Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
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Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Como cada día al despertar de su cama, Arethusa coge su violín, lo besa y empieza a tocar las notas que vio en sus sueños. Si no lo hace nada más levantarse, olvidará lo que ha soñado y fue una canción demasiado hermosa para olvidarla. Ahora, que estaba tocando, se da cuenta de lo buena que es. Mejor que en su imaginación. La música le hace sonreír como si fuera la niña que, en su interior, no quiere dejar de ser. Recuerda las escenas más felices que ha vivido en el sueño: ve a mamá haciendo un pastel de crema de nuez, papá está jugando con Mainera levándola hasta que tocase el techo y, desde tierra, una pequeña Arethusa le tira de los pantalones para pedirle que la levante a ella también. Es la misma escena con la que ha soñado, no la consiguió recordar al completo hasta que no empezó a tocar el violín. La música es tan poderosa en la elfa que le hace ver y sentir cosas que jamás pensó que volvería a tener.
La canción casi ha terminado. A Arethusa se le saltan las lágrimas. Su sonrisa no puede ser más amplia ni su sueño más vivo. Incluso puede llegar a oler la nuez tostada del pastel que en su imaginación hizo mamá. Debió de estar delicioso. Tal vez, si siguiese tocando el violín, solo un poco más, podrá sentir el sabor del pastel y, también, las grandes manos de papá cogiendo la cintura que tenía cuando era niña. Solo un poco más, unas notas más y podrá sentirlo.
(Mamá y Papá, esperad un poco, Arethusa ya está llegando).
Unos golpes irrumpen la canción y el sueño de la niña se desvanece por completo. El sonido viene de la puerta de la habitación, alguien pide permiso para entrar. Seguramente, ese “alguien” ha dicho algo en el momento en que dio los golpes a la puerta, pero Arethusa no lo escuchó, estaba demasiado concentrada en su música que no pudo escuchar ninguna voz que no fuera la de su familia que ya no existe.
Todavía adormecida, se mira así misma de arriba a abajo y se da cuenta que está en ropa interior. Quien fuera que estuviera al otro lado no la puede ver con las bragas de lino blanco y nada más. ¡Qué vergüenza y qué espanto! Rápida, deja el violín a un y salta hacia el otro tapándose hasta la cabeza con las sabanas.
-Sí, ¡adelante!- dice Arethusa a media voz una vez se ha tapado por completo.
-Ary- la puerta se abre, es su hermana mayor quien aparece del otro lado-ya es tarde. ¿No crees que deberías salir de aquí? Hace un día maravilloso- abre las cortinas y deja pasar la luz del sol que da directamente a la cama- ¡Arriba! Levántate que tenemos muchas que hacer hoy. Habíamos quedado que te irías a comprar mientras yo me encargaba de limpiar. ¿Recuerdas?- da un tirón a las sabanas y destapa a Ary por completo- ¡Arriba!-
-Cada día te parecer más a mamá- Da un resoplido que hace levantar el cabello de su frente.
-¿Eso es un cumplido?-
Arethusa se da cuenta que su hermana se acaricia el vientre en cuanto acaba de decir la última frase. Eámanë está en cinta. Aunque no lo haya dicho en voz alta ni se tenga barriga, eso era algo que las hermanas lo podían notar. La familia de Eámanë está creciendo y Ary piensa cuánto tiempo más su hermana la seguirá manteniendo. Con suerte, un año más. Si está en lo cierto y su hermana mayor está embarazada, la habitación que se había adueñado Ary cuando escapó de casa de su padre sería reservada para el bebé. La casa era pequeña y Eámanë no se podía permitir comprar una más grande por capricho de su hermana. Arethusa debe empezar a aprender a cuidarse sola. ¿No debe de ser tan difícil? Después de haber cuidado a papá y haber soportado todo el dolor que él tenía (y daba) no puede ser tan difícil sobrevivir al mundo de allí fuera.
Una vez vestida y desayunada. Arethusa coge una pequeña cesta de mimbre, la lista de la compra que le ha escrito su hermana y su violín. No puede salir de casa si no es sin su violín.
-Cosas para hacer hoy:- dice en voz alta mientras sale una vez sale a la calle da Sandorai- comprar las cosas de Eámy, tocar el violín y buscar qué hacer para no ser una molestia- sonríe sarcásticamente- Son muchas cosas, espero que me dé tiempo a hacerlas todas-.
La canción casi ha terminado. A Arethusa se le saltan las lágrimas. Su sonrisa no puede ser más amplia ni su sueño más vivo. Incluso puede llegar a oler la nuez tostada del pastel que en su imaginación hizo mamá. Debió de estar delicioso. Tal vez, si siguiese tocando el violín, solo un poco más, podrá sentir el sabor del pastel y, también, las grandes manos de papá cogiendo la cintura que tenía cuando era niña. Solo un poco más, unas notas más y podrá sentirlo.
(Mamá y Papá, esperad un poco, Arethusa ya está llegando).
Unos golpes irrumpen la canción y el sueño de la niña se desvanece por completo. El sonido viene de la puerta de la habitación, alguien pide permiso para entrar. Seguramente, ese “alguien” ha dicho algo en el momento en que dio los golpes a la puerta, pero Arethusa no lo escuchó, estaba demasiado concentrada en su música que no pudo escuchar ninguna voz que no fuera la de su familia que ya no existe.
Todavía adormecida, se mira así misma de arriba a abajo y se da cuenta que está en ropa interior. Quien fuera que estuviera al otro lado no la puede ver con las bragas de lino blanco y nada más. ¡Qué vergüenza y qué espanto! Rápida, deja el violín a un y salta hacia el otro tapándose hasta la cabeza con las sabanas.
-Sí, ¡adelante!- dice Arethusa a media voz una vez se ha tapado por completo.
-Ary- la puerta se abre, es su hermana mayor quien aparece del otro lado-ya es tarde. ¿No crees que deberías salir de aquí? Hace un día maravilloso- abre las cortinas y deja pasar la luz del sol que da directamente a la cama- ¡Arriba! Levántate que tenemos muchas que hacer hoy. Habíamos quedado que te irías a comprar mientras yo me encargaba de limpiar. ¿Recuerdas?- da un tirón a las sabanas y destapa a Ary por completo- ¡Arriba!-
-Cada día te parecer más a mamá- Da un resoplido que hace levantar el cabello de su frente.
-¿Eso es un cumplido?-
Arethusa se da cuenta que su hermana se acaricia el vientre en cuanto acaba de decir la última frase. Eámanë está en cinta. Aunque no lo haya dicho en voz alta ni se tenga barriga, eso era algo que las hermanas lo podían notar. La familia de Eámanë está creciendo y Ary piensa cuánto tiempo más su hermana la seguirá manteniendo. Con suerte, un año más. Si está en lo cierto y su hermana mayor está embarazada, la habitación que se había adueñado Ary cuando escapó de casa de su padre sería reservada para el bebé. La casa era pequeña y Eámanë no se podía permitir comprar una más grande por capricho de su hermana. Arethusa debe empezar a aprender a cuidarse sola. ¿No debe de ser tan difícil? Después de haber cuidado a papá y haber soportado todo el dolor que él tenía (y daba) no puede ser tan difícil sobrevivir al mundo de allí fuera.
Una vez vestida y desayunada. Arethusa coge una pequeña cesta de mimbre, la lista de la compra que le ha escrito su hermana y su violín. No puede salir de casa si no es sin su violín.
-Cosas para hacer hoy:- dice en voz alta mientras sale una vez sale a la calle da Sandorai- comprar las cosas de Eámy, tocar el violín y buscar qué hacer para no ser una molestia- sonríe sarcásticamente- Son muchas cosas, espero que me dé tiempo a hacerlas todas-.
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Habían pasado casi 2 semanas desde mi regreso al bosque que alguna vez había sido mi hogar. Los arboles frondosos y fuertes me hacían rememorar mi infancia y la vida que había tenido con mis padres. Era extraño, pero sentía muchos deseos de quedarme un poco más aún si las noches me resultaban duras al obligarme a recordar a mis padres y mi hermano, después de todo no solo era un lugar con malos recuerdos, sino también un sitio plagado de las más bellas experiencias.
Era la séptima vez que me regresaba mi antigua casa, y desde la primera parecía muy obvio que una reconstrucción tomaría demasiado tiempo y esfuerzo, casi todo había quedado en ruinas desde aquella fatídica batalla, así que como siempre, puse manos a la obra para avanzar un poco más en la construcción, quizás para la décima visita ya seria un lugar en condiciones para pasar al menos una temporada de lluvia.
La mañana era hermosa, el sol estaba completamente radiante y las aves cantaban en todo en su esplendor, era tan maravilloso que me fue imposible concebir ese día como uno más de trabajo, después de todo podía sentir a la tierra pidiéndome explorar y relajarme al menos una vez, crear un nuevo hermoso hermoso recuerdo en un lugar que llevaba años sólo significando pesares y una esperanza cada vez más injustificada.
Baje por la escalera colocada en el gran árbol y observe los alrededores, afortunadamente mis padres no habían sido personas muy sociables así que el lugar estaba lejos de otros hogares élficos, por lo que me resultaba muy fácil concentrarme en los sonidos del bosque con completa tranquilidad. Mi piel parecía casi transparente bajo los rayos del fuerte sol, me llenaban de energía y por un momento casi me sentí feliz, lo suficiente como para esbozar una media sonrisa. Vino a mi cabeza un cántico que mi madre me había ensañado cuando era más chica, una melodía hermosa que quizás por la enorme paz no pude evitar entonar:
Era la séptima vez que me regresaba mi antigua casa, y desde la primera parecía muy obvio que una reconstrucción tomaría demasiado tiempo y esfuerzo, casi todo había quedado en ruinas desde aquella fatídica batalla, así que como siempre, puse manos a la obra para avanzar un poco más en la construcción, quizás para la décima visita ya seria un lugar en condiciones para pasar al menos una temporada de lluvia.
La mañana era hermosa, el sol estaba completamente radiante y las aves cantaban en todo en su esplendor, era tan maravilloso que me fue imposible concebir ese día como uno más de trabajo, después de todo podía sentir a la tierra pidiéndome explorar y relajarme al menos una vez, crear un nuevo hermoso hermoso recuerdo en un lugar que llevaba años sólo significando pesares y una esperanza cada vez más injustificada.
Baje por la escalera colocada en el gran árbol y observe los alrededores, afortunadamente mis padres no habían sido personas muy sociables así que el lugar estaba lejos de otros hogares élficos, por lo que me resultaba muy fácil concentrarme en los sonidos del bosque con completa tranquilidad. Mi piel parecía casi transparente bajo los rayos del fuerte sol, me llenaban de energía y por un momento casi me sentí feliz, lo suficiente como para esbozar una media sonrisa. Vino a mi cabeza un cántico que mi madre me había ensañado cuando era más chica, una melodía hermosa que quizás por la enorme paz no pude evitar entonar:
-Os iusti meditabur sapientiam,
et lingua eius loquetur iudicium.
Beatus vir qui suffert tentaionem,
quoniam cum probatus fuerit,
accipiet coronam vitae,
Kyrie, ignis divine, eleison.
Oh quam sancta,
quam serena,
quam benigma,
quam amoena,
oh castitatis lilium.-
et lingua eius loquetur iudicium.
Beatus vir qui suffert tentaionem,
quoniam cum probatus fuerit,
accipiet coronam vitae,
Kyrie, ignis divine, eleison.
Oh quam sancta,
quam serena,
quam benigma,
quam amoena,
oh castitatis lilium.-
Lullaby
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
La primera cosa que tiene que comprar es perejil. Eámanë pone una ramita de perejil en todas las comidas que hace. Unas veces para dar sabor y, otras veces, para adornar el plato con un pequeño toque de color verde. La mayoría de veces, según piensa Arethusa, es solamente para decorar. Por mucho que se esfuerza en notar el sabor del perejil en los caldos que prepara su hermana mayor no lo encuentra. Les sabe igual con o sin el perejil en el plato. Es extraño, porque también les sabe igual la sopa de cebolla como la sopa de zanahoria. Quizás, será por las muchas especies de Eámanë les echa a sus comidas. Ahora que Ary está revisando la lista de la compra, la mayor parte que hay ahí escrita son especies: orégano, tomillo, azafrán, pimentón del rojo y del negro, nuez moscada, hierba buena, laurel… Alguien debe decirle a su hermana que deje de utilizar tantas especias. No es que tengan un sabor malo sus sopas, todo lo contrario, sino que todas saben igual. Igual de bien e igual de aburridos. En otras casas donde Arethusa ha comido, las sopas tienen un sabor muy diferente que al de su hermana. Por algo será…
Sea como sea, Arethusa está cansada de probar siempre el mismo sabor. ¡Algo debe de hacer! Y, por supuesto, ella no va a ser quien hable con su hermana sobre sus caprichos culinarios. Ya que Eámanë le ha hecho el favor para que se quede unos días en casa, no puede decirle que cocina mal. Pero, puede hacer otras cosas. Se moja el dedo índice en la boca y lo frota en la parte de la lista de la comprar donde pone el nombre de “tomillo”. La saliva es un disolvente ideal a la hora de borrar la tinta del papel; funciona a la perfección. Una vez borrado el tomillo, borra también el laurel, las dos clases de pimentón y la nuez moscada. Si borra más, Eámanë sospechará de la pequeña travesura que está haciendo. ¿Solo por uno más podría sospechar? ¡Si uno no es ninguno! Además que el sabor del laurel es tan escurridizo en las sopas de Eámanë como el del perejil. Lo puede borrar perfectamente. ¡Es el crimen perfecto!
Centrada en borrar y borrar los nombres de las especies con sabores indetectables, no se da cuenta que una chica está cantando a dos metros delante de ella. Arethusa solo oye la voz de sus pensamientos. Una vez se despista, lo hace al completo. No ve nada que no quiera ver, no ve nada que no quiera oír y, por supuesto, no siente nada que no quiera sentir. Lo mismo le ocurre cuando toca el violín. Es por este motivo que no ve a la chica del cabello blanco y, hasta que no se tropieza de frente con ella, no se da cuenta que está ahí.
-¡Disculpa, lo siento mucho, yo no quería!- Arethusa es una experta en despistarse y en pedir perdón- ¿Te has hecho daño? De verdad que no te había dicho. Dime que no te has hecho daño por favor. Lo siento mucho.- une las palmas de sus manos como si estuviera rezando.- ¡MIL PERDONES!-
Sea como sea, Arethusa está cansada de probar siempre el mismo sabor. ¡Algo debe de hacer! Y, por supuesto, ella no va a ser quien hable con su hermana sobre sus caprichos culinarios. Ya que Eámanë le ha hecho el favor para que se quede unos días en casa, no puede decirle que cocina mal. Pero, puede hacer otras cosas. Se moja el dedo índice en la boca y lo frota en la parte de la lista de la comprar donde pone el nombre de “tomillo”. La saliva es un disolvente ideal a la hora de borrar la tinta del papel; funciona a la perfección. Una vez borrado el tomillo, borra también el laurel, las dos clases de pimentón y la nuez moscada. Si borra más, Eámanë sospechará de la pequeña travesura que está haciendo. ¿Solo por uno más podría sospechar? ¡Si uno no es ninguno! Además que el sabor del laurel es tan escurridizo en las sopas de Eámanë como el del perejil. Lo puede borrar perfectamente. ¡Es el crimen perfecto!
Centrada en borrar y borrar los nombres de las especies con sabores indetectables, no se da cuenta que una chica está cantando a dos metros delante de ella. Arethusa solo oye la voz de sus pensamientos. Una vez se despista, lo hace al completo. No ve nada que no quiera ver, no ve nada que no quiera oír y, por supuesto, no siente nada que no quiera sentir. Lo mismo le ocurre cuando toca el violín. Es por este motivo que no ve a la chica del cabello blanco y, hasta que no se tropieza de frente con ella, no se da cuenta que está ahí.
-¡Disculpa, lo siento mucho, yo no quería!- Arethusa es una experta en despistarse y en pedir perdón- ¿Te has hecho daño? De verdad que no te había dicho. Dime que no te has hecho daño por favor. Lo siento mucho.- une las palmas de sus manos como si estuviera rezando.- ¡MIL PERDONES!-
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
- Aclaraciones Offrol:
- Me salió un poco largo... Y por el camino surgieron algunas situaciones interesantes sobre las que apetecía escribir para presentaros a los personajes Gáleros -Galerín y/o Elín-, Eyfe y Ástyr. Así sabréis mejor como son y cómo es Ástyr en especial ;P
PD: Los siguientes serán más cortos, lo prometo.
PDD: No coloreé los diálogos porque ahora creo que es imposible hacerlo sin que se me caigan los ojos, pero en los siguientes lo haré :3
Aquella mañana Ástyr de Fontargandi había despertado con las primeras luces del alba, al lado de las cenizas de un pequeño fuego del que ahora solo quedaban unos rastrojos humeantes. Escuchaba la conversación de los árboles arrecostada contra la corteza musgosa de un enorme y nudoso salcendo, acurrucada en su capa con los ojos entrecerrados. La única lucha que no importaba demasiado perder era contra el sueño que la asaltaba todas las mañanas. Lucha, campeón, lucha, le invitaba, pero el muy cobarde no ofrecía la misma resistencia que cuando quería conquistarlo por la noche. Cobarde, ¡cobarde!
Ya nada podía hacer, los árboles se habían despertado bien temprano, y ahora jugaban sacudiéndose las ramas los unos a los otros, haciendo caer la nieve que se posó por la noche, impregnando de olores el aire fresco mientras los pájaros los jaleaban para ver quién era el que más ramas de otros deshojaba.
A los árboles les gustaba mucho jugar, incluso a los que tenían mil años. A veces eran incluso a los que más les gustaba, porque sus ramas eran más largas y sus hojas más fuertes, y podían jugar con más árboles a la vez. No era secreto que a todos los árboles les gusta estar arrejuntados. Pues era para jugar. Incluso los de Valquebriella, donde se asentaban las casas altas, jugaban a veces. Supo entonces que todas las historias que les contaba el viejo Carlaneru Cuentacuentos cuando eran niños de La Manadina en el Valle eran ciertas. Una vez les contó hasta la historia de unos árboles que se movían por el suelo –no recordaba el nombre ahora–, y cambiaban de sitio si no les gustaba dónde estaban, o para que más pájaros se posaran en ellos, o por si se pisaban entre ellos las raíces; a veces hacían eso para poder quitarles más hojas cuando jugaban, pero era trampa. Por eso hay claros en el bosque, porque los árboles jugaron con demasiadas ganas y se hicieron daño o se enfadaron, como nos pasaba a nosotros de cachorros.
—¿Despertaste ya, Asy?—, dijo una voz con fingida sorpresa apareciendo de detrás del salcendo—. Aefy y yo ya pensábamos que te habías convertido en crisálida.
—Hola, Elín—, respondió Ástyr entornando la cabeza para verlo aparecer por el rabillo del ojo. Sus brazos surgieron de debajo de la capa para desperezarse con un ronronéo lento. La hierba crugió cuando Elín posó unas cuantas varas de leña para prender el fuego—. ¿Dónde está Aefy?
—Está ahí—, señaló con un pequeño leño al río, un poco más delante de su posición—, tomando agua para beber con el desayuno.
Gáleros de Eseba, Galerín, hijo de Gálara de Eseba y Son el Rojo, era un chico largo y delgado, con un cuerpo fibloso cubierto por un pelaje pardo con bandas longitudinales y curvas del color del oro bruñido, casi naranja, heredado del padre. Se puso de rodillas en el suelo, sopló a las ramas secas, haciendo vibrar su bifurcada barba coloreada de azul, y comenzó a salir humo. Ástyr vio sus ojos amarillos tras la humareda gris.
—A ver si Ayfe viene pronto—, dijo él sentándose en el suelo, apoyado en los bultos del equipaje—. No hay muchas cosas secas en esta región. Estos últimos días estuvo lloviendo y hay humedad acumulada.
—Bueno, pero el sol está saliendo, y no llueve desde ayer al medio día—, dijo Ástyr incorporándose.
Estiró su cuerpo hasta que todo se volvió a colocar en su lugar con una serie de crujidos secos. Tenía el pescuezo algo tenso, eso sí. Una mala postura. Esto no me pasaría en la cama, se dijo, pero no le molestaba, porque después de todo estaba emocionada por el Viaje del Juicio. Ya habría tiempo de quejarse más tarde. No había ido mal estos últimos cinco días. Todos habían salido juntos del Valle, después de recibir la bendición de los viejos druídas de los clanes del Valle y los buenos deseos de toda la tribu. Los niños de La Manadina los habían acompañado un buen trecho, correteando junto a los caballos mientras se alejaban cada vez más, y los mayores despidiéndolos entonando los antiguos gritos de guerra y alegría que se oían por las hondonadas a kilómetros.
Cuando salieron de las lindes del país de Valquebriella, la mayoría de la compañía había tomado caminos diferentes. El grueso del grupo se separó en La Encrucijada de Camino de Piedraspra, yendo por la Senda del Meridión al sur, otros al oriente, por Los Outos, y otros al occidente. Un grupo de unos quince tomó el camino al norte. Ástyr estaba entre ellos. Era la región que menos conocía. Al final, Ástyr y Ayfe y Elín se separaron de la columna principal que siguió más al norte por el camino de piedra.
—Aquí traigo el agua—, dijo Ayfe con una sonrisa.
Ayfe de los Saltos de Agua, hija de Eúa de los Saltos de Agua y de Miskynn de Bradarremuñi. Su pelaje era del color del cielo en los días sin sol, antes de una tormenta y su pelo tan rubio que parecía blanco, como una nube rizosa atada con una trenza alta a su cabeza. Ástyr la conocía desde siempre y fue una de sus primeras amigas cuando entraron en La Manadina. La primera vez que la vio, cuando despegaban menos de medio metro del suelo, le preguntó si era un elfo porque tenía su mismo pelo. Ella le había respondido no lo sé, le voy a preguntar a mi madre. Luego vino, con los mofletes hinchados, y le dijo que no, como si fuera extraño no serlo. Sea como fuere, terminaron llamándola Elfina.
Era más pequeña que Gáleros, y un poco menos que Ástyr, pero de cuerpo macizo y con las orejas redondas (por eso había dudado Ástyr de si era un elfo).
Apareció de por entre unos artos con el agua del río. Se agachó para ponerla al fuego y un mechón revuelto suelto de su melena cenicienta, con trenza alta pendulaba en la parte posterior, caía al vacío sobre el recipiente. Agitó la mano para dispersar el humo gris de la hoguera y luego sopló para avivar las llamar. Sus ojos grises brillaban con el centelleo. En invierno el agua estaba demasiado fría para beberla directamente. Lo estaba incluso en verano; era agua corriente, nieve derretida directamente de los manantiales y acuíferos del bosque. Bajar la temperatura corporal tan rápido y de manera repentina podría darles dolor de estómago. Llenarían las cantimploras y darían de beber a los caballos, aunque no parecían tener demasiado problema.
—Vamos a calentarla entonces, y luego echamos lo que sobre en las cantimploras. ¡Anda, Asy!—, exclamó—. Elín y yo estabamos pensando que te estabas convirtiendo en mariposa, enrollada toda en la capa.
—Y dale… —, refunfuñó Ástyr—. Es que estoy creciendo y por eso duermo tanto.
—Terminarás convirtiéndote en una giganta—, rió Elín al lado de la hoguera.
—Por lo menos yo no ronco—. Los ojos de Ástyr relampaguearon con maldad—. ¿Y tú?—. Alargó la vocal de manera exagerada—. ¿Eh? ¿Y tú?
—¡Yo no ronco!
—¡Júralo por los dioses del bosque y de las fuentes!—, gruñó Ástyr con el puño en alto—. ¡Y no paras de tirarte pedos!—, mintió ella para sacarle de quicio.
—¡Fe… feffrofuobofafreves!—. Tenía la boca llena de pan.
—Elín—, interrumpió Ayfe con tono muy serio—. Es cierto. Esta noche pensábamos que se iba a caer el salcendo.
Ástyr se reía, rodeada por el humo gris de la hoguera. El fuego crecía a su alrededor con la misma intensidad que sus risas. Sus ojos se volvieron rojos. Destrucción. La violencia corría por sus venas y sus dientes parecían todos afilados, pinchos capaces de atravesar cualquier escudo, quebrar cualquier hueso. Dar la muerte a los inocentes y a los impíos por igual.
—Fsdfs fsdfgr—, dijo él, con intención de reincorporarse.
Las risas de Ástyr ensordecían el bosque, que temblaba, separando la tierra, derribando árboles y sacando las entrañas de fuego a la superficie.
Elín empezó a toser, cada vez más fuerte. Se dobló y apoyó las manos en las piernas. Todo el pan de su boca cayó al suelo, pero seguía tosiendo.
—Que no, Elín, que era mentira—, dijo Ástyr con voz culpable. Él tosía y tosía—. Elín no, no te mueras.
—Espera, ¡que le salvo!—, gritó Ayfe, alcanzando a Elín de un salto, colocándose tras él, rodeándolo por el estómago con los brazos. Lo agarró fuertemente y apretó con movimientos bruscos. Esperaba un segundo y volvía a presionar de súbito. Ástyr contemplaba la escena importente, pero en seguida reaccionó ella también.
—¡Yo te ayudo!—. Se colocó delantre de Elín y comenzó a darle puñetazos en la barriga—. ¡Yo te salvaré!
De la boca de Elín surgió una masa esférica pastosa, que rotaba sobre sí misma mientras Ástyr la veía acercarse hacia ella. La veía venir con toda claridad, consciente de cada movimiento. Rodeada de pequeñas gotas de saliva. Cuando quiso reaccionar, dándose cuenta de que pronunciaba una vocal redonda, esa masa pastosa golpeó su pechera. Choffff. Se quedó unos segundos que duraron años ahí pegada.
Metocómetocómetocómetocóquéascometocóquétocómeasco.
Se desprendió de las ropas de Ástyr y, con aquel mismo sonido húmedo y viscoso, cayó entre la hierba del suelo. Choffff.
Los tres la contemplaron sin palabras. Elín respiraba fuertemente, recuperando el aliento.
—Gra… gracia…—, estaba diciendo él cuando Eyfe y Ástyr intercambiaron miradas y, sin mediar una siquiera, siguieron golpeándole. Eyfe le levantaba del suelo, apretándole y Ástyr le pegaba puñetazos.
—¡Pero por qué—, puñetazo con la izquierda, puñetazo con la derecha—, no masticas—, puñetazo con la derecha, puñetazo con la izquierda—, antes de comerte esos trozos—, izquierda, derecha, izquierda— de pan!—. Descargó toda la fuerza de su diestra el su estóamgo y Eyfe lo pasó por encima, para golpearle la cabeza contra el suelo.
Galerín se puso de pie, fingiendo que no sentía dolor.
—Pero bueno—, levantó la mano en un gesto de despreocupación, con una sonrisa autosuficiente—, ¿cómo sois tan ingenuas para pensar que un guerrero como Gáleros el Diestro se atragantaría con una simple miga de pan—. Pero estuvo cerca de ser mi fin.
Ástyr y Eyfe le miraron un instante, serias. Luego se pusieron a cuchichear sin que él las oyera. Al terminar, se miraron y asintieron.
—¡Pero no te tires pedos!—, dijeron a la vez.
—¡Que no me tiro pedos!—, gritó él.
—¡Ahá!—, Ástyr lo apuntó con el dedo—. ¡Oséa que lo admites!
—¡Si no dije nada! ¡Crisálida!—
—¡A que te mato!
Eyfe se interpuso entre ellos hasta que no pudieron más y se echaron a reir. Paz, repitieron y se sentaron a desayunar.
Cuando terminaron y tuvieron el estómago lleno, equiparon los caballos y se hicieron al camino.
**
Cabalgando a trote suave, fueron cantando canciones o proponiendo adivinanzas. También contaban historias, la mayoría eran recuerdos compartidos que volvían a ellos con una sonrisa, de cuando eran cachorros en La Manadina, en Valquebriella. El tiempo había mejorado bastante. Apenas hacía frío ya si una estaba a la luz del sol; a la sombra sí persistía una brisa algo gélida. Las ramas de los árboles descansaban de tanto juego y la nieve sobre ellas deslumbraba a los ojos. Cabalgaron hasta que el sol comenzó a verse por el cielo, y no solo sus rayos.
Recordaron canciones que hacía tiempo que no entonaban, poemas de los que no se acordaban. Y personas. Ayfe fue la primera en hablar de Þórgeyr-Bacca, hijo de Geýrr del Bosque de los Humanos, aunque Ástyr se había acordado de él mucho antes. En los buenos momentos siempre recordaba a los ausentes. En una ocasión, él dijo haber encontrado hierbas mágicas que te daban la invencibilidad y nada te hacía daño. Toda la manada de niños de la tribu fue corriendo a aquel lugar; les había dicho que restregándoselas por el cuerpo hacía que los golpes no te dolieran ni te afectaran. Era verdad. Pero solo al principio. Al final todos tuvieron pústulas y sarpullidos por el cuerpo durante casi dos semanas. La hierba resultó ser Mortirina, y solía usarse para dormir los miembros gangrenados de los heridos. Eran anestesiantes, sí, pero luego reaccionaban.
Tras aquello, alguien había dicho que las erupciones y los picores se curaban echando barro húmedo con hortiga machacada. No estábamos bien informados.
—No sé cómo podremos convertirnos en adultos con derechos—, bromeó Elín.
Tras rememorar las locuras que hicieron de niños hubo un largo silencio. Estaban recordando a Þórgeyr.
Ástyr le echaba de menos en ese momento más que a nadie. “Hubiera venido conmigo”, se dijo, “y yo hubiera ido con él a cualquier sitio”.
Sin darse cuenta, Ayfe y Elín espolearon sus caballos tras incitarse a echar una carrera.
—¡Mira, Ayfe!—, gritó de repente Elín—. ¡Un elfo con barba!
—¿Dónde?
Cayó en su trampa. Todo el mundo sabía que no había elfos con barba. Elín espoleó el caballo, que salió al galope por el camino, dejándola atrás. Ayfe maldijo a toda su raza y salió tras él levantando una nube de tierra que más bien parecieron pegotes de barro. Pasaron al lado de Ástyr como piedras.
Durante un instante, Ástyr los miró con una sonrisa. A veces le gustaba ver pasar el tiempo, aunque lo estuviera disfrutando, desde fuera. Como aparte. Sin pensarselo mucho, espoleó a su caballo también y corrieron. Elín iba a la cabeza, arqueado hacia adelante, apenas sin tocar la montura. Ayfe solo estaba concentrada en alcanzarle y darle un puntapié. Con un palo. O una maza. En la cabeza. Muchas veces.
Llegaron a un claro abierto a la sombra de una loma junto a un río más ancho. Elín dijo que debía ser el Río Tono, unos de los afluentes del Yfalo, que iba hasta el Tymer, pero no estaban seguros. Miraban los mapas, pero la distancia y los lugares cambiaban bastante del papel a la realidad. De todas formas estaban bastante seguros de que no estaban desencaminados, y tampoco lo admitirían… serían los primeros en perderse a los pocos días de salir al Viaje del Juicio. Descansaron allí y dejaron a los caballos almorzar y descansar por la carrera. Había bastante hierba, así que no tuvieron problema. Ástyr sacó una manzana roja de su bolsa.
La otra margen del río era rocosa y se levantaba escarpada.
Ástyr dio un mordisco a la manzana cuando escuchó un griterío cerca del lugar. Se levantó con las orejas rotando para buscar la dirección de la que provenían aquellas voces. Había jaleo. Buscó con la mirada a Gáleros y Ayfe, que ya lo habían sentido.
Tiró la manzana y agarró el pomo de su espada en el cinturón, aún masticándola.
