Reyerta en la frontera con Lunargenta [Solitaria]
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Reyerta en la frontera con Lunargenta [Solitaria]
Apenas comenzaba a despuntar el día para llenar el cielo de color. Mánasvin contemplaba inmóvil, sentado a la entrada de su despacho en la base militar, cómo el negro azulado de la noche se iba encendiendo de manera casi imperceptible, en una gradación de tonalidades cálidas: primero, tímidamente, hacia el verde oliva con matices verde amarillo y, luego, a medida que se acercaban al centro del horizonte —por donde salía el sol— al naranja y al blanco intenso. Había algo bonito en ello, tenía que admitirlo, y tenía su explicación: cuando la luz del disco entraba en la atmósfera, chocaba con sus partículas gaseosas, como el aire, dispersándose de manera desigual, y como cada color tiene una velocidad de dispersión diferente —el azul y el violeta poseen las más cortas— unas desaparecen mucho más fácilmente que otras.
Por eso el arco iris siempre mantiene el mismo orden.
Era muy fácil de entender: todo en este mundo tiene su explicación. O quizá no; aunque era la misma lógica que hacía brillar el hierro al rojo vivo en las herrerías, ¿por qué no sentía lo mismo con uno y con otro? ¿Por qué evitaba distraerse durante esos breves instantes que preceden al alba, cuando los primeros rayos de la aurora interrumpen ese branle solemne de sombras marfileñas en una síncopa repentina que convierte las constelaciones en frágil rocío, y no cuando alguien forja un cuchillo a martillazo limpio? Su hermano Ádelmar tenía razón al decir que explicar el mundo era fácil, solo tenías que sentarte y mirar; lo que era difícil era explicar el comportamiento humano. Por eso la ciencia natural es fácil y la ciencia social, no. Por eso Ádelmar está ahora en la División de Inteligencia y Servicio Secreto, limpio y peinado, y Mánasvin sigue en el barro de la Justicia Militar, persiguiendo a cabrones traicioneros desesperados y entrenados para matar.
La silueta de una sombra se acercó a él anunciándose con el crujir el suelo a cada paso, por entre la penumbra, cuando ya no era de noche pero tampoco de día. La luz de las antorchas fue iluminándola poco a poco; un fulgor carmesí acariciaba los contornos suaves de sus formas, adivinándose de mujer incluso entre la oscuridad.
—Hola— saludó su sargento de mesa, tras un breve carraspeo.
Mánasvin pudo apreciar sus ojos, como dos ágatas brillantes, detrás de algún mechón negro medio suelto de la coleta, antes de sonreir.
—Hola, Lunia— le contestó, sin envararse ni variar la postura relajada, semirecostada, en la silla cuando la sargento interrumpió su divagación.
El ejército de Baslodia tenía muchos defectos, pensaba él, pero los suboficiales no eran uno de ellos. Cuando se conocieron, él le comentó que lo llamase por el nombre, sin más, y evitase el rango; ella, que era rápida aprendiendo, se habituó al momento, como todo descendiente de las tribus urvionas de trasmonte. Quizá así se explicaba el rechazo innato que profesaba Mánasvin a las estructuras jerárquicas, incluso en el ejército del que participaba y en el que se había hecho sitio y unos pocos amigos (no tantos como enemigos); pero lo cierto es que no era nada nuevo, porque todo miembro de los corchetes militares compartía ese estado de ostracismo permanente para con las demás divisiones. Al fin y al cabo, son los responsables de hacer cumplir la ley entre el personal militar, experto en violarlas. A lo mejor eso era lo que explicaba que siguiera en ahí, a diferencia de su hermano Ádelmar. O tal vez se debía a que ahí compartía espacio con otros cuerpos mucho más interesantes, como el de la sargento: una mujer madura, de piel tostada, nariz afilada, pelo negro como el vino de grano puro; atlética, de movimientos firmes pero con gracia, músculos definidos, dura como el cincel de un artesano, y lo suficientemente alta como para llamarle la atención.
—¿Qué es eso?— preguntó Mánasvin al repararse en lo que llevaba en la mano.
—Un mensaje: es del Coronel de Caballería de Castroviejo, en la región de Mantal, para ti— informó ella extendiéndole un pergamino pequeño y enrollado.
Mánasvin se estiró desde la silla, sin levantarse. No lo desenrolló.
