De trasgos, goblins y otras bestias [Trabajo]
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De trasgos, goblins y otras bestias [Trabajo]
—Caramba, chiquilla —dijo Oswalda, la dueña del Posta Carpe, cuando vio a Valeria entrar por la puerta del pequeño establecimiento—, casi no te reconozco. ¿Cuánto hacía que no te dejabas ver por aquí?
Tras unos momentos haciendo memoria, ambas llegaron a la conclusión de que no se habían visto desde justo antes de la Pandemia, cuando Valeria aún trabajaba para Werner, por lo que dedicaron los momentos siguientes a ponerse al día.
—En fin, muchacha —concluyó Oswalda—, me alegro de que la enfermedad no te llevara. Ahora que me acuerdo, hay un sobre con tu nombre por aquí. Con el sello de esa escuela vuestra.
Al decir esto último, tocó disimuladamente la barra de madera con dos dedos cruzados antes de alejarse por una puerta lateral. Algunas cosas nunca cambiaban.
El Posta Carpe era una pequeña taberna cercana al puerto de Baslodia que, gracias al buen hacer de su propietaria, se había convertido en lugar de paso de toda la información que llegaba o salía de la ciudad, tanto por mar como por tierra. Era el lugar ideal para ponerse al día de las últimas novedades antes o después de un viaje. También, uno de los posibles lugares donde podían contactarla a una después de un par de meses fuera de las Islas.
—Llegó hace unas semanas —anunció Oswalda a su regreso, con un grueso sobre en las manos—, pero como ves, nadie lo ha abierto.
Valeria alabó educadamente la profesionalidad de Oswalda, aunque aquello era lo de menos, en realidad. Sin duda, había varios sobres como ese esperando en distintos puertos del continente, todos escritos en clave, por supuesto. El Hekshold no depositaría su confianza en un simple sello.
—¿Qué te pongo, niña? ¿Lo de siempre?
—¿Aún te acuerdas? —dijo Valeria, examinando su nombre escrito en el exterior del sobre. No reconoció la letra, pero eso no significaba nada.
—¡Pues claro, chiquilla! A esta cabecita mía no se le olvida nada. Salvo que ese sea el encargo, claro —añadió Oswalda con una carcajada.
Mientras Oswalda ponía a uno de sus muchachos a trabajar con el pedido, Valeria se sentó en una mesa vacía algo apartada del ajetreo de la entrada. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de abrir el sobre para descifrar su contenido, un hombre alto y ancho de hombros, con la cara surcada de cicatrices, un mandoble a su espalda y vestido con una cota de malla muy maltratada entró en el establecimiento y, tras situarse en el lugar más visible desde todos los ángulos de la sala, se dirigió a los presentes con voz potente.
—Mi nombre es Heidan Sartorius. Puede que algunos me conozcan como el Matatrasgos o el Azote de los Goblins.
Los susurros excitados que se propagaron entre las mesas de la taberna dieron a entender que, efectivamente, algunos de los presentes conocían esos sobrenombres. El tal Sartorius permitió que los cuchicheos continuaran durante unos segundos antes de alzar las manos para pedir silencio.
—Esta misma mañana, recibí una petición urgente de ayuda —dijo y, tras desenrollar un pliego de papel que había desenganchado de su cinturón, se dispuso a leer en voz alta el contenido, una petición desesperada que, al contrario de lo que sugerían sus anteriores palabras, no parecía haberle sido enviada a él en particular.
—Me dispongo a partir hacia Tasplan —añadió enrollando de nuevo el ajado escrito—, con tantos voluntarios como pueda reunir para auxiliar a esta pobre gente. ¿HAY ALGÚN VALIENTE EN LA SALA?
Valeria negó con la cabeza, más para sacudirse de encima la impresión causada por el inesperado grito que por el contenido de las palabras, y se dispuso a descifrar su propio pliego de papel. Por desgracia, el gesto llamó la atención de Heidan Sartorius.
—Al parecer, la dama no cree que haya hombres valientes en la sala —dijo con su potente chorro de voz.
Algunos cuchicheos nerviosos se tornaron en gestos avergonzados, pero otros de los rostros presentes reflejaban más ira que azoramiento.
—No dudo de la valentía de los presentes —dijo Valeria en tono apaciguador—, pero creo que hace falta algo más que valor para enfrentarse a la magia élfica.
—¿Magia élfica? —tronó Sartorius—. Hablamos de trasgos y goblins, pequeñas alimañas cuyo mayor peligro está en su costumbre de atacar en grupo.
—La carta dice que también hay golems. Tengo entendido que eso es magia élfica.
Los murmullos agitados se extendieron de nuevo por el local. Sartorius se aclaró sonoramente la garganta y cesaron al instante.
—¿Y qué harían unos elfos asociándose con esas sabandijas de las montañas? —preguntó en tono condescendiente. Cuando Valeria se encogió de hombros, adelantó su propia explicación—: Has de saber que los kobold, otra variedad de esa infame especie, tienen la capacidad de crear golems de roca.
Valeria, que no conocía ese dato, hizo un leve gesto de concesión, a pesar de que el mensaje no especificaba que los golems fueran de roca. Satisfecho con la claudicación, Sartorius retomó su misión de reclutamiento y ella pudo, por fin, concentrarse en el contenido de su carta.
Se trataba de una orden de busca y captura emitida por el Gobernador contra Maldevinio Caleion. Alguien en el Hekshold se la había remitido a ella a cuenta de su “discreta y eficaz resolución del caso Arke”. Valeria se estremeció al recordar aquella chapuza, aunque cierto era que Trym Arke no volvería a dar mala fama a su raza.
—¿Así que ahora soy una cazarrecompensas? —murmuró mientras revisaba la información adjunta a la orden.
Recordaba a Maldevinio de la Academia. Era unos años mayor que ella y había estado a punto de ser expulsado cuando se encontró una copia de un tratado de nigromancia entre sus posesiones, pero la familia se las había arreglado para evitarlo alegando que cualquiera podía haber puesto el manuscrito allí y que, de todas formas, “todos sabemos que el muchacho no es lo bastante inteligente para descifrar un tratado como ese”. Ciertamente, eso último no se alejaba de la realidad, y seguro que la generosa donación que hiciera la familia Caleion a la escuela por aquella época no tuvo nada que ver en la decisión de la administración.