Venían de un poco más allá del camino, cerca de la loma al otro lado del río, pero era porque las voces rebotaban allí. En realidad venían del otro lado. Gáleros aseguró los caballos en silencio y Ayfe siguió a Ástyr. La inquietud del grupo aumentaba con cada paso. Su cuerpo se puso en alerta, tensando sus músculos y haciéndola consciente de su entorno, calibrando las posibilidades que ofrecía aquel claro en caso de combate, o por dónde emprender la huída si se veían superados. Pero se ordenó permanecer tranquila.
Se organizaron con gestos, sin voces, y Gáleros cubría la retaguardia.
“Elfos”, supo Ástyr cuando olió la brisa que les daba de cara. “Orejas picudas” les dijo ella con un gesto a Ayfe y Gáleros.
Eso los relajó bastante. Las tribus élficas y bestias de aquellas tierras no eran enemigas y no tenían demasiados conflictos entre sí. También compartían muchos aspectos de su culto y forma de vida. No había nada que temer. Al menos de momento, porque si bien es verdad que no era posible que se comenzase un conflicto ahora, los elfos eran criaturas bastante celosas y con un orgullo que rozaba el engreimiento. Enamorados de su cultura y despreciables con las demás.
Una pequeña multitud de unas treinta personas estaba agolpada en lo alto de un altozano que sobresalía de la parte boscosa. Del camino salían carromatos hacia aquella dirección, formando charcos profundos en el suelo. Tuvieron que tener cuidado de que no los arrollaran a ellos. Los elfos eran rápidos hasta conduciendo carros de madera. La curiosidad de Ástyr creció al verlos a todos allí, frente a un arbol solitario coronando aquel montículo. Parecía viejo, y tenía unas paqueñas gradas a los lados con un emblema que aún no podían ver.
Había más gente caminando hacia donde ellos iban. Una campana aguda comenzó a sonar a modo de llamado.
No se quisieron acercar por completo a la multitud, tampoco se lo hubiera permitido el llevar caballos en aquel barrizal. Se quedaron a una distancia prudente. Decenas de cabezas luminosas aparecieron en el graderío y fueron tomando asiento. Ahora sí pudo ver los escudos; eran de la estirpe de los elfos del bosque, Haltereanores, Entamendi, Rolianos… todos clanes antiguos y grandes, luciendo sus blasones en el pecho de sus ropas elegantes.
—Me estoy poniendo nerviosa—, dijo Ayfe—. No me gustan demasiado estas aglomeraciones de elfos.
—¿No querías ver elfos?—, preguntó Elín—. Yo vine al norte por eso.
Ayfe no respondió. Una campana comenzó a sonar y todo el mundo tomó por fin asiento, la mayoría a los pies del árbol. Y los nobles en las gradas.
De repente, el árbol abrió sus ramas y, como si estuvieran mirando dentro de su cabeza, contemplaron una estructura de madera, con un púlpito en lo más alto. Había un elfo muy alto, de piernas extraordinariamente largas, vestido con una toga blanca, aunque a medida que se movía parecía cambiar de color. Bajo él, tres elfos con jubones de sus respectivos clanes y un hombre humano desnudo.
Ástyr fijó los ojos en los elfos y vio que los llevaban rasgados; un corte desde el hombro cruzaba los blasones de sus clanes.
Entonces supo lo que iban a presenciar.
—Es un patíbulo—, dijo ella a nadie en especial.
—¿Qué?—, preguntó Elín.
—Los van a ejecutar.
Ayfe y Elín se miraron. Ahora eran conscientes de lo que iba a pasar.
—¿Cómo lo hacen? Pensé que despeñaban a la gente como hacemos nosotros—, comentó ella.
No respondieron.
El elfo alto vestido de blanco comenzó a hablar en su lengua de manera solemne. Se dirigió a la gente de la tribuna, que fue asintiendo por grupos, y luego señaló a los reos. Los tres elfos condenados no levantaban la mirada del suelo, y el humano miraba aterrorizado a un lugar y a otro. Tiene miedo. Hubo un momento en el que quiso irse, pero tres elfos que no aparentaban su fuerza lo obligaron a quedarse quieto a golpes. Sangraba por la boca cuando lo pusieron de rodillas.
El hombre gritó y tuvieron que amordazarlo. Los elfos del público daban voces, provocando risas entre todos los asistentes, menos en las gradas. El elfo de toga blanca seguía hablando.
—Los de las gradas son representantes de los clanes de los condenados—, les dijo Ástyr mientras lo escuchaba hablar—. Vienen a presenciar sus ejecuciones. Creo que fueron ellos los que tienen que rasgarles el blasón del clan, por mancillarlo. Es una vergüenza para su tribu.
En Valquebriella muchos adultos hablaban los dialectos élficos de Sandorai; a muchos los unían lazos de hospitalidad, no era raro, incluso su propia familia tenía unos cuantos con muchas estirpes de los clanes élficos, incluyendo a sus hermanos Myru y Laylah. Así que, como muestra de respeto, se enseñaban sus respectivas lenguas, y había adultos de la tribu que solo hablaban élfico a los cachorros. Por eso Ástyr podía hablarlo y entenderlo, pese a que lo tenía bastante oxidado, como comprobaba ahora mismo. De todas maneras, entendió lo que el elfo de blanco decía.
—Condenan a un elfo por parricidio, a otro por blasfemia ante los dioses, y a otro por no responder a la llamada de vasallaje del líder del clan. Al hombre, por ladrón. Creo que robó una barra de pan. Seguramente lo tienen desnudo porque no es la primera vez que delinque. Lo desterraron de aquí y el volvió—, dijo Ástyr con alguna dificultad para entender el mensaje completo.
Elín y Ayfe seguían mirando.
—Creo que los van a ahorcar—, comentó Elín.
—Un parricida y un cobarde—, Ayfe escupió al suelo en señal de desprecio—. Yo misma me encargaría del cobarde, qué asco.
—¿Y el blasfemo?—, preguntó Elín con media carcajada—. Yo creo que es peor afrentar a tus dioses porque jodes a toda la tribu y pueden negarte un año de cosechas y de manadina sana. Los cachorros enfermos no viven mucho.
Ástyr levantó las cejas.
—Alguien que se atreve a afrentar a los dioses no se puede decir que no tenga valor—, decía mientras lamentaba haber tirado la manzana al suelo—, a pesar de que tenga que pagar el precio. Y el ladrón, bueno, si no te descubren, es tuyo.
El elfo de la toga blanca dijo algo y el cobarde comenzó a mover los hombros. Ayfe pensó que se estaba riendo, pero entonces comenzó a llorar a gritos, negando con la cabeza su destino, mirando a alguien en el graderío. Una mujer elfa se levantó de súbito y le dijo algo que Ástyr no pudo escuchar porque el público se reía.
—Seguro que es su madre—, dijo Ayfe—. Menudo horror tener que presenciar la cobardía de un hijo incluso en la muerte.
Espero que no se rompa el pescuezo y la cuerda lo asfixie.
—¿Te imaginas que se rompa?—, comentó Elín—. Si se rompe lo tienen que exonerar. O eso escuché. Porque si los dioses te muestran piedad, no le vas a cortar tú mismo el gaznate.
Ástyr vio que, mientras reducían al cobarde, el parricida miró con la cara bajada a la grada, casi de reojo. El humano balbuceaba algunas plegarias y el único que se mantenía erguido, con extraña dignidad, mirando al infinito, era el blasfemo.
—Debió tener alguna buena razón para blasfemar—, dijo Ástyr—. Está deseando reunirse con sus dioses para decirles cuatro cosas, parece—. Se rieron intentando evitar que fuera demasiado obvio.
El cobarde no paraba de llorar, ahora de rodillar, y los elfos que habían golpeado al ladrón humano le arrancaron las vestiduras.
—Mira—, se sorprendió Elín—; le quitan el blasón de la tribu… ¿cómo sabrán los dioses y los mayores de los salones de los dioses que es uno de ellos? No le dejarán entrar…
Empujaron primero al parricida, que cayó al vacío desde la plataforma del árbol y su pescuezo resonó con un crack que se pudo sentir por encima del jaleo de la multitud. Cuando fueron a empujar al blasfemo, este escupió y gritó algo a la masa enfervorecida. La rabia que emanaba fascinó a Ástyr. Se preguntaba si ella sería tan valiente cuando le tocara morir. ¿Lloraría? ¿Renegaría de todo? Era mejor alejarse de los blasfemos lo más posible, pero no se podía negar que los dioses, fueran cuales fueran, le habrían hecho algo imperdonable a aquel elfo porque era, sin duda, un hombre valiente. Su pescuezo se partió al tensarse la cuerda.
Los elfos que contemplaban aquello gritaban de emoción, en un rugido colectivo que hacía temblar el bosque. Ástyr tuvo que agarrar al caballo fuertemente por la riendas para que no se asustara. Le acarició entre los ojos y tras las orejas, donde le gustaba.
El cobarde seguía llorando y el elfo de toga blanca les dijo algo a los otros dos que se encargaban de tirarlos al vacío. Lo ignoraron y tiraron al hombre desnudo, que cayó pesado y sin gracia, con al boca apretada, enseñando los dientes negros. Un péndulo de carne, lleno de pelo, comparado con los otros dos, que cayeron de una manera delicada. Su cuerpo se convulsionó unos instantes.
—Mira cómo se mea—, rió Elín.
Alguien entre los elfos al pie del árbol mandó callar al resto. El de la toga blanca, en la copa del árbol, tranquilizó al público con la mano, pero comenzaron a lanzarle pierdas, fruta podre –que hizo lamentarse a Ástyr por haber tirado su manzana al suelo– y, quizá, bolas de barro o moñigas. Todos se apartaron del cobarde, aún de rodillas, luchando por ponerse de pie, para no recibir los impactos. Miró a las gradas y comenzó a gritar. Allí, unos elfos de los grandes clanes se pusieron de pie y se fueron.
“¡Nana!”, gritaba él desesperado mientras le golpeaban toda clase de objetos. “¡Nana! ¡Nana!”
Elín se llevó la mano a la cara por puro bochorno y Ayfe resopló, pero Ástyr no podía dejar de mirar. Vio después que el elfo cobarde resbaló, se golpeó contra el suelo con bastante fuerza y se cayó por el extremo de la plataforma. Se balanceaba entre los cadáveres de los otros, mientras sus pies buscabane en vano un punto de apoyo y braceaba, intentando desajustar la cuerda del pescuezo. Incluso desde aquella distancia pudieron ver cómo se le metía por la carne.
Cuando dejaron de moverse, tiraron sus cuerpos al barro, antes de subirlos al carromato.
***
—El blasfemo fue el más valiente de ellos—, le decía Ayfe a Elín mientras los tres volvían al claro del bosque en el que estaban antes de descubrir la escena—. ¿Viste cómo encaró a la gente y a los clanes? Espero que no me castiguen los dioses por decirlo.
—Bah, que le den al blasfemo. Por lo menos el cobarde tuvo lo que se merecía—, dijo él. Se volvió hacia Ástyr—. ¿Recogemos todos los bártulos y vamos al poblado directamente?
—Pensaba hacer comida a mediodía en este claro, podemos aprovechar el buen tiempo y reservar el dinero para cuando tengamos más necesidad y menos energía. Luego, por la tarde, vamos a pasar el día allí. Tengo ganas de saber qué noticias hay, porque hace tiempo que no nos cruzamos con nadie que nos diga nada. Y de paso practicaremos algo de élfico—, dijo Ástyr—. Yá verás cuando volvamos a Valquebriella hablando como los señores de orejas picudas—. Las risas que surgieron parecían bastante descreídas, lo que hizo que fueran mayores.
No era un mal lugar; estaba cerca del camino, pero lejos, amplio, pero adaptable. El murmullo del agua corretear entre las
piedras y el aroma de los árboles era más agradable que la aglomeración de cualquier tipo de gente. Olía a pino y a tierra húmeda. Un buen sitio para pensar sobre lo que vio. Dejaron a los caballos pastar y se preparaban para hacer una hoguera. Ástyr se acercó al río, justo el borde, donde hacía pie sobre los guijarros. Corría rápido, con fuerza contra las piedras. En esta parte era casi un arroyo. Metió las manos inclinándose hacia adelante, el agua le cubría poco menos de los antebrazos, y la besó. Dio un trago corto, para comprobar la temperatura. Luego bebió.
—Daró!—, ordenó una voz a su espalda que olía a sudor.
“Alto”, en élfico.
Cuando se dio la vuelta vio a dos guardias elfos del poblado cercano. A Ástyr no le gustó el tono exigente con el que se había dirigido a ella. Lo primero que me dice un elfo es una puta orden. Se volteó y el guardia le hizo un gesto para que se acercara a tierra, fuera de la margen del río. Levantó el brazo y meneó un solo dedo, el índice, para que fuera donde estaba él. Vestía una armadura de lorica segmentanda, de azul y oro, con faldón que le protegía los laterales de las piernas y debajo llevaba una cota de malla blanca y brillante. Todo era brillante, desde las grebas a los guateletes, pasando por el yelmo, que tenía unos anchos dientes de león cubriéndole las mejillas, y un penacho en forma de flecha, negro por el canto. Llevaban una espada curva al cinto y un escudo de lágrima a la espalda.
Cuando vio que los dos eran más altos que ella, se acordó de su maestro de combate, Dérrico de Las Combadas, y sonrió. Pero no era la que le ensañaba a aquel, sino de asco y desprecio. Desapareció en un segundo. Caminó hacia ellos con lentitud. Jugando con el tiempo, y forzándolo. Eran la autoridad, pero le habían dado una puta orden los muy cabrones.
Salió de la parte empedrada del río y subió a la hierba. Se sacudió las manos, secándolas a los matorrales altos de la vera. Luego la ropa. Se ajustó el cinturón, los brazaletes. Los guantes. Incluso se estiró y aclaró la garganta. Sentía la mirada del elfo buscar la suya para apurarla, pero Ástyr marcaba el tiempo. Cuando parecía que había terminado de restregar las manos el verde, volvía a ello como si no estuviera conforme. Alargó el tiempo de espera hasta que notó al guardia elfo incómodo y, entonces, un poco más. Lo sintió carraspear y le lanzó una mirada taciturna mientras se frotaba las manos para calentárselas.
Mientras se acercaba a ellos encontró la manzana que había tirado momentos antes de descubrir el espectáculo del patíbulo. Se agachó como si tuviera todo el tiempo del mundo para ella sola y, otra vez, un poco más. Los saludó en la lengua de Valquebriella, y resonó el mordisco a la manzana fresca.
—Ti-xi—, saludó a la manera informal en la lengua de Valquebriella, sin referirse a ellos de ninguna manera, como era común por respeto y reconocimiento, ante la autoridad.
Entornó la cabeza hacia atrás, mirándolos ligeramente ladeada, con una pierna adelantada y su mano izquierda descansando en el pomo de la espada, colgada de su cinto. Seguía masticando lentamente el trozo de manzana.
El guardia elfo de mayor rango, el cabrón que le había dado la orden, apretó los labios pálidos. Unas hebras de fino pelo asomaban por debajo del casco y lucían al sol. Parecía saber cómo sería tratar con Ástyr, y ella no lo disumulaba demasiado. Le preguntó dónde iban en el élfico dialecto élfico de la ciudad. Ella entornó al otro lado la cabeza. Al principio se lo repitió como si de verdad pensara que no le estaba entiendo, pero rápidamente se percató de que no era así.
—¿Qué asuntos os traen aquí?—, dijo ahora en la misma lengua en la que ella le habló.
Ástyr sonrió.
—Un viaje—, dijo sin más.
—¿Tienes derecho a portar armas?—, preguntó señalándosela con el dedo.
—Sí. Por eso estoy de viaje—, dijo ella sin inmutarse.
Mordió la manzana de nuevo y su jugo corrió por la comisura de los labios rosados.
—Entiendo. ¿El Viaje del Juicio?—, preguntó el guardia—. Sí. Ahora veo el blasón del clan de Valquebriella y la runa del viajante—, dijo—. Un asta con un anillo en la parte superior derecha con una cola rematada.
—Eso es—, le dijo Ástyr en élfico al guardia. De alguna manera, aunque no había olvidado la afrenta, le agradó que hablara su lengua y reconociera el símbolo rúnico.
—Ah…—, arrugó el entrecejo al sentir la respuesta en su lengua materna—. Bien… bueno, nuestras tribus son hermanas—, dijo el guardia elfo, en su lengua propia—. Tienes el paso permitido tú y tus amigos mientras no desenvainéis las armas ni arméis jaleo.
A Ástyr le pareció que dio un matiz especial a desenvainéis y jaleo. No le extrañó mucho, era cierto que en los ritos de paso, especialemnte en estos viajes, pasaban cosas y se avivaban los ánimos de muchos. Y los jóvenes hombres y mujeres bestia que salían a ellos tenían fama de ser bastante… briosos.
—Díselo a tus dos amigos—, dijo, levantando el dedo pulgar hacia su espalda. Ástyr asintió en la misma dirección, y el segundo guardia elfo no pudo evitar dar un salto al percatarse de que Eyfe y Gáleros se habían acercado por la espalda. Sin ruido—. Confío en vosotros. Parecéis buenos chicos—. Chicos.
El guardia sonrió y Ástyr le devolvió la sonrisa.
Mientras se iban, el segundo guardia volvía la mirada hacia ellos, como adivinando cómo se acercaron, o como si quisiera saber el truco.
—Bueno—, comentó Eyfe enlazando las manos y desperazándose—. Fue gracioso.
—Pensaba quitarle la espada o algo—, dijo Elín con la mano en al boca para que los elfos no les escucharan. Tenían buen oído también.
—No jodas, a saber la que se armaría si tuviéramos que salvarte del patíbulo—, rió Eyfe—. Bueno, ¿es la hora de comer? ¿Ástyr?
Ástyr estaba sentada, preparando la hoguera.
—¿No desayunaste bien?—, le preguntó Elín, sorprendido por la rapidez para almorzar.
—Sí—, dijo Ástyr.
—¿Entonces?
—De repente me entraron unas ganas tremendas de ir al puto poblado.
Ástyr
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
A mi alrededor el bosque desapareció por unos minutos, el viento por un momento se volvió una dulce melodía, el sol me envolvió completamente y la tierra se fusiono con mi cuerpo. Fue como si por un momento regresara en el tiempo y lo que en realidad eran solo una procesión de imágenes y recuerdos, de pronto fuesen la realidad.
Me transporte en especial a una tarde de primavera especialmente tranquila. Mi madre había prometido el día anterior que me enseñaría a realizar un ungüento para aliviar heridas , de esa manera podría ayudar a mi padre y mi hermano en alguna ocasión después de uno de sus viajes de entrenamiento. Ella me había dicho que mi abuela había inventado esa receta y que cuando era solo una niña y llegaba a tener una herida, la abuela la sentaba bajo un árbol, le aplicaba el ungüento y cantaba una melodía para relajarla y así ella pudiese olvidar el dolor. Ese día había sido curioso por que aunque al principio mi interés estaba centrado en el ungüento, comencé a pensar que quizás la canción era más útil, ya que si bien no aliviaba las heridas físicas, quizá podía hacer sentir mejor al corazón. A partir de ese día comencé a instruirme en el canto bajo la tutela de mi madre, una elfa con una voz tan hermosa que te hacia transportar casi a un universo diferente, donde la paz y la tranquilidad se volvían totales, un perfecto lugar sin dolor ni tristeza.
Al recordar ese día por alguna razón me sentí contenta, pero al mismo tiempo tan triste que sentí como una lagrima resbalaba por mi mejilla.
-¿Mi voz será similar a la de mi madre?¿Podré tocar los corazones de la gente?- Me pregunte internamente, después de todo nunca nadie me había escuchado cantar y no era un asunto sencillo ser mi propia jueza.
Mamá me había recomendado algunas cosas para cantar, entre ellas estaba concentrarme totalmente y olvidar todo a mi alrededor, respirar con tranquilidad y sentir a la naturaleza y los dioses recordándome la canción, cantando conmigo.
Me sumergí completamente y de una manera tan profunda que los árboles a mi alrededor se podrían haber caído y no me hubiese percatado, lo cuál fue bastante obvio dado que en un momento estaba parada cantando y al otro me encontraba sentada en suelo por el empujón de una chica.
En cuanto sentí su piel deje de cantar y me caí, al parecer la joven iba tan distraída por el mundo como yo. Se trataba de otra elfa, por su aspecto seria tan joven como yo y parecía llevar una hoja en la mano.
Se disculpo de una manera muy enérgica mientras yo seguía sentada en el suelo observándola.
-No te preocupes- Respondí en voz baja mientras me levantaba del suelo y sacudía mi blanco vestido. -Yo tampoco estaba prestando demasiada atención.-
Observe a mi alrededor por un momento, al parecer me había despistado solo por unos minutos, ya que el sol seguía en la misma posición aun si había sentido como si hubiese estado recordando cosas por varias horas.
En mi vaga exploración visual pude ver un poco de humo de un lugar probablemente muy cercano, una hoguera posiblemente. Maldije un poco mi suerte, después de todo había esperado disfrutar del hermoso día y de un lugar que hasta hacia unos minutos creía tranquilo y solitario.
Me transporte en especial a una tarde de primavera especialmente tranquila. Mi madre había prometido el día anterior que me enseñaría a realizar un ungüento para aliviar heridas , de esa manera podría ayudar a mi padre y mi hermano en alguna ocasión después de uno de sus viajes de entrenamiento. Ella me había dicho que mi abuela había inventado esa receta y que cuando era solo una niña y llegaba a tener una herida, la abuela la sentaba bajo un árbol, le aplicaba el ungüento y cantaba una melodía para relajarla y así ella pudiese olvidar el dolor. Ese día había sido curioso por que aunque al principio mi interés estaba centrado en el ungüento, comencé a pensar que quizás la canción era más útil, ya que si bien no aliviaba las heridas físicas, quizá podía hacer sentir mejor al corazón. A partir de ese día comencé a instruirme en el canto bajo la tutela de mi madre, una elfa con una voz tan hermosa que te hacia transportar casi a un universo diferente, donde la paz y la tranquilidad se volvían totales, un perfecto lugar sin dolor ni tristeza.
Al recordar ese día por alguna razón me sentí contenta, pero al mismo tiempo tan triste que sentí como una lagrima resbalaba por mi mejilla.
-¿Mi voz será similar a la de mi madre?¿Podré tocar los corazones de la gente?- Me pregunte internamente, después de todo nunca nadie me había escuchado cantar y no era un asunto sencillo ser mi propia jueza.
Mamá me había recomendado algunas cosas para cantar, entre ellas estaba concentrarme totalmente y olvidar todo a mi alrededor, respirar con tranquilidad y sentir a la naturaleza y los dioses recordándome la canción, cantando conmigo.
Me sumergí completamente y de una manera tan profunda que los árboles a mi alrededor se podrían haber caído y no me hubiese percatado, lo cuál fue bastante obvio dado que en un momento estaba parada cantando y al otro me encontraba sentada en suelo por el empujón de una chica.
En cuanto sentí su piel deje de cantar y me caí, al parecer la joven iba tan distraída por el mundo como yo. Se trataba de otra elfa, por su aspecto seria tan joven como yo y parecía llevar una hoja en la mano.
Se disculpo de una manera muy enérgica mientras yo seguía sentada en el suelo observándola.
-No te preocupes- Respondí en voz baja mientras me levantaba del suelo y sacudía mi blanco vestido. -Yo tampoco estaba prestando demasiada atención.-
Observe a mi alrededor por un momento, al parecer me había despistado solo por unos minutos, ya que el sol seguía en la misma posición aun si había sentido como si hubiese estado recordando cosas por varias horas.
En mi vaga exploración visual pude ver un poco de humo de un lugar probablemente muy cercano, una hoguera posiblemente. Maldije un poco mi suerte, después de todo había esperado disfrutar del hermoso día y de un lugar que hasta hacia unos minutos creía tranquilo y solitario.
Lullaby
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
La chica dice que Arethusa no se tiene que preocupar por ella, que no estaba prestando atención cuando ocurrió el choque entre ambas por lo que la culpa sería tanto suya como de Ary. Aun así, no la cree. Piensa que lo dice por mera cortesía; las sacerdotisas suelen ser muy corteses cuando se tratan de choques ajenos. Ahora que la ve de cerca, es cierto que la chica con la que había chocado parece una sacerdotisa. Viste igual como una sacerdotisa, tiene la voz suave con la que cantan la mayoría de ellas y una gran adecuación acorde con la alta posición. Lo único que puede contradecir a la típica imagen que Arethusa tiene sobre las sacerdotisas es la edad que aparenta la chica. Aun así, tampoco es de extrañar que un elfo aparente menos edad de la que tiene. Que se lo preguntasen a ella que, en muchas ocasiones, la siguen tratando como si fuera una niña.
Con los ojos abiertos como platos y la boca a medio abrir por la sorpresa del descubrimiento que cree haber encontrado, rodea con sus manos el brazo derecho de la chica con sumo cuidado y cariño y dice en una voz tan baja tan que parece un susurro:
-¿Está segura que se encuentra bien?- la trata de usted, las sacerdotisas siempre hay que tratarlas con mucho respeto- Puedo ayudarla en lo que sea que estuviese haciendo. Créame que no tengo nada mejor que hacer, - comprar las especies de su hermana no contaba como “cosa mejor” - puede disponer de mi tiempo tanto como precise-.
Arethusa se da cuenta que la chica que ella cree que es una sacerdotisa tiene la mirada perdida a un lado del cielo. ¿Qué estará pasando allí? No lo sabe, pero quiere saberlo. Todo lo que una sacerdotisa (supuesta sacerdotisa) quiera ver tiene que ser algo valioso y digno de admiración. No puede aguantar la curiosidad y desvía la mirada hacia la misma dirección en la que dirige la chica del pelo blanco.
Humo. ¿Eso es humo? Es raro ver un humo tan alto en los bosques de Sandorai. Sí, por supuesto que los elfos utilizan el fuego para muchas de sus labores. Arethusa recuerda que papá trabajaba en una forja antes de que mamá falleciese. Sin embargo, sabían controlar el fuego de tal de manera que no fuera un peligro para el bosque ni para los animales. Un humo tan alto, en la imaginación de la joven violinista, solo podía significar una cosa: “Peligro”.
Rápida y nerviosa, zarandeó a la sacerdotisa (supuesta sacerdotisa, no debe olvidar que todavía no tiene suficientes pruebas para llamarla así) con una mano para cada hombro. ¡Están en peligro! Hay que llamar a la guarida, a los guardabosques, a las demás sacerdotisas y a toda Sandorai en general. ¡Están en peligro, por los Dioses! Hay que hacer algo.
-¡Haga algo, se lo suplico mi señora!- continua zarandeando a la sacerdotisa- Usted debe de saber que debemos hacer con el…- la palabra da tanto miedo que le es difícil pronunciarla- incendio.- deja de zarandear a la chica del pelo blanco. Se pone erguida delante de su nueva señora y se lleva una mano en la frente con una pose militar- ¡Yo le ayudaré mi señora! Le debo unas disculpas y se las devolveré ayudándola a salvar Sandorai. Puede estar segura que lo haré-.
Con los ojos abiertos como platos y la boca a medio abrir por la sorpresa del descubrimiento que cree haber encontrado, rodea con sus manos el brazo derecho de la chica con sumo cuidado y cariño y dice en una voz tan baja tan que parece un susurro:
-¿Está segura que se encuentra bien?- la trata de usted, las sacerdotisas siempre hay que tratarlas con mucho respeto- Puedo ayudarla en lo que sea que estuviese haciendo. Créame que no tengo nada mejor que hacer, - comprar las especies de su hermana no contaba como “cosa mejor” - puede disponer de mi tiempo tanto como precise-.
Arethusa se da cuenta que la chica que ella cree que es una sacerdotisa tiene la mirada perdida a un lado del cielo. ¿Qué estará pasando allí? No lo sabe, pero quiere saberlo. Todo lo que una sacerdotisa (supuesta sacerdotisa) quiera ver tiene que ser algo valioso y digno de admiración. No puede aguantar la curiosidad y desvía la mirada hacia la misma dirección en la que dirige la chica del pelo blanco.
Humo. ¿Eso es humo? Es raro ver un humo tan alto en los bosques de Sandorai. Sí, por supuesto que los elfos utilizan el fuego para muchas de sus labores. Arethusa recuerda que papá trabajaba en una forja antes de que mamá falleciese. Sin embargo, sabían controlar el fuego de tal de manera que no fuera un peligro para el bosque ni para los animales. Un humo tan alto, en la imaginación de la joven violinista, solo podía significar una cosa: “Peligro”.
Rápida y nerviosa, zarandeó a la sacerdotisa (supuesta sacerdotisa, no debe olvidar que todavía no tiene suficientes pruebas para llamarla así) con una mano para cada hombro. ¡Están en peligro! Hay que llamar a la guarida, a los guardabosques, a las demás sacerdotisas y a toda Sandorai en general. ¡Están en peligro, por los Dioses! Hay que hacer algo.
-¡Haga algo, se lo suplico mi señora!- continua zarandeando a la sacerdotisa- Usted debe de saber que debemos hacer con el…- la palabra da tanto miedo que le es difícil pronunciarla- incendio.- deja de zarandear a la chica del pelo blanco. Se pone erguida delante de su nueva señora y se lleva una mano en la frente con una pose militar- ¡Yo le ayudaré mi señora! Le debo unas disculpas y se las devolveré ayudándola a salvar Sandorai. Puede estar segura que lo haré-.
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Había estado dando vueltas por los alrededores después de que el guardia elfo que le dio la órden de detenerse se marchara con su doncel. Hacía un buen rato ya, pero el muy hijo de puta aparecía en su mente con cada parpadeo, como un fogonazo chirriante, colándose por el rabillo del ojo, repitiéndosela una y otra vez.
Y otra.
Y otra.
Y otra.
Nadie le daba órdenes, era algo que se había ganado, como todo el mundo, cuando se convirtió en mujer. Solo se les da órdenes a los cachorros, y él ni es de la tribu ni ella es un cachorro. Hacía años que no era de La Manadina. ¿Quién creía ese pelopaja que era para darle órdenes? ¿Por qué la había insultado de aquella manera? ¿Qué le había hecho?
Y los llamó chicos. Chicos. Tampoco era un chico. ¿Qué tenía ella de chico? Era una chica.
En Valquebriella esto no hubiera pasado porque ellos serían los anfitriones. ¡Y qué anfritiones! Las viejas leyes de los dioses dicen que se tiene que tratar con calor y hospitalidad a todo visitante que venga en paz, compartir el pan, la cerveza y el agua sin que le falte ropa ni techo. De la misma manera que se honra a los dioses y a los padres, se honra a los visitantes. Las tribus compiten por el honor de haber establecido los lazos de hospitalidad, gratitud y amistad más generosos. Romperlas conlleva la desgracia social, y lo que es peor, estar malditos a los ojos de los dioses; alguien que trata mal a sus huéspedes, ¿qué no hará con los demás?
Si hubiese sido una humana, tal vez podría haberlo entendido, porque los humanos son traidores y carroñeros, todo el mundo lo sabe, pero las bestias y los elfos en Sandorai estaban hermanados.
“Quizá fue un malentedido”, pensó Ástyr. “Los elfos son cerrados de mente para con las gentes de fuera de su país. Eso ya lo vi en Valquebriella.”
De vez en cuando aparecían elfos por su valle. No era raro que una o dos veces al año tuvieran visitantes por allí. Muchos –la mayoría–, venían de paso, aunque también los había que se presentaban en respuesta a una invitación para alguna celebración en pago o gratitud por lazos de hospitalidad y amistad, hechos generaciones atrás. Traían regalos, ropas de muchos colores, canciones, amuletos, sortijas, perfumes, flores nuevas que nunca había visto o hierbas de fumar o especias y libros.