—Ya están tocándonos los cojones.
Ella dejó escapar una sonrisa. Luego dijo:
—Lleva habiendo mucho movimiento en la frontera con Lunargenta últimamente, y no parece que vaya a ir a menos, por lo menos desde la parte de Baslodia.
—Para nosotros mejor— dijo Mánasvin posando pequeño papiro en la silla—. Si empezaran a fundir las espadas para crear arados, tendríamos que buscar otro trabajo.
Al levantarse, sus articulaciones crepitaron para reajustar su cuerpo a su posición natural; llevaba horas sentado, inmóvil, sin hacer nada salvo reflexionar sobre el estado de las cosas.
—¿No lo vas a leer?
La miró y levantó una ceja, con desconcierto, como si la respuesta que le iba a dar fuera obvia.
—No.
—Las escaramuzas fronterizas entre Baslodia y Lunargenta, descontrolándose ¿y no lo vas a leer?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí a que no lo voy a leer.
—¿Entonces?
—Quiero desayunar primero.
—Pues es tu día de suerte, comandante, porque acabo de hacer vino de grano, y aún está caliente— dijo ella, llevándose la mano a la frente a modo de saludo, como si levantara la visera del yelmo, y con un eco jocoso de fondo.
—Lo necesito para ser persona.
—Sí, lo sé. La verdad es que venía a ofrecerte el vino de grano, bien caliente y negro; el mensaje lo verías después encima de la mesa, cuando fueras persona— dijo ella a la vez que se encogía de hombros y se colocaba el mechón de pelo tras la oreja.
—Vamos a desayunar. Y no me llames comandante…
Por eso el arco iris siempre mantiene el mismo orden.
Era muy fácil de entender: todo en este mundo tiene su explicación. O quizá no; aunque era la misma lógica que hacía brillar el hierro al rojo vivo en las herrerías, ¿por qué no sentía lo mismo con uno y con otro? ¿Por qué evitaba distraerse durante esos breves instantes que preceden al alba, cuando los primeros rayos de la aurora interrumpen ese branle solemne de sombras marfileñas en una síncopa repentina que convierte las constelaciones en frágil rocío, y no cuando alguien forja un cuchillo a martillazo limpio? Su hermano Ádelmar tenía razón al decir que explicar el mundo era fácil, solo tenías que sentarte y mirar; lo que era difícil era explicar el comportamiento humano. Por eso la ciencia natural es fácil y la ciencia social, no. Por eso Ádelmar está ahora en la División de Inteligencia y Servicio Secreto, limpio y peinado, y Mánasvin sigue en el barro de la Justicia Militar, persiguiendo a cabrones traicioneros desesperados y entrenados para matar.
La silueta de una sombra se acercó a él anunciándose con el crujir el suelo a cada paso, por entre la penumbra, cuando ya no era de noche pero tampoco de día. La luz de las antorchas fue iluminándola poco a poco; un fulgor carmesí acariciaba los contornos suaves de sus formas, adivinándose de mujer incluso entre la oscuridad.
—Hola— saludó su sargento de mesa, tras un breve carraspeo.
Mánasvin pudo apreciar sus ojos, como dos ágatas brillantes, detrás de algún mechón negro medio suelto de la coleta, antes de sonreir.
—Hola, Lunia— le contestó, sin envararse ni variar la postura relajada, semirecostada, en la silla cuando la sargento interrumpió su divagación.
El ejército de Baslodia tenía muchos defectos, pensaba él, pero los suboficiales no eran uno de ellos. Cuando se conocieron, él le comentó que lo llamase por el nombre, sin más, y evitase el rango; ella, que era rápida aprendiendo, se habituó al momento, como todo descendiente de las tribus urvionas de trasmonte. Quizá así se explicaba el rechazo innato que profesaba Mánasvin a las estructuras jerárquicas, incluso en el ejército del que participaba y en el que se había hecho sitio y unos pocos amigos (no tantos como enemigos); pero lo cierto es que no era nada nuevo, porque todo miembro de los corchetes militares compartía ese estado de ostracismo permanente para con las demás divisiones. Al fin y al cabo, son los responsables de hacer cumplir la ley entre el personal militar, experto en violarlas. A lo mejor eso era lo que explicaba que siguiera en ahí, a diferencia de su hermano Ádelmar. O tal vez se debía a que ahí compartía espacio con otros cuerpos mucho más interesantes, como el de la sargento: una mujer madura, de piel tostada, nariz afilada, pelo negro como el vino de grano puro; atlética, de movimientos firmes pero con gracia, músculos definidos, dura como el cincel de un artesano, y lo suficientemente alta como para llamarle la atención.