En cualquier caso, nunca más se asoció el nombre del “muchacho” con la nigromancia y la familia se las arregló para que los rumores no se extendieran más allá de la Academia. Sin embargo, unos años más tarde, el nombre de Maldevinio volvió a protagonizar los cotilleos después de que dos de sus homúnculos mataran a una persona e hirieran a otra media docena, antes de descomponerse en una concurrida calle de Beltrexus.
La investigación reveló que Maldevinio había alterado considerablemente la fórmula para la creación de los constructos en un intento de dotar de mayor autonomía e inteligencia a dichas criaturas, emulando el proceso descrito en un pliego rescatado de unas antiguas runas élficas… en que se describía la creación de un golem de arcilla. Valeria rememoró la criatura amorfa que solía seguir a Anders, el medio elfo. ¿Podría alguien, por poco versado que estuviera en las artes alquímicas, confundir un homúnculo modificado con algo como aquello?
—Oswalda —llamó en voz baja, aprovechando un momento en que la tabernera pasaba cerca de su mesa—, ¿sabes dónde se encuentra Tasplan?
—Junto a la Cordillera, creo. Siguiendo la ruta norte hacia Vulwulfar.
Valeria revisió sus papeles: “Visto por última vez internándose en la Cordillera”. Suspiró. Como pista, era un tanto endeble. Por no hablar de que se arriesgaba a quedar atrapada en una aldea asediada por criaturas salvajes de las montañas. Pero, si se trataba de Maldevinio, alguien iba a tener que sacar la basura.
Con un nuevo suspiro, Valeria recogió sus cosas, se levantó y depositó unas monedas en la mesa. Después llamó a Heidan Sartorius, que se disponía a abandonar la taberna con una media docena de reticentes voluntarios.
—¿Aún hay sitio para otro voluntario? —le dijo.
El hombre la repasó de arriba abajo sin moverse de la puerta y, sin molestarse en disimular una sonrisa burlona, preguntó:
—¿Has visto siquiera a un trasgo alguna vez?
—No —admitió ella—, pero sé hacer esto.
Con una rápida sacudida de su muñeca, un pequeño cuchillo salió despedido desde su funda oculta. Para cuando el guerrero pudo reaccionar, el arma ya se había detenido en el aire, a un palmo de su cara. Valeria hizo un nuevo gesto con su mano, en la que habían aparecido otros tres cuchillos, y el proyectil flotó de regreso hasta ella. Sartorius levantó una ceja, analizándola desde una nueva perspectiva.
—¿A qué distancia puedes lanzarlos? —preguntó.
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OFF: Heidan Sartorius: Khaki
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Tras unos momentos haciendo memoria, ambas llegaron a la conclusión de que no se habían visto desde justo antes de la Pandemia, cuando Valeria aún trabajaba para Werner, por lo que dedicaron los momentos siguientes a ponerse al día.
—En fin, muchacha —concluyó Oswalda—, me alegro de que la enfermedad no te llevara. Ahora que me acuerdo, hay un sobre con tu nombre por aquí. Con el sello de esa escuela vuestra.
Al decir esto último, tocó disimuladamente la barra de madera con dos dedos cruzados antes de alejarse por una puerta lateral. Algunas cosas nunca cambiaban.
El Posta Carpe era una pequeña taberna cercana al puerto de Baslodia que, gracias al buen hacer de su propietaria, se había convertido en lugar de paso de toda la información que llegaba o salía de la ciudad, tanto por mar como por tierra. Era el lugar ideal para ponerse al día de las últimas novedades antes o después de un viaje. También, uno de los posibles lugares donde podían contactarla a una después de un par de meses fuera de las Islas.
—Llegó hace unas semanas —anunció Oswalda a su regreso, con un grueso sobre en las manos—, pero como ves, nadie lo ha abierto.
Valeria alabó educadamente la profesionalidad de Oswalda, aunque aquello era lo de menos, en realidad. Sin duda, había varios sobres como ese esperando en distintos puertos del continente, todos escritos en clave, por supuesto. El Hekshold no depositaría su confianza en un simple sello.
—¿Qué te pongo, niña? ¿Lo de siempre?
—¿Aún te acuerdas? —dijo Valeria, examinando su nombre escrito en el exterior del sobre. No reconoció la letra, pero eso no significaba nada.
—¡Pues claro, chiquilla! A esta cabecita mía no se le olvida nada. Salvo que ese sea el encargo, claro —añadió Oswalda con una carcajada.
Mientras Oswalda ponía a uno de sus muchachos a trabajar con el pedido, Valeria se sentó en una mesa vacía algo apartada del ajetreo de la entrada. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de abrir el sobre para descifrar su contenido, un hombre alto y ancho de hombros, con la cara surcada de cicatrices, un mandoble a su espalda y vestido con una cota de malla muy maltratada entró en el establecimiento y, tras situarse en el lugar más visible desde todos los ángulos de la sala, se dirigió a los presentes con voz potente.
—Mi nombre es Heidan Sartorius. Puede que algunos me conozcan como el Matatrasgos o el Azote de los Goblins.
Los susurros excitados que se propagaron entre las mesas de la taberna dieron a entender que, efectivamente, algunos de los presentes conocían esos sobrenombres. El tal Sartorius permitió que los cuchicheos continuaran durante unos segundos antes de alzar las manos para pedir silencio.
—Esta misma mañana, recibí una petición urgente de ayuda —dijo y, tras desenrollar un pliego de papel que había desenganchado de su cinturón, se dispuso a leer en voz alta el contenido, una petición desesperada que, al contrario de lo que sugerían sus anteriores palabras, no parecía haberle sido enviada a él en particular.
- contenido del mensaje:
- ¡Ayuda! ¡Urgente! ¡Necesitamos refuerzos!
Solo vine para visitar a una compañera y terminé involucrada en una guerra de mil años.