Los que más le gustaba a Ástyr eran los bardos y los trovadores y cantores, porque siempre contaban historias raras de hombres de un solo ojo o de cien manos, y traían melodías de tierras muy lejanas que luego sus hermanos Laylah y Myru aprendían para enseñarle. Contaban las hazañas de hombres valientes que luchaban contra gigantes, ejércitos de monstruos, demonios o contra reyes magos de las tierras orientales de más allá de la mar. Eso no lo hacía cualquiera. Aunque no eran tan buenas como las del viejo Carlaneru Cuentacuentos, porque muchas no tenían sentido y cambiaban según el momento en que las contaran; a veces mataban a cinco, otras veces a cincuenta… cuanta menos cerveza quedaba en las copas, más enemigos había en los cantares.
Y además, todas eran sobre hombres valientes que rescataban hijas de otros hombres menos valientes que solo sabían llorar y pedir ayuda. Luego se casaban. Era muy tonto. ¿Cómo no se iban a defender sus mujeres solas? Los elfos son mui raros.
Hace muchos años, durante los festejos en honor a Calala, por la llegada de la primavera, llegaron dos elfos, y uno de ellos estaba aprendiendo el oficio de trovador. Habían cruzado el Tymer por el paso de La Fortaleza de Garlante, al sur del Bosque de Midgar, matando a cinco bandidos con su espada y a dos con sus propias manos. Lo decían sus canciones, así que debía ser verdad, pero a medida que tomaban vino y cerveza, los números cambiaban y podían ser cientos.
“Mamá, ¿tú podrías matar a cien bandidos como esos elfos?”, le preguntó Ástyr a Asdarte.
“¡Qué va a ser verdad eso!”, exclamó riéndose, “no te fíes nunca de la gente que escribe canciones sobre sí misma; omiten el ridículo y solo se acuerdan de una fantasía de valentía. Y a veces una no sabe distinguirla.”
“¿Entonces es mentira?”
“Lo llaman licencias poéticas.”
“¿Qué es eso? ¿Una mentira?”, preguntó Ástyr.
“¿Te acuerdas de lo que dijiste cuando aquello de la barca, el fardo, el aceite y el fuego?”
Ástyr levantó un dedo en señal de protesta.
“Espera, no hay pruebas de que…”
Asdarte la miró mientras echaba un trago a la copa. Levantó una ceja.
“¿Qué dices, hija?”, le dijo.
“Yo miro al futuro…”, respondió Ástyr entrecerrando los ojos.
Ástyr nunca había visto a unos seres tan perdidos como aquellos dos, incluso dentro de la raza. Eran de las estepas del norte del Lago Oeste de los mapas, pero compartían las típicas costumbres élficas. Cuando les sirvieron la comida, habían preguntado por algo que se llamaban cubiertos. Ástyr recordaba aún la carcajada de Dérrico de Las Combadas al verles la cara cuando supieron que no había de eso. Abrió tanto la boca que parecía que los iba a comer. Mitad de la comida que masticaba terminó sobre sus ropas y la de media tribu. Aunque no sabían que les estaban tomando el pelo; no era costumbre suya porque para algo están las manos, pero había equipamiento y también instalaciones pensadas para invitados de esa raza. Porque además no dormían juntos en casa, solo se ajuntaban los de la misma sangre, que podían ser tres o cinco. No había manadina en las tribus elfas, y al parecer, la educación de los cachorros elfos dependía solo de su familia.
Al otro elfo, el guerrero errante, casi le da un ataque cuando durante uno de los banquetes de los festejos de Calala, Myru y Albiona y Briciu y Ter se empezaron a querer. Esas cosas se hacen en privado, había dicho lleno de indignación, haciendo que todos se volvieran a reir de ellos.
“Pensaba que los elfos apreciábais la celebración de la vida”, les dijo Laylah. Tuvo que alzar la voz porque en aquel momento Aly Vozviva cantaba una tonada. “Así nacen los cachorros, y es bueno para la tribu porque son hijos de la tribu. ¿Os escondéis para hacerlos porque no los queréis?”
En su mirada había un resplandor malicioso por la picardía y la cerveza. Laylah había convivido con elfos más que nadie en Valquebriella y sabía de sobra cómo eran. Más tarde Ástyr supo que su hermana lo había dicho porque pretendieron reirse de ella con sus historias ridículas. Ni yo puedo matar a tantos bandidos a la vez, dijo.
Mientras su hermana seguía hablando con ellos en su idioma –más difícil de entender que el de los elfos de Sandorai–, hubo varias eyaculaciones de los que se estaban queriendo, entonaciones más rítmicas de las tonadas y un combate a primera sangre entre Glendora y Karanliq; todo el mundo lo vió venir porque llevaban mucho tiempo de cortejo y querían hacerlo más formal. Dérrico cayó al suelo, completamente borracho. Y allí se quedó hasta que lo llevaron a la cama entre cinco o seis bien entrada la noche.
Buenos tiempos los viejos tiempos, se dijo Ástyr volviendo de sus recuerdos.
Caminó hacia el río con el sonido de la tierra encharcada de la orilla tatuando la suela de sus botas con un beso húmedo. Se subió a una gran roca que descansaba allí orillada, por delante de la loma, y observó cómo el Tono descendía al norte con el color pardo del cielo. La luz la cegaba, pero veía algún álamo negro joven y salcendos caídos flanqueando las orillas, luciendo el blanco, siguiendo el camino y moteándolo de hojas. El Tono se perdía serpenteando entre las hondonadas, en los rápidos donde estaban Las Aguas Blancas. Los rápidos del Tono. Desde allí Ástyr escuchaba sus rugidos. Más adelante se uniría al Yfalo, y luego al Tymer, a través de muchos tributarios. En aquella misma dirección estaba el poblado élfico de Dogala.
—Creo que ya sé dónde estamos más o menos—, comentó Ástyr en voz alta, pero Ayfe y Gáleros no la oyeron porque estaban en el rincón más abrigado del claro, junto a los árboles, fuera del camino.
Se sentó arriba de aquella peña, con la mirada perdida en el horizonte que aquella vista permitía. Se dio cuenta de que estaba a gusto. Se quedó un rato sin decir nada, sola, tranquila.
No tuvo prisa en volver.
—Ástyr—. Ayfe apareció un rato después por entre los juncos de la orilla del río—. Vienen dos elfos por el camino.
Ástyr suspiró resignada.
Ahora que me había tranquilizado vuelven los guardias…
—¿Los de antes?—, preguntó poniéndose de pie y saltando de la roca—. No estoy de humor para ellos, y menos con el estómago vacío.
—No, los de antes no—, contestó ella arrancando una brizna de hierba y llevándosela a la boca—. No parecen guardias, de todas maneras. Creo que quieren quemar el bosque o algo así.
Ástyr cogió un guijarro y lo tiró al agua. Rebotó dos veces.
—¿Quemar el bosque?—, preguntó sorprendida, mirando para Ayfe—. ¿Los elfos? ¿Viste algún fuego?
—No—, se encogió de hombros—. Galerín escuchó las voces llegar desde el sur de la senda mientras cuidaba a los caballos. Igual son viajantes.
—Hum… vamos a verlos—, dijo Ástyr.
Ástyr y Ayfe esperaron sentadas a la orilla del camino al abrigo de los árboles a que aparecieran los viajantes.
Cuando se dejaron ver por el camino, Ástyr se puso en pie ¿Elfas?, descubrió. Elfas muy pequeñas.
—¿Qué noticias trae el camino?—, preguntó ella a modo de saludo.
Y otra.
Y otra.
Y otra.
Nadie le daba órdenes, era algo que se había ganado, como todo el mundo, cuando se convirtió en mujer. Solo se les da órdenes a los cachorros, y él ni es de la tribu ni ella es un cachorro. Hacía años que no era de La Manadina. ¿Quién creía ese pelopaja que era para darle órdenes? ¿Por qué la había insultado de aquella manera? ¿Qué le había hecho?
Y los llamó chicos. Chicos. Tampoco era un chico. ¿Qué tenía ella de chico? Era una chica.
En Valquebriella esto no hubiera pasado porque ellos serían los anfitriones. ¡Y qué anfritiones! Las viejas leyes de los dioses dicen que se tiene que tratar con calor y hospitalidad a todo visitante que venga en paz, compartir el pan, la cerveza y el agua sin que le falte ropa ni techo. De la misma manera que se honra a los dioses y a los padres, se honra a los visitantes. Las tribus compiten por el honor de haber establecido los lazos de hospitalidad, gratitud y amistad más generosos. Romperlas conlleva la desgracia social, y lo que es peor, estar malditos a los ojos de los dioses; alguien que trata mal a sus huéspedes, ¿qué no hará con los demás?
Si hubiese sido una humana, tal vez podría haberlo entendido, porque los humanos son traidores y carroñeros, todo el mundo lo sabe, pero las bestias y los elfos en Sandorai estaban hermanados.
“Quizá fue un malentedido”, pensó Ástyr. “Los elfos son cerrados de mente para con las gentes de fuera de su país. Eso ya lo vi en Valquebriella.”
De vez en cuando aparecían elfos por su valle. No era raro que una o dos veces al año tuvieran visitantes por allí. Muchos –la mayoría–, venían de paso, aunque también los había que se presentaban en respuesta a una invitación para alguna celebración en pago o gratitud por lazos de hospitalidad y amistad, hechos generaciones atrás. Traían regalos, ropas de muchos colores, canciones, amuletos, sortijas, perfumes, flores nuevas que nunca había visto o hierbas de fumar o especias y libros.
Los que más le gustaba a Ástyr eran los bardos y los trovadores y cantores, porque siempre contaban historias raras de hombres de un solo ojo o de cien manos, y traían melodías de tierras muy lejanas que luego sus hermanos Laylah y Myru aprendían para enseñarle. Contaban las hazañas de hombres valientes que luchaban contra gigantes, ejércitos de monstruos, demonios o contra reyes magos de las tierras orientales de más allá de la mar. Eso no lo hacía cualquiera. Aunque no eran tan buenas como las del viejo Carlaneru Cuentacuentos, porque muchas no tenían sentido y cambiaban según el momento en que las contaran; a veces mataban a cinco, otras veces a cincuenta… cuanta menos cerveza quedaba en las copas, más enemigos había en los cantares.
Y además, todas eran sobre hombres valientes que rescataban hijas de otros hombres menos valientes que solo sabían llorar y pedir ayuda. Luego se casaban. Era muy tonto. ¿Cómo no se iban a defender sus mujeres solas? Los elfos son mui raros.
Hace muchos años, durante los festejos en honor a Calala, por la llegada de la primavera, llegaron dos elfos, y uno de ellos estaba aprendiendo el oficio de trovador. Habían cruzado el Tymer por el paso de La Fortaleza de Garlante, al sur del Bosque de Midgar, matando a cinco bandidos con su espada y a dos con sus propias manos. Lo decían sus canciones, así que debía ser verdad, pero a medida que tomaban vino y cerveza, los números cambiaban y podían ser cientos.
“Mamá, ¿tú podrías matar a cien bandidos como esos elfos?”, le preguntó Ástyr a Asdarte.
“¡Qué va a ser verdad eso!”, exclamó riéndose, “no te fíes nunca de la gente que escribe canciones sobre sí misma; omiten el ridículo y solo se acuerdan de una fantasía de valentía. Y a veces una no sabe distinguirla.”
“¿Entonces es mentira?”
“Lo llaman licencias poéticas.”
“¿Qué es eso? ¿Una mentira?”, preguntó Ástyr.
“¿Te acuerdas de lo que dijiste cuando aquello de la barca, el fardo, el aceite y el fuego?”
Ástyr levantó un dedo en señal de protesta.
“Espera, no hay pruebas de que…”
Asdarte la miró mientras echaba un trago a la copa. Levantó una ceja.
“¿Qué dices, hija?”, le dijo.
“Yo miro al futuro…”, respondió Ástyr entrecerrando los ojos.
Ástyr nunca había visto a unos seres tan perdidos como aquellos dos, incluso dentro de la raza. Eran de las estepas del norte del Lago Oeste de los mapas, pero compartían las típicas costumbres élficas. Cuando les sirvieron la comida, habían preguntado por algo que se llamaban cubiertos. Ástyr recordaba aún la carcajada de Dérrico de Las Combadas al verles la cara cuando supieron que no había de eso. Abrió tanto la boca que parecía que los iba a comer. Mitad de la comida que masticaba terminó sobre sus ropas y la de media tribu. Aunque no sabían que les estaban tomando el pelo; no era costumbre suya porque para algo están las manos, pero había equipamiento y también instalaciones pensadas para invitados de esa raza. Porque además no dormían juntos en casa, solo se ajuntaban los de la misma sangre, que podían ser tres o cinco. No había manadina en las tribus elfas, y al parecer, la educación de los cachorros elfos dependía solo de su familia.
Al otro elfo, el guerrero errante, casi le da un ataque cuando durante uno de los banquetes de los festejos de Calala, Myru y Albiona y Briciu y Ter se empezaron a querer. Esas cosas se hacen en privado, había dicho lleno de indignación, haciendo que todos se volvieran a reir de ellos.
“Pensaba que los elfos apreciábais la celebración de la vida”, les dijo Laylah. Tuvo que alzar la voz porque en aquel momento Aly Vozviva cantaba una tonada. “Así nacen los cachorros, y es bueno para la tribu porque son hijos de la tribu. ¿Os escondéis para hacerlos porque no los queréis?”
En su mirada había un resplandor malicioso por la picardía y la cerveza. Laylah había convivido con elfos más que nadie en Valquebriella y sabía de sobra cómo eran. Más tarde Ástyr supo que su hermana lo había dicho porque pretendieron reirse de ella con sus historias ridículas. Ni yo puedo matar a tantos bandidos a la vez, dijo.
Mientras su hermana seguía hablando con ellos en su idioma –más difícil de entender que el de los elfos de Sandorai–, hubo varias eyaculaciones de los que se estaban queriendo, entonaciones más rítmicas de las tonadas y un combate a primera sangre entre Glendora y Karanliq; todo el mundo lo vió venir porque llevaban mucho tiempo de cortejo y querían hacerlo más formal. Dérrico cayó al suelo, completamente borracho. Y allí se quedó hasta que lo llevaron a la cama entre cinco o seis bien entrada la noche.
Buenos tiempos los viejos tiempos, se dijo Ástyr volviendo de sus recuerdos.
Caminó hacia el río con el sonido de la tierra encharcada de la orilla tatuando la suela de sus botas con un beso húmedo. Se subió a una gran roca que descansaba allí orillada, por delante de la loma, y observó cómo el Tono descendía al norte con el color pardo del cielo. La luz la cegaba, pero veía algún álamo negro joven y salcendos caídos flanqueando las orillas, luciendo el blanco, siguiendo el camino y moteándolo de hojas. El Tono se perdía serpenteando entre las hondonadas, en los rápidos donde estaban Las Aguas Blancas. Los rápidos del Tono. Desde allí Ástyr escuchaba sus rugidos. Más adelante se uniría al Yfalo, y luego al Tymer, a través de muchos tributarios. En aquella misma dirección estaba el poblado élfico de Dogala.
—Creo que ya sé dónde estamos más o menos—, comentó Ástyr en voz alta, pero Ayfe y Gáleros no la oyeron porque estaban en el rincón más abrigado del claro, junto a los árboles, fuera del camino.
Se sentó arriba de aquella peña, con la mirada perdida en el horizonte que aquella vista permitía. Se dio cuenta de que estaba a gusto. Se quedó un rato sin decir nada, sola, tranquila.
No tuvo prisa en volver.
—Ástyr—. Ayfe apareció un rato después por entre los juncos de la orilla del río—. Vienen dos elfos por el camino.
Ástyr suspiró resignada.
Ahora que me había tranquilizado vuelven los guardias…
—¿Los de antes?—, preguntó poniéndose de pie y saltando de la roca—. No estoy de humor para ellos, y menos con el estómago vacío.
—No, los de antes no—, contestó ella arrancando una brizna de hierba y llevándosela a la boca—. No parecen guardias, de todas maneras. Creo que quieren quemar el bosque o algo así.
Ástyr cogió un guijarro y lo tiró al agua. Rebotó dos veces.
—¿Quemar el bosque?—, preguntó sorprendida, mirando para Ayfe—. ¿Los elfos? ¿Viste algún fuego?
—No—, se encogió de hombros—. Galerín escuchó las voces llegar desde el sur de la senda mientras cuidaba a los caballos. Igual son viajantes.
—Hum… vamos a verlos—, dijo Ástyr.
Ástyr y Ayfe esperaron sentadas a la orilla del camino al abrigo de los árboles a que aparecieran los viajantes.
Cuando se dejaron ver por el camino, Ástyr se puso en pie ¿Elfas?, descubrió. Elfas muy pequeñas.
—¿Qué noticias trae el camino?—, preguntó ella a modo de saludo.
Ástyr
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Pese a mi turbación inicial al saber que habría más gente en las zonas cercanas, decidí tranquilizarme y tratar de tomarlo como un tema completamente ajeno a mi, después de todo bastaba con caminar un corto tiempo en la dirección contraria para estar nuevamente sola y poder proseguir con mi disfrute del brillante día. Lo único que necesitaba era despedirme cortésmente de la elfa que ahora estaba a mi lado y ambas podríamos regresar a nuestras actividades. -Sencillo, muy sencillo.
Justo empezaba a pensar que las cosas podrían regresar a la normalidad cuando sentí el cálido contacto con la piel de alguien de más, voltee inmediatamente a ver a la otra joven cuando me percate de que me sujetaba el brazo y escupía un montón de frases que me resultaron desconcertantes. -¿Por qué me habla de usted? Parece tener una edad similar a la mía. ¿Me veré así de mayor?- Cuando estaba por zafarme de su brazo, la chica empezó a zarandearme enérgicamente mientras espetaba más frases extrañas. Sin duda alguna mis ojos debían estar abiertos como platos pues no cabía de la sorpresa y la confusión, estaba tan sorprendida que no sabia como reaccionar, así que cuando la elfa comenzó a caminar hacia el bosque sujeta de mi, ni siquiera pronuncie palabra, aunque aún si hubiese podido dejar de estar confundida, aun así no tendría nada que decir.
Comencé a preguntarme si la chica me había confundido con alguien, tenia algún problema de sus facultades mentales o simplemente estaba tratando de divertirse a costa mía. Ninguna de mis conclusiones lograba satisfacerme, la joven parecía tener alguna impresión de mi que la hacia tratarme con respeto, aunque por más vueltas que le daba al asunto no lograba entender nada en absoluto, su cara no me sonaba absolutamente de nada y dudo que alguien le hablase de mi, yo solo había hablado con un numero muy reducido de personas.
Me percate de que nos acercábamos hacia el lugar de lo que presuntamente catalogue como una fogata, lo cual me puso nerviosa nuevamente ya que justo lo que más deseaba evitar era tener más compañía que la elfa loca con la que estaba casi en contra de mi propia voluntad.
Cuanto más avanzábamos más curiosidad sentía también por la fogata. -¿Qué clase de persona haría una fogata en un bosque élfico?- Hasta donde sabia, ningún elfo se atrevería a tratar a su propio bosque de esa manera a riesgo de poder provocar algún accidente, así que seguramente se tratase de un ser de alguna zona lejana que no estaba muy consciente de lo mal que actuaba al hacer fuego en una tierra tan apegada a la naturaleza.
Antes de poder verla, escuche la voz de una mujer que parecía saludarnos. Observe históricamente a mi alrededor y por fin hice contacto visual con la que parecía otra chica joven de cabello oscuro y piel morena, la cual además tenia un par de orejas y una cola. Sin duda era perfecto, primero una elfa zafada y luego y una mujer bestia, la cual al parecer no se encontraba sola.
Repase mentalmente mis planes y la manera de salir de esa situación, y al final decidí solo quedarme callada, no es que creyera que eso resolvería algo, pero tampoco buscaba problemas, además estaba segura de que mi acompañante tendría mucho más que decir que yo, después de todo parecía una chica de muchas palabras.
Justo empezaba a pensar que las cosas podrían regresar a la normalidad cuando sentí el cálido contacto con la piel de alguien de más, voltee inmediatamente a ver a la otra joven cuando me percate de que me sujetaba el brazo y escupía un montón de frases que me resultaron desconcertantes. -¿Por qué me habla de usted? Parece tener una edad similar a la mía. ¿Me veré así de mayor?- Cuando estaba por zafarme de su brazo, la chica empezó a zarandearme enérgicamente mientras espetaba más frases extrañas. Sin duda alguna mis ojos debían estar abiertos como platos pues no cabía de la sorpresa y la confusión, estaba tan sorprendida que no sabia como reaccionar, así que cuando la elfa comenzó a caminar hacia el bosque sujeta de mi, ni siquiera pronuncie palabra, aunque aún si hubiese podido dejar de estar confundida, aun así no tendría nada que decir.
Comencé a preguntarme si la chica me había confundido con alguien, tenia algún problema de sus facultades mentales o simplemente estaba tratando de divertirse a costa mía. Ninguna de mis conclusiones lograba satisfacerme, la joven parecía tener alguna impresión de mi que la hacia tratarme con respeto, aunque por más vueltas que le daba al asunto no lograba entender nada en absoluto, su cara no me sonaba absolutamente de nada y dudo que alguien le hablase de mi, yo solo había hablado con un numero muy reducido de personas.
Me percate de que nos acercábamos hacia el lugar de lo que presuntamente catalogue como una fogata, lo cual me puso nerviosa nuevamente ya que justo lo que más deseaba evitar era tener más compañía que la elfa loca con la que estaba casi en contra de mi propia voluntad.
Cuanto más avanzábamos más curiosidad sentía también por la fogata. -¿Qué clase de persona haría una fogata en un bosque élfico?- Hasta donde sabia, ningún elfo se atrevería a tratar a su propio bosque de esa manera a riesgo de poder provocar algún accidente, así que seguramente se tratase de un ser de alguna zona lejana que no estaba muy consciente de lo mal que actuaba al hacer fuego en una tierra tan apegada a la naturaleza.
Antes de poder verla, escuche la voz de una mujer que parecía saludarnos. Observe históricamente a mi alrededor y por fin hice contacto visual con la que parecía otra chica joven de cabello oscuro y piel morena, la cual además tenia un par de orejas y una cola. Sin duda era perfecto, primero una elfa zafada y luego y una mujer bestia, la cual al parecer no se encontraba sola.
Repase mentalmente mis planes y la manera de salir de esa situación, y al final decidí solo quedarme callada, no es que creyera que eso resolvería algo, pero tampoco buscaba problemas, además estaba segura de que mi acompañante tendría mucho más que decir que yo, después de todo parecía una chica de muchas palabras.
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
La boca le sabe a almendras amargas, aunque no había comido almendras desde hace días. Mueve la lengua, sin abrir la boca, para asegurarse que ese es el sabor que está sintiendo. Tiene que ser ese, el sabor que ha tenido tantas en su boca. Ese, y ningún otro. Lo conoce tan bien como el de las sopas de su hermana. Arethusa lo llama: “El sabor de los nervios” o, simplemente, “el mal del artista”. Y, es que hay que ser un verdadero artista para sentir el sabor de almendras amargas en la boca; el sabor previo a salir a escena a tocar el violín, bailar y cantar una hermosa canción. Hay que ser un artista para entenderlo, y Ary lo entiende. No han sido pocas las veces que ha notado ese sabor en su boca antes de realizar alguna de sus muchas actuaciones. Entonces, su cuerpo estaba completamente como una piedra. Tenía miedo de que cualquier temblor, por mísero que fuera, fuera prueba suficiente para quienes la estuvieran viendo que estaba nerviosa. Las manos las dejaba lo más alejadas de la boca para no morderse las uñas y, por mucho que se le cayese un mechón de cabello en cara, no lo soplaba. Aparentemente, si se obviaba los movimientos hacía con la lengua dentro de la boca, estaba tranquila. Aparentemente, nadie sabría que notaba el sabor a almendras a amargas.
Ahora, con la sacerdotisa, siente exactamente lo mismo. La única diferencia es que, esta vez, no se pregunta si la canción que iba a cantar le iba a gustar a público o, en cambio, iban a lanzarle tomates maduros. Su pregunta iba dirigida únicamente a la noble sacerdotisa a la que ha prometido servir: ¿Me perdonará, haré bien el trabajo que me mande y me perdonará? Arethusa se pone de espaldas a la sacerdotisa como si fuera un guardián, junta las palmas de las manos sin que ella la vea y reza que ojala sí la perdone.
La sacerdotisa, sin decir palabra alguna, se dirige hacia el lugar de donde viene el humo. Arethusa la sigue de cerca.
-¿Por qué no me dice nada?- Aprieta los puños. Está emocionada por la idea de ayudar a una gran sacerdotisa pero tiene miedo de enfrentar a un incendio. - Comprendo que siga enfada, pero he prometido ayudarla con sus quehaceres. No debería estarlo. Al menos, no tan enfadada como para negar dirigirme la palabra.-
El silencio es un tormento. Detrás de la sacerdotisa, solo puede oír sus pasos firmes y sobre la tierra húmeda del bosque. ¿Acaso la ha ofendido? Es muy posible que así lo sea. Arethusa sabe muy bien que a una sacerdotisa no se le puede negar nada. Ellas tienen la razón absoluta, (dijeron que iba a nacer muerta y sigo viva) nadie puede negarles nada. Nadie, a excepción de papá. Él se peleó con todas las sacerdotisas habidas y por haber. Quizás, también con la sacerdotisa a la que Arethusa ha prometido servir. ¿Le habrá reconocido? Por eso no le dice nada, porque ella conoce a Ary. Sabe los crímenes que papá ha cometido y cree que Arethusa hará lo mismo.
¡Pues, de eso nada monada! Arethusa no es como su padre y se lo va a demostrar.
Mientras camina hacia el fuego, coge dos flores que encuentra entorno al camino. La primera es una rosa blanca como debía ser la nieve. Arethusa nunca ha visto la nieve, solo sabe, a raíz de historias y cuentos, es blanca. La segunda, es una simple pero precioso margarita. Ésta segunda es con la que se queda ella. La simple y común es para la elfa simple y común; la rosa blanca y única, para la sacerdotisa.
Tiene el tallo de la rosa blanca envuelto en las manos. Se está clavando las espinas en sus palmas. Venga, ahora viene lo fácil. Arethusa tiene que entregarle la rosa a la sacerdotisa y disculparse por cuarta vez. Es muy fácil. Solo tiene que decir que lo siente mucho y que acepte su regalo. Tiene que decirlo. Respirar hondo hasta llenarse los pulmones de aire. El sabor a almendras amargas se hace mucho más presente en su boca. Suelta el aire muy lentamente con un dulce soplido y alarga sus manos desde sus pechos hasta la sacerdotisa. Ahora solo tiene que hablar para llamar su atención. Solo unos palabras…
Quien habla es otra chica a unos metros más adelante. Una chica con orejas y cola de gato. Arethusa se queda perdida en los ojos de la mujer bestia. Jamás ha visto unos ojos tan brillantes ni tan llenos de color. Creyó, desde aquel momento, que los ojos más bellos eran los de mamá cuando todavía vivía. Ese recuerdo lo pone en duda cuando se da cuenta por qué brillan los ojos de la gata. Es porque es libre y salvaje. Ary imagina todas las aventuras que han vivido esos ojos. ¿Habrán notado alguna vez el sabor a almendras amargas? No duda de que así es. Cada vez que cogió un arma y cada vez que visitó una ciudad nueva, se imagina la pequeña elfa, la gata notó ese sabor.
En ese momento, le gustaría haber recogido más que una sola flor. La gata, y los otros hombres bestias que la acompañan, también se merecen flores como regalo de bienvenida. Aunque, lo que la ilusa Arethusa no sabe es que si, los otros elfos de Sandorai, serían tan buenos anfitriones como lo es ella.
Antes de quedar en evidencia por no tener flores para todos, guarda la rosa blanca a su espalda con un rápido movimiento.
-¡Noticias buenas!- Las palabras salen de su boca como si las estuviera escupiendo. Está muy nerviosa, es evidente. –Tan buenas que pensábamos que vuestro fuego era un incendio y que el bosque estaba en peligro. ¿El bosque es muy frágil, sabéis? Hace mucho tiempo, muchísimo antes de que naciera, Midgar era un bosque rebosante de vegetación y alegría. Tenía miedo que sucediera a Sandorai le ocurriera lo mismo. ¡Ya ves que buenas noticias: Sandorai está a salvo!- Tiene el impulso de dar una palmada de alegría, pero pronto reprime el impulso ya que se acuerda de lo que está escondiendo en su espalda- Y ustedes, mis amigos felinos, ¿qué noticias traen? Desde ya os adelanto que, si son interesantes, me podría pasar el día entero escuchándoos hablar.- Le dedicó una mirada a la sacerdotisa- Aunque, prometí ayudar a mi señora Sacerdotisa en cualquiera de sus tareas como gesto de disculpa por haberme tropezado con ella. -
Ahora, con la sacerdotisa, siente exactamente lo mismo. La única diferencia es que, esta vez, no se pregunta si la canción que iba a cantar le iba a gustar a público o, en cambio, iban a lanzarle tomates maduros. Su pregunta iba dirigida únicamente a la noble sacerdotisa a la que ha prometido servir: ¿Me perdonará, haré bien el trabajo que me mande y me perdonará? Arethusa se pone de espaldas a la sacerdotisa como si fuera un guardián, junta las palmas de las manos sin que ella la vea y reza que ojala sí la perdone.
La sacerdotisa, sin decir palabra alguna, se dirige hacia el lugar de donde viene el humo. Arethusa la sigue de cerca.
-¿Por qué no me dice nada?- Aprieta los puños. Está emocionada por la idea de ayudar a una gran sacerdotisa pero tiene miedo de enfrentar a un incendio. - Comprendo que siga enfada, pero he prometido ayudarla con sus quehaceres. No debería estarlo. Al menos, no tan enfadada como para negar dirigirme la palabra.-
El silencio es un tormento. Detrás de la sacerdotisa, solo puede oír sus pasos firmes y sobre la tierra húmeda del bosque. ¿Acaso la ha ofendido? Es muy posible que así lo sea. Arethusa sabe muy bien que a una sacerdotisa no se le puede negar nada. Ellas tienen la razón absoluta, (dijeron que iba a nacer muerta y sigo viva) nadie puede negarles nada. Nadie, a excepción de papá. Él se peleó con todas las sacerdotisas habidas y por haber. Quizás, también con la sacerdotisa a la que Arethusa ha prometido servir. ¿Le habrá reconocido? Por eso no le dice nada, porque ella conoce a Ary. Sabe los crímenes que papá ha cometido y cree que Arethusa hará lo mismo.
¡Pues, de eso nada monada! Arethusa no es como su padre y se lo va a demostrar.
Mientras camina hacia el fuego, coge dos flores que encuentra entorno al camino. La primera es una rosa blanca como debía ser la nieve. Arethusa nunca ha visto la nieve, solo sabe, a raíz de historias y cuentos, es blanca. La segunda, es una simple pero precioso margarita. Ésta segunda es con la que se queda ella. La simple y común es para la elfa simple y común; la rosa blanca y única, para la sacerdotisa.