—¿Qué es eso?— preguntó Mánasvin al repararse en lo que llevaba en la mano.
—Un mensaje: es del Coronel de Caballería de Castroviejo, en la región de Mantal, para ti— informó ella extendiéndole un pergamino pequeño y enrollado.
Mánasvin se estiró desde la silla, sin levantarse. No lo desenrolló.
—Ya están tocándonos los cojones.
Ella dejó escapar una sonrisa. Luego dijo:
—Lleva habiendo mucho movimiento en la frontera con Lunargenta últimamente, y no parece que vaya a ir a menos, por lo menos desde la parte de Baslodia.
—Para nosotros mejor— dijo Mánasvin posando pequeño papiro en la silla—. Si empezaran a fundir las espadas para crear arados, tendríamos que buscar otro trabajo.
Al levantarse, sus articulaciones crepitaron para reajustar su cuerpo a su posición natural; llevaba horas sentado, inmóvil, sin hacer nada salvo reflexionar sobre el estado de las cosas.
—¿No lo vas a leer?
La miró y levantó una ceja, con desconcierto, como si la respuesta que le iba a dar fuera obvia.
—No.
—Las escaramuzas fronterizas entre Baslodia y Lunargenta, descontrolándose ¿y no lo vas a leer?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí a que no lo voy a leer.
—¿Entonces?
—Quiero desayunar primero.
—Pues es tu día de suerte, comandante, porque acabo de hacer vino de grano, y aún está caliente— dijo ella, llevándose la mano a la frente a modo de saludo, como si levantara la visera del yelmo, y con un eco jocoso de fondo.
—Lo necesito para ser persona.
—Sí, lo sé. La verdad es que venía a ofrecerte el vino de grano, bien caliente y negro; el mensaje lo verías después encima de la mesa, cuando fueras persona— dijo ella a la vez que se encogía de hombros y se colocaba el mechón de pelo tras la oreja.
—Vamos a desayunar. Y no me llames comandante…
Mánasvin
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Re: Reyerta en la frontera con Lunargenta [Solitaria]
Lunia entró al comedor con dos tazas grandes de vino de grano. Mánasvin estaba seguro de que le gustaba, porque, desde que llegó destinado al fuerte del sur de Baslodia hará unos seis meses, nunca tuvo que hacérselo él mismo. Si no le gustara, no me traería la bebida, me apuñalaría en los riñones. Solía ser así. Otro indicador era que le había hablado mucho de su hijo, un niño pequeño que tenía el objetivo de convertirse en un soldado como ellos, con el que vivía en el pueblo levantado junto a la base militar. También era importante el que no supiera nada de marido alguno.
Apreció los músculos marcados del antebrazo de la mujer tras el vapor de las tazas cuando las posó en la mesa y se sentó frente a él. Llevaba las mangas de la túnica de lana de tonos azules y negros pulcramente remangadas, con la insignia de la división de justicia militar en posición horizontal, sujeta, en su parte de atrás, por un imperdible. Se arrecostó en el asiento y cruzó las piernas. Sus botas relucían.
Mánasvin dio un sorbo a la taza y sintió su vitalidad renovada bajarle por el pecho. El vino de grano tenía un aroma fuerte, y su gusto era tan intenso como su color, un marrón oscuro que era casi negro. Ella cogió el tazón y se lo llevo a la boca. Luego, habló.
—¿Conoces al coronel de Castroviejo?
—Sí, Ársaces, no es la primera vez que trato con él— le dijo Mánasvin.
Ese hombre era, en última instancia, su jefe. No lo tenía por una persona desagradable al trato directo, pero cuando escribía a alguien, había que tener por cierto de que no era para preguntarte qué tal estaba uno ni para hacerle la vida más fácil; no era ese su estilo. En bastantes mandamases era algo común el querer hacerse pasar por uno más e intentar caer bien a la tropa —la mayor parte de los altos rangos trataba de ganarse la simpatía de los soldados hasta que había algún problema y tenía que volver a demostrar inequívocamente que la mierda siempre cae hacia abajo—, pero Arsáces no lo haría ni de broma, con nadie, y menos con Mánasvin, ni aunque hubiera sabido que él estaba ahí.