Tasplan, la aldea entre las dos colinas, está rodeada y, durante cada noche, es atacada por olas de trasgos, goblins y hasta por algún golem con aspecto de kobold. ¡Y nunca acaban!
Los aldeanos tuvieron que refugiarse en la gran torre de piedra en el centro de la aldea. Todos los que podemos luchar, hemos repelido con éxito la ola diaria de pequeños demonios que nos atacan, pero pronto seremos superados, lo sé. Aunque en principio era sencillo vencer, cada noche la ola de enemigos es más y más fuerte. ¡Y aún ni sabemos por qué se obsesionaron con esta aldea!
Por favor, todo aquel que pueda luchar, acuda a nuestro llamado de ayuda y bríndanos tu fuerza para conseguir una victoria definitiva o para escapar de este maldito lugar.Desesperadamente: Ingrid Fertig.
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—Me dispongo a partir hacia Tasplan —añadió enrollando de nuevo el ajado escrito—, con tantos voluntarios como pueda reunir para auxiliar a esta pobre gente. ¿HAY ALGÚN VALIENTE EN LA SALA?
Valeria negó con la cabeza, más para sacudirse de encima la impresión causada por el inesperado grito que por el contenido de las palabras, y se dispuso a descifrar su propio pliego de papel. Por desgracia, el gesto llamó la atención de Heidan Sartorius.
—Al parecer, la dama no cree que haya hombres valientes en la sala —dijo con su potente chorro de voz.
Algunos cuchicheos nerviosos se tornaron en gestos avergonzados, pero otros de los rostros presentes reflejaban más ira que azoramiento.
—No dudo de la valentía de los presentes —dijo Valeria en tono apaciguador—, pero creo que hace falta algo más que valor para enfrentarse a la magia élfica.
—¿Magia élfica? —tronó Sartorius—. Hablamos de trasgos y goblins, pequeñas alimañas cuyo mayor peligro está en su costumbre de atacar en grupo.
—La carta dice que también hay golems. Tengo entendido que eso es magia élfica.
Los murmullos agitados se extendieron de nuevo por el local. Sartorius se aclaró sonoramente la garganta y cesaron al instante.
—¿Y qué harían unos elfos asociándose con esas sabandijas de las montañas? —preguntó en tono condescendiente. Cuando Valeria se encogió de hombros, adelantó su propia explicación—: Has de saber que los kobold, otra variedad de esa infame especie, tienen la capacidad de crear golems de roca.
Valeria, que no conocía ese dato, hizo un leve gesto de concesión, a pesar de que el mensaje no especificaba que los golems fueran de roca. Satisfecho con la claudicación, Sartorius retomó su misión de reclutamiento y ella pudo, por fin, concentrarse en el contenido de su carta.
Se trataba de una orden de busca y captura emitida por el Gobernador contra Maldevinio Caleion. Alguien en el Hekshold se la había remitido a ella a cuenta de su “discreta y eficaz resolución del caso Arke”. Valeria se estremeció al recordar aquella chapuza, aunque cierto era que Trym Arke no volvería a dar mala fama a su raza.
—¿Así que ahora soy una cazarrecompensas? —murmuró mientras revisaba la información adjunta a la orden.
Recordaba a Maldevinio de la Academia. Era unos años mayor que ella y había estado a punto de ser expulsado cuando se encontró una copia de un tratado de nigromancia entre sus posesiones, pero la familia se las había arreglado para evitarlo alegando que cualquiera podía haber puesto el manuscrito allí y que, de todas formas, “todos sabemos que el muchacho no es lo bastante inteligente para descifrar un tratado como ese”. Ciertamente, eso último no se alejaba de la realidad, y seguro que la generosa donación que hiciera la familia Caleion a la escuela por aquella época no tuvo nada que ver en la decisión de la administración.
En cualquier caso, nunca más se asoció el nombre del “muchacho” con la nigromancia y la familia se las arregló para que los rumores no se extendieran más allá de la Academia. Sin embargo, unos años más tarde, el nombre de Maldevinio volvió a protagonizar los cotilleos después de que dos de sus homúnculos mataran a una persona e hirieran a otra media docena, antes de descomponerse en una concurrida calle de Beltrexus.
La investigación reveló que Maldevinio había alterado considerablemente la fórmula para la creación de los constructos en un intento de dotar de mayor autonomía e inteligencia a dichas criaturas, emulando el proceso descrito en un pliego rescatado de unas antiguas runas élficas… en que se describía la creación de un golem de arcilla. Valeria rememoró la criatura amorfa que solía seguir a Anders, el medio elfo. ¿Podría alguien, por poco versado que estuviera en las artes alquímicas, confundir un homúnculo modificado con algo como aquello?
—Oswalda —llamó en voz baja, aprovechando un momento en que la tabernera pasaba cerca de su mesa—, ¿sabes dónde se encuentra Tasplan?
—Junto a la Cordillera, creo. Siguiendo la ruta norte hacia Vulwulfar.
Valeria revisió sus papeles: “Visto por última vez internándose en la Cordillera”. Suspiró. Como pista, era un tanto endeble. Por no hablar de que se arriesgaba a quedar atrapada en una aldea asediada por criaturas salvajes de las montañas. Pero, si se trataba de Maldevinio, alguien iba a tener que sacar la basura.
Con un nuevo suspiro, Valeria recogió sus cosas, se levantó y depositó unas monedas en la mesa. Después llamó a Heidan Sartorius, que se disponía a abandonar la taberna con una media docena de reticentes voluntarios.
—¿Aún hay sitio para otro voluntario? —le dijo.
El hombre la repasó de arriba abajo sin moverse de la puerta y, sin molestarse en disimular una sonrisa burlona, preguntó:
—¿Has visto siquiera a un trasgo alguna vez?
—No —admitió ella—, pero sé hacer esto.
Con una rápida sacudida de su muñeca, un pequeño cuchillo salió despedido desde su funda oculta. Para cuando el guerrero pudo reaccionar, el arma ya se había detenido en el aire, a un palmo de su cara. Valeria hizo un nuevo gesto con su mano, en la que habían aparecido otros tres cuchillos, y el proyectil flotó de regreso hasta ella. Sartorius levantó una ceja, analizándola desde una nueva perspectiva.