Tiene el tallo de la rosa blanca envuelto en las manos. Se está clavando las espinas en sus palmas. Venga, ahora viene lo fácil. Arethusa tiene que entregarle la rosa a la sacerdotisa y disculparse por cuarta vez. Es muy fácil. Solo tiene que decir que lo siente mucho y que acepte su regalo. Tiene que decirlo. Respirar hondo hasta llenarse los pulmones de aire. El sabor a almendras amargas se hace mucho más presente en su boca. Suelta el aire muy lentamente con un dulce soplido y alarga sus manos desde sus pechos hasta la sacerdotisa. Ahora solo tiene que hablar para llamar su atención. Solo unos palabras…
Quien habla es otra chica a unos metros más adelante. Una chica con orejas y cola de gato. Arethusa se queda perdida en los ojos de la mujer bestia. Jamás ha visto unos ojos tan brillantes ni tan llenos de color. Creyó, desde aquel momento, que los ojos más bellos eran los de mamá cuando todavía vivía. Ese recuerdo lo pone en duda cuando se da cuenta por qué brillan los ojos de la gata. Es porque es libre y salvaje. Ary imagina todas las aventuras que han vivido esos ojos. ¿Habrán notado alguna vez el sabor a almendras amargas? No duda de que así es. Cada vez que cogió un arma y cada vez que visitó una ciudad nueva, se imagina la pequeña elfa, la gata notó ese sabor.
En ese momento, le gustaría haber recogido más que una sola flor. La gata, y los otros hombres bestias que la acompañan, también se merecen flores como regalo de bienvenida. Aunque, lo que la ilusa Arethusa no sabe es que si, los otros elfos de Sandorai, serían tan buenos anfitriones como lo es ella.
Antes de quedar en evidencia por no tener flores para todos, guarda la rosa blanca a su espalda con un rápido movimiento.
-¡Noticias buenas!- Las palabras salen de su boca como si las estuviera escupiendo. Está muy nerviosa, es evidente. –Tan buenas que pensábamos que vuestro fuego era un incendio y que el bosque estaba en peligro. ¿El bosque es muy frágil, sabéis? Hace mucho tiempo, muchísimo antes de que naciera, Midgar era un bosque rebosante de vegetación y alegría. Tenía miedo que sucediera a Sandorai le ocurriera lo mismo. ¡Ya ves que buenas noticias: Sandorai está a salvo!- Tiene el impulso de dar una palmada de alegría, pero pronto reprime el impulso ya que se acuerda de lo que está escondiendo en su espalda- Y ustedes, mis amigos felinos, ¿qué noticias traen? Desde ya os adelanto que, si son interesantes, me podría pasar el día entero escuchándoos hablar.- Le dedicó una mirada a la sacerdotisa- Aunque, prometí ayudar a mi señora Sacerdotisa en cualquiera de sus tareas como gesto de disculpa por haberme tropezado con ella. -
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
—¿Son elfos?—, preguntó Ayfe, incorporándose y poniéndose al lado de Ástyr con una mueca de curiosidad.
—Creo que sí—, respondió Ástyr con los ojos medio cerrados cuando vio aparecer por el recodo del camino aquellas figuras moteadas por las sombras de las hojas—. Elfas.
Dos nada más, a pie, juntas por el sendero del bosque. La más alta de las dos era blanca como la leche, más que Ayfe, envuelta en un brillo invernal y apagado a la luz del sol. Sus ojos le ocupaban toda la cara, de un azul mate oscuro tan gris que parecía negro, dos guijarros recién sacados del río coronados con cejas de escarcha. Las miraban. Llevaba un arco corto de madera a la espalda, con un carcaj lleno de flechas de plumas de colores. La otra elfa daba vueltas a su alrededor, saltando de un lado a otro mientras hablaba.
—¡Noticias buenas!—, les dijo cuando reparó en ellas al borde del camino, dando un bote. Sus mofletes arrebol se inflaron con una sonrisa contagiosa.
Era pequeña como un duendecillo, de movimientos graciosos. Las agujas de pino y el mantillo de humus apagaba el sonido de sus pasos mientras oían su voz cantarina moverse de un lado a otro.
—No queremos quemar el bosque—, dijo Ástyr riendo también. Apuntó con el pulgar por encima de su hombro—. Hicimos un fuego en un claro cercano en esa dirección porque tenemos hambre y vamos a comer. Y así, de paso, nos calentamos; este invierno es bastante frío, aunque los dioses nos dieran unos días de tregua con sol—. Alzó los ojos y consiguió ver un sol pálido en el cielo de invierno, cada vez más nublado—. Al bosque no le importa que hagamos un poco de fuego para iluminar esta penumbra. ¿Cómo os calentaríais vosotras?
En ese instante, entraron en su mente el elfo guerrero y su joven acompañante, el bardo que le componía canciones de sus aventuras, por el mismo camino por el que llegaron a Valquebriella hace una década. Dormían en las casas élficas de El Valle, que pretendían ser como las de los poblados de los elfos de Sandorai, aunque poco se distinguían de las de la gente de su tribu, salvo por tener camas altas, sábanas, cobertores… y ser más pequeñas; cada uno quería su propia habitación o, como mucho, dos o tres camas en cada una, así que debían levantar tabiques para limitar el espacio.
Los telain, flets y cerdh élficos de Valquebriella eran zona de juego continuo porque, la mayoría de las veces, estaban vacíos. Con Þórgeyr-Bacca había corrido por cada pasillo, subiendo y bajando cada escalera y cada gradilla mil veces, haciendo que era Eláiz la Bestia Rebelde, con su espada de acero aciano, y él el terrible Ródevir el Matamuertos. Vagaban por Sandorai durante la época de la hechicería, durante el nacimiento de los dragones y cuando Midgar era verde. Mataron al nigromante Ar-Dóngallagrim, cortándole la cabeza cuando intentaba revivir los hechizos prohibidos de las runas antiguas con su ejército de cadarmes en Sandorai, y al elfo oscuro Bonaërion, hundiéndole en la coraza el lucero del alba con un golpe de fe mientras se hacía invisible para dominar el mundo.
“¿Qué suena?”, preguntó Þórgeyr.
Ástyr empuñaba la espada de acero aciano.
“¡Que estoy matando a Bonaërion!”, decía, “¡Ayúdame!”
“No, suena por ahí”, dijo él.
“Aahh, ¡nooooooo!”, explosión, fuego, destrucción. “Þór, ahora me acaba de matar una sombra de Bonaërion porque no me ayudaste.” Ástyr se tiró al suelo de espalda. “Ah… uohh…. morí.”
Medio ahogados por el rugido del Norán, que partía El Valle en dos, llegaban unas voces.
Las oía recorrer la estructura.
“Vienen del cardh de abajo”, dijo Ástyr.
Recogió del suelo la rama y la empuñó como si fuera la espada de acero aciano de Eláiz la Bestia Rebelde.
Ástyr se acercó a la ventana pisando con las punteras y salió. Los sonidos venían de abajo.
“Vamos, Þór”. Miró a la ventana y vio la cara de Þórgeyr pegada a los cristales con los ojos abiertos de par.
Caminaron lo más en silencio que pudieron por el techo del telain inferior, luego por el flet y, por una escalera saltaron a las ramas de los árboles para que nos los vieran llegar por la entrada a la casa élfica.
Los árboles de Sandorai eran los más antiguos de toda la tierra. Altos, anchos, nudosos y de ramas que eran tan anchas como los árboles más viejos de otros bosques. Se retorcían hasta llegar a acariciar el cielo, hundiendo sus raíces hasta las mismas entrañas de la tierra. Nadie la molestaba cuando estaba en entre sus ramas porque no sabían que estaba allí.
“Es aquí”, dijo Þórgeyr asomándose por la cornisa del cardh.
Ástyr sacó la cabeza y vio una ventana biforada partida por una columna en forma de árbol que desplegaba sus hojas de piedra por el parteluz con tracería silvestre por el marco superior, encima del travesaño.
“Las contraventanas están abiertas”, susurró ella, “si podemos alcanzar el alfeizar y ponernos debajo podemos ver qué pasa.”
“Y también nos pueden ver los que están dentro”, dijo Þór. “¿Qué pasa si son nigromantes de verdad?”, se quejó.
“No seas tonto, Þór. Los nigromantes no viven en Valquebriella. Viven en Midgar, todo el mundo lo sabe. ¿Me vas a ayudar o no?”
“Sí, pero yo no bajo”, dijo Þór.
“Si no bajas y me atacan me pueden matar, ¿quieres que me maten como la sombra de Bonaërion?”, protestó Ástyr en voz baja. “Tenemos que bajar juntos o…”
“¿O qué?”, quiso saber Þór.
“Podemos colgarnos de esas ramas”, señaló frente a ellos, donde los gruesos brazos del árbol se seccionaban en decenas de ramas más finas, suficiente para aguatar el peso de los dos. “Nos colgamos cabeza abajo y miramos detrás de las hojas. No nos verán”, dijo ella toda convencida.
Ástyr se colocó junto a la cornisa y se inclinó hacia las ramas mientras Þór la agarraba por la mano, haciendo contrapeso. Poco a poco, estirando bien el brazo, las alcanzó. Se sentaron a horcajadas, moviéndose haciendo el menor ruido posible para colocarse delante de la ventana abierta, de donde venían los gemidos.
Todo era diferente cuando se estaba colgado al revés. Lo de abajo podía caer para arriba y si caías hacia arriba terminarías golpeándote contra el suelo.
Con los pies bien agarrados entre ramas, se estiraron para mirar el interior de la habitación.
“¡Elfos!”, murmuró Þór con un espasmo. Ástyr le agarró la mano para que no hiciera ruido con las hojas de los árboles. “¡Elfos oscuros!”
“¡Calla!”, le dijo Ástyr.
Eran los elfos que habían estado en las celebraciones de Calala y que cruzaron el Tymer por el paso de la Fortaleza de Garlante. Estaban en la cama, parcialmente cubiertos por las sábanas.
“¿Le está matando o se están calentando?”, preguntó Þór.
Ástyr tardó un instante en responder. Al revés todo tardaba más.
El elfo guerrero estaba encima del bardo, que lo envolvía con sus piernas por espalda mientras le embestía con fuerza, pero, a la vez, con melosidad. La carne contra carne resonaba con un sollozo húmedo. Su espalda brillaba con el sol que se colaba por la ventana, perlada por el sudor.
“Se están queriendo”, descubrió Ástyr.
El elfo guerrero agarró al bardo y se dio la vuelta, poniéndoselo encima. El bardo se llevó las manos a la cabeza y desplegó toda su melena, del color de oro viejo. Se acostó encima de él, con movimientos acompasados. Las manos del guerrero recorrían su piel desnuda.
No recordaba cuánto tiempo se quedaron mirándolos ocultos tras la ventana. Más tarde, Ástyr aprendió que los elfos tenían la costumbre de, cuando llega la edad en la que son lo suficientemente maduros para aprender el arte de la guerra, un elfo adulto de otra familia lo tomaba al joven bajo su tutela para iniciarle.
“Sus costumbres son diferentes. En Valquebriella los encargados de darte las armas son la familia, y de educarte, la tribu. Nos lo dividimos, todo lo hacemos todos, pero ellos se lo encargan solo a una persona. Y se quieren así. Yo conocí tribus élficas en las que iban a la guerra con sus parejas y decían que luchaban el doble porque al luchar codo con codo con sus amantes nunca consideran rendirse. Y los jóvenes aprenden el valor”, explicó su hermano mayor.
“¿Y es verdad?”, preguntó Ástyr.
“¿Ves esto?”, se arremangó y le enseñó una herida en el pelaje del hombro. Un corte alargado de dos palmos. “Me lo hizo en un combate en los bosques del Este un elfo que decía que quería pervertir a su amante. Luchó con todo su valor porque su amante estaba delante. Así que, si encuentras a alguno cuando te hagas mayor y salgas al Viaje del Juicio, trátalos con respeto si no quieres un combate a muerte con alguno de ellos”
“Myru, ¿lo pervertiste de verdad?”, preguntó Þór con la boca abierta.
“Bueno…”, el hermano mayor de Ástyr se rió ante aquella pregunta. Notó que se le hinchaban las narices. “Ehm… ¿tú qué piensas?”
“Ehm… pues… ¿qué es pervertir?”, preguntó inmediatamente después Þór.
Parecía que aquello había sido hacía una eternidad.
—Y ustedes, mis amigos felinos, ¿qué noticias traen? Desde ya os adelanto que, si son interesantes, me podría pasar el día entero escuchándoos hablar. Aunque, prometí ayudar a mi señora Sacerdotisa en cualquiera de sus tareas como gesto de disculpa por haberme tropezado con ella—, comentaba la elfa.
Una sacerdotisa elfa dando vueltas por el camino de Sandorai sin escolta ni nada. Con lo pequeñas que parecen y con lo peligroso que es el bosque incluso por la zona segura. Eso sí que era raro. Y encima no hablaba. ¿Será que no quiere a esta elfa? ¿A qué llamarán ellas tropezar?
Era una pareja extraña, de todas maneras.
—Nosotras venimos de la comuna de Valquebriella, al sur del camino, en dirección a la encrucijada de Piedraspra. Yo soy Ástyr de Fontargandi, hija de Nerva de Rutemer y Asdarte de Valquebriella, y ella es mi amiga Ayfe de Los Saltos de Agua, hija de Eúa de los Saltos de Agua y de Miskynn de Bradarremuñi. Estamos en pleno Viaje del Juicio. Tenemos un tercer compañero en el claro preparando la comida y cuidando los caballos. Seguro que estará encantado de que compartáis con nosotras la comida tú y tu sacerdotisa—, si invitaba a una tenía que invitar a su amante. Tenía demasiada hambre para querer entablar una batalla ahora—; son setas silvestres con ajo, tomate y cebolla—. Recalcó.
»Vamos en dirección al poblado de elfos que hay al norte del camino. Quizá ya vísteis las ejecuciones del árbol, allá en el montículo lleno de barro. Debe estar pasando algo interesante allí. Pero bueno, y vosotras—, dijo indicándoles el camino hacia el claro para comer—, ¿vais en la misma dirección? Podemos hablar mientras comemos.
—Creo que sí—, respondió Ástyr con los ojos medio cerrados cuando vio aparecer por el recodo del camino aquellas figuras moteadas por las sombras de las hojas—. Elfas.
Dos nada más, a pie, juntas por el sendero del bosque. La más alta de las dos era blanca como la leche, más que Ayfe, envuelta en un brillo invernal y apagado a la luz del sol. Sus ojos le ocupaban toda la cara, de un azul mate oscuro tan gris que parecía negro, dos guijarros recién sacados del río coronados con cejas de escarcha. Las miraban. Llevaba un arco corto de madera a la espalda, con un carcaj lleno de flechas de plumas de colores. La otra elfa daba vueltas a su alrededor, saltando de un lado a otro mientras hablaba.
—¡Noticias buenas!—, les dijo cuando reparó en ellas al borde del camino, dando un bote. Sus mofletes arrebol se inflaron con una sonrisa contagiosa.
Era pequeña como un duendecillo, de movimientos graciosos. Las agujas de pino y el mantillo de humus apagaba el sonido de sus pasos mientras oían su voz cantarina moverse de un lado a otro.
—No queremos quemar el bosque—, dijo Ástyr riendo también. Apuntó con el pulgar por encima de su hombro—. Hicimos un fuego en un claro cercano en esa dirección porque tenemos hambre y vamos a comer. Y así, de paso, nos calentamos; este invierno es bastante frío, aunque los dioses nos dieran unos días de tregua con sol—. Alzó los ojos y consiguió ver un sol pálido en el cielo de invierno, cada vez más nublado—. Al bosque no le importa que hagamos un poco de fuego para iluminar esta penumbra. ¿Cómo os calentaríais vosotras?
En ese instante, entraron en su mente el elfo guerrero y su joven acompañante, el bardo que le componía canciones de sus aventuras, por el mismo camino por el que llegaron a Valquebriella hace una década. Dormían en las casas élficas de El Valle, que pretendían ser como las de los poblados de los elfos de Sandorai, aunque poco se distinguían de las de la gente de su tribu, salvo por tener camas altas, sábanas, cobertores… y ser más pequeñas; cada uno quería su propia habitación o, como mucho, dos o tres camas en cada una, así que debían levantar tabiques para limitar el espacio.
Los telain, flets y cerdh élficos de Valquebriella eran zona de juego continuo porque, la mayoría de las veces, estaban vacíos. Con Þórgeyr-Bacca había corrido por cada pasillo, subiendo y bajando cada escalera y cada gradilla mil veces, haciendo que era Eláiz la Bestia Rebelde, con su espada de acero aciano, y él el terrible Ródevir el Matamuertos. Vagaban por Sandorai durante la época de la hechicería, durante el nacimiento de los dragones y cuando Midgar era verde. Mataron al nigromante Ar-Dóngallagrim, cortándole la cabeza cuando intentaba revivir los hechizos prohibidos de las runas antiguas con su ejército de cadarmes en Sandorai, y al elfo oscuro Bonaërion, hundiéndole en la coraza el lucero del alba con un golpe de fe mientras se hacía invisible para dominar el mundo.
“¿Qué suena?”, preguntó Þórgeyr.
Ástyr empuñaba la espada de acero aciano.
“¡Que estoy matando a Bonaërion!”, decía, “¡Ayúdame!”
“No, suena por ahí”, dijo él.
“Aahh, ¡nooooooo!”, explosión, fuego, destrucción. “Þór, ahora me acaba de matar una sombra de Bonaërion porque no me ayudaste.” Ástyr se tiró al suelo de espalda. “Ah… uohh…. morí.”
Medio ahogados por el rugido del Norán, que partía El Valle en dos, llegaban unas voces.
Las oía recorrer la estructura.
“Vienen del cardh de abajo”, dijo Ástyr.
Recogió del suelo la rama y la empuñó como si fuera la espada de acero aciano de Eláiz la Bestia Rebelde.
Ástyr se acercó a la ventana pisando con las punteras y salió. Los sonidos venían de abajo.
“Vamos, Þór”. Miró a la ventana y vio la cara de Þórgeyr pegada a los cristales con los ojos abiertos de par.
Caminaron lo más en silencio que pudieron por el techo del telain inferior, luego por el flet y, por una escalera saltaron a las ramas de los árboles para que nos los vieran llegar por la entrada a la casa élfica.
Los árboles de Sandorai eran los más antiguos de toda la tierra. Altos, anchos, nudosos y de ramas que eran tan anchas como los árboles más viejos de otros bosques. Se retorcían hasta llegar a acariciar el cielo, hundiendo sus raíces hasta las mismas entrañas de la tierra. Nadie la molestaba cuando estaba en entre sus ramas porque no sabían que estaba allí.
“Es aquí”, dijo Þórgeyr asomándose por la cornisa del cardh.
Ástyr sacó la cabeza y vio una ventana biforada partida por una columna en forma de árbol que desplegaba sus hojas de piedra por el parteluz con tracería silvestre por el marco superior, encima del travesaño.
“Las contraventanas están abiertas”, susurró ella, “si podemos alcanzar el alfeizar y ponernos debajo podemos ver qué pasa.”
“Y también nos pueden ver los que están dentro”, dijo Þór. “¿Qué pasa si son nigromantes de verdad?”, se quejó.
“No seas tonto, Þór. Los nigromantes no viven en Valquebriella. Viven en Midgar, todo el mundo lo sabe. ¿Me vas a ayudar o no?”
“Sí, pero yo no bajo”, dijo Þór.
“Si no bajas y me atacan me pueden matar, ¿quieres que me maten como la sombra de Bonaërion?”, protestó Ástyr en voz baja. “Tenemos que bajar juntos o…”
“¿O qué?”, quiso saber Þór.
“Podemos colgarnos de esas ramas”, señaló frente a ellos, donde los gruesos brazos del árbol se seccionaban en decenas de ramas más finas, suficiente para aguatar el peso de los dos. “Nos colgamos cabeza abajo y miramos detrás de las hojas. No nos verán”, dijo ella toda convencida.
Ástyr se colocó junto a la cornisa y se inclinó hacia las ramas mientras Þór la agarraba por la mano, haciendo contrapeso. Poco a poco, estirando bien el brazo, las alcanzó. Se sentaron a horcajadas, moviéndose haciendo el menor ruido posible para colocarse delante de la ventana abierta, de donde venían los gemidos.
Todo era diferente cuando se estaba colgado al revés. Lo de abajo podía caer para arriba y si caías hacia arriba terminarías golpeándote contra el suelo.
Con los pies bien agarrados entre ramas, se estiraron para mirar el interior de la habitación.
“¡Elfos!”, murmuró Þór con un espasmo. Ástyr le agarró la mano para que no hiciera ruido con las hojas de los árboles. “¡Elfos oscuros!”
“¡Calla!”, le dijo Ástyr.
Eran los elfos que habían estado en las celebraciones de Calala y que cruzaron el Tymer por el paso de la Fortaleza de Garlante. Estaban en la cama, parcialmente cubiertos por las sábanas.
“¿Le está matando o se están calentando?”, preguntó Þór.
Ástyr tardó un instante en responder. Al revés todo tardaba más.
El elfo guerrero estaba encima del bardo, que lo envolvía con sus piernas por espalda mientras le embestía con fuerza, pero, a la vez, con melosidad. La carne contra carne resonaba con un sollozo húmedo. Su espalda brillaba con el sol que se colaba por la ventana, perlada por el sudor.
“Se están queriendo”, descubrió Ástyr.
El elfo guerrero agarró al bardo y se dio la vuelta, poniéndoselo encima. El bardo se llevó las manos a la cabeza y desplegó toda su melena, del color de oro viejo. Se acostó encima de él, con movimientos acompasados. Las manos del guerrero recorrían su piel desnuda.
No recordaba cuánto tiempo se quedaron mirándolos ocultos tras la ventana. Más tarde, Ástyr aprendió que los elfos tenían la costumbre de, cuando llega la edad en la que son lo suficientemente maduros para aprender el arte de la guerra, un elfo adulto de otra familia lo tomaba al joven bajo su tutela para iniciarle.
“Sus costumbres son diferentes. En Valquebriella los encargados de darte las armas son la familia, y de educarte, la tribu. Nos lo dividimos, todo lo hacemos todos, pero ellos se lo encargan solo a una persona. Y se quieren así. Yo conocí tribus élficas en las que iban a la guerra con sus parejas y decían que luchaban el doble porque al luchar codo con codo con sus amantes nunca consideran rendirse. Y los jóvenes aprenden el valor”, explicó su hermano mayor.
“¿Y es verdad?”, preguntó Ástyr.
“¿Ves esto?”, se arremangó y le enseñó una herida en el pelaje del hombro. Un corte alargado de dos palmos. “Me lo hizo en un combate en los bosques del Este un elfo que decía que quería pervertir a su amante. Luchó con todo su valor porque su amante estaba delante. Así que, si encuentras a alguno cuando te hagas mayor y salgas al Viaje del Juicio, trátalos con respeto si no quieres un combate a muerte con alguno de ellos”
“Myru, ¿lo pervertiste de verdad?”, preguntó Þór con la boca abierta.
“Bueno…”, el hermano mayor de Ástyr se rió ante aquella pregunta. Notó que se le hinchaban las narices. “Ehm… ¿tú qué piensas?”
“Ehm… pues… ¿qué es pervertir?”, preguntó inmediatamente después Þór.
Parecía que aquello había sido hacía una eternidad.
—Y ustedes, mis amigos felinos, ¿qué noticias traen? Desde ya os adelanto que, si son interesantes, me podría pasar el día entero escuchándoos hablar. Aunque, prometí ayudar a mi señora Sacerdotisa en cualquiera de sus tareas como gesto de disculpa por haberme tropezado con ella—, comentaba la elfa.
Una sacerdotisa elfa dando vueltas por el camino de Sandorai sin escolta ni nada. Con lo pequeñas que parecen y con lo peligroso que es el bosque incluso por la zona segura. Eso sí que era raro. Y encima no hablaba. ¿Será que no quiere a esta elfa? ¿A qué llamarán ellas tropezar?
Era una pareja extraña, de todas maneras.
—Nosotras venimos de la comuna de Valquebriella, al sur del camino, en dirección a la encrucijada de Piedraspra. Yo soy Ástyr de Fontargandi, hija de Nerva de Rutemer y Asdarte de Valquebriella, y ella es mi amiga Ayfe de Los Saltos de Agua, hija de Eúa de los Saltos de Agua y de Miskynn de Bradarremuñi. Estamos en pleno Viaje del Juicio. Tenemos un tercer compañero en el claro preparando la comida y cuidando los caballos. Seguro que estará encantado de que compartáis con nosotras la comida tú y tu sacerdotisa—, si invitaba a una tenía que invitar a su amante. Tenía demasiada hambre para querer entablar una batalla ahora—; son setas silvestres con ajo, tomate y cebolla—. Recalcó.
»Vamos en dirección al poblado de elfos que hay al norte del camino. Quizá ya vísteis las ejecuciones del árbol, allá en el montículo lleno de barro. Debe estar pasando algo interesante allí. Pero bueno, y vosotras—, dijo indicándoles el camino hacia el claro para comer—, ¿vais en la misma dirección? Podemos hablar mientras comemos.
Ástyr
Experto
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Cuando era pequeña solía preguntarme toda clase de cosas, a veces tenia duda sobre por que había flores azules y otras rojas, por que algunos días llovía y otros había sol o por que alguna gente es pequeña y otra no, pero cuando mi familia dejo de estar ahí, tampoco había quien respondiera a todas mis interrogantes, por lo que deje de hacerme preguntas sobre el mundo y comencé a pensar que las cosas solo eran así y no había razón para preguntarme cosas o sentir curiosidad. A veces veía personas conversar y aunque el primer par de años solía preguntarme de que clase de cosas hablaba la gente, de un tiempo para acá había dejado de interesarme en lo más mínimo, no tenia ganas de hablar ni de saber sobre que podía decirle a alguien, en cierta forma sentía un gran alivio de no toparme nunca con ninguna persona, las personas eran todas extrañas y llegaban a confundirme, no tenia ni idea de que clase de cosas podía decirles.
La pequeña elfa con la que estaba no era la excepción, en realidad era aún más intensa que personas que había conocido antes como Kingle o Willow, ella derrochaba una energía demasiado grande y hablaba muchísimo, una parte de mi deseaba meterla en un frasco a prueba de sonido para no escucharla más, lo cierto es que con su tamaño quizás cabria en uno, bueno, exageraba pero en verdad era pequeña para su edad. Cuanto más habría la boca yo me confundía más, si me costaba seguirle el ritmo a una persona común, a ella no le entendía ni una cuarta parte.
-¿Sacerdotisa?- Me pregunte en voz baja aun si había creído hacerlo en mi cabeza, entre la palabrería de la chica lo que había entendido era que me había llamado de esa manera. Ambas me llamaban sacerdotisa ahora.
La chica bestia también hablaba bastante, su presentación era un poco extensa, estaba acostumbrada a que la gente solo mencionara su nombre, con eso me bastaba - ¿Tengo que decir mi nombre y de donde soy y a donde voy?- Era todo muy extraño para una persona tan poco conversadora como yo, entre ellas quizás se entendieran pero yo estaba muy perdida, aunque al parecer ellas estaban confundidas también si me creían una sacerdotisa, o quizás estaban igual de locas. -¿De eso se trataba todo? Yo sólo soy una persona normal- Le dije a la elfa pequeña tratando de arreglar el malentendido. Yo nunca había visto a una sacerdotisa, pero dudaba lucir como una, no tenia idea de por que la elfa podía pensar eso de mi, aunque tampoco es que supiera muchas cosas del mundo. En ese momento quería marcharme, la que respondía al nombre de Ástyr parecía amable con su invitación, pero sentía que me volvería loca entre tanta palabrería, sin duda no lograría encajar con ellas, era como la vez que mamá obligo a mi hermano de dejarme jugar con él y su amigo a las peleas de espada y al final había perdido rotundamente y me sentía fuera del lugar entre dos personas con mucha más experiencia.
-Mi nombre es Lullaby, a esta elfa pequeña no la conozco, nos hemos tropezado- Me presente a la joven de aspecto animal, estaba nerviosa y las palabras fluyeron, por alguna razón no quería que me relacionara demasiado con la elfa pequeña, parecía agradable pero tenia demasiada energía para mi gusto, como si hubiese consumido cosas muy azucaradas en gran cantidad, aunque quizás también estaba nerviosa. -Yo... ah... solo quería ver si habían apagado la fogata- No quería ser grosera al declinar la invitación, pero no sabia que podría hacer con un par de personas cerca mio otra vez, ya tenia una experiencia comiendo con un par de desconocidos y en la ocasión anterior se habían terminado peleando por una tontería y lo convirtieron en una demostración absurda de habilidades. Pensar en ello me recordó nuevamente a Willow y Eide, quería estar acariciando su pelaje suave, eso seria tranquilizador en un momento así.
La pequeña elfa con la que estaba no era la excepción, en realidad era aún más intensa que personas que había conocido antes como Kingle o Willow, ella derrochaba una energía demasiado grande y hablaba muchísimo, una parte de mi deseaba meterla en un frasco a prueba de sonido para no escucharla más, lo cierto es que con su tamaño quizás cabria en uno, bueno, exageraba pero en verdad era pequeña para su edad. Cuanto más habría la boca yo me confundía más, si me costaba seguirle el ritmo a una persona común, a ella no le entendía ni una cuarta parte.
-¿Sacerdotisa?- Me pregunte en voz baja aun si había creído hacerlo en mi cabeza, entre la palabrería de la chica lo que había entendido era que me había llamado de esa manera. Ambas me llamaban sacerdotisa ahora.
La chica bestia también hablaba bastante, su presentación era un poco extensa, estaba acostumbrada a que la gente solo mencionara su nombre, con eso me bastaba - ¿Tengo que decir mi nombre y de donde soy y a donde voy?- Era todo muy extraño para una persona tan poco conversadora como yo, entre ellas quizás se entendieran pero yo estaba muy perdida, aunque al parecer ellas estaban confundidas también si me creían una sacerdotisa, o quizás estaban igual de locas. -¿De eso se trataba todo? Yo sólo soy una persona normal- Le dije a la elfa pequeña tratando de arreglar el malentendido. Yo nunca había visto a una sacerdotisa, pero dudaba lucir como una, no tenia idea de por que la elfa podía pensar eso de mi, aunque tampoco es que supiera muchas cosas del mundo. En ese momento quería marcharme, la que respondía al nombre de Ástyr parecía amable con su invitación, pero sentía que me volvería loca entre tanta palabrería, sin duda no lograría encajar con ellas, era como la vez que mamá obligo a mi hermano de dejarme jugar con él y su amigo a las peleas de espada y al final había perdido rotundamente y me sentía fuera del lugar entre dos personas con mucha más experiencia.
-Mi nombre es Lullaby, a esta elfa pequeña no la conozco, nos hemos tropezado- Me presente a la joven de aspecto animal, estaba nerviosa y las palabras fluyeron, por alguna razón no quería que me relacionara demasiado con la elfa pequeña, parecía agradable pero tenia demasiada energía para mi gusto, como si hubiese consumido cosas muy azucaradas en gran cantidad, aunque quizás también estaba nerviosa. -Yo... ah... solo quería ver si habían apagado la fogata- No quería ser grosera al declinar la invitación, pero no sabia que podría hacer con un par de personas cerca mio otra vez, ya tenia una experiencia comiendo con un par de desconocidos y en la ocasión anterior se habían terminado peleando por una tontería y lo convirtieron en una demostración absurda de habilidades. Pensar en ello me recordó nuevamente a Willow y Eide, quería estar acariciando su pelaje suave, eso seria tranquilizador en un momento así.