—Es probable que te manden a la región Mantal— comentó Lunia interrumpiendo un sorbo.
—Sí.
—¿No estuviste allí hace seis meses, cuando te destinaron aquí?
—Sí.
—Nunca entenderé por qué te ofreciste a ir.
—Quería caer bien y hacer amigos. —Lunia posó la taza y tamborileó con los dedos sobre la mesa, sin creer lo que había dicho, porque un soldado jamás se ofrece voluntario para nada. Eso era algo básico.
Se rió.
—¿Y cómo te va?
—Bueno, me traes vino de grano caliente recién hecho todos los días. Así que creo que bien.
—Allí no sé si te lo llevarán. Es bastante conflictiva esa zona.
Y tenía razón, porque la región de Mantal es una península bajo la soberanía de la provincia de Brimbia, en el extremo sur y este de Baslodia —casa a la que rinde pleitesía—, que está disputada por estos y Lunargenta desde antiguo, sellándose unas veces en favor de unos y otras, de otros. Está situada en la bahía de Lumenares, una entrada de mar que separa ambos territorios, aunque únicamente se conecta con la parte continental de Baslodia por el istmo de Verismun, un brazo de tierra de unos 7 kilómetros de anchura. Desde la Unificación y la Paz de Siegfried I, el territorio se mantiene más o menos estable bajo la soberanía de Baslodia; sin muchas concesiones, eso sí, porque hai mucha presión por ambos lados y los pasos del gabinete del rey suelen ser tímidos, lentos y muy reflexionados (los cambios se hacen, básicamente, para seguir igual); aunque desde que se construyó el puente de Mantal para unir la parte de Lunargenta por Apozecan, la región limítrofe por el estrecho de Urnán, la tensión entre ambos territorios se fue recrudeciendo.
—El puente que une la península de Mantal con Apozecan es una obra de ingenieros imposible de creer —contaba Lunia asombrada—. Dicen que, aparte de tener cimientos de acero, madera y cemento, tiene hechizos de durabilidad. La verdad es que no sabía que se le pudiera dar ese uso a la magia; la llaman magia pontificia. ¿Imaginas un ejército entero de catafractos cruzando desde Lunargenta? —bufó moviendo la taza.
—No. Que va. —dijo Mánasvin seguro de que el conflicto no llegaría a ser una guerra abierta entre casas nobiliarias—. Todo son refriegas de señoritos menores que trabajan poco y joden mucho, como hasta ahora: caballeros o barones, y, quizá, a lo mucho, algún conde necesitado de atención paterna en un momento puntual. Pero no va a ir a más, ningún duque se va a arriesgar a darle por el culo al rey; pero no por el rey, que tiene menos que perder que todos ellos (al fin y al cabo, el hombre hace equilibrios para mantener unos territorios que se odian unidos mientras descansa entre cacería y putiferio), sino porque no sabrían ni por dónde empezar. La casa real no se mojaría con ninguna facción. Ni se les ocurre pensar siquiera en que se desencadene un conflicto que reavive luchas internas por el poder que conlleven un cambio de corona, y ellos eso lo saben. Los dejan jugar, porque no puede hacer otra cosa, pero que no molesten.
—Se nota que no piensan demasiado en nosotros. Cadena de mando.
—La mierda siempre cae hacia abajo.
Apreció los músculos marcados del antebrazo de la mujer tras el vapor de las tazas cuando las posó en la mesa y se sentó frente a él. Llevaba las mangas de la túnica de lana de tonos azules y negros pulcramente remangadas, con la insignia de la división de justicia militar en posición horizontal, sujeta, en su parte de atrás, por un imperdible. Se arrecostó en el asiento y cruzó las piernas. Sus botas relucían.
Mánasvin dio un sorbo a la taza y sintió su vitalidad renovada bajarle por el pecho. El vino de grano tenía un aroma fuerte, y su gusto era tan intenso como su color, un marrón oscuro que era casi negro. Ella cogió el tazón y se lo llevo a la boca. Luego, habló.
—¿Conoces al coronel de Castroviejo?