—¿A qué distancia puedes lanzarlos? —preguntó.
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- en este rol llevo conmigo:
- Objetos limitados (7/7): Kit de Arcanos Superior, Kit de Alquimia Superior, Runa de Teleportación, Poción de Salud Concentrada, Inyección, Elixir de Frigg y Glifo de Fisura
Encantamientos (3/6): Resistencia al Fuego (en ropas arcanas), Arma de Hielo (en cuchillos arrojadizos) y Marca Vampira (en daga)
Objetos Ligados al Éter (2/5): Daga de Eredin y Esencia Primordial de Agua
Resto de Consumibles y otro equipo de mi inventario, incluyendo los lentes de Apolo (y la Inyección mencionada más arriba) encargados a Zagreus [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] (y excluyendo los adquiridos después del 30 de septiembre)
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Re: De trasgos, goblins y otras bestias [Trabajo]
Abandonar las tierras pertenecientes al duque de Vulwulfar resultó enormemente gratificante. Desde el maldito juicio, el continuo seguimiento de los caballeros de la urbe, las pruebas a sangre, suerte e ingenio, la humillación de la necesidad de demostrar dónde se encontraban sus lealtades… todo ello fusionó en un crisol sombrío que estalló de júbilo al cruzar el primer paso que le alejó de las tierras de esos humanos ignorantes y manipulables.
Pero aún restaban muchas leguas para abandonar Verisar, y la parte más analítica de su mente, imponiéndose con dificultad a las brasas de la furia, fue tomando pedazo a pedazo partes inconexas de ideas con escaso sentido. Las opciones distaban de resultar tentadoras. Continuaba sin ser el momento de acudir una vez más al solar familiar. Ulna seguía viva, y solo logrando un considerable paso adelante en sus aspiraciones, podía enfrentar los errores que habían empañado su imagen a ojos de un sector de los elfos de Folnaien. No podía seguir siendo solo él mismo, un explorador empecinado en navegar por océanos imposibles.
Algo más tangible.
Pensó en los problemas fronterizos, en Nagnu, y los interminables crímenes de Lunargenta. Sentándose en una roca, respiró profundamente. A su alrededor, un paisaje que había servido como cimiento de las más antiguas comunidades de humanos, meros agricultores que hallaron su lugar en el continente en esa península suroriental. Él necesitaba otro lugar, de modo que levantándose, recorrió media milla que lo separaba, recordando con detalle previas expediciones, de los restos de un templo en ruinas cuya advocación había sido borrada por el cruel paso del tiempo. Apoyando la mano con delicadeza sobre una de las erosionadas columnas, recorrió despacio el perímetro, respirando el sosiego que le inundaba en ruinas como aquella. Sosiego, y una cierta tristeza.
De golpe, espalda descansada en un tocón, el aire de sus pulmones fue uniéndose al exterior. Enumerando sin despegar los labios sus itinerarios de los últimos meses, sintió el deseo de conversar con un rostro amigo.
Algo inviable, cuando semanas y una senda desconocida eran el único camino para ello.
El sonido del traqueteo de los pasos de un pequeño grupo apresurado lo sacó de sus cavilaciones, provocando que su espada abandonase su vaina en menos de dos segundos. Y echando un vistazo de lado con el hombro izquierdo pegado a la esquina de una gran losa vertical, atisbó la procedencia de los sonidos que habían reclamado su atención.
Trasgos.
Heridos. Severamente.
Espoleados por un temor manifiesto, alcanzaron el primer dintel semiderruido, cubiertos de sangre, apenas capaces de sujetar las armas que empuñaban.
En escasos pasos, el espadachín eliminó la distancia que los separaba, con sus pensamientos vagando por las heladas tierras del noroeste bajo una avalancha de tales criaturas. Los mudos interrogantes acerca de su presencia allí, en el corazón natural de las tierras humanas no llegó a plantearle un auténtico dilema. Como un depredador ante presas heridas, observó con deleite como el temor de los trasgos mutaba en terror ante el primer giro de la hoja de su espada. Levantando las manos, una de ellos ni siquiera trató de luchar, antes de ver su carne abierta y perder la última luz en sus ojos. Veloz, el segundo murió dándole la espalda, ya herida, intentado escapar.
-¡¡NO!!- imploró el tercero, arrodillándose- ¡NO QUER…
Un intento abortado por el acero incrustado en su garganta, al tiempo que el elfo pasaba a su lado según éste caía hacia atrás. El último superviviente fue hablando apresuradamente, mirando a todos lados en búsqueda de un milagro inexistente.
-¡No somos tus enemigos! ¡No lo somos! ¡Venimos de una aldea! ¡Por allí! ¡Quisimos escapar, no pelear más, esa batalla no era nuestra! ¡No queremos matar a nadie! ¡A nadie! ¡Él nos obligó! ¡Ellos tuvieron la culpa! ¡Nosotros…
El sonido de la punta de la espada contra la piedra fue lo último que el desdichado trasgo escuchó en ese mundo, atravesando el resto del arma su pecho de manera furibunda. Un rostro hermoso, hierático, salpicado por tres gotas de sangre oscura, ojos como pozos grises carentes de piedad. La visión que pudo llevarse tras su intento.
Asqueado, Nousis se limpió con los dedos de la mano izquierda, antes de hacer lo propio con su espada. Paseó la mirada, hasta concretar que todos los engendros habían sido exterminados. Con una sonrisa enmarcada en la comisura izquierda, lamentó que todos los enemigos de su pueblo no pudiesen desaparecer con la misma facilidad.
No obstante, frunció el ceño, cuando sangwa le permitió razonar acerca de las palabras que esas bestias habían tratado de dirigirle.
¿Habían arrasado una aldea?
Aylizz, Iori, Ryuu, Ilvor…
Envainó, clavando la vista en la dirección que la criatura había señalado. Ayudar no era más que lo correcto. No sería capaz de detener por sí mismo una invasión en toda regla, quizá sí auxiliar a los supervivientes. Y no podía ignorar una señal tan inusual.
¿Qué, por los dioses, estaban haciendo allí?