Lullaby
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Dice que se llama Ástyr y Arethusa piensa que es un nombre muy bonito. Se parece al diminutivo que utiliza Eámanë para llamarla cariñosamente: “Ary”. La elfa sonríe por esa pequeña casualidad. ¿Era ella quién tenía el nombre de una gata o era la gata quien tenía el nombre de una elfa? Ambas escenas eran igual de posibles e igual de divertidas. Papá se enfadará (siempre se enfada) si se entera que puso a su hija pequeña un nombre cuya abreviación suena parecido al nombre de una mujer bestia. La otra chica felina se llama Ayfe, y otro gran elenco de nombres de padres y lugares acompaña a su nombre como el que acompañó al nombre de Ástyr. Las chicas bestias son muy educadas y sofisticadas. Arethusa solo ha visto presentarse con tanta nobleza a los caballeros reales de las sacerdotisas. ¿Debió ella presentar así? Si lo piensa detenidamente, está sirviendo a una sacerdotisa. Lo justo y lo noble, debería haber sido presentarse de la misma manera cómo lo hacen las mujeres bestias. Al fin y al cabo, ellas no han venido al bosque para quemarlo. Solo para disfrutar del paisaje y las riquezas del bosque.
Si los altos elfos supieran de la existencia de las chicas gatas en el Sandorai las expulsarían de inmediato. El orgullo es la única gran pega que tiene su raza. Por culpa de ese orgullo, Arethusa no ha podido viajar a otras ciudades y conocer a personas tan preciosas como lo son las gatas. No puede quitar la mirada de los ojos ámbar de Ástyr. ¿Se daría cuenta que la está mirando? ¡Qué vergüenza!
Ástyr continúa hablando. Dice algo muy interesante acerca de un poblado al norte de dónde se encuentran. Señala un montículo de barro donde, asegura, ha habido una serie de malas ejecuciones. ¡Ejecuciones! Tan salo con escuchar la palabra, los ojos de la pequeña elfa se han abierto tanto que parecen dos pequeñas lunas de plata.
-¡Suena muy emocionante!- de repente, la historias que pueden llegar a contar las mujeres bestias se han vuelto mucho más interesantes de lo que le resultaba en un principio. Mira hacia la sacerdotisa como si le estuviera pidiendo permiso para salir con sus nuevas amigas. –Pero, no sé si el norte es el lugar donde nos dirigimos. ¿Lo es, mi señora sacerdotisa?-
La respuesta de la sacerdotisa, la amiga que hoy creído hacer, pilla desprevenida a Arethusa. El brillo en sus ojos desaparece poco a poco. Las lunas de plata se apagan. Sus dedos dejan de funcionar y la rosa blanca que había cogido minutos antes se le caen entre las manos. Arethusa se siente engañada y estafada. ¿Cómo ha podido dejarse llevar por sus emociones hasta tal punto de querer servir a la primera chica con que se ha tropezado? Hubiera hecho cualquier cosa por la sacerdotisa (mentira, no es una sacerdotisa, no digas mentiras). Ahora, no está segura de lo que quiere o deja de querer. Ir con las gatas al poblado donde se realizaban las ejecuciones es emocionante. Podría ser una buena idea… Pero, también ha perdido la ilusión por conocer a más sobre Ástyr y Ayfe.
Lullaby cuenta su parte de la historia. ¿Así que es eso? Para ella, Arethusa solo es la extra con la que ha tropezado. Solo le interesaba el humo y la fogata. Todo lo que Arethusa se había imaginado por el camino era mentira. No es una sacerdotisa, ni nunca lo ha sido.
Ary agacha la cabeza sin decir nada y mira la rosa blanca que había dejado caer. ¿Qué habría pasado si se la hubiera dado a Lullaby? Seguramente, no hubiera pasado nada. Ella no es su amiga. No hace falta que lo repita para que Arethusa lo comprenda. No es su amiga, es una desconocida (el orgullo de los elfos es la gran pega de su raza).
Con la cabeza, hace rápidos movimientos de negación. De acuerdo, puede aceptar que Lullaby no sea una sacerdotisa y, también, que la considere como una desconocida. Pero, lo que no aceptará, de ninguna de las maneras, es desaprovechar un día tan magnifico como éste y una invitación a una interesantes aventura por parte de unas chicas todavía más interesantes. Arethusa vuelve a sonreír y los movimientos negativos de cabeza se han convertido en afirmativos.
-¡Iré con vosotras!- mira directamente los ojos de Astyr-He terminado todas mis tareas,- esas tareas iban a ser las de la sacerdotisa (su nombre es Lullaby) -os prometo que os ayudaré a resolver el secreto del pueblo de las ejecuciones-.
Si los altos elfos supieran de la existencia de las chicas gatas en el Sandorai las expulsarían de inmediato. El orgullo es la única gran pega que tiene su raza. Por culpa de ese orgullo, Arethusa no ha podido viajar a otras ciudades y conocer a personas tan preciosas como lo son las gatas. No puede quitar la mirada de los ojos ámbar de Ástyr. ¿Se daría cuenta que la está mirando? ¡Qué vergüenza!
Ástyr continúa hablando. Dice algo muy interesante acerca de un poblado al norte de dónde se encuentran. Señala un montículo de barro donde, asegura, ha habido una serie de malas ejecuciones. ¡Ejecuciones! Tan salo con escuchar la palabra, los ojos de la pequeña elfa se han abierto tanto que parecen dos pequeñas lunas de plata.
-¡Suena muy emocionante!- de repente, la historias que pueden llegar a contar las mujeres bestias se han vuelto mucho más interesantes de lo que le resultaba en un principio. Mira hacia la sacerdotisa como si le estuviera pidiendo permiso para salir con sus nuevas amigas. –Pero, no sé si el norte es el lugar donde nos dirigimos. ¿Lo es, mi señora sacerdotisa?-
La respuesta de la sacerdotisa, la amiga que hoy creído hacer, pilla desprevenida a Arethusa. El brillo en sus ojos desaparece poco a poco. Las lunas de plata se apagan. Sus dedos dejan de funcionar y la rosa blanca que había cogido minutos antes se le caen entre las manos. Arethusa se siente engañada y estafada. ¿Cómo ha podido dejarse llevar por sus emociones hasta tal punto de querer servir a la primera chica con que se ha tropezado? Hubiera hecho cualquier cosa por la sacerdotisa (mentira, no es una sacerdotisa, no digas mentiras). Ahora, no está segura de lo que quiere o deja de querer. Ir con las gatas al poblado donde se realizaban las ejecuciones es emocionante. Podría ser una buena idea… Pero, también ha perdido la ilusión por conocer a más sobre Ástyr y Ayfe.
Lullaby cuenta su parte de la historia. ¿Así que es eso? Para ella, Arethusa solo es la extra con la que ha tropezado. Solo le interesaba el humo y la fogata. Todo lo que Arethusa se había imaginado por el camino era mentira. No es una sacerdotisa, ni nunca lo ha sido.
Ary agacha la cabeza sin decir nada y mira la rosa blanca que había dejado caer. ¿Qué habría pasado si se la hubiera dado a Lullaby? Seguramente, no hubiera pasado nada. Ella no es su amiga. No hace falta que lo repita para que Arethusa lo comprenda. No es su amiga, es una desconocida (el orgullo de los elfos es la gran pega de su raza).
Con la cabeza, hace rápidos movimientos de negación. De acuerdo, puede aceptar que Lullaby no sea una sacerdotisa y, también, que la considere como una desconocida. Pero, lo que no aceptará, de ninguna de las maneras, es desaprovechar un día tan magnifico como éste y una invitación a una interesantes aventura por parte de unas chicas todavía más interesantes. Arethusa vuelve a sonreír y los movimientos negativos de cabeza se han convertido en afirmativos.
-¡Iré con vosotras!- mira directamente los ojos de Astyr-He terminado todas mis tareas,- esas tareas iban a ser las de la sacerdotisa (su nombre es Lullaby) -os prometo que os ayudaré a resolver el secreto del pueblo de las ejecuciones-.
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
El jugo caliente de la seta recorría la comisura de sus labios mientras mordía. Ñam. Ahora era suya. Solo suya. Sí. De nadie más. Cerró los ojos. Sí. No quería que nadie le robara ese momento. Sus pupilas dilatadas se parapetaban para proteger un secreto inconfesable que no se podía decir ni al más querido de los amantes. Oculto bajo los párpados, furtivo, casi prohibido. Mío. Todo quedaba entre ella y sus papilas gustativas. Que los dioses me perdonen.
El sabor del ajo la tomó por asalto, detrás de las caricias, un arma oculta para doblegar su voluntad. Un beso robado. Mio. Tuyo. Nuestro. Se meció contra su lengua, unidos en un abrazo eterno, cortejándola sin permiso. Por favor. Solo un gemido. Luego otro.
Uhm.
Su lengua descubría la cebolla. Crugía. Cosquillas desde el estómago al paladar. Uhm. La hacía suya, la quería, se deshacía como un barco a la deriva, escorado en fondos peligrosos. Deseos. Zozobra. Velas rotas. Un faro a lo lejos.
Cómplices de la sombra, sumisos al capricho.
El siguiente mordisco delataba su ansia indisimulada, el anhelo de la espera frustrada. Lo suplicaba.
Más.
Más.
Joder,
MÁS.
Donde la tierra acaricia el plano divino de la existencia, allí estaba ella. Pasado, presente, futuro: solo ella. Su boca. Su seta. Pan. Esencia de ajo. Pan. Ástyr la diosa eterna. Pan.
—¡Ástyr!—, dijo Ayfe volviendo de cuidar a los caballos y dejándose caer sobre sus bártulos al lado de Ástyr—. Que me des un poco de pan.
Saltaron unas migas mientras Ástyr le acercaba una hogaza. Restalló cuando la partió con las manos. Luego se la pasó a Gáleros, que estaba hablando con Arethusa, la elfa que había venido con ellas, tras el blanco velo de humo de la fogata.
—¡Que va!—, exclamó incrédulo y sonriente Gáleros a Arethusa—. Una hoguera tan pequeña no puede quemar un bosque como este—. Las dos puntas azules de su trenzada barba negra se agitaban al hablar—. Este es tan antiguo, Ary, que ya era viejo cuando los dragones comenzaban a existir y aún no había ni elfos ni hombres, ni bestias en Aerandir. Y hay cosas antiguas y muy peligrosas por los valles, por las fuentes de agua y los picos nubosos, ¿lo sabías? Últimamente incluso se atreven a salir cuando cae la noche a los caminos que siempre fueron seguros. Si quieres salir del camino en Sandorai, debes tener muy claro dónde quieres ir porque si no, harán que te pierdas.
—Los árboles del camino son más amistosos—, concordó Ayfe—, porque ven más gente. Por eso cuando tenemos que pasar la noche al aire libre, lo hacemos no demasiado lejos, como en este claro. Los árboles del interior viven más juntos porque no les gustan los extraños.
—Ef df sdfgfd—, dijo Ástyr con al boca llena de setas.
—Y para jugar—, repitieron Ayfe y Gáleros dándole la razón.
—Si nos saliésemos del camino de noche, los árboles se enfadarían con nosotras—, continuó Ayfe. Se peinó un mechón de su melena rizosa blanca tras la oreja, dejando ver sus ojos grises—. A nadie le gusta que invadan su terreno a deshora y sin permiso, y harían que nos perdiésemos borrándonos el camino, porque se mueven sin que los veamos, y cambian de posición para que cuando volvamos no sepas si pasaste por ahí o no, o para que te caigas dentro del pozo que dejan y así te coman las raices y sus espíritus—. Chocaba los dedos entrelazados para mostrarle como era.
—Sí, no es bueno molestar a los árboles sin motivo—, asintió Gáleros—. Si te concentras mucho de noche, y te alejas un poco del camino, y prestas mucha atención, podrías oirlos hablar. ¿Escuchaste alguna vez oir hablar al bosque? Mucha gente piensa que es el aire en las hojas, pero en el interior del bosque de Sandorai, como es tan denso no hay viento. Esos susurros no es el aire moviendo las hojas, son los árboles hablando y discutiendo y conspirando.
—Todo el mundo lo sabe—, concordaron.
Ástyr hacía ademán de querer hablar, pero no lo conseguía. Sus labios se agrietaron para abarcar las cuatro setas del tamaño de un puño y el enorme trozo de pan que se metió en la boca. Era tan grande que no podía juntar las mandíbulas. Se llevó las manos a la garganta. No podía respirar. Ni hablar.
Ayfe se inclinó sobre ella y le dio un golpe en la espalda con la mano abierta.
—Respira, Ás—, dijo Gáleros reparando en ella, al otro lado de la pequeña fogata—. ¡Respira!
Me muero, pensó Ástyr.
Siguió tosiedo y se puso de pie, inclinada sobre sus rodillas, con las manos en los muslos.
Ayfe se levantó corriendo y abrazó Ástyr por detrás. Despegó sus pies del suelo.
—¡Respira, coño!—, gruñó Ayfe mientras Ástyr se ponía más colorada—. Intenta…—. Compresión—…respirar…—. Compresión—…por la…—. Compresión—…¡NARIZ!
Con los carrillos aún hinchados y los labios fruncidos, vuelve a respirar por la nariz.
Ástyr se lo agradeció y chocaron los puños. Luego se sentaron otra vez como si nada hubiera pasado.
—Uff… bueno, lo que intentaba decir—, carraspeó—, es que además de traicioneros pueden llegar a ser peligrosos. Los árboles tienen sus diferencias y muchas veces se atacan. ¿Nunca viste árboles tirados en el bosque? ¿A que nunca los escuchaste caer? Hay que tener cuidado de a qué árbol te acercas porque se defenderán. Puede que te tiren una rama a la cabeza o algo. Así que no te preocupes, el bosque y los espíritus del bosque poco tienen que temer de nosotros tres—. Hizo una pausa y dio un mordisco a su último trozo de pan—. A no ser que los dioses decidan ponernos a prueba.
—Yo preferiría enfrentarme a los bandidos y fugitivos escondidos por ahí que a los árboles y sus espíritus. Para eso necesitaríamos la gracia de los dioses, y no sé si Calala nos bendeciría para enfrentarnos a algo que tanto le gusta—, dijo Gáleros.
Cuando terminaron de comer, Galerín sacó una flauta travesera de hueso blanco de su bolsa y comenzó a tocar mientras Ayfe echaba una cabezada, despatarrada en el suelo, usando su bolsa como almohada.
Ástyr se inclinó hacia Ary.
—Así le agradecemos la comida a Calala, con música, porque esta fue buena y esperada. Y además le gusta tu compañía. Creo que me hizo atragantarme por no insistirle a tu aman… amiga de camino para que viniera con nosotras. Creo que piensa que no fui hospitalaria al dejar que Lullaby se fuera sola—. Pero no estaba bien meterse en asuntos ajenos, especialmente si una no tenía clara si se trataba de un asunto de amantes elfos. Son muy celosos de sus secretos y de sus asuntos privados, aunque esto no se lo dijo—. Calala es nuestra diosa de la naturaleza, nos dio la primavera y el verano y hace crecer la vida de la tierra. Le rezamos para que nos dé buenos cultivos y nos proteja de enfermedades. A veces escucha y a veces no. Nuestros dioses y diosas son así, ¿sabes?
Se levantó y le hizo un gesto para que la acompañara a la vera del río.
»No les gustan los débiles, así que no debemos rezarles ni mucho ni poco, solo lo justo y necesario para que sepan que los recordamos pero no amargarlos con nuestros llantos—. Se inclinó sobre el agua, humedeció un dedo y se lo metió en la boca para limpiar los dientes—. Al nacer, los dioses te sonríen para darte valor y voluntad para afrontar la vida con honor y sin miedo a tus enemigos. Por eso esperan que no dependas de ellos. ¿Te imaginas rezarles cada noche o cada vez que se te presenta un problema? Sería una locura, como si fueras tú la única persona a la que debieran responder. Es muy egoísta eso. Creo que los humanos tienen dioses así. Pero nosotras tenemos que ser fuertes. En realidad, ¿qué más puedes esperar de un dios, Ary?—. Se encogió de hombros—. ¿Tú a qué dioses rezas?—, le preguntó secándose la barbilla con el dorso de la mano tras enjuagarse y escupir.
El sol seguía en lo alto del cielo, pasado el medio día, pero se ocultaba tras unas espesas nubes grises que les indicaban las pocas horas de luz. En invierno anochece pronto. Y el bosque era muy oscuro.
El sabor del ajo la tomó por asalto, detrás de las caricias, un arma oculta para doblegar su voluntad. Un beso robado. Mio. Tuyo. Nuestro. Se meció contra su lengua, unidos en un abrazo eterno, cortejándola sin permiso. Por favor. Solo un gemido. Luego otro.
Uhm.
Su lengua descubría la cebolla. Crugía. Cosquillas desde el estómago al paladar. Uhm. La hacía suya, la quería, se deshacía como un barco a la deriva, escorado en fondos peligrosos. Deseos. Zozobra. Velas rotas. Un faro a lo lejos.
Cómplices de la sombra, sumisos al capricho.
El siguiente mordisco delataba su ansia indisimulada, el anhelo de la espera frustrada. Lo suplicaba.
Más.
Más.
Joder,
MÁS.
Donde la tierra acaricia el plano divino de la existencia, allí estaba ella. Pasado, presente, futuro: solo ella. Su boca. Su seta. Pan. Esencia de ajo. Pan. Ástyr la diosa eterna. Pan.
—¡Ástyr!—, dijo Ayfe volviendo de cuidar a los caballos y dejándose caer sobre sus bártulos al lado de Ástyr—. Que me des un poco de pan.
Saltaron unas migas mientras Ástyr le acercaba una hogaza. Restalló cuando la partió con las manos. Luego se la pasó a Gáleros, que estaba hablando con Arethusa, la elfa que había venido con ellas, tras el blanco velo de humo de la fogata.
—¡Que va!—, exclamó incrédulo y sonriente Gáleros a Arethusa—. Una hoguera tan pequeña no puede quemar un bosque como este—. Las dos puntas azules de su trenzada barba negra se agitaban al hablar—. Este es tan antiguo, Ary, que ya era viejo cuando los dragones comenzaban a existir y aún no había ni elfos ni hombres, ni bestias en Aerandir. Y hay cosas antiguas y muy peligrosas por los valles, por las fuentes de agua y los picos nubosos, ¿lo sabías? Últimamente incluso se atreven a salir cuando cae la noche a los caminos que siempre fueron seguros. Si quieres salir del camino en Sandorai, debes tener muy claro dónde quieres ir porque si no, harán que te pierdas.
—Los árboles del camino son más amistosos—, concordó Ayfe—, porque ven más gente. Por eso cuando tenemos que pasar la noche al aire libre, lo hacemos no demasiado lejos, como en este claro. Los árboles del interior viven más juntos porque no les gustan los extraños.
—Ef df sdfgfd—, dijo Ástyr con al boca llena de setas.
—Y para jugar—, repitieron Ayfe y Gáleros dándole la razón.
—Si nos saliésemos del camino de noche, los árboles se enfadarían con nosotras—, continuó Ayfe. Se peinó un mechón de su melena rizosa blanca tras la oreja, dejando ver sus ojos grises—. A nadie le gusta que invadan su terreno a deshora y sin permiso, y harían que nos perdiésemos borrándonos el camino, porque se mueven sin que los veamos, y cambian de posición para que cuando volvamos no sepas si pasaste por ahí o no, o para que te caigas dentro del pozo que dejan y así te coman las raices y sus espíritus—. Chocaba los dedos entrelazados para mostrarle como era.
—Sí, no es bueno molestar a los árboles sin motivo—, asintió Gáleros—. Si te concentras mucho de noche, y te alejas un poco del camino, y prestas mucha atención, podrías oirlos hablar. ¿Escuchaste alguna vez oir hablar al bosque? Mucha gente piensa que es el aire en las hojas, pero en el interior del bosque de Sandorai, como es tan denso no hay viento. Esos susurros no es el aire moviendo las hojas, son los árboles hablando y discutiendo y conspirando.
—Todo el mundo lo sabe—, concordaron.
Ástyr hacía ademán de querer hablar, pero no lo conseguía. Sus labios se agrietaron para abarcar las cuatro setas del tamaño de un puño y el enorme trozo de pan que se metió en la boca. Era tan grande que no podía juntar las mandíbulas. Se llevó las manos a la garganta. No podía respirar. Ni hablar.
Ayfe se inclinó sobre ella y le dio un golpe en la espalda con la mano abierta.
—Respira, Ás—, dijo Gáleros reparando en ella, al otro lado de la pequeña fogata—. ¡Respira!
Me muero, pensó Ástyr.
Siguió tosiedo y se puso de pie, inclinada sobre sus rodillas, con las manos en los muslos.
Ayfe se levantó corriendo y abrazó Ástyr por detrás. Despegó sus pies del suelo.
—¡Respira, coño!—, gruñó Ayfe mientras Ástyr se ponía más colorada—. Intenta…—. Compresión—…respirar…—. Compresión—…por la…—. Compresión—…¡NARIZ!
Con los carrillos aún hinchados y los labios fruncidos, vuelve a respirar por la nariz.
Ástyr se lo agradeció y chocaron los puños. Luego se sentaron otra vez como si nada hubiera pasado.
—Uff… bueno, lo que intentaba decir—, carraspeó—, es que además de traicioneros pueden llegar a ser peligrosos. Los árboles tienen sus diferencias y muchas veces se atacan. ¿Nunca viste árboles tirados en el bosque? ¿A que nunca los escuchaste caer? Hay que tener cuidado de a qué árbol te acercas porque se defenderán. Puede que te tiren una rama a la cabeza o algo. Así que no te preocupes, el bosque y los espíritus del bosque poco tienen que temer de nosotros tres—. Hizo una pausa y dio un mordisco a su último trozo de pan—. A no ser que los dioses decidan ponernos a prueba.
—Yo preferiría enfrentarme a los bandidos y fugitivos escondidos por ahí que a los árboles y sus espíritus. Para eso necesitaríamos la gracia de los dioses, y no sé si Calala nos bendeciría para enfrentarnos a algo que tanto le gusta—, dijo Gáleros.
Cuando terminaron de comer, Galerín sacó una flauta travesera de hueso blanco de su bolsa y comenzó a tocar mientras Ayfe echaba una cabezada, despatarrada en el suelo, usando su bolsa como almohada.
Ástyr se inclinó hacia Ary.
—Así le agradecemos la comida a Calala, con música, porque esta fue buena y esperada. Y además le gusta tu compañía. Creo que me hizo atragantarme por no insistirle a tu aman… amiga de camino para que viniera con nosotras. Creo que piensa que no fui hospitalaria al dejar que Lullaby se fuera sola—. Pero no estaba bien meterse en asuntos ajenos, especialmente si una no tenía clara si se trataba de un asunto de amantes elfos. Son muy celosos de sus secretos y de sus asuntos privados, aunque esto no se lo dijo—. Calala es nuestra diosa de la naturaleza, nos dio la primavera y el verano y hace crecer la vida de la tierra. Le rezamos para que nos dé buenos cultivos y nos proteja de enfermedades. A veces escucha y a veces no. Nuestros dioses y diosas son así, ¿sabes?
Se levantó y le hizo un gesto para que la acompañara a la vera del río.
»No les gustan los débiles, así que no debemos rezarles ni mucho ni poco, solo lo justo y necesario para que sepan que los recordamos pero no amargarlos con nuestros llantos—. Se inclinó sobre el agua, humedeció un dedo y se lo metió en la boca para limpiar los dientes—. Al nacer, los dioses te sonríen para darte valor y voluntad para afrontar la vida con honor y sin miedo a tus enemigos. Por eso esperan que no dependas de ellos. ¿Te imaginas rezarles cada noche o cada vez que se te presenta un problema? Sería una locura, como si fueras tú la única persona a la que debieran responder. Es muy egoísta eso. Creo que los humanos tienen dioses así. Pero nosotras tenemos que ser fuertes. En realidad, ¿qué más puedes esperar de un dios, Ary?—. Se encogió de hombros—. ¿Tú a qué dioses rezas?—, le preguntó secándose la barbilla con el dorso de la mano tras enjuagarse y escupir.
El sol seguía en lo alto del cielo, pasado el medio día, pero se ocultaba tras unas espesas nubes grises que les indicaban las pocas horas de luz. En invierno anochece pronto. Y el bosque era muy oscuro.
Ástyr
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
La elfa pequeña y la mujer bestia partieron así que decidí regresar al lugar en donde había tropezado con la chica pequeña... ni siquiera sabía su nombre -¿Me lo dijo en algún momento?- No lo sabía, la verdad no es que le prestase mucha atención, desafortunadamente mi sentido de la empatía se había visto mermado tras pasar tanto tiempo sin interacción y no es que el pasar la mayor parte del tiempo sonrojada con Willow y Klinge ayudara mucho.
Comencé a preguntarme que debería hacer, había perdido todas las ganas de seguir cantando, en realidad me sentía bastante mal de estar sola de nuevo, una parte de mi repetía sin cesar que había sido demasiado grosera con la chica que me llamaba sacerdotisa, la verdad era una persona interesante y graciosa hasta cierto punto. Antes de darme cuenta me encontraba regresando hacia el lugar donde nos habíamos topado con Ástyr la mujer bestia, pero a la mitad del camino me detuve, mis mejillas estaban completamente rojas de vergüenza, no sabia con que cara las vería ni que podría decir, además estaban los compañeros de la chica bestia -No, sera mejor ir a casa- Me repetí. Posiblemente cambie de decisión unas 20 veces en sólo 2 minutos, pero es que era demasiado complicado decidirme, debía disculparme pero no sabia como.
Tomé la decisión de continuar así que volví al punto donde nos habíamos despedido, el problema era que no sabía exactamente hacia donde podía seguir, observe un poco hacía los alrededores y me percate de un pequeño punto blanco fuera del lugar sobre el intensamente verde césped, era una hermosa rosa blanca con las orillas un tanto maltratadas, podría jurar que alguien la había arrancado y dejado caer al suelo, lo cuál era extraño porque no la había visto al llegar con la elfa y además aún estaba fresca... -Demonios- No pude evitar maldecir, la visión de la pequeña elfa dejando caer la rosa blanca era bastante incómoda, ya tenia suficiente de que avergonzarme como para sumar un corazón roto, el corazón roto de una persona amable.
A decir verdad no me gustaba cortar flores, siempre me preguntaba a que clase de personas le agradaba la idea de quitarle la vida a un ser tan indefenso como una planta, pero cuando le pregunte a mi madre ella me dijo que en ocasiones las personas buscaban formas de demostrar cariño regalando cosas hermosas como flores o joyas que aunque a veces eran efímeras podían dar un gran sentimiento de placer visual y podían sacar una sonrisa a quienes queríamos. Recuerdo también que ella solía hacer para mí coronas de flores de intenso color que parecían brillar en lo blanco de mi cabello, aunque cuando crecí preferí utilizar pequeñas flores blancas para que no destacaran demasiado, nunca había disfrutado ser el centro de atención.
Antes de seguir buscando a las chicas realicé una pequeña exploración en busca de flores, necesitaba un ramo lleno de vitalidad como la pequeña elfa, quizás rojo o azul, aunque también era tierna así que algo rosa sería perfecto. Después de unos minutos me tope con una hermosa planta de Copihue, sus hermosas flores rosadas me enamoraron al instante, se trataba de la planta perfecta con ese dinámico color, aunque me resulto gracioso pensar que se trataba de una planta con flores relativamente grandes en comparación con otras, casi lo contrario a la persona que la recibiría. Por un instante pensé en tomar unas cuantas flores y hacer un ramo de ellas, pero quizás seria demasiado simple, por suerte se trataba de una planta trepadora y había largos tallos, así que solo tome un par para hacer una hermosa corona y después proseguí a buscar algunas flores blancas y pequeñas para acentuar aún más el intenso rosado de la perfecta flor.
Comencé a preguntarme que debería hacer, había perdido todas las ganas de seguir cantando, en realidad me sentía bastante mal de estar sola de nuevo, una parte de mi repetía sin cesar que había sido demasiado grosera con la chica que me llamaba sacerdotisa, la verdad era una persona interesante y graciosa hasta cierto punto. Antes de darme cuenta me encontraba regresando hacia el lugar donde nos habíamos topado con Ástyr la mujer bestia, pero a la mitad del camino me detuve, mis mejillas estaban completamente rojas de vergüenza, no sabia con que cara las vería ni que podría decir, además estaban los compañeros de la chica bestia -No, sera mejor ir a casa- Me repetí. Posiblemente cambie de decisión unas 20 veces en sólo 2 minutos, pero es que era demasiado complicado decidirme, debía disculparme pero no sabia como.
Tomé la decisión de continuar así que volví al punto donde nos habíamos despedido, el problema era que no sabía exactamente hacia donde podía seguir, observe un poco hacía los alrededores y me percate de un pequeño punto blanco fuera del lugar sobre el intensamente verde césped, era una hermosa rosa blanca con las orillas un tanto maltratadas, podría jurar que alguien la había arrancado y dejado caer al suelo, lo cuál era extraño porque no la había visto al llegar con la elfa y además aún estaba fresca... -Demonios- No pude evitar maldecir, la visión de la pequeña elfa dejando caer la rosa blanca era bastante incómoda, ya tenia suficiente de que avergonzarme como para sumar un corazón roto, el corazón roto de una persona amable.
A decir verdad no me gustaba cortar flores, siempre me preguntaba a que clase de personas le agradaba la idea de quitarle la vida a un ser tan indefenso como una planta, pero cuando le pregunte a mi madre ella me dijo que en ocasiones las personas buscaban formas de demostrar cariño regalando cosas hermosas como flores o joyas que aunque a veces eran efímeras podían dar un gran sentimiento de placer visual y podían sacar una sonrisa a quienes queríamos. Recuerdo también que ella solía hacer para mí coronas de flores de intenso color que parecían brillar en lo blanco de mi cabello, aunque cuando crecí preferí utilizar pequeñas flores blancas para que no destacaran demasiado, nunca había disfrutado ser el centro de atención.
Antes de seguir buscando a las chicas realicé una pequeña exploración en busca de flores, necesitaba un ramo lleno de vitalidad como la pequeña elfa, quizás rojo o azul, aunque también era tierna así que algo rosa sería perfecto. Después de unos minutos me tope con una hermosa planta de Copihue, sus hermosas flores rosadas me enamoraron al instante, se trataba de la planta perfecta con ese dinámico color, aunque me resulto gracioso pensar que se trataba de una planta con flores relativamente grandes en comparación con otras, casi lo contrario a la persona que la recibiría. Por un instante pensé en tomar unas cuantas flores y hacer un ramo de ellas, pero quizás seria demasiado simple, por suerte se trataba de una planta trepadora y había largos tallos, así que solo tome un par para hacer una hermosa corona y después proseguí a buscar algunas flores blancas y pequeñas para acentuar aún más el intenso rosado de la perfecta flor.
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
A medida que avanza la velada, Arethusa se va acostumbrado a la cara y los nombres de la gente gato. Nunca, en toda su vida, ha estado rodeada de tantos hombres bestias. Lo más cerca que había estado fue a través de los grabados de los libros de historia a los que su hermana es aficionada. A Arethusa no le gusta apasiona leer tanto como a Eámanë, el motivo por el cual coge le quita los libros a su hermana es, simplemente, para ver los dibujos que hay en ellos. Los escenarios están repletos de montañas que guardan fabulosos secretos en el interior de sus cuevas, valles en los que descansar después de haber peleado contra el dragón y ríos con un agua tan cristalina que parece haber sido bendecida por los propios Dioses. También hay personas: Valientes caballeros que combaten contra horribles gigantes, chicas tan hermosas que Arethusa le dan ganas de coger el libro y besar las mejillas de las damas, dragones, biocibernéticos… Hay de todo. Lo que a Arethusa más le fascina son los hombres bestias. Perros, gatos, leones, cuervos… ¿Existirán las mujeres mariposas? La elfa cree que sí; además, también cree que deben de ser preciosas. Los hombres bestias son tan extraños.
