetista que movía sus hilos alzó la voz en su nombre desde el exterior, no haciendo falta más que pronunciarlo para que la neko acudiera a la llamada. Y quizás aquello fue lo mejor que pudo pasar para dejar a la familia en intimidad con su dolor.
Tras las palabras de dudoso consuelo que Rauko les dedicó, la barbie cocinitas abandonó la estancia después de él. Las circunstancias se habían llegado a enturbiar hasta el punto de cuestionarse si debía continuar implicándose en aquello, cuando ni siquiera había podido comprobar si el remedio en sopa habría dado resultado. Suspiró, sopesando para sí que tal vez ya estaba metida hasta el fondo del fango. Entonces el rumor de los murmullos que recorrían las cercanías de la cabaña comenzó a cubrirlo todo alrededor, notándose a su vez cómo la energía del ambiente se enrarecía. La elfa buscó con los ojos en la dirección a la que llevaban todas las miradas, dando con las figuras de las chamanas al otro lado del camino, apostadas junto al preso. No pudo hacer mucho más que avanzar un par de pasos, antes de que la voz de la adivina se alzara por encima de todas las demás, en una férrea acusación contra las hermanas. Y finalmente, Quidel comenzó a maullar.
Los ánimos se encontraban cada vez más crispados y los nekos en cuarentena comenzaban a impacientarse. Impulsados bien por el temor y el irremediable instinto de preservación, se decidieron a replicar y tratar de salir del gran salón sin atender a explicaciones. Nadie podría culparlos, después de haber contemplado la verdad revelada ante sus ojos sobre aquellas en quienes habían depositado mucho más que su confianza, su fé y guía de vida. Sin embargo, la muchedumbre enmudeció cuando el fuego púrpura comenzó a cubrir todo alrededor.
Aylizz sintió turbarse las energías que envolvían Balam y un punzante calambre brotó desde el bajo pecho, que se sintió como una puñalada. Y aunque la reacción inconsciente le incitó a ello, fue como si el dolor le impidiera hasta tomar aire para gritar. Todavía encogida por la contracción muscular, alzó la mirada y la clavó en el tótem del que brotaba la magia. Era mucho más que siniestra o perturbadora, podía sentirse cercana a la oscuridad, pero lo cierto era que llegó a reconocer ciertas sensaciones familiares al transitar por ella. Pérdida, vacío, dolor. El cielo pareció sentirlo asimismo, porque llegados a tal punto se oscureció. Entonces se dio cuenta. Otra energía se había revuelto, esta vez más conocida, y al volver la vista hacia la cabaña pudo reconocerla en Rauko. Parecía poder contener a la masa en su lugar, pero de alguna manera su intuición le decía que la paciencia del elfo terminaría por agotarse. Si no lo hubiera hecho ya.
–¡Desaparece, engatusadora!
–¡No!
Nadie pudo evitar el fatal desenlace. Todo quedó en silencio unos instantes, hasta que los primeros murmullos se hicieron notar, cuestionando si de verdad la chamana yacía muerta. Aunque cualquiera que se fijara en su hermana podría entender que no podía haber dudas al respecto. Y siendo así, Xana fue acertadamente precavida al reducir a Jaci, antes de que su reacción al shock hubiera provocado que todo acabase envuelto en llamas.
Aylizz se mantuvo expectante unos momentos, al igual que los nekos de alrededor. Debía reconocer que se encontraba ligeramente deseosa de ver quién osaría intervenir y tomar la dirección de la situación, dadas las circunstancias. De un rápido vistazo alrededor comprobó que, hasta el momento, quien ostentaba la mayor autoridad de la aldea no había tenido a bien dejarse ver, cuestión que tampoco pareció pasarle desapercibida a unos cuantos más. En el aire comenzaron a quedar planteadas dudas acerca de la conveniencia de dar aviso al cacique o sobre dónde podría encontrarse, teniendo en cuenta que la mayor parte de los aldeanos habían sido convocados a la casa comunal. Algunos, incluso, se atrevieron a dar sibilinos pasos y acercarse al lugar para contemplar los cuerpos tendidos en el suelo.
Sin apartar la contemplativa mirada de las chamanas, la elfa concluyó para sí que, sin lugar a dudas, en Balam había, por lo menos, una persona a quien aquello le facilitaba las cosas. Y no pudo evitar esbozar una cínica sonrisa cuando la adivina dio un paso al frente para delimitar la zona, haciendo retroceder a quienes se hubieran adelantado de más, presentándose dispuesta a tomar el mando, finalmente, para sorpresa de nadie. Al menos para ella no. ¿Sería que de repente había brotado en ella el don de la adivinación? Entrecerró los ojos y clavó su inquisitiva mirada en la vidente mientras rodeaba a cuantos parecían unirse a la congregación, acortando las distancias con la vidente hasta ponerse tras de sí. Supo que reparó en su presencia porque advirtió su mirada de soslayo.