Nousis Indirel
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Re: De trasgos, goblins y otras bestias [Trabajo]
El grupo que salió finalmente de Baslodia rondaba la docena de personas, otros tantos caballos de monta y un par más para cargar las provisiones necesarias para el viaje. Habían perdido a algunos de los que se unieron en el Posta Carpe cuando, al ir a despedirse de sus familias, éstas habían inculcado un poco de sentido común en sus cabezas. O quizá lo que quiera que habían estado bebiendo tan de mañana se había ido diluyendo en sus venas. Sartorius no le dio demasiada importancia ya que, allá donde se detenía a repetir su mensaje, conseguía si no uno o dos voluntarios más, al menos alguna donación para financiar el viaje.
Valeria sabía montar, más o menos, aunque jamás podría fiarse de una bestia que todo lo mira como de reojo, por no hablar del fuerte olor que desprendían. Solo el hecho de tener que cabalgar habría bastado para convertir el viaje en un asunto desagradable pero, además, Sartorius marcó un ritmo inmisericorde, alegando a ratos la necesidad de los pobres aldeanos y, a ratos, la obligación de librar la tierra de esas sucias alimañas. A Valeria le pareció que imprimía más sentimiento a la segunda alegación.
Había otras dos mujeres en el grupo. Wilma, una joven arquera de carácter abierto, jactancioso incluso, había perdido todo el interés inicial en la exótica sureña tan pronto como ésta le explicó que no todos los brujos lanzaban bolas de fuego y que, por otro lado, apuntar con flechas incendiarias en la oscuridad de la noche era poco más que imposible.
Berta, por su parte, era una mujer madura de pocas palabras. Tan pocas, que fue gracias a otro par de voluntarios, dos hermanos que vivían en el mismo barrio, que se enteró de que la mujer había perdido recientemente a su marido y, con él, la herrería en la que había trabajado durante más de veinte años. Ciertamente, el gesto taciturno, los potentes brazos y el pesado martillo que colgaba de su ancho cinturón parecían corroborar la historia.
El resto del grupo lo componían una mezcla más o menos equilibrada de hombres maduros con alguna que otra batalla a sus espaldas y jóvenes con más anhelo que experiencia en el manejo de las armas. Todos se dirigían a Heidan Sartorius como Matatrasgos, apelativo que Valeria se negaba a utilizar por puro principio, y la mayoría lo miraba con evidente reverencia.
El segundo atardecer desde su partida recortó las cumbres de la Cordillera en el suroeste y la cuarta mañana, tras apenas tres horas de cabalgata, Sartorius ordenó el alto al pie de una loma a la izquierda del camino. Encargó a un par de jóvenes el cuidado de los caballos y se llevó a Garold, antiguo minero reconvertido en mercenario, loma arriba.
Valeria les dio un par de minutos de ventaja antes de desplegar un fino escudo de éter bajo sus pies para mitigar el sonido de sus pasos(1) y seguirlos colina arriba. El truco funcionaba mejor sobre un suelo firme, como adoquines o tablones de madera, pero confiaba en que el tintineo de las armas y armaduras de los tres hombres suplieran la diferencia.
Si la oyeron acercarse, no hicieron comentario alguno. Tampoco ella se anunció o justificó, simplemente, se limitó a seguir su ejemplo cuando vio que ambos hombres se agachaban para subir, primero a gatas y, finalmente, reptando los últimos metros hasta la cima de la loma.
Desde allí, pudieron ver lo que Valeria imaginó que debía de ser la aldea de Tasplan, con su torre de piedra en el centro. Con los campos de alrededor desocupados y buena parte de las casas dañadas o derruidas por completo, el lugar habría parecido completamente desierto de no haber sido por la gran hoguera que ardía no muy lejos de donde el camino se adentraba en la población, y el puñado de figuras que se movían por los alrededores de la torre, arrastrando pesados bultos destinados a alimentar las llamas.
Valeria no se fijó en el improvisado cerco que rodeaba la parte central de la aldea hasta que Garold alabó el buen juicio de los aldeanos al crear puntos de congestión para sus guerreros.
—¿Dónde están los trasgos? ¿Ya han acabado con ellos?
—En el bosque —respondió Sartorius sin dejar de espiar la zona con un pequeño catalejo—. A la sombra de aquella colina también tienen más de un recoveco en el que ocultarse hasta el atardecer.
—¿Podemos sacar a los aldeanos durante el día? —preguntó Valeria, tratando de calcular cuánto faltaba para el mediodía por la posición del sol.
—No sabemos cuántos supervivientes hay ni en qué estado se encuentran —respondió Garold, al ver que Sartorius seguía enfrascado con su catalejo—. Lo mismo los sacamos de la torre solo para que los masacren en el camino al caer la noche.
—Nos cargamos a las bestias —dijo entonces Sartorius cerrando el catalejo—, así es como sacamos a los aldeanos. Cuando llegue la noche, les caemos desde la retaguardia mientras están concentrados en su ataque. Para cuando se quieran dar cuenta —añadió con una sonrisa macabra mientras se guardaba el catalejo en un bolsillo de la capa—, estarán atrapados entre dos grupos de guerreros ávidos de sangre de trasgo.
—Pero no sabemos si los guerreros de la aldea están aún en condiciones de luchar —dijo Valeria, haciéndose eco de las palabras de Garold.
—Han aguantado hasta ahora, ¿no? Solo tienen que aguantar una noche más. Vamos, quiero rodear la colina antes del mediodía y echarme un sueñecito antes de la batalla.
Los dos guerreros se retiraron de la cima procurando no alzar la cabeza por encima de los matorrales. Tras un nuevo vistazo a la aldea, Valeria los siguió.
—Supongo que enviarás un mensajero a la aldea para avisarles de lo que planeas hacer —le dijo a Sartorius cuando les dio alcance prácticamente a la carrera.
—Tienen goblins vigilando las entradas —dijo él sin detener sus largas zancadas—. No quiero alertarlos de nuestra presencia.
—Solo verán un individuo a caball…
—Hasta que decidan que les apetece un bocadito y el mensajero acabe cantando con la esperanza de que lo suelten.
