[cerrado]Un botín con muchos dueños [Privado][Noche]

Las manos del secuaz se cernieron torpemente contra el suelo, cerrándose como garras en los salientes, intentando hundir los dedos cuál garras en la tierra, rompiendo sus uñas y lastimándose la piel. Con torpeza, fue arrastrado por su líder, gateando, descoordinadamente, como una lagartija a la que le hubiesen quebrado todas las patas.
Aunque no había heridas aparentes, ni en sus posados rastro alguno que hiciera pensar que el vampiro tenía razón, los bandoleros se hallaban tan debilitados y doloridos como si efectivamente hubieran sido víctimas de la bestia úrsida.
—Soc-cor-ro.— Logro pronunciar con mucha dificultad el picado, cuando fue arrojado a los pies de la guerrera, extendiendo su manaza hacia sus botas. Su voz sonaba cortada, ahogada, pues, aunque no había respirado veneno alguno, su cuerpo, convencido de lo contrario, hacía que se le cerrase la garganta para protegerlo de los insidiosos humos.

Arygos hincho el pecho ligeramente, y apoyó el peso sobre las puntas de los pies, sin alzar los talones del suelo. Una ligera sonrisa de orgullo se pintó en su rostro, y llego a su mirada.

—Estoy bien. No me duele nada aún, aunque pica un poco.— La muchacha se dejó asear con naturalidad, girando el cuerpo para exponer las líneas anaranjadas y facilitarle la tarea.— Voy a necesitar un baño de verdad, por si a caso.— Si bien la camisa quitó la mayoría del icor, algunas de sus escamas quedaron con una muy sutil tintura, como un cuenco en el que se ha puesto salsa de tomate, que por mucho que se lave, la huella del uso permanece en forma de una fina película rojiza casi imposible de quitar.

Cuando el vampiro se dispuso a ayudar al pavo, Arygos le siguió, pero en vez de ponerse a cavar, se quedó haciendo guardia, sentada sobre el pecho del grandullón muerto, que había hecho una especie de claro, y con su imponente tamaño, constituía una isla segura entre el mar de flores espinosas. Desde allí, sentada, Arygos podía espiar todo el claro, de nuevo, con la mirada asomando apenas un par de pulgadas por encima del mar de flores, como un cocodrilo en un pantano.

El hombre bestia tembló aún más cuando Bio se le acercó, pero, como ya estaba llorando, temblando, e incluso se había cagado encima, creciera o no su miedo, había ya pocas más formas en las que su cuerpo pudiese demostrarlo.

— Creo que lo tenemos, pero no podré sacarlo yo solo.— La dragoncilla blanca no se volteó, se mantuvo en su tarea de cuidar y proteger, dejando que fuera su coetánea la que se dedicase a esa empresa. Akapalotl no se hizo esperar, y llevando consigo al prisionero menos afectado por las dotes del vampiro, se adentró en el zarzal de susurros de imbar.

Haciendo gala de su fuerza sobrehumana, Akapalolt sacó el cofre de un tirón, haciendo que el hombre pavo, que también tironeaba del asidero, saliera disparado hacia atrás por el impulso y cayese de culo sobre las espinosas flores. Su pantalón quedó hecho un colador, rezumando salsa fecal. El pestilente hedor lleno el claro.

El cofre era mucho más pequeño de lo que hubieran podido pensar, suficiente para que un hombre adulto lo cargara con algo de esfuerzo, pero poco práctico para llevar en una huida. La cerradura, oxidada pro la tierra mojada de la temporada de lluvias, se abrió con un feo crujido por si sola, y desparramó sobre la hojarasca y la tierra removida su contenido.
Un cáliz plateado, con figuras élficas que rodeaban el mismo, y sostenían los bordes, alzando sus manos al cielo, ataviados con largas togas, rodó hasta los pies del bandido cautivo. Este, aprovechando que nada lo ataba al lugar, lo agarró y salió corriendo hacia el bosque, dejando, en el suelo, el resto del botín.
Una serie de cucharas y cucharitas agujereadas, con los mangos labrados con imágenes representando a los dioses elficos, una especie de quemador de incienso ceremonial, también de plata, y un par de estolas, bellamente bordadas, ahora manchadas de tierra.

Para cualquiera con una noción vaga sobre cultura elfica, aquello eran claramente utensilios religiosos. Para los que tuviesen un conocimiento más extenso, podían reconocer en aquello los enseres que usaban los habitantes de sandorai para comunicarse con Imbar usando las mismas flores entre las que habían sido escondidos.

- Solo son chucherías – Akapalotl se acercó al cofre, intentando ver más claramente su contenido, eran cosas que podría vender, pero nada útil para ella; ese momento fue aprovechado por el bandido para emprender su huida, la dragona se giró, pero el criminal ya se había perdido en la maleza, además “ya terminamos aquí”

La muchacha no le siguió, en lugar de eso enfoco su mirada en el humano y en sus interrogantes. Mientras se pasó la mano por su cabello turquesa, acomodando algunos mechones que habían quedado colgando en sus cuernos.

- La caja no es de valor, podríamos envolver lo demás en una capa y …. – se quedó en silencio, cortando su idea, acababa de fijarse en un detalle que había ignorado desde que comenzó la búsqueda – eh, tu humano, ¿cómo es que llegaste acá?

La dragona apoyo su barbilla con su mano, y se aproximó a Bio, “habrá usado algún hechizo de vuelo o algo por el estilo”

- ¿Usaste algo de magia?, no quiero sonar grosera, pero no me imagino que llegaras al llamado de Arygos antes que yo corriendo a través del bosque; de por si tu especie no podría llevar el ritmo de un dragón en vuelo y mucho menos con el agreste terreno del bosque.