—Sí, Ársaces, no es la primera vez que trato con él— le dijo Mánasvin.
Ese hombre era, en última instancia, su jefe. No lo tenía por una persona desagradable al trato directo, pero cuando escribía a alguien, había que tener por cierto de que no era para preguntarte qué tal estaba uno ni para hacerle la vida más fácil; no era ese su estilo. En bastantes mandamases era algo común el querer hacerse pasar por uno más e intentar caer bien a la tropa —la mayor parte de los altos rangos trataba de ganarse la simpatía de los soldados hasta que había algún problema y tenía que volver a demostrar inequívocamente que la mierda siempre cae hacia abajo—, pero Arsáces no lo haría ni de broma, con nadie, y menos con Mánasvin, ni aunque hubiera sabido que él estaba ahí.
—Es probable que te manden a la región Mantal— comentó Lunia interrumpiendo un sorbo.
—Sí.
—¿No estuviste allí hace seis meses, cuando te destinaron aquí?
—Sí.
—Nunca entenderé por qué te ofreciste a ir.
—Quería caer bien y hacer amigos. —Lunia posó la taza y tamborileó con los dedos sobre la mesa, sin creer lo que había dicho, porque un soldado jamás se ofrece voluntario para nada. Eso era algo básico.
Se rió.
—¿Y cómo te va?
—Bueno, me traes vino de grano caliente recién hecho todos los días. Así que creo que bien.
—Allí no sé si te lo llevarán. Es bastante conflictiva esa zona.
Y tenía razón, porque la región de Mantal es una península bajo la soberanía de la provincia de Brimbia, en el extremo sur y este de Baslodia —casa a la que rinde pleitesía—, que está disputada por estos y Lunargenta desde antiguo, sellándose unas veces en favor de unos y otras, de otros. Está situada en la bahía de Lumenares, una entrada de mar que separa ambos territorios, aunque únicamente se conecta con la parte continental de Baslodia por el istmo de Verismun, un brazo de tierra de unos 7 kilómetros de anchura. Desde la Unificación y la Paz de Siegfried I, el territorio se mantiene más o menos estable bajo la soberanía de Baslodia; sin muchas concesiones, eso sí, porque hai mucha presión por ambos lados y los pasos del gabinete del rey suelen ser tímidos, lentos y muy reflexionados (los cambios se hacen, básicamente, para seguir igual); aunque desde que se construyó el puente de Mantal para unir la parte de Lunargenta por Apozecan, la región limítrofe por el estrecho de Urnán, la tensión entre ambos territorios se fue recrudeciendo.
—El puente que une la península de Mantal con Apozecan es una obra de ingenieros imposible de creer —contaba Lunia asombrada—. Dicen que, aparte de tener cimientos de acero, madera y cemento, tiene hechizos de durabilidad. La verdad es que no sabía que se le pudiera dar ese uso a la magia; la llaman magia pontificia. ¿Imaginas un ejército entero de catafractos cruzando desde Lunargenta? —bufó moviendo la taza.
—No. Que va. —dijo Mánasvin seguro de que el conflicto no llegaría a ser una guerra abierta entre casas nobiliarias—. Todo son refriegas de señoritos menores que trabajan poco y joden mucho, como hasta ahora: caballeros o barones, y, quizá, a lo mucho, algún conde necesitado de atención paterna en un momento puntual. Pero no va a ir a más, ningún duque se va a arriesgar a darle por el culo al rey; pero no por el rey, que tiene menos que perder que todos ellos (al fin y al cabo, el hombre hace equilibrios para mantener unos territorios que se odian unidos mientras descansa entre cacería y putiferio), sino porque no sabrían ni por dónde empezar. La casa real no se mojaría con ninguna facción. Ni se les ocurre pensar siquiera en que se desencadene un conflicto que reavive luchas internas por el poder que conlleven un cambio de corona, y ellos eso lo saben. Los dejan jugar, porque no puede hacer otra cosa, pero que no molesten.
—Se nota que no piensan demasiado en nosotros. Cadena de mando.
—La mierda siempre cae hacia abajo.