–En la tierra había dos flores, una marchita y otra de nieve…– susurró entonces las palabras que dictaban el inicio de la profecía que días antes habían presenciado. –Viéndolas así– señaló a las hermanas con el mentón –no será difícil que los nekos asocien términos y empiecen a sacar conclusiones, ¿verdad? Hay que reconocer que ha sido una desgracia muy conveniente. Igual termino de creer en tus capacidades y todo…– rezongó sarcástica, cruzándose de brazos.
La falsa neko le dedicó una mirada con el ceño fruncido antes de cubrir a la difunta con una sábana y con un gesto indicó a unos cuantos que se la llevaran. La elfa siguió con la mirada hacia donde, hasta comprobar que se dirigían al montículo presidido por el tótem. Entonces la adivina se volvió hacia Xana, que se había mantenido preventivamente junto a la chamana inconsciente.
–Como veo que te has tomado la molestia de noquearla, de esta te encargas tú, ¿no es así?– antes de que la elfa pudiera articular palabra o gesto alguno añadió, esbozando una más que ensayada sonrisa –Lo suponía, gracias.
Con clara disposición a dar media vuelta y alejarse de ellas, se detuvo un momento a observar cómo, sin haberlo ordenado, se había dispuesto una improvisada procesión tras los pasos de aquellos que cargaban el cuerpo de Yara. Y a juzgar por el gesto en su rostro, no pareció que sintiera simpatía alguna por aquella espontánea reacción. Después reparó en otro pequeño grupo que permanecía expectante, como si esperaran que les permitiera seguir con sus vidas. La adivina frunció el ceño, como si también la presencia de aquellos le molestase. Forzando una expresión compasiva, se detuvo ante ellos unos minutos antes de continuar con su intención de marcharse de allí.
–Decidme, ¿en qué puedo ayudaros? Pese a que esas dos farsantes lo han intentado hasta el final, nunca he dejado de estar aquí para serviros, gente de Balam. El Tigre lo dispuso al poner esta aldea en mi camino. Por supuesto entiendo que, en estos momentos más que en cualquier otro, necesitéis guía y consejo.
–Ay pues si, si, señora mía, si.– no dudó en responder una nekita de pelaje gris y facciones arrugadas, que se tomó la libertad de agarrarla del brazo –De veras que ha sido dramático, si, si. Y que muchos aquí van a lamentar que la señora blanca laya espichao, si, si.– continuó, tirando de sí insistentemente, aunque con sutileza, tratando de dirigirla hacia la cabaña comunal. –Pero más somos los que nos preocupamos por tos esos de ahí dentro. Que, si ya unos cuantos han sucumbido, pues ¿cuántos más lo harán?– finalmente la soltó para llevarse la mano al pecho, al tiempo que inspiraba profundamente, hinchando el abdomen y dilatándose las pupilas, humedeciéndosele la mirada. –Por favor, señora mía. Venga, venga.
–Ah, vaya, con que era eso. ¡Claro! Ahora que además contamos con la verdad, que esa Jaci maldita los envenenó a todos, pues no será más que un chis chas y todos sanados. Pero yo ahora debo poner en conocimiento de todo al jefe, porque al contrario que otras sí tengo presente cuál es mi lugar en esta, nuestra aldea, ¿no le parece?– tomándole de la mano, le dedicó unos golpecitos a modo de consuelo –¡Hauizini! ¿Dónde se habrá metido esa neka?– después depositó su mirada sobre Aylizz –Pero descuide, buena mujer. He podido comprobar que los remedios que la pareja de orejas largas trataba de dispensar a los enfermos cuenta con propiedades curativas más que eficaces, sólo que hace falta paciencia. Vaya, vaya con ella. Y que termine de repartir esa sopa.
Con un par de pequeños empujones terminó de quitársela de encima y dedicándole a la elfa una cínica sonrisa triunfal, finalmente dio media vuelta y abandonó el lugar. Antes de verse arrastrada por la neko canosa, a quien ya se la veía con toda la intención de replicar la técnica del candado con su antebrazo, le susurró a Xana.
–Tomaré el relevo ahí dentro, le diré a Rauko que venga.– desvió la mirada hacia la chamana inconsciente un momento –¿No despertará de repente?– la elfa acompañante negó con la cabeza –Retenedla en un lugar seguro, que no pueda escabullirse. También dudo que convenga que nadie la encuentre por ahora…– los tirones de brazo le hicieron notar que la impaciencia de la neko se agotaba –La adivina trama algo, seguro. Buscaré al cacique cuando acabe ahí dentro. Y a vosotros.
–Cuidado.
Aquella fue una advertencia muda mientras se alejaba, asumiendo ahora el peligro que los acechaba. Todo parecía un plan orquestado y movido por unos hilos que aun no podía ver.
Aylizz Wendell
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