Arygos se acercó a ver las cosas, y las reconoció de las enciclopedias fácilmente. Sus conocimientos sobre otras culturas habían crecido mucho con los años. Aunque la colección no estaba completa sin el cáliz, sería una buena incorporación al museo en el que se estaba convirtiendo la torre del silencio.
Sin esperar a nadie empezó a meter todo dentro del cofre de la cerradura rota.
—Dame tu cinturón.- Le pidio al temeroso sujeto ovillado entre las plantas, lleno de tierra. Él obedeció, y su antigua prenda sirvió para que el cofre se mantuviese cerrado.

—Oh, no, no vamos a llevarlo Bio. No puedes ir llevándote a todo bicho que te encuentres, aunque te dé pena. Míralo ¿Qué haríamos con él?.
—Por si nos da hambre—La dragona alzó la cabeza, y le dedicó una venenosa mirada al hombre ganso cuando escuchó lo último.— Si te da hambre me puedes avisar a mí.— Replicó, entrecerrando los ojos amenazadoramente, marcándole el territorio a ese hombre bestia quien creía estaba amenazando sus gatillos de diversiones y placer.
Sin emitir sonido formulo, la palabra “corre” claramente para el hombre pavo, y le siseó como un gato. El sujeto gateó rápidamente fuera del cardumen de flores, y se perdió en el bosque, corriendo con ambas manos aferradas al borde de los pantalones. No había que pedirle que huyese dos veces, les tenía tanto o más miedo a ese grupo como a sus antiguos captores.

—¿Te importa si nos lo llevamos? Son objetos rituales elficos. Puedo compensarte con algún arcano. Nos podemos ver en la torre y arreglarnos.— Ofreció a su cofrade, mientras arrastraba el petate fuera de las plantas.

— ¿Usaste algo de magia?, no quiero sonar grosera, pero no me imagino que llegaras al llamado de Arygos antes que yo corriendo a través del bosque; de por sí tu especie no podría llevar el ritmo de un dragón en vuelo y mucho menos con el agreste terreno del bosque.
Las palabras de su compatriota hicieron que retrasase su transformación.
—Oh no, lo he llevado yo.— Se sonrió la muchacha con orgullo de su fuerza. Pocos dragones eran tan grandes y fuertes como para poder llevar jinetes, mucho menos con su comodidad y destreza. Arygos se acercó a Bio y lo acerco a su compañera del brazo, como quien enseña algo de lo que se está orgulloso.— Además no es un humano.— Se sonrió y le dio un cariñoso golpe con la frente en el costado del hombro.— Es un poderoso vampiro!

Contenta de su aclaración, finalmente tomó su forma draconiana, y se tumbó sobre el pasto para que Víctor pudiese montar.

Un pequeño tick en su ojo derecho, eso fue lo único que expreso la dragona, aunque al principio lo había tomado como una pequeña broma por parte de sus acompañantes, pronto vio que era una realidad.

Aquel con el cual había estado interactuando no era un humano, sino un vampiro, un posible enemigo y ella le dio la espalda, se confió como si él fuera un simple simio; Akapalotl seguro hubiera desenfundado su arma, apuntado al vampiro y exigido al mismo que le confesara si había luchado en la frontera norte, donde tanto de los suyos caído bajo las manos de sus hermanos y viceversa.
Pero otra revelación había provocado que la identidad de Bio no le importara.

“lo lleva….  A donde él quiera…. acaso es su sirvienta, o peor aún su mascota, esto es impropio, es una dragona ¡maldita sea!”

Su honor herido era demasiado para permitirle a su mente procesar, incluso paso por alto lo poderosa que debía ser Arygos para llevar a un vampiro y el botín. La piel de la dragona se empalideció hasta alcanzar un tono falto de saturación, como el blanco cadáver sin sangre; su mano no podía moverse, para desenvainar, aquella criatura que ella había visto primero como una sabia guía, luego no tanto como una maestra, sino más bien como una poderosa criatura, no era más que una mascota de un vampiro glorificado.

“Y pensé que era mejor que yo, que yo podría aprender de ella” al tic le siguió un pequeño temblor, lleno de asco. Había sufrido un gran insulto y ella misma se lo había arrojado.

- Mal….sdsa…wq….ah!!!! – grito con furia, ya cuando el par había despegado.

Con una Akapalolt perpleja, y parada como una estatua, el inmenso dragón blanco alzo el vuelo con su oscuro jinete. Semidesnudo, a cuestas, con su negra melena al viento, montado a horcajarras sobre sus hombros, entre las filosas púas de hueso que decoraban al leviatán. Tenía un aspecto valiente y terrible. Una imagen digna de ser pintada y colgada en los salones de algún conde de aficiones crapulosas.
Con el frío viento, los representantes del séptimo círculo desaparecieron en la noche, en dirección a la torre del silencio.




Entre la foresta, en lo profundo del bosque, un pestilente hombre bestia correteaba, perdido, intentando encontrar el camino a casa, tropezándose con raíces y piedras, aferrándose a la corteza de los árboles con las manos, sanguinolentas y llenas de tierra. Sus ojos, enceguecidos por las lágrimas, le impidieron ver el fulgor metálico de una lanza hasta que tuvo está apoyada en el pecho.
Un pequeño escuadrón de elfos lo rodeaba.
El hombre pavo, estaba aún muy lejos de ver sus días como hombre libre. Había cambiado, una vez más, unos captores por otros.


Los susurros de imbar, magullados por la aventura, crecerían pronto más sanos y florecerían con renovadas energías. Sus bayas venenosas se alimentarían de la sangre y la carne de aquellos que las habían aplastado, y que reposaban ahora entre sus tallos.