Ástyr, Ayfe, Galerín y Gáleros forman parte de ese extraño mundo de los libros que se ha hecho real ante los ojos de Arethusa. Tiene tantas preguntas que hacerles: ¿Habrán visto bebido del río de agua cristalina o habrán descansado en el valle después de matar al dragón? ¿La gente gato se peleará con la gente perro como hacen los perros y los gatos de verdad? ¿Escupen bolas de pelo? ¿Cazan ratones? ¿Tienen siete vidas como los demás gatos? Si no estuviera muerta de la vergüenza, habría acribillado a la gente gato con todas esas preguntas y algunas otras que irían surgiendo conforme ellos respondiesen.
Arethusa aprieta sus finos labios y agacha su cabeza cuando Gáleros, el que dos grandes trenzas que separan su larguísima barba azul, le dice que había sido una ilusa por haber creído que una sola hoguera podría llegar a quemar todo el bosque. Se siente tan tonta como avergonzada. ¿Así, cómo va a preguntarles nada sobre sus vidas felinas? Está roja de la vergüenza. Los hombres gatos han sido muy amables con ella. Han compartido su comida, su fuego y sus sonrisas. ¿Por qué ella no puede abrirse como ellos lo hacen? A ellos no les da vergüenza estar con Arethusa. Ella, no debe de tener vergüenza por estar con ellos.
Gáleros sigue hablando. Le cuenta a la elfa lo muy antiguo que es el bosque y ella lo mira con los ojos bien abiertos brillantes por la curiosidad y la admiración. No, no conocía ninguna de las historias de su bosque. Tal vez Aémanë sí las sabrá, ella es la lectora de la familia, pero Arethusa no. Todo cuanto el hombre dice le parece estar sacado de los grabados de los libros que no ha leído. Más y más preguntas surgen en la cabecita de la elfa, pero no quiere interrumpir a Gáleros. Apoya los codos sobre sus rodillas de tal forma que puede sujetarse con las manos en la barbilla. Lo hace para no perder de vista a Gáleros. Todo lo que él diga y haga se convierte de vital interés para la Arethusa. Dragones, bosques, caminos, voces en los árboles… no se quiere perder nada de lo que está diciendo.
Un susto interrumpe las historias de Gáleros. ¡Ástyr se está ahogando! Arethusa no sabe qué hacer. Se siente muy nerviosa. Todo ha sucedido tan rápido. En el segundo anterior, se estaba imaginando qué tipo de voces tendrías los árboles de las montañas nevadas de los dragones, y, ahora, se ha levantado de un sobre salto y busca, caminado de lado a lado, cualquier cosa que pueda salvar a Ástyr.
-¡Tenemos que hacer algo!- la elfa rompe su silencio para pedir que ayudasen a Ástyr- ¡Se va a morir si no hacemos nada!-
Ayfe sabe qué es lo que se tiene qué hacer. Es ella quien consigue salvar a Ástyr exprimiendo su espalda como si fuera un limón. Las dos chicas se ríen. Su risa es contagiosa y Arethusa, que al principio había estado muerta de miedo, ríe con ellas. Es tan agradable estar con la gente gato. Incluso después de casi ver morir a Ástyr, ríen como si nada hubiera pasado. Como los envidia. A Eámanë le cuesta cada día más sonreír y papá… Arethusa prefiere no hablar de su padre; le duele demasiado.
Ahora, viene algo que a Arethusa le resulta tan sorprendente como maravilloso: ¡Música! La elfa ha nacido para tocar el violín. Al ver a Galerín sacar la flauta, ella hace lo mismo y saca el violín de la funda que lleva a la espalda.
Está a punto de empezar a tocar cuando Átyr le sorprende con una pregunta. ¿En qué Dioses cree Arethusa? Son tantos que no recuerda el nombre de todos. Papá no cree en los Dioses; cuando vivía con él, siempre se lo decía a Arethusa: “Los Dioses dijeron nacerías muerta, y ahí estás, la prueba de que los Dioses son una panda de mequetrefes.” Mequetrefes no fue la palabra que papá utilizaba, pero Arethusa no se atreve, ni si quiera a pensar, en las malas palabras que usaba su padre.
-Sé que hay tres Dioses grandes: Anar, Imbar e Isil. Pero, en mi familia nunca les hemos dado las gracias por nada. A mi papá no le gustan los Dioses y dice que los Dioses tampoco le gustan a él-.
No pudo evitar apartar la vista hacia el suelo mientras habla de su padre. Ha pasado tan poco tiempo que se escapó de casa de papá que todavía no ha conseguido olvidar los muchos arrebatos de violencia que tenía cada noche: “Los Dioses dijeron que nacerías muerta, pero soy yo quien te mato en vida”.
Arethusa levanta la vista directa a los ojos de color ámbar de Átyr. Tiene ganas de llorar. Se siente tan maleducada por no haberles acompañado en sus risas y en sus historias. Todavía queda una oportunidad para redimirse.
-No conozco a Calala, pero dejad que os acompañe con vuestra canción. Tengo que agradeceros el haber compartido vuestra comida conmigo y que me hayáis contado tantas historias.- intenta ser lo más cortes posible, más incluso que cuando creía hablar con una suma sacerdotisa. Se acomoda el violín en el hombro con una mano mientras, con la otra, posa el arco en las cuerdas del instrumento- Le doy las gracias a Gáleros por haberme enseñado tantísimas cosas sobre los árboles- toca una nota del violín y hace un pequeño paso de baile a medida que dice un nombre y el motivo por el cual le da las gracias. La vergüenza ha desaparecido. El único vestigio que queda de ésta es un tenue sabor a ajo en la lengua de la elfa. - Muchas gracias por haber salvado a Ástyr de morir comiendo. Gracias Galerín por haber empezado a tocar tu música. Y gracias Ástyr por invitarme a comer con vosotros- termina su agradecimiento guiñándole un ojo a su nueva amiga.
Sin parar de tocar el violín y bailar, se acerca a Ástyr y le hace una señal con las caderas para que le acompañe a bailar. Hizo lo mismo con Ayfe y Galerín. ¡Gracias!
Ástyr, Ayfe, Galerín y Gáleros forman parte de ese extraño mundo de los libros que se ha hecho real ante los ojos de Arethusa. Tiene tantas preguntas que hacerles: ¿Habrán visto bebido del río de agua cristalina o habrán descansado en el valle después de matar al dragón? ¿La gente gato se peleará con la gente perro como hacen los perros y los gatos de verdad? ¿Escupen bolas de pelo? ¿Cazan ratones? ¿Tienen siete vidas como los demás gatos? Si no estuviera muerta de la vergüenza, habría acribillado a la gente gato con todas esas preguntas y algunas otras que irían surgiendo conforme ellos respondiesen.
Arethusa aprieta sus finos labios y agacha su cabeza cuando Gáleros, el que dos grandes trenzas que separan su larguísima barba azul, le dice que había sido una ilusa por haber creído que una sola hoguera podría llegar a quemar todo el bosque. Se siente tan tonta como avergonzada. ¿Así, cómo va a preguntarles nada sobre sus vidas felinas? Está roja de la vergüenza. Los hombres gatos han sido muy amables con ella. Han compartido su comida, su fuego y sus sonrisas. ¿Por qué ella no puede abrirse como ellos lo hacen? A ellos no les da vergüenza estar con Arethusa. Ella, no debe de tener vergüenza por estar con ellos.
Gáleros sigue hablando. Le cuenta a la elfa lo muy antiguo que es el bosque y ella lo mira con los ojos bien abiertos brillantes por la curiosidad y la admiración. No, no conocía ninguna de las historias de su bosque. Tal vez Aémanë sí las sabrá, ella es la lectora de la familia, pero Arethusa no. Todo cuanto el hombre dice le parece estar sacado de los grabados de los libros que no ha leído. Más y más preguntas surgen en la cabecita de la elfa, pero no quiere interrumpir a Gáleros. Apoya los codos sobre sus rodillas de tal forma que puede sujetarse con las manos en la barbilla. Lo hace para no perder de vista a Gáleros. Todo lo que él diga y haga se convierte de vital interés para la Arethusa. Dragones, bosques, caminos, voces en los árboles… no se quiere perder nada de lo que está diciendo.
Un susto interrumpe las historias de Gáleros. ¡Ástyr se está ahogando! Arethusa no sabe qué hacer. Se siente muy nerviosa. Todo ha sucedido tan rápido. En el segundo anterior, se estaba imaginando qué tipo de voces tendrías los árboles de las montañas nevadas de los dragones, y, ahora, se ha levantado de un sobre salto y busca, caminado de lado a lado, cualquier cosa que pueda salvar a Ástyr.
-¡Tenemos que hacer algo!- la elfa rompe su silencio para pedir que ayudasen a Ástyr- ¡Se va a morir si no hacemos nada!-
Ayfe sabe qué es lo que se tiene qué hacer. Es ella quien consigue salvar a Ástyr exprimiendo su espalda como si fuera un limón. Las dos chicas se ríen. Su risa es contagiosa y Arethusa, que al principio había estado muerta de miedo, ríe con ellas. Es tan agradable estar con la gente gato. Incluso después de casi ver morir a Ástyr, ríen como si nada hubiera pasado. Como los envidia. A Eámanë le cuesta cada día más sonreír y papá… Arethusa prefiere no hablar de su padre; le duele demasiado.
Ahora, viene algo que a Arethusa le resulta tan sorprendente como maravilloso: ¡Música! La elfa ha nacido para tocar el violín. Al ver a Galerín sacar la flauta, ella hace lo mismo y saca el violín de la funda que lleva a la espalda.
Está a punto de empezar a tocar cuando Átyr le sorprende con una pregunta. ¿En qué Dioses cree Arethusa? Son tantos que no recuerda el nombre de todos. Papá no cree en los Dioses; cuando vivía con él, siempre se lo decía a Arethusa: “Los Dioses dijeron nacerías muerta, y ahí estás, la prueba de que los Dioses son una panda de mequetrefes.” Mequetrefes no fue la palabra que papá utilizaba, pero Arethusa no se atreve, ni si quiera a pensar, en las malas palabras que usaba su padre.
-Sé que hay tres Dioses grandes: Anar, Imbar e Isil. Pero, en mi familia nunca les hemos dado las gracias por nada. A mi papá no le gustan los Dioses y dice que los Dioses tampoco le gustan a él-.
No pudo evitar apartar la vista hacia el suelo mientras habla de su padre. Ha pasado tan poco tiempo que se escapó de casa de papá que todavía no ha conseguido olvidar los muchos arrebatos de violencia que tenía cada noche: “Los Dioses dijeron que nacerías muerta, pero soy yo quien te mato en vida”.
Arethusa levanta la vista directa a los ojos de color ámbar de Átyr. Tiene ganas de llorar. Se siente tan maleducada por no haberles acompañado en sus risas y en sus historias. Todavía queda una oportunidad para redimirse.
-No conozco a Calala, pero dejad que os acompañe con vuestra canción. Tengo que agradeceros el haber compartido vuestra comida conmigo y que me hayáis contado tantas historias.- intenta ser lo más cortes posible, más incluso que cuando creía hablar con una suma sacerdotisa. Se acomoda el violín en el hombro con una mano mientras, con la otra, posa el arco en las cuerdas del instrumento- Le doy las gracias a Gáleros por haberme enseñado tantísimas cosas sobre los árboles- toca una nota del violín y hace un pequeño paso de baile a medida que dice un nombre y el motivo por el cual le da las gracias. La vergüenza ha desaparecido. El único vestigio que queda de ésta es un tenue sabor a ajo en la lengua de la elfa. - Muchas gracias por haber salvado a Ástyr de morir comiendo. Gracias Galerín por haber empezado a tocar tu música. Y gracias Ástyr por invitarme a comer con vosotros- termina su agradecimiento guiñándole un ojo a su nueva amiga.
Sin parar de tocar el violín y bailar, se acerca a Ástyr y le hace una señal con las caderas para que le acompañe a bailar. Hizo lo mismo con Ayfe y Galerín. ¡Gracias!
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
ÁSTYR
—¿Solo tres dioses?—, decía Ástyr con una mezcla de confusión y asombro por lo que decía la muchacha. Eran tan pocos que no le parecía posible que los elfos pudieran tener una sociedad bien organizada si tan solo un trío de ellos tenía que hacerse cargo de todo—. ¿O quieres decir que tú solo le rezas a tres?—, le preguntó mientras la melodía de Galerín iba alcanzando un tono armónico.
Tendría más sentido, porque era lo que sucedía con muchas de las tribus de bestias de Sandorai; no podían decir que tuvieran realmente un dios principal ni más importante, si no que la importancia y poder de ellos dependía de la influencia que fuera ganando la tribu en cuestión en determinados momentos, ascendiendo y cayendo juntos.
En Valquebriella la diosa más importante era Doruna, la diosa de la fuerza de la naturaleza y el amor a la tribu, que les había regalado unos de los artefactos más importantes de toda la historia conocida: la rueda y el escudo. Les contaba el viejo Carlaneru Cuentacuentos que Doruna, turbada de ver cómo las bestias sufrían con el trabajo diario, cada vez volviéndose más débiles por el esfuerzo inútil, siempre pendientes del cambiante humor de las relaciones de Calala y Delindenu (su hermano gemelo, que trajo invierno y gobierna los vientos en la tierra y la mar) decidió hablar con Yleoque, la diosa de la luz, para ver cómo podía ayudarles. Tras conversar juntas mucho tiempo, Yleoque le sugirió que podía usar un disco como el que ella tenía para iluminar el mundo y hacer crecer la vida. Doruna se lo dijo a las bestias para que tuvieran la idea de crear la rueda, que les permitía transportar todo lo que quisieran en grandes cantidades con la mitad del esfuerzo y tiempo. De la misma manera, tras ver la importancia de ese invento, decidió darle otros usos y les regaló también la idea del escudo.
Les dijo que se usarían incluso mucho después de que el mundo cambiara.
En ese mismo instante, cuando le iba a pedir a Arethusa más información sobre su tribu, de dónde venía y qué hacía en el país, una sombra de amargura y de pesar entrecortó su cantarina voz de elfa. Hablaba de aquellos tres dioses, Anar, Imbar y Isil. Y de su padre. Es un tema que no quiere mencionar con nosotros.
Todas las palabras tenían un significado concreto para cada situación, tanto en su lengua como en la de la elfa, y según lo que una quisiera decir, el mensaje sería tal o cual, pero la manera de pronunciarlas, su tono, su cadencia, siempre daban a entender más de lo que ellas mismas transmitían, y eso no se podía cambiar. Había algo que Ástyr podía oler entre las ramitas quemadas de las brasas agónizantes y hummus, en el mensaje de su aliento. Una memoria de desconsuelo, un dolor sordo, el de los recuerdos que arañan el estómago por dentro, sumergido en las mismas raíces de su ser.
Percibió la presencia de lágrimas y una pena venenosa tras sus enormes ojos. Ástyr pensaba en el color del agua de los lagos profundos de Fontargandi en los días grises, el segundo en el que se clavaban en el suelo.
Aunque la invadía la curiosidad, porque pocas veces se encontraba con viajantes del camino, y mucho menos con desconocidas tan interesantes y misteriosas como Arethusa, comprendió que no se había ganado el derecho a ser parte de las confidencias de la elfa. ¿Cómo es posible que hubiera algo tan doloroso dentro de ella que hasta ese momento estaba llena de gozo? Se mordió la lengua para no preguntarle y fingió no percatarse de su tristeza al otro lado de la pequeña línea de humo gris que se arremolinaba entre ellas.
Sin apenas darse cuenta, cuando volvió a mirar para ella, vio otro de sus cambios de humor. Parecía totalmente recompuesta, como si nada, volviendo a sonreir y moverse con la gracia de los elfos del bosque y simpatía en la voz.
Ástyr dejó escapar un suspiro cuando Arethusa agradeció a los dioses no haberla llevado con ellos por culpa de una seta mal tragada.
—¡Eh! No tienes por qué recordarles su piedad con las setas…—, dijo Ástyr dejando escapar una carcajada—. Pero ¡no sabía que hicieras música! Eres una caja de sorpresas, señora Arethusa.
Ayfe apartó la capucha de la cara cuando escuchó las notas de la cuerda frotada tocadas al aire. Atraída por la situación, se incorporó hincando el codo izquierdo en suelo y, frunciendo el ceño para proteger sus ojos somnolientos de la luz directa, la vio dar vueltas a las clavijas del instrumento. En cuanto Gáleros se dio cuenta de ello, le hizo un gesto a la elfa con la cabeza para que se uniese a él, y tocó los acordes base, esperando que adivinara el tono y las escalas sobre las que jugar. Ella lo siguió como si fuera la cosa más natural del mundo.
Apenas pensó. Tanta era la naturalidad con la que lo hacía que parecía hasta fácil, como si el violín fuese una extensión más de su cuerpo y solo necesitara un poco de voluntad para que cantase.
Ástyr la miró sin pestañear. Se movía con la música, como si la escala se hubiera convertido en una fuerza física que la meciera, respirándole el cuerpo sobre un pentagrama invisible en el que ella decidía que notas sonar y qué silencios enfatizar. Ahora más que nunca apreciaba lo excepcional que era la elfa. Muy poca gente le produjo nunca ese tipo de fascinación. Por la manera de hablar el dialecto de la lengua vulgar de los extraños, que Ástyr podía entender bastante bien, dedujo que era de Sandorai, aunque no descubría la zona. A los elfos les suele pasar, su ciclo vital es tan largo que sus acentos y maneras de hablar se alteran según en qué sitios se asienten.
Los rayos de luz se reflejaban en la tabla armónica del violín y resplandecía como si la madera hubiera sido pulida en plata con cada movimiento de baile.
Al lado, sentada, Ayfe comenzó a llevar el compás dándose palmadas suaves y sonoras en el muslo y el pecho mientras se movía de manera acompasada. Una brisa cálida, impropia del invierno, sopló por el claro del bosque y las hojas de los árboles murmuraron en un intento de hacer lo mismo. Vivas pero distintas. Aunque a los árboles no les gustaban los extraños ni, en general, ninguna criatura que se moviese libremente por el suelo, pisando la hierba y haciendo el suelo duro y pedregoso, esa brisa parecía un regalo suyo.
Arethusa señaló a Ástyr acompañándose de la música para que se animara a bailar. Mientras lo hacía, no pudo evitar pensar en que si se le ocurría moverse después de comer tal cantidad de setas, explotaría. Y también, en la atmósfera que se había creado de repente en el claro. Cada bocanada de aire la hizo más consciente del paso del tiempo. Hacía semanas que habían salido de Valquebriella y, se dijo, este era el primer recuerdo de verdad del camino. Un recuerdo que se había generado aparte de la tribu y del que solo serían partícipes cuatro personas en el mundo. Nosotras. Con un suspiro agridulce entendió que una etapa de su vida se había acabado para siempre y nada podría hacer ya para revivirla, salvo en sus recuerdos. Sin embargo, algo nuevo despertaba en su corazón, algo que nadie sabría jamás, tal vez ni Gáleros ni Ayfe. Como si la rueda de Yleoque se concentrara por completo en ese claro del bosque y todo lo demás hubiera dejado de existir.
Ese sería el primer recuerdo de su aventura, el pequeño concierto con la elfa que dijo llamarse Arethusa. Se imaginó contándoselo a los demás cuando volviera a su casa hecha una guerrera de verdad. Un placer hasta ahora sin nombre le hizo querer ser parte de ese momento, no solo como observadora.
Cerró los ojos y suspiró. La melancolía tomó la forma de una canción en la lengua de su pueblo:
Tendría más sentido, porque era lo que sucedía con muchas de las tribus de bestias de Sandorai; no podían decir que tuvieran realmente un dios principal ni más importante, si no que la importancia y poder de ellos dependía de la influencia que fuera ganando la tribu en cuestión en determinados momentos, ascendiendo y cayendo juntos.
En Valquebriella la diosa más importante era Doruna, la diosa de la fuerza de la naturaleza y el amor a la tribu, que les había regalado unos de los artefactos más importantes de toda la historia conocida: la rueda y el escudo. Les contaba el viejo Carlaneru Cuentacuentos que Doruna, turbada de ver cómo las bestias sufrían con el trabajo diario, cada vez volviéndose más débiles por el esfuerzo inútil, siempre pendientes del cambiante humor de las relaciones de Calala y Delindenu (su hermano gemelo, que trajo invierno y gobierna los vientos en la tierra y la mar) decidió hablar con Yleoque, la diosa de la luz, para ver cómo podía ayudarles. Tras conversar juntas mucho tiempo, Yleoque le sugirió que podía usar un disco como el que ella tenía para iluminar el mundo y hacer crecer la vida. Doruna se lo dijo a las bestias para que tuvieran la idea de crear la rueda, que les permitía transportar todo lo que quisieran en grandes cantidades con la mitad del esfuerzo y tiempo. De la misma manera, tras ver la importancia de ese invento, decidió darle otros usos y les regaló también la idea del escudo.
Les dijo que se usarían incluso mucho después de que el mundo cambiara.
En ese mismo instante, cuando le iba a pedir a Arethusa más información sobre su tribu, de dónde venía y qué hacía en el país, una sombra de amargura y de pesar entrecortó su cantarina voz de elfa. Hablaba de aquellos tres dioses, Anar, Imbar y Isil. Y de su padre. Es un tema que no quiere mencionar con nosotros.
Todas las palabras tenían un significado concreto para cada situación, tanto en su lengua como en la de la elfa, y según lo que una quisiera decir, el mensaje sería tal o cual, pero la manera de pronunciarlas, su tono, su cadencia, siempre daban a entender más de lo que ellas mismas transmitían, y eso no se podía cambiar. Había algo que Ástyr podía oler entre las ramitas quemadas de las brasas agónizantes y hummus, en el mensaje de su aliento. Una memoria de desconsuelo, un dolor sordo, el de los recuerdos que arañan el estómago por dentro, sumergido en las mismas raíces de su ser.
Percibió la presencia de lágrimas y una pena venenosa tras sus enormes ojos. Ástyr pensaba en el color del agua de los lagos profundos de Fontargandi en los días grises, el segundo en el que se clavaban en el suelo.
Aunque la invadía la curiosidad, porque pocas veces se encontraba con viajantes del camino, y mucho menos con desconocidas tan interesantes y misteriosas como Arethusa, comprendió que no se había ganado el derecho a ser parte de las confidencias de la elfa. ¿Cómo es posible que hubiera algo tan doloroso dentro de ella que hasta ese momento estaba llena de gozo? Se mordió la lengua para no preguntarle y fingió no percatarse de su tristeza al otro lado de la pequeña línea de humo gris que se arremolinaba entre ellas.
Sin apenas darse cuenta, cuando volvió a mirar para ella, vio otro de sus cambios de humor. Parecía totalmente recompuesta, como si nada, volviendo a sonreir y moverse con la gracia de los elfos del bosque y simpatía en la voz.
Ástyr dejó escapar un suspiro cuando Arethusa agradeció a los dioses no haberla llevado con ellos por culpa de una seta mal tragada.
—¡Eh! No tienes por qué recordarles su piedad con las setas…—, dijo Ástyr dejando escapar una carcajada—. Pero ¡no sabía que hicieras música! Eres una caja de sorpresas, señora Arethusa.
Ayfe apartó la capucha de la cara cuando escuchó las notas de la cuerda frotada tocadas al aire. Atraída por la situación, se incorporó hincando el codo izquierdo en suelo y, frunciendo el ceño para proteger sus ojos somnolientos de la luz directa, la vio dar vueltas a las clavijas del instrumento. En cuanto Gáleros se dio cuenta de ello, le hizo un gesto a la elfa con la cabeza para que se uniese a él, y tocó los acordes base, esperando que adivinara el tono y las escalas sobre las que jugar. Ella lo siguió como si fuera la cosa más natural del mundo.
Apenas pensó. Tanta era la naturalidad con la que lo hacía que parecía hasta fácil, como si el violín fuese una extensión más de su cuerpo y solo necesitara un poco de voluntad para que cantase.
Ástyr la miró sin pestañear. Se movía con la música, como si la escala se hubiera convertido en una fuerza física que la meciera, respirándole el cuerpo sobre un pentagrama invisible en el que ella decidía que notas sonar y qué silencios enfatizar. Ahora más que nunca apreciaba lo excepcional que era la elfa. Muy poca gente le produjo nunca ese tipo de fascinación. Por la manera de hablar el dialecto de la lengua vulgar de los extraños, que Ástyr podía entender bastante bien, dedujo que era de Sandorai, aunque no descubría la zona. A los elfos les suele pasar, su ciclo vital es tan largo que sus acentos y maneras de hablar se alteran según en qué sitios se asienten.
Los rayos de luz se reflejaban en la tabla armónica del violín y resplandecía como si la madera hubiera sido pulida en plata con cada movimiento de baile.
Al lado, sentada, Ayfe comenzó a llevar el compás dándose palmadas suaves y sonoras en el muslo y el pecho mientras se movía de manera acompasada. Una brisa cálida, impropia del invierno, sopló por el claro del bosque y las hojas de los árboles murmuraron en un intento de hacer lo mismo. Vivas pero distintas. Aunque a los árboles no les gustaban los extraños ni, en general, ninguna criatura que se moviese libremente por el suelo, pisando la hierba y haciendo el suelo duro y pedregoso, esa brisa parecía un regalo suyo.
Arethusa señaló a Ástyr acompañándose de la música para que se animara a bailar. Mientras lo hacía, no pudo evitar pensar en que si se le ocurría moverse después de comer tal cantidad de setas, explotaría. Y también, en la atmósfera que se había creado de repente en el claro. Cada bocanada de aire la hizo más consciente del paso del tiempo. Hacía semanas que habían salido de Valquebriella y, se dijo, este era el primer recuerdo de verdad del camino. Un recuerdo que se había generado aparte de la tribu y del que solo serían partícipes cuatro personas en el mundo. Nosotras. Con un suspiro agridulce entendió que una etapa de su vida se había acabado para siempre y nada podría hacer ya para revivirla, salvo en sus recuerdos. Sin embargo, algo nuevo despertaba en su corazón, algo que nadie sabría jamás, tal vez ni Gáleros ni Ayfe. Como si la rueda de Yleoque se concentrara por completo en ese claro del bosque y todo lo demás hubiera dejado de existir.
Ese sería el primer recuerdo de su aventura, el pequeño concierto con la elfa que dijo llamarse Arethusa. Se imaginó contándoselo a los demás cuando volviera a su casa hecha una guerrera de verdad. Un placer hasta ahora sin nombre le hizo querer ser parte de ese momento, no solo como observadora.
Cerró los ojos y suspiró. La melancolía tomó la forma de una canción en la lengua de su pueblo:
Ra-mylhin yentz lhitū wilabocīre
lhufū dūker
Heti ra-mylhin yentz lhufū yromere yon
udei lhȳq yromon
lhufū dūker
Heti ra-mylhin yentz lhufū yromere yon
udei lhȳq yromon
La voz clara se elevaba sobre todo lo demás, imposible de diferenciar con la brisa de los árboles, aunque más fría, como una evocación del tiempo en que las bestias de Valquebriella aún no habían bajado de las tierras del norte de Aerandir, y las canciones que contaban su historia estaban hechas de piedras que no se conocen en el bosque.
Solo un hechizo --porque la magia real nació de la música--, podía explicar ese momento, hasta que volvieron al silencio, por alguna clase de extraño conjuro, a la vez.
El mundo parecía diferente, o quizás los ojos que lo miraban cuando se volvieron a abrir.
Solo un hechizo --porque la magia real nació de la música--, podía explicar ese momento, hasta que volvieron al silencio, por alguna clase de extraño conjuro, a la vez.
El mundo parecía diferente, o quizás los ojos que lo miraban cuando se volvieron a abrir.
Última edición por Ástyr el Mar Jul 25 2017, 19:05, editado 1 vez
Ástyr
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
Mientras baila, recuerda lo que pensó hace escasos minutos, cuando vio por primera vez al grupo de hombres bestias delante de ella y la mentirosa Lullaby. “Son como espectros”. Imaginó que sus rostros estaban ocultos por una ligera sombra fruto de las incontables aventuras que los felinos habían tenido. No debían de ser pocas pues en Sandorai no se le permitía la entrada a ninguna clase de extranjeros. Si Ástyr y los demás han conseguido colarse en los bosques de los elfos y hacer una hoguera con las ramas de los sagrados árboles debe de ser porque son aventureros expertos. Ahora, Arethusa, puede ver el rostro de los hombres gatos y los sabe diferenciar. Sus nombres son: Ástyr, Ayfe y Gáleros. Sin embargo, la primera vez que los vio les pareció todos iguales. Como si fueran estatuas de cera cuyos rostros fueron esculpidos bajo un mismo molde o como si fueran fantasmas que se ocultaban en una leve sombra para que nadie les pudiera ver. La segunda comparación es aterradora; en el momento en el que la elfa se la imaginó sintió miedo y curiosidad por partes iguales. ¿Qué historias traían los fantasmas? ¿Serían crueles con ella? ¿Le harían daño o contarían cuentos alrededor de la hoguera? Ni una cosa ni la otra. El final, que Arethusa de hace unos minutos no hubiera creído, fue mucho mejor que cualquier historia. ¡Están bailando y cantando! Para la pequeña elfa es un sueño del que no se quiere despertar. Nadie, en toda la aldea, podría fanfarronear de haber cantado y bailado con los espectros; nadie a excepción de Arethusa que, en cuanto volviera a su casa, le contará a su hermana mayor sus aventuras con los hombres felinos.
¿Será capaz de repetir la canción de Ástyr en su propia lengua? Arethusa no comprende que dice la canción, es un idioma extraño el cual jamás ha oído. Las cosas extrañas atraen a la elfa. A medida que Ástyr sigue cantando, Arethusa mueve los labios y la lengua igual que lo hace la gata. No pronuncia sonido alguno, simplemente, desea aprender la forma con la que se debe cantar en el idioma de la tribu de Ástyr y los demás. Horas después de la aventura, Eámanë escuchará a Arethusa una mala imitación de la canción de Ástyr. La elfa pondría todo su empeño por hacer que la canción resultase perfecta, pero sería inútil. Aun así, Eámanë aplaudirá y se reirá como hacen las hermanas.
Finaliza el baile. Arethusa se siente extasiada y exhausta. Por un lado siente que tiene la fuerza necesaria para levantar una montaña; por el otro, está tan cansada que es incapaz de sostenerse a sí misma. Cae al suelo rendida de forma que sus piernas se cruzan invertidas. Su pierna izquierda señala el Norte y la derecha el Sur. Suelta un resoplido de cansancio con el que levanta un mechón de pelo de su frente.
-¡Ah, estoy agotada!- dice riendo.- No sabía que los hombres gatos cantaseis tan bien- mira a los grandes y brillantes ojos de Ástyr (son preciosos). -¿Qué quería decir? Me refiero a la canción. Hablabas en un idioma raro y no entendí que significaba-.
Un sentimiento le inunda la cabeza y se acomoda en su corazón, algo que nunca antes ha tenido la necesidad de sentir. Lo extraño lo atrae y, al mirar directamente los ojos de la felina se da cuenta lo extraña que resulta para ella y mucho que quiere saber sobre su vida. Cree que es un sentimiento similar al amor que cuentan las canciones. Dos amantes tienen la necesidad de besarse. Para ellos es tan vital como beber y comer. Si están lejos, se echan de menos; y si están cerca, dejan que sus bocas hablen por ellos. Arethusa siente una necesidad similar. No quiere besar a Ástyr (aunque no le importaría), pero la necesita como si fuera su amante. Necesita sus historias, sus canciones y sus aventuras. Es una amante cuyos besos los lleva la música que comparten.