Mánasvin
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Re: Reyerta en la frontera con Lunargenta [Solitaria]
Verisar, en otro tiempo, era un conjunto de países que convivían juntos, pero —y este es un matiz importante— independientes unos de otros. El proyecto político de la casa de Siegfried I tuvo consecuencias positivas y constructivas; también negativas, sobre todo después del Tratado del Cruce del Güessa, el acuerdo histórico que ponía punto y final a la época antigua de la división de reinos y daba comienzo a una nueva era de integración político-económica entre los diferentes —antes llamados reinos pero ahora— territorios que, en principio, permitía mayor cooperación en política extrapeninsular, de defensa, justicia y de interior. También abrió el abanico del libre movimiento de personas, previo consentimiento del señor de turno para no considerarlo una violación de las obligaciones de uno para con la tierra que debe cuidarle a aquel; y el comercio de bienes, servicios y capital. Así, lo que pasa es que ningún reino-nación puede competir fuera del control de la península, porque las condiciones generales las pone la tierra de la Corona a través de Lunargenta, que no es toda Lunargenta.
Basta con repasar la historia de cualquiera de los reinos, que aunque sigan denominándose así, en acto es un solo reino y en los documentos oficiales, entre los que están los militares, se escribe en singular. Se necesitaron décadas de guerras devastadoras para superar conflictos profundos que, al final, siguen sin estar resueltos del todo. No hace falta ser el más listo de Aerandir para ver las fracturas que existen entre unos y otros. En el fondo, es ser demasiado idealista considerar Verisar como un reino homogéneo; la única manera de llegar a ello es exterminar a las demás naciones y eso nunca culminó realmente, porque intentar se intentó constantemente. De todas maneras, tampoco es que la gente de Verisar, da igual que sean de Vulwulfar o Lunargenta, tenga voz y voto, porque el funcionamiento del reino, al contrario que el de los primeros reinos-nación, es antidemocrático; las decisiones que controlan cualquier aspecto socio-político o económico de Verisar las toman, fundamentalmente, los señores de las tierras de la Corona de Lunargenta, que no son grupos electos como sí lo eran los jefes de los clanes y tribus urvionas, a los que yo pertenezco, por mencionar mi ejemplo. Nadie escogió a ninguna casa, ni la regente, ni las sometidas, porque no son órganos electos, ni el Banco de Aeros, ni ninguno.
Así pues, con la unificación, la única cuestión pendiente era, o es, poner en orden las fricciones de los diferentes territorios, pero ese proceso durará unas cuantas vidas de hombres (y mujeres y niños).
Ahora mismo nos acercamos a otro conflicto en la península de Mantal, por el sometimiento de la casa de Baslod a Lunargenta y el asentamiento de la Corona en estas últimas que se convierte en un instrumento para asegurar su hegemonía sobre el resto y a las casas limítrofes bajo el control de los ducados, en fuerzas de intervención que no respetan lo más mínimo el derecho de Verisar. En alguno de los conflictos anteriores, se podrían aducir, como se hizo, justificaciones que se entendían como reacciones de defensa, pero ya en la anterior no hubo ningún pretexto plausible. Tan de esa manera fue, que existían claras opciones para utilizar la vía diplomática, porque tanto Apozecan (aunque ahora renieguen) como Brimbia tenían propuestas que las hubieran acercado en el tema de la soberanía de Mantal; pero lo que sucedió fue que las fronteras de Lunargenta aumentaron y las fronteras y la población de Baslodia disminuyeron. O, vamos, por resumirlo, que el establecimiento de la Corona en Lunargenta cambió la función de las relaciones interterritoriales en la frontera con Baslodia y reforzó las casas del sur como fuerzas de intervención militar; pero no voluntariamente —porque la Corona no es un yelmo— y está sometida a los nobles de la misma manera que estos están sometidos a ella—porque un yelmo no es una corona—.
—Según nos informaron —decía Lunia —en Apozecan alegan que están en su territorio, y lo que hagan en su lado de la frontera es cosa suya y no incumbe a nadie salvo al rey, y que por ello pueden desplegar maquinaria bélica en nuestras fronteras. Y que eso no es motivo para que en Brimbia provoquen movilizando regimientos permanentes allí.
—Hay una manera muy fácil de que en Brimbia no despliguen las tropas; no desplegando maquinaria bélica en Apozecan. No veo mucho sentido a rechazar las zonas de influencia solo cuando se trata de las del resto.
—No sé qué le ven a Mantal. Hay mejores tierras de cultivo. Y salidas al mar hay muchas y mejores, ¡será por peces en el mar!