—Y supongo que no lo soltarán por mucho que cante.
—Exacto.
—Así que cantar no tiene sentido.
—Vas aprendiendo.
—Lo que incrementa mi motivación para llegar a la aldea antes de que me pillen.
Aquello hizo detenerse a Sartorius, que incluso se dio la vuelta para encararse con Valeria. En su rostro marcado de cicatrices se dibujó otra de sus siniestras sonrisas.
—¿Tienes idea de lo que hacen los trasgos con las mujeres? —dijo.
—¿Hablarles con condescendencia hasta que se les caen las orejas?
Sartorius soltó una risotada sarcástica y abrió la boca, sin duda, para comenzar la detallada explicación de lo que quiera que les hicieran los trasgos a las mujeres, pero Valeria alzó una mano para indicar que no había terminado y siguió hablando sin darle más tiempo a intervenir.
—Agradezco la preocupación, pero esos aldeanos necesitan tanto una dosis de esperanza como, muy probablemente, una ayuda médica que yo estoy en situación de prestar. Por no hablar de que podrían tener información útil para nosotros. Así que, del mismo modo que una vez me las arreglé para dejar atrás a una turba enloquecida a las afueras de Ciudad Lagarto, estoy segura de que podré arreglármelas para no dejarme atrapar por un puñado de goblins amodorrados tras la batalla de anoche.
Y así fue como, sin llegar a enterarse de lo que les hacían exactamente los trasgos a las mujeres, aunque tenía sus sospechas, Valeria cargó buena parte de los suministros médicos y algunos víveres en su caballo y se separó del grupo, en dirección a la aldea.
No se sentía tan segura como se había mostrado ante Sartorius, pero tampoco estaba indefensa y tenía un as en la manga en caso de necesitar una escapada instantánea. Llevó al caballo a un trote ligero por el camino principal, que rodeaba la colina desde la que habían oteado los alrededores y, tan pronto como tuvo la aldea a la vista, concentró su éter en un escudo alrededor de su cuerpo(1) y se lanzó a una última cabalgada.
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OFF: Heidan Sartorius: Khaki
Garold: SteelBlue
(1) Telequinesis avanzada
Valeria sabía montar, más o menos, aunque jamás podría fiarse de una bestia que todo lo mira como de reojo, por no hablar del fuerte olor que desprendían. Solo el hecho de tener que cabalgar habría bastado para convertir el viaje en un asunto desagradable pero, además, Sartorius marcó un ritmo inmisericorde, alegando a ratos la necesidad de los pobres aldeanos y, a ratos, la obligación de librar la tierra de esas sucias alimañas. A Valeria le pareció que imprimía más sentimiento a la segunda alegación.
Había otras dos mujeres en el grupo. Wilma, una joven arquera de carácter abierto, jactancioso incluso, había perdido todo el interés inicial en la exótica sureña tan pronto como ésta le explicó que no todos los brujos lanzaban bolas de fuego y que, por otro lado, apuntar con flechas incendiarias en la oscuridad de la noche era poco más que imposible.
Berta, por su parte, era una mujer madura de pocas palabras. Tan pocas, que fue gracias a otro par de voluntarios, dos hermanos que vivían en el mismo barrio, que se enteró de que la mujer había perdido recientemente a su marido y, con él, la herrería en la que había trabajado durante más de veinte años. Ciertamente, el gesto taciturno, los potentes brazos y el pesado martillo que colgaba de su ancho cinturón parecían corroborar la historia.
El resto del grupo lo componían una mezcla más o menos equilibrada de hombres maduros con alguna que otra batalla a sus espaldas y jóvenes con más anhelo que experiencia en el manejo de las armas. Todos se dirigían a Heidan Sartorius como Matatrasgos, apelativo que Valeria se negaba a utilizar por puro principio, y la mayoría lo miraba con evidente reverencia.
El segundo atardecer desde su partida recortó las cumbres de la Cordillera en el suroeste y la cuarta mañana, tras apenas tres horas de cabalgata, Sartorius ordenó el alto al pie de una loma a la izquierda del camino. Encargó a un par de jóvenes el cuidado de los caballos y se llevó a Garold, antiguo minero reconvertido en mercenario, loma arriba.
Valeria les dio un par de minutos de ventaja antes de desplegar un fino escudo de éter bajo sus pies para mitigar el sonido de sus pasos(1) y seguirlos colina arriba. El truco funcionaba mejor sobre un suelo firme, como adoquines o tablones de madera, pero confiaba en que el tintineo de las armas y armaduras de los tres hombres suplieran la diferencia.
Si la oyeron acercarse, no hicieron comentario alguno. Tampoco ella se anunció o justificó, simplemente, se limitó a seguir su ejemplo cuando vio que ambos hombres se agachaban para subir, primero a gatas y, finalmente, reptando los últimos metros hasta la cima de la loma.
Desde allí, pudieron ver lo que Valeria imaginó que debía de ser la aldea de Tasplan, con su torre de piedra en el centro. Con los campos de alrededor desocupados y buena parte de las casas dañadas o derruidas por completo, el lugar habría parecido completamente desierto de no haber sido por la gran hoguera que ardía no muy lejos de donde el camino se adentraba en la población, y el puñado de figuras que se movían por los alrededores de la torre, arrastrando pesados bultos destinados a alimentar las llamas.
Valeria no se fijó en el improvisado cerco que rodeaba la parte central de la aldea hasta que Garold alabó el buen juicio de los aldeanos al crear puntos de congestión para sus guerreros.
—¿Dónde están los trasgos? ¿Ya han acabado con ellos?
—En el bosque —respondió Sartorius sin dejar de espiar la zona con un pequeño catalejo—. A la sombra de aquella colina también tienen más de un recoveco en el que ocultarse hasta el atardecer.
—¿Podemos sacar a los aldeanos durante el día? —preguntó Valeria, tratando de calcular cuánto faltaba para el mediodía por la posición del sol.
—No sabemos cuántos supervivientes hay ni en qué estado se encuentran —respondió Garold, al ver que Sartorius seguía enfrascado con su catalejo—. Lo mismo los sacamos de la torre solo para que los masacren en el camino al caer la noche.