-¡Cuéntame más!- dice con la fuerza necesaria para mover una montaña y sin importar que esté tan cansada que no puede levantarse del suelo- Quiero saber todo lo que tenga que ver con vosotros. ¿Por qué estáis aquí? Quiero saberlo. Por favor, dímelo. Prometo no decírselo a nadie. Sé que está prohibido que los que no sean elfos viajen por aquí, pero yo no se lo diré a nadie. Puedes confiar en mí…- mira al resto del grupo de gatos- podéis confiar en mí. Dije que quería ir con vosotros y vivir la aventura que os ha traído a Sandoria. Para eso tengo que conocerla- guiñó un ojo a Gáleros y enseñó la lengua a Ayfe- y tengo que conoceros-.
¿Será capaz de repetir la canción de Ástyr en su propia lengua? Arethusa no comprende que dice la canción, es un idioma extraño el cual jamás ha oído. Las cosas extrañas atraen a la elfa. A medida que Ástyr sigue cantando, Arethusa mueve los labios y la lengua igual que lo hace la gata. No pronuncia sonido alguno, simplemente, desea aprender la forma con la que se debe cantar en el idioma de la tribu de Ástyr y los demás. Horas después de la aventura, Eámanë escuchará a Arethusa una mala imitación de la canción de Ástyr. La elfa pondría todo su empeño por hacer que la canción resultase perfecta, pero sería inútil. Aun así, Eámanë aplaudirá y se reirá como hacen las hermanas.
Finaliza el baile. Arethusa se siente extasiada y exhausta. Por un lado siente que tiene la fuerza necesaria para levantar una montaña; por el otro, está tan cansada que es incapaz de sostenerse a sí misma. Cae al suelo rendida de forma que sus piernas se cruzan invertidas. Su pierna izquierda señala el Norte y la derecha el Sur. Suelta un resoplido de cansancio con el que levanta un mechón de pelo de su frente.
-¡Ah, estoy agotada!- dice riendo.- No sabía que los hombres gatos cantaseis tan bien- mira a los grandes y brillantes ojos de Ástyr (son preciosos). -¿Qué quería decir? Me refiero a la canción. Hablabas en un idioma raro y no entendí que significaba-.
Un sentimiento le inunda la cabeza y se acomoda en su corazón, algo que nunca antes ha tenido la necesidad de sentir. Lo extraño lo atrae y, al mirar directamente los ojos de la felina se da cuenta lo extraña que resulta para ella y mucho que quiere saber sobre su vida. Cree que es un sentimiento similar al amor que cuentan las canciones. Dos amantes tienen la necesidad de besarse. Para ellos es tan vital como beber y comer. Si están lejos, se echan de menos; y si están cerca, dejan que sus bocas hablen por ellos. Arethusa siente una necesidad similar. No quiere besar a Ástyr (aunque no le importaría), pero la necesita como si fuera su amante. Necesita sus historias, sus canciones y sus aventuras. Es una amante cuyos besos los lleva la música que comparten.
-¡Cuéntame más!- dice con la fuerza necesaria para mover una montaña y sin importar que esté tan cansada que no puede levantarse del suelo- Quiero saber todo lo que tenga que ver con vosotros. ¿Por qué estáis aquí? Quiero saberlo. Por favor, dímelo. Prometo no decírselo a nadie. Sé que está prohibido que los que no sean elfos viajen por aquí, pero yo no se lo diré a nadie. Puedes confiar en mí…- mira al resto del grupo de gatos- podéis confiar en mí. Dije que quería ir con vosotros y vivir la aventura que os ha traído a Sandoria. Para eso tengo que conocerla- guiñó un ojo a Gáleros y enseñó la lengua a Ayfe- y tengo que conoceros-.
Arethusa Lein
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Re: Cosas que hacer hoy [Interpretativo] [Libre]
- Ambientación:
ÁSTYR
La elfa Arethusa se revolvía en el suelo, resoplando entre la hierba tras su maravilloso baile. Danzaba tan bien y al son, que si manejaba la espada con la misma coordinación sería invencible. Seguramente Calala, si nos miraba, estaría complacida.
“Y qué rara es”, se dijo Ástyr viendo el compás de su respiración haciendo subir y bajar su barriguita entre las briznas de hierba. Parecía una niña, pero los elfos tienen una edad engañosa, aunque parezcan niños podrían ser incluso más viejos que su padre, Nerva, o el maestro de armas Dérrico de las Combadas, y los dos ya eran muy viejos, ¡tenían como 30 años! Aunque Carlaneru Cuentacuentos lo era más. Nadie sabía su edad real desde que él mismo dejó de contarla cuando llegó a los 40. Y eso fue hace muchísimos años, antes de Ástyr nacer. Ni Asdarte, su madre, ni los druidas de Valquebriella debían conocer la edad del viejo Carlaneru Cuentacuentos, pero se sabía más canciones de las que era posible aprender en una vida. Además, su cara era diferente a la de la elfa, porque ella parecía una niña y no había rastro de pliegues.
Mientras se desentumecía tarareando la canción que Ástyr acababa de cantar, esta intentó adivinar su edad. Quizá tuviera cincuenta años. O quizá fuera más vieja que Carlaneru. “¡Y yo la llamé Ary!” Lo más apropiado sería llamarla señora Arethusa. O doña Arethusa. Laylah, su hermana mayor, decía que los elfos nunca llegan a aparentar su edad en el rostro como hacen los hombres bestias, así que lo mejor es llamarlos por el nombre que te digan al principio hasta que los conozcas, y así evitas su enfado, porque son muy orgullosos y arrogantes. Pero doña Arethusa no parecía ni una cosa ni la otra. ¿Sería una elfa o un trasgo disfrazado de elfa? Los trasgos eran pequeños como ella, y muy juguetones. Decían que, para divertirse, escondían las cosas a los demás, y les gustaba reir y bailar y comer. “Debe ser un trasgo, sí”, sospechó Ástyr.
No dejaba de pensar en lo familiar que le resultaba la señora Arethusa. Hay gente que tiene esa habilidad, y más cuando danzas y ríes con ellos. Así comenzaban los hermanamientos con extraños.
Según decían los viejos sabios de las tribus, había tres cosas que servían para crear lazos de amistad de por vida con otras personas por muy diferentes que fueran. La primera era el amor, la segunda era el alcohol y, la tercera, una mezcla de las dos, la música. A todo el mundo le gustan las tres, y normalmente siempre aparecen juntas, da igual el orden: Los que se quieren, se cantan y beben juntos, y los que beben juntos, se quieren y cantan, y los que cantan juntos, beben juntos y se quieren. ¿Quién podía negarlo? Nadie. Todo el mundo lo sabe. No hay tribu que no cante. Son los bardos los que nos cuentan la historia de lo que sucedió hace miles de años, los que nos traen la historia de nuestro pueblo para que no se pierda desde los primeros días en el norte, cuando nuestros linajes surgieron en las cimas de Lundû Tzen-Zuerxittû y la primera alpha, Uleya, aulló por primera vez a la luna: Estaba sola porque era una, y como dicen los druidas al entonar las plegarias, “cuando se es una, se es ninguna”.
La luna le preguntó a Uleya qué le pasaba, pero como no sabía hablar, aulló una canción de lamento tan triste que provocó una lluvia de estrellas. Las lágrimas de la luna iluminaron el cielo del norte en plena noche de tal manera que los dioses pensaron que el mundo ardía. Al llegar Yleoque, diosa de la luz, intentó apagarla, sin embargo, el deseo disparó una flecha con tal fuerza que día y noche se confundieron en una violenta explosión que azotó la tierra.
Al final, Penti surgió, y la vida fueron dos. Se encontraron, se miraron y el llanto se confundió con la risa, porque les daba risa al verse, y también al tocarse.
Lágrimas que la canción de Uleya provocó en la luna y las estrellas aún pueden verse hoy en el cielo del norte. Ástyr lo sabía, todos lo decían, incluso había visto los trazos verdes sobre la roca azulada de los druidas y los artistas, pero no en Sandorái. No en el Valle de Valquebriella. Aún así, a estos elfos parecía que también les gustaba reir y beber y cantar. Muchos clanes del pueblo silvano venían invitados cuando se celebraban las festividades para los banquetes. Casi todos hermanados por lazos de amistad o de hospitalidad con los hombres bestias, y cuando se reencontraban con los hermanados, bebían de la misma copa tras un abrazo tan largo que era como si se estuvieran queriendo. Aunque no lo hacían en realidad, porque los elfos solo se quieren cuando están solos en los cuartos o en los claros. Eran raros, pero había que respetar sus costumbres igual que ellos las nuestras.
Como aquel bardo y su amante aprendiz elfo.
Se rió al recordarlo otra vez, y al descubrir que doña Arethusa era una de esas personas que no era común encontrar por el camino.
Y no de los otros.
––¿Eh? ¿la canción, dices?... ¿Quieres saber qué dice?––, preguntó Ástyr algo incrédula––. Pues… es solo un trozo pequeño de una mucho más larga, pero ahora me siento incapaz de cantarla entera de lo fatigada que estoy, jajaja. Si no, ¡te la cantaría!––. ¡Otra vez! Trátala de usted, que debe ser muy vieja!...–– Es muy antigua. Mi pueblo siempre la cantó. Se llama La caída de la Ciudad Antigua. Nosotros vivíamos allí, ¿sabes? Bueno, no nosotros, sino mi gente, los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos, hace mil generaciones. Muy lejos de aquí, en el norte––. ¡Ojalá estuviera Carlaneru Cuentacuentos aquí para cantársela entera! ¡Seguro que se acordaba mejor que Ástyr sin ningún esfuerzo!–– Habla de cómo las sombras la invadieron y destruyeron, y de la heróica resistencia de los héroes.
»¿Quieres que te la traduzca esa parte? Puedo intentar cantarla, aunque no sé cómo sonará en la lengua común de los hombres. Déjame pensar... A ver… “Lhitū” en nuestra lengua, significa vida, y “lhufū”, amor. “Mylhin” es, no sé cómo traducirlo, ¿bonito? Mmm… creo que mejor es dulce. Sí, aquí encaja mejor así. ¡Allá voy!
Gáleros dio la entrada con la melodía de su flauta de hueso y Ástyr cantó en la lengua común:
Repitió esa estrofa una vez, dos, tres veces, variando la prosodia para hacer caer los acentos originales en las sílabas de la lengua de los hombres. Al final se entendía, aunque cambió (un poco) la melodía original.
––¿Os gustó cómo quedó?––, preguntó Ástyr, entornando la cabeza y pasándose la mano por la nuca frunciendo el ceño.
––Bueno, yo creo que, para ser justos, lo que mejor quedó fue mi melodía––, respondió Gáleros haciéndole burla.
––¡Tú calla o te capo!
(Afortunadamente no llegaron a tanto)
––Adoro esos versos, ¿tú no, Arethusa?––, dijo Ayfe masticando una brizna de hierba, mirándola––. Habla de Gaunesyr, que luchó en aquella guerra. De los mejores bestias que existió en la historia, ¿no lo conoces? A mí me gustaría ser como él––, decía recostada con un codo en la tierra––. Tras batirse en retirada de La Antigua, guió a los supervivientes hacia el sur, pero lo emboscaron en un paso derruido en unas hondonadas los monstruos del enemigo, uno que había matado a uno de los grandes alphas de antaño––. Se sacó la brizna de hierba de la boca y entrecerró los ojos para recordar su nombres––. Mmm… no me acuerdo de cómo se llamaba. Pero bueno, el caso es que los entretuvo el tiempo suficiente para que huyeran, pero él se quedó ¡y lucho hasta el final! ¿Sabías eso? Mató al monstruo, pero él también murió porque La Ciudad Antigua se hundió en el mar. ¡Qué valiente! ¿Te lo imaginas? Doruna estaría orgullosa de él por dar su vida por la tribu. Si él hubiera fallado no estaríamos aquí comiendo setas.
Como por una evocación furtiva, Ástyr comenzó a sentir una extraña añoranza por las ancestrales tierras de las bestias en el norte. Algún día iría al norte de Aerandir ––¿sería este el momento?––, para visitar el hogar de los hombres bestia que descendían de Uleya y Penti. Lo que sentiría no se atrevía a decirlo: ¿sería mágico o ni siquiera sentiría nada? Bien es cierto que cada vez que escuchaba las canciones de antiguo de Carlaneru Cuentacuentos y de muchos otros bardos bestia, o incluso los rezos de los druidas de la manada, sentía una nostalgia extraña que le oprimía por dentro, como si las notas se convirtieran en garras que estrujaran el alma, como si comprendiera el aullido de Uleya o la causa de Gaunesyr para sacrificarse.
¿De dónde venía eso? Ni siquiera conocía el lugar, había sido destruido hacía mil generaciones y ahora estaba debajo del mar, donde solo Mera, la diosa del mar, parecía poder ir. Solo tenía noticias de él por canciones y por historias ¿Cómo se puede añorar eso? Sandorái era su hogar, porque nació entre los lagos y las fuentes de Fontargandi, y habitaron en Valquebriella desde que la tribu se asentó y todos vivieron en paz con los elfos tras las Guerras Silvanas. Hacía siglos de aquello. Pero quizá fuera esa la respuesta, porque el bosque era de los elfos, no de ellos. Esa melancolía desconocida podría ser el fantasma de la ausencia de su hogar, la pesadumbre del plomo que llegaba a ella a través de los recuerdos de sus antepasados guardados en la sangre de sus venas. Y ahora que ella estaba emprendiendo un viaje como rito de madurez, su sangre le trae los recuerdos de la Gran Marcha al Sur de las Bestias.
Tal vez los viejos espíritus le querían decir algo ocultándose en la música que había sobrevivido a la destrucción de La Ciudad Antigua y la Gran Marcha al Sur. Las mismas que comenzaron a cantar los héroes y heroínas antiguos. Quizá no era casualidad ese sentimiento, ni sentir el abrazo de la fuerza oculta en aquellos versos, en aquellas historias y en lo que decían, por encima de cualquier prejuicio. Los druidas usaban una palabra cuando hablaban de ellas, y que guardaban el aliento telúrico de la manada. Sonaba bien. Las canciones de la manada no tenían autor, pertenecían a todos y todas las que lo cantaron y seguían cantando a través de los siglos, de boca en boca, de lágrima en lágrima hasta que la primera voz dejaba de existir. Lo que no es importante siempre se deshecha. Una piedra amorfa toma una forma perfecta, cuando el tiempo y el agua la moldeadan. La desnudan. Nuestra esencia. Podemos entrar en las almas y los corazones que le dieron vida, y oir lo que tantos otros oyeron sin que haya nada de más ni de menos. Nuestro pensamiento. Lo que somos. Una manada que trasciende el tiempo y el espacio.
¿Querían decir que podría conocer a las alphas de los tiempos antiguos? Los druidas nunca decían sí o no, y costaba entenderlos como a los poetas y a los bardos, pero ellos interpretan lo que dicen los dioses, no pueden hacer más.
De todas maneras, Ástyr seguía sin dar una respuesta clara al porqué de esa fijación. Aún recordaba partes de los sueños en los que aquellas tierras… la llamaban, pero no existían ya, y lo poco que no se le olvidó era un sin sentido, como todos los sueños. Pero había algo en aquellos. Algo con lo que, al crecer, jamás volvió a soñar. El qué, ni idea, porque los dioses son dioses, y los antiguos alpha solo eran espíritus, y su voz se perdía en el océano del tiempo. Solo los ecos llegaban (tal vez ni hablasen conmigo) como fogonazos de imágenes borrosas y voces acromáticas surgidas de alguna parte de su memoria de manada, que decían que aquel lugar era importante para ella. Los viejos decían que existían sueños normales, y otros que llamaban prescientes, en los que se veían el pasado después de que sucediera y el futuro antes de que llegara. Igual que los de los visionarios de las tribus, escogidos por los dioses para transmitir sus palabras a los druidas. Aunque a Ástyr le vinieron sin estar en trances rituales ni por las propiedades mágicas de las hierbas. Pasaba, simplemente. Como todos los sueños.
Ningún sabio anciano ni ningún druida interpretó los suyos nunca. No tenían tampoco mucha importancia, porque, ¿quién era? Una cachorra. Los cachorros no tenían sueños prescientes, sino que eran los espíritus Vúntidûe, los Bondadosos, que les hacían tener visiones y sueños agradables, pero también los había mezquinos, que les hacían tener pesadillas. Eso lo sabía todo el mundo. Fue Nerva de Rutemer, padre de Ástyr, el que se lo contó cuando le habló de sus sueños.
“Los sueños nos dicen muchas cosas que tenemos que tener encuenta, sobre todo algo que queremos o deseamos mucho. Y me alegra que sueñes mucho con el norte. Eso es bueno. Todos lo hacemos, era nuestra tierra. Los Vúntidûe, cuando están de buenas, nos colman con visiones hermosas y agradables; a veces yo sueño con tus abuelos, mis padres, o con antiguos amigos de otros países que hace tiempo que no veo. O con mi antiguo hogar a orillas del Tymer. También sueño contigo, cuando naciste, y con Myru y Laylah, y con Asdarte. Si están de malas, pues te están avisando de que hay algo que no estás haciendo bien, o quizá que hiciste alguna trastada, como no obedecerme a mí o a los mayores de la tribu. Yo solía soñar con que se me caían los colmillos. ¡Qué desgracia!”
“¡Yo también soñé con eso muchas… alguna vez!”
»“¿Me estás confesando que te portas mal?” No la riñó de verdad, porque la regañaba entre carcajadas. “Con las viejas tierras del norte, muchas veces también soñé yo, aunque se me parecía mucho a Valquebriella o a sitios que visité en mis viajes. Y como tú siempre le pides las mismas historias al viejo Carlaneru, igual es por eso… ¡te vamos a llamar a ti Cuentacuentos! Pero hay muchas más historias después de La Gran Marcha al Sur. Cuando te hagas mayor y sepamos seguro que no son los Vúntidûe los que te hacen tener sueños sobre el norte, hablaremos con los druidas. Porque… ¿no robarías ninguna de las plantas mágicas de los rituales de los Visionarios, ¿verdad?”
Le dijo que no; los templos de los druidas estaban demasiado bien vigilados…
Así que Ástyr le creyó. Su padre no tenía por qué mentirle. En su mirada encontró la tranquilidad que buscaba, mucho más que tranquilidad. Era una sonrisa que la invitaba a cerrar los ojos, sin miedo a la oscuridad. Comprensiva, de esas que te aseguran que todo saldrá bien. Nadie tenía la sonrisa de su padre. Nadie más tenía una igual. O ella no la vió. Se ofrecía al mundo entero por la gracia de los dioses para luego concentrarse en ella, y solo en ella. Con una terrible inclinación a mostrarse arrolladoramente a su favor. Comprendiéndola hasta donde ella necesitaba que la comprendieran, creyendo en ella como a ella le gustaría creer en sí misma. Que la protegería.
Con el tiempo, los sueños que no se borraban al amanecer desaparecieron.
Aquel norte al que viajó no se sentía como tal más.
Sin embargo, muy de vez en cuando, ahí estaba. No siempre, ni de manera frecuente. Casi invisible. Un suspiro en un huracán. Pero ahí. No podía explicar cómo, ella sólo lo sabía.
Y entonces escuchó a aquellos hombres bestia en las ruinas de Mytruria la noche antes de la partida, y al otro… no era de su especie, ni sabría decir a cuál pertenecía. Su voz no era de este mundo, era de oscuridad y tinieblas. Ástyr únicamente vio una gruesa toga oscura que le tapaba toda la cara y el cuerpo, escarlata bajo el centelleo titilante de las antorchas. La luz incandescente evitaba su cara, haciendo la llama temblar y desvanecerse. Envolvía desesperanza. En cambio, la negrura se extendía al mismo tiempo que el frío.
Todas las dudas se convirtieron en certezas aquella noche. Y todas las certezas venían acompañadas de temor.
Hablaban de hielo y de fuego, de viajar a sitios lejanos y el lamento de Uleya. ¡El norte que ella veía! ¿Qué podría ser si no? El Lago de Hielo y el monte de fuego… Eran sus nombres en clave, claro, los cachorros lo hacían siempre. Además, había otra cosa que les preocupaba: Ella. El corazón le estalló en el pecho.
“Me preocupan demasiado sus sueños”, roncó la sombra escarlata, “ve cosas que no debería ver. Temo que incluso… vea este lugar ahora…”
“Suceden muchas cosas ahora”, dijo otro, “demasiada confusión y excitación para que una visión pueda ser clara.”
“No clara, pero sí intensa”, apuntó la sombra escarlata. “Una imagen corta pero nítida y potente puede ser más peligrosa como la más afilada de las espadas.”
“Todo está listo, a su vuelta del viaje ese poder…”, La voz del otro era arrogante, engreída.
“… volverá a mis manos”, sentenció la sombra de la capa escarlata.
Volverá a mis manos. Todo está listo.
Sentía punzadas de dolor despedazarle los nervios, mantos de terror escaldarle la piel con caricias gélidas. Quería salir corriendo, pero sus piernas no le obedecieron. Cualquier movimiento podría partírselas. O el cuello. Quería ir con su padre y con su madre, decirles que la querían matar.
Te equivocabas, papá. No eran los Vúntidûe.
La sombra de la capa escarlata conocía sus sueños sobre las tierras ancestrales y cómo se habían reavivado con la cercanía del viaje. Al otro sí lo pudo ver… el hombre que le ayudaba era el padre del chico bestia Lank de Cofel, y el más importante de los cincuenta miembros de Navaliella en el Concilio de las Quinientas Bestias de Sandorái. Leyden de Kastal. ¿Qué hacía él padre del chico al que la iban a prometer en volviendo del Viaje del Juicio allí? Nunca le había hecho nada, ¡si era la primera vez que le veía! Quizá no quería que se prometeria a su hijo y por eso habían decidido matarla. Ni su padre ni su madre, ni siquiera sus hermanos sabían que se había enterado de ese compromiso. Y si pensaban que se iba a quedar quieta esperando que la entregaran a unos desconocidos para matarla, estaban muy equivocados.
¿Cómo habían conseguido engañar a Asdarte y a Nerva? ¿Y a Myru y a Laylah? ¿A Dérrico de las Combadas, su maestro? ¡A todos! Ellos nunca dejarían que le pasara nada malo a nadie de la tribu. Engaños y mentiras. Ástyr era una cachorra y Leyden de Kastal uno de los señores más importantes de las Diez Tribus Bestias de Sandorái. Durante la espantosa Rebelión de los Hijos de la Furia que diezmó Sandorái no perdió una sola batalla, y forzó el final de la guerra cuando arrinconó a los elfos y bestias rebeldes en los Acantilados de la Tormenta con la mitad de guerreros que las fuerzas enemigas.
Conocía la canción que rememoraba la victoria sobre los Hijos de la Furia mejor que ninguna otra. Su padre y su madre salían en ella. Fue la última ofensiva de toda la guerra, Las huestes de Leyden de Kastal estaban en minoría en una maniobra desesperada, pero eran las únicas que podrían ser suficientes para aniquilar a los Hijos de la Furia.
La batalla había empezado mal para los aliados y los elfos y bestias rebeldes que querían tomar el control de los clanes y las tribus estaban masacrándolos. Los guerreros de Leyden de Kastal aguantaban ferozmente la posición en aquel día de invierno. A los enemigos les costaba hacerles retroceder, pero hubo bajas amargas que aún se cantan. El primogénito de Leyden, Layne El Trueno Ámbar, murió cuando una piedra le golpeó en la cabeza justo en el momento en el que se batía con Ádalstyr, una bestia traidora de Valquebriella. Los dos estaban bendecidos por los dioses en las artes de la guerra y, como dice la canción, todos los guerreros que presenciaron se detuvieron a contemplarla. Nadie sabe quién lanzó la piedra, pero Layne cayó al suelo y, cuando intentaba levantarse, aturdido, Ádalstyr le rebanó el pescuezo.
Eso hizo que pensara que había ganado la guerra, porque Layne era el más grande guerrero de aquellas tropas. Motivados tras su decapitación, atacaron con aún más fuerza al último ejército aliado, al de Leyden… pero entonces sonaron los cuernos de batalla de Valquebriella. ¡Los señores de Lundû Talin tzen-Gindan llegan a la batalla!, dice la canción.
Habían estado buscando al traidor de Ádalstyr y por fin lo encontraron. Los guerreros de Valquebriella eran pocos (muchos habían muerto en las batallas anteriores) pero ahora estaban más frescos y dispuestos a todo. Hicieron retroceder a todos los enemigos bajo las lanzas y las espadas. Sin piedad. Llamaban al traidor por el nombre: Mil gargantas tronaban ¡Ádalstyr! ¡Ádalstyr! Retumbaban sus gritos de tal manera entre los montes que los enemigos pensaron que eran miles y miles Él, Ádalstyr,, aterrorizado, huyó, pero Asdarte le dio caza y le mató. La guerra terminó allí. Y Asdarte de Valquebriella le entregó a Leyden de Kastal la cabeza de Ádalstyr, el asesino de Layne, su primogénito. Uniendo ambas tribus, Valquebriella y Navaliella con lazos de amistad eterna.
Juraron unir la sangre de Asdarte y Nerva con la de Leyden, pero como su único hijo había muerto, no fue hasta que nacieron Lank y Ástyr que el enlace pudo forjarse para cumplir la promesa y el deseo.
Aún hoy, al escuchar sobre aquella batalla, los elfos lloraban y las bestias se estremecían.
Los enemigos que no murieron en combate tuvieron que rendirse. Tras eso, se les concedió, en sacrificio, las vidas de los generales y los guerreros enemigos más valientes.
Todo aquello, en buena parte, era de Leyden (y de sus padres). Era bonito saber que tu nacimiento estaba anunciado por una canción, pero ¿qué le ofreció ella a ningún dios? No había matado a nadie, quizá por eso no la escuchaban cuando le pedía ser más fuerte. Quizás por eso ni sabía que Ástyr existía.
La impotencia de saber que el hombre que quería matarla era un héroe era insoportable, pero debía aguantarlo Si no, ¿añadirían otra estrofa contando la traición de Leyden a Nerva y Asdarte? ¿Terminaría con la muerte de Ástyr? O peor… ¿la cantarían bien? ¿Y si la ponían a ella como la mala? Leyden era un héroe…
Seguro que llevaba años organizándolo con otros. Era imposible que estuviera solo en esto siendo un señor bestia tan influyente. Si se lo confesaba a su tribu no dudarían en declararle la guerra a Leyden de Kastal y a Navaliella, aunque tuvieran lazos de amistad o lo denunciaran ante los druidas, las asambleas y los dioses. ¡Debían condenralos por romper ese pacto sagrado! ¿Por qué no lo hacía Doruna si es la diosa del amor a la tribu? ¿Estarían esperando que le acusara? No lo creía. Él podría negarlo todo, seguro que le creerían. ¡Es un héroe! La palabra de un gran señor vale mucho más que la de una cachorra recién salida de la manadina que ni siquiera existía cuando él salvó a las tribus de Sandorái de la desparición. Se reirían de ella por tonta si se le ocurría insinuarlo. Aparte, ¿matar a una cachorra para robarle sus sueños prescientes? Ni siquiera podría explicar cómo se hacía, ¿le comería el corazón después de sacárselo con un cuchillo? Los antiguos alphas se comían los corazones de sus rivales para hacerse con sus virtudes, pero ya no se hacía. ¡Estaba prohibido! ¿Cómo lo demostraría? No podía, ni aunque Asdarte y Nerva la creyeran. Y si había guerra… ¡no! No podía permitir que hicieran daño a su tribu.
Y, luego, estaba su hijo, Lank de Cofer, que mató en combate singular a Valarín de Dyón, la Bestia Audaz, en duelo judicial, después de que le acusara de haber seducido a su propia esposa. Un extranjero de otra tribu hacer eso... y con dieciséis años, ¡antes de ser un hombre! Las leyes lo penaban, pero los dioses le dieron la razón… y mató a Valarín, dos veces más grande que él y curtido en batalla. Los dioses son caprichosos. Ya se lo había dicho su madre cuando le regaló su espada. No podía fiarse de ellos tan fácilmente. Los dioses aman a los guerreros, por eso parece que les consienten más.
Quizá haya algo que le pueda dar a Doruna. Quizá haya algo que le muestre cómo soy de verdad y que merezco su protección.
A pesar de ser su prometido, Ástyr de Fontargandi había visto a Lank de Cofel por primera vez cuando las tribus que iban a despedir a sus cachorros para comenzar el Viaje del Juicio se reunieron en el Templo del Archidruida de las bestias de Sandorái para dar comienzo al rito. Venía con los representantes de Navaliella, con ropas de gala encima de un caballo blanco. Sus cabellos eran ámbar, anaranjados, rubios como si la propia Yleoque los hubiera tejido de rayos de sol. Delgado, fuerte, alto, guapo, con ojos que… qué ojos… de un azul que variaba con la luz, a veces turquesa, otras cian, otras lavanda o aguamarina. Cuando le vio por primera vez, sabiendo que querían prometerle con él, le pareció un sueño. ¡Pero si había bardos que cantaban su romance con la esposa de Valarín! Aunque nunca lo hacían delante de él ni de su tribu.
Un guerrero sin miedo. Un guerrero que podría tener lo que quería… y ella iba a tenerle a él y él a ella. Y cuando viniera a cortejarla, ella combatiría con él. Si la derrotaba, tendría que desposarla. Y si lo derrotaba a él… lo imaginó muchas veces, aunque fuera imposible. ¿Le gustaría más? ¡Seguro! Intentaría sorprenderla en su próximo duelo de cortejo para que viera su interés en ella. Los guerreros de verdad siempre lo hacen, jamás se rinden.
Pero eso era antes de haber escuchado a su padre y a la sombra escarlata planear su muerte para robarle su poder. Tenía que aprender a usarlo, hacerse más fuerte para poder hacerlo.
Hacerse más fuerte para matar a Lank de Cofer.
¡Por Doruna! Si lo hacía sería la señal de que ya era una guerrera y contaba con su protección para enfrentarse a Leyden de Kastal. Cuando llegara el momento lo sabría.
Sería durante el viaje, antes de que lo hiciera él. En el norte hallaría respuestas, pero antes tenía que llegar, no importaba el coste. Tenía tiempo antes de volver a Valquebriella, mientras durara el Viaje del Juicio, y mientras estuviera en movimiento por el mundo, sería más difícil para sus enemigos encontrarla. Se cuidaría mucho para que eso no sucediera De lo contrario, nadie de la tribu estaría allí para protegerla.
Es una prueba de los dioses.
––¡Cuéntame más!––, dijo doña Arethusa, que hasta ese momento había estado hablando con Áyfe sobre la historia de Gaunesyr y la Caída de la Ciudad Antigua.
Su sonrisa la alivió y olvidó los pensamientos sombríos que habían envuelto durante esos segundos de recuerdo. Le quitó el miedo y descubrió que le gustaba mirarla. Quería contarle toda la verdad, pero hay que tener cuidado con los viajeros del camino; no todos andan perdidos. Y ella no es de la tribu.
––Pues… estamos de viaje, digamos. En realidad es un ritual que lleva haciendo nuestra raza desde hace mil generaciones. Se llama Viaje del Juicio, y tenemos que salir al mundo para recorrerlo y luego volver para que así los ancianos y los druídas nos consideren como adultos en nuestras tribus. ¿No hacéis los elfos lo mismo? Yo pensaba que sí. ¿Cómo diferenciáis a los niños y las niñas de los hombres y las mujeres entonces?––, le dijo, girándose en el sitio hacia ella––. Nosotros tres salimos de Lundū Talin tzen-Gindan, que traducido sería La Tierra del Valle Quebrado. Está a dos semanas de viaje en dirección sur––, indicó con el dedo––. Salimos muchos más, todos los jóvenes de la tribu, pero cada uno decidió ir a un sitio distinto, ya sabes… nadie se pone de acuerdo.
Ayfe estaba algo sorprendida por lo que había dicho la elfa.
––¿Está prohibido que estemos por aquí? ¿Por qué? Si nosotros nacimos en este bosque.