—Cuando estuve allí, vi que Mantal no era solo una ciudad pesquera. Lo que buscan, imagino, es su salida al mar: ambos quieren una base naval para defender el tráfico marítimo de su territorio y amenazar el del otro. La entrada que tiene Mantal desde el mar es estrecha, barata de defender por Urnán.
—Osea, que no necesitarías muchas naves para desplegar.
—Ni enclaves de artillería. No necesitas una flota permanente, tan solo proteger la entrada con unas pocas fortificaciones, porque es muy estrecha. Suelen cerrar el paso con una cadena unida a los fuertes de la costa, que de lado a lado habrá unos 700m, yo diría que menos.
—No se podría tomar.
—Es inexpugnable. Te da la seguridad necesaria para tener allí arsenales y astilleros sin peligro. Y a las cadenas súmales tres castillos artillados, en diferentes tramos, dos en la costa sur y uno en la norte. No podrías pasar aunque llevaras un ciento de naves, porque tendrían que entrar en fila élfica. Esto ya pasó en otro conflicto de estos (no sé cuál porque no tiene sentido distinguirlos ya). Los condes de Apozecan atacaron Mantal con intención de incendiar los arsenales; desembarcaron en un punto alejado al sur, a unos 9 km de Mantal, con la intención de tomar por detrás los castillos de la costa sur para dejar abierto el paso de la flota lunargentina.
»Aunque esos castillos no estaban debidamente defendidos, se repelió el ataque, y conforme pasaban las horas, más y más tropas de Brimbia se dirigían a Mantal. Los lunargentinos de Apozecan fueron emboscados por las gentes del lugar y decidieron retirarse.
»Cabe destacar que allí hay gente que comparte orígenes históricos con los ribereños de la tierra de los Vulwulf, porque una vez construídos los puertos y los arsenales, reavivaron los astilleros; los Baslod enviaron espías a Vulwulfar para convencer a expertos navieros, que vinieron aquí gracias a los sobornos y las promesas de tolerancia y una mejor vida. Aunque era una labor jodida y penosa, y se cobró muchas vidas. Imagina cuánta gente era necesaria para cavar diques secos y transportar cestos de de la tierra para ganar terreno al mar.
Estuvimos hablando de esto un rato, hasta que terminé la segunda taza de vino de grano, caliente y oscuro. Luego volví al despacho que me habían asignado en el fuerte. Allí me esperaba Lunia y un tipo extrañamente familiar.
—Señor —dijo ella, encuadrada, muy formal—, el coronel Ársaces.
Basta con repasar la historia de cualquiera de los reinos, que aunque sigan denominándose así, en acto es un solo reino y en los documentos oficiales, entre los que están los militares, se escribe en singular. Se necesitaron décadas de guerras devastadoras para superar conflictos profundos que, al final, siguen sin estar resueltos del todo. No hace falta ser el más listo de Aerandir para ver las fracturas que existen entre unos y otros. En el fondo, es ser demasiado idealista considerar Verisar como un reino homogéneo; la única manera de llegar a ello es exterminar a las demás naciones y eso nunca culminó realmente, porque intentar se intentó constantemente. De todas maneras, tampoco es que la gente de Verisar, da igual que sean de Vulwulfar o Lunargenta, tenga voz y voto, porque el funcionamiento del reino, al contrario que el de los primeros reinos-nación, es antidemocrático; las decisiones que controlan cualquier aspecto socio-político o económico de Verisar las toman, fundamentalmente, los señores de las tierras de la Corona de Lunargenta, que no son grupos electos como sí lo eran los jefes de los clanes y tribus urvionas, a los que yo pertenezco, por mencionar mi ejemplo. Nadie escogió a ninguna casa, ni la regente, ni las sometidas, porque no son órganos electos, ni el Banco de Aeros, ni ninguno.
Así pues, con la unificación, la única cuestión pendiente era, o es, poner en orden las fricciones de los diferentes territorios, pero ese proceso durará unas cuantas vidas de hombres (y mujeres y niños).