—Nos cargamos a las bestias —dijo entonces Sartorius cerrando el catalejo—, así es como sacamos a los aldeanos. Cuando llegue la noche, les caemos desde la retaguardia mientras están concentrados en su ataque. Para cuando se quieran dar cuenta —añadió con una sonrisa macabra mientras se guardaba el catalejo en un bolsillo de la capa—, estarán atrapados entre dos grupos de guerreros ávidos de sangre de trasgo.
—Pero no sabemos si los guerreros de la aldea están aún en condiciones de luchar —dijo Valeria, haciéndose eco de las palabras de Garold.
—Han aguantado hasta ahora, ¿no? Solo tienen que aguantar una noche más. Vamos, quiero rodear la colina antes del mediodía y echarme un sueñecito antes de la batalla.
Los dos guerreros se retiraron de la cima procurando no alzar la cabeza por encima de los matorrales. Tras un nuevo vistazo a la aldea, Valeria los siguió.
—Supongo que enviarás un mensajero a la aldea para avisarles de lo que planeas hacer —le dijo a Sartorius cuando les dio alcance prácticamente a la carrera.
—Tienen goblins vigilando las entradas —dijo él sin detener sus largas zancadas—. No quiero alertarlos de nuestra presencia.
—Solo verán un individuo a caball…
—Hasta que decidan que les apetece un bocadito y el mensajero acabe cantando con la esperanza de que lo suelten.
—Y supongo que no lo soltarán por mucho que cante.
—Exacto.
—Así que cantar no tiene sentido.
—Vas aprendiendo.
—Lo que incrementa mi motivación para llegar a la aldea antes de que me pillen.
Aquello hizo detenerse a Sartorius, que incluso se dio la vuelta para encararse con Valeria. En su rostro marcado de cicatrices se dibujó otra de sus siniestras sonrisas.
—¿Tienes idea de lo que hacen los trasgos con las mujeres? —dijo.
—¿Hablarles con condescendencia hasta que se les caen las orejas?
Sartorius soltó una risotada sarcástica y abrió la boca, sin duda, para comenzar la detallada explicación de lo que quiera que les hicieran los trasgos a las mujeres, pero Valeria alzó una mano para indicar que no había terminado y siguió hablando sin darle más tiempo a intervenir.
—Agradezco la preocupación, pero esos aldeanos necesitan tanto una dosis de esperanza como, muy probablemente, una ayuda médica que yo estoy en situación de prestar. Por no hablar de que podrían tener información útil para nosotros. Así que, del mismo modo que una vez me las arreglé para dejar atrás a una turba enloquecida a las afueras de Ciudad Lagarto, estoy segura de que podré arreglármelas para no dejarme atrapar por un puñado de goblins amodorrados tras la batalla de anoche.
Y así fue como, sin llegar a enterarse de lo que les hacían exactamente los trasgos a las mujeres, aunque tenía sus sospechas, Valeria cargó buena parte de los suministros médicos y algunos víveres en su caballo y se separó del grupo, en dirección a la aldea.
No se sentía tan segura como se había mostrado ante Sartorius, pero tampoco estaba indefensa y tenía un as en la manga en caso de necesitar una escapada instantánea. Llevó al caballo a un trote ligero por el camino principal, que rodeaba la colina desde la que habían oteado los alrededores y, tan pronto como tuvo la aldea a la vista, concentró su éter en un escudo alrededor de su cuerpo(1) y se lanzó a una última cabalgada.
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OFF: Heidan Sartorius: Khaki
Garold: SteelBlue
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Re: De trasgos, goblins y otras bestias [Trabajo]
Como una sombra, capa, armadura y vestimenta oscuras, con una única luz en la hoja de su espada velada por la suave vaina, tomó la parca dirección que los ya difuntos le habían indicado. Las consecuencias del intento de Ilvor por exterminar aquella lejana población humana, hogar de Neralia, inundaron sus recuerdos, más profundos que las huellas que sus propias botas dejaban en el suelo terroso.
Hacía más de un año de tales sucesos, y tras su huida, el joven brujo había dejado de atormentarle. Sus intentos habían fracasado, a pesar, se lamentaba el elfo, de que su espada no hubiese llegado a segarle la vida de una vez por todas.
“Él nos obligó”, “Ellos tuvieron la culpa”
Sí, estaba intrigado, se reconoció.
Notó cómo su interior lo espoleaba, apretando la cadencia de sus pasos, el ritmo de sus latidos. El deseo de rescatar a esas gentes vibraba a la altura necesaria para evitar ser engullido por la nube oscura que se arrastraba en él exigiendo ser alimentada con dolor ajeno. Algo que, en ocasiones, tenía la clara sensación que provenía de su mismo acero.
El camino fue tomando una ruta ascendente, adquiriendo una pendiente salpicada de grandes rocas que en una jornada lluviosa hubiese podido resultar complicada de coronar. Sin embargo, el espadachín, aquel seco día, contempló la silueta de una aldea que borró de su mente toda duda acerca de una posible equivocación. Hubiese resultado natural no hallar la ruta correcta, haber errado a la hora de seguir las indicaciones de las bestias muertas. Incluso, el más natural pensamiento, que tales despojos le hubiesen mentido tratando de salvar la vida.
Mas la inexplicable presencia de la mole pétrea que contravenía todo estilo constructivo, todo material utilizado por los lugareños para erigir sus pequeñas y dañadas moradas, eliminaba todo atisbo de hesitación. Sí, allí había transcurrido una batalla. Los destrozos por armas y fuego habían lastimado buena parte de la aldea, y su vista únicamente pudo acertar a distinguir un mísero grupo de supervivientes tratando de componer un triste bastión defensivo a base de restos capaces de arder.
La situación era peor de lo que había supuesto.
Al irse acercando poco a poco a las precarias defensas, los supervivientes no tardaron en empuñar las tristes armas con las que habían hecho frente al ataque que sin duda habían recibido. Nou bajó el capuz y sin desenvainar en momento alguno, levantó las manos como signo de paz. Los humanos se miraron unos a otros, levemente desconcertados. Una joven que debía de rondar los veinticinco, arco recurvo a la espalda, se plantó delante de él con los brazos en jarras y gesto huraño. El resto continuó alimentado las llamas.