––Yo no vi ninguna señal de prohibido el paso––, añadió desde atrás Gáleros, guardando su flauta––. Aunque tiene sentido––, miró a Áyfe y a Ástyr––, porque seguro que esas setas escondidas en aquel huerto perdido en el bosque debían ser de alguien––, se rió.
––¿Tú viste a alguien?––, preguntó Áyfe mirándole por el rabillo del ojo. Gáleros proyectó los labios hacia afuera y negó con la cabeza––. Pues entonces… es de quien lo agarre primero.
Se rieron.
––No pienses mal de nosotros, señora Arethusa––, le decía Ástyr arrascándose el cogote––, pero es que teníamos hambre y había muchas setas allí. Nos llevamos unas pocas. ¡No se le puede negar un poco de alimeto al viajero que está lejos de casa!––Aunque apenas sean dos semanas… Ahora que le había preguntado a dónde iban, recordó al guardia elfo que la había llamado “niña”––. Vamos a… al norte––, la palabra surgió sin más, pero no se refiería a ese norte––. A la ciudad élfica que hay un poco más al norte de aquí. No debe estar lejos, aunque los mapas nos engañan en cuanto a distancias.
»Si quieres venir, puedes ser nuestra guía, ¡te lo agradeceríamos tanto! Seguro que algo interesante nos depara el viaje. Prepararemos los caballos; si no tienes uno, puedes montar conmigo. Apuesto a que la parte donde viven los elfos de Sandorái la conocerás mejor que nosotros.
»Y bueno, ¿eres de por aquí cerca o estás de viaje desde una tierra lejana? Tu amiga la sacerdotisa que no era sacerdotisa parece que siguió su camino. Es una pena porque nos gustaría a los tres que se uniera al grupo. ¡Cuantos más mejor!
“Y qué rara es”, se dijo Ástyr viendo el compás de su respiración haciendo subir y bajar su barriguita entre las briznas de hierba. Parecía una niña, pero los elfos tienen una edad engañosa, aunque parezcan niños podrían ser incluso más viejos que su padre, Nerva, o el maestro de armas Dérrico de las Combadas, y los dos ya eran muy viejos, ¡tenían como 30 años! Aunque Carlaneru Cuentacuentos lo era más. Nadie sabía su edad real desde que él mismo dejó de contarla cuando llegó a los 40. Y eso fue hace muchísimos años, antes de Ástyr nacer. Ni Asdarte, su madre, ni los druidas de Valquebriella debían conocer la edad del viejo Carlaneru Cuentacuentos, pero se sabía más canciones de las que era posible aprender en una vida. Además, su cara era diferente a la de la elfa, porque ella parecía una niña y no había rastro de pliegues.
Mientras se desentumecía tarareando la canción que Ástyr acababa de cantar, esta intentó adivinar su edad. Quizá tuviera cincuenta años. O quizá fuera más vieja que Carlaneru. “¡Y yo la llamé Ary!” Lo más apropiado sería llamarla señora Arethusa. O doña Arethusa. Laylah, su hermana mayor, decía que los elfos nunca llegan a aparentar su edad en el rostro como hacen los hombres bestias, así que lo mejor es llamarlos por el nombre que te digan al principio hasta que los conozcas, y así evitas su enfado, porque son muy orgullosos y arrogantes. Pero doña Arethusa no parecía ni una cosa ni la otra. ¿Sería una elfa o un trasgo disfrazado de elfa? Los trasgos eran pequeños como ella, y muy juguetones. Decían que, para divertirse, escondían las cosas a los demás, y les gustaba reir y bailar y comer. “Debe ser un trasgo, sí”, sospechó Ástyr.
No dejaba de pensar en lo familiar que le resultaba la señora Arethusa. Hay gente que tiene esa habilidad, y más cuando danzas y ríes con ellos. Así comenzaban los hermanamientos con extraños.
Según decían los viejos sabios de las tribus, había tres cosas que servían para crear lazos de amistad de por vida con otras personas por muy diferentes que fueran. La primera era el amor, la segunda era el alcohol y, la tercera, una mezcla de las dos, la música. A todo el mundo le gustan las tres, y normalmente siempre aparecen juntas, da igual el orden: Los que se quieren, se cantan y beben juntos, y los que beben juntos, se quieren y cantan, y los que cantan juntos, beben juntos y se quieren. ¿Quién podía negarlo? Nadie. Todo el mundo lo sabe. No hay tribu que no cante. Son los bardos los que nos cuentan la historia de lo que sucedió hace miles de años, los que nos traen la historia de nuestro pueblo para que no se pierda desde los primeros días en el norte, cuando nuestros linajes surgieron en las cimas de Lundû Tzen-Zuerxittû y la primera alpha, Uleya, aulló por primera vez a la luna: Estaba sola porque era una, y como dicen los druidas al entonar las plegarias, “cuando se es una, se es ninguna”.
La luna le preguntó a Uleya qué le pasaba, pero como no sabía hablar, aulló una canción de lamento tan triste que provocó una lluvia de estrellas. Las lágrimas de la luna iluminaron el cielo del norte en plena noche de tal manera que los dioses pensaron que el mundo ardía. Al llegar Yleoque, diosa de la luz, intentó apagarla, sin embargo, el deseo disparó una flecha con tal fuerza que día y noche se confundieron en una violenta explosión que azotó la tierra.
Al final, Penti surgió, y la vida fueron dos. Se encontraron, se miraron y el llanto se confundió con la risa, porque les daba risa al verse, y también al tocarse.
Lágrimas que la canción de Uleya provocó en la luna y las estrellas aún pueden verse hoy en el cielo del norte. Ástyr lo sabía, todos lo decían, incluso había visto los trazos verdes sobre la roca azulada de los druidas y los artistas, pero no en Sandorái. No en el Valle de Valquebriella. Aún así, a estos elfos parecía que también les gustaba reir y beber y cantar. Muchos clanes del pueblo silvano venían invitados cuando se celebraban las festividades para los banquetes. Casi todos hermanados por lazos de amistad o de hospitalidad con los hombres bestias, y cuando se reencontraban con los hermanados, bebían de la misma copa tras un abrazo tan largo que era como si se estuvieran queriendo. Aunque no lo hacían en realidad, porque los elfos solo se quieren cuando están solos en los cuartos o en los claros. Eran raros, pero había que respetar sus costumbres igual que ellos las nuestras.
Como aquel bardo y su amante aprendiz elfo.
Se rió al recordarlo otra vez, y al descubrir que doña Arethusa era una de esas personas que no era común encontrar por el camino.
Y no de los otros.
––¿Eh? ¿la canción, dices?... ¿Quieres saber qué dice?––, preguntó Ástyr algo incrédula––. Pues… es solo un trozo pequeño de una mucho más larga, pero ahora me siento incapaz de cantarla entera de lo fatigada que estoy, jajaja. Si no, ¡te la cantaría!––. ¡Otra vez! Trátala de usted, que debe ser muy vieja!...–– Es muy antigua. Mi pueblo siempre la cantó. Se llama La caída de la Ciudad Antigua. Nosotros vivíamos allí, ¿sabes? Bueno, no nosotros, sino mi gente, los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos, hace mil generaciones. Muy lejos de aquí, en el norte––. ¡Ojalá estuviera Carlaneru Cuentacuentos aquí para cantársela entera! ¡Seguro que se acordaba mejor que Ástyr sin ningún esfuerzo!–– Habla de cómo las sombras la invadieron y destruyeron, y de la heróica resistencia de los héroes.
»¿Quieres que te la traduzca esa parte? Puedo intentar cantarla, aunque no sé cómo sonará en la lengua común de los hombres. Déjame pensar... A ver… “Lhitū” en nuestra lengua, significa vida, y “lhufū”, amor. “Mylhin” es, no sé cómo traducirlo, ¿bonito? Mmm… creo que mejor es dulce. Sí, aquí encaja mejor así. ¡Allá voy!
Gáleros dio la entrada con la melodía de su flauta de hueso y Ástyr cantó en la lengua común:
Más dulce que la vida, descubrí
Era el amor
Y más dulce que el amor, fue morir
Como él murió
Era el amor
Y más dulce que el amor, fue morir
Como él murió
Repitió esa estrofa una vez, dos, tres veces, variando la prosodia para hacer caer los acentos originales en las sílabas de la lengua de los hombres. Al final se entendía, aunque cambió (un poco) la melodía original.
––¿Os gustó cómo quedó?––, preguntó Ástyr, entornando la cabeza y pasándose la mano por la nuca frunciendo el ceño.
––Bueno, yo creo que, para ser justos, lo que mejor quedó fue mi melodía––, respondió Gáleros haciéndole burla.
––¡Tú calla o te capo!
(Afortunadamente no llegaron a tanto)
––Adoro esos versos, ¿tú no, Arethusa?––, dijo Ayfe masticando una brizna de hierba, mirándola––. Habla de Gaunesyr, que luchó en aquella guerra. De los mejores bestias que existió en la historia, ¿no lo conoces? A mí me gustaría ser como él––, decía recostada con un codo en la tierra––. Tras batirse en retirada de La Antigua, guió a los supervivientes hacia el sur, pero lo emboscaron en un paso derruido en unas hondonadas los monstruos del enemigo, uno que había matado a uno de los grandes alphas de antaño––. Se sacó la brizna de hierba de la boca y entrecerró los ojos para recordar su nombres––. Mmm… no me acuerdo de cómo se llamaba. Pero bueno, el caso es que los entretuvo el tiempo suficiente para que huyeran, pero él se quedó ¡y lucho hasta el final! ¿Sabías eso? Mató al monstruo, pero él también murió porque La Ciudad Antigua se hundió en el mar. ¡Qué valiente! ¿Te lo imaginas? Doruna estaría orgullosa de él por dar su vida por la tribu. Si él hubiera fallado no estaríamos aquí comiendo setas.
Como por una evocación furtiva, Ástyr comenzó a sentir una extraña añoranza por las ancestrales tierras de las bestias en el norte. Algún día iría al norte de Aerandir ––¿sería este el momento?––, para visitar el hogar de los hombres bestia que descendían de Uleya y Penti. Lo que sentiría no se atrevía a decirlo: ¿sería mágico o ni siquiera sentiría nada? Bien es cierto que cada vez que escuchaba las canciones de antiguo de Carlaneru Cuentacuentos y de muchos otros bardos bestia, o incluso los rezos de los druidas de la manada, sentía una nostalgia extraña que le oprimía por dentro, como si las notas se convirtieran en garras que estrujaran el alma, como si comprendiera el aullido de Uleya o la causa de Gaunesyr para sacrificarse.
¿De dónde venía eso? Ni siquiera conocía el lugar, había sido destruido hacía mil generaciones y ahora estaba debajo del mar, donde solo Mera, la diosa del mar, parecía poder ir. Solo tenía noticias de él por canciones y por historias ¿Cómo se puede añorar eso? Sandorái era su hogar, porque nació entre los lagos y las fuentes de Fontargandi, y habitaron en Valquebriella desde que la tribu se asentó y todos vivieron en paz con los elfos tras las Guerras Silvanas. Hacía siglos de aquello. Pero quizá fuera esa la respuesta, porque el bosque era de los elfos, no de ellos. Esa melancolía desconocida podría ser el fantasma de la ausencia de su hogar, la pesadumbre del plomo que llegaba a ella a través de los recuerdos de sus antepasados guardados en la sangre de sus venas. Y ahora que ella estaba emprendiendo un viaje como rito de madurez, su sangre le trae los recuerdos de la Gran Marcha al Sur de las Bestias.
Tal vez los viejos espíritus le querían decir algo ocultándose en la música que había sobrevivido a la destrucción de La Ciudad Antigua y la Gran Marcha al Sur. Las mismas que comenzaron a cantar los héroes y heroínas antiguos. Quizá no era casualidad ese sentimiento, ni sentir el abrazo de la fuerza oculta en aquellos versos, en aquellas historias y en lo que decían, por encima de cualquier prejuicio. Los druidas usaban una palabra cuando hablaban de ellas, y que guardaban el aliento telúrico de la manada. Sonaba bien. Las canciones de la manada no tenían autor, pertenecían a todos y todas las que lo cantaron y seguían cantando a través de los siglos, de boca en boca, de lágrima en lágrima hasta que la primera voz dejaba de existir. Lo que no es importante siempre se deshecha. Una piedra amorfa toma una forma perfecta, cuando el tiempo y el agua la moldeadan. La desnudan. Nuestra esencia. Podemos entrar en las almas y los corazones que le dieron vida, y oir lo que tantos otros oyeron sin que haya nada de más ni de menos. Nuestro pensamiento. Lo que somos. Una manada que trasciende el tiempo y el espacio.
¿Querían decir que podría conocer a las alphas de los tiempos antiguos? Los druidas nunca decían sí o no, y costaba entenderlos como a los poetas y a los bardos, pero ellos interpretan lo que dicen los dioses, no pueden hacer más.
De todas maneras, Ástyr seguía sin dar una respuesta clara al porqué de esa fijación. Aún recordaba partes de los sueños en los que aquellas tierras… la llamaban, pero no existían ya, y lo poco que no se le olvidó era un sin sentido, como todos los sueños. Pero había algo en aquellos. Algo con lo que, al crecer, jamás volvió a soñar. El qué, ni idea, porque los dioses son dioses, y los antiguos alpha solo eran espíritus, y su voz se perdía en el océano del tiempo. Solo los ecos llegaban (tal vez ni hablasen conmigo) como fogonazos de imágenes borrosas y voces acromáticas surgidas de alguna parte de su memoria de manada, que decían que aquel lugar era importante para ella. Los viejos decían que existían sueños normales, y otros que llamaban prescientes, en los que se veían el pasado después de que sucediera y el futuro antes de que llegara. Igual que los de los visionarios de las tribus, escogidos por los dioses para transmitir sus palabras a los druidas. Aunque a Ástyr le vinieron sin estar en trances rituales ni por las propiedades mágicas de las hierbas. Pasaba, simplemente. Como todos los sueños.
Ningún sabio anciano ni ningún druida interpretó los suyos nunca. No tenían tampoco mucha importancia, porque, ¿quién era? Una cachorra. Los cachorros no tenían sueños prescientes, sino que eran los espíritus Vúntidûe, los Bondadosos, que les hacían tener visiones y sueños agradables, pero también los había mezquinos, que les hacían tener pesadillas. Eso lo sabía todo el mundo. Fue Nerva de Rutemer, padre de Ástyr, el que se lo contó cuando le habló de sus sueños.
“Los sueños nos dicen muchas cosas que tenemos que tener encuenta, sobre todo algo que queremos o deseamos mucho. Y me alegra que sueñes mucho con el norte. Eso es bueno. Todos lo hacemos, era nuestra tierra. Los Vúntidûe, cuando están de buenas, nos colman con visiones hermosas y agradables; a veces yo sueño con tus abuelos, mis padres, o con antiguos amigos de otros países que hace tiempo que no veo. O con mi antiguo hogar a orillas del Tymer. También sueño contigo, cuando naciste, y con Myru y Laylah, y con Asdarte. Si están de malas, pues te están avisando de que hay algo que no estás haciendo bien, o quizá que hiciste alguna trastada, como no obedecerme a mí o a los mayores de la tribu. Yo solía soñar con que se me caían los colmillos. ¡Qué desgracia!”
“¡Yo también soñé con eso muchas… alguna vez!”
»“¿Me estás confesando que te portas mal?” No la riñó de verdad, porque la regañaba entre carcajadas. “Con las viejas tierras del norte, muchas veces también soñé yo, aunque se me parecía mucho a Valquebriella o a sitios que visité en mis viajes. Y como tú siempre le pides las mismas historias al viejo Carlaneru, igual es por eso… ¡te vamos a llamar a ti Cuentacuentos! Pero hay muchas más historias después de La Gran Marcha al Sur. Cuando te hagas mayor y sepamos seguro que no son los Vúntidûe los que te hacen tener sueños sobre el norte, hablaremos con los druidas. Porque… ¿no robarías ninguna de las plantas mágicas de los rituales de los Visionarios, ¿verdad?”
Le dijo que no; los templos de los druidas estaban demasiado bien vigilados…
Así que Ástyr le creyó. Su padre no tenía por qué mentirle. En su mirada encontró la tranquilidad que buscaba, mucho más que tranquilidad. Era una sonrisa que la invitaba a cerrar los ojos, sin miedo a la oscuridad. Comprensiva, de esas que te aseguran que todo saldrá bien. Nadie tenía la sonrisa de su padre. Nadie más tenía una igual. O ella no la vió. Se ofrecía al mundo entero por la gracia de los dioses para luego concentrarse en ella, y solo en ella. Con una terrible inclinación a mostrarse arrolladoramente a su favor. Comprendiéndola hasta donde ella necesitaba que la comprendieran, creyendo en ella como a ella le gustaría creer en sí misma. Que la protegería.
Con el tiempo, los sueños que no se borraban al amanecer desaparecieron.
Aquel norte al que viajó no se sentía como tal más.
Sin embargo, muy de vez en cuando, ahí estaba. No siempre, ni de manera frecuente. Casi invisible. Un suspiro en un huracán. Pero ahí. No podía explicar cómo, ella sólo lo sabía.
Y entonces escuchó a aquellos hombres bestia en las ruinas de Mytruria la noche antes de la partida, y al otro… no era de su especie, ni sabría decir a cuál pertenecía. Su voz no era de este mundo, era de oscuridad y tinieblas. Ástyr únicamente vio una gruesa toga oscura que le tapaba toda la cara y el cuerpo, escarlata bajo el centelleo titilante de las antorchas. La luz incandescente evitaba su cara, haciendo la llama temblar y desvanecerse. Envolvía desesperanza. En cambio, la negrura se extendía al mismo tiempo que el frío.
Todas las dudas se convirtieron en certezas aquella noche. Y todas las certezas venían acompañadas de temor.
Hablaban de hielo y de fuego, de viajar a sitios lejanos y el lamento de Uleya. ¡El norte que ella veía! ¿Qué podría ser si no? El Lago de Hielo y el monte de fuego… Eran sus nombres en clave, claro, los cachorros lo hacían siempre. Además, había otra cosa que les preocupaba: Ella. El corazón le estalló en el pecho.
“Me preocupan demasiado sus sueños”, roncó la sombra escarlata, “ve cosas que no debería ver. Temo que incluso… vea este lugar ahora…”
“Suceden muchas cosas ahora”, dijo otro, “demasiada confusión y excitación para que una visión pueda ser clara.”
“No clara, pero sí intensa”, apuntó la sombra escarlata. “Una imagen corta pero nítida y potente puede ser más peligrosa como la más afilada de las espadas.”
“Todo está listo, a su vuelta del viaje ese poder…”, La voz del otro era arrogante, engreída.
“… volverá a mis manos”, sentenció la sombra de la capa escarlata.
Volverá a mis manos. Todo está listo.
Sentía punzadas de dolor despedazarle los nervios, mantos de terror escaldarle la piel con caricias gélidas. Quería salir corriendo, pero sus piernas no le obedecieron. Cualquier movimiento podría partírselas. O el cuello. Quería ir con su padre y con su madre, decirles que la querían matar.
Te equivocabas, papá. No eran los Vúntidûe.
La sombra de la capa escarlata conocía sus sueños sobre las tierras ancestrales y cómo se habían reavivado con la cercanía del viaje. Al otro sí lo pudo ver… el hombre que le ayudaba era el padre del chico bestia Lank de Cofel, y el más importante de los cincuenta miembros de Navaliella en el Concilio de las Quinientas Bestias de Sandorái. Leyden de Kastal. ¿Qué hacía él padre del chico al que la iban a prometer en volviendo del Viaje del Juicio allí? Nunca le había hecho nada, ¡si era la primera vez que le veía! Quizá no quería que se prometeria a su hijo y por eso habían decidido matarla. Ni su padre ni su madre, ni siquiera sus hermanos sabían que se había enterado de ese compromiso. Y si pensaban que se iba a quedar quieta esperando que la entregaran a unos desconocidos para matarla, estaban muy equivocados.
¿Cómo habían conseguido engañar a Asdarte y a Nerva? ¿Y a Myru y a Laylah? ¿A Dérrico de las Combadas, su maestro? ¡A todos! Ellos nunca dejarían que le pasara nada malo a nadie de la tribu. Engaños y mentiras. Ástyr era una cachorra y Leyden de Kastal uno de los señores más importantes de las Diez Tribus Bestias de Sandorái. Durante la espantosa Rebelión de los Hijos de la Furia que diezmó Sandorái no perdió una sola batalla, y forzó el final de la guerra cuando arrinconó a los elfos y bestias rebeldes en los Acantilados de la Tormenta con la mitad de guerreros que las fuerzas enemigas.
Conocía la canción que rememoraba la victoria sobre los Hijos de la Furia mejor que ninguna otra. Su padre y su madre salían en ella. Fue la última ofensiva de toda la guerra, Las huestes de Leyden de Kastal estaban en minoría en una maniobra desesperada, pero eran las únicas que podrían ser suficientes para aniquilar a los Hijos de la Furia.
La batalla había empezado mal para los aliados y los elfos y bestias rebeldes que querían tomar el control de los clanes y las tribus estaban masacrándolos. Los guerreros de Leyden de Kastal aguantaban ferozmente la posición en aquel día de invierno. A los enemigos les costaba hacerles retroceder, pero hubo bajas amargas que aún se cantan. El primogénito de Leyden, Layne El Trueno Ámbar, murió cuando una piedra le golpeó en la cabeza justo en el momento en el que se batía con Ádalstyr, una bestia traidora de Valquebriella. Los dos estaban bendecidos por los dioses en las artes de la guerra y, como dice la canción, todos los guerreros que presenciaron se detuvieron a contemplarla. Nadie sabe quién lanzó la piedra, pero Layne cayó al suelo y, cuando intentaba levantarse, aturdido, Ádalstyr le rebanó el pescuezo.
Eso hizo que pensara que había ganado la guerra, porque Layne era el más grande guerrero de aquellas tropas. Motivados tras su decapitación, atacaron con aún más fuerza al último ejército aliado, al de Leyden… pero entonces sonaron los cuernos de batalla de Valquebriella. ¡Los señores de Lundû Talin tzen-Gindan llegan a la batalla!, dice la canción.
Habían estado buscando al traidor de Ádalstyr y por fin lo encontraron. Los guerreros de Valquebriella eran pocos (muchos habían muerto en las batallas anteriores) pero ahora estaban más frescos y dispuestos a todo. Hicieron retroceder a todos los enemigos bajo las lanzas y las espadas. Sin piedad. Llamaban al traidor por el nombre: Mil gargantas tronaban ¡Ádalstyr! ¡Ádalstyr! Retumbaban sus gritos de tal manera entre los montes que los enemigos pensaron que eran miles y miles Él, Ádalstyr,, aterrorizado, huyó, pero Asdarte le dio caza y le mató. La guerra terminó allí. Y Asdarte de Valquebriella le entregó a Leyden de Kastal la cabeza de Ádalstyr, el asesino de Layne, su primogénito. Uniendo ambas tribus, Valquebriella y Navaliella con lazos de amistad eterna.
Juraron unir la sangre de Asdarte y Nerva con la de Leyden, pero como su único hijo había muerto, no fue hasta que nacieron Lank y Ástyr que el enlace pudo forjarse para cumplir la promesa y el deseo.
Aún hoy, al escuchar sobre aquella batalla, los elfos lloraban y las bestias se estremecían.
Los enemigos que no murieron en combate tuvieron que rendirse. Tras eso, se les concedió, en sacrificio, las vidas de los generales y los guerreros enemigos más valientes.
Todo aquello, en buena parte, era de Leyden (y de sus padres). Era bonito saber que tu nacimiento estaba anunciado por una canción, pero ¿qué le ofreció ella a ningún dios? No había matado a nadie, quizá por eso no la escuchaban cuando le pedía ser más fuerte. Quizás por eso ni sabía que Ástyr existía.
La impotencia de saber que el hombre que quería matarla era un héroe era insoportable, pero debía aguantarlo Si no, ¿añadirían otra estrofa contando la traición de Leyden a Nerva y Asdarte? ¿Terminaría con la muerte de Ástyr? O peor… ¿la cantarían bien? ¿Y si la ponían a ella como la mala? Leyden era un héroe…
Seguro que llevaba años organizándolo con otros. Era imposible que estuviera solo en esto siendo un señor bestia tan influyente. Si se lo confesaba a su tribu no dudarían en declararle la guerra a Leyden de Kastal y a Navaliella, aunque tuvieran lazos de amistad o lo denunciaran ante los druidas, las asambleas y los dioses. ¡Debían condenralos por romper ese pacto sagrado! ¿Por qué no lo hacía Doruna si es la diosa del amor a la tribu? ¿Estarían esperando que le acusara? No lo creía. Él podría negarlo todo, seguro que le creerían. ¡Es un héroe! La palabra de un gran señor vale mucho más que la de una cachorra recién salida de la manadina que ni siquiera existía cuando él salvó a las tribus de Sandorái de la desparición. Se reirían de ella por tonta si se le ocurría insinuarlo. Aparte, ¿matar a una cachorra para robarle sus sueños prescientes? Ni siquiera podría explicar cómo se hacía, ¿le comería el corazón después de sacárselo con un cuchillo? Los antiguos alphas se comían los corazones de sus rivales para hacerse con sus virtudes, pero ya no se hacía. ¡Estaba prohibido! ¿Cómo lo demostraría? No podía, ni aunque Asdarte y Nerva la creyeran. Y si había guerra… ¡no! No podía permitir que hicieran daño a su tribu.
Y, luego, estaba su hijo, Lank de Cofer, que mató en combate singular a Valarín de Dyón, la Bestia Audaz, en duelo judicial, después de que le acusara de haber seducido a su propia esposa. Un extranjero de otra tribu hacer eso... y con dieciséis años, ¡antes de ser un hombre! Las leyes lo penaban, pero los dioses le dieron la razón… y mató a Valarín, dos veces más grande que él y curtido en batalla. Los dioses son caprichosos. Ya se lo había dicho su madre cuando le regaló su espada. No podía fiarse de ellos tan fácilmente. Los dioses aman a los guerreros, por eso parece que les consienten más.
Quizá haya algo que le pueda dar a Doruna. Quizá haya algo que le muestre cómo soy de verdad y que merezco su protección.
A pesar de ser su prometido, Ástyr de Fontargandi había visto a Lank de Cofel por primera vez cuando las tribus que iban a despedir a sus cachorros para comenzar el Viaje del Juicio se reunieron en el Templo del Archidruida de las bestias de Sandorái para dar comienzo al rito. Venía con los representantes de Navaliella, con ropas de gala encima de un caballo blanco. Sus cabellos eran ámbar, anaranjados, rubios como si la propia Yleoque los hubiera tejido de rayos de sol. Delgado, fuerte, alto, guapo, con ojos que… qué ojos… de un azul que variaba con la luz, a veces turquesa, otras cian, otras lavanda o aguamarina. Cuando le vio por primera vez, sabiendo que querían prometerle con él, le pareció un sueño. ¡Pero si había bardos que cantaban su romance con la esposa de Valarín! Aunque nunca lo hacían delante de él ni de su tribu.
Un guerrero sin miedo. Un guerrero que podría tener lo que quería… y ella iba a tenerle a él y él a ella. Y cuando viniera a cortejarla, ella combatiría con él. Si la derrotaba, tendría que desposarla. Y si lo derrotaba a él… lo imaginó muchas veces, aunque fuera imposible. ¿Le gustaría más? ¡Seguro! Intentaría sorprenderla en su próximo duelo de cortejo para que viera su interés en ella. Los guerreros de verdad siempre lo hacen, jamás se rinden.
Pero eso era antes de haber escuchado a su padre y a la sombra escarlata planear su muerte para robarle su poder. Tenía que aprender a usarlo, hacerse más fuerte para poder hacerlo.
Hacerse más fuerte para matar a Lank de Cofer.
¡Por Doruna! Si lo hacía sería la señal de que ya era una guerrera y contaba con su protección para enfrentarse a Leyden de Kastal. Cuando llegara el momento lo sabría.
Sería durante el viaje, antes de que lo hiciera él. En el norte hallaría respuestas, pero antes tenía que llegar, no importaba el coste. Tenía tiempo antes de volver a Valquebriella, mientras durara el Viaje del Juicio, y mientras estuviera en movimiento por el mundo, sería más difícil para sus enemigos encontrarla. Se cuidaría mucho para que eso no sucediera De lo contrario, nadie de la tribu estaría allí para protegerla.
Es una prueba de los dioses.
––¡Cuéntame más!––, dijo doña Arethusa, que hasta ese momento había estado hablando con Áyfe sobre la historia de Gaunesyr y la Caída de la Ciudad Antigua.
Su sonrisa la alivió y olvidó los pensamientos sombríos que habían envuelto durante esos segundos de recuerdo. Le quitó el miedo y descubrió que le gustaba mirarla. Quería contarle toda la verdad, pero hay que tener cuidado con los viajeros del camino; no todos andan perdidos. Y ella no es de la tribu.
––Pues… estamos de viaje, digamos. En realidad es un ritual que lleva haciendo nuestra raza desde hace mil generaciones. Se llama Viaje del Juicio, y tenemos que salir al mundo para recorrerlo y luego volver para que así los ancianos y los druídas nos consideren como adultos en nuestras tribus. ¿No hacéis los elfos lo mismo? Yo pensaba que sí. ¿Cómo diferenciáis a los niños y las niñas de los hombres y las mujeres entonces?––, le dijo, girándose en el sitio hacia ella––. Nosotros tres salimos de Lundū Talin tzen-Gindan, que traducido sería La Tierra del Valle Quebrado. Está a dos semanas de viaje en dirección sur––, indicó con el dedo––. Salimos muchos más, todos los jóvenes de la tribu, pero cada uno decidió ir a un sitio distinto, ya sabes… nadie se pone de acuerdo.
Ayfe estaba algo sorprendida por lo que había dicho la elfa.
––¿Está prohibido que estemos por aquí? ¿Por qué? Si nosotros nacimos en este bosque.
––Yo no vi ninguna señal de prohibido el paso––, añadió desde atrás Gáleros, guardando su flauta––. Aunque tiene sentido––, miró a Áyfe y a Ástyr––, porque seguro que esas setas escondidas en aquel huerto perdido en el bosque debían ser de alguien––, se rió.
––¿Tú viste a alguien?––, preguntó Áyfe mirándole por el rabillo del ojo. Gáleros proyectó los labios hacia afuera y negó con la cabeza––. Pues entonces… es de quien lo agarre primero.
Se rieron.
––No pienses mal de nosotros, señora Arethusa––, le decía Ástyr arrascándose el cogote––, pero es que teníamos hambre y había muchas setas allí. Nos llevamos unas pocas. ¡No se le puede negar un poco de alimeto al viajero que está lejos de casa!––Aunque apenas sean dos semanas… Ahora que le había preguntado a dónde iban, recordó al guardia elfo que la había llamado “niña”––. Vamos a… al norte––, la palabra surgió sin más, pero no se refiería a ese norte––. A la ciudad élfica que hay un poco más al norte de aquí. No debe estar lejos, aunque los mapas nos engañan en cuanto a distancias.
»Si quieres venir, puedes ser nuestra guía, ¡te lo agradeceríamos tanto! Seguro que algo interesante nos depara el viaje. Prepararemos los caballos; si no tienes uno, puedes montar conmigo. Apuesto a que la parte donde viven los elfos de Sandorái la conocerás mejor que nosotros.
»Y bueno, ¿eres de por aquí cerca o estás de viaje desde una tierra lejana? Tu amiga la sacerdotisa que no era sacerdotisa parece que siguió su camino. Es una pena porque nos gustaría a los tres que se uniera al grupo. ¡Cuantos más mejor!
Ástyr
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