Ahora mismo nos acercamos a otro conflicto en la península de Mantal, por el sometimiento de la casa de Baslod a Lunargenta y el asentamiento de la Corona en estas últimas que se convierte en un instrumento para asegurar su hegemonía sobre el resto y a las casas limítrofes bajo el control de los ducados, en fuerzas de intervención que no respetan lo más mínimo el derecho de Verisar. En alguno de los conflictos anteriores, se podrían aducir, como se hizo, justificaciones que se entendían como reacciones de defensa, pero ya en la anterior no hubo ningún pretexto plausible. Tan de esa manera fue, que existían claras opciones para utilizar la vía diplomática, porque tanto Apozecan (aunque ahora renieguen) como Brimbia tenían propuestas que las hubieran acercado en el tema de la soberanía de Mantal; pero lo que sucedió fue que las fronteras de Lunargenta aumentaron y las fronteras y la población de Baslodia disminuyeron. O, vamos, por resumirlo, que el establecimiento de la Corona en Lunargenta cambió la función de las relaciones interterritoriales en la frontera con Baslodia y reforzó las casas del sur como fuerzas de intervención militar; pero no voluntariamente —porque la Corona no es un yelmo— y está sometida a los nobles de la misma manera que estos están sometidos a ella—porque un yelmo no es una corona—.
—Según nos informaron —decía Lunia —en Apozecan alegan que están en su territorio, y lo que hagan en su lado de la frontera es cosa suya y no incumbe a nadie salvo al rey, y que por ello pueden desplegar maquinaria bélica en nuestras fronteras. Y que eso no es motivo para que en Brimbia provoquen movilizando regimientos permanentes allí.
—Hay una manera muy fácil de que en Brimbia no despliguen las tropas; no desplegando maquinaria bélica en Apozecan. No veo mucho sentido a rechazar las zonas de influencia solo cuando se trata de las del resto.
—No sé qué le ven a Mantal. Hay mejores tierras de cultivo. Y salidas al mar hay muchas y mejores, ¡será por peces en el mar!
—Cuando estuve allí, vi que Mantal no era solo una ciudad pesquera. Lo que buscan, imagino, es su salida al mar: ambos quieren una base naval para defender el tráfico marítimo de su territorio y amenazar el del otro. La entrada que tiene Mantal desde el mar es estrecha, barata de defender por Urnán.
—Osea, que no necesitarías muchas naves para desplegar.
—Ni enclaves de artillería. No necesitas una flota permanente, tan solo proteger la entrada con unas pocas fortificaciones, porque es muy estrecha. Suelen cerrar el paso con una cadena unida a los fuertes de la costa, que de lado a lado habrá unos 700m, yo diría que menos.
—No se podría tomar.
—Es inexpugnable. Te da la seguridad necesaria para tener allí arsenales y astilleros sin peligro. Y a las cadenas súmales tres castillos artillados, en diferentes tramos, dos en la costa sur y uno en la norte. No podrías pasar aunque llevaras un ciento de naves, porque tendrían que entrar en fila élfica. Esto ya pasó en otro conflicto de estos (no sé cuál porque no tiene sentido distinguirlos ya). Los condes de Apozecan atacaron Mantal con intención de incendiar los arsenales; desembarcaron en un punto alejado al sur, a unos 9 km de Mantal, con la intención de tomar por detrás los castillos de la costa sur para dejar abierto el paso de la flota lunargentina.
»Aunque esos castillos no estaban debidamente defendidos, se repelió el ataque, y conforme pasaban las horas, más y más tropas de Brimbia se dirigían a Mantal. Los lunargentinos de Apozecan fueron emboscados por las gentes del lugar y decidieron retirarse.
»Cabe destacar que allí hay gente que comparte orígenes históricos con los ribereños de la tierra de los Vulwulf, porque una vez construídos los puertos y los arsenales, reavivaron los astilleros; los Baslod enviaron espías a Vulwulfar para convencer a expertos navieros, que vinieron aquí gracias a los sobornos y las promesas de tolerancia y una mejor vida. Aunque era una labor jodida y penosa, y se cobró muchas vidas. Imagina cuánta gente era necesaria para cavar diques secos y transportar cestos de de la tierra para ganar terreno al mar.
Estuvimos hablando de esto un rato, hasta que terminé la segunda taza de vino de grano, caliente y oscuro. Luego volví al despacho que me habían asignado en el fuerte. Allí me esperaba Lunia y un tipo extrañamente familiar.
—Señor —dijo ella, encuadrada, muy formal—, el coronel Ársaces.
Mánasvin
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