MERCADO de Aerandir

Frustrado, dejé caer aquel par de pinzas sobre el suelo. Su impacto generó el tedioso sonido del metal rebotando que tanto odiaba. ¡Maldita sea! ¿Por qué hacer aquello era tan difícil...?

Había perdido la noción del tiempo por completo. No tenía idea de cuántas horas había estado ahí, concentrado y de pié frente a aquel espejo, viéndome la espalda e intentando, fallidamente, toquetear las partes de aquella extensa plancha de metal que tenía pegada a la misma. En vista del brillo de mi cuerpo cubierto por gotas de sudor, suficiente para entender que no tenía caso continuar jugando con aquellas herramientas raras que se hallaban por todo el lugar. No había ninguna que supiera —o recordara— como utilizar apropiadamente; solo estaban ahí cuando retomé aquel viejo y polvoriento lugar que, aparentemente, era de mi propiedad.

Me apoyé sobre el mesón tras liberar un bufido exhausto, tratando de normalizar mi pesada respiración. No quería aceptarlo. Me había esforzado en no tener que hacerlo, pero ya no había más. Tenía que buscar a algún profesional, alguien que me ayudara a entender cómo demonios funcionaba esa placa y que se suponía que hacía en mi...

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¿Les he comentado antes lo mucho que detesto el mercado principal de Lunargenta? ¿Si? Pues, por si acaso, lo hago. Agradecía inmensamente que mi propio establecimiento se hallara en una zona diferente; no sabía si podría soportar tener que vivir en aquel lugar. Demasiadas personas juntas, demasiados comerciantes ambulantes. Aquello era un extenso laberinto del que, con cientos de plegarias y mucha suerte, podías entrar y salir vivo, con el producto que deseabas adquirir, y tus aeros intactos. Y no he hablado del aroma.

En fin, aquella tarde, a regañadientes, me había forzado a estar en ese apestoso lugar, en busca de alguien que pudiera ayudarme...

La verdad, no tenía mucha idea de a quien precisamente tenía que buscar. Todavía no entendía muy bien lo que significaba ser un biocibernético y todo el asunto. ¿Quién se suponía que les ayudaba en esos casos? ¿Habían clérigos especiales o algo así...?

Al final del día, había terminado en una especie de rincón extraño, muy similar al mío de hecho: Polvoriento, repleto de piezas raras y olor a metal oxidado. Me había costado una sesión de persuasión con monedas sobre la mesa, pero había convencido a un sujeto de enseñarme lo que necesitaba... o algo así.

—Aquí tienes, niño. —dijo el sujeto, mientras depositaba aquellos pergaminos sobre la mesa—. Ingeniería básica para principiantes. Es lo que buscabas, ¿no? —preguntó.

—Supongo... —contesté incrédulo, revisando el contenido plasmado en el papiro.

—De igual modo, al menos bastará para poner a funcionar ese taller tuyo que dices que tienes, ¿no? —comentó sereno, rascándose la nuca—. De algo tienes que vivir. —razonó, situando sus manos sobre sus caderas.

—Supongo... —volví a decir, con más desgano aún. Me limité a encogerme de hombros y tomar los cinco pergaminos, dejando en su lugar la cantidad de aeros acordada—. Gracias por la ayuda. —logré decir antes de partir.

Bufé. Estaba mosqueado. No era realmente lo que esperaba encontrar, pero probablemente serviría. Aquel hombre había dicho que: "la mejor maestra era la práctica misma".

Tendría mucho que leer aquella noche...

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