-¿Qué haces aquí elfo? ¿Ahora envían caras más amables para convencernos con palabras? ¡Nuestro pueblo no se rendirá! -elevó la voz, ganándose un coro de corroboración. El espadachín paseó la mirada por cuantos campesinos se encontraban allí. Pequeñas heridas, contusiones y hematomas en la inmensa mayoría, aún en menor medida que la divergencia entre su número y el de hogares de la población, volvían a relatar lo cruento de la jornada anterior.
-Cuatro trasgos se encontraron conmigo en las ruinas del noroeste- explicó sereno, captando la atención de parte de los pueblerinos- decían haber escapado de una batalla en una aldea cercana- giró los ojos un instante a uno y otro lado- No cabe duda que debió transcurrir aquí.
-¡Esos monstruos mataron a Jale y a Fwuali!- gritó un hombre cargado con una mesa partida en dos, que tiró sin contemplaciones al fuego, antes de dar unos pasos hacia el forastero- ¿y tú hablaste con ellos? ¿eres un jodido amigo de esas bestias?- su largo cuchillo fue empuñado, amenazador. Las miradas viraron en una desconfianza rayana en la furia.
Nousis desenvainó grácilmente, clavando sus ojos grises en el iracundo humano. Con la punta de su arma apuntando al suelo, su tono no varió un ápice.
-¿Hablar?- repitió- Sí, lo intentaron… -recordó, sin calor alguno en sus facciones- Ahora sólo son basura en esos antiguos vestigios. Si estoy aquí, es para tratar de ayudar en la medida de lo posible. Si me rechazáis- se encogió de hombros, aún irritado por dentro a causa de las precipitadas palabras de aquel vidacorta- me iré por donde he venido.
-Soy Irune- se presentó la arquera, escudriñándole por entero- ¿Por qué ayudarnos, elfo? ¿Por qué te internarías en una lucha donde apenas resistimos? Enviamos mensajes de auxilio, Ingrid lo hizo, y nadie acudió. Unir tu destino al nuestro, sin soldados que te respalden, no tiene sentido.
El aludido sonrió con cierta tristeza, mientras su mirada pasó de una a otro, sucesivamente, de los lugareños que no habían desistido en la defensa de lo que era suyo.
-Existen muchos males en éste mundo, Irune. Pero es mi creencia que obviar la posibilidad de acudir en ayuda de quien requiere mi espada por una causa que considero justa, es uno de los peores, y me llevaría a detestar lo que soy. No soy un mártir, ni puedo detener solo la marea que parecéis combatir. No daré la vida por vosotros- aseguró, directo, franco- Pues otras son mis aspiraciones, aunque intentaré apoyaros si lo deseáis.
Sus oyentes, comenzando por la muchacha, parecieron reflexionar su alegato, y ésta misma asintió con parsimonia, como si rubricase finalmente los extraños detalles de un curioso contrato.
-Tú decidirás cuando comprendas lo que aquí ocurre- comenzó entonces, y los presentes volvieron a su tarea, perdiendo casi todos el interés por la conversación entre el espadachín y la joven. Varios rostros exhibían una clara molestia ante tales recuerdos, otros pena o una ira apenas encubierta. Palabras que hacían emerger vivencias terribles brotaron de los labios de Irune.
-Comenzaron como ataques concretos. Vecinos que se perdían en el bosque, pequeños robos… formamos pequeños grupos y dimos caza a esos monstruos. Uno o dos, a veces pasábamos semanas sin el menor problema- respiró antes de proseguir- pero fueron haciéndose más audaces. Su número aumentó sin explicación alguna. Cuadrillas de trasgos y goblins raptaron aldeanas, quemaron las casas más alejadas… mataron a mi madre- otra campesina colocó su mano sobre el hombro de Irune, que no la rechazó- Poco a poco, comenzamos a dormir durante el día, preparándonos para las noches de sangre y gritos. Ya nos superan en número, y quienes han intentado huir, han sido asesinados, y sus cuerpos empalados son encontrados a poca distancia de la aldea, por cualquier punto. Sólo la torre puede protegernos ahora. Somos una isla, y el mar no deja de subir, elfo.
-¿Nunca supisteis de donde salieron? No es natural ver tal cantidad de esos engendros en estas tierras.
-El viejo Renton aseguraba que uno salió de su pozo- desdeñó una mujer- pero lo revisamos, y nada de nada- se llevó un dedo a la sien- murió borracho, pues a él nunca llegaron a atacarle.
El extranjero asintió, recabando esa información para más adelante. Señaló instantes después a la gran puerta de la curiosa torre.
-¿Quién es vuestro señor? ¿Acaso no ha sido capaz de pedir él mismo ayuda? ¿Carece de guerreros?
-El mago no es el señor de la zona- explicó Irune con un punto de exasperación- Jamás ha ayudado en las labores de las granjas, y tampoco ha molestado. Envía en ocasiones a su aprendiz a comprarnos rocas de la mina cercana, pero es todo.
Hechicería, resumió el hijo de Sandorai. Con dura mirada, observó la pétrea estructura. La cercanía de esa capacidad para alterar las leyes elementales envenenaba su juicio crítico. No podía no existir una relación entre ese sujeto y cuanto estaba ocurriendo.
¿Verdad…?
-Investigaré los alrededores- decidió Nou- Si por alguna razón las bestias se ven atraídas por este lugar, trataré de averiguarlo.
-Vuelve a la barricada antes de anochecer- urgió Irune.
Éste asintió, antes de ponerse en marcha. Si no hallaba nada, tendría que revisar la aldea por completo, sopesó desalentado.
Si nada lograba antes de la caída de la noche, tendría unas profundas palabras con el brujo. Intentar acabar con él en primera instancia, habría puesto a todos los aldeanos sin duda en su contra, incapaces de entender su razonamiento histórico.
Mas con el temor al siguiente ataque, aceptarían dedujo mucho más fácilmente una solución radical.
Nousis Indirel
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